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38 Mayo, 2017
Penumbria se forma utilizando software y tipografĂas open source.
Índice Torre de Johan Rudisbroeck Tienda de antigüedades del perverso Mefisto Asunción / Quidec Pacheco La bestia / Antonio Flores La cazadora roja / Cristina Martínez No le contestes al diablo, Paúl / J.P. Marines Notitia criminis / Damaris Gasson Silencio / Rubén García Algo se rompe / Katherine Galo La congregación de la móbulas / Pok Manero Primer vuelo / Concepción Figueroa El mar / César López El murmullo de las estrellas / Briegalia La niña y la canción / Dante Galuz La cadena interminable / Anabel Jiménez Incubadora / Ramón Fernández Lección de natación / Tania A. Santos Los moscos / Abraham García Sincronía / Mariángeles Abelli Sigues mojando mis sueños / Gonzalo del Rosario No te reconoce / Alexsa Bathory Máquina de escribir infernal / Víctor M. Solís H. Romero / Haydeé Arreola Todos mis muertos / Miguel Lupián Autómatas
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Torre de Johan Rudisbroeck Miguel Lupian Bienvenido, extraño lector, a esta no menos extraña morada. Para este número, el 38, recibimos 85 cuentos, de los cuáles seleccionamos especialmente para ti 22 historias que te maravillarán. Nos da gusto informar que éste el número con más autores novatos (es decir, que publican por primera vez con nosotros) a la fecha. La prioridad de Penumbria siempre ha sido el descubrimiento y difusión de autores que, a pesar de su innegable calidad, no tienen cabida en otros medios. Y mientras sigan existiendo autores que nos quieran contar historias raras, seguiremos publicando número tras número. Dos temas predominaron: una sentida indignación por lo que está ocurriendo en nuestros países y una abominable desilusión por las relaciones fallidas. Así que por más que te escondas, no podrás evitar sentirte identificado en alguna de sus tramas. En la tienda de antigüedades del perverso Mefisto encontrarás bestias, cazadores, diablos y mucho silencio. Moscos, extrañas noticias, fantasmas. Cosas que se rompen, vuelos y estrellas. Máquinas de escribir, cadenas, lecciones, incubadoras, móbulas. Muertos, serendipias y sombras. Además, los tuits ganadores de nuestro concurso semanal de microficción, #miniRP. Y nuestro cuento ganador del tentáculo de obsidiana, “Asunción”, que propone un mundo delirante y surrealista que te congelará la sangre. Adelante, esperamos que pronto nos acompañes de este lado del espejo.
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Tienda de antigĂźedades del perverso Mefisto
TENTÁCULO DE OBSIDIANA
ASUNCIÓN
Quidec Pacheco México
Pregunto por una niña en un puesto de tacos. De este vuelo. Pelo café. Once años. Se parece a todas las niñas. Resignado pido una orden y le echo salsa a mi noche. Mire, me pagan por hallar amantes autónomos. Manejan sus carros, pagan sus comidas, contestan sus llamadas y dejan un olor tosco. Fáciles de encontrar. Por eso mi caso actual me sacude las manos, me afloja la corbata y me hace andar rápido. Esta niña no es fácil. Voy a la luz de la noche: un súper. Me echo un cigarro en la banqueta, igual y noto alguna cosa. Se perdió por aquí. Miro al cielo de reojo y su pupila titánica me ve. Llueve cada 7 horas y las calles se llenan de fluidos marrones y salados. Los morbosos y los borrachos son los únicos que le dan la cara a la creatura indescriptible que flota sobre la ciudad. La gente camina con paraguas, se cubre con mangas largas en el calor sofocante y cierra las ventanas con llave. Yo busco una niña y cada quien evade el horror con pequeños horrores, ¿no? Truenos escarlata rompen el cielo y todos corren. Sé que son escarlatas por las fotos: entre pedazos de torso, brazos desmembrados y órganos agitados, se nota la franja brillante partiendo las alturas, como sangre congelada a contraluz. A los que no corren los llaman “sangrados”. ¿Mi niña estará ahogada en cadáveres? Una imagen parpadea en mi cabeza. Fumo más y tiro la colilla antes de meterme al súper, apretado con los refugiados. El techo blanco es un respiro para todos. La ciudad se detiene cada vez que llueve. No recuerdo cuándo fue la última vez que caminé bajo la lluvia. Estaba lloviendo el día que la niña se perdió. La mamá recordaba un broche verde en su pelo, la esperanza de verla de nuevo porque estaba hecho a mano. Inconfundible. Único. Le di un vaso de agua y unas palmadas en la espalda mientras lloraba. Ya murió, pero aún la recuerdo de a veces, cuando el ojo en lo alto me observa y me pongo a buscar a su hija.
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Camino por el parque más grande de la ciudad. Aquí encontraron su mochila. El pasto y los árboles están podridos y con miembros humanos en las ramas. Te observa un ojo colgado entre flores, la mandíbula de alguien se cae y los pájaros picotean un páncreas. El salpicar de mis pasos asusta a dos perros más adelante que lamían la sangre del suelo. Nadie bebe la sangre podrida de la lluvia: te hace cosas. Los perros se ponen violentos y uno mata al otro. Bufa mientras el otro animal le cruje el pescuezo a mordidas. Primero parece un mal efecto de película: como si uno sostuviera al otro con sus dientes en lo alto, alzando un bate de béisbol. Pero cada vez flota más y más. Lo suelta para que el cadáver termine de elevarse. Me topo con la cosa del cielo, que nos mira a todos. Devuelvo la vista al suelo, sigo caminando entre los charcos de sangre vieja. Oímos de los horrores en el cielo en otros continentes. Cuando llegó aquí temíamos los famosos fenómenos violentos, pero el titán no tuvo efecto más que sobre los muertos. Flotaban cadáveres desde sus tumbas hasta el cielo, formando nubes. Días después, comenzaban a llover. Y eso es todo. Sin grandes temblores, sonámbulos asesinos, ni vapores desconocidos. Sólo nuestros difuntos cayendo sobre nosotros. Truena fuerte. Salgo del parque. Pregunto por una niña en un puesto de tacos. De este vuelo. Pelo café. Once años. Se parece a todas las niñas. Resignado pido una orden y le echo salsa a mi noche. Mire, me pagan por hallar aman... En el piso, un broche verde de pelo. Saco la foto. El mismo de la niña. Lo tomo, está cubierto de sangre pero corro al súper de la esquina para lavarlo en el baño. Por un momento lo veo limpio, pero se quiebra. Ya está muy viejo. ¿Cuánto tiempo ha pasado? En el súper, busco latas y cajas. Caducidad: 2017. Aún así, se ven muy viejas. Me encierro en el baño ahora con una lata. La abro. El hedor podrido me golpea. Mi piel de pronto está delgada, pegada a mis huesos. ¿Cuánto tiempo ha pasado? No recuerdo nada fuera del súper. Los tacos. El parque. Su gran ojo rojo. Salgo a la lluvia y nadie me detiene. ¿Ya había hecho esto? Aprieto el broche y busco un camino improvisado. Recuerdo el cementerio, estaba cerca de aquí. Nadie va, pero yo voy. Necesito escapar de su mirada. Una pierna me golpea desde el cielo. Dos cabezas, un codo y los dedos de un pie. Duele, estoy empapado en sangre café, pero me levanto. El cielo ruge incómodo, molesto, retador. Pienso en la niña, regresar a buscarla. Presiento que ya está muerta desde hace mucho tiempo. ¿Cuánto tiempo ha pasado?
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En el cementerio hay mensajes sobre las tumbas. Nombres tachados y pozos profundos. Avanzo tambaleante y tropiezo con un par de pulmones. Miro mi rostro en un charco: soy viejo, más de 90 años. Me apoyo en los pulmones y sigo. Una montaña de pedazos de cuerpo, la subo. Luz escarlata me ciega, podría jurar que la cosa encogió su pupila sólo para verme a mí. Desde arriba veo la ciudad. El recuerdo de la niña trepa por mi cuerpo, me abraza y sabe dulce en la lengua. Vomito. Es sangre de la lluvia que estuve tragando. No había notado lo cansado que me siento. Grito. Le pregunto al horror en el cielo por cuánto tiempo repetí lo mismo. Un relámpago ilumina y veo claramente mis manos arrugadas. Mi vida perdida. Hay una risa de niña en mi mente. No es mi mente. La cosa en el cielo ríe, muestra sus dientes verdes por primera vez, tiene la voz de una beba carcajeando suave. Lo último que siento es mi cuerpo ligero, como flotando. Ascendiendo.
#MINIRP 140
@raskolnik68
Los Tétricos Esqueletos Borgianos saben bien que El Oro de Los Tigres solo puede comprarse con almas de paquidermos crepusculares.
#MINIRP 141
@HoracioDanel
El infierno sucumbió a la democracia. El edén a la anarquía. Y yo a tus ojos airados.
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LA BESTIA
Antonio Flores Ramayo México
1 Los primeros movimientos de su cuerpo se presentaron a manera de ligeros espasmos, apenas perceptibles. Escasos minutos después comenzó a moverse con mayor insistencia, aunque desplazándose apenas mientras removía torpemente la tierra. La confusión imperaba en su mente primitiva, no sabía dónde se encontraba, qué hacía ahí, quién (o qué) era; mucho menos conocía el propósito de su existencia. Sus pensamientos se hallaban inundados por un mar saturado de voces… Su respiración, si es que se le podría llamar así, era apenas el símil de un estertor sibilante que no transportaba oxígeno a ningún órgano, pues no lo necesitaba, dada la carencia de pulmones funcionales; aunque sí tenía restos de varios de ellos incrustados en una que otra parte del cuerpo. Su sola existencia era una burla, apenas un vil simulacro de vida. Incapaz de organizar los retazos mal cosidos que eran sus recuerdos e imposibilitada para pensar de manera coherente, aquella masa informe se dejó guiar por emociones y necesidades: comenzó a arrastrarse a través de la selva seca, dejando un rastro putrefacto en cada roca o hierbajo que arrollaba bajo su peso, conducida por el hambre, la ira, el deseo de venganza y la imperativa necesidad de reunirse con sus demás partes, desperdigadas en distintos puntos, lejanos entre sí. La confusión cedió por un momento… algo le hablaba desde su interior, clamando con intensidad que se enfocara en un propósito específico… entonces supo hacia dónde se debía dirigir... 2 Había acudido al llamado. Su cuerpo tambaleante, del tamaño de un auto compacto, se estremeció con una extraña excitación cuando llegó al sitio indicado. La sensación se presentó primero como una repentina punzada de dolor; luego, al presentir lo que encontraría debajo de la tierra, oculto a varios metros de profundidad, la sensación se tornó ligeramente placentera. Se retorció como una sanguijuela, revolcándose en el lodo, y la idea provocó que secretara un líquido viscoso. La emoción inundó cada parte de la bestia, tensando la carne. Decenas de dedos comenzaron a rascar la tierra, mientras el resto de su cuerpo se revolvía,
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restregándose contra el suelo de un lado a otro para desplazar las migas de lodo y piedra que las extremidades erectas iban rasgando con desesperación, al tiempo que los bruscos movimientos causaban el numeroso desprendimiento de gusanos. Le esperaban varias horas de trabajo, pero sus instintos no le permitirían desistir, y a cada centímetro que avanzaba sentía una especie de regocijo; en ese momento lo único importante para la cosa era reunirse con lo que yacía ahí, enterrado en la fosa clandestina, saciar el deseo de crecer… 3 La cosa aumentó de tamaño considerablemente. Grasa, músculo y hueso se habían fusionado con gran rapidez, como si hubieran aguardado durante mucho tiempo, anhelando volver a formar parte de un cuerpo. De pronto, las voces comenzaron a atormentarla de nuevo, primero a manera de susurros… Sin duda su número se había multiplicado escandalosamente desde la ocasión anterior. Querían dar un mensaje, expresar su rabia, y de a poco fueron tornándose agresivas, cambiando el murmullo por gritos desesperados. Entonces los recuerdos comenzaron a agitarse en su mente… 4 Las memorias llegaron como destellos fugaces… Alan, adolescente, atrapado, herido y semidesnudo, torturado durante dos días en una casa de seguridad, con los ojos vendados y las manos atadas detrás de la espalda… Cuando el comando armado lo “levantó” le dijeron que era por conocer a alguien que conocía a otro alguien… Una oportunidad… después de una llamada telefónica algo produjo gran movimiento en la casa… luego el silencio… En medio del ajetreo, sus captores salieron a toda prisa, olvidándose de asegurar la habitación… Alan escapó milagrosamente, recorriendo las calles a tientas… Una patrulla de la policía municipal lo rescató, los agentes le dijeron que lo llevarían al Ministerio Público… Alan por fin experimentó un poco de alivio… Un par de horas después le avisaron que sus padres habían llegado por él, y le indicaron cómo salir del Ministerio. Ansiaba ver a sus viejos, refugiarse en sus brazos amorosos, pero nadie le esperaba afuera… Caminó hacia una de las esquinas, esperanzado… Dolor… Alguien le golpeó la cabeza y Alan se desvaneció… Cuando despertó sintió que la cabeza le palpitaba con un dolor agudo, su rostro apoyado contra la tierra… “Creíste que te escaparías, mariconcito, ¡a ver si lo vuelves a intentar, pendejo!”, dijo un hombre, sentado sobre el capó de una
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camioneta negra, fumando un cigarrillo… Dolor inefable… Otro sujeto le golpeó las rodillas con una pala, repetidamente; las hizo añicos mientras el joven gritaba desgarradoramente… El sonido del hueso y la carne volviéndose pulpa, mezclado con el borboteo de la sangre, resultó asqueroso… Herido gravemente, Alan recibió la orden de cavar, tan profundo como pudiera, mientras el matón que le rompió las rodillas le apuntaba con una calibre .22 directo hacia la nuca… Estaba exhausto, lo único que deseaba era retornar a casa, abrazar a su padre, sentir el calor del regazo de su madre, estar seguro otra vez en ese sitio cálido… En cambio recibió el frío de la tierra húmeda… Lo único caliente a su alcance era la sangre que seguía brotando lentamente, manchando su pantalón… La fosa ya era lo suficientemente grande como para introducir un cuerpo… Terror, terror absoluto… Alan escuchó la orden macabra que emitió el de la camioneta… El otro sujeto cortó cartucho… Mamá ya no volvería a verlo… La bestia se enfurece… 5 Fue la sangre de Alan la gota que colmó el vaso. La Madre Tierra, enferma de tanta violencia, terror y corrupción, decidió expulsar de sus entrañas toda la muerte que le resultaba absurda. Los recuerdos del joven se transformaron en el motor de aquella mole; que la Gran Madre, en su sabiduría, animó. La bestia debía seguir adelante, saciar su hambre.... Ahora conocía su propósito: reunir los restos de todos los inocentes “desaparecidos” y hacer que los responsables fueran aplastados bajo el peso de los horrores que hubieran causado en este país asolado por el terror…
#MINIRP 142
@LobodePapel
La maldición de los vendedores a domicilio data de cuando uno insistió en venderle espejos a Medusa, está escrito en piedra.
