invocación voces de Performance
Antúnez Antúnez Piña Crangle Criollo Homero Krauss Martínez Gómez Rodríguez Villalvazo Segundo Toriz Edición conmemorativa del VII aniversario
Performance
29 de marzo de 2012
E
EDITORIAL
l siete es considerado un número santo. Compuesto del Tres sagrado y del Cuatro terrenal articula la unión de Dios y la tierra. Escribe Banzhaf: “Como símbolo de lo absoluto y la perfección alcanza un grado de importancia tan alto, que recorre como ningún otro número mitos y cuentos, hábitos y tradiciones, religión y magia.” Con el número 158, el periódico cultural gratuito Performance cumple siete años de circulación ininterrumpida. No es poco mérito. En este lapso grandes transformaciones ocurrieron. Se consolidó el espacio virtual y el entorno digital ha sustituido paulatina e inexorablemente al ambiente cotidiano. Mientras la red expande su trama, los medios impresos decrecen. En estos siete años los espacios periodísticos para la cultura, entendida no como registro superficial de actividades o difusión acrítica, han desaparecido. Otrora baluartes de la crítica y la difusión cultural, espacios de formación del gusto, los suplementos se transformaron o desaparecieron. Las propias revistas han replanteado su concepción. Por ello la persistencia de un medio como Performance, que siendo un periódico, y por lo tanto se ocupa de la actualidad y la condición líquida, es también una propuesta de interpretación cultural, merece ser recordada. Y celebrada. Performance registra la variopinta actividad cultural de Xalapa, una de las ciudades con mayor número de actividades artísticas y de cultura del país. Su registro no transcribe boletines ni se limita a difundir mediante cartelera la oferta de los diversos actores de la cultura. No. Aunque contamos con la cartelera más completa de Xalapa, sin por ello limitarnos a la transcripción de agendas, somos un medio de reflexión, análisis, creación y sobre todo encuentro. Hay en Performance una idea viva de la cultura y sobre todo el cimiento de que sólo a través de la crítica y el análisis podemos transformar la vida. En una época en que la crítica se observa con recelo y donde la sospecha y la superficialidad relevan argumentos y posturas estéticas, Performance se afianza y se erige como un bastión, acaso de una noción de cultura agónica pero no por ello menos agonista. Para celebrar estos siete años de resonancia simbólica ofrecemos a nuestros lectores, siempre el horizonte y puerto que diJOSÉ HOMERO rigen nuestra travesía, una edición conmemorativa. Registro de las voces de los colaboradores de Performance –habitualmente críticos, reporteros o articulistas–, esta edición especial muestran y demuestra su talento literario y también la variedad de sus estilos. Una lectura superficial detectaría el predominio de la violencia en Veracruz. Otra, más mesurada, acaso sólo encuentre cómo en la diversidad de voces y tendencias se puede crear una comunión mediante el diálogo. No otro es el sentido de nuestra invocación: encontrar tu voz.
Director general: José Homero
Secretario: Carlos Romero
Consejo de Edición: Rafael Antúnez, Nina Crangle, Juan Carlos García, Raciel D. Martínez, José Luis Martínez Suárez, Juan Javier Mora-Rivera
Corrección: Juan Pablo Hernández Vázquez
Diseño: Jobanni Díaz Arenas
Correspondencia: Av. Murillo vidal 506, tercer piso C.P. 91060, Fracc. Ensueño, Xalapa, Ver. Tel. : (01228) 8 178535 Dir. elect.: editorialgraffiti@gmail.com Web: www.periodicoperformance.com Performance, especial de aniversario es una
Logotipo: Carlos Torralba Portada: Jobanni Díaz Arenas Imagen de portada: Rocío Caballero Formación: Jobanni Díaz Arenas Jefa de redacción: Nina Crangle
Asistente administrativo: Víctor Benítez Distribución: Jonathan Flores Lira
publicación única, editada por José Homero Hernández Alvarado.
Reservas de Derechos al Uso Exclusivo No. 04-2011-020410374900-101, ISSN: en trámite; ambos otorgados por la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas de la Secretaría de Gobernación. Impreso en los talleres de Castellanos Editores Tel. ; 0155 57408786 México, DF. Este número se terminó de imprimir el 29 de marzo de 2012 con un tiraje de 5,000 ejemplares. Prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de Editorial Graffiti.
Carlos Torralba
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Los privilegios del pecado
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La escritura de los cisnes
Rafael Antúnez
Una brisa
ÍNDICE
José Homero
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Mi padre. Un cuento
Nina Crangle
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Vasca y cantabria
Raciel D. Martínez Gómez
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La noche en que el leopardo durmió con el babuino
Luis Enrique Rodríguez Villalvazo
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Rafael Toriz
Glorieta de los sauces
Camila Krauss
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La barba de Samanta
Raúl Criollo
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Legitimación del débil como auténtico poeta
Marco Antúnez
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No contaban con mi astucia
Juan Palo II
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Séptimo aniversario
oco antes de abordar el camión los vi. Hacía tiempo, en realidad un par de años, que ni siquiera pensaba en ellos. Durante un tiempo estuve enamorado de Mercedes y verla acompañada de Roberto resultaba una tortura cotidiana que trataba de evitar a toda costa. Trabajábamos en el mismo edificio. La conocí antes que a Roberto, pero si hay que decir la verdad, nunca hice gran cosa para acercarme a ella. Coincidimos algunas veces en el elevador y ante el reloj checador. Empezamos a intercambiar saludos. Pero las cosas nunca fueron más lejos de eso. Al poco tiempo me encargaron buscar un diseñador y fue así que alguien me recomendó a Roberto. Muy poco después lo empecé a ver cerca de Mercedes. No tardó mucho en salir con ella. Y así, el verlos llegar o salir juntos del edificio se volvió algo común (aunque doloroso) para mí. Al terminar ese año fiscal gran parte del personal sería despedido y no me costó ningún trabajo incluir a Roberto en la lista de los que se tenían que ir. Ignoraba que alguien en el departamento donde trabajaba Mercedes estaba haciendo lo mismo con ella y, lo peor de todo, también lo habían hecho conmigo. Así que nos enteramos casi por las mismas fechas que al terminar el año seríamos despedidos. A partir de ese día Roberto empezó a buscarme y a platicar conmigo. Para mi sorpresa era un tipo bastante agradable con el que compartía el gusto por la música de Gershwin y las películas de Harol Loyd. Poco a poco empecé a sentir cierta estima por él, aunque siempre evité salir con ellos como me lo proponía constantemen-
RAFAEL ANTÚNEZ
LA ESCRITURA DE LOS CISNES te. Argumentaba compromisos inevitables o trabajos extras. Fuimos despedidos y les perdí la pista por completo hasta esa noche en que me fue imposible evitarlos. Intercambiamos algunas frases comunes. Los dejé subir primero y cedí el paso a dos personas más. Cuando subí vi que ocupaban los asientos delanteros, así que opté por sentarme en la parte trasera del camión. El viejo malestar se había apoderado de mí. No parecían muy contentos pues Roberto iba muy serio y, para mí sorpresa, se bajó un par de cuadras adelante. En la misma esquina en que él bajó, una mujer de unos cuarenta años, rostro delgado y ojos pequeños y brillantes, vestida con pulcra humildad: una falda negra y una blusa vieja, pero impoluta, subió y se sentó a mi lado. Una cuadra más adelante, pareció recordar algo y bajó apresuradamente. Poco a poco el camión se fue vaciando y tras unas cuantas paradas sólo quedábamos nosotros dos. Por un momento me sentí tentado a cambiarme de lugar y hacerle plática. Pero comprendí que era algo que carecía de sentido. Abrí un libro y empecé a leer. Poco después una fuerte sacudida y el estruendo del metal y los cristales rotos. Durante unos segundos perdí la noción de dónde me encontraba. Cuando abrí de nuevo los ojos todo era oscuridad a mi alrededor. Me arrastraba por el pasillo del camión buscando la salida. En ese momento empecé a oír sus gritos. Eran verdaderos alaridos. Pedía ayuda y gritaba de dolor. Como pude, me puse de pie y me acerqué hasta donde ella estaba. Era terrible. Yacía entre un nudo de fierros retorcidos
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Jobanni Octavio Díaz Arenas
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con las manos aferradas al vientre. Uno de los cristales del parabrisas se le había incrustado y la sangre manaba en abundancia. Del chofer no vi más que un zapato. Quise mover los tubos que la rodeaban pero estaba totalmente prensada entre ellos. Y no cesaba de gritar. Suplicaba y lloraba con una voz lastimera y desesperada. Y yo no era capaz de hacer nada. Me aferraba a los tubos pero era imposible moverlos. Poco a poco sus gritos se fueron haciendo más y más desesperados, hasta que una bocanada de sangre la hizo guardar silencio. Me quité la camisa y le limpié la boca mientras le decía que todo iba a salir bien, que no se preocupara, que la ambulancia estaba por llegar. Oía mis propias palabras como quien oye una voz ajena y remota. Poco a poco la voz de Mercedes empezó a hacerse más y más baja hasta que se convirtió en un ronco susurro. Una y otra vez repetía que no deseaba morir. Había muerto para cuando los socorristas llegaron. Me ayudaron a salir del camión y me acostaron en una camilla. No recuerdo nada de lo que sucedió después. Cuando abrí los ojos estaba en el cuarto de un hospital. Salvo unas cuantas contusiones, no me había pasado nada. El funeral se llevó a cabo dos días después. No sé por qué acudí. Era un día radiante. El sol caía a plomo. El prado del panteón parecía una alfom-
bra y los pequeños monumentos funerarios lucían inmaculados. Sin darme cuenta me descubrí llorando. Fue cuando ya habían cubierto el ataúd. Roberto se me acercó y me dio un largo abrazo. La gente empezó a alejarse del lugar. Seguíamos de pie, abrazados a pocos metros de la tumba. Roberto se secó las lágrimas y me empezó a decir que él también hubiera muerto en el accidente, pero habían discutido fuertemente. De hecho habían terminado. Por eso él había bajado antes del camión. –¿Es cierto que sufrió? No sabía qué responderle. Empecé a caminar sin saber a dónde me dirigía. Roberto me siguió, y cuando estábamos frente al lago artificial que habían puesto en el centro del panteón, volvió a preguntarme: –No –balbuceé–, no sufrió. –¿Qué te dijo? –Ella dijo que te amaba. Oí cómo empezaba a sollozar nuevamente pero era incapaz de mirarlo a la cara. La tarde caía y yo me entretuve viendo la escritura efímera e indescifrable que dos cisnes trazaban en la oscura superficie del lago. ANTÚNEZ: NARRADOR Y EDITOR.LIBRO INMINENTE: NOSTALGIAS DE UN FUMADOR, COLECCIÓN VOLADORES, IVEC-CONACULTA.
