Octubre de 2020. www.penumbria.mx Ediciรณn: Miguel Lupiรกn Formaciรณn: M. F. Wlathe Ilustraciones de portada y contraportada: Harry Clarke
Gótica Antología de textos imaginados en el curso de Cuento Gótico en la Escuela de Escritores Ricardo Garibay
Índice Debajo del castillo embrujado (Prólogo) / Miguel Lupián Lo que urden los reflejos / Marcos Macías Mier Beelzebufo ampinga / Angélica Valentín Los girasoles / Jocelyn Garay La galería / Jovany Cruz Flores Ardentía / Carla Angélica Martínez Meléndez El nido en el suelo / Karla Arroyo Uno siempre vuelve al hogar / J. F. Franco Ánimas de la bruma / Luis Ángel Bores Gómez Asfixia / Natalia Olvera Fragmentos de espejo / Rodrigo Osorio Hernández Los niños desaparecidos / Carlos Alfonso Galicia Pineda
Debajo del castillo embrujado ¿Por qué fui tu vampiro de amargura? ¿Soy flor o estirpe de una especie oscura que come llagas y que bebe el llanto? Delmira Agustini
La ficción gótica, ese tipo de escritura que “cuestiona y desafía los valores tradicionales mostrando los temores asociados con las fuerzas naturales y sobrenaturales y a la vez dando paso a la transgresión social, la desintegración mental y la corrupción espiritual”, como apunta Nadina Olmedo en Ecos góticos en la novela del Cono Sur, lleva casi tres siglos acechándonos desde las librerías y las pantallas de cristal, llenando de visiones oscuras nuestros sueños, hincándonos sus colmillos para tomar de nuestra vida sólo aquello que le basta para que no se extinga la suya. Ante este extraño pero delicioso fenómeno, recibí la invitación de la Escuela de Escritores Ricardo Garibay, a través de su director Efraím Blanco, para impartir un curso de Cuento Gótico donde se abordara y diseccionara este tipo de escritura claustrofóbica y transgresora, que bajo nuestro contexto pandémico ha resurgido una vez más de entre los muertos. Además de explorar su origen y evolución, analizando textos clásicos y contemporáneos, y de darle el lugar que se merece como madre de lo que conocemos como TERROR, replicamos sus claroscuros y atmósferas siniestras en escritos propios. Así, esta colección reúne los textos de la mayoría de los participantes que se trabajaron/imaginaron durante las seis sesiones que duró el curso y durante sesiones individuales posteriores.
María Negroni apunta que ve en la literatura fantástica de América Latina la impronta negra de la literatura gótica, donde constantemente se reformula su corpus nocturno y afiebrado para construir su propio arsenal para resistir a las cárceles de la razón, del sentido común, y oponerse a lo moral soleada y petrificante del status quo. Y justo en estos cuentos podemos escuchar esos miedos y obsesiones convertidos en frenéticos reclamos que rasgan el tapiz de las paredes y astillan las vigas del techo. Agradezco a cada uno de los participantes por dejarme ser su extraño Caronte en este pantano de pesadillas. Sólo resta que pases la noche en estas habitaciones embrujadas.
Miguel Lupián
Lo que urden los reflejos La casa de Julio siempre me hacía pensar en plata deslustrada, en una gloria ya ida, masticada por la boca del tiempo. Si no hubiera estado a punto de caerse en ruinas la llamarían “Casona” y no “La Quinta”, como la nombraba su madre para mantener cautiva una pizca del orgullo que había tenido en sus mejores días. A través de los numerosos cuartos se filtraban sólo tristes balbuceos provenientes de la calle, como si en el lugar estuvieran vetados todos los sonidos francos del mundo. Sus primeros habitantes habían tenido una obsesión por los espejos, y la mayor parte de la colección había permanecido colgada desde hacía generaciones en la sala central, que olía perpetuamente a naftalina. Eran, junto a los libros, de las pocas pertenencias familiares que todavía podrían retener algo de su valor. Toda la herencia, todas las joyas fulgurosas y las pinturas y los muebles art nouveau se habían evaporado al igual que el color de las paredes. No me agradaba esa sala. Cuando me paraba frente a los espejos me veía multiplicada en superficies corruptas. La cara de mi reflejo se llenaba de círculos cafés, de rajaduras o de tonos pálidos. No es que me sintiera amenazada por mi propia imagen, sólo que intuía, a falta de palabras más concretas, cierta potencia en el lugar. Me daba la sensación de estar viendo una mano fuerte capaz de ahogar cualquier garganta, pero que se dedicaba únicamente a acariciar la mía. —¿Sabes cómo se hace uno de estos, Verónica? —me había preguntado Julio en una ocasión mientras señalaba el espejo central de la sala, enmarcado con caoba— Eso es sólo un cristal al que se la ha añadido una capa finísima de plata metálica, el material de la luna. Es agua, principio, pureza. Los espejos nos devuelven no nuestro reflejo perfecto, sino una imagen de nosotros más blanca y luminosa.
—Nos reflejan lo que debería ser —añadí en aquella ocasión. Julio me miró incómodo por unos momentos, pero después continuó con su monólogo sobre Tolens y sus reactivos, sobre la creencia que los egipcios tenían acerca de los argénteos huesos de sus dioses revestidos de carne de oro y sobre los demás símbolos que orbitaban alrededor de la colección de su sala. Sentía que sus palabras eran antiguas, que unas similares habían estado reverberando en esos rincones desde hacía mucho tiempo y que había algo que unía a las generaciones que las pronunciaban. A pesar de la desagradable atmósfera de La Quinta, no podía dejar de visitar a Julio. Huérfano de padre, él resultaba un contrapeso a la rabia que tenía hacia mis propios familiares. Siempre que peleaba con ellos, cruzaba la calle para refugiarme en sus consejos, en su mirada triste que rebotaba la imagen de mi rostro y me mostraba un espacio, inhabitable pero cálido, en el que yo misma parecía una joven más serena. Él era una persona endurecida por el dolor, así que no le molestaba cargar con el de los demás. Íbamos juntos a la preparatoria, pero únicamente a solas, bajo esos techos enormes y la mirada de las decenas de espejos, nos sentíamos en confianza para tratar de comprendernos mutuamente. A cambio de que Julio escuchara mis problemas, yo ponía una atención cautelosa a sus ideas acerca del mundo. Él era una especie de astrólogo moderno que intentaba rescatar los conocimientos supuestamente alcanzados por su estirpe. Además de los espejos, los ancestros maternos (los constructores de La Quinta) le habían legado gruesos volúmenes atacados por los hongos que renegaban de los doce signos zodiacales, pero no de la influencia de los movimientos de los planetas en el destino de los hombres. En ellos se especulaba que la luz era el mensajero, el hálito de los astros y la clave para obtener información sobre el futuro. Hablaba de que en la creación se habían hermanado el hado y los cristales, y que, cuando Venus y Marte ascendieran triunfales al trono de Júpiter, un signo arcano le podría mostrar el porvenir a través de los vidrios de la sala. El efecto únicamente podía suceder en ciertos puntos del globo, y su casa se había erigido encima de uno de éstos. Por supuesto, él reconocía que eso sólo lo estudiaba a manera de burla,
una que le permitía tolerar la ausencia de su padre y la depresión clínica de su madre. Así, aunque estaba consciente de que ese deleite por lo oculto era una huida de sus penas, lo efectuaba intensamente. En esas tardes hablábamos en murmullos para no excitar la imaginación de la mamá de Julio. La veía poco, pues casi siempre estaba en cama. La recuerdo en pulcros pijamas de algodón caminando en silencio, observándonos desde el patio o fumando apoyada en las enormes entradas a las habitaciones. Era una luna de cabello canoso, sin cejas ni rubor, blanca y delgada como una columna de yeso. Parecía ser una parte de la arquitectura de La Quinta, igual de dañada y soberbia. Cuando se acercaba a charlar con nosotros nos robaba la cercanía. —¡Cuánto hubiera querido una hija! —me decía efusivamente— Me hubiera encantado una tan bonita, además. Yo intentaba ser educada y respondía con una ligera sonrisa. En ocasiones no lo lograba. Notaba que, mientras ella decía esto, miraba con un destello de desdén a su hijo. Su rostro se deformaba por una pasión intensa y, cuando estábamos en la sala de los espejos, sus rasgos eran diferentes. El lugar parecía reprochar todo el color de su cara y estiraba su sonrisa de manera macabra para tratar de arrancarle todo el carmín que había trazado con su labial barato. Los cristales amplificaban este efecto mostrando múltiples caras embrumadas. ¡Cómo admiraba la paciencia de Julio! ¡Cuánto lo recuerdo! Alegre, parecía un sol preparando la comida para su madre o administrando el poco dinero que les llegaba de la pensión. Explotaba en llanto en muchas menos ocasiones de las que hubieran sido justas, y me enorgullece haber estado en todas ellas para haber tratado de consolarlo. No me di cuenta en qué momento comenzamos a querernos. Tal vez fue cuando empezamos a besarnos, primero a manera de reto, después como vicio, o cuando lo miraba hablando absorto sobre la mecánica celeste y sus reflejos en las propiedades del alma y el destino. Lo cierto es que errábamos juntos en los azares del mar de nuestras emociones.