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LA CAZADORA ROJA
Cristina Martínez Carou España
Kara apuntó con la ballesta, conteniendo el aliento. Su corazón había emprendido una carrera frenética, no sabía si por el ansia de matar a su presa o por el miedo a hacerlo. Semioculta entre los árboles, observó al joven que, sentado sobre una roca, jugaba a lanzar una navaja al aire. Lyall. Maestro. Amante. Traidor. —No falles, cazadora. Por tu propio bien —le advirtió él, alzando la voz lo justo para hacerse oír. Kara apretó los dientes y abandonó su escondite, el arma en alto. —¿No huyes?—contraatacó, gélida como el mismo invierno. Lyall alzó hacia ella sus ojos de bronce. —Estoy harto de escapar —suspiró, con cansancio. Y se clavó la navaja en la mano. Kara disparó. El virote sólo rozó el hombro de Lyall, que se había encorvado a causa del dolor. «Mierda», maldijo la cazadora. Tiró la ballesta y corrió hacia él, desenvainando las dagas largas que llevaba en el cinturón. Las hojas de plata cortaron el aire y se hundieron con un siseo en el peludo antebrazo que el joven interpuso para protegerse. Un gruñido animal escapó de su garganta. La empujó con una extremidad que ya era más zarpa que mano, arrojándola al suelo. Kara se irguió sin perder de vista a su presa: Lyall había aumentado de tamaño, el cuerpo cubierto de pelo negro, el hocico prominente deformándole el rostro. El lobo se deshacía de su piel de hombre. La cazadora cargó de nuevo. Su única oportunidad consistía en matarlo antes de que terminase de transformarse. Las dagas lamieron la piel de la bestia, mientras su dueña esquivaba y fintaba lejos de las aún torpes garras. Buscaba un resquicio, un punto débil que él no iba a ofrecerle, pues se defendía con la ferocidad de quien sabe su vida en peligro. Derribó a Kara de un súbito revés y aulló, satisfecho. Un escalofrío paralizó a la cazadora. Ante ella se alzaba el hombre lobo, mortífero. La batalla había finalizado. Pero la joven no había forjado su odio durante tanto tiempo para rendirse. Olvidando toda prudencia, respondió al rugido de la bestia con una pose defensiva.
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Él arremetió. Durante un instante ambos contendientes se convirtieron en destellos de negro y plata. La bestia desgarró el hombro de Kara de un zarpazo. Ella gritó. Otro golpe bastó para arrancarle las dagas de las manos y, antes de que pudiese reaccionar, se vio atrapada bajo las amenazadoras fauces del licántropo. El miedo le hizo cerrar los ojos, más no hubo dolor. Solo sintió la áspera lengua del hombre lobo recorriendo su herida, casi con ternura. Kara lo miró, perpleja. Sin quererlo, evocó el establo plagado de cadáveres; su grito de terror en la oscuridad; la bestia dejándola marchar. —Ven conmigo —ella exclamó. ¡Hablaba! —¿Qué? —musitó. —Eres una criatura salvaje, Kara —continuó él. Su voz grave le hizo estremecerse—. Me lo confesó el rubor de tus mejillas cuando te llevaba de caza, cuando te hablaba de lugares que nunca podrías visitar, encerrada en tu lujosa jaula. Kara suspiró, mientras las memorias de los gloriosos momentos compartidos pugnaban por derribar los muros de su rencor. —Te ofrezco la libertad que anhelas. Correremos descalzos sobre la hierba, cazaremos sin necesidad de armas, haremos el amor bajo la luna. —La promesa de Lyall la sacudió por dentro, arrasó sus ojos de lágrimas de fuego. ¿Cómo había averiguado él sus deseos más íntimos? Le costó recordar por qué estaba allí. —¿A cambio de qué? —Aquella acusación, apenas un susurro, le dolió más que todas sus heridas. La boca de la bestia se torció en una sonrisa turbadora. —Sólo una vida humana cada plenilunio. Un precio que disfrutarás pagando —dijo, y en su tono había verdadero placer. Kara luchó por contener los sollozos. —¿Por qué no me llevaste antes? —preguntó, en un ruego entristecido. La bestia la liberó y frotó el hocico contra su mejilla, quizás intentando consolarla. Kara le rodeó el cuello con un brazo y se pegó a él; su otra mano se introdujo bajo el corsé—. Antes de matar a mi abuela. Sus palabras estaban tan afiladas como la daga que le clavó a la bestia entre las costillas. Ésta se apartó gimiendo, sacudida por dolorosas convulsiones que la devolvieron a su forma humana. Un demacrado Lyall le dirigió una mirada cargada de resignación… de tristeza. Kara se obligó a no mostrar compasión, aun delatada por sus lágrimas. Se levantó y buscó sus armas. —No fue culpa mía—jadeó el joven. Se arrancó la daga de un tirón, con un 13
quejido—. La condesa descubrió lo nuestro. Me torturó. Despertó al lobo. Cuando terminó de hablar, la punta de una daga rozaba su garganta. Contempló a la cazadora: ni siquiera el llanto había conseguido borrar la determinación de su rostro. —¿Últimas palabras? —Bésame. Kara alzó las cejas. —¿Temes arrepentirte? —se burló él. Ella lo agarró por la camisa e, hincando una rodilla en el suelo, selló sus labios con rabia. Misma que se difuminó en cuanto su cuerpo recordó a Lyall. Su olor, su tacto. Aquel beso la transportó a los días en los que creía que nada podría separarlos. Qué ingenua. Una punzada de dolor le perforó el labio inferior al tiempo que su filo se hundía en la espalda de él. —Sé libre —susurró Lyall. Cayó sobre la hierba, sus grandes ojos apagados para siempre. Kara sintió el sabor de la sangre. La había mordido. Profirió un alarido de ira, de miedo, de pena. Y dejó fluir las lágrimas junto a los sentimientos que no había conseguido enterrar. Sin una venganza a la que aferrarse ya no tenía nada. Salvo una maldición. Reinaba la noche cuando se puso en pie. Silbó y, minutos después, un caballo apareció entre los árboles. Llevaba sobre la grupa una capa carmesí. Kara se la puso, y la caperuza ocultó unos ojos de inquietante iridiscencia. Sólo la luna vio partir a la dama de rojo que se adentró al galope en el bosque, persiguiendo los vientos de la libertad.
#MINIRP 143
@PatriciaRichm_
En la noche de difuntos persiguen a las libélulas y las transforman en las delicadas doncellas que resucitan a los poetas muertos.
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NO LE CONTESTES AL DIABLO, PAÚL
J. P. Marines México
No le contestes al diablo, Paúl. Hagas lo que hagas, no le contestes al diablo, Paúl, que él nos ha estado engañando. Por las noches habla con nosotros, nos susurra en nuestros momentos de soledad, su lengua es seductora y sus palabras dulces, el más dulce veneno que ha entrado en mí. Lo añoro, lo extraño, maldita sea, lo amo; y me está matando. No le contestes al diablo, por tentador que sea. Por promesas de victoria y venganzas que ofrezca, por injusticias que te prometa rectificar, no le contestes. Su espada es torcida y su balanza está rota, rota como yo lo estoy por dentro, Paúl. Me ofreció sangre, sangre de su cuerpo para derramar sangre de mis acosadores, de los tiranos que destruyeron mi vida ¡¿Acaso es no es justo?! Ellos no merecen más que el frio acero en sus cuerpos, ser apuñalados una y otra vez, hasta que lloren y pidan por Dios, pero Dios no estará en ese lugar, Paúl, sólo yo y el diablo estaremos frente a de ellos. Yo le contesté al diablo, ya estoy caminando sobre su sombra. Su sombra es espesa y oscura, su mano es áspera, su olor es repugnante, pero me hace sonreír siempre que me pide un nuevo baile. Cuando me pide pintar las habitaciones del rojo carmesí de los cuerpos, tanto de culpables como de inocentes. Sus palabras son canciones que se escuchan a la media noche, entre risas de brujas y burlas de demonios. Te amo, Paúl. Hagas lo que hagas, no le contestes al diablo.
#MINIRP 144
@spacejockey21
El primer encuentro con la fantasía es decisivo: el horizonte dibuja la sombra del relato y el niño espera. La lectura no tiene final.
