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El grumete

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Editorial

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¡M OTÍN A BORD O!

Aida Sandoval

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54 armen Suárez cumple veintiséis años en pleno verano, en julio, que es cuando más aprieta el sol; apenas le quedan unos meses para poder contar orgullosamente que lleva un año trabajando en el hospital de la ciudad donde estudió Medicina, en Madrid, y que se mantiene ella solita con su sueldo. Es asturiana, pero la capital la ha tratado tan bien hasta ahora que se plantea una adopción como tantos famosos que se han mudado allí para triunfar. Ella también quería lograr su sueño e invirtió seis años confinada para aprobar las asignaturas que le reportarían una seguridad laboral el resto de su vida. O ese era el plan de sus padres, ahorradores compulsivos con el fin de ofrecerle una educación y que no tuviera que enfrentarse a lo peor de la sociedad en trabajos mal pagados y duros. Ellos siguen viviendo donde siempre, en Asturias, y ahora pasan los días con los puños apretados porque su hija está a pecho descubierto en las urgencias del Gregorio Marañón.

«Es una heroína», comentan las vecinas en el ascensor mientras su padre coge aire tras la mascarilla por no escupir en la cara de quien opina esas sandeces. Su niña es un peón de ajedrez al que han enviado a frenar el avance de las tropas enemigas, de ese virus invisible que nos está doblando el brazo ante la tranquilidad de la ignorancia.

Carmen nunca quiso ser una heroína, ni estar expuesta a la opinión pública, ni siquiera tratar con personas, por eso decidió especializarse en Radiología y evitar todo contacto con enfermos, familiares y dramas que podrían adherirse a ella para tornarle el carácter más gris. Pero resulta que ahora estamos en una pandemia, con un estado de alarma prorrogado y miles de personas muriendo frente al vermut dominguero en las ventanas, el aplauso de las ocho y los paseos de semilibertad. Los tiempos cambiaron justo en su primer año de trabajo y, cómo no, pasó a formar parte de “la élite” que recibe a los enfermos para decidir su gravedad. Al principio tenía mascarillas, trajes y muchas ganas de ayudar, de ser útil, por lo que se levantaba por la mañana orgullosa de ser quien era, hasta que llegaba a la estación de metro y nadie la reconocía. La empujaban igual que a los demás, no le cedían el asiento por muchas horas de turno seguido que estuviera soportando su cuerpo y ni una sola persona miraba sus ojeras, bueno sí, pero para pensar que “qué mala vida llevaría esa muchacha”… Lo mismo sucedía en las interminables colas de los supermercados, del banco… Entonces ella, que de tonta nunca

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