PENUMBRIA – TRES
Julio, 2012
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ÍNDICE
TORRE DE JOHAN RUDISBROECK / editorial … 5 TIENDA DE ANTIGÜEDADES DEL PERVERSO MEFISTO / cuentos Buenas noches, Mercedes / Rodrigo Murguía …7 En la oscuridad, en la nieve / Pok Manero …10 Mal entendido / Patricia K. Olivera …11 Acetenic / Miguel Antonio Lupián Soto …13 Octavo pecado / Mauricio Absalón …14 Bajo la lluvia / Manuel Buendía Estrada …17 Los descendientes / Javier Angulo …19 La protectora / Diana Beláustegui …22 Familias / David Rubio Esquivel …24 Argelia / Dante Vázquez …26 Veo a la luna mala elevarse / Bernardo Monroy …28 #Microhorror / Ana Paula Rumualdo …32 Ágatha / Alfredo Cervantes Guzmán …32 Crónica de una invasión inadvertida / Alfonso Treviño …36 Sara y el dragón / Alejandra Elena Gámez Pándura…39 AUTÓMATAS / colaboradores …42
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TORRE DE JOHAN RUDISBROECK
Bienvenido al número TRES (aunque en realidad es la cuarta antología: comenzamos con CERO). En este número reconocerás a varios autómatas que mes con mes intentan romper tu realidad y a otros de recién ingreso que pedirás que regresen. En la tienda de antigüedades del perverso Mefisto encontrarás fantasmas que no te dejarán dormir y películas de horror donde tú serás el protagonista. Atestiguarás un crimen de ficticia pasión y un tributo a la magia de la Cineteca. Te tentará la desesperanza y la droga de las nuevas generaciones. Enloquecerás cuando los muebles cobren vida. Ingerirás tres pastillas de horror. Familias disfuncionales, madres sobreprotectoras. Te enamorarás de dos chicas misteriosas: Argelia y Ágatha. Y te sorprenderán los hombres-lobo del bajío, los invasores de planetas impensados y los dragones golpeadores. Agradezco a todos los autómatas por compartirnos su talento e imaginación, y te recuerdo que estas antologías son mensuales, por lo que esperamos verte pronto por acá. Así que, una vez más, te invito a que cruces el pantano verdinegro, rasgues la cortina de zarzas y tomes el empalme de los gnomos.
Miguel Lupián Director RP
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TIENDA DE ANTIGÜEDADES DEL PERVERSO MEFISTO
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BUENAS NOCHES, MERCEDES Rodrigo Murguía
Dos noches seguidas sin poder dormir y el tiempo va pasando inquieto sin detenerse. Por lo menos ya siento algo de modorra por todo el cuerpo y la cabeza se me va de lado al tratar de leer. A ver si ya acostándome consigo reposar por algunas horas. Se me hace rara esta falta de sueño, si todo lo que tengo que hacer durante el día es cuidar de los niños y tener listos los alimentos a la hora en que Agustín sale y regresa a la casa del trabajo, en sí no hay motivos para que esté tensa o intranquila. Si alguna vez llegué a estar preocupada por algo ese tiempo ya pasó, y si siento algo de angustia, esta se queda ahí adentro, hasta que se va confundiendo con todos los demás sentimientos. Esta noche es luminosa, ya ni las sombras pueden asustarme. Juana, Margarita y Pablo duermen en su cuarto, Agustín ya no debe tardar en llegar. La luna debe verse enorme en el jardín, pero si se me ocurre salir para allá el poco sueño que tengo se me espantará. Un poco de agua para apagar el calor que se cuela hasta adentro de la casa y que no tiene para cuando salir, por aquí anda mi vaso, ya medio vacío. Me aburro al contemplar las aspas del ventilador inmóviles allá en el techo, inservibles desde hace ya muchos años. Voy a quedarme dormida contemplando la luz que entra por entre las cortinas. Llevo dos días pensando sin parar en lo que ha sido para mí todo este tiempo, cuidando del lugar como si fuera yo la única ánima que lo habita, aunque sé bien que no es así. Se me ha dado bien criar a los niños, el tiempo se pasa más rápido viéndolos crecer. ¿Qué más podría yo pedir? Siempre consigues justo lo que te mereces. La vista de la calle es agradable, pero allá afuera nunca pasa nada emocionante, poca gente y pocos autos. Vivimos en una calle muy solitaria, alejada del tumulto y la gran ciudad. La noche se deja caer nítida por todo el cielo. Me quito las
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sábanas y permanezco recostada con el cuerpo sudoroso por este calor que no se marcha. A veces se me hace cansado el pasar tanto tiempo aquí dentro, pero la verdad creo que ya estoy acostumbrada, ¿para qué ponerse a sufrir? He pasado mi vida entera en esta casa, hasta he llegado a creerme que salir a la calle involucra algo de riesgo, aunque después de tanto pensarlo yo no puedo ver ningún peligro, como me dice él que lo hay. Miro toda mi vida como un profundo sueño que va transcurriendo a través de inmensas nubes rosadas de vapor. Ya qué más da, este es mi destino y he conseguido aprender a vivirlo, esperando a que algún día pase no sé qué cosa, alguna señal, un cambio. La verdad cuando los niños crezcan no sé lo que irá a suceder. Al único que Agustín quiere y llega a sacar alguna vez a la calle es a Pablo, que es su favorito. Las mujeres no le serviremos más que para cuidarlo y divertirlo. Yo ya no soporto vivir envuelta en este aroma cargado de humedad muriente por todos lados, colándose desde las paredes que se van descascarando y se quedan llenas de moho como la soledad, mi soledad. Pero qué puedo hacer, nada en realidad. Es imposible salir de aquí. Se va haciendo más tarde. Hoy me dijo que no lo esperara para la hora de la cena, pero de todos modos no me gusta que llegue hasta que amanece, ya está más grande y al mismo tiempo siento a veces que no va a regresar nunca, que nos va a dejar aquí abandonados, encerrados. Pero quién soy para decirle lo que tiene que hacer, y de todos modos él sólo me habla para regañarme que porque no sé hacer bien las cosas, para eso y para lo de siempre, ahí sí que hace como si se portara bien conmigo, se pone su máscara de neutralidad para disfrutar de mi persona. Antes era cada noche, ahora ya me ha ido haciendo a un lado, debe estar aburrido de mí. Escucho a Juanita llorando desde su cuarto, tendré que apresurarme para que no despierte a sus hermanos y luego me sea imposible consolarlos a los tres juntos. Los pasillos de esta casa se ponen cada vez más negros en la penumbra, dan una cierta tensión que podría hacerme reventar los nervios. Ya, ya, nena, aquí está tu mamá, tranquila. Me siento contemplada por los fantasmas que se revuelcan por entre los rincones de las paredes azules, mis únicos amigos. Canto una rápida canción de cuna que me ayude a dormir a la niña y al mismo tiempo me haga comprender lo que ha sido de mi vida, que buena falta me hace sentirme a mí misma vibrando desde muy adentro en esta tenue melodía que sale de mi garganta y se cuela entre las motas de polvo y la herrumbre.
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Pablo se despierta y me mira desde su cama, pregunta si ya nos podemos dormir. Ya, en un momento vamos a estar todos bien dormidos. La niña está emberrinchada por estarse conmigo y no quiere soltarse de mis brazos. Desde el exterior se cuela un silencio que pasa vibrando en el aire humedecido. Esta noche ya ha sido demasiado larga. Platicaré otro rato con mis fantasmas usando la voz de mis pensamientos. Me dirán que todo está bien, que esta casa es justo el sitio que debo de ocupar, por siempre, para cuidar de ellos y para alimentarlos con mi suave perfume de flores. Dicen que no tengo por qué sentir dolor o remordimientos. La tristeza ya nunca me acompaña, es un hueco que ha ido cerrándoseme en el pecho dejando su portentosa cicatriz. No tengo a donde ir, pero vale la pena vivir así, he podido llegar a entenderlo todo, retirando las vendas de mis ojos, mi misión es algo así como la de mantener un jarrón lleno de flores en el centro del salón, preservándolo por encima del tiempo, cambiando las flores calladas cada vez que terminan de morir. Se escucha la puerta de la calle azotar en el centro de la noche. Juana ya se volvió a quedar dormida y salgo de su habitación a toda prisa. ¡Mercedes! Viene subiendo lentamente las escaleras, deteniéndose en el descanso para prenderse un cigarrillo, levanta su mirada vanidosa para dejarla suspendida sobre mí al tiempo que la casa se va quedando fría por un momento. Mercedes, buenas noches. Lo espero inmóvil donde termina la escalera. Los fantasmas descienden desde las paredes para rodearme y sonreírme acariciándome los brazos y los cabellos. Agustín no puede verlos, sólo a mi me pertenecen. Agustín alcanza la planta alta echándome el humo del medio cigarrillo que trae entre los dedos y avanza sacudiéndose los blancos cabellos. Ahora la noche es un recuerdo enredándoseme entre los pensamientos. Me toma por un hombro con su mano helada y su rostro va acercándose al mío cargado de un aliento de piedra. Me abraza de pronto con mucha fuerza, sin querer soltarme para que yo haga como que escapo hacia el único lugar posible, hacia dentro de mí. No puedo siquiera levantar los brazos para corresponderle. Por fin me suelta y se arregla el cuello de la camisa y el saco lleno de pelusa. Se despide de mí quitándome el peso de su mirada y avanza a su habitación hasta el fondo del corredor. La puerta se abre y se cierra estrepitosa, lo puedo escuchar quitándose los zapatos. La noche se acaba y el calor vuelve otra vez como si nada. Recorro el pasillo vacío y me meto en mi roído cuarto. Me desnudo y me acuesto entre las sábanas húmedas bajo la luz de la luna que se cae desde la ventana. Dos noches seguidas sin poder dormir, llenas de fantasmas que se anuncian con quejidos sofocados en el encierro de esta casa, para
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dejarme escuchar el sonido de la pistola rugiendo desde la habitación que queda al final del pasillo.