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NOTITIA CRIMINIS
Damaris Gasson Venezuela
Con el miedo y la ilusión propia de un niño, Andrés se dirigía a la parroquia que por primera vez le era asignada: Nuestra Señora de las Aguas Profundas. Atrás quedaba la quietud y la seguridad del seminario en donde los días y las horas transcurrían en una plácida monotonía, tan tranquilos como el arrullo de las palomas. Iba en una mula joven a través de las montañas y a lo lejos divisó su pequeña iglesia pintada de cal, con el camposanto justo al lado. Casas regadas aquí y allá y un silencio típico de los ambientes de montaña, casi anormal. Se presentó en la iglesia y ahí estaba la mujer encargada de cuidar la sacristía: la señora Blanca, una persona huraña y casi salvaje que respondía en monosílabos a las preguntas del padre, por lo que se dispuso a guardar las pocas pertenencias que tenia y a recorrer el lugar. Una vez adaptado, le preocupaba, entre otras cosas, cómo iba a elaborar las hostias para su futura feligresía, pues muy pocas fueron las que pudo traer del seminario y el domingo pretendía oficiar como Dios manda. Le preguntó a la señora Blanca y ésta, haciendo señas con la boca, le indicó el horno de leña y los implementos para su preparación. «Perfecto», pensó. Sólo le bastaba ubicar los distintos tipos de trigo que sabía se daban en la región y el agua, nada de levadura. Aprendió el oficio de elaborar las hostias y el vino sacramental en el seminario, porque, para él, el milagro de la transubstanciación se complementaba con la hechura de estos elementos a través de sus propias manos. De esta manera era doble la manera en que el Espíritu Santo actuaba utilizándolo como vehículo, de forma material «soma» y espiritual «pneuma». Recolectó él mismo los granos de las espigas más hermosas que había visto, los molió finamente y casi en éxtasis vio salir del horno las finas láminas que serían el cuerpo de Cristo, reservándose las más grandes y doradas para si, para la misa de los domingos y las diarias que realizaba en maitines, en la madrugada. El vino era más difícil de elaborar, pero afortunadamente en la sacristía había una pequeña bodega con provisiones suficientes. Así, preparado, llegó el domingo y recibió a los vecinos en la puerta con una sonrisa. Pero a diferencia de lo que imaginó, todos, hasta los niños, se mostraban huraños y mal encarados. Nadie se prestó a leer las escrituras, nadie se confesó,
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nadie se abrazó dándose la paz; sólo estaban ahí sentados, mudos, observándole. Se pararon, eso sí, para comulgar y después sencillamente se retiraron. No fue la primera ni la última vez que se comportaron así; aún en las calles nadie le hablaba. De a poco y furtivamente estos seres humanos fueron tomando rasgos caprinos, se les alargaban las orejas y los dientes les crecían. Vivía en medio de la alucinación de los chivos hasta el punto de que los ojos de los chivos reales le parecían más expresivos. En el púlpito pestañeaba y veía a los chivos, luego se restregaba los ojos y veía de nuevo a los humanos. Leía la Biblia y escuchaba un balido burlón, pero al alzar la vista sólo estaban los campesinos, mudos, mirándolo. Hasta que un día sucedió: los chivos en la misa se pararon de las bancas y comenzaron a fornicar entre ellos, a balar, a comerse los ropajes de los santos, a romper las sillas y el yeso. Orinaban en la pila bautismal, besaban y lamian las partes íntimas de la estatua de la virgen, al igual que con la de Jesucristo y, finalmente, un gran macho cabrío negro se apostó a la entrada de la iglesia haciendo llegar su sombra negra hasta el altar. Andrés salió huyendo de allí como un poseso y se refugió en la sacristía, convencido de que Lucifer en persona se había apropiado del pueblo y todos sus habitantes. Pensó en huir, pero su fe lo impelía a actuar de manera más valerosa. Pensó: «Ellos comulgan con el cuerpo y la sangre de Cristo, puede que yo haya cometido un error y lo voy a reparar, volveré a elaborar el pan y el vino y a consagrarlos, nos salvaremos todos». A pesar de toda su pena y horror, notó que el agua que encontró a mano y que iba a utilizar tenía un cierto olor a almendras dulces. Ese domingo todos comulgaron y todos, incluido Andrés, murieron. Extracto del Diario La Región, 04 de Enero de 19xx “Horror en las montañas En la Iglesia de Nuestra Señora de las Aguas Profundas, en la zona de los Andes, el recién consagrado padre Andrés Gutiérrez murió junto con el resto de sus feligreses cuando en la última misa que ofició les dio para comulgar hostias elaboradas con cianuro. La única sobreviviente, la señora Blanca, no pudo (o no quiso) dar detalles sobre los sucesos que precedieron a tan horrible desgracia. De las pruebas toxicológicas se desprende que parte del trigo utilizado estaba invadido por el hongo llamado cornezuelo, que contiene ácido lisérgico, precursor del alucinógeno conocido como LSD, lo que lleva
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a las autoridades a presumir que el padre pudo haber estado bajo el efecto de esta sustancia en el momento en que elaboró la sagrada forma envenenada. El cuerpo del padre se hallaba en la sacristía, mientras que los cuerpos del resto de los feligreses fueron encontrados…”
SILENCIO
Rubén García México
I Si no vuelves en veinte minutos vamos por ti. Ten mucho cuidado. No. Necesito un poco más de tiempo Es muy arriesgado, no te vamos a dejar solo, dijo un tercero. Está bien. Pero dense una vuelta en la camioneta. Me esperan por detrás de la casa. II Ya pasaron los 20. ¿Qué hacemos? Tú espera aquí. No apagues la camioneta. El chino y yo iremos. ¿Cuánto los espero? Cuando escuches más silencio que de costumbre. III Silencio. IV Esa camioneta ya tiene días ahí estacionada. ¿No es de los vecinos? No. Esos viejitos nunca salen de su casa, creo ni saben manejar.
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ALGO SE ROMPE
Katherine Galo México
Allá arriba un aeroplano cruza los cielos. Acá abajo en la cuidad los edificios marrones quieren alcanzarlo. Aquí, del balcón de un departamentito, sale vapor a montones. Adentro un mecánico y fabricante de juguetes termina su obra maestra. Es una hermosa y delicada muñeca de madera y metal, que copia el cuerpo de una adolescente, pero de la espalda le crecen cuatro alas hermosas. Un hada autómata que saldrá volando por el balcón. Volará tan alto como el aeroplano que allá arriba va pasando sobre la cuidad. Él termina de ajustar los engranes del mecanismo en su pecho, ahí donde va el corazón. Pasa un pañuelo sobre su rostro de metal, para que le resplandezcan las mejillas doradas. Corre hacia la máquina matriz; la llama así porque de ella sale el cable que conecta a su hada por la espalda, justo ahí, bajo las alas. Alimenta la máquina con una última carga de carbón. El vapor termina de llenar el interior de su autómata. Giran todos los engranes de su cuerpo. Las alas se mueven y abre los ojos. Levanta los brazos y mueve las piernas. El vapor escapa por todos los lugares que puede, alrededor de los tornillos, grietas y a través de los engranes. Adentro de su cuerpo mecánico hay demasiada presión. Las alas revolotean con locura. Los tornillos salen disparados. Uno de ellos le atraviesa a él su corazón de verdad. El mecanismo del hada autómata se rompe. Allá por el balcón del departamentito se escapa todo ese aliento de vapor. Acá abajo los demás departamentos tienen sus ojos de ventanas empañados. Aquí arriba un aeroplano cruza los cielos, alejándose de la cuidad.
#MINIRP 145
@elchen00
Los insectos brotaron de mis restos y fueron por el mundo haciendo germinar la tierra y resucitando con su mordedura a los muertos.
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LA CONGREGACIÓN DE LAS MÓBULAS
Pok Manero México
El explorador venía de muy lejos. No tenía nombre, al menos no como nosotros los concebimos. Su denominación no podía concebirse como una palabra, era imposible escribirla o pronunciarla en ninguna lengua humana. Lo más cercano sería la representación tridimensional de una espectrografía luminosa, pensada en un momento de mucha gratitud. Mas, para fines prácticos, le llamaremos Juan. Y no porque tuviera cara de Juan, más bien tenía cara de rana, pero de algún modo tenemos que llamarle. Juan provenía de un orbe distante, el cual estaba al borde de la desintegración. Los seres con mayor fe reunieron sus energías espirituales para que Juan pudiera llegar hasta nuestro planeta y así asistir a la Congregación de las móbulas Unos cuantos saben que las móbulas son seres marinos de la familia Myliobatidae. Pocos conocen a detalle las características que las diferencian de sus “primas”, las rayas. Algunos incluso les llaman peces diablo, por los “cuernos” que portan en la cabeza. Lo que nadie sabe es que las móbulas son seres metamórficos altamente inteligentes que llegaron de otra galaxia y decidieron asumir su forma actual para luego olvidar cómo revertir a su aspecto original, o tal vez aún podrían hacerlo pero les gusta más cómo se ven ahora. Bueno, los delfines sí lo saben, pero dado que su propio origen extraterrestre no ha sido planteado más que en obras de ficción, podemos asumir que ningún humano sabe de dónde vienen las móbulas y, de saberlo, jamás lo creería. Un error bastante común es el referirse a una agrupación de móbulas como un cardumen, banco o incluso escuela, pero la palabra correcta para definirla es congregación. El evento al cual buscaba acudir Juan no era cualquier congregación de móbulas, sino la Congregación, con ce mayúscula. Este suceso ocurría una vez cada siglo, y durante el mismo todas las móbulas de la Tierra se reunían en las aguas del océano Atlántico durante algunos días. Los visitantes de otros planetas, que sí conocían de sobra la procedencia de las móbulas, sabían que en dicho acontecimiento podían consultar la vasta inteligencia de estos seres sobre cualquier tema. Nada escapaba a su raciocinio, ninguna respuesta las eludía. Cuando Juan llegó a nuestro planeta, lo primero que hizo fue deshacerse de
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sus ropajes y abandonar su posición erguida. Los estudios que realizó sobre nuestro hábitat antes de su desplazamiento le hicieron saber que un ser de piel verde, con enormes ojos rojos y saltones, difícilmente llamaría la atención si se infiltraba en la población endógena de anfibios. Aún siendo más grande que cualquier rana o sapo de la Tierra, llamaría menos la atención que si anduviera en forma bípeda y portando las vestimentas propias de su especie, por rudimentarias que estas fueran. Lo peor de su desplazamiento hacia la costa fue el tener que humedecer constantemente sus ojos, pues al carecer de párpados tenía que lamerlos al menos cada minuto para evitar que le ardieran. Pero una vez que se sumergió en las profundidades, se sintió como en casa. La Congregación de las móbulas es un espectáculo digno de admiración. Muchos visitantes de otros planetas e incluso de otras dimensiones acuden a presenciarlo, aún si no buscan la iluminación que estos seres pueden brindar. Juan no tuvo problemas para encontrar el lugar, sólo tuvo que seguir a las decenas de miles de móbulas provenientes de todas direcciones una vez que alcanzó la profundidad adecuada. Pero nada podría haberlo preparado para la majestuosidad de la Congregación, la cual era una danza coordinada a la perfección, como si los engranes de una maquinaria celestial siguieran con sus movimientos el orden perfecto de la creación, demostrando una predeterminación que hasta al más escéptico le parecería irrefutablemente lógica. Tan extasiado estaba Juan que permaneció en una especie de trance por más de treinta y ocho horas y casi olvida plantear su cuestionamiento. Agitado por su sentido del deber, emitió con sus pensamientos jubilosos la pregunta que salvaría a todas las civilizaciones y especies de su mundo. La respuesta llegó de inmediato a su mente, maravillándole con su simplicidad. Parecía absurdo que nadie lo hubiera pensado antes. Armado con este conocimiento, lentamente se fue alejando de la Congregación. Su mente ya no era la misma, ya no podía pensar en sí mismo como en un individuo, se había convertido en el receptáculo de la solución. Sin voluntad propia, movido sólo por su instinto, salió del mar y se dispuso a llegar hasta el punto de extracción. Bastaría con hacer eso para que los creyentes usaran el remanente de su fe y lo jalaran de vuelta a su lugar de origen. Una vez ahí, extraerían el conocimiento de su mente, salvarían al planeta y todo estaría en orden. Y así hubiera sido, de no ser porque un pequeñuelo que jugaba en la playa, atraído por el brillante color jade que tenía el viajero, decidió capturarlo. Juan era más grande que cualquier rana, pero no mucho más grande que un perro mediano, por lo cual no presentó mucha dificultad. Y la cualidad de autómata que padecía no le daba muchas
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oportunidades al explorador de buscar alternativas. Y es que presenciar la Congregación de las móbulas puede hacer daños irreversibles en la mente. Es así que ahora Juan tiene residencia permanente en nuestro planeta, encerrado en una enorme pecera y lamiéndose los ojos constantemente para evitar el ardor. Irónicamente, el chico que lo adoptó decidió llamarlo Juan, de entre todos los nombres. Cada que puede, escapa de su encierro e intenta alcanzar el punto al cual se dirigía, ignorante por completo de que su planeta dejó de existir hace tiempo y que, aún si llegara al sitio indicado, nadie lo transportaría hacia ningún otro lado. Sus semejantes ahora están desperdigados entre las estrellas, así como los pensamientos de Juan se diseminaron junto con las móbulas una vez que la Congregación se disolvió y cada pez alienígena volvió a su hogar terrestre.
