Los álamos. José Manuel Calvo Pina. IES El Carmen. Cazalla de la Sierra.

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Entre montañas y hondonadas unas casas blancas alzan sus tejados y azoteas hacia un Sol que despunta en verano, soportando alguna que otra nevada que arrasa el pueblecillo en época estival. Fuentes, historia, aguardiente, alma, esplendor. Cazalla. Es este un pueblo del sur al que, francamente, no puedo sino sentirme orgulloso de pertenecer. De nacer. Tengo impreso en mi retina el más detallado mapa de sus caminos, de sus calles estrellas y tuertas, de sus cuestas de adoquines y plazas de ensueño. De sus parques, sus iglesias, de sus árboles… pero, ¿a dónde voy? No estoy aquí para hablaros del amor ciego que profeso a mi pueblo. No, no. Vamos mucho más atrás. A los veranos de finales de los 90 o principios del 2000. Era yo, por aquel entonces, un crío. Pero no como los de ahora, qué va. Antes éramos más vergonzosos, más introvertidos. Los de hoy fácilmente levantan la mirada a ‘los chicos mayores’. No sé si para bien o para mal. Tampoco ha pasado tanto; tengo 17 años. Pero, si cierro los ojos, si me presento en las calles cazalleras de antaño, en sus plazas, no todo sigue tan igual. Mi casa, al menos, ha permanecido donde estaba: justo en la linde de la localidad. Yo no era ciertamente amigable, ni tampoco requería de compañía continua, quizás a diferencia de ahora. Por esto, mientras muchos otros chicos pasaban sus tardes jugando en la placita de La Noria, yo empleaba mi tiempo libre tras las clases en expediciones en el campo, en el extenso olivar que hoy se ha convertido en un vasto esperpento de cemento y acero. En lo que es hoy el polígono industrial de nuestro pueblo. En tardes soleadas, de esas que arrancan destellos hasta de los cabellos más oscuros, cazaba yo en sus llanuras mariposas que danzaban como veelas alrededor de las flores que asomaban, primerizas, en una tímida y joven primavera. Me maravillaban sus colores, sus formas, la precisión exacta con que la naturaleza elaboraba cada una de ellas, y luego las liberaba absorto en el batir de unas alas que desfallecerían al corazón más enhiesto. Sentía en aquellas tardes una grata sensación, cálida, que me hacía sentir sorprendentemente tranquilo. Ahora, recordándola, sé que se llama libertad. Sin embargo, quiero dejar de hacerme parecer el protagonista de este breve relato, porque no lo soy. Tampoco la Cazalla antigua, ni las mariposas de la llanura. Los protagonistas son unos vecinos suyos, seres de otro medio, diferentes, de los que sin embargo sé que están conectados en un ecosistema vivo que no deja de latir. Estoy hablando de los renacuajos. A mano izquierda, tras subir la empinada cuesta que llevaba desde mi casa a la llanura, una hendidura en el suelo retenía las aguas que llegan tras el frío invierno de la sierra. Recuerdo que, cada año, cuando las lluvias cesaban y la primavera arremetía contra los últimos vestigios del frío para hacer frondosos a los árboles y verdes a los prados, aparecían cientos de pequeños renacuajos que poblaban los charcos en una explosión de vida que a mí me enamoraba.


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Los álamos. José Manuel Calvo Pina. IES El Carmen. Cazalla de la Sierra. by Núñez Pacheco - Issuu