Entrevista a Octavio Armand

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Entrevista a Octavio Armand (Cuba, 1946)

UBA KWAIDAN SEVERO SARDUY VAN GOGH SADOMASOQUISMO DIALÉCTICA DEL AMO Y EL ESCLAV PÓN ESCRITO SOBRE UN CUERPO CINE VOZ Y ESCRITURA LA SIMULACIÓN HOMERO HEGEL MÁSC LISES NARCISO ESPEJO TERTULIANO MIRADA JOYCE AZAR CASTRACIÓN VENEZUELA CUBA KWAID VERO SARDUY VAN GOGH SADOMASOQUISMO DIALÉCTICA DEL AMO Y EL ESCLAVO JAPÓN ESCRIT

Por Johan Gotera


Entrevista realizada por Johan Gotera Diseテアo y maquetaciテウn: Miguel テ]gel Hernテ。ndez Junio 2013


JOHAN GOTERA: En el filme Kwaidan («Historias de fantasmas», dirigida por Masaki Kobayashi, 1964), inspirada en los cuentos japoneses de Lafcadio Hearn, vemos la aterradora escena de Hoichi, el monje ciego asediado por fantasmas. Hoichi también es músico, y recrea con su biwa antiguas batallas que los espíritus guerreros quieren volver a escuchar. Para protegerlo de las visitas nocturnas que lo requieren desde el más allá, los calígrafos cubren el cuerpo del monje con mantras, olvidando una parte, la oreja, un orificio que lo perderá. Severo Sarduy comenta la escena en La simulación —«Me desmayé en el cine», dirá—, y concluye: «Todo lo que no es textual es castrable». ¿Qué relaciones intuye usted entre cuerpo y escritura, entre mirada y audición, a partir de esta escena? OCTAVIO ARMAND: Comencemos por la oreja de un pintor, no la del músico. La oreja de Van Gogh, arrancada según la leyenda como ofrenda a una prostituta. Con ella el pintor pretende privatizar a una mujer pública. Quiere poseerla pero equivoca de abajo arriba la parte del cuerpo. Una posesión inactiva. Una entrega. Una sumisión. Evidentemente idealiza a Raquel para poder colocarla en su cielo estrellado. Como los babilonios, que organizan el inquieto firmamento intuyendo signos en las constelaciones, él pretende organizar el suyo, que parece una lluvia de estrellas. Lluvia la suya porque aterriza arriba, como una catedral; o sea, interpreta al cielo sísmicamente, como epicentro, y lo surca en el doble sentido de la palabra, sembrando allí a su diosa, semilla de su nada. De ahí el sacrificio de la oreja, que es erupción, desprendimiento, lava. Imagino que deseaba tener a Raquel como modelo. Acaso quiso transubstanciar su cuerpo en el pan del lienzo y el vino de la pintura, haciéndolo invisible para la venta y así devolverlo glorioso para el estreno de la mujer que pudo haber sido su mejor autorretrato. Fetichista, quiere despertar una iconofilia pero solo inaugura sospechas y recelos de iconoclasia. Ofrece pinceles a quien está acostumbrada a penes. Seguramente el halago resulta aterrador. Para que la diosa no se sienta amenazada, debe demostrar que solo él correrá riesgos y peligros en el culto que rinde, tan exaltado como inofensivo. Pintor, no puede extirparse los ojos para la castración simbólica. Por eso se arranca la oreja. El embudo del sonido, que es imán de lo incorpóreo, pabellón del vacío, le sirve de suplencia. Confusión adrede de un sentido con otro. Sinestesia anatómica. Versión muy suya de las Vocales de Rimbaud, donde suenan los colores. Es también, ese fragmento mutilado, como el asa de su cuerpo, taza de porcelana que gira en esa hélice sangrienta, y él entrega en una personalísima ceremonia del té. Pero ni la fulana era japonesa ni agarraba a los cuerpos que complacía por un asa de cartílago sin punta. Su culto no exigía reyes a plazo ni progresivas castraciones. 3