PRIMER VUELO
Concepción Figueroa México
No le gustaba brillar como princesa... eso atraía a las brujas. Todo empezó esa tarde cuando Terencia contó los asuntos privados de Constanza en el trabajo, apenándola. Constanza caminaba molesta mientras lo recordaba. De vez en cuando una sensación extraña la regresaba de sus pensamientos para reconocer un par de diseños en talavera o algún olor con apariencia ancestral. En eso estaba cuando vio la enorme boca de Terencia haciéndole una mueca de saludo mientras cerraba apresuradamente una portezuela. (Sellaba las rejas de un nicho en la pared de un antiguo edificio carolino). Constanza trató de asomarse, pero no logró ver más que un objeto, quizá de metro y veinte de alto, delgado y cubierto por una manta oscura y sucia. —¡Adios! —gritó Terencia en su oído. —Buenas tardes —contestó apurando el paso mientras memorizaba calle y número. La curiosidad no tardó en suplir al enojo y la duda al silencio. ¿Qué estaría haciendo Terencia ahí? ¿Qué guardaría con tanto celo a la vista de todos? Esa tarde no se concentró en su lectura, ni pudo dormir la siesta, simplemente no podía esperar a mañana para espiarla... tenía que ser hoy. Reconoció que las 12 menos 5 no era buena hora para salir a la calle, pero pudo más su necesidad de saber que cualquier miedo. Ya fuera, se arregló el abrigo y cruzó los brazos mientras intentaba no trastabillar por el castañeo de huesos
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producto del viento frío y lúgubre. "Calma", se dijo. "Solo es miedo mental". Inesperadamente la figura de Terencia apareció frente a ella; tuvo que morderse la lengua para no maldecir o salir huyendo. Estaba guardando el objeto aquél mientras un extraño resplandor le iluminaba los ojos. Entonces la sorprendió: —¡Pero mira a quién tenemos aquí! —dijo a alguien que Constanza no reconoció— A la princesita del barrio. ¿A dónde vas o de dónde vienes? —preguntó, haciendo considerar ebriedad. —Voy por unos medicamentos —mintió. —¿Por qué nos mientes? —dijo burlona mirando a su amiga— Siempre tan modosita tú. —No les miento. —¿Ah, no? Entonces bebe un poco para que pierdas el miedo a los pollos —dijo y con ayuda de su amiga la inmovilizó para echarle en la boca un líquido que traía en la mano. Constanza sintió un extraño hormigueo en el pie izquierdo y con horror vio transformarse su pierna en una pata de pollo mientras Terencia reía a carcajadas. —¡¿Pero qué me has hecho?! —gritó Constanza. —¿Yo? Eres tú la que siempre temió a los pollos. —Pero, ¡¿qué me hiciste?! —gritó incrédula de nuevo. —Y mira... —dijo echándole unas gotitas sobre la frente— Una hermosa cresta en lugar de corona. ¡Ja, ja, ja! Constanza quería llorar. ¡En verdad tenía una pata de pollo y una cresta! ¡¿Cómo había podido hacerle eso?! Se enfureció abalanzándose sobre ella, pero por su poca familiaridad caminando con patas de pollo, cayó de boca sobre las viejas baldosas. —¡Uy! Pobre, no sabe caminar con patita de pollo —carcajeó de nuevo. Constanza, más furiosa, se levantó mientras la veía burlarse. Observó surgir junto a ella una flor al toque de las gotas que habían caído en el suelo. Recordó el viejo adagio: "Si una baldosa pudiera mutar seguro lo haría en flor". Entonces comprendió. Analizó en su mente la forma de caminar de los pollos: sus rodillas se doblan hacia atrás, contrario a la forma humana. Se incorporó, caminó cojeando con una dignidad que hizo a Terencia retorcerse a carcajadas y soltar sin querer la botella del líquido extraño. Constanza la tomó: —Recuerdo tu miedo a ser cucaracha —dijo echándole a Terencia el líquido.
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Al no obtener respuesta, se percató que el brillo extraño en sus ojos era causado por el resplandor de una especie de medallón colgando horizontal sobre su cuello. Había en él inscripciones extrañas que infirió en latín u otra lengua vieja. Terencia al observarla se llevó la mano al pecho, adivinando su intención, pero Constanza no se detuvo: la empujó y, con su enorme pata de pollo, la inmovilizó mientras le arrancaba el talismán entre gritos de auxilio a su amiga que, asustada, daba vuelta a la esquina huyendo. Constanza se colgó el amuleto, le arrebató el bulto que la había llevado hasta allí, lo resguardó bajo su brazo y volvió a echarle el líquido mágico: —Recuerdo tu miedo a las cucarachas —dijo mientras parecía bendecirla. —¡Déjame, desgraciada! —gritaba Terencia mientras veía desaparecer sus manos, dando paso a las patas delanteras de una enorme cucaracha. —Ahora unas antenas, porque recuerdo tu asco a las cucarachas —dijo mientras rociaba unas gotitas más. —¡Suéltame! —gritó Terencia por última vez antes de que su cabeza se dividiera en eso y un enorme y calloso pronotum. Constanza la soltó, podía ver sus ojillos desorbitados, sus patas delanteras en juego con su torso delgado y sus senos flácidos. Mientras tanto, Constanza desenvolvió el bulto aquél. Al sacarlo de ahí no pudo evitar sorprenderse: —¿Una escoba? —preguntó. Terencia se abalanzó sobre ella y al montarla levantó el vuelo por un par de segundos sólo para caer de cabeza por la poca destreza que tenía en el uso de las patas de cucaracha. Aún de bruces, vio con horror a Constanza decir melosa: —Recuerdo mi amor a mis pies de humano, a mi cabeza sin corona ni cresta y a mi enorme sentido de la hechicería —echándose las últimas gotas del líquido y recuperando su antigua complexión humana. —¡Cuiiiiiiichhhhhyuuuu! —gruño o silbó Terencia, no había una definición para aquel sonido. —Terencia, quiero agradecerte este grato encuentro. Prometo no revelar tu secreto: pico de cera —dijo al guiñarle un ojo, alejándose montada en la escoba mientras se escuchaba, cada vez más cerca, el llanto de una sirena policial, obligando a Terencia a esconderse dentro de una vieja y sucia coladera.
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EL MAR
César López México
A las 3 de la mañana el mar dejó de escucharse. Todo estuvo en silencio y me sentí ligero. Luego una opresión en el pecho. Siempre me angustió que, por alguna razón, la gravedad dejara de funcionar. Me levanté casi corriendo y abrí la ventana. De madrugada uno no piensa bien. Cuando saqué el cuerpo por encima del marco sentí el viento húmedo y frío. En esos días nadie nadaba, pero todos los turistas buscaban un bote para buscar ballenas. Desde la línea de la costa se dibujó una figurilla. Podría decir que la reconocí desde el principio, pero estaría mintiendo, uno no puede ver la cicatriz pequeña sobre la clavícula, de cuando chocamos entre bicicletas, desde esa distancia. Mucho menos pude ver la sonrisa socarrona con la cual me identificaba tanto. Vi sólo la sombra, como estática de una pantalla, como flotando sobre la arena fría. No había luna. Llevaba poco en el hotel. El plan siempre fue una estancia corta, despejar la mente. Miré la figura un momento más, me acerqué al buró y del cajón saqué mis cigarros y unos fósforos. Lo cerré de golpe y sonó dentro mi reloj de bolsillo. Ese mismo mes había cumplido medio año sin consumir, era mi rehabilitación. Tal vez la distancia me hacía bien. Mientras me ponía el cigarro en la boca recordé a Claudia y su pequeño tic de agarrar el filtro con los dientes. Veía sus dientes perfectos como si estuviera aquí. Me descubrí tendiéndole una trampa a su recuerdo. El fósforo iluminó la habitación y se apagó. Fue cuando supe que no escuchaba las olas. Caminé hasta la ventana, el mar estaba detenido. Me tallé los ojos. Detrás de mí sonó la puerta y se me cayeron los cerillos del susto. Nunca mandaban a nadie a esta hora. Miré el reloj del buró. Apenas pasaban de las 3. Me acerqué a la puerta y por la mirilla intenté ver quién era. Nunca cerraba con llave, el hotel era seguro. Recogía los fósforos. Sentí que había alguien y luego olvidé quién era. Cuando tocaron una segunda vez me dio igual. Pensé que era mejor que entraran, pero me quedé en silencio. No hubo un tercer llamado. Tampoco me extrañó. Ya sin nada de sueño traje el bote de basura del baño y me senté sobre la cama a fumar. Me mareó como el primer cigarro. Mordí el filtro con los dientes para inclinarme a sacar mis zapatos de bajo la cama y tuve un vértigo terrible. Me abracé al colchón y esperé que pasara. Fue cuando escuché unos golpecillos en el piso. Era como si una cadena muy pequeña se arrastrara, pero sus eslabones fueran cada uno
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independiente. Me levanté. La ceniza cayó sobre la cama. La soplé para no manchar la sábana. Vi la pequeña cicatriz sobre su clavícula. Estaba casi morada. Me sonrió. Su cabello estaba mojado, pero no escurría. Le ofrecí un cigarro en silencio y estuvo ahí detenida, sin aceptarlo ni rechazarlo. Quité el bote de basura de la cama y le hice espacio para que viniera. No volví a mirarla, simplemente presentí dónde estaba. Ella era así. Saqué un cigarro para mí y una mano fría tomó otro. Sus dientes eran del blanco del papel. Ahora estaba sobre la cama, con la espalda en la pared. No hablamos. Hacía mucho que dejamos de hablar. Ella se fue un día y me dio tiempo de comprarle un reloj para su regreso. Teníamos una fascinación por los relojes de bolsillo. Su abuelo tenía uno; mi abuelo asaltó una vez a un ferrocarrilero y le quitó su reloj de oro. Eran sólo un par de historias ya. Hacía mucho más frío que de costumbre. Me levanté a cerrar la ventana, pero ella parada ahí lo evitó. Cerré la cortina pesada. En invierno el hotel tenía cortinas pesadas para guardar el calor de los cuartos, así ahorraban en calefacción. Dentro del cuarto anocheció. Como era natural, me pregunté muchas cosas. Sentí su mirada de comprensión. Volví a la cama. Las sábanas estaban mojadas, pero no frías. Encendí un cerillo y le tendí la flama. Luego encendí mi cigarro. Parecíamos recién casados. Quise preguntar qué le había pasado; lo sabía muy bien. En estos días todo lo sabemos muy bien, preguntamos por aclaración, por trámite, tal vez por llenar el morbo que deja el vacío de información. Quise preguntarle también qué era. Siempre imaginé que, si alguna vez me la encontraba así, sería en un convento, en un bosque, en algún lugar donde tuviera sentido llenar de niebla el ambiente, pero aquí todo era transparente. Todo tenía sentido, como un rompecabezas hecho en la oscuridad, sin embargo y a la vez, nada lo tenía. Como si por meses hubiera estado guardando los cigarros, el insomnio, la abstinencia, todo para ese momento. Algunos dicen que solamente sé hablar de la abstinencia. Pues es natural, todo en mi vida ha sido pérdidas. Fumamos un cigarro tras otro. Mi turno comenzaba en muy pocas horas. Mentí antes. La volví a mirar una vez esa noche. Cuando comenzó a clarear me levanté a abrir la cortina. Regresé y me recosté. Claudia me miró como se ve a alguien que no vas a volver a mirar. Antes nunca tuvimos tiempo de hacer eso. Antes la vi para irme con ella y ella me vio para volver. Cerré un momento los ojos y todo fue cálido. Me sentí pesado. Lo supe. Caminé hacia la ventana. Por la línea del horizonte se asomaba la luz, bostezando. Una figura de estática iba a las olas. Recordé la cicatriz de su clavícula, recordé su sonrisa. Supe que ya no encontraría su reloj en el cajón. Cuando desapareció, escuché otra vez el mar.