EN LA OSCURIDAD, EN LA NIEVE Pok Manero
Estás en medio de la oscuridad. ¿Estás soñando? De repente, luz. Imágenes frente a ti. Una pantalla de cine. Estás viendo una película de horror. Es una slasher movie de los 80, aunque no ubicas cuál, no es una de las más famosas. En la pantalla se ve una camioneta estacionada a la orilla de una carretera. Hay nieve a ambos lados del camino. Un hombre baja del vehículo para hacer uso de un teléfono público. En el asiento del copiloto hay una mujer sentada, esperando. Una sombra se aproxima a ella desde fuera, tú sabes que es el asesino aunque no lo puedes ver. La cámara regresa a la caseta telefónica, donde el hombre ha terminado su llamada. Se escucha un golpe, un cristal roto. Tú sabes que la mujer acaba de morir. El hombre está platicando con alguien más y llama a la mujer, te enteras que era su esposa. La mujer no responde. La cámara muestra al hombre de espaldas, viendo hacia la parte de atrás de la camioneta. Nadie sale de la misma, así que él insiste. Como su mujer sigue sin responder, él se acerca a la ventana y empieza a gritar al verla muerta. Corte a una toma en primera persona viendo al cadáver a través de la ventana rota. Se distingue cómo el hombre sale corriendo en medio de gritos despavoridos. Curiosamente, no hay ni una gota de sangre, pero tú sabes que la mujer está muerta. Su boca está muy abierta, su mirada perdida, su piel muy pálida. De repente, percibes que su boca se mueve un poco, casi imperceptiblemente. Te quejas de estar
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viendo una película tan mala (siempre has odiado cuando se nota el movimiento de la respiración de un supuesto cadáver o cosas similares), pero no fue un error, la muerta se vuelve a mover. Esta vez cierra la boca por completo. Se incorpora del asiento. El conductor está sentado junto a ella, al parecer no se percató del asesinato ni de los gritos. La mujer extiende su brazo derecho, introduce su mano en la boca del chofer y extrae su lengua. Empieza a devorarla. Escuchas gritos, pero esta vez son los tuyos. En realidad no te esperabas lo que está pasando y sientes miedo. Pero también sientes frío. La nieve te rodea. Ya no estás en una sala de cine, sino justo afuera de la camioneta. La muerta, con su mirada aún perdida, masticando la lengua de su víctima, baja lentamente del vehículo. Tú intentas retroceder, pero tropiezas y caes de espaldas sobre la nieve blanca. Ella se aproxima lentamente a ti. Por más que lo intentas, no puedes moverte, no puedes dejar de gritar, no puedes cerrar tu boca por más que ves que su mano se acerca lentamente a su interior. Sientes sus fríos dedos rozar tu lengua mientras vuelves a gritar. Y todo es oscuridad nuevamente.
MAL ENTENDIDO Patricia K. Olivera
Se consideró uxoricida confeso el día en que la vio con él; ese día, firmó su sentencia de muerte. Llevaba tiempo sin tragarse que sólo eran amigos. Cada día la espiaba sin que ella se percatara. Sabía cada uno de sus movimientos, la hora y el día de cada una de sus salidas. Su perfume lo enloquecía cada vez que se le acercaba y le sonreía de esa forma tan inocente, como si realmente estuviera convencida de que podía engañarlo. Esos labios de sonrisa fácil le parecían atrevidos, carentes de toda decencia; lo mismo que
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ese movimiento de la mano para echarse el largo cabello hacía atrás, que dejaba en evidencia su busto bien formado. Sí, era inequívoco: ella era seductora y pecadora. El día que la siguió hasta un barrio obrero, no imaginó que el desenlace sería fatal. Nunca se había vestido de esa forma tan provocativa para él, con ese vestido liviano de colores rojizos y esas sandalias de tiritas y tacos altos; la noche de verano era ideal para llevar ese atuendo. El movimiento sensual de sus caderas al caminar por la vereda, provocando la mirada deseosa de los hombres que se la cruzaban, aumentaba por momentos la ira en su interior. Su alma sangraba de rabia e impotencia, ella le pertenecía y lo estaba engañando. Armándose de paciencia se dispuso a aguardar fuera de la casa a la que la muchacha había entrado hacía unos momentos, luego de que el otro le abriera y la recibiera con un abrazo y un largo beso. Desde las sombras, donde se resguardaba desde hacia unas horas, se sentía a salvo de los ojos de la poca gente que pasaba por allí a esas horas. Observaba la casa con los labios y los puños apretados, imaginando lo que sucedía allí dentro; con la vista fija en la ventana, donde distinguía apenas un débil resplandor tras las cortinas, creía ver los cuerpos desnudos enredados en la cama. Ahora, mientras enfoca con lentitud la cara de la mujer que lo mira con terror y asco, ve que es él mismo quien la está sometiendo con furia y rabia ―ni siquiera puede pensar en cómo llegó hasta allí―; le tapa la boca, sin dejar de moverse y gozándola al fin, dejando que la rabia se diluya en el deseo y la pasión lasciva que lo consumen desde que la conoció. Sonríe con ojos de enajenado cuando mira el cadáver degollado del otro que yace en el piso, junto a la cama, en medio de un abundante charco de sangre. Se excita más y sus movimientos se aceleran al mismo tiempo que aumentan sus jadeos y sus gemidos. Ella lo mira con terror, llorando en silencio, sintiéndolo dentro de ella y en el asqueroso movimiento sobre su cuerpo; respira con dificultad porque una de sus manos le sellan con violencia la boca, obligándola a contemplar el cuerpo sin vida del hombre con el que estaba a punto de casarse. El violento orgasmo culmina en un obsceno grito de él y en el último aliento de ella, cuando la cuchilla se clava en el centro de su pecho desnudo en ese mismo instante. Los vecinos nunca entendieron lo que sucedió con ese muchacho que trabajaba en el supermercado de la esquina. Lo conocían desde niño y jamás se imaginaron que sería capaz de un acto tan aberrante como ese. La chica era clienta habitual y hacía cinco
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años que se había mudado al barrio, todos sabían que estaba muy enamorada de su novio y que pronto se casarían. Ella siempre fue amable y comprensiva con el empleado, aun sabiendo que era algo lento de entendimiento; incluso el día que le propuso matrimonio ella fingió que lo aceptaba para no parecer cruel… En sus momentos de lucidez, el homicida balbucea que era su esposa y que le fue infiel…
ACETENIC Miguel Antonio Lupián Soto
Luis Augusto entró en la oficina cargando una caja de cartón. Metió en ella los objetos personales que fue encontrando: libros, fotografías, una botella de whisky a medio terminar. Nunca imaginó que la magia se acabaría. Hace más de cuarenta años se maravilló ante aquel pequeño rectángulo colocado en lo más alto de la sala. De él se proyectaba un haz de luz que se transformaba en imágenes al llegar a la pantalla. Magia, sí, y Luis Augusto quería ser un mago. Le dio un trago a la botella de whisky, revisó la hora en el reloj que se ajustaba a la muñeca de su mano izquierda y se asomó a la ventana. Era como cualquier otro lunes de otoño por la mañana: un viento gris arrebatándole las hojas rojizas a los árboles. Al fondo del estacionamiento, las bestias demoledoras dormían. Las facciones duras del rostro de Luis Augusto se suavizaron al descolgar de la pared el reconocimiento que le otorgaron por sus veinticinco años de servicio. Pidió trabajo en la CINETECA cuando no fue aceptado en la escuela de cine. Comenzó en la taquilla, luego en la dulcería. Ascendió a asistente de proyección y finalmente a proyeccionista: el cácaro, el mago.
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Abrió la puerta que se encontraba detrás del escritorio. Rollos de película galvanizados sobre estantes que iban de piso a techo. Las imágenes representativas de cada película se proyectaron en la mente de Luis Augusto con el simple roce de sus dedos. Las facciones duras regresaron a su rostro. Las delicadas cajas de sueños terminarían entre los toscos dientes de las bestias demoledoras. Merecen un mejor final, pensó. Retiró del bolsillo de su chaqueta un encendedor. Lo mantuvo en sus manos por segundos, minutos, deseando que todo fuera un sueño, una película. Un haz de luz se proyectó detrás de uno de los estantes iluminando el almacén. Todo se tornó brillante, deslumbrante. Un círculo rojizo se formó en la esquina, una quemadura de cigarro que se expandió hasta convertirse en un gran anillo de fuego. Escuchó un traqueteo que le recordó el sonido de un proyector al terminarse el rollo de película. Después, la oscuridad. Luis Augusto abrió los ojos. Todo se veía normal. Giró su brazo izquierdo para revisar la hora pero descubrió que ahora el reloj se ajustaba a la muñeca de su mano derecha. Abandonó corriendo el almacén, la oficina. Se plantó a mitad del estacionamiento. Las bestias demoledoras ronroneaban saliendo de su camorra. Luis Augusto levantó la mirada. Allá en lo alto se erguía majestuosamente el letrero que le daba la bienvenida a los cinéfilos. Leyó en voz alta: ACETENIC. Regresó a la oficina con una sonrisa en el rostro. Después de todo, la magia no se había acabado.