Otra cosa muy distinta es que al músico le arranquen la oreja. Por ahí sí se llega a su tuétano taxativo, a su laberinto primario. Asa útil, la que deja expuesta su cuerpo tachado, para una ceremonia de verdes azotes invisibles. El fetichismo sadomasoquista entre lo invisible y lo visible, entre el amo ensortijado en sus crecidas exigencias ante el esclavo que pretende ocultarse, negándole la música que despierta al vencido, que hace del pasado una erección repetida, ritualizable, lleva a un desgarrón en la frontera de la visibilidad, en el estremecido cielo nocturno —vuelve Van Gogh— donde la voz de Hoichi y las cuerdas del biwa incorporan luces, fantasmas, nobles, guerreros. Durante la noche naval erizada en una taza de té, Hoichi canta la rara épica de los vencidos. Sacrifica el cuerpo a la invisibilidad para poder desplegar como velas voz y cuerdas y a la vez desprenderse de los fantasmas, zarpando al sur de la memorable batalla. Pero los fantasmas que responden al cuerpo visible con reclamos, responden con golpes al cuerpo casi totalmente afantasmado por la escritura que no lo deja bilateralmente desorejado. La escritura tiene como único propósito dejar en blanco a la página. Vaciarla con signos repletos de segundas intenciones. Se supone que el cuerpo desaparezca en los signos, sumergiéndose en la tinta de su propia sombra, hasta decir basta como la inmensidad de la noche acadia en la escritura de los cielos. La escritura es el mar enfurecido que se traga a los guerreros Heike, ondula en los pliegues porosos de la piel, rompe en las articulaciones, se vuelve espuma en la voz y la vibración de cuatro cuerdas. Revivir la derrota es vencer. O casi. Hoichi entona la épica de los vencidos y así estos sienten recompensados sus bríos. Espiritualmente reivindicados, se imponen en un reino póstumo y simbólico que trasciende a la historia. Al fin vengan la derrota. En el recuento por compases donde el tiempo lineal ni cuenta ni se cuenta, nota a nota regresan del fondo del mar como erizos, corales y estrellas, flechas las púas disparadas en el presto, listas para el combate mano a mano las puntas que trepan y enlazan con sus luces las luces enemigas. Veamos bien a Van Gogh. Completemos su metáfora, dándole otro giro a sus girasoles. Sintámoslo como proceso de desmaterialización. Proceso donde sin duda resaltan dramáticos episodios físicos, sobre todo la espectacular mutilación como suicidio por partes, el 4


desmembramiento anatómico que a la sangre como color primario le da una ominosa presencia en la paleta, y que concluye en el rotundo no del suicidio. No menos decisivo, sin embargo, resulta el dramatismo simbólico reflejado en la pintura, tanto en lo aparencial y explícitamente figurativo del autorretrato, como en su conmovedora deriva, la decreciente escalada del abandono, pues son autorretratos vacíos el cuarto, la silla, la pipa, las botas, los zapatos. Inventarios de ausencia. Deseo irrefrenable de convertirse en imagen, de desalojar el volumen en el plano, de quedarse en la helada superficie del espejo, fuera del cuerpo, fuera de la realidad, apagándose en los intensos colores de la luz que parece emanar de sus ojos. Hoichi también padece un proceso de desmaterialización. Al cubrir su cuerpo la escritura lo borra, lo vacía, lo traduce de letra a espíritu, de masa babélica a médula pentecostal. Desaloja a su ser de su estar, aplaca su volumen tridimensional para que se cumpla exclusivamente en el volumen sin dimensiones de la música. El escriba lo criba. La finalidad: hacer de la ceguera un camino de ida y vuelta, convirtiendo al ciego en ciego invisible, para que exista solo como voz, solo como pulsaciones y acordes, sin ver ni verse, expresión pura del espíritu. Al pintar, Van Gogh intenta convertirse en imagen, sombra de colores. Al cubrir a Hoichi la escritura intenta ir más allá aún. Eliminando corpúsculo a corpúsculo las tres dimensiones, trata incluso de apagar su cero, dejándolo sin imagen. Pero el proceso se trunca en la oreja descuidada, olvidada, como si de un árbol talado permaneciera suspendida una rama entre cielo y tierra. El texto inconcluso es un inmenso fragmento. La oreja, tan vulnerable, también lo es. Tensión exasperante de dual ironía: arrancada la oreja visible como hoja en blanco, la invisibilidad resulta plena, completa; y la escritura, que supone apogeos de la mirada, un mirar atento, oculta al cuerpo, oculta al manuscrito. La mirada como palimpsesto borra y se borra en la parte aparte, fuera de contexto, al descubierto en la totalidad apagada, integrada por minuciosos trazos caligráficos al vacío, al tao. Esa oreja merecía mejor destino. Unas pinceladas de Van Gogh, por ejemplo. Hoichi, teatro donde convergen como antagonistas dos tradiciones, la escritural y la oral. La piel sirve de soporte para la primera, el canto patentiza a la segunda. Recubierto de caligrafía, re/vistiéndose a través del signo epitelializado, anatomizado, el cuerpo accede a una desnudez ajena a la suya pero que le sirve de armadura. El único sentido posible de la escritura que suscita es externo a él, pues distrae a la mirada que lo escruta, la aleja, apuntando a la anulación de su perspectiva, que será apenas el punto ciego que desaparece al irradiar y se borra al emitir signos. Estrategia única de tácticas opuestas: tinta de pulpo y 5