Eso fue hasta que empezó a faltar a clases de la nada. Al principio no le di mucha importancia, pensé que su madre habría tenido problemas. Como no tenían teléfono en casa sólo podía tratar de visitarlo, pero nadie me abría la puerta. Estaba largos minutos asomándome por los vidrios de sus ventanas, tratando de sorprender a la verdad que se escondía entre los espejos. Su ausencia me dolía, el abandono de sus charlas me torturaba. En una ocasión, sin embargo, Julio vino a visitarme. Verlo en ese estado me quitó de la mente toda la furia que tenía. Estaba demacrado, demasiado flaco y frágil. Hablaba emocionado, pero errático. Me decía que lo había logrado hace semanas, que había visto su futuro. Lo mencionaba como si aquello explicara su ausencia o su falta de cariño. Noté que su playera tenía un olor a sudor viejo y que su cabello estaba opaco por el cebo. —Aquella noche no pude distinguir muchos detalles porque no todo estaba alineado, pero lo logré, Verónica, comencé a domar la luz para que me mostrara un vistazo borroso de mi porvenir. Y justo hoy se acomodan las piezas del cielo para ver lo que me depara el tiempo —dijo con la cara de un fanático—. En esta ocasión podré verlo en su plenitud. Tienes que acompañarme a verlo. Le seguí el juego, le pedí que me mostrara su porvenir y los alcances de su ciencia. Me tomó del brazo y fuimos a La Quinta. Me gustaría decir que sólo accedí porque pensé que podía ayudarle a salir de ese estado, pero en el fondo, muy en mis adentros, me había convencido de que él podía realmente dominar el tiempo. Entramos a su casa en silencio. A lo lejos se veía la silueta de su madre, difuminada por la luz, paseando por el patio. No respondió a mi saludo. Julio robó una botella de vino de cocina para que la bebiéramos mientras hacíamos algo de tiempo. Hablamos como si nada hubiera ocurrido, como si él no hubiera bajado tantos kilos, como si su piel no portara hondas marcas de desvelos. Él parecía aferrarse a las ruinas de un cariño para sostener ese momento. Cuando se llegó la hora, adoptó una actitud solemne. La sala estaba limpia. No sé por qué pensé en un altar vacío, en los aires de un templo olvidado. Julio me dijo que me colocara frente al espejo más grande y antiguo,
el que tenía el marco de caoba. Él avanzó un par de pasos, lo tocó y empezó a trazar unos símbolos complejos con el dedo índice sobre su superficie. Él sudaba y temblaba, lo acariciaba tocando el dorso de su alma. Después de unos cuantos movimientos, se retiró un par de pasos. Al principio no comprendí lo que estaba pasando. La mente se aferra a verdades absolutas y simples para sobrevivir al mundo. Ver cómo una de éstas se rompe frente a tus ojos te desarma por completo. Así me sentí cuando nuestros reflejos comenzaron a distorsionarse, cuando una niebla espesa comenzó a gestarse en la superficie del espejo, borrando nuestra imagen y generando en medio del caos otra totalmente diferente. Me paralicé frente a la asimetría de los espacios. Me llené de ansiedad hasta desbordarme. Intenté explicar el cambio pensando que sería una broma de Julio, quise creer que él habría sustituido el cristal por una pantalla o que habría usado un truco igual de infantil. Intenté culpar al vino que habíamos bebido. Sin embargo, ver a Julio ahí, a mi lado, absorto en la visión y lleno de un fervor pagano, me hizo abandonar todas esas posibilidades. La bruma en el cristal fue ganando detalles con el tiempo, se alimentaba de mi miedo o de la fascinación de Julio. Estaba segura de que la escena era un espacio diferente de La Quinta, no la sala sino uno de los cuartos de grandes techos. El resto de las figuras seguían difusas, distinguía apenas un círculo carmesí y una elipse resplandeciente que me despertaban algo de repulsión. Ojalá así hubieran permanecido, sumergidas en la incertidumbre. Julio comenzó a hablar hilando las palabras sin pausas. Algo sobre la máscara del mundo, sobre el poder de los símbolos y de cómo él vivía en un cuerpo que sobraba. Yo estaba tan sorprendida que no intenté calmarlo. Él continuó por unos momentos vomitando las sílabas a través de su garganta, que sonaba seca y desgarrada. Cuando finalmente la bruma mostró la escena nítida, cuando había desterrado las dudas sobre el horror enmarcado por la caoba, no pude soportar más de aquel lugar, de la vista perdida de Julio. Salí corriendo en dirección a las rejas de hierro oxidado. Como en recuerdo del cariño que le había tenido, dudé por unos instantes y volteé para ver cómo se encontraba. Lo encontré hincado, en éxtasis; ni siquiera se había percatado de mi ausencia.
Ni en la calle ni en mi propia casa me sentí a salvo. Ni siquiera ahora, que ha pasado tanto tiempo, puedo olvidarme del dolor que provocó esa tarde. A veces, al momento de cerrar los ojos, todavía puedo observar lo que nos mostró el espejo, ya con todos los detalles: el futuro ineludible que le esperaba a Julio. Todavía distingo, entre la bruma, a la cabeza de Julio separada de su cuerpo, con sus cuencas vacías llorando sangre, a su cuello como un grifo goteante meciéndose tranquilamente y a la mano de su madre, blanca y pura, alzándola de los cabellos, agitándola mientras en la otra todavía portaba el cruel cuchillo empapado de los interiores de su hijo. A partir de ese momento evité La Quinta y a Julio. Cuando resultaba imposible pasar por ahí, sin embargo, no podía resistir a asomarme por sus enormes ventanas. Nunca lo veía a él, sólo a su madre paseando por el patio. A pesar de que tenía los ojos nublados y enfermos, había en ella algo de paz. Una paz aberrante y tétrica.
Marcos Macias Mier Nació en 1992 y actualmente reside en la Ciudad de México, México. Es físico y analista de datos, aunque dedica más tiempo a leer ciencia ficción y terror. Es colaborador de la revista digital De Facto y ha sido publicado en dos ocasiones en Penumbria. Lo puedes encontrar en su blog y en su twitter.
Beelzebufo ampinga Mi madre decía que podía ver entes que nadie más veía. Alguna vez conté que una criatura viscosa, parecida a un sapo, pero de proporciones descomunales y colores alucinantes, como el Beelzebufo ampinga un ser prehistórico tan grotesco que era capaz de hacer pasar por un bocadillo a las desdichadas crías dinosáuricas, estaba deambulando por la habitación y finalmente desapareció debajo de la cama. A mí esas historias me parecen tonterías, de esas que las madres cuentan sobre sus hijos para hacerlos parecer que tienen alguna gracia. A pesar de eso, siempre le he tenido temor a los entes y criaturas fantasmales. No me refiero a esas ideas que todos tenemos en la cabeza; verlos y salir corriendo como gacela, palidecer cual figurilla de porcelana, desmayar en lentos episodios o emitir un grito desgarrador y de locura. La idea que representan es lo que me atemoriza, saber que existe la posibilidad de que al morir no se termina todo. Para quienes estamos desencantados de la vida y que cada día es un suplicio mayúsculo, anhelamos la benevolencia de la muerte. La idea de ser un fantasma, criatura o ente por quien sabe cuántos eones verdaderamente resulta aterradora. Han pasado varios días y las disertaciones sobre las criaturas fantasmagóricas no salen de mi cabeza, se nutren cada noche en la oscura habitación de mi confinamiento. Alguna vez escuché que el sueño es imitación de la muerte. Quizá por ello necesito imperiosamente conciliarlo sin suerte alguna, puesto que una serie de ruidos de lo más rutinario, que hasta parecen una jugarreta de la naturaleza, me lo impide. Dentro de la gélida habitación y la más densa oscuridad el oído se aguza y me parece escuchar a lo lejos pasos que recorren el tejado, criaturas hurgando entre la basura, sapos croando estrepitosamente y perros aullando como si vieran aquello oculto a los ojos de los hombres. Después de horas en vela, finalmente logro dormitar un poco. Todo parece carecer de relevancia de no ser porque nadie más los escucha, sólo yo, por lo que, he comenzado a dudar de mi razón.
Cae la noche. En la penumbra de la habitación inicio el ritual nocturno antes de acostarme, pero algo ha cambiado. No lo noto de inmediato; mi cuerpo está comenzando a cubrirse de una capa lustrosa y viscosa, la grasa bajo la piel se torna en un amasijo amarillento que me hace recordar a las barras de jabón hinchadas por la humedad del agua, el vientre se empieza a abultar en proporciones descomunales. Trato de salir a trompicones, caigo y me arrastro por el suelo. La lluvia comienza a caer con una armonía hipnótica que me tranquiliza, sigo su llamado. No sé cómo salí de la casa, pero siento la lluvia refrescando mi cuerpo. Encuentro a ese antiguo ente de mi infancia, el Beelzebufo, acompañado de otros más. Comienzo a seguirlos en su andar, los perros aúllan desaforados a nuestro paso, nos perdemos en la bruma nocturna. Me encuentro en el pasillo frente a la entrada de la casa. No sé qué pasó, el silencio imperante en el ambiente parece perturbador. Estoy a punto de entrar, pero los rezos que provienen del interior me paralizan. Retrocedo, me voy con mis nuevos compañeros. Después de todo, esto es mejor de lo que pensé.
