7 RELATOS CONTRA LA VIOLENCIA DE GÉNERO UPZ

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Lecturas Ilustradas contra la violencia de género

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ARMARIO MAGICO Escuchó un ruido y se escondió dentro del armario. Lo había hecho suyo desde el primer día que lo vio. Era grande, amplio y con muchos recovecos y puertas interiores, que tan solo él sabía que existían. Recordó los libros de Harry Potter que había leído. En ellos, los magos se transportaban a través de muebles y edificios viejos. Empezó a ser su sitio ideal para esconderse. Se habían mudado a una casa en el monte, a medio kilómetro del pueblo más cercano, donde tan solo vivían tres familias. Su habitación tenía dos ventanales enormes y estaba en la parte trasera de la vivienda. Allí la negrura de la noche invitaba a los fantasmas de la imaginación a inventar nuevos episodios de miedo. Pero ese día el ruido fue diferente. Escuchó la rotura de platos y objetos caer. Los gritos de su madre. Movimientos fuera de la casa. Y los ladridos de su perro Lucas, que en minutos cesaron. Cuando todo se hubo calmado, salió de su armario y se aventuró a bajar por las escaleras con el miedo en las venas. Fue llamando a su madre: — ¡Mamá, mamá! ¡Contéstame! - dijo casi llorando. Al avanzar tropezó con los pies de ella. No se le ocurrió encender la luz o quizás sí. Gateó hasta encontrar su cara. Cuando palpó su rostro sintió cómo su mano se sumergía en algo pantanoso. Su pijama también lo fue absorbiendo. Al tocar el cuerpo de su madre percibió su respiración. Ella, con un hilo de voz le dijo: —Tienes que ir a pedir ayuda, cariño. Cuatro hombres del pueblo y la guardia civil llegaron a media noche. Su madre y sus hermanos estaban muertos. Su padre no se encontraba en la casa. A él lo metieron en un orfanato. Cuando se hizo mayor, el psicólogo del centro le contó que el asesino de su madre y sus hermanos había sido su padre. Han pasado muchos años desde aquel terrible suceso y él lo ha guardado en su memoria, preguntándose: — ¿Por qué mi padre no me mató a mí? Quizás el viejo armario sí tuviese algo de mágico y me transportara, salvándome la vida.

Mª Jesús Giménez Tomás. Taller Escritura Creativa Centro UPZ


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SILENCIOS Y MENTIRAS Volvía a casa tras un café con mi hijo. Andaba amparada en la coraza construida durante muchos años. Me acompañaba esa careta de silencio cobarde y vergonzante. Mi hijo me preguntó si creía que su padre estaría orgulloso de él, disimulé el temblor de mis manos y asentí besándole, -Por supuesto cariño, muy orgulloso. Hay cicatrices que por mucho tiempo que pase continúan anunciando lluvia. En casa ya, me quité los zapatos, me dejé caer en el sillón que me abrazaba desde siempre. Amargas lágrimas aparecieron desmaquillando mi sonrisa. Recordé la única bronca que mantuve con él delante de mi hijo, aquella en la que saqué toda la rabia que me habitada desde hacía veinte años. Tras un enfrentamiento en el que amenazó al niño, me coloqué delante y en voz baja le dije: - Coge la maleta y desaparece de nuestra vida, no voy a permitir que destroces a mi hijo como has hecho conmigo. Con catorce años, queriéndolo a pesar de todo, mi hijo lloraba al suplicarme que le pidiera que no se fuera, estaba muy enfermo, donde iría... - No te preocupes, no se irá, sabe que solo nos tiene a nosotros, nunca ha tenido arrestos para irse. Por supuesto no se fue, nos quedaba un largo año de agonía anunciada. Como siempre, al día siguiente, todo era normalidad. Experto en jugar a ser maravilloso socialmente y un sádico en casa; magnifico encantador de serpientes. Una semana antes de su fallecimiento me sorprendí en el pasillo del hospital, diciéndole a mi amiga, la única que conocía algún episodio de nuestra convivencia - Llevo toda mi vida intentando separarme de él y ahora no sé lo que voy a hacer sin él. Ella me obligo a mirarla sujetándome los hombros y me dijo: - Delante de mí, ni se te ocurra decir eso. Como puedes olvidar en el saco de huesos en el que te convertiste, la imposibilidad de firmar cualquier documento , los cardenales, la falta de dinero, creerte que no valías nada, que no eras nada, que no tenías a nadie a tu lado. No, delante de mí, no te atrevas a decirlo. Demasiados episodios que más que dolor me provocan vergüenza. Las palabras y las vejaciones me dolían más que el miedo y los golpes. ¿Cómo decirle a mi hijo que él siempre amó más a una botella que a nosotros? Continuos silencios y mentiras. Lo peor es que reconozco que su esqueleto no ha salido de mi armario. Begoña Muniente.