bioluminosidad de calamar, esconderse en la oscuridad y esconderse en la luz. Hermetismo del cuerpo que dice estoy en otra parte, no aquí. La dermatografía propaga signos que atraen poderosamente la mirada, pero solo para desviarla, rebotándola mediante los ideogramas hasta extenuarla en un texto de cicatrices sin cuerpo. De manera muy gráfica al desplegarse, y muy dramática también —y aún más gráfica y dramática al dejar de hacerlo—, la incompleta transformación acometida por la escritura convierte a Hoichi en escenario y alegoría. Cuerpo espectacular y especular: quien pretenda verlo, ve signos, ve otra cosa, como si fuera de azogue, y al mirarlo, verlo, solo se recibieran imágenes reflejadas, acaso esas que él mismo proyecta para cumplirse en la ausencia. Se supone que el músico ciego quede minuciosa y exhaustivamente cubierto por un texto sagrado. Espléndidos trazos de caligrafía japonesa pretenden hacerlo invulnerable a los poderosos espíritus de los Heike, que al oír los acordes del laúd de cuatro cuerdas, el biwa, se asoman desde la otra orilla para exigir que Hoichi vuelva a evocar los sucesos de la batalla que siglos atrás perdieran contra el clan rival, los Genji. La invulnerabilidad pretendida para Hoichi es muy particular, pues implica la negación de su propio no. Es decir, entraña una cura por simpatía, una transferencia mágica de su ceguera para afantasmarlo ante los fantasmas. Él se vuelve fantasma como ellos; y ellos, a su vez, se vuelven ciegos como él. No un teatro noh pero sí del no. La transparencia como máscara, como camuflaje perfecto. Transparencia de acuarela para revelar la negación del color, el negro. La escritura sagrada, versión dérmica del anillo de Giges, hará invisible al ciego. Una espectacular poética de la lectura que aspira a la plenitud de la negación, del vacío, del borrón absorbente y exacto. Anticipándose a la lectura, los signos literalmente desentrañan al protagonista, reduciéndolo a texto, luego a papel —a su papel—, a fin de ser un dejar de ser. Anulado, borrado, Hoichi devendría metáfora de un palimpsesto, se haría indetectable. Versión negra de la página en blanco de Mallarmé. Versión al revés, donde la presencia prismática de todos los colores en la luz se trueca en la ausencia de todos los colores, cediendo el blanco al negro y la superficie donde la luz tiene lugar al abismo que la niega. Versión al revés no solo porque la dramática confrontación con los fantasmas ocurre en la alta noche sino porque el oscuro enfrentamiento tanto como los oscuros enfrentados están sumidos y como subsumidos en la oscuridad absoluta. Todos son puntos ciegos en una 6


línea también ciega. Es como si el soporte de una escritura fuese previamente cubierto con un baño de tinta para que cada trazo ahí plasmado se disuelva como minúsculo poro en la piel de la noche, por absorción, combinados solvente y soluto en la armoniosa solución del cero, la nada, la negación mutua. ¿Qué no le insinuará todo esto al espectador, punto ciego él también en la oscuridad de la sala de cine? Entregado a la noche, entregado al abismo con que amaga convertirse la pantalla, el espectador asiste al dramatismo de la luz como a una fiesta que deja ver la belleza del paisaje; la belleza —sí, la belleza— de la violenta lucha sobre el mar revuelto; y la contrapuesta maravilla de la escritura fija sobre el cuerpo absolutamente quieto. Se nos prepara así dentro de la paradoja que compartimos para el estreno de la oscuridad como protagonista. El músico que ni ve ni puede ser visto, y la escritura, neón del no, proyectan ceguera como la luz proyecta imágenes en la pantalla. Hoichi está escondido en su propio cuerpo, escondido en los signos que lo cubren para borrarlo, añadiéndolo como tinta fresca a la tinta de la noche. Proyectar sombras, echar noche, extraña aspiración de un cine no mudo sino ciego. Paradoja de aprovechar la luz y los colores no para iluminar la pantalla sino para apagarla, creando una pantalla negra, donde en la añadida oscuridad ambiental de la sala ni vemos ni nos ven, como si todos fuéramos Hoichi en el solitario apogeo de su voz. El papel de la escritura es borrar el papel. Aparece para desaparecer, sacrificándose al disolver la materia —el cuerpo— que la sostiene. Visibilidad oral y oralidad visible, entraña un papel estrictamente pasivo y referencial como testigo de la voz, condición subalterna reflejada en el protagonista ciego, cuya voz conmueve a los muertos como la de Orfeo conmoviera a Caronte, a Cerbero y al mismo Hades, pero a quien le falla —traiciona— la escritura. La tradición japonesa empalma con los remotos orígenes de la tradición occidental. Las coincidencias sugieren mucho más que un pie de página. Basta recordar a Homero, y en la ceguera de Homero a Demódoco, como matrioska de ciegos con sus enormes noches cada vez más pequeñas, como si el viejo Brueghel también hubiera dirigido un extraño coro de aedas, pintando un ciego dentro de otra noche. La batalla naval entre los clanes japoneses une en una misma marea alta al mar de Oriente con el Mediterráneo surcado ida y vuelta por los aqueos. Genji los aqueos vencedores, Heike los troyanos vencidos, ciegos todos los que pulsan cuerdas y reviven la memoria. En la epopeya griega los dioses no se hacen visibles para todos. En la japonesa también hay un sí y un no en lo visible. La luz ciertamente no se reparte por igual; establece privilegios, premia, castiga; sus rayos improvisan fronteras selectivas, como nos lo hacen ver precisamente estos ciegos, ellos mismos fronteras de luz y sombra enlazadas como guerreros en el canto. Las sombras sin cuerpo del Hades 7