Angélica Valentín Jiutepec, Mor., México (1982). La lectura fantástica me buscó y me quedé con ella. Escritora de innumerables listas de pendientes. Economista y docente de profesión. “Todos tienen premio, todos”… En mi caso, ninguno. Facebook
Los girasoles Desde que tenía memoria, siempre habían vivido en esa casa. A sus escasos cinco años todo lo que recordaba de su tierna infancia se reducía al clima cálido y agradable que predominaba la mayor parte del año en aquel lugar. La imagen que sus ojitos miraban al alzarse de puntillas para alcanzar el borde de las ventanas siempre era la misma: los escarabajos irisados recorriendo las juntas exteriores de las vidrieras y la perpetuidad radiante de los girasoles; de ellos estaba cercada la propiedad, crecían en gran abundancia y espesor, cerrándose sobre la construcción en un idílico tanto como confortable abrazo. Dada la escasa actividad dentro del hogar y de los pocos habitantes que ahí se hallaban, el pequeño pasaba sus días contemplando el muro más amplio de la residencia, que se encontraba forrado de pequeños marcos, todos de madera de ébano, conteniendo fotografías de niños de su edad; al centro se encontraba dispuesta una pintura muy antigua que retrataba a la perfección la figura de su madre. Muchas veces dejó deslizarse las horas entre los recovecos de aquellos retratos, estudiando las facciones de cada uno, encontrando trazas de él mismo en ellos, ya que, por alguna razón que no entendía y que siempre preguntaba a su mamá, los integrantes de aquella singular galería compartían el mismo color verde tornasolado en su mirada. —Ya lo entenderás a su debido tiempo, mi solecito —le respondía ella, mimando sus rizos que descansaban grácilmente sobre su pequeña frente y que semejaban en tonalidad a los pétalos de las flores solares del exterior. Ella decía que la inocente belleza de la criaturita se parecía a la de los girasoles, por ello le llamaba con el cariñoso mote de “solecito”. Su mundo se concretaba a la convivencia diaria con su madre, que era una jovencísima dama de ojos oscuros y estrechos que no rondaba más allá de los veinte años de edad, de gran elegancia e infrecuente belleza. Invariablemente llevaba el cabello ceñido en un pulcro peinado alto que repartía destellos azabaches cuando salía en media mañana a recolectar flores para atiborrar los jarrones de porcelana de la sala. Algunos días, al caer la tarde, se le veía ataviada con una exquisita túnica color escarlata, bordada delicadamente con motivos de garzas; la mujer asemejaba a una hermosa estampa oriental antigua. Los días que usaba sus finos ropajes
coincidían con su ausencia en el piso superior de la morada, confinándose en el sótano hasta muy entrada la madrugada, hora en la que retornaba a sus aposentos mientras se reajustaba las ropas y se recomponía el peinado. Siempre volvía con un aspecto agotado pero satisfecho que combinaba con el febril rubor de la complexión casi virginal que su rostro conservaba. Aquella tarde, a medida que avanzaba el ocaso, el coro de cigarras empezaba a notarse en el exterior. El cuerpecito del pequeño buscaba refrescarse, ahogado por el extraño calor que nunca antes había sentido: las oleadas incandescentes le quemaban desde los huesos hasta la superficie de la piel. Para aliviar su malestar, y como era su costumbre, decidió bajar los escalones en busca del frescor que siempre ofrecen los sótanos. Pensó en entretenerse en el estrecho pasillo jugando con un gorgojo que siguió hasta el último escalón. Al final del corredor se encontraba una pesada puerta de madera, de la cual solo la mujer de la casa poseía medios para abrirla. Sin embargo, ese día el chico la encontró sin el cerrojo echado. El olor a humedad golpeó su sensible olfato en cuanto cruzó al interior, un hedor de capas de moho, acumuladas desde incalculable tiempo, se combinaba de forma nauseabundamente dulce con el olor a hierro característico de los fluidos hemáticos. Poco a poco sus ojos se fueron habituando a la penumbra casi completa. En aquel lugar solo existía una mínima fuente de luz, situada en lo alto de uno de los muros, que iluminaba el lugar con una luz ámbar, producto del sarroso y mugriento cristal empotrado en aquella pequeña ventana. Avanzó con la cautela de quien recorre el borde de una cornisa, con la diferencia de que a cada paso que daba la suela de sus delicados zapatos provocaba leves chasquidos al separarse del suelo pegajoso y negruzco. Cuando su vista logró adaptarse al maloliente entorno en el que se hallaba, las siluetas de varias palanganas enormes fueron fácilmente distinguibles, todas ellas del mismo material que los jarrones de la sala, bordeadas por festones carmesí que semejaban encaje oscuro sobre la prístina superficie. Al acercarse más a una de ellas, su pie tropezó con un objeto, produciendo un sonido seco al quebrarse bajo su peso. Le pareció que se trataba de una ramita seca de blancura extraña. Para
ese punto se encontraba a un atisbo del contenedor más inmediato, el fondo estaba cubierto por una gruesa y resquebrajada costra color marrón. Con curiosidad morbosa extendió la mano para tocar el inmundo material... Tuvo una desagradable sensación de arañas recorriéndole la nuca en cuanto sus deditos rozaron la sangre seca. Tras de sí, un estruendo sorpresivo se provocó al cierre del portón. Sintiendo que el corazón se le hundía hasta el estómago, giró sobre sí mismo, encontrando a su madre de pie junto al pórtico. —¡Mamá, tengo miedo! —chilló mientras corría para aferrarse a la falda carmesí. —No tengas miedo, mi pequeño. Te prometo que todo terminará muy pronto. Tomando la manita de su hijo, caminaron hacia el centro de la pieza, en donde se hallaba inscrito un extraño símbolo circular en el suelo. —Quédate aquí muy quieto, ¿harías eso por mamá, mi solecito? El nene hizo un gesto de afirmación. Los dorados mechones de su cabecita se le pegaban a la cara, producto de la intensa sudoración que deslizaba por todo su cuerpo. Apenas la mujer se alejó del brujeril círculo en el piso, un murmullo se manifestó en la habitación: un sonido de animal indistinguible, equiparable al rítmico sonsonete que emiten las castañuelas pero lleno de una repugnante humedad, parecido al de la faringe humana atestada de líquido. El querubín reconoció la procedencia de tan asqueroso sonido y levantó la mirada hacia el techo. Sostenido con sus flacas y espinosas patas, se encontraba un insecto de dimensiones exacerbadas. Los últimos rayos de luz de día que chocaban contra su exoesqueleto permitían apreciar toda la gama de matices de oro en su rígido caparazón. Su negra testa era pequeña en comparación con el resto del cuerpo aplanado y de ella sobresalían un par de facetadas orbes verdosas que se dirigieron al muchacho inmediatamente. Solo entonces fue obvio el origen del pequeño solecito, se reconoció a él mismo en la coloración de aquel bicho de ojos verdes iguales a los suyos, iguales al resto de las fotografías del muro. —Gracias, mi solecito, por darle a tu madre el regalo de otros cinco años de juventud. Ni bien la fémina terminó de decir aquella frase, cuando el cuerpo de su hijo comenzó a hincharse, exhibiendo en su tez un bochorno intensamente anormal. En breve las ligeras
ropas que lo cubrían cedieron ante la presión de su abdomen hinchado, se convertía en un ovillo sanguinolento. Sus cuencas escupieron violentamente las esmeraldas de sus ojos, las extremidades engordaron reventando la piel y, en un berrido de agudo dolor, su cuerpo reventó como un globo pinchado por un alfiler. En aquel charco infecto quedó un coleóptero del tamaño de un perro pequeño, que comenzó a arrastrarse hacia su progenitora. Ésta lo tomó en brazos y le arrancó de tajo una pata, depositándola en una de las palanganas. Hizo lo consiguiente con cada una de las extremidades, mientras el animalillo se retorcía al sentir la amputación de sus miembros. Con grácil movimiento del brazo, prosiguió a sacarle la cabeza como si de un girasol arrancado de la tierra se tratara. De la cabecilla emanó un cromático humor rubí, que sorbió frenéticamente. Procedió a destazar lo que restaba del cuerpo, repartiendo las vísceras en las palanganas dispuestas a su alrededor. Al concluir su labor tomó un puño de entrañas y las levantó en dirección a la creatura en el techo. —Gracias también a ti, amor mío, gracias por tantos retoños. El ente extendió una pinza para tomar el bocado, sin prestar atención a la tenue sonrisa que se formaba en los labios de la mujer, que acariciaba con ternura el lienzo de seda que cubría su propio vientre abultado.
Jocelyn Garay Flores Originaria de CDMX. Diseñadora de la Comunicación Gráfica de profesión, ilustradora ocasional, practicante del fino arte del karaoke, junkie de la música ochentera, aficionada desde niña al cine con temáticas oscuras, terroríficas y bizarras, darks de clóset, otaku por convicción. En constante experimentación y aprendizaje de diversos medios de expresión como lo son la música, la fotografía, el podcast, el art toy y en este caso la escritura, la cual realiza con fines lúdicos. Instagram / Twitter
La galería Entré a la tienda de antigüedades con la idea de encontrar un regalo. La fiesta de cumpleaños iniciaba en pocas horas y no quería llegar con las manos vacías, no iba a salir de ahí sin un buen detalle. El anticuario, de expresión serena, se presentó. Con movimientos lentos se abrió paso entre un par de mesas con adornos de cristal y me pidió que cerrara la puerta. —Hay objetos muy delicados que con la luz del sol podrían dañarse —añadió con voz parsimoniosa. Imitaciones de esculturas, máquinas de escribir, espejos y pinturas decoraban el interior de la tienda. El fulgor que desprendía una colección de lámparas era lo único que iluminaba el espacio; muchos de esos artículos se vendían a precios absurdos. —También tengo algunas curiosidades en la habitación de atrás. Quizás ahí encuentre lo que necesita. Me dirigí a la sección del fondo. Frascos con líquidos de colores, cráneos de animales, cofres y vasijas de distintos materiales; la mayoría cubiertos de polvo y desordenados. Era un escenario opuesto a los artículos que decoraban la sala principal. Eso definitivamente no era lo que buscaba. La única cosa que parecía tener un lugar asignado dentro de esa habitación era una galería fotográfica de retratos estilo Polaroid. La observé con detenimiento, era una colección de personajes variopintos, de todas las edades. Me divirtieron los gestos y muecas con las que posaban: un grupo de chicas que sostenía una lámpara, un hombre que presumía su nuevo sombrero, una anciana sonriendo con un prendedor en la mano, una joven con un collar muy llamativo, orgullosa de su adquisición. Todos denotaban algo de sorpresa en sus expresiones. —Son recuerdos de algunos clientes. Cuando alguien se lleva un objeto, me gusta atrapar ese instante. Le podría contar cada una de las historias de estas fotografías. Dígame, ¿qué va a llevarse usted? —interrumpió el anciano. Las palabras que pronunció el hombre me hicieron sentir comprometido para comprar
algún objeto, además se hacía tarde. Tomé una caja musical y me aseguré de que funcionara; la melodía que emitía era melancólica y hasta cierto punto hipnótica. El hombre tomó una vieja cámara que reposaba sobre una mesa. Pude notar la emoción en su rostro por la satisfacción de cerrar una venta —o eso creí—. Limpió el lente con sumo cuidado. Me enfocó y, antes de darme tiempo siquiera de prepararme, la luz del flash me deslumbró. Cuando mi vista se aclaró, sólo pude ver la estantería llena de frascos con líquidos de colores. Desde entonces permanezco aquí. Me es imposible moverme o apartar la mirada siquiera. Sólo veo y oigo. Esos sentidos activos son la única señal de que alguna vez estuve allá afuera. Trato de recordar qué fue lo que pasó, pero es en vano. A veces pienso que todo fue un sueño y en realidad nunca fui parte de ese mundo del que ahora sólo tengo recuerdos, que se desgastan como el papel en el que estoy estampado. Dos chicas, que se plantan frente a mí y frente a los demás, sonríen y cuchichean. Me gustaría saber cómo es mi expresión, parece que les causa gracia. Veo que eligieron un par de pulseras de jade. El anticuario toma la cámara de la mesa y les pide, con la misma voz amable de siempre, una fotografía. Las risas y las bromas inundan la pequeña habitación. La telaraña surte efecto una vez más y mientras las presas, incautas, muestran su nueva adquisición, el anticuario sonríe y, ansioso por ampliar su galería, presiona el disparador.
Jovany Cruz Flores (Pachuca, 1991). Se dedica a la producción de libros y revistas. Sus textos se han publicado en las revistas Algarabía niños, Cuadro (La Salle Pachuca), en “Maldito Vicio”, sección literaria delIndependiente de Hidalgo y la revista Penumbria. Estudió la Licenciatura en Diseño Gráfico en la UAEH. Como diseñador y coordinador editorial ha colaborado con diversas casas como Elementum, Algarabía, Penguin Random House, Selector y Secretaría de Cultura; además de publicaciones para IMSS, ISSSTE, INALI, entre otras; y para las revistas electrónicas El Comité 1973 y Letras Raras.