OCTAVO PECADO Mauricio Absalón
Más prudente y seguro hubiese sido cimentar la clasificación sobre los actos habituales del ser humano, así como también sobre los que ejecuta ocasionalmente, siempre ocasionalmente, que no sobre la hipótesis de que la Divinidad lo obliga a ejecutarlos. Edgar Allan Poe (El demonio de la perversidad)
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Café está bien, gracias, y termino la idea: Dicen que el amor es algo que no puede explicarse. Esto es porque cada quien tiene un concepto diferente y porque al final, la visión del amor tangible sirve para no caer en la desesperación. ¿Te gustan sus senos firmes y las nalgas redondas? ¿Te parece dulce y acogedora? Lo que quieres es aparearte, animal. ¿Admiras su inteligencia y capacidad de análisis? Lo que quieres es masturbarte a cuatro manos, ególatra. Si tuviera ligeramente desviada la nariz, oliera un tanto diferente o su risa fuera más estruendosa, no sentirías lo mismo y, aun los defectos que le conoces sirven para asimilar los propios. Mientras nada cambie, estás atrapado. Genética y psicología, ¿amor? Es un eufemismo para la mezcla del deseo con el miedo. Sí, miedo. Con ella jugué al póker; mis manos abiertas y las suyas cerradas. Desarmado de mentiras mostré la nobleza del que oculta la realidad anteponiendo hechos ciertos; la exquisita representación de la mentira en la tibia intimidad de la verdad desnuda. Dejé que falseara con suspiros calculados y miradas insinuadoras. Dejé que viera un yo arrebatado por ínfimas posibilidades, alegre en ensoñaciones y deseos altos, virtuosos. Luego, por unas horas, tuve la oportunidad real. Descuida, debes escuchar hasta el final. Es el miedo motor de la gente y no el amor; el miedo es real. No temer a la trampa terrible es primordial para sobrevivir. Hay que dejarse caer en las trampas y desde ahí elaborar escapatorias dignas de Houdini, Ulises o Dante. Lo horripilante es la posibilidad de caer en el infierno, no el hecho consumado de pertenecer a las llamas. Sabiendo esto, casi siempre se gana. ¡Ya sé que no piensas igual! Trato de convencerme, no convencerte. Meses transcurridos en profundas charlas donde uno va dejando hilos sin enhebrar y abstracciones simbólicas; arquetipos y deseos velados tras el lenguaje corporal y los tonos inocentes de una voz confidente. Luego, uno de los hablantes cae en cuenta de la "verdad" que siempre estuvo frente a sus ojos, elabora ideas "propias" y construye definiciones en derredor de lo que quiere, desea, anhela. El otro hablante, en cambio, lee y aprovecha el momento en que la manipulación ha surtido efecto. La última plática en su departamento, fue una soga que se enredó durante horas sobre una estaca hundida en arenas viejas. Una soga nudosa de tristeza y melancolía que oprimía el tórax de ambos en un abrazo mortal. Tú lo quieres, él tal vez no te quiera, sabes que yo te quiero, tú me quieres un poco. Parece triste, ¿no? Sólo para quién cree que esto se trata de tristeza. Ella creía sentirse triste; en realidad tenía
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miedo. Miedo de la posibilidad del rechazo que, si bien conocía, siempre había estado del lado del que rechaza. Viejas fotos en sepia de alegrías pasadas, canciones alegóricas a la soledad, lecturas de autores románticos y un brindis por los éxitos laborales crearon la sensación de vacío que yo estaba buscando. Nos quedamos callados un rato; después me miró y quiso que le dijera algo que llenara el silencio que tras plagar la habitación, comenzó a buscar debajo de su piel. Me levanté a la cocina, pretextando la necesidad de un cuchillo para untar el pan que compartíamos. Quería comenzar mi discurso de espaldas, luego, en un acto de total planificación, acercarme lento, mirando apenas, demostrando en mi camino hacia el sillón que no había nada que temer, que yo estaba ahí. Por alguna razón oculta en las oscuridades de mi mente, el cuchillo que tomé era, por mucho, más apropiado para cortar un gran trozo de carne que para untar de mantequilla un pan. Lo blandí de un lado a otro en mi discurso de convencimiento y ella no apartó la mirada aterrada del instrumento de cocina. Tardé en darme cuenta que cada palabra dicha carecía de significado, tardé tanto como los trenes que llegan para recoger a nadie. Incluso cuando dejó que me sentara entre sus piernas, incluso cuando aproximé mi aliento al suyo, no solté el cuchillo. Me detuve. No te alarmes. Salí de ahí sin intenciones de regresar; escapé tan rápido que me llevé el cuchillo encerrado en un puño. ¿Recuerdas que mencioné que mientras nada cambie, se permanece atrapado? Bueno, su miedo cambió. Y eso es más contundente que el aroma del cabello o los centímetros de cintura. Cambió su miedo a la soledad por miedo a mí y de pronto, así, dejó de interesarme. Por eso vengo aquí, ¿sabes? Verás: Últimamente he perdido el interés en muchas cosas y, como un salvavidas, interesarme en este asunto me salvó de ahogarme. ¿Sabes por qué eliminaron el octavo pecado de la lista de capitales? Mentira que sea lo mismo que la Soberbia. Si la gente identifica el Desperatio, puede luchar contra él. Desconocerlo los lleva a las iglesias en manadas. Pero yo necesito volver a interesarme y, tras meditarlo mucho, sé lo que debo hacer. Sabes que eres ese él del que hablamos ella y yo, ahora sé que también estás... ¿enamorado? de ella. ¿Logras vislumbrar mi plan? ¡Calma! Es sólo un cuchillo... sí, el mismo. Resulta poético, ¿no? Entiende, no tengo nada contra ti, incluso, te aprecio un poco, pero... Necesito su miedo de vuelta: necesito que le tema a estar sola y no a mí. Necesito su desesperanza más que la mía.
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BAJO LA LLUVIA Manuel Buendía Estrada
Alfonso tenía la costumbre de pasear por esas calles angostas donde, sobre las aceras, se exhibía gran variedad de artículos viejos y olvidados; iba con la cabeza gacha, parecía no poner atención en lo que lo rodeaba, mas era suficiente un olor o un sonido para adivinar un reloj de cuerda, la radio de bulbos, el baúl de madera roída o la vajilla de porcelana desgastada. Los ecos apenas perceptibles de sus pasos eran las notas de una sinfonía que, mucho tiempo atrás, había empezado a escribirse; esa tarde, como tantas otras, no presentaba ninguna variación… pero apareció ella. “Amor a primera vista”, hubiera pensado, si no fuera un hombre ya entrado en años y ella una silla. Para su sorpresa, el precio tratado fue menor al que esperaba. Pudo haber pagado un taxi de regreso, pero decidió caminar. Su departamento estaba un poco lejos y, aunque ella era un poco pesada, no logró mermar su regocijo. Al llegar, lo primero que hizo fue buscarle un lugar adecuado: el estudio era perfecto. Estaría con ella la mayor parte del tiempo, además era la habitación contigua a su recámara, lo que le permitiría estar al pendiente. Pasó el resto de la tarde junto a ella (¿o debería decir: sobre?); estaba tan cómodo, parecía una parte más de su espalda o como si él estuviera hecho de madera. La noche lo atrapó leyendo, pensando o nada más sentado con la vista perdida, acariciando sus delicados brazos; era tan suave. Durante las primeras veladas se esforzó por mantenerse despierto; no quería alejarse ni un momento de su silla. En las siguientes fue cada vez más difícil no cerrar los ojos; lograba espantar el sueño cambiando de posición: ya subía los pies, echaba la cabeza a un lado o se desparramaba sobre ella. A la mañana del quinto día la despensa se terminó. Alfonso decidió ir en busca de lo necesario para aguantar otra temporada; la separación no fue fácil.
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Regresó pasado el medio día, cuando el hambre y el cansancio casi lo derribaban, aunque, al final de cuentas, el sueño fue su verdugo. Apenas hubo cerrado la puerta de la alacena, que había movido al estudio, caminó como autómata a su habitación y se tiró a la cama. —¡Deténganlo, deténganlo! —sus mismos gritos lo despertaron. Escudriñó los rincones de la habitación; aferraba las manos a su cara para cerciorarse de que aún estaba en su lugar: había soñado que una extraña figura quería arrebatársela; por más que Alfonso intentó defenderse no logró detener el ataque. Se tranquilizó al ver su cara reflejada en el espejo del frente. Su cabello estaba despeinado. Al prender la luz, las ojeras le parecieron más profundas. Se levantó y se sentó en la silla junto a la cama. ¿Silla?, en su habitación no había ninguna. Sus ojos se llenaron de desconcierto al reconocer en ella a su compañera adquirida unos días atrás. Pronto se tranquilizó, recordando las horas placenteras que habían compartido y regresaron juntos al estudio. No fue tan fácil reponerse en los despertares siguientes; al levantarse de la cama la encontraba junto a él, mirándolo de frente, como velando aquel sueño en el cual no consiguía retener su rostro. La tomaba por la espalda y la regresaba al estudio, ahora bajo llave. Uno de esos días, casi a la hora de comer, un rechinido, como de alguien arrastrándose, lo hizo voltear a la puerta de la cocina… Allí estaba ella. Pronto pasó el susto, pero después de descubrirla al salir del baño y en la sala del televisor, Alfonso comenzó a tomar paseos muy prolongados; permanecía cada vez menos tiempo en casa y trataba de alargar a toda costa su regreso por temor a encontrarla erguida, esperándolo junto a la puerta. Una noche, alcoholizado, después de haber vagado largo rato bajo la llovizna, trató de enfrentársele; le reclamó, la amenazó y le imprecó que esa casa y todo lo que había en ella le pertenecían, a él y a nadie más. Ella permaneció inmóvil y en silencio. Lleno de cólera la tomó por un brazo y la arrastró hacía la lluvia, afuera de la casa. Vio cómo el cuerpo temblaba bajo los golpes de las gotas gruesas y pesadas y cerró la puerta. Se fue a su cama más tranquilo y se durmió enseguida. Al despertar, sintió el cuerpo frío y la espalda dolorida. Intentó levantarse; no pudo; quiso moverse pero lo único que escuchó fue un crujido. Lleno de espanto advirtió cómo una mujer se levantaba de la cama, “¡Ah, allí estás! ¡Me las vas a pagar!”. Sintió
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cómo su cuerpo de madera vieja era arrastrado por el piso hacia la mañana más húmeda y tempestuosa del año.
LOS DESCENDIENTES Javier Angulo
—¿Qué, no son compas ustedes? —No, no somos compas. —Entonces mátalo. ¡Tracatatatatatatatá! retumbaron las ametralladoras del Aerofighters. El Chino perdió. Habían elegido la opción en la que puedes dispararle a tu compañero. —Pinche maquinita, este vejestorio ya no sirve. —Es que le falta mantenimiento, hay que arreglarle la palanca. Sonó el timbre. Bajé a abrir lo más rápido que pude. —Cómo te tardaste, cabrón. —Cállate, cállate el hocico —casi me gritó el Orejón, venía empapado—, fue todo un pedo, yo ya no quiero ser el próximo que la compre. —Pero la conseguiste, ¿no? —A huevo, pero me agarró la lluvia. El Orejón entró en la casa, subimos y el Chino y el Mantis jugaban ahora Killer Instinct. —Aaaaah, no mames, ¿de dónde sacaron esa maquinita? —Mi abuelo la tenía guardada en su bodega, es de cuando los morros jugaban en los abarrotes. —A ver ustedes, ya dejen eso, vamos a empezar el ritual.