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EL MURMULLO DE LAS ESTRELLAS
Briegalia México
Emi y Andrea creían en las estrellas más que en el mismo Dios, para ellos el cielo proveía lo que comían y vestían, el sol mismo era el motor de lo que estaba incluso bajo la tierra, aquello que no podían ver pero debían de tratar con respeto, pues su fuerza influía en lo que la luna decidiera traerles también. Lo llamaban el "durduan", mismo que había maldecido su pequeño pueblo quitándoles la lluvia por los últimos 10 años, debido al pecado que, según la gente, sus padres habían cometido por hacer algo impuro entre primos, cosas que los pequeños hermanos no entendían. Ambos niños nunca habían conocido agua acumulada ni en los surcos que una vez por año daban algo que llamaban maíz y sólo un poco de lo que conocían como tomate. La gente de la comunidad se había ido de uno en uno culpando a su familia de la sequía de la década, cada que alguien se iba pedían a la luna los maldijera a ellos y su estirpe por impuros, dejándolos en un círculo de mala suerte que los condenaba más allá de lo que toda su descendencia pudiera vivir. A Andrea y Emi les gustaba ir a observar las estrellas a la orilla de donde, según sus padres, alguna vez fue un río grande y florido del que surgió el nombre del pueblo, "El pescador", cuyo único recuerdo que quedaba eran huizaches alambrosos adornados de cuervos que cantaban la muerte que se olía por doquier. Emi era fuerte y mentiroso, Andrea era chantajista y llorona; se habían convertido en una peculiar combinación de las circunstancias, teniendo como cómplice de sus fantasías a su abuela, que los malcriaba cada vez más y alimentaba su imaginación con esas historias en las que existía una laguna tan cristalina que parecía el cielo y tan profunda que con un solo suspiro los transportaría más allá del "durduen", pero sólo se dejaría encontrar por aquellos que supieran escuchar lo que las estrellas le cantaban al oído al sol. Ese día en que Emi entró a la casa gritando que la laguna lo había encontrado, la única que estaba para escucharlo nuevamente era la abuela, quien, haciendo caso a las súplicas del niño porque lo siguiera para mostrarle su descubrimiento, fue con él, internándose más allá de lo que ella misma conocía del paraje abierto. Emi intentaba confundir a su abuela hasta perder el camino y alegar que ya no sabía regresar, así su abuela lo tomaría de la mano y regresarían a casa contando su anécdota. Cuando la abuela propuso separarse para ver quién la
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encontraba primero, Emi pensó que todo estaba saliendo como lo había imaginado. De pronto escuchó la voz de su abuela gritar: —Emi, ven, que la he encontrado! —El niño, sorprendido, comenzó a seguir la voz de su querida cómplice, pero cuanto más la seguía más lejana la escuchaba, hasta que de pronto dejó de oirla y sintió el estupor de quedarse solo, la sensación de haber perdido algo. Buscó y siguió gritando a su "Mamá", como le llamaban sus nietos, pero no la encontró. Regresó a la casa, pensando que estaría ahí esperando por él, pero Mamá no estaba, sólo encontró a Andrea, quien al escuchar la anécdota empezó a llorar, no por la abuela perdida sino porque no la habían esperado para ir. Sin que nadie los viera decidieron salir en busca de Mamá. La noche ya estaba cayendo, pero no les importó: su sentido del peligro nunca se desarrolló habiendo crecido rodeados de tantos mitos. Emi veía cada dos pasos hacia las estrellas, esperando poder escuchar la canción del sol, pero no lograba nada; de hecho, esa noche no había ni una sola estrella asomándose, la única que los acompañaba era la luna brillante sobre sus hombros. Andrea accidentalmente tropezó y cayó al suelo; el golpe fue tan fuerte que por unos instantes perdió el conocimiento. Cuando abrió los ojos parecía que las estrellas rompían sobre el cielo, entonando algo desconocido para ella pero que entendía a la perfección. —Lo escucho, Emi, puedo escucharlo! —gritó la niña— Esa es la canción, Mamá tenía razón—. Lo tomó de la mano, lo guiaba como si el camino ya estuviera marcado. Entonces se encontraron justo frente un paraje cristalino de diversos colores entre esmeralda, turquesa, azul y distintas tonalidades que asemejaban ámbar. Quedaron fascinados sobre lo que se revelaba ante sus ojos. Emi miró hacia el cielo y, a pesar de que no logró escuchar nada de lo que Andrea decía, dijo: —Andrea, las estrellas dicen que saltemos, yo también lo puedo oír! —La niña confió y tomados de la mano juntos se arrojaron. Pero lo que ellos veían no era agua: saltaban a un abismo infinito que los llevaría a donde las cosas no son, las personas no existen y la verdad no es relativa. Cuando decidieron dar ese salto lo inimaginable se hizo realidad. Días después se encontró el cuerpo sin vida de la abuela, carcomido por las hormigas rojas camuflajeadas entre la tierra seca del mismo color, pero por más que se buscó a los niños nunca más los volvieron a ver.
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LA NIÑA Y LA CANCIÓN
Dante Galuz México
El viento llora en medio de la noche. Los árboles murmuran mientras sus hojas bailan bajo el resplandor de la Luna. El viejo sauce golpea la ventana y despierta a la niña. Las sábanas se agitan y Tike asoma la cabeza; una manita temblorosa lo sostiene. El perrito de felpa examina la habitación, pero la oscuridad es inescrutable ante sus negros e inertes ojos. La niña no se atreve a mirar. El árbol golpea otra vez la ventana y Tike desaparece. La pequeña tiembla bajo las sábanas y abraza con fuerza a su perrito de felpa. Luego escucha una voz; es el murmullo del viejo sauce, el canto de sus hojas cuando son acariciadas por el viento. Tike abandona su refugio; desafía a la oscuridad. La niña asoma la cabeza; apenas deja al descubierto la mitad de su rostro. Sus ojitos miran hacia la ventana. Sobre la cortina se proyecta la sombra del viejo sauce; parece un espectro condenado a la eternidad del mundo. El árbol se inclina y roza el cristal. —No seas miedoso, pequeño Tike, sólo es el viejo sauce que no puede dormir —Ella se levanta, abraza con fuerza a su perrito de felpa y se acerca a la ventana—. Buenas noches, mi viejo y querido sauce —Recuerda que se metió a la cama sin haberle dado a su amigo las acostumbradas buenas noches; piensa que por eso él ha interrumpido sus sueños. La niña sonríe, luego bosteza. Se dispone a regresar a la cama, pero escucha otro golpe. Esta vez no es el viejo sauce quien lo ocasiona. Ella lo sabe; está segura de que su amigo no insistiría en no dejarla dormir. Lo sabe y abraza con más fuerza a Tike. Hay otro golpe, producto de un ser nocturno e invisible que no quiere que ella duerma. De pronto, una lucecilla se estrella contra el cristal. La pequeña grita, corre y se oculta bajo las sábanas; no quiere saber del ser que toca a su ventana. El viento deja de llorar. Por un momento hay un silencio total; luego, se oyen múltiples voces. Entonan un canto.
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Nuestra canción es felicidad, nadie lo puede negar; y bailamos alegremente bajo la luz de la Luna Creciente. Somos hermosas, en verdad; nadie lo puede negar, y cantamos fervientemente; volvemos a los hombres vehementes. La pequeña tiembla bajo las sábanas; se tapa los oídos, pero la canción se escucha con toda claridad. No puede evitarla. La melodía invade su habitación, está en todas partes. Casi siente que le cantan sólo a ella, muy cerca de su oído. Abraza a su preciado Tike. La canción continúa. ¿Estás perdida, pequeñita? Ven con nosotras, bonita. Disfruta de las delicias, preciadas e infinitas; disfruta de la eternidad, de la belleza y de la bondad. ¿Estás perdida, pequeñita? Ven con nosotras, bonita. Las sábanas se agitan. El perrito de felpa asoma la cabeza y comienza a moverse de un lado a otro siguiendo el ritmo de la canción. Tike danza frenéticamente. La niña trata de detenerlo, de hacerlo regresar al escondite, de ponerlo a salvo. Pero sus esfuerzos son inútiles. La canción es poderosa y ella misma cae bajo el influjo. Se levanta y baila con Tike sobre la cama. La canción ahora está en su cabeza; la escucha como si ella misma la cantara. Sonríe, luego extiende sus brazos, comienza a dar vueltas hasta que pierde el equilibrio y queda tumbada sobre el colchón. Se ríe y abraza a su preciado Tike. Otra lucecilla se estrella contra el cristal. La niña se acerca y mira por la
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ventana. Afuera, varias lucecillas mariposean entre los árboles; tienen decenas de colores y danzan bajo la luz de la Luna. La pequeña sonríe y le muestra las luces a Tike. El perrito las mira fijamente; sobre sus negros ojos aparecen decenas de puntitos brillantes. Se acercan al cristal y se estrellan contra él, pero nunca dejan de cantar. Invitan a la niña a que se una a su canto bajo la luz de la Luna. El viejo sauce se estrella contra la ventana. Sus hojas golpean el cristal. Parece que quiere alcanzar a la niña, pero ella sigue bailando con su preciado Tike entre los brazos. Las lucecillas continúan con su canción y resplandecen con más fuerza. Los árboles bailan sin detenerse. Sus raíces se estremecen, sus ramas crujen; un poderoso hechizo se cierne sobre ellos. De pronto, la ventana se abre. Una ráfaga de viento entra con violencia y tumba a la pequeña; Tike rueda por el suelo, dejándola sola. Las lucecillas se cuelan en la habitación, danzan por todas partes. En un instante, dejan de cantar: se quedan estáticas en el aire. La niña las observa, luego lanza una mirada fugaz a su perrito de felpa. Tike está muy lejos. Se oyen muchas risas. El viento llora. Entonces, aquellas lucecillas se transmutan en una gran sombra que se abalanza contra la pequeña. Ella grita con todas sus fuerzas; llama a su papá y a su mamá, pero nadie puede escucharla. La sombra está sobre la niña. El sauce llora, el pequeño Tike parece que también llora. La pequeña sigue gritando, luego se calla. Se oyen varios pasos. Su mamá y su papá entran en la habitación, pero es demasiado tarde. La sombra se ha esfumado; la niña ya no está. Sólo se escucha la canción. Nuestra canción es felicidad, nadie lo puede negar, y bailamos alegremente bajo la luz de la Luna Creciente. ¿Está perdida la pequeñita? Está con nosotras la bonita. Está perdida la pequeñita; nunca volverán a verla en la vida.
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La canción desaparece. La madre toma al pequeño Tike, lo abraza y se echa a llorar sobre la cama de su hija. El padre va junto a ella. Ahora todo es un rumor: la niña y la canción.
LA CADENA INTERMINABLE
Anabel Jiménez México
—¿Todavía piensas en mí? —preguntó Alexis mientras caminábamos por la Avenida Hidalgo, justo cuando el policía detenía el tránsito para cruzarnos. Era una noche abandonada, el calor sofocante del inicio de la primavera me abrasaba la piel y la ropa se me adhería como plástico. —¿Anabel? —Desgraciadamente sí. Sus labios perfectos sonrieron y tomó mi mano. El contacto con su piel fresca me llevó a evocar momentos preciosos, desgraciadamente irrepetibles. Continuamos caminando, ahora con rumbo hacia el kiosco. —Recuerdo que cuando nos casamos dijiste que nunca te habías sentido más segura. No dije nada, su cabello danzaba a juego con el aire y las luces de la plaza principal. Parecía un ángel, me quedé mirándole embelesada. Siempre me impresionó tanta belleza en un hombre. —¿Recuerdas? —dijo mientras nos sentábamos en una banca. —Sí. —¿Qué nos pasó? Me disponía a contestarle cuando un murmullo se fue abriendo paso a través de la mediana oscuridad. Una multitud se arremolinaba en torno a unos muchachitos. Nos acercamos a fisgonear, eran tres niños entre los ocho y doce años de edad; uno de ellos estaba sentado en el suelo. Tiraban de algo que parecía una tira. —¿Qué diantres estarán haciendo? —dijo mi exmarido, claramente molesto por la conversación perdida. —Vamos a acércanos un poco más. Sus ojos verdes, muy poco convencidos, estudiaron mi rostro; parecía que me quisieran horadar el alma.