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Séptimo aniversario
una brisa El viento no se detiene No tiene rasgos tiene manos de niño
parvadas de manos de niños [saludando en el andén al día siguiente del armisticio
JOSÉ HOMERO
no tiene labios farfulla entre las frondas de los liquidámbares mientras se llena [la boca con la luz asperjándola a buches en las fuentes El viento es un espíritu familiar Los discos y las vértebras dorsales se estremecen campanillas japonesas de las briznas frotando arco contra el laqueado cuerpo de la tarde El viento es más redondo cuando toca tus nalgas y más vasto el cielo y más circular el tiempo Por eso regresa y de nuevo tus nalgas golpea con seco sonido como cuando gritas en un [jarrón que se ha embocado el viento nada en la alberca
sus largos dedos abren surcos en el agua niña engendrando vivívulas creaturas el viento hiende el ojete del horizonte introduce su verga no sin antes escupir sobre el orificio alrevesada cabeza de champignon que los cúmulos dejan Trae el viento un aroma nuevo 5
Las violetas sacudidas de los techos y los más gruesos árboles indican la magnitud de su venida El viento está viniendo El viento se está yendo el viento viento quiere una niña linda El viento preña las nubes que se precipitan contra nuestros rostros como [niños sobre la colación de la piñata en las azoteas donde las mujeres destienden la colada en las láminas convulsas el sol no está aquí es el viento quien lo simula tiene rayos tiene luces tiene sombras tiene pañoletas de hojas secas y guirnaldas de flores en botón podría sacar los objetos todos de su chistera el mundo estero es viento no existimos apenas trazo malabares con que se entretiene antes de perderse y abandonarnos eco a la fijez la gravedad donde cada forma parte sombra de los cuerpos el pasado y el futuro se separan y los amantes regresan a sus casas vadeando ateridos la tibiez que los cuerpos dejan al marchar otra vez tienen nombre otra voz otra vez HOMERO: POETA, ESCRITOR Y EDITOR. LIBRO INMINENTE: LA CIUDAD DE LOS MUERTOS.
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Séptimo aniversario
MI PADRE Un cuento
stá muerto. Hace varios años de eso.
Mi amigo Antúnez, sin importar cuándo, consideró oportuno acudir a la mesa del café con su ejemplar subrayado para mí. Con un sobrecito de azúcar ya vacío, marcó una página, la 109. Al instante supe que no se trataba de una coincidencia. Él, que sus razones tendría, me estaba diciendo de esta muy discreta y delicada manera que debía empezar por leer el entrañable texto de Bárbara Jacobs sobre la visita de Susan Cheever a la tumba de su padre, el narrador norteamericano John Cheever. Yo, que nunca he visitado la tumba de mi padre y que tampoco aguardé junto a su lecho cuando finalmente llegó el final, y que nunca he leído a John Cheever, quise al instante, al igual que Susan, haber sido el único ser vivo que su corazón se llevara antes de detenerse, y en esto todos somos iguales. Susan Cheever, camino al cementerio, pensó que si no fuera especial para él, no tendría derecho a visitarlo. Ahora sé lo que mi amigo deseaba que yo supiera antes que otra cosa de este libro. Y cuando a una le ha sido revelado algo así, ya no se tiene necesidad de visitar tumba alguna.
NINA CRANGLE
Un pasaje de Escrito en el tiempo lo trajo a mi memoria sin valerse de la llave del amor.
El padre es el tema. Pues bien, Jacobs nos ha dado además Las hojas muertas, una de las más hermosas novelas que yo recuerde, quizá porque trata sin parecerlo de la relación entre un padre y su hija. Tengo una razón más para no olvidarla: el protagonista es un migrante de origen libanés que un día decide marcharse de los Estados Unidos, su patria de nacimiento, para refugiarse en México, dejando atrás padres y hermanos, y fundar una familia mexicana. Refugiarse de qué, pienso ahora. De los recuerdos, de cuando peleó como voluntario en la Brigada Lincoln en la Guerra Civil española y de cuando fue soldado raso del Ejército durante la Segunda Guerra Mundial. La recuerdo con cierta frecuencia porque el protagonista de mi historia, es decir mi padre, también fue un migrante, neoyorkino de origen irlandés, piloto voluntario de la Fuerza Real de Canadá en la Segunda Guerra Mundial. Odiaba el comunismo y a los comunistas, pero mucho más a las huestes del macartismo. Huyó a México cuando ya no quiso saber nunca más nada de aviones ni de guerras ni de ideales, y se hizo de una familia mexicana. Pero, ¿de qué huía? Seguro que también de los recuerdos. Al igual que el personaje de Jacobs, mi padre empezó a tener aspecto de huérfano
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Omar Gasca, Ensayo parcial sobre el individualismo contemporáneo
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y de desterrado o de hombre sin familia y sin país y se sumía en sus lecturas y en su whisky y a nadie le comentaba nada. Monólogo en retazos. El papá libanés, quien entonaba junto con sus amigos exiliados el himno del batallón dedicado al Valle de Jarama y que leía además de libros la revista The Nation, llegada su hora decidió morir en México, cercano a su nueva y amada familia, bajo un puente ubicado al final de su casa y cubierto de hojas muertas. El papá irlandés, quien cantaba Danny Boy en la compañía espectral de sus amigos abatidos por el odio, y que leía además de libros las revistas Time y American Fields, por el contrario, olvidando todo sentimiento del deber, decidió morir solo, en algún punto de Nueva York impenetrable por la nieve, aunque para ello dejara atrás a su familia mexicana.
Y en esto no todos somos iguales. De tal modo que si esos dos ancianos caballeros hubieran coincidido alguna vez, pongamos por caso en la banca de un parque olvidado, habrían charlado mucho más de derrotas que de glorias, incluso por encima de los libros y de aquellas revistas que leían de cabo a rabo, como una novela. Pero ya lo dije: mi padre está muerto. Y yo no presencié el momento solemne. Tal vez porque solía darnos la misma atención que nos merecen los niños imaginarios, como los que aparecen en los libros. Aunque no nos pareciéramos en nada. Para Rafael Antúnez
NINA: ESCRITORA Y EDITORA.
