Caciquismo y democracia española hoy
Reflexiones sobre el ejercicio de la política en España como paternalismo, personalismo y caciquismo
por
Pedro Ojeda Escudero
Copyleft. Se permite la copia libre y la divulgaci贸n de este texto citando el origen y el autor. Pedro Ojeda Escudero. Publicaci贸n original en el blog del autor, La Acequia (http://laacequia.blogspot.com.es/), d铆as 9, 10, 11 y 12 de mayo de 2015.
Caciquismo y democracia en Espa帽a hoy, por Pedro Ojeda Escudero
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-I-
En las épocas históricas en las que en España hemos gozado de un sistema democrático siempre se ha concebido al pueblo español, por parte de sus dirigentes, como menor de edad y con un cierto grado de incapacidad para tomar sus propias decisiones. No solo en las etapas de gobiernos conservadores sino también en los tiempos de gobiernos progresistas. Los liberales temían al pueblo al que teóricamente definían como depositario de la voluntad nacional porque lo consideraban proclive a arrojarse en los brazos de los absolutistas. Estos lo temían por considerarlo tendente a la asonada revolucionaria y a formar en cuanto podía juntas de barrio que se gobernaban de forma asamblearia. Los liberales conservadores propugnaban un sistema de orden y control de las masas; los liberales progresistas temían que una revolución les terminara por eliminar del panorama político para entregar el poder a sectores republicanos. La I República se improvisó y fracasó porque todos querían gobernar al pueblo pero sin contar demasiado con este, que se tiró al ruedo cantonalista en cuanto pudo -en manos de políticos que hablaban a sus tripas antes que hablar a la razón- o asistió desde lejos a la confusión política en la que pronto se convirtió todo. Tras los sustos del sexenio revolucionario, la Restauración fue una componenda entre conservadores y progresistas para repartirse por turnos el poder independientemente de los resultados electorales. La mesa de truco les duró varias décadas a pesar de la corrupción generalizada y la pérdida de las provincias de Ultramar. Cuando todo parecía irse hacia el desgobierno, unos y otros se pusieron de acuerdo ahí están las hemerotecas- para aupar al poder a un general autoritario, Primo de Rivera, que pudo estirar un poco más el sistema gracias a la bonanza económica. Con la venida de la II República, los conservadores temían al pueblo amotinado que quemaba iglesias y los progresistas lo
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temían porque estaba dominado por los sacerdotes católicos. Muchos diputados de izquierda estaban en contra de conceder el voto a la mujer porque la creían dominada por el confesionario o incapaz de tomar una decisión propia y diputados de derecha se lo negaban por considerar que no estaba preparada para asumir esa responsabilidad. Tras la Transición a la democracia y la aprobación de la Constitución de 1978, los partidos políticos mayoritarios surgidos de ella montaron estructuras jerárquicas en las que al pueblo solo se le consulta cada cuatro años pero no tanto para saber su opinión como para contar con su voto. En España, los dos partidos mayoritarios que han insistido en lo difícil que resulta cualquier modificación de la Constitución, se pusieron de acuerdo en unas horas para modificarla sin hacer un referéndum, introduciendo un cambio sustancial en el artículo 135 en el mes de agosto de 2011. En el parlamento español es casi imposible que triunfe una propuesta legislativa de iniciativa popular y no se convocan consultas populares de importancia más que de forma esporádica. Lo mismo ocurre en las autonomías o en los municipios.
Esta opinión de los dirigentes políticos no es solo de ellos. Las banderías tienen un poder penetrador en la mentalidad colectiva: una parte del pueblo español sospecha de la otra parte, un barrio del barrio de al lado, una ciudad de su vecina, etc. Y así se ha hecho proverbial que los españoles pensemos de nosotros mismos que somos incapaces de llegar a acuerdos, de gobernarnos sin ira, sin picaresca ni corrupción, como si fuéramos un país que no tiene remedio, proclive siempre, como diría don Antonio Machado, al cainismo y la división. Ante eso se rebelaba en un esperanzador poema Gil de Biedma al pedir que España expulsara a sus demonios: De todas las historias de la Historia sin duda la más triste es la de España, porque termina mal. Como si el hombre, harto ya de luchar con sus demonios, decidiese encargarles el gobierno y la administración de su pobreza.