Ardentía Sólo una mujer despierta puede motivar la transformación de un muchacho mitad hombre y mitad reptil en un hombre. Nacho Martínez
La desazón se me escurre por los poros. Vislumbro un sauce que deplora sus hojas y engulle mis ganas de seguir despierta. Me deslumbra un ojo plañidero de aspecto cetrino, que enrojece los montes carmesíes y calcina con destellos tezontle los árboles. Sólo veo esculturas agrestes, de semblantes cruentos, que parecen observarme. Mis pies triscan con desesperación el sendero aterido, que parece infinito. Quiero alejarme y alcanzar el espliego palúdico, pero no puedo más que respirar diamantes punzantes, con esfuerzo voraz. Escucho dramáticas moscas danzando como carabelas que revolotean sobre algo… Despierto sobre un diván con bordados extraños. Me sobresalta la presencia de un cefaloide ornamental de ojos escarlatas, mejillas podridas y cabello azabache; respira como bestia galopante, incesante. Me inquieta su mirada torva y roja de náusea que dirige a la pared. Siento un plúmbeo sopor en el cuerpo. Mis piernas no me responden y mis osudas manos no se controlan. Las recuerdo adormecidas y tensas alrededor de una vértebra raquítica. —¿Qué es lo último que recuerdas? —inquiere el cefaloide. —Yo sólo estaba jugando con una escultura de terracota; aún no secaba… era húmeda, blanda y tan calentita que podía hundir mis dedos a través de ella —continúo, serena—. Tomé los juguetitos de acero, esos que parecen navajas miniatura (mi abuelo los llamaba estiques). Usé también un cincel curioso y le fui dando diversas formas: un momento fue castillo, luego un animal de testa feroz; pero pronto se volvió un ente repulsivo que me
atrapaba y me lastimaba, como si clavara agujas en mi mandíbula y en mis extremidades. Yo apretaba con más fuerza la masa amorfa, pero ella mordía fuerte, como si quisiera detenerme. De repente... ¡Crac! —exclamo— Esa cosa espantosa tronó, sonando tan estruendosa como el crepitar de las hojas secas a múltiples ecos. No recuerdo qué rompí… —formulé al fin. Ahora ella no está y ya no tengo con quién jugar. Sólo sé que allí donde había moscas danzantes, siempre se posa Aquerontia atropos, la polilla de la muerte, y que aquellos ojos rojos siempre vienen a verme.
Carla Angélica Martínez Meléndez Ciudad de México, 1991. Estudiante de artes plásticas en INBAL, poeta y músico. Apoya la idea de liberar el amor y las furias, en vida y en arte. Facebook: Angélica Astronauta Bronzuá.
El nido en el suelo Llegamos a la cabaña de los tíos abuelos a pasar el fin de semana. No esperaba encontrarlos en el tejado, probablemente hacían limpieza allá arriba Tía Elsa era menuda y un poco encorvada, su piel morena mostraba escasamente arrugas, el cabello blanco le salía como plumero de un chongo a medio caer. Tío Eduardo era alto y delgado, sus rasgos parecieron endurecer con los años, tenía ojos grandes y un puente nasal pronunciado que daba la impresión de que fuera un pico. Ellos no recibían invitados a menudo, el tiempo incluso parecía haberlos olvidado. —¡Hola, tíos! ¡Qué alegría verlos! —¡Hola, m’ijita, nos da mucho gusto que vinieran! En seguida bajamos. —¡Si tía, con cuidado! —No recuerdo que hubiera escaleras. —¡Ay, m’ijo, la última vez que te vi aún usabas pañales! Pasen, dejen sus mochilas. Vivían con sencillez, los muebles eran viejos y despedían el olor característico a madera fina, el cual competía con la humedad en el ambiente. Todo estaba impecable, tanto que parecía un escenario, como si nadie ahí utilizara un solo plato. Tío Eduardo comenzó a acarrear costales sosteniéndolos del nudo que los sellaba, Braulio se acomidió a ayudarle. —¡Tenía tantas ganas de verlos e ir a caminar juntos al bosque! —dije emocionada mientras me dirigía hacia el pequeño cuarto que estaba detrás de la antigua estufa de leña. Tía Elsa se veía contenta. —Les preparé una pequeña sorpresa, espero que Braulio no sea alérgico a los cacahuates. ¿Cómo han estado, díganme? —Ay, tía, tanto por contar y la vida que no alcanza. ¿Les parece si vamos a pasear y de camino los pongo al tanto? Dio un largo suspiro antes de contestar.
—Últimamente salimos para lo necesario nada más, pues los senderos se han vuelto peligrosos; supimos de visitantes que atravesaron la vertiente y no volvieron. Tío Eduardo cargaba el último costal fuera de la cabaña. —¿Ya ves, Má? ¡Mejor nos quedamos a descasar! Les insistí que nos acompañaran, sin embargo se resistieron. Tras discutirlo en privado, accedieron a que nosotros diéramos una vuelta, siempre y cuando fuera breve. Hicimos los arreglos necesarios, emprendimos el paseo hasta el arroyo. Al llegar nos instalamos para almorzar, habíamos traído un termo con café y panquecitos de zarzamora, tía Elsa nos dotó de una gran cantidad de barritas hechas de semillas. Le conté a Braulio sobre el último incendio que había consumido parte de la reserva, estaba de visita en aquél entonces, así que me tocó unirme a las brigadas para contener el fuego. —¡Ah, el incendio! —Sí, hijo, el que me dejó media pierna marcada por la quemadura. ¿Te cuento algo extraño que vi antes del incidente? —Braulio asintió intrigado. —Me alejé del grupo de apoyo porque me llamó la atención un área que se mantuvo intacta. Recuerdo el claro a través de la espesura del bosque, una circunferencia casi perfecta. Dentro había sombras que parecían bailar, nacían de la luz que se filtraba entre las copas más altas de los robles. Eran algo así como una barrera, pues la arbolada se detenía detrás de ellos. En medio había un nido abandonado en el suelo… ¡De este tamaño! —le dije extendiendo los brazos lo más que pude— Quizá más grande. Estaba hecho por ramas y hojas ennegrecidas que despedían un olor rancio. Me asomé con curiosidad. Escuché el crujir de unos pasos, pero no había nadie. Decidí reunirme con el resto de los brigadistas. A penas di un paso y sentí un aleteo en mi espalda. Volteé temerosa. Uno a uno fueron llegando cuervos que se posaban en el nido. Traté de alejarme, pero repentinamente una nube furiosa de aves me rodeaba, orillándome hasta llegar a un camino de fuego. Mi súplica de auxilio fue escuchada por las personas con las que venía, me llamaron y corrí hacia ellos, entonces me di cuenta que una parte de
mi pantalón ardía en llamas adhiriéndose a la piel —perdí la mirada en algún punto evocando el dolor. Entre el murmullo del agua creí percibir un chapoteo, comencé a inquietarme. Conversamos un rato más, después regresamos antes de que empezara a oscurecer; en el camino devoramos las últimas barritas de semillas. —¿Están buenas, verdad? Las prepara la tía, creo que aún hace trueque en el mercado con ellas. Llegando a la cabaña, tía Elsa nos esperaba afuera. —¿Cómo estuvo el paseo? ¿Quieren cenar algo? —Estamos muertos, tía, si no te importa creo que vamos directo a la cama. La seguimos al cuarto que acondicionaron. Nos deseó buenas noches y cerró la puerta con llave. Tenían esta costumbre desde que tengo memoria. Nos dormimos casi enseguida. En medio del sueño, una especie de graznido que venía de afuera me hizo saltar de aquella improvisada cama. Parecía como si alguien se asfixiara y con un alarido liberara su garganta. Me asomé por la ventana e intenté abrirla en vano. Una sombra reptante salió de entre el bosque, me quedé parada tras la abertura de las cortinas para tratar de distinguir qué era. Sentí un escozor en la mano, temí que en las cobijas viviera algún bicho ponzoñoso. En seguida oí pisadas en la hojarasca. Me pareció la figura de una ave enorme aproximándose, que, amenazante extendía sus alas. ¡De repente levantó el vuelo en picada hacia donde yo estaba! Ante la mirada de estupefacción, la sombra se reveló, mostrándose como otra ave que se lanzaba directo a la primera haciéndola colisionar muy cerca del vidrio. Mi grito despertó a Braulio quien encendió la lámpara del móvil de inmediato. Tras contarle lo que había pasado, se asomó sigilosamente. —¡No hay nada, Má! Trató de calmarme, palmeando sobre mi hombro. Me recosté. Él regresó a su saco de dormir. Luché por no cerrar los ojos, pero el cansancio me venció. Dormitaba cuando escuché el maldito graznido otra vez, comencé a sudar frío. Lentamente
unos pasos se arrastraban al otro lado de la puerta. Vi que el picaporte cedía ante una llave. Contuve el aliento antes de hablarle a Braulio… La voz de tía Elsa llamaba pausadamente. —Hijita, hijita… m’ija, perdona que te moleste tan temprano, pero tu tío despertó con un golpe en la cabeza y quiero que lo revise la huesera, parece que caminó dormido y tropezó con algo. —¡Los acompañamos, tía! —No es necesario, regresamos en un rato. Hay más barritas de semillas en la mesa, por si quieren —salieron deprisa dejándonos encerrados en la cabaña. Exploré el lugar, traté de abrir la puerta de la recámara de los tíos. Aunque no tenía picaporte, algo pesado la atrancaba por dentro. Fui a asomarme por la ventana que daba al porche. Estuve ahí un rato: ni un alma pasaba por ahí. Súbitamente un golpe seco se oyó en el techo. A continuación los pasos arrastrados de anoche arañaban ahora la techumbre. Casi al punto del colapso, fui corriendo por el móvil. Me di cuenta que no tenía señal. El ruido cesó. Me senté un momento en una de las sillas para recuperar la calma. Sentí curiosidad por la pequeña alacena, dentro solo había sacos con diferentes semillas y un tarro de miel seca. —¿Qué haces? —dijo Braulio, sorprendiéndome. —¡Me asustaste, hijo!, ¿Tienes hambre? —No realmente. Oye, ¿estás bien? ¿No habrás tenido una pesadilla? Sin contestar le mostré que no había señal de ninguna clase en el móvil. Hizo una mueca burlona de espanto. —Má, en los costales que sacamos ayer, había ramas, hojas y creo que plumas también. Lo sé porque uno de los nudos se desató, pero yo lo hice de nuevo —dijo rascándose en el brazo —Tienes ronchas, déjame ver. —Tú también, Má.