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Séptimo aniversario
ntenté fusilarme; tenía un cuento inédito que escribí en 1997, que emulaba por completo a American psycho, pero me pareció too much Bret Easton Ellis para los parámetros de la actualidad. O no too much, simplemente ¿a quién podía interesarle un cuento donde un vampiro mata a una xalapeña de familia famosa, cuando el mito romántico cruza hoy en día por una estética tipo Crepúsculo? Pensé inclusive que el propio Easton ya parodia a sus monstruos juveniles en Imperial bedrooms, por lo que se me hizo inútil emular a Less than zero y los crímenes de Patrick Bateman. Y menos, pensé, que el cuento abusara de descripciones frías en donde el vampiro –llamado Huilam, ja– cortara el pezón de sus víctimas con unas tijeras negras de acero, que eran como las de mi abuela y que siempre estaban en una máquina de coser Singer. También quise parafrasear –como idea– un cuento de Rodrigo Fresán, estupendo, que fue motivo de una ponencia en un grisáceo congreso que asistí en la ciudad de Santander, España. El cuento de Fresán es agudo, trata sobre la guerra de Las Malvinas, y era incorrectísimo para las ideologías conservadoras en los planos políticos y en el tópico de la identidad. Sin embargo, no daba el juego de espejos; no obstante, sigo tentado a citarlo. En fin, no se me ocurrió nada nuevo, más que intentar un texto sobre un congreso, que es a lo que me dedico.
* Impostadamente, quise retomar el sentir de los docentes españoles, pero lo advertí mega forzado. Noté un clima docente incierto, no lo niego, los profesores se sentían muy molestos por lo que ocurre en España. No hay oportunidades, decían, se quejan del burocratismo y algunos acusan nepotismo. A los académicos de prestigiosas universidades de Estados Unidos, por ejemplo, les cuesta mucho insertarse en el modelo
RACIEL D.MARTÍNEZ GÓMEZ
VASCA Y CANTABRIA español. Me platicaron el deseo de regresar con sus padres, otros para hacer familia, para vivir en Castro Urdiales –”y ya está, sin tanta alharaca”. Inclusive, aseguran que hay un caldo de cultivo para un surgimiento facho, local, de gente que le carga las tintas a los migrantes como causa principal de todos los males. Empero, la verdad, tampoco no me daba para tanto. Y así estaba en un simposio sobre ideología y manifestaciones culturales en Santander, al norte del país, en el corazón de la Cantabria, recorriendo primero Barcelona y después Bilbao. Sí, Bilbao, 06/07/11. Los vascos son un pueblo que danza y canta al pie de los Pirineos, según frase que se le atribuye a Voltaire, cuando los definió como un tópico en el cuento “La princesa de Babilonia”. Concurrida, repleta de líneas como un bosque de cemento, Bilbao es un gran molusco, es la misma sensación que cuando veo el muro de Berlín en la cinta Posesión de Andrzej zuławski. La entrada a la ciudad desde el aeropuerto es espectacular por el sino oscuro. Un puente pasa al ras del Museo Guggenheim de Frank Gehry y se aglutina todo, como si los edificios fuesen pliegues orgánicamente conectados, parece un póster estridentista o una mala pasada de Giger. La combinación de las bocas del metro de Norman Foster, las Torres Isozaki y las tasquitas junto al Teatro Arriaga son proporciones caprichosas sujetas a un ser maligno, muy en la onda del expresionismo alemán. No sé, pero evoco a Fernando Savater, al que le escuché que él no se quita nunca sus calcetines para hacer el amor; vaya hábito. Y aquí entrena El Loco Bielsa, ¡maestro!
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Pierre de Lancre decía que los vascos eran glotones, lujuriosos y fornicaban como el diablo. La estación de autobuses en Bilbao es horrenda, solitaria, poco le falta para ser como la de Papantla... muy poco. La salida en carretera de Bilbao a Santander, de noche, es impresionante. Pasando diez minutos de lado izquierdo hay una zona industrial imponente. Tengo que decir: entre las cuevas de Altamira –las que filmó Werner Herzog– y el expresionismo postindustrial de Bilbao, gana la metrópoli vasca que me asustó con sus mecheros gigantescos.
* No tomé vermut para picotear el marisco; fue suficiente una caña de la casa para acompañar las rabas fritas en aceite de oliva extra virgen. El restaurante se llama El Machachito, una taberna marinera estupenda. En la Plaza de la Cerveza me bebí una cerveza belga, la Grumbergerh, o algo así, negra, vendida como la caña de la casa. Todo me recuerda al restaurante Cantábrico que se encontraba ubicado en la avenida Ávila Camacho. Atendía El Maño y tenía un rico sazón, sobre todo para cenar. En el Hotel Chachalacas de niño me dieron a probar el campari y no sé por qué el campari me recuerda tanto al Cantábrico –el restaurante.
* Y un consejo: Los topes, en el avión, con tequila Cuervo reposado, no se sienten.
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Hablaron de Todas las almas de Javier Marías, de El jinete polaco de Antonio Muñoz Molina y de Las edades de Lulú de Almudena Grandes, también se mencionó El invierno en Lisboa. No supe liar el narcisismo posmo con los discursos de los escritores. El ponente no se enteró que me he leído a Muñoz Molina. Descubrí al español Ignacio Aldecoa. La ponente inició con un recorrido tipo wikipedia, pero me agradó la relación entre este novelista burgués olvidado y gente como William Faulkner. En este contexto me salta el dictador Harold Bloom y su noción de la influencia, sobre y ante todo Shakespeare. Para el fanático de los Yankees de Nueva York, todo el resto de la literatura son enemigos transparentes y oscuros de William. Se salvan Milton, Flaubert y sus poetas ingleses y estadounidenses que le gustan. Shakespeare está en todos lados, su omnipre-
sencia a través de la influencia se halla en Un mundo feliz de Aldous Huxley o en Tierra baldía de Eliot, ambos derivados de La tempestad.
* El día siete comenzó el evento mientras en Bilbao se presentaban Blondie y Coldplay. La sátira de euzkera en televisión: se burlan de un asalto bancario en lengua vasca, que por supuesto nadie entiende –no la sátira sino la lengua. Es extraordinaria. Javier Barbero fue original en su propuesta lúdica para entender el nuevo lenguaje de los jóvenes y recordarnos que la literatura ya se había adelantado a esta síntesis bárbara: el newspeak en1984 de George Orwell, el nadsat en Naranja mecánica de Anthony Burguess y el houyhnhnms en Los Viajes de Gulliver de Jonathan Swift (esto B4 lo checo). Comí percebes en Gambitas, quizás el restaurante de mariscos más rico de la ciudad. Está El Machi, que es el de moda.
* Los raqueros son personajes típicos de Santander –niños pobres sin hogar–, frecuentaban las machinas y acostumbraban echarse de clavados, buceando en la bahía para recoger las monedas que les lanzaban. Un tipo, impecablemente vestido con pants y tenis Adidas, pesca a la una con 45 minutos de la madrugada. Me emociona. En la estación marítima aparca un yate, el Regina Doce, es fiesta en petit comité, y escuchan a Luis Miguel. Dicen que la distancia es el olvido... Dos quince. Caspa. 2.30 am. Un santanderino pelea fuerte con su novia negra –creo que es su novia. El español le dice que le dé la mano, joder, que me des la mano, y la negra avanza más de cincuenta metros y no le da la mano. Unos chamacos discuten sobre Neymar. A mí me interesa un libro de Alex de la Iglesia, ojalá me dé tiempo de comprarlo, por vía de mientras sigo enganchado a Solar de Ian Mc Ewan, novela adecuada para un congreso –de hecho, muy in.
* En el capitalismo salvaje sí que hay una diferencia. Mientras en España los domingos son días prácticamente muertos, en México está abierto casi todo. Vamos, se extrañan los Oxxo.
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Séptimo aniversario
Manuel Velázquez, Urdimbre
* Quiero forzar más citas. No sé cómo aludir lecturas que me han impresionado mucho. Me provocó un cisma Nada que temer de Julian Barnes, ensayo-novela sobre la muerte; El mapa y el territorio de Michel Houellebecq parece la ironía mejor cuajada en años, y me deslumbró la descarnada caída y gracia de James Ellroy en A la caza de una mujer.