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(…) Quiero creer que nuestro mal gobierno es un vulgar negocio de los hombres y no una metafísica, que España debe y puede salir de la pobreza, que es tiempo aún para cambiar su historia antes que se la lleven los demonios. Porque quiero creer que no hay demonios. Son hombres los que pagan al gobierno, los empresarios de la falsa historia, son hombres quienes han vendido al hombre, los que le han convertido a la pobreza y secuestrado la salud de España. Pido que España expulse a esos demonios. Que la pobreza suba hasta el gobierno. Que sea el hombre el dueño de su historia.
Las
estructuras políticas españolas sospechan de cualquier
movimiento ciudadano. Entre otras cosas, porque los desconocen. Están más habituadas a las intrigas palaciegas, los quiebros de pasillo o los acuerdos de sobremesa. No importa lo que digan reiteradamente en voz alta puesto que lo que debemos examinar son sus prácticas cotidianas, la manera en la que toman las decisiones y si consultan a la ciudadanía y no a las encuestas de opinión pública. No lo dirán, pero la mayoría piensa como ese político valenciano que prometió llevar la playa a su pueblo si conseguía la alcaldía: "Dije: Traeré la playa a Xátiva. ¡Y se lo creyeron! ¡Si yo mando, traeré la playa! Y van y se lo creen todo. ¡Serán burros! Y me votaron".
Si fueran verdad sus temores, es decir, que el pueblo español no es mayor de edad y no puede tomar decisiones, estaríamos ante un gravísimo caso de democracia sin pueblo y convendría urgentemente reformar la Constitución española para dejar claro que nuestro régimen debe pasar inmediatamente a ser un despotismo ilustrado y no confundir con los términos: no nos mereceríamos una Constitución sino una Carta otorgada con la que ellos, que sí saben lo que nos conviene, puedan dirigirnos sin el
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dolor de cabeza que les supone decirnos lo que tenemos que votar. Si los políticos no se creen de verdad las bases de una democracia, es decir, que esta consiste en mucho más que dejar que los ciudadanos voten cada cuatro años, el sistema se convierte inevitablemente en una estructura de fuerte carácter jerárquico y personalista.
Y si fuera verdad que el pueblo español no está preparado para un sistema verdaderamente democrático por inmadurez o una tara genéticohistórica, ¿en qué han empleado su tiempo nuestros gobernantes desde 1978? ¿Por qué no han hecho pedagogía política? ¿Por qué no han reformado nuestro sistema de educación para hacernos conscientes desde niños de la importancia de una democracia? ¿Por qué no han procurado cambios legislativos para aumentar las consultas populares que son la única forma de que el pueblo tome conciencia de su papel en el sistema? ¿Por qué no han usado de todos los recursos del estado para educar al pueblo y acostumbrarlo a la mejor raíz de la democracia? Es decir, a ejercer como ciudadanos en cada uno de sus actos cotidianos, a ser conscientes de que actuar en democracia es un derecho pero también una obligación. Quizá con ello la corrupción no se hubiera extendido tanto estos últimos años y no se hubiera votado una vez tras otra a políticos -sea cual sea su color- que la han favorecido.
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-II-
Por las razones apuntadas, la historia de los períodos democráticos españoles está llena de espadones y hombres fuertes, caudillos a los que se recurría cuando la marea popular parecía ingobernable a los políticos de uno y otro bando o a los dos -el caso de Primo de Rivera ya citado o las investigaciones que afirman que unos meses antes del golpe de estado fallido del 23 de febrero de 1981 se documentan movimientos de varios partidos del arco político parlamentario de ideología diversa que buscaban un hombre fuerte, militar incluso, que presidiera un gobierno de salvación nacional para desatascar la situación provocada por el desgaste de Suárez, con ministros procedentes de casi todos los partidos con representación parlamentaria más periodistas, empresarios y militares.
Estos prohombres de nuestros tiempos democráticos actuaban con paternalismo, que es en realidad algo muy alejado de la democracia aunque a veces conserve las formas. Por las mismas razones, la historia de la democracia española está llena de personalismos por los que las instituciones se identifican con personas concretas y su permanencia en el cargo parecería razón de estado. Es curioso cómo en el siglo XIX se recurría una y otra vez a personas como Narváez o Espartero -por poner solo dos ejemplos de signo contrario- que habían demostrado su incapacidad para gobernar con consensos y conciencia democrática. De la misma manera, este pensamiento dejó que arraigara en España el caciquismo, que está en el origen de muchas de las tramas de corrupción actuales.