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COMO UNA CUERDA DE VIOLÍN Aquella noche no durmió, tenía un nudo en la garganta. Era viernes. Noche de juerga. Él no había regresado aún, estaría bebiendo con sus amigotes en cualquier bar. Riéndose a carcajadas, contando chistes verdes, diciendo frases soeces, dándole algún toque a la camarera que estuviese a tiro; amagándose golpes, empujones, los penosos rituales del clan de los supermachos. “¿Qué hora será?”. Miró el reloj de la mesilla, marcaba las 2.30 Incapaz de dormir bebió un sorbo de agua del vaso que tenía siempre a mano. Apagó la luz. Inquieta, asustada, no lograba relajarse. ¡Necesitaba tanto dormir! En cambio, se puso a recordar el enfado de él antes de salir; que tampoco era el primero del día. Ya por la mañana el café estaba demasiado caliente: — ¿Quieres que me queme la lengua, imbécil? ¡Y no pongas esa cara de víctima que no ha roto un plato! Por la tarde era la camisa azul que no estaba planchada, justo la que él quería. — ¡Eres una vaga y una inútil! ¿Tendré que pagar para que me planchen las camisas estando tú en casa sin hacer nada? Al irse la empujó al pasar, con la intención de que perdiera el equilibrio o la paciencia. Seguro que le apetecía mucho que ella reaccionara y le diera “motivos” para, de una vez, estamparla contra la pared o romperle la boca de un puñetazo. Ante las provocaciones, ella, muda, se refugiaba en el baño. Volvió a mirar el reloj: las cuatro. ¿Se salvaría esa noche? ¿Aceptaría él dormir solo en la cama grande? Como su hijo pasaba el fin de semana con un compañero de clase, ella buscó refugio en la habitación del niño, con la esperanza de que no la forzara como siempre que volvía borracho. Revivió el asco, el dolor, la vergüenza, los golpes. Era inútil negarse, suplicar, él la humillaba con más ganas y más brutalidad si cabe. Por lo menos esta noche no estaba Miguel, su hijo no tendría que pasar por todo eso otra vez, como cuando tenía que protegerlo con su cuerpo o consolarlo cuando lloraba asustado por los gritos y los golpes. —No llores, no seas nenaza— le decía él con furia y lo mandaba a su cuarto para que no se interpusiera entre él y su madre. — Mamá, ¿estás bien? ¿Te ha hecho daño, mamá? Pobre ángel, cuánto llanto, miedo y sufrimiento. Y ¡solo tiene siete años! Ha tenido que madurar a marchas forzadas y habrá cantidad de escenas horribles, humillantes que nunca olvidará. Tiene que hacer algo, mañana mismo irá a pedir ayuda. ¡No puede más! Oye ruidos en la puerta. Es él. Todo su cuerpo se tensa como una cuerda de violín. Se tapa hasta la cabeza con el edredón de dibujos infantiles que huele a su hijo. Finge dormir. ¡Si solo la dejara en paz! Lo oye usar el baño, ir al dormitorio, maldecir, llamarla: —Ven putita, ven, ¿dónde te escondes? Está abriendo la puerta, entra luz. Se acurruca más, como un feto en el vientre de su madre. Él la coge por el pelo, la arrastra fuera de la cama. Con el primer golpe se desmorona como una muñeca de trapo. CLAUDIA THIELE

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Doctor en desvergüenza. ¡Uf…! Ya estoy en mi tierra. En este mes de asueto intentaré relajarme y desconectar. Últimamente, mi alumna predilecta estaba un pelín pesada. Recuerdo la escena en nuestra última cita del curso; noté como si mi Marita quisiera decirme algo, pero sin decidirse. —Heriberto, si me quedara embarazada… ¿Te casarías conmigo? –Me soltó sin venir cuento.