son aquí pequeñas llamas sin leña, candela sin combustible. Solo vemos el zigzagueante revoloteo de esos cocuyos airados y la oreja de Hoichi, la hoja en blanco que será arrancada como la hoja de un calendario, como para quitarle el tiempo al tempo de la música y a la escritura del templo. ¿No insisten ambas tradiciones en la primacía de la voz sobre la escritura al asumir la parábola de los invidentes? Prescindencia de la letra que mata, fueros de la oralidad como espíritu que vivifica. Ambas tradiciones, en el sentido negado, subrayan la jerarquía de la presencia plena, la que se remonta al comienzo del antes, al origen de los orígenes. Ambas, a su manera, aluden a una tradición común: las escrituras sagradas, que son tales precisamente porque no son escrituras sino meras transcripciones de la voz de Dios. Una teofonía. Claro ejemplo, la Biblia, cuyo Viejo Testamento arranca del Verbo, de la voz creadora, que engendra al nombrar, y cuyo Nuevo Testamento, el del Verbo encarnado, culmina en el Apocalipsis de san Juan, el Teólogo, del cual señalo un curioso episodio como punto final: El Teólogo se voltea para mirar la voz que le habla y ve un cuerpo resplandeciente. Es un ángel que se revela en llamas, arco iris, sol, fuego. Muestra un librito abierto y le pide al profeta que se lo coma: «Toma y cómelo, y te amargará las entrañas, pero en tu boca será dulce como la miel». Tal cual. Aunque amargo en las entrañas, en la boca apetente el libro sabe a miel, pues la escritura ha vuelto a su origen oral y divino, endulzando la letra como huella o eco de una voz que a través del profeta volverá a escucharse sin la intermediación muda de los signos. JG: En una de las viñetas de La simulación —cuyo manuscrito usted entregó para su publicación en Monte Ávila Editores—, Sarduy se detiene ante la vidriera de una tienda en el barrio homosexual de Nueva York y reflexiona sobre la oscura dialéctica que le sugieren dos máscaras sadomasquistas. Una —la del amo— tiene orificios para la boca y los ojos, puede ver y hablar, dar órdenes, ordenar; otra —la del esclavo— enceguece a quien la use puesto que carece de orificios para los ojos y apenas deja libre el orificio de la boca, para recibir. La primera máscara implica un oficio dominante, la posibilidad de ver, de escribir el cuerpo del otro; la segunda sólo puede recibir, como en la comunión, el «alimento» que le ofrezcan. Aquí parece darse otra vez el vínculo entre poder, mirada y escritura que anteriormente ha sugerido. OA: Las máscaras que Severo ve en una tienda de la calle Christopher no lo ven a él. No decoran rostros sino vidrieras. Están detrás de un vidrio y no sobre la piel. Solo comprometen a la posible compraventa, expresión quizá de un sadomasoquismo económi8


co que a su vez explota al sadomasoquismo sexual. Son máscaras que ocultan para definir; y definen precisamente en sus vacíos, los orificios que corresponden a orificios anatómicos: la boca, la cuenca de los ojos. No retratan al enmascarado refiriéndolo por alegoría o alusión a terceras personas; al contrario, por la oscura función dialéctica que implican, lo someten estrictamente al orden anatómico y fisiológico y a las pulsiones anónimas del ano y el falo. Un sometimiento personal del ego al id, de la identidad a la carne, previo al sometimiento impersonal del esclavo al amo y del ano al falo. Son mitades asimétricas, desequilibradas, de una despersonalizada transacción violenta. Para Sarduy la dinámica entre cuerpo y escritura es incesante y bivalente: hay escrituras sobre los cuerpos y cuerpos que escriben sobre otros cuerpos, que se incorporan en otros cuerpos, para asumirlos, imitarlos, caricaturizarlos, poseerlos. Cuerpos que son inscripciones, códigos, lenguajes, traducciones, que rigen sus partes gramaticalmente, sintácticamente, como partes de la oración. En el caso de las máscaras, cuya pretensión es desalojar de identidad al deseo para vincular dos cuerpos reñidos en uno solo, hay como una contracción gramatical. Son articulantes y preposicionales; preceden al sujeto/sustantivo como relacionantes, pero para disimularlo, negarlo, objetivarlo, cosificarlo, suspenderlo, engarzándolo innominado en la reducción. Fetichismo recíproco y metonimia dual de la parte por el todo y el todo para la parte. Las máscaras contrapuestas niegan al espejo, solo se reflejan al excluirse como posible convergencia de miradas. Por una parte, hay la mirada obturada del esclavo, mirada de ojos extirpados por oclusión, que despierta de inmediato la temática de la castración simbólica; y por otra, la mirada fálica, casi punzo-penetrante del amo. Mirada, esta, aplicada en dos sentidos: físicamente, se unta sobre lo que mira, lo cubre, lo embadurna, como una escritura oleaginosa, de frote y lamidas; porque mentalmente se proyecta con tesón, con irrefrenable insistencia, y es de enfoque inapelable y constrictor. Es notable otra bivalencia reflejada en el uso de los términos. Práctica clínica, quirúrgica, digamos que de rigurosa aplicación, donde los términos mismos sintetizan las variantes, como si en ellos la teatralidad fetichista aspirara a una escenificación verbal, a la vez definitoria y descriptiva. Un claro ejemplo es la contraposición de polaridades complementarias, de atracción magnética, en el positivo saturar opuesto al negativo suturar, que en última instancia remiten respectivamente al falo y la erección y a la boca o el ano y la castración. Según Sarduy, la escritura sutura todo orificio, cierra al cuerpo. La máscara, también. A la inversa, el travestismo y todo trabajo que exponga al cuerpo satura a la realidad, la colma con la sobreabundancia mimética que pareciera expresar un barroco horror al vacío proclamando que todo es falo y erección, que no hay castración. 9