Sin pensarlo fui a revisar el colchón en el que dormí. La superficie era irregular, hurgué en las capas inferiores estaban rellenas con el mismo contenido de los costales. De repente sentí encima el hormigueo de los insectos que ahí vivían. Me sacudí con repulsión. Justo en ese momento la puerta principal se abrió. Los tíos habían regresado. Traían consigo diferentes frutas. Al tío Eduardo le escurría un ungüento marrón de la frente. —¿Cómo estás, tío? —No es nada —encendió el viejo radio, era un cajón de madera con una sola perilla. Me percaté que sus uñas eran largas y estaban llenas de tierra. Se sentó y comenzó a comer algunas bayas. La voz intermitente del locutor en la estación de radio local resonó por todo el lugar: … a las medidas de seguridad… emitidas … ayudantía del poblado de Santa Eulalia, …a las recientes desaparición… de personas, hacemos …a la población que no salga de… por la noche y evite las… despobladas del bosque. Desafortuna…. se registró… incidente. Se reporta el caso …vecinos, a quienes los …desde hace tres días. Cualquier información… —Van a tener que irse —dijo él abruptamente. —Pero, ¿y ustedes? También corren peligro. —No hay cabida para nosotros fuera de aquí, estaremos bien m’ija. ¿Quién podría querer algo con este par de viejos? Pero primero acérquense, no quiero que se vayan con el estómago vacío. Braulio y yo nos miramos uno al otro sorprendidos, sin embargo con cierto alivio. —Tía, les traje algo de ropa y dinero, espero les pueda servir. Nos acercamos a la mesa. En cambio tío Eduardo fue a pararse al porche. —Gracias, m’ijita —sonrió con rostro afable, los ojos se le humedecieron y con una mirada que calaba en lo más profundo, decía que la despedida era definitiva. Comimos en silencio. Quise advertirles sobre lo que pasó en la noche. —Tíos, no estoy segura, pero me pareció ver…
Tío Eduardo se volvió hacia donde estaba y muy alterado gritó: —¡Es época de cosecha, las creaturas de los alrededores se ponen inquietas, lo mejor es que se pongan a salvo! No volví a tocar el tema. Al terminar, tomamos nuestras cosas y salimos. —Cuida a tu mamá —ordenó el tío. Los abrazamos. Solo hasta entonces percibí un peculiar olor acre en ellos. Al alejarnos, Braulio se colocó los audífonos aprovechando lo que quedaba de batería en su dispositivo. Metros adelante, me detuve para ver la cabaña por última vez. Los tíos estaban sobre en el techo. Por un momento creí que era para despedirnos, pero para mi asombro vi que desplegaban unas enormes alas. Tío Eduardo miraba hacia arriba emitiendo aquel gorgoreo infernal.
Karla Arroyo Originaria de la Cd. de México, radica desde 2008 en la ciudad de Cuernavaca, Morelos. Diseñadora de la Comunicación Gráfica, egresada de la UAM-A. Ha participado en diversas antologías, derivadas de talleres de escritura de identidad y creativa. Es amante de contar historias, el café y los gatos.
Uno siempre vuelve al hogar Tiempo atrás, te mantuviste lejos del hogar y de mí. Nuestra relación se había visto afectada por intereses propios. Tomaste una decisión y tuve que afrontarla, con la soledad que ello conlleva, la larga espera, demasiado tiempo. Mi alma no soportaba, mi carne se consumía. Aquella tarde decidiste partir. Ninguna carta, mensaje o llamada. Esperé largo tiempo para estar juntos y, al fin, volviste. Estoy al tanto de tus actividades, no creas que me mantuve llorando en tu larga ausencia. Por instantes solía preguntarme las causas, me mantuve ocupada en transformar el encierro y la soledad en un aura de calma; reestructuré mi espíritu para cuando volvieras. Fue complicado al principio, una no nace sabiendo cómo mantener un hogar sin el hombre de la casa cerca. Por cierto, debo decirte que hubo algunas habitaciones en las cuales tuve que entrar para observar; espero no te molestes, estaba aburrida... Por las noches me ponía a escuchar a los vecinos, quienes hablaban de ti. “Hombre extraño y solitario”, “el que no dice nada”, “anda en malos pasos”. Tantas mortificaciones de gente que no te conocía. Hace poco adopté un gato. Me di cuenta que la situación se pondría difícil porque las lluvias nobles no se agolpan en la tierra, sino que penetran en los abruptos confines de abismos olvidados. El gato no pudo obviar la situación; no halló refugio, solo tu olvidado hogar y a mí, en el patio, resguardada debajo del pequeño techado. Se acercó a mí, empapado, débil y con hambre. Lo tomé entre mis brazos hasta que la lluvia cesó. La tranquilidad volvió y desde la ventana miramos al horizonte limpio que la naturaleza entregó. Si te molesta esto, debo recordarte la soledad e incertidumbre de mi persona sumida en ella. En tristeza se me iban los días. No sabía que volverías. Siempre volvemos al cómodo hogar, a nuestro sitio, a pesar de las vicisitudes. Tú tienes muchos, ya me he enterado. Hablaban de ti en las noticias. No puedes negar que eras de quien hablaban. Toda una celebridad en los medios. Y mis oídos recibían toda esa información. Una aversión hacia ti
comenzó a crecer… tuve que calmarme por instantes. Y volvía al patio, a mis deberes, junto al gato a pasar el tiempo. Tu presencia no era requerida en las noches de silencio, porque mi amigo aprendió a cantar en las limpias noches estrelladas. La comunidad se percató de ciertos detalles en la propiedad; corrían extraños susurros. Decidí algunos días mantenerme callada. El gato, inteligentemente, también lo hizo. La mente de los hombres teje teorías, crea hipótesis; lo podrido se vuelve un rumor. Nuestra comunidad está podrida. Un golpe en la puerta de la cocina me alertó una noche. Risas nerviosas de tres jóvenes y sus pasos débiles me hicieron levantarme. Por la ventana del patio podía verlos. Es extraño el comportamiento de una persona entregada a la oscuridad por diversión, sabe que no debe hacerlo, inconscientemente urde, paso a paso, cierto valor para entregarse a una zona desconocida. Entré por la puerta de atrás para asustarlos. Lo conseguí, desde ese día no han vuelto. Quise preguntarles si sabían de ti, pero no pude reconocer a ninguno. Dejaron algunas cosas tiradas, la puerta de la cocina se venció y me cuesta trabajo levantarla. Vienen anunciantes a dejar su propaganda en la puerta de la entrada. Hasta el día de hoy dejaron de hacerlo: el día en que has vuelto a nuestro hogar... Tu regreso no era un rumor creciente en mí, lo escuché hace días en todos los programas de radio y las noticias. Un destello verdoso en los cielos se presentó. Vorágine de tentáculos y enormes amasijos descendió a la tierra. Esa tarde, junto al gato, pudimos verlo desde el jardín. Al principio la incertidumbre destelló con una potencia explosiva y se expandió por todo el espacio. La gente, sumida en el temor, decidió quedarse en casa desde aquel suceso. Yo salí del espacio donde me dejaste. Las sigilosas noches pasaron a ser conciertos gatunos y gemidos de dolor humano. Gritos de terror atravesaron los confines de la comunidad. Los días fueron sigilos espaciosos. Temía por ti, quería que volvieras pronto. No podría concertar tu pérdida sin que antes volvieras a mi lado. Nunca creí llegar a materializarme de esta forma, la tremenda onda expansiva verdosa ayudó, en parte, a reestructurar mi cuerpo. Así me presento ante ti, en tu regreso.
Con mi vestido negro, en mortajas carmín, te espero. Disculpa que esté desalineada, el tiempo no trabaja nunca de buena forma nuestros cuerpos y menos cuando uno yace metros bajo tierra. Con el único brazo que me queda, acudo a ti. Vuelve a la eternidad conmigo, deambular por las calles, sin sentido alguno de la existencia. Así como tiempo atrás hiciste conmigo.
Jezreel Fuentes Franco Nací en el año de 1986 en la ahora nombrada Ciudad de México. Ingeniero en sistemas computacionales como profesión, pero amante de letras y la música por igual. He participado en Interpolitécnicos de lectura, declamación, cuento y poesía en el Instituto Politécnico Nacional, así como en la revista Sombra del aire, donde publico actualmente bajo el pseudónimo “Lord Crawen”. Amante de la literatura de horror, suspense, gótico y la novela gráfica, sin olvidar el cine del mismo corte.
Ánimas de la bruma El campamento se encontraba en una vigorosa actividad. Los preparativos para recibir al enemigo se venían concluyendo para el final de la tarde. La calma previa a la tormenta, como muchos otros la conocen. Indicaba que sería una larga noche. En la cena nos sentamos alrededor de la hoguera. Meditativos en el crepitar del fuego, una figura solemne se sentó junto a nosotros. El veterano que hacía de capitán intercambiaba algunas palabras flojas; viendo nuestro ánimo procedió a contarnos algunas historias. De todas ellas hubo una que nos envolvió de una atmosfera fría y tensa. Por instinto nos encogimos de hombros, inclinándonos levemente a él. Atentos a sus labios nos narró que hace ya tiempo en esta región los habitantes de un pueblo habían desaparecido, los cuerpos nunca fueron encontrados. Entre las descabelladas anécdotas de los sobrevivientes, había una en particular que guardaba una similitud con una experiencia que tuve en estas mismas tierras—dijo el capitán—, previo a la guerra participe en un grupo de rescate, fuimos un grupo de veinticinco, guiados por un local, nos adentramos al sombrío bosque. Mis compañeros fueron desapareciendo de uno en uno. Al darme cuenta de la situación decidí abandonarlos a su suerte, no fue una decisión fácil, pero su comportamiento errático y violento, fue el detonante para que los dejara. En mi huida logre encontrar su rastro, fresco como si hubieran desaparecido ese mismo día. Sus huellas daban a la ciénega, en otras circunstancias las hubiera seguido, pero ya había visto a buenos hombres caer en la locura, así que, como ya dije, los cuerpos de los colonos no fueron hallados. No pude evitar que se me escapara una sonrisa burlona, la cual hizo sacar de sus casillas al capitán. Puede que no creas las palabras de este viejo, joven William, pero por Dios les juro que no es superstición cuando les digo que en lo profundo de este bosque hay una esencia que te seduce con la voz, que te guía hasta una tierra pantanosa donde yacerás por el resto de tus días.