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—Está bien, Ana. Oímos a la gente, que entre el barullo explicaba. —Dicen que es una cadena que no tiene fin. —¡Patrañas de niños sin quehacer! —profirió mi vecino, don Daniel, el vendedor de monedas de plata del pueblo. Odiaba a los niños. Siguió la algarabía, hasta que llegó una patrulla. Los policías bajaron con flojera, como si se tratara de una puesta en escena que ya les hartaba. Empujaron a las personas y alcanzaron a los niños. Uno de ellos, el más pequeño, lloraba. —¿Ya terminaron de jugar? —dijo el más anciano, a todas luces el comandante. —No estamos jugando, señor. —¿Qué pasa? ¿Por qué llora tu hermano? —Encontramos esta cadena hace rato mientras jugábamos a las escondidillas. Mi hermano, Eleazar, la vio desde lejos, parecía de oro; nos acercamos y él la tocó. Al decir esto el más pequeño gritó de pánico y siguió llorando desesperadamente. —Pinches chiquillos, les gusta llamar la atención. ¡Señores, aquí no pasa nada! Váyanse todos a sus casas a descansar. —Pero… Todavía no terminamos de contarle la historia, señor policía —expuso Eleazar, el más flaco de los tres. —Yo opino que, al igual que nosotros, el señor justicia debe escuchar lo que los jóvenes tienen que decir. La voz provino desde atrás, justo enfrente de donde nos encontrábamos. Después se fue aproximando hasta que un hombrecillo se acercó a los infantes. —Yo sí les creo. Síganle, por favor. El más grande de los tres continuó: —Cuando mi hermano tocó la cadena, Luisito escuchó una voz muy fea, como de muerto, que le dijo que Eleazar moriría en tres días por haber tocado la cadena del diablo. A menos que pudiéramos sacarla toda. ¡Pero no podemos, señor! Llevamos toda la tarde aquí, mis papás ya deben estar preocupados. La cadena no tiene fin. —¡Háganme el favor! Ustedes me creen muy pendejo, ¿o qué? La multitud no dijo nada. Ante esto, el poli se la pensó un rato mientras sobaba su barriga caguamera hasta que dijo: —Ta bien, la voy a jalar, a ver si es cierto.
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Y dicho y hecho, le dio tres vueltas a la plaza y nada. Fueron por la patrulla y entre dos de sus empleados públicos la jalaban, pero llegaron hasta la salida del pueblo y la dichosa cadena no se acababa. El pueblo comenzó a tener miedo, creían que era el fin del mundo. Jamás había sucedido algo como eso. A alguien se le ocurrió contratar un helicóptero y probar suerte, pero seguía sin terminar. Alexis tomaba mi mano con fuerza, preocupado. Estaba tan helado que quemaba. —¿Estás bien, amor? —susurré alarmada. —Dime que me perdonas. —No tengo nada que perdonarte. —Dilo, por favor —Sus gafas brillaban. —Te perdono. —Ten mucho cuidado con esa puerta, siempre que pases por aquí no la mires. Me quedé petrificada, sabía que de alguna manera la cadena tenía relación con la puerta que aterraba a mi marido y, sin embargo, no lograba entender cuál era. De pronto, una voz cavernosa y endiablada dijo: —Decidan, ¿el niño o todos los que tocaron la cadena? ¿Una vida pura o varias almas condenadas? Muchos se desmayaron, presas del terror. —¡Decidan! —No vamos a hacer eso —dijo el comandante. Al día siguiente llegaron periodistas de diferentes puntos del país, la noticia había llegado hasta la ciudad de México. Era insólito que la policía de un municipio entero había desaparecido, sin dejar rastro. Inexplicablemente, Alexis también se esfumó con ellos.
#MINIRP 146
@maest_
El mundo no es como te lo cuentan cuando llegas. Hay luces, pero muchas sombras. A veces te agarras a ellas, pero son resbaladizas.
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INCUBADORA
Ramón Fernández Ayarzagoitia México
Rodrigo se quedó completamente inmóvil, pero para su desgracia no había muerto. Estaba sentado, como siempre, en su sillón reclinable, cerveza en una mano y cigarro en la otra. Combatía la intensa ola de calor viendo el futbol en calzones y sentado bajo el ventilador. A pesar de su incesante girar, éste parecía más bien empujar el aire caliente de un lado a otro, mientras el inconsecuente partido seguía su inevitable camino hacia un odioso empate. Sintió un mordisqueo en el dedo gordo del pie y bajó la mirada asustado, pero al no ver nada regresó la mirada al televisor, o a nada, daba lo mismo. Un poco después sintió comezón en ese dedo y, al intentar agacharse para inspeccionarlo mejor, se dio cuenta de que no podía moverse. Así pasó lo que para él fue una eternidad. El cigarro que tenía en la mano le había quemado ya los dedos, pero Rodrigo ni gritar pudo. La sensación de tener los ojos secos por no parpadear estaba volviéndolo loco. Rodrigo sintió con horror que un insecto trepaba por su cuerpo. Ascendió por su pierna y se desplazó por su pecho hasta su cuello. Le dio la vuelta a su cabeza y se postró en su frente. Se trataba de un horrible insecto, con el cuerpo de una cucaracha, pero la cola de un alacrán y con unas enormes pinzas por boca. El animal siguió explorando hasta que encontró la boca a medio abrir de Rodrigo. Hurgó entre sus labios y se introdujo certeramente a su boca. Sintió sus patas, horribles y picudas, pasar por su lengua y su garganta y sintió una punzada en la boca del estómago. Instantáneamente comenzó a tener horribles pero familiares sensaciones. Desde niño había tenido episodios en los que, al cerrar los ojos, comenzaba a sentir un mareo repentino, acompañado de la sensación de que su cabeza y extremidades se inflaban como globos y se desinflaban hasta volverse pasas esqueléticas y diminutas. Siempre se tenía que levantar a verse en el espejo para asegurarse de que todas sus extremidades tenían la proporción correcta. Ahora, sentado en ese calor infernal, no podía más que sentir cómo su cuerpo se distorsionaba. Eventualmente fue el mundo el que se comenzó a distorsionar. En su visión el cuarto parecía alargarse y encogerse como una liga que se tensa y se destensa. El sonido del ventilador se convertía en una melodía tan lenta y fuerte que era dolorosa, y después se aceleraba a un ritmo enloquecedor. Una eternidad después, la
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distorsión aceleró a un punto en que su mundo se convirtió en una simple onda. Dejó de existir el hombre en la silla, el cuarto y el insecto. En su lugar sólo había una línea blanca cruzando en ondas por un fondo negro. La línea aumentaba dolorosamente de frecuencia conforme aumentaba la ansiedad de lo que antes era Rodrigo. Después de otra eternidad una imagen comenzó a formarse detrás del fondo negro y pronto Rodrigo existía... ¡y se podía mover! Estaba dentro de un coche, manejando por una vertiginosa ladera hacia el pico de una montaña imposiblemente alta. Rodrigo había tenido esta pesadilla muchas veces antes, y entonces pensó que su tortura sólo había sido un mal sueño de borracho y una extraña calma le llegó, a pesar de lo que estaba por suceder. Como en un guion que había leído una y otra vez, el coche llegó al pico de la montaña y, al llegar al otro lado, calló en picada por un precipicio. Como siempre, se iba a despertar de la caída un poco más cerca del suelo que la vez pasada que tuvo la pesadilla. Así fue, sólo que Rodrigo no despertó. Se encontró con que otra vez tenía 10 años y estaba explorando un bosque cada vez más oscuro y pantanoso. Horrorizado, se dio cuenta de que había entrado a otra pesadilla. Las ramas lo agarraron de los tobillos y lo llevaron lentamente a donde moriría. Como siempre, se acabó la pesadilla justo antes de que se sofocara en lodo. Ahora tenía su edad actual, pero se encontraba en una caja que se encogía lentamente. Esta pesadilla no la había tenido antes, pero rápido entendió que sucedería lo que en las anteriores: Rodrigo sufriría una ansiedad terrible y despertaría para encontrarse dentro de un nuevo horror. Sentado en su silla, Rodrigo se hinchaba como una ballena encallada. Su piel parecía burbujear. En su interior nacían cada vez más de esos bichos, alimentándose de su ansiedad y produciéndole nuevas y horribles manifestaciones. Pronto irrumpirían de su usada incubadora e irían en búsqueda de nuevos sujetos.
#MINIRP 147
@PBizco
Los Psycopompos apenas van ya de un confín a otro, ahora un dron les suplanta amontonando almas y óbolos en amenazantes cumulonimbus.
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LECCIÓN DE NATACIÓN
Tania Araceli Santos Ferro México
La lección había terminado. Todos se iban a casa mientras Pablo esperaba a la orilla del agua, triunfante y lleno de confianza. Había aprendido por fin a dejar de usar los flotadores y, por ello, el miedo a las piscinas. “Quédate sentado aquí, ahora vuelvo”, había dicho su madre después de haberlo sacado del agua junto con todos los otros. Mientras su mamá iba por la toalla para secarlo, le permitió sumergir los pies un par de minutos más en la fosa de clavados. Al principio le asustaba, dado que nunca se alcanza a tocar con los pies el suelo, pero había practicado hasta ganar seguridad, y por eso estaba muy feliz. Como su mamá se estaba tardando un poco, se sentía algo aburrido ahí solo. Mientras pataleaba, no notó que había dejado ir lentamente su patito de hule, empujado por el suave oleaje que había creado. Por ello le vino a la mente una idea: cuando mamá llegara, si lo sorprendía nadando de nuevo, solamente tendría que decir la verdad, que estaba dentro del agua porque el patito de hule se le había caído y sólo había ido a recuperarlo. Se dejó caer en el agua, confiando en su habilidad y se aproximó a su juguete. Cuando llevaba un buen trecho, un ruido extraño provocó un suave eco y las luces se apagaron. Momentos después, un fragor grave, similar al del trueno, provino del fondo de la fosa. Pablo escuchó y permaneció en un mismo lugar pataleando nervioso, aterrado y sin saber hacia dónde moverse. Borbotones burbujeantes aparecieron por todos lados y se movieron hasta rodearlo. Pataleó como pudo, pero la fuerza con la que fue absorbido ahogó cualquier intento de grito que pudo habérsele ocurrido, en sólo un segundo. Al siguiente, todo estaba en calma de nuevo. Cuando mamá volvió, encontró enormes charcos por todos lados, agua goteando del techo y un patito de hule, estático, colocado cuidadosamente en la orilla opuesta de la fosa.
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LOS MOSCOS
Abraham García Alvarado México
Estábamos en un café después de un partido entre Colombia y no sé quién más, a mí no me gusta el fútbol. Ana y Romu seguían emocionados por el triunfo colombiano y querían celebrar. Afuera, en este barrio donde predominan los griegos, italianos e hindúes, nadie celebró el triunfo. En el café sí, es colombiano y adentro se celebraba una fiesta espectacular por un gol que les dio nombre en el mundo. Romu nos llevó a una mesa donde había una botella de vino y tres tazas de barro. —¡Salud, jueputa!, gritó y bebimos los tres. Ana, como para animarnos a seguir celebrando, cambió de tema y sugirió que jugáramos a un juego. Nos sabíamos de memoria el juego, Ana siempre lo jugaba y siempre perdía. Yo estuve de acuerdo con tal de no seguir hablando de fútbol. Sí, entonces así surgió, de nuestras maravillosas mentes, el juego de contar que animal nos gustaría ser. — Primero tú, me dijo Ana. — Águila, dije. Romu dijo mosco, que le gustaría ser un mosco. Ana protestó, un mosco es un insecto. Tiene que ser animal. Romu tomó de su taza el trago definitivo que le impulsó a seguir firme con su decisión de querer ser un mosco. Ana, resignada, hizo una mueca, ya iba perdiendo; entonces dijo que ella quería ser una… Pero Romu la interrumpió y dijo que ella debería ser un búfalo. A Ana no le gustó eso. No le gustó porque ser un búfalo era una tremenda alusión a su cuerpo grande, a sus patas largas, a la notable anchura de sus espaldas y a esos ojos saltones y perdidos en su oscuridad interior. Romu continuó: —No, mi amor, es en serio, usted debería ser un búfalo, grande, potente, con esa piel gruesa y esos ojos desorbitados como dos enormes bolas de canica negra. En serio. Yo no opiné, me limité a pensar y a esconderme de la incomodidad. Terminarían peleando, ya ha pasado antes. —Y usted un puto mosco chupa sangre —ladró Ana.