muy a

—Claro que sí, princesa; -dije por contentarla- abandonaría a mi familia y viviría contigo. Y cuando termines tu carrera te convertirías en mi ayudante. –añadí. — ¡Oh, Heriberto! ¡Qué feliz me haces sentir…, y cuánto te quiero! —¡Oye, pero… ¡¿No estás encinta, verdad?! Con las precauciones que tomamos, es Imposible. —¿Eh…? -Tardó un poco en contestar- No, no creo, vamos. Marita asiste a mi clase, no vale gran cosa pero tiene unos pechos y unas caderas irresistibles. Me gusta solo para satisfacerme; como pago, yo le apruebo los exámenes. Además, yo no la busqué; se me ofreció en bandeja, y uno no está para desaprovechar ocasiones. En cualquier caso, si se queda preñada que aborte, que es legal; pero que no me maree. Porque si veo las orejas al lobo, pongo tierra por medio y que me echen un galgo. Lo tengo claro, yo no cargo con el mochuelo. No voy a ser tan torpe como el profesor Carrascón, que una docente le reclamó la paternidad de su hijo y él, sin comprobaciones, dijo a todo que sí; con intención de seguir beneficiándosela, claro; y ahora sin catarla, está pagándoles manutención a ella y al niño. Eso sin contar que una noche en un callejón, sin saber cómo ni quién, le administraron una somanta palos que aún le cambia la color cada vez que varía el tiempo. Denunció, pero la con falta de pruebas y la presunción de inocencia en vigor, la señora juez decretó sobreseimiento. Ah, y de propina su esposa e hijos lo echaron de casa y también les esta pagando el sustento.

Vicente Galdeano Lobera. Taller Escritura Creativa Centro UPZ


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Naturaleza alfa Al entrar al Departamento de Gestión Cultural detrás de la mampara de cristal mate, un felino me observaba detenidamente. El día siguiente, el muy ladino me invitó a un café. Rechacé. Él insistía: «inserción institucional.» Barrunté en su mirada el compromiso, cuando me besó casi en la comisura de los labios. Quería arrimarse. Demasiado, pensé. Otro día, me invitó a comer. Rehuí. Mientras en mi miente zigzagueaba la frase «qué misterio, ninguna chica se queda aquí más de tres meses», de la secretaria desengañada. Pablo era fuerte, estaba bronceado, llevaba barba larga, pantalón verdemar al tobillo y camisa ceñida a su cuerpo anilina. Sus dotes de persuasión me doblegaron a la tercera semana. Fue un viernes. No más cruzar el puente de Piedra estaba su casa. Él me la enseñó como una ruta turística. La máscara africana del salón, me dio la bienvenida; en el dormitorio, pececitos dorados flotaban en la cama de agua, y me hacían señas con sus aletas; en el baño, sobresalía el imponente solárium. El toque rústico del decorado, según él, traía la influencia positiva de lo mejor de los mundos. Luego siguió con su primitiva embriaguez mientras yo mordisqueaba quesos, tomaba champan. Una pintura Fang. Dijo serio, apuntando a la pared verde césped. Tiene un toque picassiano... La argucia no me funcionó. Me interrumpió, añadiendo soberbio que, lo más parecido, era una cierta expresión ubicua de líneas y formas. Su vehemencia melosa parecía contradecir las rudimentarias figuras de madera. Eran como gruñidos a la espera de la presa vacilante. Aquel olor hostil estaba a cada segundo más cerca que Picasso de una nueva conquista. De pronto, sus manazas posaron sobre mis hombros. Mis músculos se tensaron y las ahuyentaron como moscas. Debería haberle abofeteado, en cambio, dije, los Fang no desprecian las formas, ¿no?; y me alejé con mi amable ingenuidad a tomarme otro trago de champan. Caballeroso, arrastró la silla. Me senté. Lo miré de reojo. De paso, me acarició los brazos. Se excusó guiñándome el ojo. Comía con voracidad. Tanto la ensalada de quinoa con aguacate como el filete gelatinoso escondido en salsa verde. Entretanto, hablaba de sus propuestas culturales con fe mesiánica. Desagradables iguales que sus tocamientos. Al retirar los platos, preguntó: ¿Café o gin-tónic? Café, gracias. Desde el sofá oía el crujido de los armarios. Perdóname, Marta, no tengo lo suficiente. No importa. Lo tomamos en la calle. Minutos después traía una bandeja con espirituosos rosáceos, con limón como bandera y semillas flotantes. Mientras apuntalaba los beneficios de la nebrina con afectación, intentaba besarme. Lo aparté con esfuerzo y huí de aquella confluencia repulsiva. Aquel fue el último día de mi primer trabajo.