Por lo que mi sugerencia es que, si no quieren terminar como esos hombres, no se separen de su grupo. Acabado de decir esto, el capitán se levantó y nos deseó éxito en el campo de batalla. Al retirarse, los ahí presentes se miraron los unos a los otros, algunos, me incluyo, incrédulos, otros mostraban una desorbitada mirada, la cual, decía más que cualquier palabra. Antes de siquiera poder compartir alguna opinión, el clarín se alzó fuerte y claro. Abandonamos la fogata para ocupar nuestros puestos. De nuevo, el campamento se encontró en una vigorosa actividad. Todo intento por querer realizar algo heroico o valeroso seria infructuoso. Horrísonas bolas de plomo surcaban el cielo solo para resquebrajar el suelo. Bajo el ala de la noche las largas trompetas escupían sus destellantes lenguas de fuego con su carga buscando hundirse en el cuerpo de mis compañeros. Solté mi fusil, presa de los gritos y lamentos de los heridos. Di media vuelta y, como si todos fuéramos parte de un mismo enjambre, salimos corriendo. No alcancé a llegar a lo que equivaldrían quince yardas, cuando mis zapatos se volvieron más y más pesados. Ese barro escarlata se aferraba a mi calzado para que fuera mi tumba. No había de otra si quería salir vivo: me tenía que deshacer de ese par de botas. Fue ahí que se me presentó el momento de escapar y dejar atrás todas esas ideas fantasiosas de la milicia. Una liguera brisa acaricio mi nuca y un momento después susurró mi nombre. —Ven —volví a escuchar ese llamado desde las profundidades del bosque y, cual hechizo, mis pasos se encaminaron hacia la arboleda, apenas distinguible por su contorno más oscuro que el resto del paisaje. El estrepitoso casco de los garañones imperiales irrumpió el ambiente, buscando a su próxima víctima, siendo yo el más cercano en su búsqueda. Salí corriendo lo más rápido que pude, ignorando todo dolor que sentían las plantas de mis pies y a pesar de que mis pulmones ardían como brasas de ahuates… No busqué un descanso. Paré al momento en el que mi boca quedó seca y de cada centímetro de mi piel emanaba vapor. Ya no se oían los vigorosos caballos. Estaba ahí solo en la penumbra del bosque de
donde había escuchado aquel llamado, pero, por extraño que parezca, pese aquel suceso y a las deformes figuras de los árboles, me sentía más seguro que afuera en el prado. Si ponía la adecuada atención, podía escuchar a lo lejos el caos que reinaba en el campo de batalla. Tan pronto el ritmo de mi corazón volvió a la normalidad, caminé lo suficiente para no prestarle atención a aquel fragor que se iría debilitando hasta desvanecerse. ¿No es extraño?, desde hace unas horas he estado caminando y la fatiga aún no se hace presente… ¡Y no se trata de un paseo por el parque! Es un recorrido nocturno por un bosque, con pumas y osos. ¿Cómo puede ser que aun sabiendo eso mi mente se sienta tan tranquila?, ¿Seria que el viejo tendría razón? El chapoteo ocasional de las ranas me sacó de escena. Alrededor las, gramíneas dificultaban la vista. —Ven. Ese gorjeo retumbó a lo largo de mi cabeza. Pese a su naturaleza plumífera, resultaba imposible que un zanate imitase la voz propia del hombre. Ahí estaba, cual bulto negro, posando sobre una rama. Su largo pico se abrió sólo para confirmar mi incredulidad. Alrededor de ella se figuraban destellos de fuegos fatuos, cuyo brillo dejó entre ver, ocultos entre el fango y las hierbas, los cuerpos hinchados y deformes de aquellos colonos que perecieron seducidos por la voz de la ciénega. El engendro con plumas volvió a chillar y alcé la mirada… —Ven. A unas horas antes del amanecer, de nuevo ese susurro en la brisa me invitó a seguirlo. Aunque sentía mi cuerpo cansado, al escuchar esas palabras cada fibra de mi cuerpo fue tirada como si el viento fuese mi titiritero. En el caminar hacia el valle lo vi, una forma voluptuosa albina de textura etérea reptando entre las copas de los árboles, pausada y a merced de la corriente. De algún modo, pese a la distancia, escuchaba mi nombre provenir de eso. Seguí bajando al valle…
A lo lejos, como láminas de oro, el reflejo del agua brillaba, tintineando de entre las ramas. Aunque hermosa la escena no guardaba más que un mortal y oscuro final. Entre más bajaba, aves de diferentes especies posaban y producían palabras algunas entendibles otras con un extraño graznar. —William —miraba hacia atrás. —Ven —miraba para arriba. —William —miraba a la izquierda. —Este es tu fin —miré sobre mi hombro. —¡Cállense! Grité con cólera, desgarrándome la garganta en el proceso. —Te maldigo, viejo, tú y tus malditas historias —con voz áspera apenas pude terminar aquella oración. Las aves se marcharon. Después, de entre los arbustos salió un camarada herido de su brazo; caminaba más lento que yo. Intenté hablarle, pero no salía ningún sonido de mi boca. El aullido de los perros de caza nos sacó del insólito encuentro. Volví a recobrar la autonomía de mis extremidades. Tomé a mi compañero y salimos corriendo lo más rápido que pudimos. Aunque, no había señal de esa masa blancuzca o de las odiosas hurracas, sabía que ahora tendría que preocuparme por los perros que seguramente ya tendrían nuestro rastro y seria cuestión de tiempo hasta que nos atraparan. Habíamos dejado un considerable tramo entre los cazadores y nosotros. Antes de continuar, traté de buscar algo de comer para recobrar las energías. Mi compañero, de nombre Adelphos, me comentó que las fuerzas enemigas habían llegado hasta el campamento y que en el caos salió corriendo al bosque con el objetivo de sobrevivir, pero que en la huida recibió un disparo perdido y que sin un tratamiento adecuado sus posibilidades de vivir un día más serian bajas. Quiso increpar cuál era mi excusa para estar en el paraje de abetos y arces, así que decidí contarle todo. La situación en la que nos veíamos inmersos provocó que no le diéramos importancia a nuestras diferencias ideológicas.
Continuamos hacia donde había visto las charcas de la ciénega. Por más que sentía el peligro, me seducía a llegar a esas tierras. Constantemente teníamos a los canes pisándonos los talones. El estrés de tenerlos tan cerca, la falta de sueño y la falta de nuestras necesidades fisiológicas hacia mella en nuestros sentidos. Donde había una roca, nuestra vista la confundía con una persona. Hasta llegamos a confundir la textura del suelo, de masa dura y estable, con algo esponjoso y húmedo. El atardecer abrió paso a la noche. Ya no sólo se escuchaban los perros sino también el sonido de sus amos: ese sucio lenguaje característico de su gente. Sin más que hacer, nos escondimos entre la hierba alta. Tomamos un palo y piedras para defendernos, pero caímos rendidos. Nuestros cuerpos no respondían más. El sonido de esa misteriosa ave otra vez, el susurro de mi nombre en el viento. Los perros pasaron de ladrar a aullar para finalmente dejar caer un sonido de lamento. Luego un grito por parte de los dueños y un silencio casi sepulcral. Mis sentidos se iban apagando. Lo último que vi fue la masa blanca nublando mi vista. El graznido de las aves me despertó. Al ver a mi alrededor, noté que todos estaban casi enterrados en el suelo, como si la ciénega los reclamara. Adelphos tenía una extraña marca en el pecho. Inmerso ante aquella escena, no vi las siluetas que se formaban con la neblina. Esos ojos amarillos y brillantes como lámparas mirándome. Sentía cómo la vida se me escapaba. La bruma tomaba rostros humanos, de animales como los perros que nos habían perseguido, de las aves, de todo lo que cayera en su interior. Como el vientre de una serpiente, se iban reflejando las formas de los distintos cuerpos. No hice nada, mi cuerpo dejó de responder y mi alma formaría parte de esta bruma de ánimas.
Luis Ángel Bores Gómez Nació en Cuernavaca, Morelos, en el año de 1995. Biólogo de formación, su admiración por la naturaleza lo llevó a la ficción en búsqueda de nuevos mundos que descubrir.
Asfixia Ante la enorme claridad que apesadumbraban sus ojos y cobijada bajo una bóveda que parecía estrujar y aprisionar cada vez más sus nervios, se desplegaba ante sus ojos un espectáculo por demás escabroso: resucitada al ocaso, la naturaleza se manifestaba a través una especie de danza macabra. Entre murmullos que sonaban como si el pasado batiera una puerta decrépita que por siglos estuvo cerrada, parecía que se iban vaticinando entre los árboles la llegada una terrible maldad, puesto que no solo hablaban sino que entre las ramas y hojas de los árboles se engendraban rostros de horror, desesperación y dolor. Ella, sin embargo, ignoró por completo aquella mortal admonición y volvió a meter sus pensamientos en el fúnebre ataúd de su memoria. Horas después de estar en el mismo estado contemplando directamente al vacío de su alma, él tocó la puerta al fin. Con pies desesperados se abalanzó sobre él. Ha esperado prácticamente siglos comprimidos en latidos. Por un instante sintió la voz del allegado como arañazos en una superficie rasposa, casi intolerable. —Nunca había caminado sobre noche tan oscura, mis ojos jamás estuvieron tan lúgubres —dijo él y ella pareció no escucharlo. Habrían esperado dos años más si hubieran anticipado la tempestad que parecía azotar aquella noche, de no ser porque ya habían permanecido avasallados por las murallas del conflicto, donde las horas se convertían en días y luego en interminables inviernos. Armonizando con la acalorada conversación, el clima de la habitación y la tempestad de afuera se sintieron calmar y ambos se abrigaron en ella. El ambiente casi simulaba una estación completamente diferente, una primavera florecía por las esquinas de la cabaña y los envolvía. Conforme iban acercándose tanto en espíritu como en sustancia después de dos horas que les había parecido efímeras, la atmósfera poco a poco comenzó a incomodarla de sobremanera. La temperatura de su cuerpo fue bajando tan fugazmente que casi moría intentando comprenderlo.