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El Chino y el Mantis acudieron inmediatamente a la orden del Orejón, ninguno de nosotros podía esperar más. Nos sentamos todos en la sala. —¡Sácate! —exclamó el Mantis en cuanto el Orejón nos mostró lo que traía escondido en la mochila: un frasco con un feto adentro que flotaba en un líquido color ámbar. Pero no era cualquier clase de feto. A la criatura le salía una manguerita que iba conectada de la nuca a la tapa del frasco. —Es Baby Trip de primera, putos, ahora sí, ya nadie les va a contar —presumió el Orejón. —¿Esa te la fumas o qué rollo? —preguntó el Chino. —Le sacas el líquido de la manguerita con una jeringa, después lo pasas al gotero. Con dos gotitas tienes, pero si quieres el viaje completo, tómate cuatro. —Lo que tiene que hacer uno ahora que se acabó la mota. Ayer leí que quieren volver a penalizar el aborto, como en los tiempos de antes. Parece que ya se está volviendo demasiado obvio lo que hace la raza con los fetos infectados —comenté. —Sí, es un negociazo —añadió el Orejón en lo que preparaba la primer dosis—. El vato que me la vendió dice que todo mundo toma Baby Trip en Nuevo Monterrey, pero nadie se avienta las cuatro gotas. Allá la compran en los hospitales porque los doctores no hallan qué hacer con tanto bebé que viene mal. —Pero nadie sabe exactamente qué pasa si no los abortan —dijo el Mantis. —A huevo que saben, pero no esperes que te lo digan en internet. Mi mamá tiene una amiga que no abortó, y su hijo venía infectado. Lo tiene escondido en la parte de atrás de su casa y no deja que nadie lo vea. Dicen que salió con la piel volteada, como en ese especial de Halloween de Los Simpson. —¡Jaa, qué mamada! —se burló el Chino—. Los Simpson es para los rucos, no te creas esas babosadas. —No sabes de lo que te pierdes —contesté. —No, wey, pero dicen que sí salen bien locos —dijo el Mantis—. ¿Te acuerdas del Memo? Ese vato tiene un primo que es doctor, y ahora está en terapia con un psiquiatra. Atendió a un niño que nació con el virus del quilo y acabó mal de la cabeza. —Pues yo no sé, pero esta madre te pega más que la mejor mota que hayas podido conseguir antes de la Guerra Tamaulipeca. Qué onda, ¿quién se va a jalar primero? —volteó a verme el Orejón con el gotero listo. Como ya era tradición, yo sería el primero en probar la nueva sustancia.
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Tomé el gotero y me eché dos gotas, no quise abusar. Un hormigueo fresco me invadió todo el cuerpo y me recosté en el sillón. Alguien apagó la luz y puso la rola “Dueños de Todo” de Cielo Diecisiete, la bandita underground que nos voló la cabeza en la prepa. Un rato después, los contornos de todo lo que había en la sala se volvieron luminosos, como si estuvieran hechos de luces de neón lilas. Las bocinas del estéreo no eran dos, se convirtieron en varias cajas acomodadas en fila hasta llegar hacia mí. Pensé en la música, y de repente el sonido no era algo que yo percibía con el oído, pero tampoco algo que pudiera verse. Era como otra sensación, una especie de recuerdo de lo que en algún tiempo remoto formó parte de mi percepción. Y aunque era nuevo para mí, lo sentía sumamente familiar. Me dio un ataque de risa, me levanté del sillón y quise montar la fila de bocinas. Obviamente me caí, y seguí carcajeándome. “Avanzamos hacia atrás”, repetía una voz en mi cabeza, a pesar de que el disco de Cielo Diecisiete ya ni siquiera estaba sonando. Poco a poco se me pasaba el efecto, aunque un ligero aturdimiento persistía. —¿Dónde están los demás? —le pregunté al Mantis, que estaba acostado bocarriba en el piso. Ni el Chino ni el Orejón se veían por ningún lado. —Se salieron, ¿no te diste cuenta? —No mames, no me digas que ya son las nueve. Vamos a buscarlos. Bajamos y la puerta estaba abierta. Afuera ya había oscurecido. Llovía. —¿Te vas a jalar así? —Pues sí, no sabemos qué les pasó. ¿Cuántas gotas se tomaron? —No me fijé, a lo mejor se atascaron los pendejos. —Vamos, wey, tenemos que encontrarlos. No tardamos mucho en dar con ellos. En el parque que estaba a tres cuadras, dos muchachos rubios habían trepado un árbol artificial y se balanceaban en las ramas bajo la lluvia, mientras un grupo de bomberos trataba de hacerlos bajar. No entendían una sola palabra, se limitaban a hacer ruidos guturales y a comportarse como simios. Jamás volvieron a ser los mismos. La humanidad inició el descenso en la escala evolutiva, y mis amigos fueron los primeros en morder la manzana invertida.
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LA PROTECTORA Diana Beláustegui
—Mamita —murmuraba mientras se apuraba por el caminito de piedras—. Mamita — repetía y sacaba apurada las llaves del bolso, secándose los mocos con la manga de la camisa y las lágrimas con la palma de la mano. Oscurecía. La nada misma en esencia se paseaba por entre los mausoleos. Abrió apurada, entró, cerró con llave y sacó de entre las prendas la herramienta, la colocó en el piso y sin mirar el altar, ni la foto de la mujer, se precipitó hacia la pared detrás de la cual habitaba la que había sido su protectora. —Mamita —gritó desesperada, dejando estallar el llanto contenido—. Mamita, me lo quiere sacar, mamita, quiere matarlo. ¡Mamita, protéjame, yo quiero este niño, mamita! Desde que usted se fue, me he quedado muy sola. Tengo el pecho frío, nunca más volví a sentir calor en el cuerpo —lloraba, mientras besaba el concreto de la pared que las separaba. Retrocedió unos pasos, tomando aire, sacando pecho, juntando fuerzas. Tomó la herramienta, la elevó por sobre su cabeza y dio el primer golpe. No le importó el ruido, ni el temblor que ocasionaba cada impacto dado, la paga al sereno bastaba para que nadie la molestara durante la noche. En el quinto trepidar de paredes se abrió un boquete oscuro, el hedor que impregnó el habitáculo la hizo retroceder entre arcadas. —¿Mamita? —preguntó tratando de reponerse y se aventó hacia la abertura oscura, haciendo a un lado los ladrillos con las manos. Un bloque de considerable tamaño cayó, rozando el ataúd y destruyéndolo. La masa amorfa que se filtró por entre las tablas distaba mucho de ser la mujer que conocía. —Mamita, ¿qué le pasó? ¿Es usted? —preguntaba cuando los vómitos le permitían. —Mamita —gritaba mientras hundía las manos en el amasijo de gusanos y fluidos. Buscó hasta encontrarla. Una vez que la tuvo entre las manos, la besó en
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donde debería estar la boca y abriendo grandes los ojos, con las pupilas dilatadas y una vena palpitando en la sien le exigió: —Mamita, protéjame. Mátelo antes de que él mate a mi crío. ¡Cuídeme, madre querida, que para eso me parió y juró ser mi ángel de la guarda! —y sacudiendo la calavera, mientras los gusanos y los escarabajos caían resbalosos por los brazos, gritó: —Haga algo, madrecita, hágalo ya, la hija que su cuerpo parió se lo exige. Un ruido en el comedor lo despertó. —¿De donde vienes, puta? —preguntó levantando su humanidad de casi dos metros y dirigiéndose por el corredor. Se detuvo en seco cuando encontró una persona encorvada, cubierta por unos harapos, parada en mitad del comedor. No se atrevió a preguntar, su instinto de bestia cobarde le advertía que algo extraño y terrible estaba por suceder. Retrocedió un paso, aquello se acercó otro. Dos brazos esqueléticos surgieron por entre las ropas elevando el hedor a podrido por doquier. Con las manos temblorosas y los dedos carcomidos se sacó la manta que le cobijaba la cabeza dejando al descubierto un rostro deteriorado, ajado, que parecía sostenerse a duras penas con pequeños colgajos de piel. La visión era inhumana y el olor demencialmente ubicuo, pero la reconoció en segundos. —No te le acerques —le advirtió con voz gutural, mientras la mandíbula amenazaba con desprenderse por el peso de los gusanos que caían a borbotones con cada palabra pronunciada. —¡No te le acerques! —gritó y abriendo los brazos en cruz le dejó ver un pecho cubierto por un atávico abanico de horrores que lo cubrieron de pies a cabeza sin dejarlo siquiera emitir un último grito. Cuando su mujer llegó, sólo tuvo que hacer unos llamados y la casa pronto estuvo llena de curiosos, una ambulancia, enfermeros, algunos policías. Se sentó tranquila a responder preguntas, recibir pésames y escuchar lamentos por la pérdida del hombre. Por ratos se acariciaba el vientre. Cuando por fin quedó sola en el hogar se sentó frente al calor de la estufa y mientras le cantaba un arrorró, acariciaba la calavera putrefacta que se había traído consigo. La soledad se escondía mentalmente insana. Respiró aliviada. Un gusano
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reptó desde los huesos podridos hasta la comisura derecha del labio, ella sacó la lengua y lo tragó. Por fin estaban juntas otra vez.
FAMILIAS David Rubio Esquivel
—De nuevo lo están pasando. —Si, ya me tienen harto. …recuerden que es muy importante informar inmediatamente si alguno de los miembros de su familia está infectado. De lo contrario, usted podría ser condenado a cadena perpetua… El televisor se apaga. —Iré a ver cómo está Arlene. —Déjala. Ya le tiré un buen pedazo de carne hace un rato. —Aun así. Quiero saber cómo está. —Ay, mujer. ¡Está muerta y así va a seguir! —Sí, lo sé, pero… —¡Pero nada, mujer! ¡Si no la hemos matado del todo es porque tú insistes en mantenerla con vida! —¡Es tú hija! —Esa cosa no es mi hija. Con lágrimas en los ojos, la mujer se retira de la sala. Camina por un estrecho pasillo hasta llegar a un cuarto con la puerta entreabierta de donde sale un gemido. —Arlene, hija preciosa.