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— Sí, así con las patas paradas, pegado en una esquina del baño mirando todo, espiándola cuando se baña, cuando usa el escusado, cuando se limpia, cuando se peina y se cambia las toallitas durante esos días que más me gustarían. Sonaba interesante la analogía, la ilusión de poder ser un mosco. Entonces cambié de opinión y dije que yo también quisiera ser un mosco. —Pero yo estaría en la recámara, parado en la cortina oscura para que nadie me pudiera ver. Esperando a que fuera de noche y cuando las luces estuvieran apagadas, bajar, volar por todo el cuarto, buscar tela donde poner mis huevecillos, larvas, o como se llamen, y luego volar y pararme en las nalgas de la mujer, picarla. Después volar por encima de la cama y encontrar las orejas para decirle que la acabo de picar y que le chupé una gotita de sangre. —Sí, qué rico, marica —dijo Romu y dio un trago largo a su vino. Ana seguía molesta, hoy tampoco había podido elegir ser animal. Se había quedado con el título de búfalo. Perdió de nuevo. Como antes, como siempre. Nos terminamos de beber el vino de las tazas. Ya no había para más. Entonces alguien se acercó a la mesa; corrimos para escondernos. Ana brincó, quién sabe cómo pero calló debajo de la mesa; su espalda hizo un ruido horroroso. La vi cómo quedó inmóvil con las patas tiesas apuntando al techo de la mesa. Romu y yo alcanzamos a escondernos debajo de los asientos. Unos momentos después se escuchaba cómo en la parte de arriba limpiaban y recogían las tazas y pasaban un trapo para limpiar. Lo sé porque reconocí ese intenso olor del trapo que me lastima las antenas. Al cabo de un ir y venir de sombras y pasos, sentimos un terremoto y cuatro enormes prendas de ropa oscurecieron el entorno. Romu y yo estábamos de cabeza, sujetándonos de la parte inferior de los asientos; sólo vimos cómo algo negro tapó los ojos de Ana y enseguida se escuchó el crujido de su cuerpo. Romu gritó, se llevó una pata a la boca y quedó encantado en un gesto de dolor, de angustia. Unas lágrimas doradas corrieron por su rostro. Me acerqué para consolarlo por su pérdida. —Siempre con sus juegos y yo burlándome de ella —dijo—. ¿Tan tontos somos? —No, no lo somos, fue un accidente. —Somos tan tontos que nunca jugamos a ser humanos. Y así se acabó la fiesta y la vida de Ana. Una cucaracha que nunca pudo decidir qué animal le gustaría ser y murió aplastada.
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SINCRONÍA
Mariángeles Abelli
Argentina
Apurado, arrancó la hoja y corrió a la biblioteca del pueblo. Llegó sin aliento; cinco minutos más y la hubiera encontrado cerrada. Con una premura que rayaba en lo obsesivo, revisó el fichero y luego alisó el papel que aún tenía en la mano. Apenas podía creerlo. Los garabatos y borrones del texto afeaban la ficha y los datos bibliográficos se leían pulcros en el trozo de papel. Guardándolo en el bolsillo, se encaminó hacia los estantes y divisó el volumen justo antes de que los ojos de la bibliotecaria lo conminaran a irse. Nunca había robado un libro ni encontrado el motivo para hacerlo, pero no sentía remordimiento alguno. El libro de lo no inventado y su compendio de ideas por venir pondrían fin a su aridez literaria. Lo abrió en el índice, que parecía interminable: Astrónomos, Buzos, Cocineros… por cada oficio y profesión, cientos de ideas que nacían, crecían y se multiplicaban constantemente. Buscó en la letra E, sección Escritores, y quedó abrumado: estaban todos. Noveles o consagrados, sus nombres relumbraban como relámpagos y sus ideas no les iban en zaga. Eran súbitas, geniales, temerarias. Eran como ellos. Le costó dejar de mirar, engolosinado y absorto como estaba, pero siguió buscando. Después de páginas y minutos que se le hicieron eternos, se encontró al final de la letra, en la página veintitrés mil novecientos setenta y cuatro, casi rozando la F. Quería mirar y, a la vez, no quería ¿Cuántas ideas le quedaban? ¿Serían tan geniales como las de los consagrados o tan absurdas como él temía? ¿Tan prolíficas como las de los noveles o débiles y raquíticas? ¿Coloridas como el arco iris o inasibles como el humo, como las últimas que había tenido? Para anular el miedo, recordó lo mucho que le había costado robar el libro; era ahora o nunca. En la página había dos nebulosas, una por cada idea. En la primera se vio a sí mismo sentado en su escritorio, concentrado en la maciza enciclopedia. En la segunda, una mujer en otro escritorio, tecleando en una notebook. Ideas parecidas pero diferentes, nuevas pero poco originales, ideas simultáneas. Lo más raro era la sincronía. Cuando él leía, ella tecleaba. Ella se detenía, él interrumpía la lectura. Se estremeció. Abrió el primer cajón, buscó la lupa y se vio en el libro, empuñando una lupa idéntica. Enfocó la segunda nebulosa, su imagen lo imitó. En el pequeño monitor de la notebook podía leerse: Apurado, arrancó la hoja y corrió a la biblioteca del pueblo. Llegó sin aliento; cinco minutos más y la hubiera encontrado cerrada…
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SIGUES MOJANDO MIS SUEÑOS
Gonzalo del Rosario Perú
Esta mañana al jabonarme volví a sentir que eras tú quien me acariciaba. Baby, where did our love go? Sonreías al escucharme cantar como The Supremes, derritiéndome en esa sonrisa maliciosa cuando te posabas entre mis piernas y tu lengua jugaba muy triste; te sentí muy dulce leyendo a Pimentel… ¿por qué me haces esto? De noche me posees, subes mi polo, sabes que no llevo nada debajo, me abrazas, posas tus labios sobre mis senos, son tuyos, me muerdes suave, como atenazándome a la punta incisiva de tu lengua, tus manos sobre mí, te hundes y aprisiono, nos adherimos, no quiero que te vayas, no, entiérrate en mí, quiero sentirte venir, hirviendo en lava, sólo abrázame más fuerte mientras soy tuya, y quédate así, pegados como perros recién pisados. Las noches que caigo rendida del trabajo me esperas hasta quedar seca bocabajo para que a mitad de madrugada me bajes las bragas entre besos y mordidas, subas mi polo; sentado a mi espalda flotas y tus manos dibujan nuestras constelaciones favoritas entre el masaje y la rigidez de tu miembro; sujeto tu glande húmedo con mis nalgas que se mojan, aguardando tu nebulosa. Llegamos juntos para elevarnos, flotamos sin abrir los ojos, sin morir aún, sin negarme al placer de sentirte, duro y largo y fuerte poseyéndome detrás; de la manera más salvaje y brutal hundías tus yemas en mis nalgas otra vez con tu voz susurrándome You won’t see me, tu voz, you won’t see… existe; caliente y abundante venías, desaparecías, dejándome rebosantegotada. A veces te sentía dormir a mi lado; cansada me abrazabas hasta el amanecer cuando despertaba tan necesitada que las primeras veces, tras flotar completa, feliz, me echaba a llorar histérica porque tú ya no estabas más, porque no te vería más y no me quería levantar jamás. Entonces comprendí que ya no dependía de ti, sólo debía disfrutar cada segundo, valorarlo, sea de noche, madrugada o muy en la mañana, y que hasta ahora no sepa ni pueda descifrar ese ritmo. Supongo que tendrá que ver con esas fechas especiales que sólo tú recordabas, y que yo hasta ahora no logro ubicar, pero cuánto quisiera… No le puedo contar a nadie lo que pasa, lo que me sigues haciendo; creerían que ya enloquecí, pero es que tampoco tendrían por qué enterarse, si esto nos
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compete a ambos, sólo a dos; nunca nos ha gustado que alguien se metiera a decirnos nada. Esa era nuestra forma tan aislada de ver el mundo. Ahora ya sólo duermo desnuda aprovechando el último calor de marzo para esperarte así, que me detengas en aquel estadio entre el sueño y mi razón, donde los párpados pesan como si estuvieran cosidos o adheridos con sangre coagulada, por eso no los puedes abrir ni moverte, ni gritar. En plena inmovilidad extiendo larga mi boca, no escucho nada hasta que apareces y todo viento helado que se posaba en mi piel se convierte en vapor de carbones ardientes en ese sauna bajo mi cama; te veo, así no abra los ojos, te posas sobre mi cuerpo inmóvil y me penetras insaciable con furia, enhiesto pero amable, sensual, mío, lágrimas, dices por qué, te burlas, porque sé que este tiempo que pueden ser años o milenios son sólo segundos, minutos donde nos acercamos más que cuando dormíamos juntos y de espaldas cada uno para su lado. Es increíble lo mucho que se pierde el tiempo ofuscándose por problemas banales o las horas al día que malgasto trabajando para enriquecer y alimentar la gran máquina de consumo que destruye este planeta tanto como nuestra mente y ganas de continuar el sueño. Las últimas noches ni nos besábamos cansados y hartos de la oficina. Cada uno con sus propios asuntos, aislados, nos olvidamos de sonreír. La mañana que recibí la noticia de tu partida estaba duchándome y no paraba de sonar el teléfono. Era mi madre que entrecortada me pedía encendiera la tele: un cochebomba había estallado fuera de tu oficina, justo cuando te estacionabas. Los forenses me dijeron que te fuiste sin dolor, que otros se quemaban vivos antes o, lo que es peor, sobrevivían; a ti te mató el impacto, tu corazón siempre tan frágil. Extraño pelearme contigo para que luego me pidas disculpas vorazmente. Ahora sólo te apareces, me desnudas, acaricias y enciendes, me violentas en silencio, te disfruto, me llenas y te vas sin más hasta otra oportunidad; es ahí cuando tu recuerdo me invade y sólo pienso en cerrar los ojos para volverte a sentir, aunque, para serte sincera, te prefiero mejor así.
#MINIRP 148
@PatriciaRich_
En el lugar indicado, a la hora señalada, te esperan los narradores de tu historia. No les dejes sin argumentos para seguir.
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NO TE RECONOCE
Alexsa Bathory México
Tus dedos teclean por inercia, los párpados te pesan y te cuesta trabajo mantener los ojos abiertos. Frente a ti, los caracteres aumentan y la pantalla brilla. Has perdido noción de la hora, ¿cierto? No reconoces incluso si aún estás en la oficina o si has llegado a casa. Letras, números. Siguiente línea. Sientes algo moverse entre tus pies. Es tu perro, Vuno, que se estira y se mueve de lugar para acostarse un poco más lejos de ti. La pantalla parece tener cada vez más brillo. De nuevo todo a tu alrededor desaparece. Un sonido grave crece en tu mente, como un hilo que tiembla y retumba. El cansancio te gana y se te cierran los párpados por un momento. Sientes tu cuerpo caer de espaldas. Abres los ojos de golpe. Sientes como si todo se moviera más lento. La caída es lenta. Estiras los brazos, queriendo sostenerte de algo. No hay nada, el monitor simplemente brilla. La silla azota contra el suelo. Pero tú sigues cayendo. Ya no hay ninguna luz. Sientes como si fueras por un tobogán. Se te complica la respiración. Caes. Caes. Te absorbe. Escuchas aquel sonido retumbar cada vez más fuerte. De pronto notas que dejaste de caer y en realidad asciendes rápidamente. Un segundo. Estas de pie en tu cuarto. Te sientes agitado. Vuno ladra sin parar. Te ves a ti mismo sentado frente al monitor. ¿Realmente eres tú? En la pantalla los caracteres siguen apareciendo. El otro tú tiene los ojos cerrados. Es un sueño... es un sueño. Te acercas para verte. ¿Respiras? No. Tomas tu cuerpo de los hombros. Lo agitas. Te agitas. Vuno sigue ladrando, empiezas a desesperarte. Algo negro crece por detrás de la silla y termina haciendo un círculo en el suelo. Estás sudando. Pánico. Despierta. Despierta. Lo sigues agitando. No respira. Sientes que no puedes respirar. Lo golpeas en el pecho. Vuno ladra y se hace hacia atrás. El círculo negro en el suelo ha crecido. Vuelves a golpear el otro cuerpo con fuerza. La silla rueda hacia atrás y caen. Caes. Esta vez todo es muy rápido. Sientes que algo te absorbe. Tu mente da vueltas. Por un segundo todo es negro. Abres los ojos. Estás sentado frente al monitor. Haces que tus manos dejen de teclear. Te levantas de la silla. No hay ningún círculo negro en el suelo. Es de noche y el monitor brilla. Debajo de la cama Vuno está escondido y te gruñe. ¿Realmente eres tú?