El mimetismo travesti no anula al falo sino que lo reproduce en el cuerpo femenino; es tumescente allí, no para desaparecer penetrándolo, sino para asomar desde lo aparentemente ajeno. Momentáneo, parpadeante cambio de género, melodramática operación sin cirugía, no pretende borrar el cuerpo propio en el ajeno, sino reafirmarlo, duplicarlo, propagarlo. Falo invaginado, abultado en la vagina, a la cual desplaza, como si la identidad se albergara precisamente en el cuerpo simulado. Escritura de sombras en el tuétano de la luz, pulpo escondido en la tinta y no por la tinta. Un rotundo no afirmativo. El ocultamiento del rostro, que en el caso del esclavo implica la absoluta invisibilidad del amo, y el intento de invisibilidad de Hoichi mediante la escritura dérmica, que opera como amuleto sagrado y pretende desaparecerlo en sí mismo, sugieren tangentes con un episodio mitológico, el anillo de Giges. Lo que rodea, enmascara, forra, oculta —cuero cosido en el ojo y escritura descosida en la oreja—, eso que circuye para borrar, para anular, es anular. Anillo escritura, anillo máscara, anillo amuleto, en el caso de Hoichi deja expuesta únicamente a la oreja y en el caso del esclavo únicamente a la boca, órganos de la expresión oral. La invisibilidad completa del amo y la invisibilidad incompleta del músico se deben a la máscara del esclavo, cuyo único boquete corresponde a la boca, y a la escritura que inadvertidamente ha dejado en blanco, y como al margen, a la oreja. Ciego, el músico no ve, oye; oído, y visto por la oreja al garete, es castigado. El esclavo tampoco ve, pero oye ráfagas de insultos, órdenes, escupitajos verbales; y aunque boquiabierto, no habla: lame, chupa, traga. Sin voz ni habla, es boca anal para el bacanal. Circundados, ambos cuerpos representan un vacío, lo colman como el área de un círculo en relación a su circunferencia, un círculo de cuyo centro —boca, oreja— no escapan. Con su mirada y con su pene/trante pluma, el amo escribe, mana tinta, semen, escritura. Es dedo índice que señala, dirige; y dedo anular, que se pone como anillo la boca ajena, al cuerpo ajeno. Edipo indetectable, incastrable, se somete al interrogatorio de su esfinge, el esfínter vuelto boca, bocarriba, que no estrangula. Lo visible y lo invisible acuden así del encuentro al desenlace con algo de silogismo y mucho de paradoja: el heroísmo sumiso del esclavo, de obediencia audaz y a ciegas, y el mandamiento cobarde del amo envalentonado y como endiosado por la ceguera servil. Saturar y suturar que se conjugan sin nombres ni pronombres. Verbos sin rienda, imperativos sin apelaciones. JG: La historia de Cuba parece dar dos ejemplos que interesarían mucho a Hegel: la 10


historia del sacrificado Manita en el Suelo y la del silencio en que se hunde el poeta Juan Francisco Manzano al ser liberado por su amo. En esas escenas se da una curiosa versión de la dialéctica del amo y el esclavo. ¿Puede el esclavo, en un giro inesperado, darle la libertad a su amo? OA: El azar que te reunió con Severo en las páginas de un libro y luego a nosotros en una librería caraqueña otra vez rima a Cuba con Venezuela. Y es que los dos nombres que mencionas, Juan Manzano y Manita en el Suelo, remiten a convergencias que se reiteran insistentemente desde hace siglos. Me explico con ejemplos. La bandera de Cuba ondeó por primera vez en Cárdenas en 1850. La enarboló el general Narciso López, de origen venezolano, condenado a muerte en garrote vil por luchar en pro de la independencia y la anexión a Estados Unidos. El general Manuel Cedeño, héroe de Carabobo, de quien Bolívar dijo ninguno más valiente que él, era bayamés; y el héroe más valiente de Cuba, Antonio Maceo Grajales, era hijo de Marcos Maceo, pardo venezolano al servicio del ejército colonial, que llegó a Santiago de Cuba en 1825. José María Heredia, santiaguero, vivió durante varios años en Venezuela, adonde su padre había llegado como oidor de la Audiencia de Caracas en 1810. Ese mismo año Manuel de Zequeira, habanero, fue nombrado comandante militar de Coro. En 1881 Martí residió en Venezuela. Admirador de Cecilio Acosta, no así de Guzmán Blanco, tuvo que regresar del trópico entrópico a la nieve de Nueva York. Era de origen venezolano uno de los hombres más ricos de la Cuba decimonónica, Tomás Terry; y también era venezolano uno de los hombres más ricos de la Cuba del siglo XX, Julio Lobo, a quien se le conocía como Rey del Azúcar. Hoy por hoy el hombre más rico de Venezuela es de origen cubano. Creo que con lo dicho ya es suficiente para que Celia Cruz exclame ¡azúcar! y entremos a tu laberinto. Juan Manzano tuvo dos lenguajes: como esclavo, la poesía; como liberto, el silencio. Como esclavo tuvo también prosa. En su Autobiografía, escrita entre 1835 y 1839, cuenta a lo Mira de Amescua su propia próspera y adversa fortuna: niñez de buen trato en casa de la marquesa Justiz de Santa Ana, esposa de don Juan Manzano, a quien debe su nombre y apellido, luego maltrato al cambiar de amo hasta que un nuevo giro de la rueda lo coloca en casa de don Nicolás de Cárdenas y Manzano, donde además de tropezar con su apellido aprende a leer y escribe sus primeras décimas. La Autobiografía lo hizo peligrosamente célebre. Muy pronto traducida al inglés y al francés y publicada en Londres y París en 1840, por Madden y Schoelcher respectivamente, fue utilizada como arma propagandística por los abolicionistas. Célebre como esclavo y celebrado como poeta, en 1836 recibió la liber11