* En las caricaturas hay un perrito que se encuentra a otro perrito y no lo suelta. A donde quiera que va lo sigue. Pues bueno a mí me pasó con un intrépido paisano de Almería, básico, rural, que no sabía ni qué onda con el aeropuerto. Me dijo que nunca se había subido al Metro –el de Madrid–, que iba duro, y como podía se sujetaba a los fierros. Me lo quise sacudir al intentar comprarme una bolsa pija de Calvin Klein, pero acepto que me ganó y lo llevé a pasear por las tiendas de Barajas y hasta le terminé invitando dos cervezas San Miguel –insípidas, por cierto. Luego lo llevé al puesto de revistas y me vio las negras intenciones de comprar unos relatos de la guerra de Vietnam de Tim O’Brien –de Anagrama, claro está. Me dijo que estaba muy gordote el libro,
finalmente no me compré nada y nos fuimos a seguir alegando con los argentinos varados tras las cenizas que arrojó el volcán chileno sobre el aeropuerto de Buenos Aires.
* ¿Se enojará Rodrigo Fresán si cito en extenso un fragmento de su cuento “La soberanía nacional”?, “Cuando reciba mi primera carta desde Londres se va a volver loca. Porque este es el plan: apenas salgamos a patrullar y la cosa se ponga densa, yo me voy para un costado, me hago el herido y me entrego. Así de corta, loco. Se los digo en inglés. Meic lov not uar y ya pueden irme arreando. Porque la idea es que me lleven prisionero a Londres, esperar que se acabe el tema éste de la uar y entonces sí, pase para concierto de los Rolling y la gloria, man. ¿Cómo no iba a aprovechar ésta? ¿Cómo los iba a ver a Mic y a Keit si no era así? Y te juro que después de los bises yo me mando para el fondo y hasta no hablar con Keit no paro. (...) ¿Te imaginás?, plomo de los Estóns.” Bien cul, man; por mi parte no, no hay fusil. RACO: CRÍTICO DE CINE Y DE GÉNEROS: ENTRE ADÁN IVEC-CONACULTA.
ENSAYISTA.
LIBRO
INMINENTE:
Y GUERRA, COLECCIÓN
CINE VOLADORES,
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LA NOCHE EN QUE EL LEOPARDO DURMIÓ CON EL BABUINO* los antecedentes de Juvenal Costilla, El Caraemuela pa’ los cuates. Lo conoció en sus buenos tiempos, cuando lograba colocar en Laredo, cargas de dos o tres toneladas de cocaína. No como ahora, que debía permanecer la mayor parte del tiempo acostado boca abajo, magullado como estaba por las várices en el recto.
e ti sí me voy a acordar hijo de la chingada¡ La frase quedó en el aire como el epílogo de un capítulo que parecía cerrarse junto con la puerta del avión Gruman de la PGR que lo trasladaría al Paso, Texas, donde dos agentes del FBI lo estaban esperando para internarlo en la prisión estatal de Colorado bajo diversos cargos relacionados con el tráfico de droga. La sentencia estaba dirigida contra Javier Uribe, comandante de la Policía Judicial Federal, herencia de la desaparecida Dirección General de Investigaciones Políticas y Sociales (DGIPS), prototipo del agente que entronizaran las películas de los hermanos Almada hasta hacerlo un referente: lentes oscuros Ray Ban de gota amplia; abundancia en abdomen y joyería, ésta prolijamente distribuida en dedos, muñecas y dorso, y el símbolo que marcaba la violencia irracional de la cual solían hacer gala, la inseparable Beretta, regalo del halcón mayor de la Dirección Federal de Seguridad (DFS). Dos cargadores de 32 tiros cada uno, hacían las veces de chambelanes de aquella negra pavonada.
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Una ligera descarga eléctrica que lo recorrió, desde la nuca y a lo largo de la columna en forma de intervalos, le recordó
LUIS ENRIQUE RODRÍGUEZ VILLALVAZO
Lo siento por aquellos que murieron y por los que todavía van a morir…Ellos vienen sin misericordia, no tienen amor ¿Dónde está el amor?Sus corazones están en la planta de sus pies…
Costilla sabía que la tenía sentenciada. Por eso le agradeció al comandante Uribe por no haberlo jubilado de otro modo. “Qué bueno que sea usted. Estoy seguro que otros comandantes, ahora, hubieran querido tenerme cerca para matarme’’. Corría el día 14 del mes de enero de 1996 cuando el barón de Matamoros decidió no hacer el menor intento por evitar su aprehensión. Los GAFES lo atoraron cuando intentaba escabullirse por una puerta falsa que daba a un pequeño túnel excavado debajo del patio de la casa contigua a donde permaneció oculto los seis meses previos a su captura. La estrategia diseñada consistía en salir por esa puerta, disimulada por un muro de plafón, y permanecer en el socavón mientras que desde el interior de la casa se le suministraban los alimentos necesarios. Cuando escuchó la corredera era demasiado tarde. La inflamación del vientre producto de días de estreñimiento le impidió moverse, aunado al cansancio mental y físico; los avisos sobre la presencia de los militares nunca llegaron. Previamente fue desmantelada su red de informadores. No había de otra, alguien lo había puesto.
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Séptimo aniversario
Por eso su sorpresa al verse rodeado de encapuchados: “¿Qué quieren? ¿De qué guerrilla son? ¿Son del EZLN?”, la respuesta lo tranquilizó, “Easy, Costilla, easy, estás entre amigos, vienen conmigo”, era Uribe que se regodeaba de su captura. Juvenal siempre se caracterizó por no dejar sin castigo a los “faltones”. Los mantenía con vida durante periodos que podían alcanzar hasta un mes, sometiéndolos a golpizas y torturas constantes. Los dejaba reposar, que se recuperaran, permitía que alguna esperanza de sobrevivencia germinara en el pecho de aquellos incautos y entonces se reanudaba el tratamiento, hasta reventarlos no sólo en lo físico, sino en lo mental. Uribe y Juvenal mantenían buenas relaciones de negocios, las mismas que con todo agente que llegaba a la plaza. Pero algo había en Uribe que Juvenal no acababa de digerir del todo, en particular la forma que tenía de llamarlo “patrón”; su recelo creció al presentarse Uribe de improviso en sus oficinas. No era día de pago. El judicial se excusó, pero arriba estaban inquietos por la desaparición de un elemento de inteligencia militar que realizaba trabajos en su zona de influencia y tenía curiosidad por saber si acaso no conocía del asunto… (Los ojos de Juvenal… luego negro. De golpe, luz brillante sobre la cara. Un cuerpo pende de las manos atadas a una cadena, sujeta a su vez de una de viga metálica que conforma el esqueleto de aquella estructura. No se distinguen facciones, sólo la silueta del cuerpo que se sacude en diminutos estertores. El ambiente se llena con
Alejandro Flores
el sonido del golpe del agua sobre el perfil que se recorta en la semipenumbra, lo reanima. La visión se dificulta por la hinchazón de los ojos. Regresa afuera. Luz ilumina el cuerpo. Exhibe surcos en brazos y costados, plagados de moscas que empiezan a disfrutar su increíble buena suerte. Donde hubo una piel cetrina, palpita carne viva, sollozantemente carmesí. Llora… muy quedito… un fogonazo y algo estalla salpicando la lámina. La mirada se concentra en cómo se desliza, exhalando lo último vital, se pierde contra el piso. De nuevo negro.) Juvenal se ofreció solícito a que recorrieran juntos algunas de
las casas donde mantenían a sus huéspedes para que se cerciorara él mismo de que no había nadie ahí con esas características. “No es necesario, patrón, yo le creo”. “Entonces, ¿en qué otra cosa puedo ayudarte?”, señaló Costilla quien nunca llegó a simpatizar del todo con los federales, pero que sabía un mal necesario para el sostenimiento de la empresa. Los consideraba indeseables, zopilotes que aguardaban en la sombra la caída del jodido para hacerse de un buen filete, aunque no despreciaban el tasajo por ínfimo que fuera.