Gilmar Simoes. Taller Escritura Creativa Centro UPZ


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No me atrevo Entre semana casi todos los días ando una hora, u hora y cuarto, los sábados y domingos no puedo. Ese momento lo dedico a darle vueltas a la cabeza con mis cosas. Qué hacer para cenar el próximo viernes que tenemos invitados, o cómo afrontar los desplantes de mi marido y sus ausencias, cada vez más y más largas, más agrias. Hoy, he elegido un recorrido largo. Necesito pensar un buen rato, centrarme y tomar una decisión que se está demorando demasiado. Iré hasta el puente verde por el camino de la Alfranca, de ahí a Santa Isabel y vuelta por la ribera del Gállego. A estas horas suelo cruzarme con gente. Gente que, sin saberlo, me ayuda imaginando que harían ellos en mi lugar. Estoy cerca del puente verde. Acaban de adelantarme dos mujeres de mediana edad. —Buenos días. —Buenos días. Hacía rato que llevaba sus voces y sus risas a mi espalda. Tenía curiosidad por ver cómo eran, pero no me había atrevido a darme la vuelta. Había vida en sus miradas, gracia en sus pasos. No podían tener un problema como el mío, y si lo habían tenido ya lo habían resuelto. Prefiero pensar esto último, e imaginar cómo habían tomado la decisión que a mi tanto me cuesta. Seguro que, tampoco a ellas, nunca su trabajo en casa había sido valorado. Que tener hijos, el primero, era una obligación y un capricho de la madre los siguientes. Que, como yo, habían tenido que oír día tras día lo poco que valían. Al principio como una broma que hay que reír sin ganas, luego como un martilleo constante que se acelera conforme pasan los años. No tenía el ánimo de hacer sola el tramo del Soto hasta el Gállego, demasiadas cosas dándome vueltas. Una pequeña carrera, y sin pedir permiso me he unido a un grupo mixto de jubilados que andaban por delante. Ellos tan apenas me han dedicado una mirada, ellas sí. Me han sonreído con ternura. Con esa ternura que roza trazos de tristeza, como si supieran lo que me pasa. Quizás lo sabían, por experiencia. Ya estoy en el camino de vuelta. Un poco antes de pasar por el puente de madera me he cruzado con dos parejas en bicicleta. Los chicos iban delante, pedaleaban en paralelo con brío, hablando animadamente. Ellas detrás, a unos metros, sin hablar, rojas por el esfuerzo de mantener el ritmo y la distancia con ellos. Me pareció que tenían ganas de terminar esa excursión lo antes posible, o no haberla empezado nunca, como yo. Vuelvo al punto donde inicie mi paseo, es un recorrido circular. Lo malo de los recorridos circulares es que finalizan donde empiezan. Hoy, como ayer, ni haré ni diré nada, todo seguirá igual. Puede que otro día elija un recorrido lineal, que me lleve lejos de donde estoy ahora, a ver si me atrevo. Ignacio Solá

Taller Escritura Creativa Centro UPZ


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SÓLO ESO A esas horas de la noche, una angustiosa sensación de desconcierto y desamparo infantil ya se le había echado encima y le mantenía replegado en el rincón más oscuro del apartamento. Ahora, incluso podría dar lástima. Unas horas antes había llegado a casa y ella no estaba. ¿Cómo que no estaba? Imposible. Ella sabe de sobra que eso le saca de quicio. Desde el recibidor la llama. Más fuerte. Grita su nombre. Nada. Incrédulo, mira en el dormitorio; claro, quizá se estaba arreglando para él. Nervioso, se asoma al baño; se estará poniendo ese perfume que a él tanto le gusta. Corre a la cocina; más vale que la encuentre guisando su plato favorito. «¿Pero, dónde cojones?...». A zancadas, recorre de nuevo dormitorio, baño, salón, cocina. Furioso, aprieta con fuerza los puños y gruñe entre dientes: «Cuando la coja...». Ya fuera de sí, las habituales patadas al malherido sofá y los puñetazos que buscan enajenados el último trocito todavía ileso del cuerpo de su mujer. Y el alcohol que confunde, enturbia y finalmente inunda su mente de caras, risas y burlas de novios pasados. Imágenes tortuosas de los otros le encelan y reclaman, ávidas, más alcohol. Con los ojos rojos de ira y borrachera, la lengua áspera, los dedos torpes y agitados, teclea en su móvil. Llama al cretino del suegro, a la gilipollas de la amiga e incluso a la subnormal de la cuñada «que no me traga, pero ya la pescaré». No son preguntas de inquietud, de preocupación, de querer saber que ha cenado con ellos y se le ha hecho tarde pero enseguida coge un taxi. Son humillantes interrogatorios de cuchitril nauseabundo, flexo cegador y sangre seca en el suelo. Y amenazas y juramentos. Pero nadie sabe, nadie delata, nadie traiciona; ya. Y ¿qué esperaba el miserable? ¿Que iban a arrojar a la hija, la amiga, la hermana, otra vez, a las garras de la fiera? ¿Pero qué fiera? Si él la adora, si no puede vivir sin ella. Si lo que pasa es que pensar que puede perderla le supera. ¿Pero es que nadie le entiende? Es amor. Sólo eso.

Nuria G. Pardo Lage

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