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Atada a una cama, la figura de una niña se contorsiona. Su cuerpo entero despide un olor putrefacto. Sus ojos apagados parecen perdidos en otra galaxia. Su boca se abre y cierra con salvajismo. La madre llora y se agacha. Del suelo recoge un trozo de carne. —Por favor hija, come —insiste la madre acercando a la boca de su hija el pedazo de carne. Arlene abre y cierra la boca mordiendo el aire. Las cuerdas en piernas, brazos y muñecas que la mantienen en cama se tensan. La madre mete un trozo de carne a la boca de Arlene y esta comienza a devorarlo con avidez. La madre frota la frente de su hija mientras esta come, frente fría como tempano y blanca como la nieve. Mientras la madre sale del cuarto, Arlene vuelve a retorcerse en cama violentamente. En la sala, el televisor está encendido de nuevo. —Siento lo de hace rato —se disculpa el hombre sentado en el sofá de la sala, aquel que ha negado ser el padre de la niña que yace atada en el cuarto. —No te preocupes —responde la madre de Arlene, tratando de reprimir las lágrimas. En el televisor está pasando uno de los programas más vistos en el mundo desde que inició la epidemia: “Survivors in the end of the world”. El programa es un reality show con una primicia de lo más simple: gente tratando de sobrevivir mientras hordas de infectados los corretean en campo abierto. El ganador se lleva medio millón de dólares, mientras que a los perdedores no les queda de otra más que volverse parte del espectáculo…si es que antes no se han convertido en comida de infectados. —Apaga eso, por favor. Me pone de malas —es la madre de Arlene. —Pero hoy termina la primera temporada —refuta el hombre sentado en el sofá. Entonces la mujer se retira de la sala a su cuarto y ahí, se suelta en llanto. Es normal que las madres de familia se suelten a llorar a la hora en que “Survivors in the end of the world” es transmitido en vivo a nivel mundial. Ninguna de ellas lo sabe, pero todas, cerca de las nueve de la noche, inician su sesión de llanto colectiva mientras sus esposos ven el programa y piensan seriamente en vender a sus hijos a la cadena que transmite el programa como se sugiere al final de éste. Ellos piensan, después de todo, que aquello que está encerrado en un cuarto, el ático, la cochera o el sótano de su casa ya no es lo que fue una vez. Ya no es parte de su familia. Y en secreto esos padres de familia rezan no sólo para que sus esposas decidan matar o vender a sus hijos, rezan también para que algún día se termine la
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epidemia que enfermó a sus primogénitos y lloran en silencio, ese tipo de silencio que no permite ver los problemas que ocurren hasta en las mejores familias.
ARGELIA Dante Vázquez
Aunque el malestar estomacal aún la mantiene en cama, Argelia sigue esbozando una dulce y siniestra sonrisa en su joven y apacible rostro chocolate claro; mientras mira, con la lúgubre calma de sus ojos café, el retrato del próximo ser humano en desaparecer del mundo terrenal. Desde hace mucho tiempo, entre las y los jóvenes demonios que habitan en el Edén material, está de moda un juego en el que quien resulte elegido, por quien muestre habilidad en él: cazará y se alimentará del ser humano seleccionado previamente por los jugadores. El juego se llama Hivalabras y consiste en ir entrelazando palabras a partir de una dada por algún voluntario de los participantes. Sale del juego quien tarda más de cinco segundos en pronunciar una palabra que tenga relación con la anterior, quien repite alguna, o quien articule una fuera de correspondencia con la que se haya dicho; y quien queda al final decide si será él, o alguien más, quien goce a plenitud de la caza y el alimento. Hay quienes se deleitan cazando y alimentándose sin necesidad de jugar porque les parece tedioso postergar la satisfacción del deseo para aumentar el placer; sin embargo, respetaban a la presa. La afición de Argelia por la lectura, la danza y la meditación, junto con el poco gusto que tenía por la carne, hacían imbatible su destreza en el juego; y como las y los demás demonios con los que se reunía lo sabían, aceptaban sin reparo alguno que
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siempre se ofreciera como voluntaria para dar la palabra con la cual comenzar. Pero un alma autónoma, completa y libre, despierta el apetito; y vuelve vulnerable hasta a las voluntades infernales. Esa tarde clara y azulina del mes de junio, al escuchar el nombre y ver la fotografía del botín carnal que estaba en juego, Argelia sintió un hambre intensa en sus entrañas. Por un momento se negó a caer en la tentación de participar, pero advirtió en Marian algo más que piel y articulaciones maduras, algo más que sangre y órganos frescos, algo más que huesos y músculos tiernos, que instigaba sus gulas demoniacas. Para sorpresa de quienes estaban reunidos en la Alameda Central para jugar, Argelia decidió participar, esta vez como jugadora. Nunca la habían visto tan entusiasmada y en ningún momento los y las presentes se mostraron descontentos o desanimados; al contrario, a pesar de lo que implicaba que Argelia jugara, demostraron emoción y entrega durante el juego. Para Argelia fue fácil, para las y los demás grato, y para el grupo entero divertido. La convivencia satisface la sed de completud del Ser. De noche, Argelia encontró a Marian y, al tenerlo frente a ella, se dejó llevar por el ímpetu jubiloso de su deseo. Le rompió el cuello para evitar manchar de carmín el blanco de su blusa. Lo levantó del suelo delicadamente y, con él en brazos, se encaminó, bajo la pálida caricia de lámparas callejeras y la inquisitiva mirada de algunas sombras felinas, a su departamento. Ansiosa por probar ese algo inmaterial que hacía de Marian una presa sumamente apetecible, Argelia puso el cuerpo en tina del baño y allí se deleitó con el sabor agridulce de su captura pasando por alto que todo en exceso es dañino. Fausto, médico y amigo de Argelia, le recomendó reposo y le recetó algunos medicamentos para disminuir los malestares. Argelia espera recuperarse pronto; tu nombre, tu aspecto y ese algo oculto en ti, despertó su apetito y vulneró su voluntad.
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VEO A LA LUNA MALA ELEVARSE Bernardo Monroy
Ya estoy harto de repetirlo: no soy peligroso. Sólo una noche al mes. Tanto yo como todos los que padecemos mi enfermedad somos completamente funcionales. Completamente normales. Sin embargo, parece que mis padres no lo han comprendido. Me enviaron, al igual que los doscientos muchachos de entre trece a diecisiete años, a este jodido infierno: el “Centro de Readaptación Social para Menores Licántropos San Francisco de Asís”. Creo que es un excelente lugar para vivir si eres una bestia irracional. El problema es que nosotros nos convertimos en bestias irracionales una noche al mes, cuando brilla la luna llena… pero no quiero ser redundante. Tengo dieciséis años, me llamo David Fernir. Como tantos otros niños desafortunados, mis padres le hicieron una jugada sucia a un hechicero y este pronunció una maldición (generalmente son en latín, pero algún dialecto indígena también funciona, así como un conjuro de no más de 140 caracteres que encontraste en Twitter) que al victimario no le causaba ningún daño... quienes pagarán serán los hijos. Ya sabes lo que se dice sobre los pecados de los padres. Hay otras formas de convertirse en hombre lobo (o en nuestro caso, lobo-puberto), como por ejemplo, que antes de matar a un lobo este te muerda y transfiera su espíritu a tu cuerpo, pero el de la maldición por parte de un brujo para los hijos es el más común. En cuanto el padre ha sido maldecido, su hijo nacerá con la cicatriz de una estrella de cinco puntas en la mano izquierda. Ese pentagrama es la famosa “Marca de la Bestia”. Llevas una vida normal, y cuando menos te lo esperas, una noche de luna llena, la bestia en tu interior decide salir del closet cuando tienes trece años. Si tienes suerte, tu primera transformación se da en tu alcoba, y lo peor que puede pasar es que destroces tu cama. Pero si pasas el fin de semana en un campamento con tus compañeros de clase… bueno, eres responsable de la muerte de veinte niños, y
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terminas en uno de los muchos centros de readaptación que la Iglesia Católica tiene alrededor del mundo. El peor de todos es el San Francisco de Asís. El director de la institución, un sacerdote franciscano obeso como una vaca y venenoso como un alacrán, es el Padre Josemaría. El día que papá y mamá me enviaron a este lugar me recibió él, advirtiendo que a partir de ese momento los animales como yo dejamos de tener derechos. Que no valemos nada. Que somos unas bestias y que el hecho de ser mitad lobo y mitad humano es un acto contra natura, creado por Lucifer. Le respondí que lo que estaba haciendo se conoce como discriminación. El padre, que estaba sentado frente a su escritorio, tecleó con rapidez en su computadora y me dijo que me leería la definición de discriminación en Wikipedia: —Hacer una distinción o segregación que atenta contra la igualdad de oportunidades. Normalmente se utiliza para referirse a la violación de la igualdad de derechos para los individuos por cuestión social, racial, religiosa, política, orientación sexual o por razón de género. Tomando una parte del artículo 1º de la Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las formas de discriminación se clasificarían o se definirían en dos partes… —En ningún lado dice “por convertirse en lobo”. Entonces, no te estoy discriminando, sino tratándote como lo que eres. ¡Que Dios te bendiga, jovencito! Ahora, el hermano Augusto te llevará a tu celda. Como siempre, la Iglesia Católica era muy astuta para odiar al prójimo fingiendo amor… ni yo, un adolescente que truncaba su vida gracias a una maldición que no había tenido ninguna culpa, podía rebatirlo. Mientras caminaba por los oscuros pasillos de la institución, escuchaba los llantos y las maldiciones de quienes ahora eran mis compañeros. Al mirar las imágenes de los santos y la Virgen María y las ventanas con barrotes, recordé a mis padres: mi madre era una devota católica, que atribuía mi condición a un castigo del Señor que me había ganado, y mi padre, un empresario que después de despedir a un obrero, este se vengó maldiciendo a su hijo, que a su vez sería despedido del seno de la familia Fenrir. El padre se despidió de mí escupiéndome en la cara, no sin antes besar la cruz y decir que aunque él no me amaba, Dios sí. Miré mi nuevo dormitorio: una celda del tamaño de una caja de zapatos, con inodoro, lavabo, un par de cómodas, sobre una de ellas se encontraba una grabadora de casete, y una litera. En la parte superior, descansaba un muchacho rubio, extremadamente delgado. Vestía con harapos, como todos nosotros, ya que los sacerdotes no gastaban en ropa, pues no tenía caso, ya que
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cuando nos transformemos las habremos de rasgar. Parecía un esqueleto con piel adherida. Me saludó sin apartar la mirada del techo: —Me llamo Josafat. No sólo soy hombre lobo. También tengo baja autoestima, soy anoréxico, soy gay, nerd, judío y me gusta Glee. —Tu problema no es ese, sino que no tengas tendencias suicidas. —No se puede ser menos minoría —respondió. Josafat se dirigió a su cómoda, y tras presionar “play” se escuchó la única música que le gustaba: Creedence Clearwater Revival: Rolling, Rolling, Rolling on the river… Aunque él era un buen compañero de cuarto, era irritante tener que soportar la voz de Fogerty todo el maldito día y la maldita noche. Bastante malo era pasar todo el día encerrado, escuchando insultos de los sacerdotes a cargo del centro para después escuchar: I know, have you ever seen the rain… Era un infierno esperar la noche de luna llena, y esa misma mañana: Early in the evenin' just about supper time… La vida es de por sí bastante mala, pero lo es peor cuando aparte de hombre lobo, escuchas la batería de Cosmo Clifford. En una ocasión le pregunté a Josafat por qué le gustaba Creedence. Me respondió que su hermano diez años mayor que él abusaba sexualmente de él, y la noche de su transformación, no besó la boca de un preadolescente sino el hocico de un monstruo que le arrancó la cara de una dentellada y convirtió sus testículos en omellette. Le pregunté qué tenía que ver eso. Sin contenerse, se tiró al suelo de nuestra estrecha celda, y dijo, entre carcajadas: —¡El vecino escuchaba Bad Moon Rising! ¿Entiendes? ¡I see the Bad Moon Rising…! Bueno… había que admitirlo: la situación tenía su gracia. Un día común en el “Centro de Readaptación Social Para Menores Licántropos San Francisco de Asís” no es divertido. Nos levantamos a las cinco de la mañana para dirigirnos a la capilla, donde rezamos hasta las siete. Después, desayunamos. A las ocho tomamos un baño y a las nueve empiezan las clases: siete intensas horas sobre el castigo que nos espera, sobre la Biblia, sobre el catecismo, sobre una Iglesia que odia a todo aquél que no profese su doctrina. Los sacerdotes nos hablan de San Francisco de Asís, patrono de todos los animales y ecologistas. “Odia al pecado, no al pecador” y otros eufemismos. —No creo que a los de Greenpeace les guste que semejante hijo de puta sea su patrono. Ellos al menos salvan ballenas —comentó una vez Josafat, y como castigo le dieron veinte azotes, con un látigo con puntas de plata. Ya sabes, la plata es el único metal que afecta a los hombres lobo.