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“Pues no sé quién vaya a ayudar a quién”, respondió Uribe en un tono soberbio, “vengo llegando del DF, me imagino que ya sabes que me acaban de nombrar Yanqui1 y entiendes lo que eso representa en nuestra sociedad”. Costilla acomodó la última pieza en el pequeño rompecabezas que desde la llegada de Uribe había ido ensamblando con cada gesto y las actitudes del judicial. Esta nueva posición implicaba un significativo pago en dólares para que la plaza permaneciera congelada, de lo contrario los pequeños decomisos y el olvido a la llegada de operativos sorpresa del Ejército comenzarían a ser una constante. Además de que la puerta para el arribo de otros con mayor interés en preservar el terreno comenzaría a entornarse.
deformaba el cuerpo de aquel sujeto, corcovado por las concavidades acuosas. “Te dejo para que lo pienses”, advirtió Uribe, “tengo a lo mucho un par de semanas para empezar a dar resultados… de cualquier tipo… ya sabes, el procurador tiene mucha confianza en mi trabajo… así que… se hace lo que se puede”. “Sí… seguro… lo que se puede…”, reafirmó Costilla sin dejar de ver su vaso. “Bueno, pues entonces ya veremos”, rubricó la plática Uribe; “veremos”, repitió ensimismado Costilla tras escuchar cómo el judicial cerraba la puerta de golpe. “¡Tiburón… Tiburón!…”
Doscientos mil fue el precio puesto en la mesa por Uribe. Costilla no mostró signo alguno. Ante el silencio, Uribe argumentó volviendo al tono de melindre: “Entiende, tú por cada viaje te llevas treinta millones mínimo, además tengo que salpicar pa’rriba”. Juvenal seguía mudo, clavado en la textura del hielo que se disolvía en el vaso con whisky mientras el otro hablaba; esperaba a que su mutismo fuera comprensible para el nuevo subdelegado en la plaza y entendiera que era un buen negociante y no un estúpido que se dejara sorprender, estaba dispuesto a pagar, pero lo mínimo posible. Uribe tampoco era un improvisado. Fogueado en los sótanos de la DGIPS, sabía cuándo aflojar y en qué momento apretar, pero sobre todo sabía ser cooperador cuando ya no había alternativa, pero ahora, por primera vez desde su llegada a Tamaulipas tenía los huevos de Juvenal en las manos. Esperó algunos segundos antes de que anunciara que se retiraba. Sus movimientos fueron seguidos por Costilla desde el mirador en que se había convertido el vaso sudado que 1
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Concepto utilizado en la jerga policiaca para denominar a los subdelegados de la extinta Policía Judicial Federal designados en las distintas entidades, cuya función era coordinar las tareas operativas y de investigación de los agentes a su mando, representando para quien era designado en el cargo un gran poder e influencia por el control que ejercía en la plaza.
*Fragmento de la novela con tal título, Capítulo I.
VILLALVAZO: ESCRITOR. LIBRO INMINENTE: UN DÍA LECCIÓN MANOS A LA LETRA, IVEC-CONACULTA.
COMÚN, CO-
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LOS PRIVILEGIOS DEL PECADO Pocas cosas nos consuelan porque pocas cosas nos afligen.
PASCAL
Jorge Castillo
RAFAEL TORIZ
i tuviéramos que escribir la historia del ser humano atendiendo al testimonio de nuestros excesos, fatigas y fracasos, podríamos concluir que nada nos seduce tanto como lo prohibido, ese incendio diminuto que vive para devorarnos, consumiendo lo que encuentra en su camino. Consumándolo todo. Dar rienda suelta a la voluntad del hombre, como han querido desde hace mucho tiempo reyes, filósofos y tiranos, ha sido una experiencia conflictiva porque la potestad absoluta del deseo individual, por fuerza, acaba por tropezar con los deseos de los otros, embajadores del infierno. Si a ello le agregamos la necesidad de coerción que ciertos individuos han implementado para dominar a sus semejantes tenemos el caldo de cultivo perfecto para la aparición del pecado. La contradictoria historia del pecado –al margen de los griegos y los arameos, que consideraban la hamartia un “fallo en el blanco” o lo vivían como el olvido de algo que “tendría que tenerse presente”– encarna la historia del cristianismo en Occidente. Nadie, con la excepción hecha de los judíos, las madres y Woody Allen, ha usufructuado
tan devotamente el monopolio de chantajes, extorsiones e infortunios de manera tan fecunda como la Iglesia católica. Nuestra idea del pecado en el presente, como desde hace dos mil años, es la de un delito moral: la transgresión voluntaria de un precepto religioso. Sólo hay pecado donde hay censura, o para decirlo con las palabras de San Pablo, “el pecado no se imputa cuando no hay ley. Se dicta la ley y la ofensa abunda”, que es más o menos como decir que todo lo sabroso de la vida, luego de un examen escrupuloso, peca, engorda o embaraza. Pecar, para un individuo lúcido y coherente, más que un derecho acaba por imponerse como una cívica obligación.
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Robin Matus
Breve cronología de un conocido tormento
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PARA LA TRADICIÓN judeocristiana, pecar es alejarse de la voluntad de Dios. Cuando Adán y Eva prueban el fruto del árbol prohibido, desobedecen al Señor y por ello son desterrados del paraíso y condenados a trabajar (tragedia que perpetuarán, por los siglos de los siglos, sus descendientes). Con el advenimiento de Jesús se infiere que el ser humano sólo podrá salvarse por su fe en el Mesías, enviado del cielo para redimir nuestra esencia pecaminosa (lo que mueve a pensar, luego de su sacrificio, que si uno no peca entonces el hijo del Hombre habrá muerto para nada). De acuerdo con la enciclopedia, hacia el siglo VI el papa Gregorio Magno habría enlistado los siete pecados capitales: lujuria, pereza, ira, gula, envidia, va-
nidad, avaricia y soberbia. Siglos después Dante, en el “Purgatorio” de su Comedia, enlistará las mismas faltas, lo que dará una idea muy precisa del pecado a la consciencia del Renacimiento (autores anteriores, como Cipriano de Cartago, Juan Casiano y Columbano de Lexehuil, hablaban de ocho pecados capitales. Ese pecado era la tristeza en su forma melancólica –el demonio meridiano– y se trataba de una falta imperdonable porque el hecho de estar triste era una agresión directa contra la creación de Dios). De acuerdo con el obispo alemán Peter Binsfeld, a cada pecado correspondía un demonio: lujuria: Asmodeo, Gula: Belcebú, Avaricia: Mammon, Pereza: Belfegor, Ira: Amon, Envidia: Leviatán, Soberbia: Lucifer. Y en este punto conviene detenerse un poco, puesto que nada es tan humano, tan luciferino, como el hecho de contrariar a Dios. En la película Lugares comunes (2002) de Adolfo
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Aristarain, Federico Luppi, en uno de sus mejores papeles –un cansado y elocuente profesor de literatura– arranca la película diciendo: “lúcido viene de Lucifer, el Arcángel rebelde, el Demonio; pero también se llama Lucifer el lucero del alba, la primera estrella, la más brillante, la última en apagarse… lucifer viene de Lux y de Ferous, que quiere decir el que tiene luz, el que genera luz… El bien y el mal, todo junto. La lucidez es dolor, y el único placer que uno puede conocer será el de ser consciente de la propia lucidez”. A mi manera de ver, el pecador, por miserable, es un iluminado. Y es que ejercer el pensamiento por cuenta propia es la ocasión para que se cometa el pecado. De ahí que Sade y toda suerte de espíritus disolutos (Rimbaud, Baudelaire, y tantos otros) encarnen de manera tan precisa el arquetipo del malhechor: los que nadan a contracorriente y llevan la contra, ejerciendo el soberano privilegio de desobedecer. Para Aldous Huxley, como para León Bloy –quien pensaba que podía llegarse a Dios a través del mal absoluto–, el pecador se encuentra muy cerca del santo. Escribe el autor de Un mundo feliz: “Sólo un creyente en la bondad absoluta puede perseguir a conciencia el mal absoluto; no se puede ser un maldito sin ser al mismo tiempo, en potencia o de hecho, un creyente en Dios. Baudelaire era un cristiano de pies a cabeza, el negativo fotográfico de un padre de la iglesia”. Por mi parte, encuentro en las palabras del poeta español Leopoldo María Panero la quintaesencia del pecado, su raíz primigenia: “No es tu sexo lo que en tu sexo busco / sino ensuciar tu alma: / desflorar / con todo el barro de la vida / lo
Rocío Caballero, Lección 7 Templanza
que aún no ha vivido”. Hoy en día, dado que la normalización de las conductas pecaminosas ya no escandaliza a nadie –toda vez que valores como la usura y la vileza son moneda corriente en sociedades como las nuestras–, la Iglesia ha relanzado una versión de las conductas que considera pecaminosas; lo que dice mucho de una institución que ha dejado, desde hace tiempo, de dialogar con la realidad. Es pecado realizar manipulaciones genéticas (incluidos embriones), contaminar el medio ambiente, provocar injusticia social, causar pobreza, enriquecerse de manera obscena y consumir drogas. Como habitante del siglo XXI y pecador de tiempo completo, sólo puedo pensar que la necesidad de transgredir los límites es una vocación que algunos espíritus estamos llamados a cumplir, pero no a la manera de un hedonismo narcisista y enajenante, sino como una vocación que permite gritar, revolviendo las brasas que arden en el pecho, lo vivos que estamos ante la noche sideral. TORIZ: ESCRITOR. LIBRO INMINENTE: SERENATA, COLECCIÓN VOLADORES DEL IVEC-CONACULTA.
