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SALA DE ESPERA SERÁ OTRA COSA

VIBEKE L. BETANCES LACOURT ESPECIAL PARA EN ROJO

Desde pequeña, las salas de espera han sido para mí un lugar cotidiano. Me he pasado la vida en oficinas de doctores: desde la del pediatra a la de los generalistas y, ya de adulta, le añadí a la lista aquellas que visito cuando acompaño a otros a sus citas. Nunca había tenido problemas con estos espacios provocadores de empatía, solidaridad y, en muchos casos, paciencia. No solo aprendí en ellas a escuchar con mansedumbre las diversas voces que se hacen eco de programas de farándula o de analistas políticos predecibles, sino que desarrollé la tolerancia para explicar, mientras le hablan a mi abuela como si fuera una niña de tres años, que ser adulto mayor de ochenta no implica ser tonto y que, a pesar de la costumbre, la manera adecuada de tratarle es hablándole como le hablarían a cualquier otro adulto. Aumenté mi capacidad de comprender la precariedad que nos acecha para lograr ser empática con quienes trabajan en el hospital o en las oficinas médicas con sueldos de miseria y bultos de problemas cotidianos que les impiden recordar que, en efecto, es el paciente quien ya tiene bastante sobre sus hombros, sobre su vida. También aprendí a reír con extraños dentro de esas salas. Siempre está quien, deseoso de una conversación, aprovecha para revelar los detalles más recónditos de la vida familiar de algún otro ser, sazonados –sin lugar a dudas– con frases que le sacan una que otra sonrisa a todos los que, como buen público, le celebramos la historia.

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Sin embargo, desde el 2019 las salas de espera han constituido ese espacio al que me tengo que enfrentar seis horas bianuales para recibir tanto los medicamentos como los diagnósticos casi horoscopales que me hacen los demás pacientes o sus familiares. Antes del 2019 iba contenta a las salas de espera: sabía que, por lo menos, una que otra sonrisa iba a regalar y a recibir. A partir de abril de 2019 y del diagnóstico que se encargaría de recordarme la importancia de experimentar la vida más allá de vivirla, voy con el recelo de quien se sabe temerosa del futuro que otros le pinten: llegue o no llegue. Y es que desde entonces las salas de espera se convirtieron en el lugar que me recuerda los posibles rumbos que puede tomar mi vida. Cada vez que alguien entraba por las puertas era un ejemplo más, y distinto, de lo que podía pasarle a mi cuerpo, a mi mente, a mi salud. Sentarme en una de sus sillas era estar expuesta, además, al escrutinio de los otros que pavimentando el camino con sus buenas intenciones me llevaban directito al infierno cuando me contaban lo que podía pasarme en unos años, en unos meses, en unos días, ¿en unas horas? Ir a una sala de espera, a partir del 2019, me obligó a ser un poco más parca en mis conversaciones y a recurrir a la tecnología como método de escape – porque claro, leer en una sala de espera es impensable, imposible. No obstante, la llegada al centro de infusiones obliga a la amabilidad: un saludo cordial, una sonrisa a quienes esperan para ser atendidos y una breve conversación con la joven secretaria que atiende. En esta última vuelta al centro me recibió una cara amable que, luego me enteré, acompañaba a su esposo. Cuando me vio, habló con el hombre inmediatamente se multiplicaron las caras amables que no paraban de mirarme como quien no entiende la razón de mi presencia en ese lugar. Entramos los tres a la sala de infusiones y, ya allí, el señor no pudo evitar comenzar la conversación:

“¡Bendito, tan joven y aquí! ¿Te vas a atender?”. “¡Buenos días! Ni tan joven, no se crea.”, le contesté, y opté por sentarme en la silla más distante, como acostumbro para evitar los “ya verás lo que te espera, ¡bendito!”. Abrí la laptop y me refugié en ella. Debo decir que a estas alturas reconozco a un digno contrincante de mis prácticas antiestrés desde que entra por la puerta. Por eso, cuando la enfermera entró para realizar la canalización no me sorprendió sentir, nuevamente, la mirada incisiva que no se conforma con una sonrisa. En mi diálogo con la enfermera se mencionó el asunto de mi Esclerosis Múltiple y descubrí en la mirada amable que el señor ya no solo quería conversación, sino que me estudiaba con más curiosidad que antes. Respiré, porque reconozco que cuando estoy allí me pongo medio impropia: es que una se cansa de oír las teorías de cómo va a terminar... todas muy tétricas, por supuesto. Y claro, ya bastante tiene una con el país en el que le ha tocado vivir, crecer e intentar salir adelante como para tener que escuchar todos los vaticinios apocalípticos que se le ocurren a la gente.

El don, que ya entendía mi estilo de novamosahablar tiró una pregunta al aire: “¿A uno se le atrofian los músculos cuando tiene esclerosis múltiple?”. Inhalé, exhalé y, reconociendo que el aire no le iba a contestar, le expliqué brevemente lo que era la enfermedad y lo que en su momento fueron mis síntomas más fuertes. Le conté sobre dejar de sentir la mano derecha, luego el brazo completo, luego la pierna y, como si fuera poco, después el otro lado: la pierna y la mano izquierdas hasta casi no poder caminar y andar por los pasillos tambaleando hasta dar, por fin, con el diagnóstico. Como era de esperarse, esa respuesta no le parecía suficiente, así que confundido me preguntó: “Wow, ¿y qué haces aquí, si te veo caminando bien y agarrando todo bien?”. “Punto delicado, mi don”, pensé, pero me limité a responderle que el medicamento funcionaba, y que, si me veía así era porque sobre todas las cosas le podía asegurar que aunque estuviera muy mal, iba a hacer lo imposible para que él no se diera cuenta. No es un asunto de esconder la enfermedad, es más bien la reafirmación de que no puedo permitirme que sea ella quien me defina. Me puse los audífonos reconociendo que había perdido la batalla, la conversación seguiría porque él no se había dado por vencido y porque, al parecer, uno tiene que ir caminando por la vida demostrándole a la gente cuán grave está para que le crean y para que los diagnósticos caseros sean un chin más benévolo.

El don siguió hablando, y yo, que después de tres palabras termino viéndole la bondad a todo lo que hace la gente aunque rabie, ya le había cogido cariño y cambié la estrategia. Le conté que después del diagnóstico había corrido un 5k, que había dado clases en cada extremo de la Isla por un semestre entero, que había tenido más de dos trabajos mientras terminaba la tesis y la defendía, sin que el mundo entero se tuviera que enterar de esas batallas con los dolores, de esas peleas conmigo misma al olvidar palabras, términos e hilos de pensamiento al escribir o al hablar y del cansancio producto del miedo de pensar que todo lo que sientes es consecuencia de la enfermedad. Y, claro, también le conté de las alegrías. De esas alegrías de saber que una va acumulando lo que considera logros, a pesar de las rabias características de la personalidad. Le hablé de esa urgencia de moverme por todos lados por si acaso algún día no podía. Y de la euforia que produce saber que, a pesar de todo eso, según los últimos MRIs, contra todo pronóstico, mi cuerpo había respondido tan bien al tratamiento que hasta una de las marcas que evidencian la enfermedad había desaparecido. Así estuve charlando, hasta casi terminar nuestras seis horas juntitos.

Al final, mi compañero de suero quedó complacido. Claro está, todavía cree que se me deben notar un chin más los påesares, que eso ayuda a la causa. Sin embargo, yo también le di una buena dosis de lata y sospecho que funcionó porque, ya entrada la tarde, en vez de irse al baño en la silla de ruedas, como había hecho desde que llegó, se paró y agarradito de su propio suero caminó sus quince sólidos pasitos hasta allí. Y yo, sentadita en mi esquina, pensaba: ¡Eso, mi don, así se hace!

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