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La iglesia siempre ha odiado a los hombres lobo, me dice Josafat la noche después de recibir los azotes, mientras escuchamos Born on the Bayou. Durante la inquisición quemó y torturó a cientos de nosotros. Siempre han odiado todos los que no son como ellos. Ya estoy harto de escribir cartas a mis padres, diciéndoles que yo no elegí nacer así, que ni siquiera es cuestión de genética, sino de una maldición que ellos, maldita pareja a la que odio, propiciaron. Las películas de terror muestran las transformaciones de humanos a lobos con escenas emocionantes: un despliegue de efectos especiales, seguidos del lobo saltando por los edificios de Paris, Londres o Nueva York en una glamurosa noche. Finalmente, antes de que salga el sol, el hombre lobo (o mujer lobo, también las hay, pero ellas son enviadas a un colegio de monjas) aúlla, teniendo como fondo el Empire State, el Big Ben o la Torre Eiffel. En nuestro caso no es tan emocionante. De hecho, es asquerosamente monótono. Cuando el reloj marca las seis en punto, los veinte sacerdotes que administran el centro nos conducen a empujones al patio de la escuela. Después, cierran las puertas y ventanas, que son de acero reforzado. En cuanto la luna llena brilla, empieza la transformación. Jovencitos de trece a diecisiete años comienzan a gritar, como si bebieran agua hirviendo. Es natural: nuestro cuerpo se está metamorfoseando al de un animal. Una vez convertidos en lobos, pasamos el resto de la
noche
aullando
y
mordiéndonos
entre
nosotros.
Al
amanecer,
estamos
semidesnudos, acostados sobre la acera del patio. El Padre Josemaría nos despierta con un silbatazo, usando sus adoradas frases en latín. La que siempre dice la mañana después de la noche de luna llena es In nomine patris et filii et spiritus sancti. Ya sabes: en el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo. —Clérigo de mierda —protesta Josafat, sin más prenda que unos bóxers, tapándose como puede su cuerpo anoréxico—. Más apropiado sería decir homo homini lupus. Ya sabes: el hombre es un lobo para el hombre.
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#MICROHORROR Ana Paula Rumualdo
Miró el cuerpo ensangrentado de su esposo. Te dije que yo siempre sería el hombre de la casa, le dijo el fantasma de su padre. Dejad que los niños se acerquen a mí, saben mejor cuando su carne está relajada, dijo el cura lamiéndose los labios. Despertó en el suelo. Vio varios cuerpos desnudos, mutilados. Unas patas de cabra se aproximaron: feliz noche de bodas, le dijo.
ÁGATHA Alfredo Cervantes Guzmán
La ciudad, presa de una obscura noche, observaba la vida dentro de sí. Todo parecía tan calmado como siempre. Entre los frondosos árboles que saturaban los bosques y parques de la ciudad, corría un fresco y delicioso aire que azotaba cada rincón posible. Una ventana abierta, en la pared de un sucio y mohoso edificio: la perfecta oportunidad para la entrada de un demonio nocturno… sin embargo, en esa ventana
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ya no caben más demonios. En esta ventana, en ese mohoso edificio, se encuentra el cuarto de aquella que cada día reinventa la definición de demonio. Un rostro pálido, blanco y engañoso como la pureza de la nieve, un cabello largo y negro, tan negro que la misma noche se siente opacada. El rostro, adornado con una delgada y fina nariz, parece imperfecto… hasta el momento en que los párpados revelan un intrigante par de ojos. Esos ojos, misteriosos, con un color que no tiene nombre y un fulgor que parece no ser proveniente de este mundo… unos ojos que parece quisieran tomar nuestra alma con una mirada, como si pudiesen leer nuestros más ocultos y obscuros pensamientos y a la vez, retorcerlos aún más. Nadie ha podido nunca afirmar si ella duerme… o si tan sólo está maquinando sus próximas acciones. Cualquiera que sea el caso, es muy difícil intentar siquiera adivinarlo. Tras la ventana, ella está ahí… sentada, con los ojos cerrados y tan quieta como un cadáver. El palpitar de su corazón, así como su respiración son inaudibles, sin embargo, toda la ciudad, sin saberlo, tiembla aterrada bajo el pulso vital de ella: Ágatha. Cualquier estereotipo mental figurado por alguno de nosotros es superado por la vida misma de Ágatha. Su impredecible mente sólo nos transmite una idea con certeza: “Nada es imposible”. Y cada día, cada noche, Ágatha se demuestra mejor que nadie que es capaz de todo… y de ir más allá. Justo ahora, en esta negra noche… mientras el aire sacude nuestros rostros, ella piensa ya en cómo disfrutar… en encontrar el gozo en el sufrimiento ajeno, en las penas restantes, pues no son más que esbozos de la vida misma, trazos imperfectos donde los matices son tan obscuros que no todos los ojos son capaces de verlos… ya no digamos apreciarlos. Los párpados de Ágatha se abren: algo ha interrumpido abruptamente sus pensamientos, su meditación… su aislamiento mental, su ensimismamiento. Un suave susurro del viento lleva hasta los oídos de Ágatha un sonido incómodo. La ventana se abre, un pálido rostro se asoma. Ahí está la fuente del sonido: un pequeño gato de color miel que rasguña la puerta del vecino mientras quejosamente hace unos ruidos de súplica. Además del gato, la calle está tranquila. Ágatha observa cuidadosamente el cielo y espera unos instantes. Sus ojos adquieren una tonalidad esmeralda y entonces un fuerte sonido rompe el silencio. El reloj de pie que se encuentra en la habitación de Ágatha suena estrepitosamente marcando las tres de la mañana.
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Como si estuviese potenciado por al menos una decena de altavoces, el sonoro platillo se escucha a través de toda la calle. Un par de luces se encienden al final de la misma, junto con algunas más de las casas contiguas. —No hay mejor hora, que la hora en que es la hora correcta —susurra Ágatha impaciente. Luz a luz, todas las habitaciones de la casa del gato comienzan a iluminar el área. Por fin una ventana se abre, y el rostro de un somnoliento, pero molesto señor se asoma. Observa a su gato que continúa arañando la puerta. Cuando sus ojos se acostumbran a la obscuridad del exterior, se percata de la presencia de alguien. —¡Hey, tú! —dice el hombre, pero no obtiene respuesta—. ¿Qué haces levantada a estas malditas horas? Sin siquiera mirarlo, Ágatha responde con una calmada voz: —¿Malditas horas? Su ruidoso gato no deja dormir a nadie. Maldito usted desde este instante y hasta la eternidad. —¿Qué dices? ¡Si el gato no hace ningún ruido, ha sido tu reloj el que ha despertado a toda la calle! —reclama el vecino. —¿Cuál reloj? ¿Cuál calle? —se pregunta Ágatha tras cerrar su ventana y sentarse nuevamente. El color esmeralda de sus ojos desaparece justo cuando los cierra nuevamente. La mente de Ágatha comienza a recorrer la “zona de respeto”. Unas vívidas imágenes se muestran: el vecino, su esposa y su hija… junto con el pequeño gato. Posteriormente, una serie de combinaciones numéricas flotan alrededor de ellos, tratando de decir algo. Al final, una de las combinaciones permanece estática y provoca el desvanecimiento del resto. Una mínima curvatura de labios hace parecer que Ágatha está sonriendo. Ahora sólo resta esperar al tiempo… —Pronto será hora de la hora que es la hora correcta —piensa Ágatha y observa pacíficamente su maravilloso reloj de piso. Las manecillas del reloj avanzan ágilmente, pareciera que alguien controla el tiempo y lo hace ir más rápido. En la casa de junto, una pequeña niña abre los ojos. Voltea y busca algo. Lo primero que observa es su reloj, el cual marca una extraña combinación de números… los mismos que aterraron toda la noche a la pequeña… dentro de sus pesadillas. Con calma, la niña baja de su cama, abre la puerta de su cuarto y baja las escaleras deprisa.