La vista le traicionaba, o al menos eso quería creer, y se sintió desvanecer pero no sin antes ver cómo sus pasiones hundían los dientes en sus mejillas y lentamente la sangre de su desesperación y agobio comenzaron a tornarse en horribles tentáculos, viscosos, húmedos y rojizos que la asfixiaban. Lo que unos momentos atrás había sido su amante, se transmutó en una gruesa masa de lo que parecía un aglutinado de sesos grisáceos de distintos tamaños y especies; consistencia que la invitaba a repelerlo y a aproximarse al mismo tiempo. Antes de que pudiera reaccionar, éste se elevó a lo más alto y la miró con unos ojos, o más bien con 2 huecos transparentes, que la atravesaron hasta la hendidura más insondable de su alma puritana, causándole un tremendo vuelco. Después la grotesca aparición se escabulló por la ventana y se esfumó detrás de un árbol, como si se fuera a la naturaleza, de donde pertenecía, o al inframundo, de donde había escapado. Desde entonces, cada vez que se acordaba de aquella noche todo su cuerpo sentía una pesadez, una masa oscura inundaba su ser y obstruía sus venas. El abatimiento continuamente la obligaba a buscar su reflejo en cualquier superficie que le permitiera cerciorarse, con impugnación, como su alma era paulatinamente devorada y deglutida como vísceras mortíferas por la aberración y conformándose así, una fracción de él.
Natalia Olvera Nació en 1996 en Tepic, Nayarit, México. Estudió Comunicación y Medios en la Universidad Autónoma de Nayarit. Actualmente en busca de sí misma, le encanta aprender cosas nuevas, ayudar a los demás mediante voluntariados, la literatura y el cine.
Fragmentos de espejo Hipersomnio. Cuando era niño, en uno de los oxidados barrotes en la verja de la unidad habitacional donde resido aún, se encontraba la entrada, hilada de onirias y profunda en oscuridad, al recinto de una araña parda. Parálisis. A veces, puedo sentir el peso infinito de una pila de fiambres sin edad, sin memoria, sin rostro, sin voz... que me hunde en el sofoco del túmulo o cama. Sueño. Me hice fanático de la tejedora de refracciones, como tal, hube de servirle en la recolecta de insectos que después abandonaba a su suerte entre sus hilos mortuorios. Las víctimas poco a poco rendían la convulsión y el etéreo plañido del arpa, libación de la agonía, despojaba de las profundidades del sueño, o la muerte, ocho ojos de araña. Mi recompensa llegaría por la noche. Pesadilla. Afuera llueve, caen gotas de lluvia seguidas de su onomatopeya plaf plaf, colisionan con la ventana abierta y dentro del cuarto sin luz y resbalan al abismo. Ya no sé si duermo o estoy despierto. El grito yace desmembrado en mi pecho. Restos de una oniria muerta fluyen por mi oído. Alguien más está en el cuarto. Catalepsia. La araña viene todas las noches a robar mis sueños. Me tiene vedada su picadura, disfruta mi poca o nula disposición en defensa de mis mundos alternos. Se posa en el canal auditivo y espera, cuestión de minutos, que una pesadilla o un sueño se acerquen incautos a la superficie. El movimiento frenético de sus palpos es señal de que ha elegido alguno. Lanza su red y teje a su arbitrio la fábula que paraliza a su presa. Las arañas han corrompido a la muerte, le tentaron con el sueño. Coma. Me levanto del lecho. El sinsabor desciende por mi lengua, habita en la calina. La lluvia y su alud se precipitan silentes. Enciendo un cigarrillo, me gusta el absurdo. “Isn’t it good to be lost in the wood?/Isn’t it bad so quiet there, in the wood?” No olvido la presencia del visitante nocturno. Me mira, siendo sombra, desde una silla al margen de la ventana. Mi sentido de la vista se aguza. Va dibujando en la oscuridad el rostro, la torcida mueca del idiota, de aquél que me mira sin ojos. Dice: “La puerta está cerrada con llave. La ventana está abierta. Sal por la ventana”. Hundo mi mano en sus cabellos negros y en grotesca
zarabanda salimos por la ventana y caemos en un giro eterno, a su vez naufragio en los abismos del océano que se abren para dejar escapar una luz que fluye y reviste mis ojos de fulgor... Plaf plaf, gotas de lluvia resuenan en el pavimento, el reflujo corre por la avenida para encontrarse con un pletórico rastro de sangre que guía al cuerpo inerte de un desconocido y su cráneo abierto como un lirio que florece. A su lado, yacen los destrozos de un espejo.
Rodrigo Osorio Extinto D.F., 1990. Estudia la carrera de Creación Literaria en la UACM. Cambió la costumbre, enraizada en la infancia, de esconderse en armarios e imaginar historias en la oscuridad, por la de recolectar palabras de libros y charlas y guardarlas en la entraña de un cajón, una vez germinadas, las deja crecer en Word.
Los niños desaparecidos Se decía que los dueños de la Mansión Benavides se aparecían de noche, que al interior de la vivienda se oían risas, que se escuchaban ruidos de cubiertos, botellas y el choque de copas y también que una orquesta entonaba boleros, tangos y swing. Algunas personas decían que se apreciaban aullidos y lamentos. Beto nos contó que una noche desde la ventana de su casa vio a una mujer vestida de negro, usaba sombrero de felpa. Lo que más le llamó la atención fue su rostro carcomido, sin piel, sin ojos… sólo tenía dos huecos en la cara. Al ver que estaba siendo observada, la mujer lo llamó con su dedo índice. Menospreciamos su revelación: le dijimos que no viera tantas películas de terror y nos reímos a carcajadas sueltas. Cuando cumplimos 15 años estábamos a punto de terminar la secundaria. Era octubre, había luna llena. Decidimos entrar a la vieja casona para saber si en verdad en ese inmueble se encontraba el hermano de Enrique. Algunos vecinos aseguraban que lo habían visto jugar en el jardín de la casa. Otros, en cambio, afirmaban que en esa casa había jóvenes que reclutaban para realizar trabajos nocturnos, pues por las noches salían jóvenes en motociclistas con mochilas al hombro y al regresar un guardia en la entrada la revisaba para comprobar que estuviera vacía, que en verdad hubieran entregado la mercancía. También aseguraban que una vez que se entraba a la mansión, difícilmente se lograba salir, que el ambiente te atrapaba y te proporcionaba una sensación de confort, de bienestar. Los cuatro amigos crecimos juntos, íbamos a la misma escuela y no faltábamos a ninguno de nuestros cumpleaños: éramos los primeros en llegar y los últimos en abandonar la fiesta. Enrique era el líder del grupo. Se comportaba como si fuera el hermano mayor: nos protegía, nos cuidaba y nos daba consejos. A Beto le decíamos Teddy, el osito de peluche. Siempre lo veíamos disfrutar de sus platillos favoritos: hamburguesas y pizza.
Eduardo era un valemadres. Su mamá lo castigaba muy seguido porque no estudiaba, no hacía la tarea y en el colegio la mandaban a llamar a cada rato por su comportamiento. Yo, en cambio, era muy introvertido. Me gustaba leer, pero comics de vampiros y de extraterrestres. La escuela nunca fue mi lugar favorito, me agradaba estar con mis amigos. Esa noche el primero en saltar la barda fue Eduardo, pues era el más grande de estatura y de edad. Después lo hizo Enrique y en seguida salté yo, sin problema alguno. Beto estaba indeciso en venir con nosotros; al saltar, se atoró la playera con una estaca de la puerta y empezó a gritar desesperado que lo ayudáramos a bajar. Eduardo se subió a la barda, lo sujetó de atrás del pantalón y lo jaló hacia arriba, para desprenderlo del metal. Una vez adentro, nos dirigimos hacia la puerta de la casa. En ese instante sentimos escalofríos y un extraño viento gélido envolvió nuestros cuerpos. Desde la ventana del segundo piso extrañas miradas nos observaban. Sentíamos cómo unos ojos extraños examinaban cada uno de nuestros movimientos, las pulsaciones del corazón trabajaban de manera acelerada, la segregación de saliva que pasábamos por la garganta la sentíamos amarga, percibíamos cómo la sangre de nuestro cuerpo subía y bajaba, los pies estaban helados, como si fueran dos bloques de hielo y las manos se encontraban sudorosas. Miramos fijamente hacia la ventana del segundo piso, tratando de descubrir a alguien entre las cortinas, pero no logramos identificar a nadie. Giramos la perilla y se abrió la puerta. Enrique sacó de su mochila una lámpara de pilas y alumbró en diferentes direcciones. Logramos ver entre sombras muebles rotos, completamente destartalados y con mucho polvo, cortinas deshiladas, cuadros de pinturas en el suelo, floreros rotos y paredes descarapeladas (en algunas hasta se notaban los ladrillos). Había cuadros que proyectaban a personas con rostros mutilados; algunos sin ojos, con hocico de lobo y con sangre en los labios; otros mostraban fisonomías que eran una mezcla entre animales salvajes y humanos. Nos llamó la atención un cuadro que llevaba un letrero que decía “Gral. Alberto Cuenca de los Montero, 1968”. Lo miramos fijamente y para nuestro asombro tenía un solo ojo en la frente, además de hocico y orejas de lobo. En ese mismo cuadro estaban inscritas
unas palabras que otorgaba el gobierno de la República gracias a la lealtad y patriotismo mostrado durante su carrera militar, fechada en octubre de 1968. Mi tía me platicó que, por el mes de octubre de ese año, ella era estudiante de medicina y que su novio estudiaba ingeniería en la UNAM. La invitó a una marcha estudiantil, pero ella no quiso ir. Al otro día, entre sus amigos se corría la voz que el ejército había entrado a la Universidad a apaciguar las protestas de los jóvenes que pedían mayor apertura democrática. Algunos terminaron en la cárcel de Lecumberri; otros, heridos y muertos. De su novio nunca supo nada, como si se lo hubiera tragado la tierra. Entre los muebles de la sala se encontraba un estante con un compendio de fotografías en exhibición. Enrique nos alumbró para que pudiéramos verlas. —¡Mira, mira quién está aquí! —comentó Enrique— Es el hermano de Luis. —Dicen que murió en un accidente de auto —precisó Eduardo. —Eduardo, mira, wey, ¿quién está aquí? —Beto estaba muy sorprendido con la imagen. —¿Quién? —preguntó desinteresadamente Eduardo. —Tu carnal, es tu hermano. —No manches, chaparro, a ver —miró la imagen y dijo:— No es, pero se parece. Además, mi hermano murió de tifoidea, eso me dijo mi jefa. Mientras mirábamos las fotos, se escucharon carcajadas y voces que provenían de un cuarto cerrado. —¿Escucharon? —pregunté. —¿Qué? No escuché nada —me reclamó Beto—. Estás nervioso, tranquilízate. —Mira, Lalo, mira, tu carnal está con el hermano de Luis —Quique insistía, trataba de convencerlo de que viera que en verdad era su hermano. —Están en el campamento de Camomila. Le está echando el brazo, para la foto. —Oye, Quique, ¿este no es el papá de Lulú? —preguntó Beto. —¿Cuál?... Sí, es su jefe. Pero él se fue a trabajar fuera de aquí, ¿no? —Bueno, eso fue lo que ella me dijo en una ocasión en la escuela, incluso dice que le envía dinero y ropa…