Pero lo peor de esta mentalidad es que ha generado un perverso círculo vicioso según el cual los políticos no se fían, en realidad, del pueblo y este no se fía de sus políticos. Aquellos ven al pueblo español como
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inmaduro para asumir la democracia y de ahí que deba ser dirigido por su bien o sangrado convenientemente en beneficio de los corruptos puesto que es burro y vota al que promete llevar la playa a un municipio alejado del mar varios quilómetros; el pueblo español siempre ha tenido recelos evidentes sobre la honradez de sus políticos y su capacidad para gestionar las cosas, salvo excepciones muy concretas. Estas excepciones abarcan un corto período de tiempo porque al que se ensalza hoy se le defenestra mañana para glorificarlo cuando ya está fuera de toda posibilidad de volver a la política, como ha demostrado el caso evidente de Adolfo Suárez.
Este círculo vicioso ha generado una desconfianza radical de unos con otros. Los ciudadanos españoles se desentienden de la política salvo de vez en cuando, cuando se indignan o protagonizan asonadas, dejan que sus políticos sean corruptos mientras todo vaya bien y han pensado siempre sin exigir medidas correctoras que todo aquel que llega a la política lo hace, en primer lugar, para beneficio propio y no del común. De ahí que todo político pueda ser ensalzado cuando lo hace bien pero también cuando lo imputan ante la justicia por corrupción siempre y cuando todos se hayan beneficiado de la fiesta. Hay fotografías en los periódicos de estas décadas pasadas de vecinos de una localidad apoyando a su alcalde cuando entra a declarar en un juzgado por corrupción y ovacionándole cuando ingresa en prisión. Unas imágenes que son pura definición del caciquismo enquistado en la sociedad española. Por eso mismo, a los partidos políticos no les interesa suprimir ni reformar el Senado, que se ha convertido en cementerio de elefantes en el que se pagan los servicios prestados en las estructuras internas de las organizaciones, ni las Diputaciones, una institución heredada de los viejos tiempos de los caciques. Con ellas hacen regalías, colocan personas, subvencionan los pueblos fieles, pagan festejos populares y dominan buena parte de las páginas interiores de los periódicos locales.
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Los políticos, por su parte, han generado estructuras de partido alejadas de una razón democrática, fuertemente jerárquicas y personalistas y más alejadas aún del pueblo que les vota. España es un país de diputados cuneros o de paracaidistas impuestos por las jerarquías del partido a costa de divisiones internas y descontentos de los afiliados que sostienen el día a día en una localidad, una democracia en la que el diputado solo va de fin de semana a su circunscripción pero no tiene abierta oficina en ella porque la fotografía que le importa para permanecer en el cargo es la de la ejecutiva, no la de sus reuniones con los votantes.
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-III-
Siendo así las cosas, es lógico que la situación española sea la que es. Tras un impulso democratizador y una corriente de entusiasmo de los dirigentes y de los ciudadanos en la Transición española hacia la democracia en los años setenta y ochenta del pasado siglo, todo se asentó como marcaba la inercia histórica en el país. No solo la inercia de las etapas históricas pasadas sino la impronta dejada por el régimen dictatorial de Franco. Este se asentó tras un golpe de estado, una guerra civil y la purga y eliminación de todos
los
opositores.
En
España,
durante
décadas,
se
instaló
mayoritariamente el temor a opinar, el miedo a la discrepancia y el pensamiento de que no se podía cambiar la situación y que era mejor asimilarse para sobrevivir y medrar en la vida. Ganó también la propaganda que hablaba de los veinticinco años de paz y del enemigo exterior ante el que había que cerrar filas dejando para otro momento las discrepancias internas. Es legendaria la recomendación de Franco a Sabino Alonso Fueyo (a la sazón, director de Arriba, diario falangista de la época): “Usted haga como yo y no se meta en política”. La anécdota se cuenta también con otros interlocutores. Es totalmente cierto, Franco no se metía en política sino que ejercía el poder con ese sentido del que venimos hablando, de forma paternalista y personalista. España era él y los españoles lo debían considerar como un padre que sabía lo que convenía a todos en cada momento incluso para pedirles el sacrifico del período de autarquía o mirarlos con cierta indulgencia cuando se descarriaban. La estructura se basaba también en una jerarquía que controlaba por una parte las fuerzas armadas y los medios de comunicación pública y por la otra en una red clientelar que dominaban los caciques de cada zona revestidos de presidentes de Diputación, alcaldes o empresarios o propietarios de latifundios tan paternalistas como el propio jefe del Estado. En el fondo, es
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de todo esto cuando se habla de la herencia franquista y el postfranquismo en la actual España.