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Glorieta de los sauces
CAMILA KRAUSS
porque no me recupero del recuerdo de ver a un policía abriendo fuego un domingo en la glorieta del mercado asisto a una sesión de reiki con una muchachita rubia, sueca por efectos de la digitopresión o de la psique irreflexiva surge de mí la mayor de los primates la gorila es una suerte de avatar o de síntoma uh uh uh tiene su gracia ponerse en manos de una extraña y convertirse en formidable animal en la dimensión desconocida mamá gorila está contenta es la hembra, es feroz, sabe más que cualquier policía
uh uh uh todos al piso mamá gorila los disparos no terminan quédate conmigo mientras estallan esquirlas. 18
CAMILA: LIBRO RECIENTE: EL ÁBACO DE LOS ACENTOS, EDICIONES SIN NOMBRE-FLM, 2008.
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LA BARBA DE SAMANTA Para Óscar Galván. Espíritu libre
RAÚL CRIOLLO
“Would you lie with me and just forget the world?” SNOW PATROL, “CHASING CARS”
e parecía la mujer más fácil de odiar. Un día, en uno de los movimientos repetidos e innecesarios de su coreografía en el aire, ella decidió seguir lo imposible, y eso la transformó en una criatura inolvidable. En la calle hay muchas más guapas que ella. No es la clase de chica que atrapa tu atención cuando recorres el espacio contraído de una reunión. Los aspectos presumibles de la belleza que codificaron los rígidos marcos de su entorno adolescente la hicieron separarse del mundo por un rato. No tenía la condición social, el peinado fresco, los aditamentos tecnológicos en la bolsa de neopreno, ni mucho menos portaba la moda textil para envolver sus curvas discretas como indicaba la doctrina invisible pero letal de su colegio. Era lo que los fraseos globales posmodernos han definido como unadapted. Con un atractivo que le venía de adentro, de ese núcleo pródigo más cercano de la tempestad que de la refinación espontánea con que nos aleccionan los comerciales de shampoo, la mujer de las desidias infinitas fue pronto paradigma y desazón. En su último año de universidad hacía un periódico de grotescos infortunios letrados. Un puñado, los de siempre, lo leían al paso. La mayoría lo repasaba sin gana, preocupados por no leerse entre los nombres de alumnos ejemplares, con dos becas en su porvenir. Las fotos eran simples, los poemas extraviados, las efemérides inciertas en su cosmogonía intratable de carga intelectual. Era el relleno de un tablero infinito; el mural fantasma entre la colisión visceral de alumnos superdotados y adefesios concentrados en la cuadrícula del abdomen y el cutis perfecto. Pero desde esa desventura seminal de su desdi-
cha literaria se propulsó su personaje. Y el espectro invisible se convirtió en monstruo amenazante. El paso no fue mortal pero sí temerario: cansada, con una tristeza que le escurría manchas negras en la cara jamás inocente, caminó con la calma y la fuerza de un ente opuesto a su vida entera. Se despojó de falda y calzón para fotografiar su vagina inviolada. Mácula de extrañeza distinguible entre contemporáneas que le aventajaban dos años de cópulas. El timbre aturdió a los últimos alumnos de ingreso al colegio. Esa maqueta monumental de paredes hechas con ladrillos opacos. Y la música marcial que inducía el ingreso a las aulas se detuvo en el grito furibundo del director y su apetito de espanto. La vagina de Samanta en retador blanco y negro era la única pieza que ostentaba el periódico en sus corchos perforados. Descartando inmediatos motes sin ingenio, la anécdota se cifraría en la frase insulsa: “La barba de Samanta”. Por esas avenidas de la discusión y el contraargumento, entre el alojo de los defensores de libertades sin líneas firmes, con el apego a estatutos con demasiados incisos… Samanta no pudo ser expulsada. Los alumnos decidieron que era “una mujer” atractiva en su descaro. Alguien capaz de defender creencias de alguna materia que no se encontraría en los modelajes efímeros de sus compañeras; las que veían una pasarela retadora en cada andar por la cancha de basquetbol. Su opinión fue escuchada en consejo de alumnos, en encuentros de debate, en expresiones poéticas, en la columna de 500 caracteres que se abrió para ella en el semanario local. No era feminista; no tenía una ideología política contestataria; no pro-
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testaba por calles y plazas con pancartas de acuarela; no creía en el sexo seguro ni en la fiscalización de los deseos; no era una exhibicionista de peligro; no era el escupitajo inquietante contra las autoridades escolares… pero era el arrebato con un nombre propio de referencia: “La barba de Samanta”. Ella no podía graduarse sin dejar un imprimátur legendario: su fotografía censurada firmada con cariño para el señor director. Cuando llegó conmigo yo ya guardaba un poema de su modesta inventiva. No era oro pero era nostalgia en muchos acentos de su evocación mortuoria. Lo recorté de su columna y lo enmiqué como un separador que en cada lectura tenía algo que recordarme. Evité que lo viera cuando se presentó a la entrevista. La ofendí de inmediato: “Tengo quien escriba. Necesito una actriz.” Con el aplomo de quien ganó fama de enfant terrible demasiado pronto, Samanta se quitó las gafas ligeras, se soltó su pelo brumoso como noche de niebla xalapeña, hizo una serie de respiraciones muy necesarias para quien nadará 200 metros mariposa y después hizo uno de los peores monólogos que yo hubiera visto en 20 años de carrera en el teatro y el cine. Me encantó. La obra que yo montaba era una broma abusiva de mal gusto que podíamos cómodamente encajar en la categoría de “dark performance”. Era lo de menos. Yo había adelantado una serie de crónicas favorables para colocar en la prensa que se dejara, y que tenía exaltaciones sin fundamento pero que podían deslumbrar a los despistados. “Elocuente montaje que denota el avistamiento embrionario de la nueva fenomenología de las fuerzas bastardas del mal”… Era lo suave… Samanta cerró su audición destruyendo mi trituradora de papel. Plasmó así la imagen que le parecía su mejor definición: acabar con bestialidad a las fuerzas opresivas de la censura. La contraté de inmediato. Ignoro las referencias que tuviera de las artes escénicas pero aclaró: “No puedes cogerme aunque me des el protagónico”. Pero yo no tenía ni siquiera la clase de interés desprendido de la sustancia erótica del “cómo sería”, que les
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permite a las celebridades efímeras llenarse de cortejos abrumadores. Los ensayos fueron lo más cercano a los principios básicos de la histeria colectiva. Los bailarines se comportaron como profesionales de gran compañía hasta que hicimos la prueba de vestuario. El concepto de dragones humanoides, además con aletas en los dorsales, no podía atentar de manera más franca contra una coreografía que los obligaba a rodar por el suelo al menos en seis momentos. Las máscaras de látex eran extraordinarias en su estética de vanguardia, pero los orificios de los ojos eran muy estrechos y el sudor se quedaba en el borde provocando un ardor insoportable. Ensayamos de la manera más experimental y estúpida que se tuviera memoria entre las guerreras compañías independientes, es decir, sin programa y sin espacio fijo. Un día ensayábamos en un parque y al siguiente la cita era en alguna bodega. Una noche, demasiado ebrio para coordinar tres pasos, llamé a todos para citarlos a la mañana siguiente en un campo frente a la zona de hangares posteriores a la terminal 2 del aeropuerto. No era posible escucharse a dos metros, con aterrizajes y turbinas encaminándose a pistas de despegue. Samanta gritaba frenética y me golpeaba cada vez que me tenía al alcance con una energía incendiaria. Yo me comportaba como un alma flotando en el limbo y ella atacaba a todos los actores como si hubiera tomado turbosina.En mi demencia de pretensiones revolucionarias fui subiendo el tono de nuestros encuentros, cambiando los papeles de los actores, inventando números musicales, introduciendo fragmentos de poesía, obligando a cada miembro de la compañía a tomarse cuatro expresos mientras montábamos el trágico último acto en que las tres actrices tenían que arrojar sangre de pollo a la primera fila. Como muchos que no buscan la trascendencia del arte, a mi me interesaba la cumbre inmediata del escándalo. Samanta era mi oportunidad de oro. Pero ella estaba consciente de sus propios alcances, más de lo que cualquiera suponía. Su vagina aún era capital periodístico para los ensayos que trataban de comprender la volatilidad ideológica de los universitarios. Saman-