—Beto, Beto, mira, aquí está tu tía —dijo Quique. —A ver, sí, sí es ella —el pequeño Beto no daba crédito de que su pariente estuviera en una foto, pues tenía años que no la veía. —Mi mamá me dijo que se fue de la casa y que nunca se supo nada de ella. Creo que murió de cáncer. Nos quedamos pensativos, había fotos de personas de las que por alguna u otra razón no se sabía nada. Eduardo había vuelto a ver a su hermano, al menos en una fotografía. Su madre sostuvo todo el tiempo que una tarde salió a pedalear su bicicleta al parque y nunca regresó a casa, que tuvo un accidente automovilístico y que cuando lo trasladaron al hospital no aguantó más y murió. Quique se quedó pensativo, sus ojos se aguaron y su ceño se frunció; un notorio dolor de nostalgia invadió su alma y estaban a punto de aflorar las lágrimas. Se llevó las manos a los ojos, como si tratara de detenerlas. En ese instante recordé a mi tía Micaela. Los viernes en la tarde acudía al Parque de las almas a reuniones con los vecinos para tratar el asunto de familiares desaparecidos, incluso redactaron una carta para el Secretario de Seguridad Pública y al Gobernador, pero nunca tuvieron éxito. Una ocasión le pregunté a qué iba a esas reuniones, si ella no tenía vela en el asunto. Se me quedó viendo y me dijo: —Es para apoyar a nuestros vecinos, uno nunca sabe qué pueda pasar, Mijo. Los convencí de que siguiéramos recorriendo la casa, mientras nos hacíamos la misma pregunta: ¿qué hacían esas fotos ahí? Algunos pensábamos que posiblemente eran de algún fotógrafo profesional o de un coleccionista de fotos; un despistado anticuario aficionado a tomar fotografías. Las paredes estaban húmedas, como si estuvieran llorando. Los pisos de madera rechinaban; temíamos que al caminar el piso se hundiera, se desplomara por completo. Nuestros pasos estaban acompañados por sonidos de insectos que se alojaban entre las rendijas
El olor a humedad era muy penetrante y a cada momento estornudábamos, aunque el olor a muerto era lo que más nos hostigaba. Caminábamos y se escuchaban pasos alternos, como si nos estuvieran siguiendo. Nos detuvimos un instante. Quique alumbró en dirección recta, para saber por dónde deberíamos continuar. En la pared de enfrente se proyectaron unas gigantes sombras que reflejaban unas orejas puntiagudas, manos grandes con afiladas uñas y hocico de lobo. Nos quedamos mudos. En algún momento creímos que era el reflejo de nuestras sombras. Eduardo empezó a mover las manos para ver si las sombras seguían sus movimientos y no fue así. Al ver que no eran nuestras sombras, Beto se orinó en los pantalones. —¡Mejor vámonos! Ya vimos muchas cosas raras —insistió Beto. —Aguanta gordo, ahorita nos vamos —traté de calmarlo, pero fue en vano. Se dio media vuelta y se fue por donde habíamos venido, a oscuras. Le pedí a Enrique que lo alumbrara para que encontrara la puerta de salida. Seguimos caminando pegaditos los tres; sentíamos la fricción de nuestras rodillas chocando unas con otras, las manos nos sudaban. Cuando llegamos a la puerta del comedor, se abrió como si nos estuvieran esperando. Entramos temblando de miedo. Entre negruras logramos percibir a individuos sentados en un comedor de doce sillas. Se encendieron unas largas velas y una orquesta empezó a deleitarnos con una salsa. Algunos invitados se pararon a bailar. Los caballeros elegantemente portaban trajes frac y otros uniformes de militar, de los cuales colgaban medallas. Las damas cubrían sus cuerpos con bellos vestidos largos; usaban hermosos anillos, elegantes pulseras y finas gargantillas de piedras preciosas. Todos se divertían y bromeaban. Lo que nos dejó atónitos fue que sus rostros estaban mutilados: sin piel, sin ojos, con dientes y cabello desaliñado… desfigurados. En algunos invitados se derramaba de la cara un líquido viscoso, verde y espumoso que daba la impresión de vómito. Otros tenían ojos colgantes, de los cuales se alimentaban gusanos y pequeños insectos. De este banquete también disfrutaban unas alimañas que se devoraban los labios y el cuello de una dama. De los platillos de la mesa sólo quedaban restos: migajas de pan, carne putrefacta, panecillos bañados de un líquido
rojo (no sabíamos si era salsa de jitomate o sangre). En una budinera de aluminio había una especie de crema de color amarillo ocre parecida al puré de papa. En una charola había frutas deshidratas, que ya sólo eran cáscaras. Entre los comensales se encontraba una mujer con algunos pedazos de piel en la cara, que pequeños gusanos engullían. Sus finas facciones mostraban que en otra vida había sido una mujer guapa y usaba un vestido de seda con una pashmina que la hacía verse como princesa de algún cuento de hadas. Eduardo se le quedó viendo fijamente. —Yo la he visto antes. Esa mujer es… En una de las paredes se encontraba recargada una bicicleta. —Esa bici es de mi hermano —Enrique la reconoció de inmediato. En uno de los extremos de la mesa estaba un hombre que portaba el uniforme de gala que usan los militares en eventos especiales. Era el mismo viejo de la fotografía que habíamos visto en la sala. De aproximadamente unos sesenta años, su cabello era una madeja de hilos blancos y le colgaban algunos pedazos (más bien retazos) de piel en la cara, que estaban siendo engullidos por un roedor. Abría y cerraba los ojos como una serpiente; destellaban lumbre En cuanto nos vio nos invitó a pasar. —Los estábamos esperando. Las risas se suspendieron, los músicos dejaron de tocar. Las miradas de los comensales se volcaron hacia nosotros. En ese instante se propagó un silencio total. —A partir de hoy, estos lugares serán los de ustedes —indicó señalando unas sillas que no estaban ocupadas—. Bienvenidos, pónganse cómodos: quiero que se sientan como en casa. Las risas regresaron, convertidas en estrepitosas carcajadas que se propagaban cada vez más con mayor intensidad. Nos sentamos en el comedor. Un inmenso hormigueo recorría nuestras manos y brazos. Nuestros cuerpos empezaron a mimetizarse. Las orejas de Enrique se alargaban y una sensación de dolor en su rostro se reflejó cuando frunció el ceño; su boca se transformaba
en una larga trompa con colmillos afilados de los cuales se desprendía una baba. Me quedé sorprendido al ver cómo sus manos se cubrían de pelambre. Quique estaba tan sorprendido que empezó a tocarse con sus peludas manos partes de su cuerpo. Desde su ronco pecho emitía sonidos guturales parecidos a los de un lobo. Aún no dejaba de sorprenderme de los cambios de mi amigo, cuando vi que de mis dedos se desprendía agujas afiladas. Los botones de mi camisa se desprendieron y todo mi cuerpo se empezó a cubrir de pelos. El estómago se me revolvió y arrojé un líquido verde lechoso. De inmediato las ratas se disputaron el manjar. Al verlas disfrutar de ese desecho orgánico, me levanté de la mesa y le pedí a un cadavérico mesero que me indicara en dónde se encontraba el baño. La mayoría de los invitados estaban ebrios y borrachos. Aproveché para escapar, para alejarme de ese lugar que me provocaba una sensación de asco. Caminé hacia la salida de la casa y fui a dar a la parte trasera de la casona. Encontré una puerta. Pensé que era una salida secreta. La abrí y bajé una escalera. La flama de una fogata alumbraba el lugar. Era un espacio frío y empecé a titiritar. Olía a orines y a humedad, que me provocaba estornudos estrepitosos. El piso estaba manchado de color rojo ocre; me daba la impresión que era sangre que se había secado e impregnado en el suelo. En ese lugar semi oscuro encontré una mesa de madera con grilletes a los extremos. Restos de vísceras y pedazos de carne estaba encima de ella. En ese instante tuve una sensación en mis oídos y escuché gritos de auxilio; voces juveniles que aclamaban piedad ante el dolor. Mis oídos eran una caja de resonancia de lamentos humanos. Miré hacia el techo y noté una trabe de metal que sostenía una polea de la cual colgaba una cadena. Me hizo recordar una serie en la televisión donde unos sicarios castigaban a sus víctimas, las colgaban de una gruesa cadena cuando los familiares no querían pagar el rescate. Así lo pensé cuando vi que colgaba de la cadena el cuerpo de una mujer desnuda con el rostro cercenado. Se notaba que había sido torturada, pues tenía quemaduras de cigarro en las piernas. Me impresionó el gigante mueble de madera en la que una guillotina bañadas de sangre presumía sus afiladas cuchillas.
El lugar me sofocó, no sé si fue porque subí las escaleras o porque lo que había visto me había impresionado demasiado. Finalmente encontré la puerta principal. Corrí hacía ella, pero mis piernas se tambalearon de tanta tensión y estuve a punto de tropezar con una piedra. Como pude salté la barda y me alejé corriendo de la casona. Cuando hay luna llena en el mes de octubre regreso al mismo lugar que nos sentábamos cuando éramos adolescentes. Miro hacia las ventanas de la casa con la esperanza de ver a mis amigos de la infancia. A Beto nunca lo volví a ver. Sus familiares lo dieron por desaparecido. A veces creo que no logró salir de la casona. En mi desesperación por saber de ellos golpeo con una moneda la reja con la intención de que alguien salga y me de noticias de mis amigos, Pero el único que me responde es el silencio, un silencio que quema hasta los huesos.
Carlos Alfonso Galicia Pineda Oriundo de la Ciudad de México, arraigado en Morelos. Egresado de la Carrera de Ciencias Políticas y Administración Pública de la UNAM. Profesor de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos. Apasionado de la literatura.