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Entra a la cocina y se da cuenta que la canasta de su gato está vacía. Sus pequeños ojitos buscan dentro de la cocina, pero no encuentran al minino. —¡Mamá! ¿Dónde está Nim? —grita escaleras arriba. En el lecho nupcial, los padres despiertan con el grito de su hija. De inmediato, el padre recuerda el evento nocturno y las imágenes de las pesadillas que lo persiguieron esa misma noche. Aterrado, se levanta… corre y salta de las escaleras buscando a su hija, entonces la ve abrir la puerta y salir de la casa. —¡¡¡No!!! —grita él, pero la pequeña está ya en el jardín. Ágatha abre los ojos, pero su largo cabello cubre cualquier rastro de luz en ellos. —Ya es hora de la hora… justo ahora —murmura. Mientras Ágatha se levanta lentamente de su silla y se dirige a la puerta, un cuervo sobrevuela el lugar. En el mismo instante, desde otro edificio, un travieso joven dispara un rifle de salva e impacta al cuervo en un ala. El cuervo cae en picada… el vecino observa y grita: —¡Aléjate del gato! —aterrado, observa cómo Nim corre tras el cuervo herido a media calle. Detrás de Nim, la pequeña niña acude para atrapar a su mascota. Como si fuera una cadena, la madre de la niña sale de la casa y se percata del acercamiento de un automóvil. Un impulso de desesperación mueve a la aterrada madre y sale corriendo en busca de su hija… pero su esposo la detiene. —¡¿Qué haces?! —le grita ella a él. —¡No! —responde. —¿¡¡No qué!!? ¡¡¡Nuestra hija está en peligro!!! ¿Estás loco? —¡No te acerques o moriremos! —le responde él. El conductor del automóvil nota que hay una niña a media calle y comienza a frenar, pero salida de la nada, aparece una pálida mujer bloqueando el camino. De inmediato, el conductor gira el volante para no atropellarla. Uno de sus neumáticos falla, provocando que el vehículo derrape y vire hacia un lado. Viendo que su hija no corre ya peligro, los descuidados padres no prestan atención al automóvil que continúa derrapando. El conductor, presa del pánico golpea la dirección y pisa el acelerador en lugar del freno. El vehículo retrocede a toda velocidad e impacta a los padres, lanzando a la madre un par de metros en el aire y dejando al padre debajo del auto. La pequeña niña comienza a gritar y llorar… —¡Mami, Papi!
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La pálida mujer levanta al gato, le acaricia la cabeza y da media vuelta con él en brazos. —Vamos, Nim, ya no es nuestra hora —dice Ágatha mientras cierra la puerta de su casa. Los curiosos vecinos salen de sus casas sin saber lo que acaba de suceder: hay un automóvil estrellado… debajo de él hay un hombre desangrándose… a bordo del vehículo, un conductor asfixiado por una bolsa de aire. Metros delante, una mujer que parece no tener pulso yace con una pequeña niña encima de ella… la niña llora y grita aterrada. Mientras tanto, en una de las casas, hay una silla enfrente de un majestuoso reloj. En la silla está sentada una pálida mujer con los ojos cerrados. Ella acaricia un gato de color miel llamado Nim. Ella está muy calmada, murmurando una canción desconocida. Ella… es Ágatha.
CRÓNICA DE UNA INVASIÓN INADVERTIDA Alfonso Treviño
Todo empezó tan rápidamente que no nos habíamos dado cuenta que estábamos siendo invadidos. Despertábamos de nuestro sueño para encontrarnos cada vez con más y más de aquellos seres extraños. Por lo que nuestros investigadores pudieron averiguar, llevaban años viniendo a nuestro planeta, pero al inicio llegaban de uno en uno o de dos en dos, exploradores de avanzada que arribaban en las tierras áridas donde ya había vida. Por eso no nos habíamos percatado de su presencia, y cuando lo hicimos resultó ser muy tarde.
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Los invasores portaban enormes corazas que los hacían prácticamente invulnerables a nuestros ataques. Tenían la capacidad de volar, pero la perdían cuando desechaban permanentemente su coraza exterior, exponiendo sus peligrosas extremidades con las que se movían por la superficie de nuestro mundo. Poseían varios pares de extremidades: las inferiores, lisas y curvas, les permitían la locomoción, mientras que las superiores tenían la forma de pinzas y garras con las que se llevaban rocas a lo que parecía ser su boca. Sus cabezas contaban con múltiples ojos y órganos de propósito desconocido. Al parecer eran sordos al sonido y a la telepatía. Telepatía, ahí es donde entro yo en la historia. No soy investigador ni explorador, sólo soy un miembro más de la clase dominante, la que tiene por trabajo esparcir sus genes con la esperanza de que de entre su descendencia nazca quien en el futuro precederá nuestro gobierno. Nunca habría pasado por mi mente la posibilidad de abandonar el palacio donde moraba, pues en este lugar tenía todo lo que necesitaba para vivir. Un solo gesto telepático bastaba para que la servidumbre complaciera mis deseos. De entre todos los habitantes del mundo, los nobles somos quienes poseemos las habilidades telepáticas más avanzadas, y entre ellos, de acuerdo con las aseveraciones de los investigadores, mis habilidades no tenían parangón. La reina me llamó una mañana al salón central. Un círculo formado por sus mejores investigadores y sus mejores exploradores la rodeaba. La soberana quería que escuchara la sugerencia de aquellos visitantes. Querían que tratara de comunicarme con los monstruos. Creían que quizá no eran sordos a la telepatía, sino simplemente tenían una menor capacidad para captarla. Y me querían a mí, al telépata más grande del mundo. Me rehusé. Sí, era un cobarde, uno que jamás había salido del palacio, uno que jamás había estado lejos de las comodidades y placeres. Por unos momentos pensé que la reina me ordenaría salir, pero no lo hizo. Yo era bastante valioso. Si moría en la misión, mis genes morirían conmigo y con ellos varias posibilidades de sucesión al trono. Las posibilidades más deseables, pues mis habilidades me habían convertido en el noble más codiciado del palacio. Pasaron varios periodos de sueño y al despertar de uno de ellos la situación estaba peor. Los invasores estaban sembrando plantas alienígenas, pintando de negro las rocas y exhalando gases tóxicos, aumentando la presión atmosférica y haciendo nuestra atmósfera irrespirable. Nuestros esclavos cavaron túneles que nos llevaron muy por debajo de donde se encontraban nuestras poblaciones, cuidando de aislarnos
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debidamente de aquella nueva atmósfera letal. Fue en ese momento cuando me pidieron ayuda por segunda vez. Esta vez no me pude rehusar, pues ni la reina apoyaba mi negativa a participar en esa misión suicida. Me uní a un grupo de exploradores que subió a la superficie vistiendo corazas que mantenían dentro aire para respirar y nos protegían de la mortal capa de aire invasora. Descubrimos con horror que quienes considerábamos nuestros invasores eran en realidad los esclavos de otra raza más poderosa. Estos nuevos invasores eran también gigantes, pero con cabezas voluminosas y transparentes al grado de permitirnos ver sus viscosos ojos, sus fosas nasales y hocicos monstruosos. Del extremo superior de sus cabezas emanaban poderosas luces con las que nos cegaban y quemaban cuando miraban en nuestra dirección. Siendo el cobarde que soy, permanecí detrás de una roca mientras mis compañeros morían calcinados por las luces de uno de ellos. Por un momento pensé que el invasor no me había visto, pero movió una de sus extremidades, llevándosela a la cabeza. Sus luces se apagaron y el gigante caminó hacia donde estaba yo. Me llené de terror al verlo acercarse a mí y le mandé un mensaje telepático implorando su misericordia, la cual estaba seguro que no existía. En eso percibí una débil respuesta. Temor, pero no hacia mí, sino el temor que le invade a quien se da cuenta que ha cometido un grave error. Hasta ese momento los invasores no sabían de nuestra existencia. ¿Cómo podrían saberlo si siempre hemos vivido bajo tierra, donde aún queda un poco de agua? —¿De dónde vienes, monstruo? —mandé mi mensaje con todas la fuerza de mi ser. Su respuesta se formó en mi mente. Extraña, confusa, incompresible: —Del Planeta Azul, el mundo vecino al suyo, el Planeta Rojo.
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SARA Y EL DRAGÓN Alejandra Elena Gámez Pándura
El dragón regresaba a su casa volando en zigzag, tambaleándose entre las nubes, como todos los viernes. Sara lo esperaba escondida en el baño mientras su cerebro se inundaba con los horribles recuerdos de la semana anterior. De pronto se escuchó un estruendo terrible. El dragón había aterrizado y Sara comenzó a temblar y sollozar en silencio. —¡Mujer! ¡¿En dónde estás, maldita?! —rugió, y por su tono era obvio que estaba completamente ebrio, pero eso a Sara ya no le sorprendía.— ¡Si no sales de tu escondite, te buscaré! La casa se llenó con el ruido de los muebles que salían volando e iban a estrellarse contra alguna pared y con la caótica sinfonía del crujir de los cristales al ser destrozados de un solo golpe. Rugidos, llamas siendo expulsadas con violencia, zarpazos al aire, definitivamente la estaba buscando y Sara sabía muy bien que le convenía salir a su encuentro antes de que la localizara. Abrió la puerta del baño y miró al dragón con ojos llorosos. —Aquí estoy, sólo estaba en el baño —su voz era apenas un susurro. —¡Dame de comer, mujer! —le gritó el dragón. El temblor de sus piernas era tremendo, pero Sara hizo el esfuerzo y caminó a la cocina lo más rápido que pudo haciendo muecas cuando, al doblar las rodillas, el dolor le recordaba las heridas aún frescas que le había provocado su escamoso verdugo. Una vez en la cocina, sacó de una enorme nevera unos veinte kilos de carne cruda, tuvo que hacerlo poco a poco pues estaba muy débil y lastimada. Encendió el fuego de la gigantesca estufa y puso a calentar la cena sólo para quitarle un poco lo frío, porque a la bestia le gustaba la carne cruda y si por error se cocía un poco, Sara sabía el castigo que le esperaba.