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ta se hizo una actriz de decoro. Cubierta de bailarines en desparpajo, iluminación que trazaba sus pasos y un seguidor en la cabeza que le daba un destello de ángel en ópera rock, podía incluso tener una actuación sobresaliente. Hice traer a un primo de Monclova para que me agrediera en la conferencia de prensa. Nadie podía relacionarlo conmigo y el capítulo pasó íntegro como una verdad. Pronto pude publicar alegatos en los que me victimizaba como blanco de los grupos de ultraderecha que le cerraban el espacio a las nuevas formas de expresión artística. Me costó un coñac de 30 años tener una prolongada entrevista en un programa de televisión. Llevé a dos encueradas en falso body painting. En sus pechos destacaban garabatos que hablaban de paz y libertad de expresión. Su imagen era demasiado agresiva, pero mientras yo hablaba de las bondades de la apertura en los medios culturales, nadie se atrevía a sacarlas de cuadro. Fue una delicia que Samanta citara a su propia conferencia de prensa. Decía que estaba hasta la madre de mí y de las falsedades del teatro. Que cualquiera podía ser actriz si transmitía su verdadero sentir, en lugar de usar “técnicas leprosas” donde se emplean fórmulas vacuas y anodinas para llorar y gemir sin ningún sentimiento implícito. “El histrionismo se vive o la obra no sirve como vehículo de comunicación con Dios”. Colado con una máscara de Neutrón entre los universitarios que la colmaban de elogios y le gritaban “¡Tú eres la neta”, empecé con un alarido que debió acarrearme una golpiza, pero que en cambio levantó un coro salvaje: “¡Vagina! ¡Vagina!”: Creían elogiarla, pero pasó lo que esperaba: Samanta pateó la mesa y salió fúrica. Me fui a celebrar al café donde podían verme todos los necesarios. Me dije ofendido por sus palabras. Manotee en la mesa y cuando me sentí seguro centro de atención, declaré: “Si tengo que matarla, lo haré en el estreno”. Que no la corriera y ella se negara a abandonar un montaje que detestaba fue otra pequeña victoria. En una sociedad tan inmediata y soluble, con los equipos técnicos capaces de almacenar millones de datos, pero con humanos incapaces de hacer una suma sin calculadora, que dos persona-
jes tan prescindibles como Samanta y yo colmáramos los periódicos era un honor, un triunfo sobre la soberbia ciberpunk. El día del estreno tomé suficiente vodka para llegar a mitad de carrera al teatro. Me alarmó la poca presencia policiaca. Yo quería una fila de azules por sección y dos tanques antimotines afuera. Pero, a pesar de todo lo dicho en las semanas previas, los encargados de la seguridad pública no esperaban más de unos cuantos censores con letreros obtusos y un grupo de jóvenes ávidos de desmadre. Nada que no resolvieran una valla de diez metros y un puñado de miembros de la montada. Para remediarlo hice alarmantes advertencias anónimas diciendo que se esperaban enfrentamientos de pandillas y degollamientos de animales. Llegaron los antimotines. Samanta me miró con todo el odio que podía caber en su histrionismo legítimo. Cuando nos cruzamos en camerinos sumó otra medalla a sus pasos impredecibles: metió la mano en mi pantalón y me sujetó los testículos. “Hoy ya puedes cogerme porque me retiro como actriz”. El telón no bajaba con la tramoya, sino que dos acróbatas lo desgarraban desde lo alto y bajaban con los jirones mientras un estrobo filtrado en rojo multiplicaba los espectros de sus evoluciones. La obra me pareció menos mala que en todos los ensayos, pero fue decepcionante que el público no se inmutara en acciones y diálogos que se habían insertado para que la gente maldijera. La aceptación sumisa del público era la negación de nuestro mensaje. Había una quietud adiestrada. Quizá demasiados videojuegos, exceso de aditamentos en telefonía celular, asentamiento de las grasas que no consumían los pasos para ir al supermercado. Una obra de lenguaje visceral contemplada como la concentración que genera la admiración de un cactus. Asco. Pero no hay leyenda sin grandes finales. Una de las máscaras de dragón se rompió desde el cuello en un recorrido por el suelo plastificado. Samanta, con su habitual aplomo de hielo, se puso la máscara entre las piernas como si un decapitado le besara la entrepierna. Por fin el público reaccionó. Mi deseo era
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que alguien subiera al escenario para iniciar una golpiza campal que reemplazara las palmas. Al menos en el clímax ella tuvo algo parecido a un orgasmo (aún me preguntan si lo sintió de verdad). Pero cuando tenía que decir las últimas líneas, esas que revelaban al traidor de los cielos eternos que impulsaría al regreso salvaje de la humanidad, Samanta calló por completo. Por fin algunos insultos. Ella permaneció callada. Di la orden de apagar todas las luces del escenario para concentrar los tres seguidores blancos en su erótica carnalidad humeante. Sorpresivamente me encontró con la mirada. Me dirigió una de esas sonrisas maléficas que uno sólo ha visto en el cine de horror. Volvió a enfrentar al público. Como de ella podía esperarse lo que fuera, no me sorprendió que los espectadores del frente empezaran a comportarse como animales de granja buscando el escape del corral. Caminó como la doncella andando al abismo en el cenote sagrado, con la majestuosidad de un espíritu libre en su paso al cadalso, pero también con la fiereza de quien puede retar a todos los monstruos de la noche… y hasta podía ganar. Como las aguas que se separan para el andar de los fieles, como la vagina de Samanta abierta para el placer desgarrado de un deseo inconcebible, como las fobias que se repegan a todos los peligros para escapar de la nada... mujeres y hombres permitieron la ruta de la mujer peligro pisoteando las butacas para llegar… a alguna parte. Las luces la buscaban en el zarzal de brazos que la ayudaban y la tocaban como una loca en la cuerda floja. Y Samanta no se detuvo, no dijo el final que sentenciaba la obra, no hizo el epílogo de un performance maldito. Sólo se fue. Sin dar tiempo a que la gente saliera de la sorpresa, advertí a dos asistentes de tramoya para que tomaran los extinguidores dispuestos en las piernas inmediatas al proscenio. Levanté del suelo la máscara que Samanta se frotó en el sexo y salí gritando que nunca uno de mis personajes abandonaría el escenario o yo moriría. “Abrazo al fuego que es la vida”, sentencié diciéndome al instante que por esa frase
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me lapidarían mis críticos. Prendí fuego a la máscara y levanté los brazos para ponérmela. Los gritos multiplicados eran mi gran ovación. Mis hombres me apagaron en un segundo. Yo me convulsionaba en el suelo como si estuviera recién salido del sartén. Samanta apareció dos semanas después en Tijuana con una moto vieja y un remolque porta rampas. Pretendía elevarse veinticinco metros para salvar la frontera como una declaración simbólica de la libertad que ninguna barrera podría destruir. Salió volando de lado y cayó en contorsión contra la pared para romperse cinco costillas y el radio del brazo izquierdo. Me llamó exigiéndome su pago por la obra que nunca terminó. Cuando le dije que podía demandarla por incumplimiento de contrato y que no había organización sindical que pudiera defenderla, aclaró que si ella quería prenderme fuego no habría extinguidor que me salvara. Desde luego, el pago que le envié especificaba el descuento de mi trituradora de papel. Compré un camión de helados. Lo pinté de negro y le coloqué en los costados la fotografía maldita de Samanta que, estúpidamente, jamás había registrado ante derechos de autor. Me sentía un padrote resentido explotando un sexo ajeno. La nueva gira nos obliga a solicitar apoyo policiaco porque hacemos que una pitón mate a un ratón en vivo. Yo salgo vestido de monja y trato de exorcizar al animal, pidiéndole cuentas por los estragos que viene causando desde la creación de la Tierra. Samanta escribe todos los días en mis páginas de internet. Yo entinto pergaminos y publico mi respuesta en el poste de nuestro teatro base en la colonia Narvarte, como los edictos monárquicos de otro tiempo. No hemos cambiado las ideas de nadie, pero al menos por una vez pusimos su mente en un estrato distinto de los controles de siempre. Y, ¿quién puede decirlo?, tal vez vuelva a encontrarme con Samanta y ahora sí lo logremos, y compartamos un mutuo éxtasis en el baño de fuego. CRIOLLO: ESCRITOR, GUIONISTA Y HOMBRE DE CINE. LIBRO RECIENTE: ¡QUIERO VER SANGRE!, HISTORIA ILUSTRADA DEL CINE DE LUCHADORES, EN COAUTORÍA CON JOSÉ XAVIER NÁVAR Y RAFAEL AVIÑA, EDITADO POR LA UNAM.