tad a cambio de 800 pesos recaudados por iniciativa de Domingo del Monte y los tertulianos que se reunían en casa de este cubano nacido en 1804 ¡nada menos que en la tierra del cacique Mara, allá por la hoya del Coquivacoa y el relámpago del Catatumbo! Si en el círculo de Domingo del Monte hubiera habido un Tertuliano —así, con mayúscula— quizá tendríamos en criollo el credo quia absurdum, pues Juan Manzano fue más libre como esclavo que como liberto y le tuvo más miedo a la libertad que al amo. Imposible, por lo tanto cierto, hubiera dicho el africano. A Hegel y a Kojève, que comenta La dialéctica del amo y del esclavo, la paradoja hubiera dado cepo a pie de página. La sombra de Tertuliano le queda aún mejor a Manita en el Suelo, alias Manuel Cañamazo. Traspongo los apelativos porque en su caso las paradojas se visten de gala. De entrada, no era hombre de pies en la tierra sino de manos en el suelo. Los pies parece haberlos tenido en una nube. Y lo de Manita en el Suelo, si bien remite con dejo costumbrista a la estampa de brazos muy largos, no excluye otras precisiones, como mano a la obra, rápida en reyerta y cuchillo. Por Cañamazo, Manuel es tela de trama separada, donde borda un episodio de rara valentía y nobleza. Estamos en La Habana, hoy es el 27 de noviembre de 1871. Son aproximadamente las cuatro de la tarde. Ocho estudiantes de medicina, inocentes pero culpados de profanar la tumba de un periodista español, el integrista Gonzalo Castañón, van a ser fusilados de dos en dos y de rodillas ante los muros de los barracones del Cuerpo Real de Ingeniería, entonces aledaño a la fortaleza de La Punta. Estos hechos, tan bochornosos, ocultan otros de signo opuesto. La historia ha consignado los nombres de los ocho estudiantes. Se conocen los pormenores de su vida y de su muerte, que año tras año los cubanos conmemoran dentro y fuera de la isla. Sin embargo, muy poco se sabe de otros cinco mártires que cayeron a tiros y bayonetazos ese mismo día, víctimas seguramente del odioso Cuerpo de Voluntarios. Los cadáveres, que aparecieron en diversas partes de La Habana, sin duda como escarmiento, fueron a parar entre colmillos de tiburón o en tumbas sin nombre. Afortunadamente, de uno de ellos la tradición oral ha conservado nombre y apellido y el singularísimo apodo, que los completa, retratando, caricaturizando al personaje. Supe de Manita en el Suelo a mis veintitantos años, cuando buscaba a Cuba como un tesoro enterrado en Nueva York. Hace ya tanto tiempo que me resulta difícil precisar exac12