Tras el impulso democratizador de los años setenta y ochenta, el amplio abanico de partidos políticos, la necesidad de grandes pactos de estado y de gobierno provocada porque todo estaba por hacer y nadie garantizaba por sí mismo la estabilidad del sistema, este se asentó en una dinámica pactada que trajo la necesaria tranquilidad histórica para la modernización del país y su ingreso en la Unión Europea pero que, a la vez, resultó perversa para un amplio sentido de la democracia. Igual que se optó por esta organización se podría haber optado por otra, con mayor implicación de la población española en la toma de decisiones concretas a través de consultas generales o particulares, la educación en las claves democráticas (derechos y deberes) y el establecimiento de todo un entramado de organismos que favorecieran y estimularan los movimientos ciudadanos o que, al menos, no los dificultaran por no estar encauzados en un sistema partidista y presidencialista como el que tenemos. En España, los partidos mayoritarios -incluso los más afines al liberalismo- conciben un país con una fuerte intervención del Estado en todas las decisiones individuales de los ciudadanos. Precisamente porque los políticos no se fían de estos como estos no se fían de ellos. Por eso, en España no terminamos de asumir la necesidad de pedir una factura a quien nos viene a arreglar un grifo, disculpamos al evasor de impuestos para el que de vez en cuando se legisla una amnistía fiscal y todos consideramos una especie de castigo el que tengamos que formar parte de una mesa electoral o de un jurado popular. Por eso, en España la aparición de plataformas ciudadanas o movimientos de barrio que intervienen en las cuestiones socio-políticas se ve con tanta extrañeza y parecen fenómenos revolucionarios en vez de ser considerados como lo que son, intervenciones de los ciudadanos en cuestiones que les competen y que no pueden esperar a la siguiente
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convocatoria electoral porque o bien las instituciones no dan salida a las demandas sociales o bien el sistema se ha degradado. En España los partidos políticos conciben como lobby legítimo a las empresas eléctricas o los grandes grupos de comunicación pero ven como molestos a sectores sociales organizados que plantean reivindicaciones.
Los partidos políticos ocuparon el amplio espacio que les otorgaban las leyes que ellos mismos redactaban y controlaron todas las instituciones que venían de antiguo más las nuevas que se gestaron. Es un hecho que los partidos políticos, desde 1978, han ocupado día a día un mayor espectro de la sociedad española y esta ha tenido cada vez un menor margen de presencia directa en la vida pública hasta el movimiento del 15 de mayo de 2011. Los partidos no solo se han convertido en estructuras políticas fuertemente jerarquizadas sino que quisieron también ser asociaciones de barrios, rectorados universitarios y asociaciones profesionales, ocupando espacios que en una democracia debe corresponder al ciudadano y no a las estructuras políticas. De hecho, en los momentos críticos, la rigidez de sus estructuras los llevan a resquebrajarse en bandos enemistados hasta el odio o a sufrir escisiones más o menos dolorosas.
En cada una de esas estructuras se reprodujo frecuentemente el sentido de paternalismo y personalismo que es una característica histórica del país. En vez de limitar los mandatos, se ha dejado ocupar casi cualquier cargo de forma vitalicia a quien sabe controlar las estrategias de votación. Independientemente de que se haga bien o no la gestión, esto no lleva a la pureza
democrática
sino
al
ejercicio
del
poder
de
una
forma
contraproducente para la democracia. Es frecuente, así, que en España la persona se identifique con el cargo: desde un presidente de una comunidad de vecinos hasta las más altas instancias. Criticar a un alcalde, a quien ocupa un cargo, se toma como un ataque a la propia institución cuando no debería
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ser así. Al crítico se le termina haciendo el vacío, acosando laboralmente en cualquier organismo de la administración pública, expedientándolo, expulsándolo del partido o de la organización a la que pertenece o complicándole la vida para que desista en su crítica y sea él quien se calle o abandone por no buscarse más problemas en una batalla que solo parecen ganar los que saben dominar las estructuras y no los individuos libres. Quien expone sus críticas en un debate se arriesga a ser acusado de poco patriota, de contrario al bien común, de deslealtad institucional, de disidente. Aquel que controla el poder, en cambio, suele envolverse con la bandera, salir a un balcón a proclamarlo, esconderse detrás de las siglas del organismo que preside, clamar que sin él todo caerá en el caos y poner en marcha la maquinaria estructural para aplastar a los disidentes.