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Legitimación del débil como auténtico poeta
MARCO ANTÚNEZ PIÑA
Para las ardillas que siguen socavando en balde…
la verdad yo te escribo estos versitos para que te enamores de mí conmigo convencerte de casarte con este sentimental y con la calma recuperes la fe en la rebelión de los poetas sabios que despotrican contra todos elevando imágenes confusas de animales absurdos ay sí muy malos con sus borracheras calcas narcóticas de una película a la Fellini ensamblan año tras año el mito del maldito con el típico séquito de saquitos menores de edad y cordura que dicen que sí a cuanto recita el escritor con fruición de efebos cuyas grandes mentes se llenan de serviciales papas donde localizaríamos si por un azar fortuito florecieran un amanecer la razón las ideas y la chamarra negra de los Ramones y es que sucede en estos tiempos dominados por la palabra institución que ya no basta ser el mejor en la cama el más fuerte o el que mejor se la rifa para garantizar el dominio real a la naturaleza evadiendo el pillaje de las mentiras la simulación del sortilegio o nuestras secretas inferioridades disfrazadas ahora hay que inventar la impostura la Ilusión Significante en su punto cumbre la significación máxima que las elimine a todas que vacíe de fuerza los hechos 23
y garantice con justicia de contrabando mercantil nuestra posición más alta en el escalafón de los varones la tensión del mundo compilada en unas cuantas palabras enchuladas por el brío falso del chico banda y raspa que se rodea de aplausos en lecturas públicas como si la región capital de nuestro pene creciera o angostara por la cantidad de páginas que logremos mantener con la falsedad de la pluma esto es un disfraz malo y ajado por artistas grises avalados por las deficiencias críticas de los lectores regionales que se ruborizan al descubrirse por la calle junto al escribidor en grado proporcional a la cantidad de preseas que pendan de su cuello o de jueces perezosos que otorgan premios sin rigor ni vergüenza lo sé tú no eres ingenua pero nunca pierdo la esperanza que por esta validación jerárquica permitas habitar a tu cada día en mis humildes aposentos sin levantarte durante un momento lúcido una fatal madrugada extrañando aquello irrevocable de tu pasado que definitivamente no soy yo MARCO: POETA Y EDITOR. LIBRO INMINENTE: DEL AURA ESTRELLA, COLECCIÓN BRAZOS DE MAR,IVEC-CONACULTA.
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eñor Homero, lamento mi ausencia de sus páginas. Sé que hay quien pide a gritos las andanzas de JP II. Aunque es evidente que son días de guardar por el tiempo nublado. De todos modos no quiero desaprovechar la ocasión para felicitarle por su denodado esfuerzo en favor de la cultura. Siete años no son fáciles de resistir en un contexto donde las instituciones no invierten. Poco sé de eso, pero cuando recorro el centro histórico, veo claramente que a la gente le importa jota la cultura. Esta ciudad es de churros y papas con salsa Valentina. Bueno, lo distraigo un momento para relatarle mi última –la más reciente pues–, incursión por los antros xalapeños. Déjeme comenzar con un manifiesto: el table no ha muerto, Señor Homero. Sólo vive un responso. El otro día escuché en la radio de los fresas a una conferencista experta en parejas, llamada La química del amor, quien afirmaba que la ternura se da porque la pasión está descansando. ¡En efecto, sabiduría chemestry! ¡Hay una siesta en Xalapa!, eso sí, un poco prolongada, donde la libido capitalina se conforma con eventos de buffet incluido. El asunto es que me topé con el espectáculo más grande del mundo. Sí, en el recinto donde apareció La Tortuguita –¿se acuerda de su chamarra de globo?–, el Privator, se llevó a cabo una noche temática. Nadie lo advirtió, habían pasado los ósca-
JUAN PALO II
NO CONTABAN CON MI ASTUCIA res y el homenaje a Roberto Gómez Bolaños –por cierto, sus colaboradores tendrían pretexto para leer Los detectives salvajes, sobrino o no de Roberto grande [ay, parece que se me chispoteo una “s”]. Se trató de una noche en domingo, inolvidable, donde el Privator tuv(b)o el tino de ofrecer una noche temática. Sí Señor Homero, ¡adivinó! Privator se unió al reclamo mexicano y rindió homenaje precisamente a don Roberto, idiosincrasia reciente que releva cualquier antepasado prehispánico –menos El Tajín, por supuesto. Chespirito fue el pretexto ideal para que el table se cubriera de gloria y de paso lo rasurara del mal gusto. Antes, tildado como el thunderdome donde una imaginaria Tina Turner de Cardel había dejado muestra de su pericia con unas pelotas de ping pong, dejó atrás la guarrez característica para dar paso al Tema: al Tema de Temas. Al principio parecía la cantina de Stars war, donde concurrían los adefesios más bizarros del planeta Xalapa: albañiles, franeleros y periodistas de quinta. Luego semejó también al Tokio destruido donde a Ultramán se le enciende el foquito en su pecho para acabar con los monstruos –¿remember a Estrellita, la queen de Chacaltianguis? Sin embargo, la noche temática eclipsó incluso el rating del infame programa de dobles de TV Azteca. De pronto todo se tornó de rojo y amarillo.
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Resulta que todas las bailarinas habían sido disfrazadas de personajes tanto del Chapulín Colorado como de El Chavo del Ocho –el mero mero del bar era ni más ni menos que El Doctor Chapatín, con todo y su bolsita de papel estraza. “¡No contaban con mi astucia!” “¡Fue sin querer queriendo!” “¡Cállate, cállate que me desesperas!” “¡E inicia el show con el que rinde homenaje, nuestro humilde lupanar, al más grande de los dramaturgos de la pantalla chica!” “¡C-h-e-s-p-i-r-i-i-i-t-o!” El locutor hizo gala de su enciclopedia. No sabía quién era Beethoven –bueno, sí, un perro–, pero qué tal presentaba a las exóticas de Rinconada, Medellín y extranjeras de León y San Luis Potosí. Señor Homero, decía más adelante el animador con su gorrito del Chavo, “con ustedes, ¡Ramona!”, en evidente alusión extrapolada de Don Ramón. Ramona salió con sus patillas pintadas –bueno, yo digo que eran pintadas–, y un mostacho tipo Cachirulo; lo que le ayudaba entonces a la nativa de Cosoleacaque era su complexión huesuda y el ceño fruncido, aunque la vencía la risa chiveadilla cuando daba vueltas al tubo. También apareció Quica, una recién ascendida bachiller cuyas mejillas le facilitaban la encarnación del chamaco lloretas. Lo fascinante del asunto eran sus rodillas, metidas hacia dentro, dato que resaltaba las calcetotas amarillas que patrocinó Deportes Huiro en honor al equipo del Piojo –equipo del que he visto que usted, Señor Homero, se pone la casaca los sábados cuando va a la cantina Los Álamos. La Chilindrina fue muy simple escenificarla. Las cortas de estatura sobran y no había más que ponerles trenzas y comprar un suéter rabón usado en el tianguis del Parque Colón. Hubo entonces el clima propicio para que, en medio
de falsas nubecillas, se anunciara al ¡Chapulín Colorado! Sí, era ni más ni menos que Malena, la misma que otrora vendía delfines de chuchería en el malecón del puerto jarocho, quien, decidida, sacrificó la imagen –como Charlize Theron en Monster– para sacar el chipote chillón y posar con tremendo equilibrio sus antenitas de vinil. Fue hilarante, Señor Homero, cómo se balanceaba con sus enormes botas color pollo asoleado. ¿Se acuerda de la crónica que hice del Extravagance, cuando en medio de la tragedia de la inundación se presentó un show surrealista de la botarga con figura de pene? Pues bueno, el table se redime frente a aquellas situaciones grotescas, con la afable interpretación de Malena en el papel del(a) Chapulín(a). Sano como nunca, extravagante como jamás, el Privator ofreció el performance más aplaudido en la historia de los bajos fondos atenienses. Todos los comensales –porque hubo garbanzo y haba gratis, ¡y rifas de tortas de jamón of course!– cambiaron aunque sea por una noche su camiseta futbolera por una donde subyace un amor infantil con los colores ya citados de rojo y amarillo con su CH en el corazón. Señor Homero, “¡chusma chusma, brrrrrrr!”. No hay parangón. Más vida al proyecto editorial. Un abrazo para usted y saludos para sus colaboradores, sobre todo al Conde.
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