tamente cuándo y cómo me conmovió su sombra. Lo cierto es que la anécdota que lo retrata de cuerpo entero me llega a través de un músico, como si ciertas horas de aquel 27 de noviembre se tuvieran que medir en compases para así asomar un tiempo más personal y duradero. Historia secreta, borrada, que se revela inesperadamente en notas sincopadas, como de jazz. Y me la refieren en alusión a la ópera Manita en el Suelo, música de Alejandro García Caturla y libreto de Alejo Carpentier. Pudo haber sido Julián Orbón, íntimo de Carpentier, quien apadrinó a uno de sus dos hijos; o Natalio Galán, sandunguera enciclopedia de la música cubana, sobre todo de la tradición popular, colaborador de Carpentier en La música en Cuba. Vamos primero al azar concurrente, que vuelve a mostrar sus ases en tu terruño, la tierra del sol amada, pues uno de los estudiantes fusilados el 27 de noviembre, Ángel Laborde y Perera, de 17 años, era nieto de Ángel Laborde y Navarro, capitán de la Armada española vencida en la Batalla del Lago en 1823. La convergencia oblicua reúne muchos ángeles en la cabeza del alfiler, pero a este le tocó La Punta y quedó atravesado como para una colección de mariposas. Nuestra interminable conversación aquí se ha separado en preguntas y respuestas, lo cual se justifica, pues con ellas tratamos de apostar contra el olvido. Son mitades que aspiran, como escalones, a unir cielo y tierra. Pero hay mitades que jamás se deben desprender del uno. No se justifica en absoluto que la muerte de los ocho estudiantes haya sido separada de la de los cinco esclavos negros. Son muertes siamesas. Que se haya pretendido una crónica de alto relieve y otra tachada, solapada, advierte lo mucho que la historia debe al olvido. Divide y vencerás, en nuestra crónica anacrónica, aconseja útiles mutilaciones. Ilusiones de papel y ceniza. Ahora existen diversas versiones acerca de los jóvenes negros que murieron al tratar de rescatar a los estudiantes. Una los señala como miembros de la Hermandad Abakuá, especie de masonería negra que luego fue acogiendo a hermanos blancos. Según esta versión, Manita en el Suelo y sus compañeros, todos abakuá, intentaron evitar el inminente fusilamiento porque uno de los estudiantes era cofrade. Digo la versión que yo escuché hace décadas: el fallido rescate se debe a un grupo de esclavos domésticos de una o varias de las familias de los condenados. Eran sirvientes, caleseros, cocineros o quizá reposteros, como por cierto lo fue —y parece que muy bueno— Juan Manzano. En mi versión, los hechos se revisten de una estremecedora ironía. Unos esclavos mueren al tratar de liberar a sus amos. La paradoja es digna de Tertuliano. Y de Hegel. Y de Kojève. En última instancia parece decirnos, o así lo entiendo yo, que quien necesita ser 13


liberado es el amo, no el esclavo. El no-tener y el no-ser del esclavo es la llave que libera a quien supuestamente tiene para que tenga de veras y a quien supuestamente es para que sea de veras. Solo será libre el amo, solo será manumiso, él también, si el sometido deja de someterse y de someterlo a la esclavitud. Solo será más el amo al ser menos que su propio esclavo, reconociéndose como esclavo del esclavo. La liberación del esclavo es insuficiente. La liberación solo se da, solo se completa, cuando el esclavo libera a su amo. Lo libera y lo perdona. Pues el sometimiento es mutuo. Y la libertad también. Eso lo pudo haber conversado Manita en el Suelo con Kojève. Hasta con Hegel. JG: Usted ha escrito, al referirse a Robert Morris, que «la máxima aspiración de la vista es ver el ojo. Porque el ojo falta siempre en lo visto. Es la pieza imposible en el espacio armado por la mirada». Esa aspiración imposible e insaciable, ¿esconde una voluntad de poder, o, por el contrario, es un punto ciego que funciona como incitación a practicar zonas inexploradas —aún no vistas— de la creación? OA: Ambas cosas. Narciso se pierde en su propia mirada. Queda atrapado en su imagen precisamente cuando enfoca el par de par de ojos que lo miran. Entrecruce de una mirada duplicada que se anula, que lo anula. Con el vértigo de la caída simultánea hacia adentro y hacia afuera, el agua y el punto de fuga que flota dibujado en el autorretrato lo absorben. Alusión y elisión: se busca hasta encontrarse y se encuentra hasta perderse. Náufrago de su propia mirada, cae en su fondo por fuera. Cae en su retina. En sus vísceras. En su sangre. En su sombra. Una tautología catastrófica. Tautoscopia y autopsia: el cuerpo se zambulle en su imagen y la rompe, la astilla, la corta, la hiende, la abre. Entra en la muerte como un cadáver amniótico. Hijo de río y ninfa, Narciso regresa a la célula, al protoplasma; y renace, perfectamente concéntrico, entre seis pétalos. Los espejos y marcos de Morris representan una des/ilusión óptica. Se muestran como halago y premio a la mirada del espectador que en vano pero insistentemente la busca y se busca en ella. Anticipan pétalos posibles, probable transformación. Mirada laminada, flor laminada, del ser rebanado, negado. Del cero invisible. Promesa frustrada para una metamorfosis frustrada. Se me ocurre que su ensamblaje puede ser emparentado con las máscaras sadomasoquistas de la calle Christopher. Solo que en esta coreografía progresiva el amo y el esclavo son uno, un mismo patético yo. Los orificios de la máscara dominante se multiplican en marcos vacíos y solo se clavan en su propia oquedad. Son abiertos para ojos tuertos, para una mirada que es un hueco, que insiste pero no existe. Son ojos extirpados por los espejos. Huecos para huecos para huecos. Universo de un ni ver ni verse. El mito al revés: los muchos ojos de Argos para no ver y la mirada absorta de Narciso para no 14