Este sistema suele basarse en los instintos peores del ser humano: fomenta la envidia, la delación y la denuncia arbitraria, el arribismo, el servilismo, la picaresca y la trampa. Todo el mundo tiene a buscar al cuñado o al amigo que le ayude a saltarse una lista de espera, obtener recursos que de otra manera nunca alcanzaría y agilizar o paralizar un expediente, según convenga. Fomenta, sobre todo, la figura del tiralevitas (pelota, adulador en todas sus variantes) que hace toda su carrera alabando esa identificación del cargo y la persona, el paternalismo y la ejecución caciquil de la política española, con la esperanza de reproducir los comportamientos en beneficio propio cuando alcance el cargo deseado. Y, como todo vicio moral, este es el modelo que se ha extendido como una mancha de aceite por el suelo de España en las últimas décadas. Mancha que se superpone a las anteriores, las que vienen de lejos. A veces, hasta son las mismas.
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-IV-
No hay más opciones. Si las inercias no cambian, España estará condenada como país a vivir su historia democrática a empujones como hasta ahora. Períodos sosegados en los que coincida una buena coyuntura económica o un enemigo común que haga difícil expresar la discrepancia, en los que la ciudadanía esté más o menos conforme y asimilada con la situación
porque
todo
aparezca
tranquilo
y
se
modernicen
las
infraestructuras y la calidad de vida a pesar de la corrupción latente, frente a períodos de inestabilidad provocados por crisis internas y coyunturas económicas negativas, en los que la ciudadanía se indigne ante lo que ha pasado como si no lo hubiera sabido y protagonice asonadas más o menos generales. Y tras los períodos de inestabilidad, la tendencia natural de todas las sociedades es buscar, a cualquier precio, la tranquilidad y la paz social. Independientemente del color político. Esto lo saben los que diseñan las estrategias electorales y los programas políticos.
Estas inercias no llevarán a la democratización de la vida pública sino a la permanencia de los elementos mencionados en el título de esta serie: paternalismo en el ejercicio del poder; personalismo que lleva a estructuras presidencialistas en las que se identifica al líder con la institución, la ciudad o la nación; caciquismo en las estructuras jerárquicas de todas las instituciones que controlen cada uno de los pasos -desde lo local hasta lo nacional- y que se alimenten de forma piramidal para que nada cambie por mucho que se modernice el paisaje. Todo ello engrasado por aquellos que saben sacar partido de tal sistema: empresarios sin escrúpulos, fondos de inversión internacional, multinacionales y también, por supuesto, promotores de urbanizaciones sin sentido a las afueras de nuestras ciudades.
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Como consecuencia, estos vicios morales seguirán instalados en el país y seguirán siendo los rectores mayoritarios de una sociedad que termina tomándolos como algo natural y en la que los individuos críticos suelen ser apartados con formas expeditivas mientras que se delega el voto mayoritario en uno u otro partido que, de esta manera, no tienen que pactar y negociar cada decisión que toman. En España, salvo en momentos verdaderamente excepcionales, no estamos acostumbrados al pacto. De ahí el miedo que tienen las organizaciones tradicionales ante el panorama que se puede presentar tras unas elecciones en las que no se obtenga una mayoría suficiente para gobernar en solitario.
Aquellos que por la decisión de los votantes tienen que pactar para gobernar suelen buscar estrategias de última hora para romper el pacto en los meses finales de la legislatura y así presentarse ante los electores sin eso que consideran un lastre; aquellos que por un resultado democrático se ven abocados a la negociación continua la toman como un mal y no como una ventaja y suelen repartirse el poder por áreas procurando no entrometerse en la del aliado: entre perros no se pisan las colas, mientras haya para todos y todavía falte tiempo para la siguiente convocatoria electoral. Así no se gobierna tanto con consensos como con parcelas que son manejadas de forma independiente pero con los mismos vicios. Los socios solo se ponen de acuerdo para defenderse ante un enemigo común. Y, a la mínima oportunidad, se rompe el pacto de gobierno intentando hacer todo el daño posible al antiguo aliado.