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El dragón aguardaba sentado en la estancia, justo en medio del caos que había provocado en su búsqueda. No apartaba la vista de Sara ni un momento y, a pesar de su alcoholizado estado de conciencia, se percató de que ella temblaba de pies a cabeza. <<Si está tan asustada, es porque algo me está ocultando la maldita zorra >>, pensó. El piso tembló un poco cuando la bestia se levantó y se acercó a Sara. Ella pudo sentir el calor de su respiración en la espalda, pero luchó por evitar que nuevas lágrimas de terror resbalaran por sus mejillas, eso lo enfurecería más. —Algo ocultas mujer, estoy seguro. Con alguien te estuviste revolcando antes de mi llegada. —Cada semana es lo mismo, los viernes siempre te pones paranoico e imaginas cosas —contestó Sara, tratando de disimular su pánico. El dragón siempre le inventaba amantes. Desde que vivía con él, ella jamás había visto a otro ser humano, pero cada viernes él insistía en acusarla de infidelidad e incluso cuando nunca encontraba pruebas, siempre terminaba golpeándola y amenazándola con que un día la llevaría sobre su lomo y la dejaría caer desde una mortal altura. Sin embargo, ese viernes en específico, las incriminaciones estaban más que justificadas y Sara tenía la certeza de que si la bestia se enteraba, la devoraría viva. El enorme animal continuó olisqueando el cuerpo de la aterrada muchacha que, dándole la espalda, fingía seguir tranquilamente con las labores de cocina. —Deja eso, Sara, y mírame a los ojos. Era el momento que ella había temido tanto, el tono tranquilo en la gutural voz del dragón tan sólo indicaba la calma antes de la inevitable tempestad, ya que, una vez que mirara el interior de las iridiscentes pupilas de la bestia, su poder le haría decir la verdad y entonces todo habría acabado. Dejó la carne en donde estaba y giró hasta estar frente a él, alzó la vista y sus ojos se encontraron. —Sí, tienes razón, estuve con alguien y antes de que llegaras huyó por la ventana. El dragón la miró un momento y sus fauces se torcieron en una especie de sonrisa que pretendía ser dulce, sin embargo resultaba aterradora con todas esas hileras de blancos colmillos. —¿Lo ves? No era tan complicado decirme la verdad, después de todo soy un ser comprensivo.
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Con cada palabra, la sonrisa del monstruo se iba ensanchando y en sus ojos se asomaba un brillo peligroso. —Sin embargo, me has lastimado profundamente y deberías saber que no es una buena idea romperle el corazón a un dragón —le dijo en un susurro, la sonrisa había desaparecido de su enorme cara de reptil—. ¡Ahora acepta el castigo que se le da a una vulgar ramera como tú! Lo último que vio Sara fueron las llamas borboteando en el interior de aquella inmensa garganta, unos segundos después el fuego la consumía junto con aquel lugar que fue su cárcel durante casi un año. En medio de la noche, el dragón emprendió el vuelo y se alejó del sitio que se despedazaba gracias al fuego de sus milenarios pulmones. Su corazón experimentó una gran tristeza y, aunque había amado mucho a Sara, sabía que tarde o temprano tendría que ir a buscar a otra princesa para mitigar su soledad. Con algo de suerte, tal vez su próxima relación funcionaría. Esta idea siempre le ayudaba a calmar un poco el dolor y ponía algo de esperanza a su melancólica y eterna existencia.
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AUTÓMATAS
PORTADA Alejandra Elena Gámez Pándura (1988) Tras estudiar biología, dejó de hacerse coco-wash y se aventó a realizar lo que más le gusta. Ahora inventa historias y está intentando transmitirlas a través de dibujos, imágenes, escritos, y espera que en un futuro también como animaciones (cosa que aún sigue siendo un fantasioso sueño). Nada de lo que hace es realizado profesionalmente, tan sólo es una apasionada de los libros, las películas,
los
cómics,
etc…
Nada
fuera
de
http://themountainwithteeth.blogspot.mx/
TEXTOS Rodrigo Murguia: Aficionado a la escritura y literatura. Escucha de las voces que vienen descendiendo desde el infinito. Poeta del espíritu.
Adrián "Pok" Manero, tras años como lector asiduo, decidió que el siguiente paso en su manía consistía en elaborar sus propias ficciones. Ha publicado cuentos en la Segunda antología Caligrama de cuentos de Horror, Fantasía y Ciencia Ficción, El séptimo círculo (resultado del taller La escena narrativa de la escritura: Un trazo subjetivo de la violencia, impartido por Eduardo Antonio Parra) y en la revista electrónica Entre cronopios. También escribe reseñas para el sitio de internet de Pánico de masas y en su blog personal, vinetaspalabrasyfotogramas.blogspot.com. Se dedica compulsivamente a leer comics y libros y a ver películas, quisiera ser como los gatos y disfruta escribiendo sobre sí mismo en tercera persona.
Ana Paula Rumualdo Flores Abogada confesa. Expía sus culpas a través del cine y la literatura de género. http://elferetro.posterous.com/
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lo
común.
Patricia K. Olivera (Montevideo, Uruguay. Abril, 1970) Escribe
bajo
el
nombre
de
Patricia
http://mismusaslocas.blogspot.com,
O.
(Patokata)
en
sus
blogs:
http://mismusascuenteras.blogspot.com,
y
http://patokata.wordpress.com. Colaboradora frecuente de Revista miNatura de la Breve y lo Fantástico, Revista Literaria Pluma y Tintero y Revista Literaria Palabras. Tiene su columna de microrrelatos: Desvaríos de Musas, en La Pluma Afilada.
Bernardo Monroy nació en 1982 en México D.F. y actualmente vive en León, Guanajuato. Es periodista y ha publicado el libro de cuentos “El Gato con Converse” y la novela “La Liga Latinoamericana”, así como la novela electrónica “Slasher”, disponible gratuitamente en el portal http://www.zonaliteratura.com/ Es aficionado a los videojuegos, los cómics y los géneros de terror, fantasía y ciencia ficción, y escribe porque está frustrado, ya que nunca pudo ingresar a la Escuela de Jóvenes Dotados del Profesor Xavier. Sus textos han sido traducidos al klingon y al élfico.
Mauricio Absalón escribe Ciencia Ficción y Terror, aunque le gusta escribir de todo en realidad y que el género sea un recurso, no tema. Ha publicado en las revistas electrónicas Axxon y Forjadores y en tres antologías impresas de cuentos junto con otros autores. Actualmente produce el largometraje independiente Kamïk, con guión de su autoría.
Manuel Buendía Estrada (Toluca, 1980). Es licenciado en lengua Inglesa. Cursó el Diplomado en Creación Literaria en la escuela de escritores “Juana de Asbaje” en Metepec, Estado de México. No escribe cuentos, ellos lo escriben a él.
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Dante Vázquez. Aprendiz de Poeta. Nació en la Ciudad de México hace muchos años. Durante un tiempo cursó la carrera en Psicología en la UAM-X. Fue becario del Primer Taller de Narrativa Literaria de la Revista Hotel y finalista en el VIII Certamen de Literatura Hiperbreve Pompas de Papel 2011. Actualmente comparte lo que escribe en: www.poesiaspoemas.com/dante-vazquez-maldonado http://www.dantevazquez.wordpress.com
Mi
nombre
argentina
es
y
Diana
tengo
Beláustegui,
impresos
soy
cuentos
en
textos
es
distintas antologías de mi país. El
blog
donde
publico
los
www.elblogdeescarcha.blogspot.com Mail: beladiana@arnet.com.ar
Javier Angulo (Culiacán, 1985). Ver demasiada televisión en su infancia le produjo una obsesión con la cultura pop que trata de desahogar por medio de sus textos. Actualmente escribe la columna Surrealismo Crudo para el periódico El Debate en Sinaloa, y tiene un blog que dice que se trata de todo, por no decir que se trata de nada: http://mondobop.blogspot.com
David Rubio Esquivel. Estudiante de la licenciatura en Psicología Social
de
la
Metropolitana.
Universidad Ávido
lector
Autónoma de
libros,
novelas gráficas y periódicos de nota roja. Apasionado fan del séptimo arte. Escribe cuando oscurece. Duerme ocasionalmente cuando amanece.
Alfredo “Afel” Cervantes Guzmán. 22 años. Estudiante de informática en la UNAM. Juega a ser escritor en su tiempo libre, algunos creen que podría dejar de jugar y dedicarse de verdad a que las letras llenen su corazón. Mi
blog,
Twitter,
y
demás
redes
sociales:
http://about.me/Afel “Escritos cortos para mantener la cordura… debo escribir o me consumiré…”
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Alfonso Treviño es ingeniero en sistemas computacionales por profesión, divulgador científico aficionado, miembro de la Sociedad Astronómica del Planetario Alfa y el autor de The Light
Hunters,
publicada
como
e-book
para
Kindle.
Actualmente vive en Monterrey, N. L. Más información en las siguientes ligas. http://www.amazon.com/AlfonsoTrevi%C3%B1o/e/B0079R10LK/ref=ntt_athr_dp_pel_1 http://www.scivergence.com
Miguel Antonio Lupián Soto (1977) Ex alumno de la Universidad de Miskatonic, feligrés de la iglesia Cthulhiana y devoto de San Lemmy. www.mortinatos.blogspot.mx http://www.mortinatos.tumblr.com @mortinatos
Alejandra Elena Gámez Pándura (1988) Tras estudiar biología, dejó de hacerse coco-wash y se aventó a realizar lo que más le gusta. Ahora inventa historias y está intentando transmitirlas a través de dibujos, imágenes, escritos,
y
espera
que
en
un
futuro
también
como
animaciones (cosa que aún sigue siendo un fantasioso sueño). Nada de lo que hace es realizado profesionalmente, tan sólo es una apasionada de los libros, las películas, los cómics,
etc…
Nada
fuera
de
lo
común.
http://themountainwithteeth.blogspot.mx/
DIRECCIÓN, DISEÑO Y EDICIÓN
SELECCIÓN
Miguel Antonio Lupián Soto
Ana Paula Rumualdo Flores Miguel Antonio Lupián Soto
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