verse. Un todo para nada, pues. Quizá haya una advertencia en todo esto acerca de los límites del sentido y los sentidos. La capacidad para seducir y engañar muchas veces radica en convergencias entre la mente y las percepciones que la intrigan, confundiéndola, desorbitándola. La magia y la prestidigitación son claros ejemplos del fenómeno. Las ilusiones ópticas también. La mentira como desvío de la mente implica el riesgo de engañar y el peligro aún mayor de engañarse. La mayéutica socrática fue un esfuerzo por desmontar espejismos de un razonar fraudulento, insostenible. En nuestra época ese esfuerzo por pensar sin desvíos, sin espejismos provocados por el propio logos, lo ha retomado Wittgenstein, cuya lucha contra la facundia algo debe a su raíz judía, tanto así que a veces recuerda a Moisés predicando contra los falsos profetas. Pero dejo estos episodios para retomar el camino del mito, donde uno puede aprender mucho al perderse. Y comienzo al revés, señalando un caso excepcional de la hipótesis que arriesgaré. El alarde descriptivo de Homero obliga a pensar en una ceguera com/pensada. El placer del detalle, el encanto de la pequeñez, manifiestos en la exaltación de la belleza o el inventario de la fealdad, me hacen recordar a Milton, ese ciego que se quejaba al despertar porque el día lo devolvía a su noche. Homero parece haber soñado la Ilíada y la Odisea. Solo así se puede comprender la minuciosidad de su narración. Es el testigo que no vio nada pero que lo soñó todo. La singular belleza del escudo de Aquiles, ese precursor del aleph; la fealdad de las heridas, descritas como para protocolos de autopsia; la síntesis de los extremos estéticos en la diminuta mosca, minera de la podredumbre pero calificada como héroe de la edad de bronce por su tenacidad, todo remite a la óptica del punto ciego. Y ahora, a la conjetura. En la orgía dionisíaca sucumbe lo apolíneo. El oído calla al ojo, la música al diálogo. Los sentidos conspiran unos contra otros y todos contra el sentido verdadero. Por eso Sócrates quiere afirmar el predominio de la mente, de la idea, sobre los sentidos. Entregarse a los sentidos es perder el sentido. Y es que cada sentido tiene su abismo: el tacto se pierde en la seda o la piel acariciada; el oído en el canto de las sirenas; el olfato en el perfume que embriaga; el paladar en el sabor que condena a los lotófagos al olvido, demencia que es una forma trágica de la muerte. Es necesario protegerse. Lo hace Odiseo, orientado por 15


Circe, al amarrarse al mástil de la nave para escuchar el canto de las sirenas, luego de que toda la tripulación se tapara con cera las orejas —evidente paralelismo antitético respecto al caso de Hoichi, quien resulta vulnerable porque la escritura que le sirve de amuleto, de camuflaje, no le ha cubierto una oreja. Pero si Circe ampara a Odiseo y su tripulación del engaño de las sirenas, otro dios tuvo que intervenir a favor del héroe para ampararlo del engaño de la propia Circe. Las intervenciones divinas que previenen acerca de estos engaños figuran en la Rapsodia X. Antes de que Circe desmontara la trampa de las sirenas, trompe-l’oreille equivalente a los trompe-l’oeil que abundaron en la pintura barroca, Hermes desmonta la trampa suya, que para el desarreglo aprovecha otro sentido, el paladar. Con comida y bebida, la diosa hechicera, la herbolaria, ha transformado en cerdos a los compañeros de Ulises. Hermes inmuniza al héroe y facilita el rescate de sus hombres enseñándole la naturaleza de una hierba sagrada que le servirá de antídoto para el venenoso engaño de la diosa. Se trata de una planta negra en la raíz y de flor blanca como la leche. Los dioses, según Hermes, la llaman moly. La planta es sagrada y el nombre también, nada extraño tratándose de una revelación hermética —nuevamente volvemos al caso de Hoichi, protegido entre lo visible y lo invisible por trazos caligráficos, pues Hermes es una deidad asociada a la frontera y al cruce, a los mensajes y la escritura. Escritura hermética la de Hoichi, pues, que lo protege, como el moly. Cambiamos de género y llegamos a la mitología moderna, al Ulises, donde Molly sin duda alude al moly. De nombre, hierba que evita la transformación del hombre en cerdo, lobo o león; y de apellido, florecer, milagro regenerativo primaveral, diosa vegetal, diosa tierra: Molly Bloom es la mujer de Leopold Bloom, el cornudo. Copia necesariamente irónica, por moderna, lo que este diablo tiene en casa no da precisamente para epítetos homéricos. Su mujer de ovarios y de varios no hace gala de semejanza alguna con la discreta y prudente Penélope. Como consuelo, sin embargo, Leopold tiene en Molly, aunque compartida, buena cama. Casi tan buena, por lo botánica, como aquel tronco de olivo que el héroe original pulió y enderezó como lecho y nave fija para sus sueños, adornándolo de oro, plata y marfil. Y para finalizar, pregunto: ¿probó Leopold el moly casi mexicano de Molly antes de compartir el apellido con ella? Su apócope, Leo, sugiere que no fue así.

Caracas, diciembre de 2012 16


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