Cuentos del globo 3. Reinos lejanos

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Cuentos del globo 3

Reinos lejanos ASIA - EUROPA - AMÉRICA Versiones de Lafcadio Hearn, Alexandr Afanásiev y Henry Gougaud Selección de textos: Ruth Kaufman

Ilustraciones: Guillermo Decur Lucas Nine Mariano Grassi Claudia Legnazzi




Japón Lafcadio Hearn

Catorce siglos atrás, el joven pescador

Urashima Taro zarpó en su bote desde la costa de Suminoye. Dejó que su bote fuera a la deriva mientras él pescaba. Se trataba de un bote extraño, sin pintura y sin timón, con una forma que seguramente ninguno de ustedes ha visto. Pese a ello, después de mil cuatrocientos años, aún quedan botes de ese tipo en las antiguas aldeas de pescadores que hay en las costas del Mar del Japón. Tras una larga espera, Urashima capturó algo y lo arrastró hacia él, pero vio que solo era una tortuga. Sin embargo, una tortuga es sagrada para el Dios Dragón del Mar, y puede vivir mil, quizá diez mil años. De modo que matarla es un grave error. El

muchacho desenganchó delicadamente al animal de su línea y lo dejó ir, elevando una plegaria a los dioses. Luego, ya no atrapó nada más. El día transcurría extremadamente silencioso y tibio. El aire, el mar y todas las cosas estaban quietas, y Urashima sintió una gran somnolencia. Pronto se quedó dormido en el fondo del bote que derivaba sobre las olas. Entonces emergió de las aguas una encantadora muchacha, vestida de azul pálido y carmesí, con una cabellera negra larga hasta los pies, como solían lucir las hijas de los reyes hace mil cuatrocientos años. Llegó hasta el bote deslizándose sobre la superficie del mar, tan liviana como el aire: se detuvo sobre el muchacho dormido en el bote y lo despertó tocándolo con gran delicadeza. —No te asustes ni te sorprendas. Mi padre, el Rey Dragón del Mar, me envió a ti

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Urashima



del mar que se inclinaron ante Urashima, reconociéndolo como el futuro yerno del Rey Dragón. Así fue como la hija del Rey Dragón se convirtió en la novia de Urashima, y se celebró una boda tan esplendorosa como se pueda imaginar. Y el regocijo reinó en el palacio largo tiempo. Cada día era para Urashima una fuente de nuevas maravillas y placeres: maravillas de lo profundo del mar, traídas por quienes eran ahora sus sirvientes, y cálidos placeres de la tierra, allí donde siempre es verano. Y así pasaron tres años. Sin embargo, a pesar de todos esos increíbles dones, cada vez que el joven pescador pensaba en su familia, que quizás estaba aún esperándolo frente a la costa, sentía una gran angustia en su corazón. Así que finalmente le rogó a su esposa que lo dejara ir a casa por un breve tiempo, solo

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por tu noble corazón. Hoy liberaste a una tortuga, así que iremos al palacio de mi padre, en la isla donde siempre es verano, y seré tu esposa y flor, si lo deseas. Viviremos allí felices por siempre. Urashima se maravillaba más y más a medida que miraba a la muchacha. Era más bella que cualquier criatura humana, y no se podía sentir por ella más que adoración. Espontáneamente, ella tomó un remo y él tomó el otro. Y remaron juntos, como esposo y esposa, alejándose de la costa occidental, mientras los botes de los pescadores quedaban atrás, perdidos en el oro del atardecer. Remaron suave pero rápidamente sobre las aguas calladas, hacia el sur, hasta llegar a la isla donde siempre es verano, donde se hallaba el palacio del Rey Dragón del Mar. Extraños sirvientes se acercaron a recibirlos con ropas de ceremonia, criaturas


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para hablar con sus padres, y le prometió que regresaría en seguida. Al escuchar esas palabras, la princesa empezó a llorar y sollozó silenciosamente durante un largo rato. —Si realmente irte es tu deseo, debes ir. Pero tengo mucho miedo de tu partida; temo que no volvamos a vernos. Te daré una pequeña caja para que lleves contigo. Te ayudará a regresar si haces lo que te digo: por encima de todas las cosas, pase lo que pase, no debes abrirla nunca. Porque si la abres, ya no podrás volver, y entonces jamás nos veremos otra vez. La muchacha le dio a Urashima una pequeña caja lacada, atada con un cordón de seda. (Y esa caja puede verse hoy en día en el templo de Kanagawa, en la orilla del mar, donde los sacerdotes conservan también la red de Urashima y algunas joyas raras que él trajo del reino del Rey Dragón).

Urashima tranquilizó a su esposa y le prometió que nunca jamás abriría la caja, ni siquiera aflojaría el cordón de seda. Luego, atravesó el esplendor de la luz del verano, las olas dormidas y silenciosas, y finalmente dejó atrás la silueta de la isla del Rey Dragón, como si hubiese estado en un sueño. Al poco rato, volvió a ver las montañas azules de Japón, recortándose en el aire brillante del día, hacia el norte. Y otra vez se deslizó por la bahía donde había nacido y llegó con su bote a la playa. Sin embargo, al bajar a tierra, sintió que no podía hallar el camino. Todo aquello con lo que se encontraba, todo lo que veía, le producía un terrible desconcierto, la más terrible duda. Los lugares eran los mismos, pero ya no lo eran. La aldea de sus padres había desaparecido. Había allí una pequeña ciu-


rado, y le pidió que le repitiese la pregunta varias veces. Finalmente exclamó: —¡Urashima Taro! ¿Pero de dónde sales tú que no conoces la historia? ¡¡Urashima Taro!! Hace más de cuatrocientos años que se ahogó en el mar; hay un pequeño monumento erigido en su memoria, en el cementerio. Las tumbas de toda su gente, sus familiares, están ahora en el viejo cementerio que ya no se usa. ¡Urashima Taro! ¿Cómo puedes ser tan tonto de preguntar por su casa? Y el viejo pescador se alejó cojeando, aún riéndose de la simpleza del muchacho que le había hecho semejante pregunta. Urashima fue al viejo cementerio ya sin uso, y allí encontró su propia tumba, y la de su padre, su madre y su descendencia, así como las de muchas otras personas que había conocido. Cuanto más viejas eran, más invadidas por el musgo estaban las lápidas y más difícil era leer los nombres en ellas.

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dad, pero las casas no eran las mismas, ni los árboles, ni los prados, ni los rostros de la gente. Todos los puntos de referencia conocidos se habían perdido: el templo había sido reconstruido en otro sitio y los bosques se habían desvanecido de los alrededores. Solo la voz del pequeño arroyo que corría entre piedras y la forma de las montañas eran las mismas. Todo el resto era desconocido, extraño y nuevo. En vano trató de encontrar el rastro de sus padres: el barrio de pescadores lo asombró como ninguna otra cosa, quizá porque le había sido tan familiar en algún momento. No podía recordar ni identificar uno solo de los rostros que veía. Finalmente, Urashima encontró un hombre muy viejo, que caminaba ayudado por un bastón, y le preguntó el camino a la casa de la familia de Urashima Taro. El hombre se quedó mudo un instante, azo-



Guillermo Decur

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