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Motín a bordo
había tenido un pelo, optó por ir vestida con el pijama de médico, dejando al descubierto la plaquita de “doctora Suárez” y así aspirar a ese pequeño respeto que creía merecer por salvar vidas. Puede ser que no coincidieran los tiempos, que la idea del contagio de los sanitarios se estuviera extendiendo justo en ese momento, no obstante la decepción al sentirse rechazada, incluso tratada como una apestada, la abofeteó con dureza. La comunidad de vecinos de su piso de alquiler le “sugirió” mudarse a los lugares facilitados para el personal con riesgo de contagio, y allá se fue Carmen, la radióloga, la heroína, más sola que la una y asustada. Y digo asustada porque hasta ese momento se había sentido superior, inmune a un virus que afectaba más a personas mayores o con problemas graves. Ella estaba en pleno apogeo de su juventud, pletórica, deportista desde pequeña, cuidadosa con las medidas de protección, hasta que vio enfermar a un compañero y luego a otro, ambos de su edad. Uno murió, «seguro que tenía algo previo», escuchó comentar por los pasillos, el otro aún sigue ingresado, aunque ya fuera de peligro.
—Me ha pasado un tren por encima —le confesó con voz cavernosa.
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Y la chica lista, de matrículas de honor en el instituto, nadadora casi profesional, esquiadora, runner para hacer algo de vida social, abstemia y licenciada en Medicina con un máster empezado, tuvo miedo. Esa sensación infantil e indefinida de no saber exactamente a qué temía se instaló en su estómago echando de menos el regazo de su madre. Ella no quiere proteger a nadie, ni salvar a los que se saltan el confinamiento, ni atender a todos los que un día dijeron que la sanidad pública era basura. No quiere enfermar por cumplir con su obligación, ni recibir el aplauso de las ocho que al principio la hacía sentirse de la élite y al cabo de los días y del cansancio, lo que le producía era un robo a sus horas de sueño. “Malditos insensatos que me han robado el futuro, la paz de mi
Fotografía de Luis Manso
laboratorio de radiografías, malditos domingueros que se creen con derecho a ponerme a mí en riesgo viniendo a urgencias cada dos por tres.” Y entre maldición y blasfemia bajó a la tienda porque ya no le quedaba ni un cartón de leche. Hizo la cola como un habitante más, ni privilegios ni condescendencia para quien estaba al pie del cañón en esos duros momentos, y cuando le tocó su turno, a través de la pantalla de protección barata y cutre que le habían dado, observó a la cajera con una mascarilla de quirófano sucia de uso, sin mampara delante, con unos guantes de látex rotos y un pequeño amago de sonrisa en los labios para contrarrestar tanta precariedad. Giró sobre sus talones para mirar quién estaba a metro y medio detrás y vio a un hombre con aspecto también de cansado, vestido con un mono de obra. El repartidor pedía paso para descargar palets de comida, un coche de la policía aparcaba fuera para comprar una coca cola —a ver si así aguanto el tirón de la noche—, agricultores, ganaderos, veterinarios, farmacias, taxistas, incluso el perro atado en la puerta estaba triste, porque de repente le habían arrebatado su rutina y no entendía el porqué.
—Clases, chaval, siempre habrá clases sociales. —Ella no tenía derecho al pataleo, había elegido la profesión más honorable del mundo, ahora a apechugar al igual que un soldado cuando tocan tiempos de guerra. — A ver si cuando todo esto termine, los que sobrevivan consiguen acordarse de quiénes tiramos del carro… Hay que joderse… — Imitó a su abuelo, que había sobrevivido a muchas batallas, hambre e injusticias.