Mientras tanto, el ciudadano se acostumbra a que las cosas sean así porque siempre han sido así: busca la forma de atajar en las pequeñas cosas (saltarse una lista de espera o determinados trámites administrativos gracias a un familiar), la pequeña evasión de impuestos (no pagar el IVA al electricista que viene a arreglarte algo a casa), no reclamar porque no sirve
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de nada, no enfrentarse con el poder porque el poder siempre usará de las armas más innobles -legales o no- para hacerle la vida imposible, etc. Porque un sistema parasitado por comportamientos caciquiles no se basa en la normativa ágil sino en la traba burocrática y en las decisiones subjetivas barnizadas de legalidad. Esta asimilación del ciudadano a la situación provoca que nada cambie, que los políticos o los cargos públicos no se sientan presionados para ser honrados y que, si es esa su tendencia, ejerzan su cuota de poder de forma arbitraria, paternalista, personalista y caciquil. Incluso aunque toda su actuación fuera ilegal cuentan con que el ciudadano no va a reclamar (porque es caro, porque se pierde el tiempo, porque no sirve para nada) o que si lo hace no siempre ganará aunque tenga razón (puede no cumplir con los trámites como marca la normativa hecha probablemente por aquellos contra los que ejerce sus derechos, puede encontrarse con una institución con los mismos vicios que busca recurrir) o que si gana haya pasado ya tanto tiempo que el mal de origen ya sea incorregible y tenga difícil o imposible reparación. También cuentan -hasta ahora- con otra baza: si generan el suficiente temor ante la inestabilidad provocada por los críticos, la mayoría de la población buscará la tranquilidad del mal conocido.
No hay más opciones si queremos que la historia de la España democrática genere impulsos verdaderamente democráticos. Por una parte, los políticos deben comprender su papel como líderes sociales, a los que les corresponde una pedagogía democrática antes que la mera gestión y tienen que: •
Impulsar en la educación desde los primeros niveles una forma de entender la democracia que alimente al individuo crítico y consciente tanto de sus derechos como de sus deberes, fomentando la participación ciudadana en la vida pública.
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•
Asumir, por lo tanto, su verdadera condición como representantes designados por la sociedad -por toda y no solo por sus votantes-, buscar pactos de Estado, actuar con honestidad, impulsar cambios legislativos para fomentar el control en la gestión y hacer verdaderamente trasparente toda la administración pública.
•
Limitar por ley los mandatos sea cual sea el cargo político o administrativo que se ocupe, incluso aquellos internos de las organizaciones políticas, sindicales o empresariales que cuenten con subvenciones públicas.
•
Impulsar leyes que amparen las iniciativas legislativas populares y la presencia de los ciudadanos en las instituciones bien directamente bien a través de las asociaciones y plataformas.
•
Aprobar las listas abiertas en todas las convocatorias electorales.
•
Abrir oficinas -para los votantes suyos y los que no lo son- en sus circunscripciones, con medidas que hagan públicas estas reuniones, las demandas de los ciudadanos y el resultado de sus gestiones.
•
Acordar la supresión de toda institución y organismo que no sirva para mejorar la sociedad española y que solo esconda la colocación de los afines, el premio a los leales o la huida del control necesario en la gestión pública, evitando la duplicidad de competencias y la administración paralela.
Por otra, la sociedad debe ser consciente de que está compuesta de ciudadanos y no de súbditos, individuos libres con derechos y deberes que deben ejercer a pesar de todos los inconvenientes: •
Debe ejercer esta condición de ciudadano tanto de forma individual como de forma colectiva, asociándose tanto para las causas permanentes como las concretas y circunstanciales.
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•
Debe exigir de sus políticos que se faciliten los medios, las medidas legislativas y las facilidades administrativas para que todo sea trasparente, eficaz, legal y ético.
•
Debe comprender que la democracia no es el resultado de unas votaciones cada cuatro años sino la labor diaria que se manifiesta en la vida real, en el compromiso, en la aceptación del otro, en la reclamación ante las irregularidades pequeñas o grandes. Por lo tanto, debe comprender que asociarse, agruparse, es algo normal y necesario en una democracia en la que el individuo debe luchar contra fuerzas económicas poderosas de carácter global que tienen el suficiente poder como para comprar voluntades y torcer decisiones de los gobiernos.
•
Debe comprender que ser ciudadano es también instruirse, formarse, ocupar una parte de su tiempo en la educación propia y en la participación activa en la vida colectiva.
•
Debe actuar de tal manera que, ante la inclinación a la corrupción, al paternalismo, el personalismo y el caciquismo no sirve de nada reproducir en menor escala los mismos vicios. La única forma de combatirlos y mejorar su vida y la de las generaciones futuras es actuar en un sentido totalmente contrario.
No hay más opciones. A no ser que queramos perpetuar los tropiezos de la historia democrática española y vayamos de desilusión en desilusión, de crisis en crisis, de panorama de la corrupción en panorama de la corrupción y de asonada en asonada. Es tiempo ya de cambiar esta inercia histórica y de modernizar España de una vez por todas.
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