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MÁQUINA DE ESCRIBIR INFERNAL
Víctor Manuel Solís Venezuela
Estaba sentado pensando en el nuevo encargo que había de escribir para otro ser interesado en alimentar a un pobre escritor como yo cuando sentí que mi silla se tornaba palpitante y viscosa y fétida, y lo que antes era plástico ahora tenía a mi cuerpo adherido y atrapado. Y mientras intentaba comprender la situación en que me hallaba, mis manos posadas sobre el escritorio fueron acariciadas por una lengua que no tenía lugar de origen salvo el resquicio ahora quístico y fibroso de la tecla de espacio de la máquina de escribir de mi abuelo fallecido. El asco no fue reacción suficientemente rápida durante aquél reencuentro como para evitar que me mordiera y arrancara de cuajo mis dedos índice. Grité como animal herido al ver a esa máquina saborear uñas, cartílago y hueso con apetito de sabueso a las puertas del infierno. Traté de levantarme incluso si un chorro de sangre salía disparado de las heridas abiertas por aquellos dientes afilados de otro mundo. Pero mi intento fue en vano y la silla forcejeó conmigo y emitió más adhesivo viscoso y fétido que sentí recorrer desde mi cuello hasta mis pies. La máquina entonces se alzó desde su posición usual y extendió cuatro patas biomecánicas que transformaron su andar en el de un insecto hecho de teclas y metal y cinta de tinta; una cinta que era ahora una membrana venosa donde podía ver dibujadas a contraluz cada pesadilla que había olvidado y que insistía en ignorar a toda costa. Es que yo no escribía sobre seres monstruosos ni mundos oscuros más allá de la imaginación. Yo solo escribía para sobrevivir. Un poco de dinero me bastaba para seguir adelante en mi soledad, escribiendo por encargo libros inútiles de autoayuda. Vivía para ser un fantasma, un escritor fantasma. ¿A qué venían, entonces, estos seres que supuraban hambre y destrucción? Cerré mis ojos como única medida de contención ante el panorama que el velo membranoso revelaba extendiéndose como una tela que abarcó la habitación con alas transparentes cuya propia sangre circulante delineaba las más temidas historias de mi infancia. Grité por ayuda, suspiré clemencia, pero no tenía a nadie. La máquina de escribir infernal hizo caso omiso y se irguió aún más, haciendo que sus patas crecieran en longitud hasta parecer las ramas de un árbol
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misántropo y viejo lleno de pequeños vellos ásperos y espinosos por los cuales subían y bajaban hormigas muertas y demás alimañas quemadas en algún cataclismo del más allá. Sentí cómo otras dos teclas salías de su posición extendiéndose para inmovilizarme. Las teclas seguían siendo duras como un nudillo áspero, y se presionaron contra mis párpados y la fuerza con que lo hicieron fue tal que sentí el hervir humeante de la frágil recubierta de mis ojos. Mis párpados se fueron deshaciendo entre humo y olor carbonizado hasta embotarse mis sentidos y ser envuelto por la más perpetua oscuridad. Fue como un descenso hacia algún sótano profundo de mi mente. Supe que ya estaba encaminado hacia el suspiro final en mi propio purgatorio y no vi luz alguna ni coro de ángeles. En su lugar me arrastraba con una fuerza inexplicable un pasadizo inclinado iluminado por destellos plateados. Y en ese deambular estuve sin noción alguna del tiempo. Bien pudo ser un minuto o un año entero. Yo solo descendí por aquél gélido pavimento inclinado y agrietado donde enredaderas y tentáculos servían de alfombra y pared y en donde un flotar de burbujas parecía perderse en la distancia insondable de algún techo amniótico invisible. Hasta que al fin escuché un gruñido que sirvió de guía y epicentro y cuyas emisiones no sólo eran sonoras sino visuales. Semejante abismo hizo vibrar un millar de sensaciones que abarcaron desde mi nacimiento a mi presente condición de escritor. Llantos de bebé se combinaron al repiqueteo de la máquina de escribir y a la imagen de seres humanos desconocidos que susurraban que ya el pago estaba listo y que gracias por hacerlos ricos a todos con mi escritura de pacotilla; y que de seguir así, muy pronto saldría del apartamento en ruinas que me servía de guarida y podría ser también editor de libros inútiles y contratar a otros como yo para que hicieran todo el trabajo pesado. Y yo acepté cada condición impuesta, tan sumiso como un niño derrotado. Fue en medio de este desfile de recuerdos que pude atisbar el origen de las emisiones y sentí un espasmo existencial que mudó la piel de mis pensamientos y dejó todo en la más absoluta franqueza de espíritu. Y así caí de rodillas y lloré, porque no había otra cosa por hacer. No tuve que mirar un segundo más esa fachada fragmentada que me atraía ante sí para reconocerla al final de mi descenso: esa versión monstruosa y gigante con el corazón podrido y cada poro sangrante, sumergido en lamentos, era yo mismo bajo la más absoluta decadencia. Un gigante agrietado y triste. Y de su corazón pútrido y gangrenoso emergió de nuevo entonces
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aquella máquina de escribir infernal que tras ser hallada en el ático de mi abuelo me había hecho sentir lo mismo que cuando escribí en ella de niño una docena de cuentos incompletos. Ella sabía bien quién era yo. El recuerdo dolió más que nada. Y la máquina se acercó arqueando sus patas arácnidas que crujían ecos de cosas rotas y se posó junto a mi rostro y extendió sus teclas como ramas envolventes y con ellas presionó su tela de historias sobre mi piel. Cuando abrí los ojos, vi a la máquina reclinarse muy lentamente tras haber dado su más poderosa advertencia. La silla también me dejó en paz, piel babosa y maloliente tornándose plástico familiar. Nos quedamos los tres en un silencio eterno. Luego sonó el teléfono y tras escuchar una nueva oferta de mis amos, les dije: “No más” y me dejé llevar por el misterio de un nuevo tipo de historia.
H. ROMERO
Haydeé Arreola México
—¡Oiga, haga algo! ¡Ya se murió un imbécil aquí! ¡Qué asco! —gritan hombres y mujeres que se encuentran a bordo del camión ruta 07. Al fondo de la unidad, en la última banca y junto a la ventana, se encuentra un hombre de aproximadamente 35 años, piel morena y facciones duras. De su boca emana un líquido verde que recorre el overol que lleva puesto, sólo alcanza a notarse entre la marejada de fluidos el recuadro que lleva su nombre: H. Romero. —Se está pudriendo —vocifera una joven. El conductor, molesto por el borlote, toma el bate que está bajo su asiento y se aproxima de forma tosca al epicentro de los gritos. —Déjenme pasar, carajo. Este wey ya valió. De pronto, el cuerpo empieza a estremecerse. En todo el autobús se escuchan los golpes de las extremidades contra los tubos, la cabeza se estrella una y otra vez contra el vidrio y un grito largo y aullante se escapa de aquellos labios: ¡Jaque chochoyoca nojti iga nimayana!, ¡Jaque chochoyoca nojti nimayana!* Los ojos blancos cambian en una fracción de segundos, el individuo toma sus cosas y, sin saber cómo, logra bajarse del colectivo. Nadie puede creerlo, todos los presentes están tan desconcertados que algunos se persignan mientras otros le rezan a su Santa Muerte. El chofer no atina a decir palabra, regresa a su asiento y continúa 46
con el recorrido hasta la terminal. Las piernas de Hernán no resisten su peso y lo llevan al piso. Tirado ahí, se da cinco segundos para tranquilizarse; respira y agradece no seguir escuchando las canciones sobre narcotráfico, infidelidad o venganza que tarareaban con singular alegría dentro del camión. Minutos después, se prepara para cruzar el puente y observa con pesar las diez calles que aún le restan para llegar a su destino… No hay luz para variar y debe caminar entre piedras, hoyos y tierra húmeda. Hace días que siente una opresión en el pecho que no lo deja respirar y lo pone como muerto. No sabe qué tiene y acudir al médico es prácticamente imposible: si quiere pagar la renta de este mes, debe doblar turno. Así que se la lleva pidiendo a su mujer que le prepare un té de hierbas para que no se le caliente la sangre. Inicia la caminata con paso firme, tratando de no hacer ruido. Los ladrones y mariguanos andan cerca y los asaltos y asesinatos son constantes en esa parte de la colonia. A él le ha tocado descubrir algunos embolsados en la mañana cuando va rumbo a la fábrica, pero su prisa siempre ha sido mayor a su curiosidad. Mientras avanza, ráfagas de recuerdos le atormentan el alma: cómo eran aquellos lugares hace algunos años, su color, su sabor. Aún puede escuchar la música del silencio interrumpida en ocasiones por los cantos de los tecolotes. Hace mucho que su mirada está vacía, sólo expresa caos. No queda nada de la gloria de los días en que su alimento principal era la carne humana y la sangre de armadillo. La última vez que su alma se unió al coyote con honor fue en 1521, donde muchos sacerdotes y amigos murieron a manos de los españoles. Ese día fue marcado con una cruz al rojo vivo en el pecho y le hicieron tomar el nombre de Hernán, en señal de victoria y humillación contenida. Jamás supieron los buenos frailes que con ese símbolo de cristianismo inserto en su cuerpo, el lazo que lo unía a su animal protector se rompería para siempre. Recurrió a rezos, temazcales, fajas hechas de piel de niño, baños de sangre de jaguar, todo sin éxito alguno. Durante años trató de quitarse la vida, pero aquel soplo de inmortalidad que había recibido de Tlahuizcalpantecuhtli le hacía eterno. Todas las noches soñaba cómo su animal moría de hambre y le suplicaba por su existencia: ¡Jaque chochoyoca nojti iga nimayana!, despertaba en medio de aullidos, envuelto en sudor y con un olor a almizcle. Fue preso en varias ocasiones por asesinato; las veces en que había sido descubierto devorando como perro los intestinos de algún niño o joven del lugar eran incontables. Había sido fusilado, quemado, degollado e incluso desmembrado. Sólo el coyote que se oía en el monte bajaba a hacerle compañía los siete días en que la luna subrepticiamente lo acariciaba y le traía de vuelta a su humanidad.
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Su esposa le espera con el caldero caliente para que se dé un baño de árnica con miel. En los últimos quince años su cuerpo se ha degenerado tanto que a veces debe recoger en la fábrica, sin que lo noten, restos de piel y dedos que se desprenden a la menor provocación. Ella trata de aliviar su pena consiguiendo sangre de chamacos; se va a las calles del Centro Histórico o a las colonias de Los Cerros y con la promesa de un dulce se los lleva a su jacal, donde los prepara como a él le gustan. Después de quince minutos de camino, Hernán llega a casa. La mesa está puesta y su mujer lo aguarda con una sonrisa. *¡Me gruñe mucho el estómago por el hambre! (Náhuatl)
TODOS MIS MUERTOS
Miguel Lupián México
Despiertas con el corazón excitado y la mente obnubilada. Esta vez no se trata de los muertos, esos que en sueños cuelgan por encima de la cama. Se trata de tu brazo izquierdo: tumefacto, tenso, como si un fantasma obeso o inexperto sólo haya podido apoderarse de esa parte de tu cuerpo. Tuerces la boca al pensar que se trata de un infarto. Tu corazón, de por sí débil, no ha podido recuperarse de la última tragedia. Ensalivas las yemas de la mano derecha y te sobas, implorando que sólo sea un calambre. Descubres que el origen de la angustia proviene del dedo anular; ése rodeado por la argolla que te negaste a tirar después de firmar los papeles. Me siento desnudo sin él, te convences todas las mañanas al vestirte. Aunque sabes que es por la invisibilidad. Al igual que Frodo, al usarla pasas inadvertido: es un velo negro que te protege de los colores radiantes de la ciudad. Después de treinta y nueve giros logras zafarla. De inmediato el dolor decrece. Tu dedo anular está pálido e hinchado, con dos puntitos de sangre. Nunca habías visto (ni sentido) esas rebabas filosas como colmillos de gnomo. También te das cuenta que su brillantez plateada ha sido sustituida por una opacidad cobriza. Tu brazo revive, el dolor desaparece, los remordimientos se extinguen. Sonríes como robot al llegar la singularidad. Has madurado, por fin saldrás del luto. Dejas la argolla sobre el buró y te recuestas, mirando el techo con los ojos anegados. A los pocos minutos te la vuelves a colocar: prefieres lidiar con un muerto en vida que con los otros muertos que cuelgan sobre tu cama.
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Autómatas Dirección
Miguel Lupián
Equipo Editorial
Ana Paula Rumualdo Flores Adrián “Pok” Manero Francisco de León Ramón Fernández Ayarzagoitia Mariano F. Wlathe (diseño)
Arte
Willibald Krain (1923)
Contacto
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