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LA COMPASIÓN DIFÍCIL

Zahira Cruz Especial Para En Rojo

Abrí los ojos esta mañana en la silla reclinable de una habitación de hospital. Desde hace un mes duermo allí la mayor parte de las noches, cuidando y acompañando, por amor y por responsabilidad. El resplandor dorado del sol, que se cuela por los visillos de la ventana que mira al Expreso Las Américas, me anuncia la llegada del nuevo día, aunque allí todos los días parezcan ser el mismo. Lo primero que hago con esos destellos del amanecer, es buscar a mi hermano con la mirada, para darme cuenta de que ya él me está mirando y me sonríe. Es un momento importante, el más importante diría yo. El momento del reconocimiento y de la constatación. Allí estoy con él, allí estamos los dos, juntos.

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Hace unos años, otra persona a la que también cuidé y acompañé, me decía que, a veces, cuando abría los ojos y no me veía a su lado, se pellizcaba los brazos como para confirmar que seguía viva. Entonces, pienso en la duda. Esa, que dicen que es como un gusano que se siembra, debería tener siempre protagonismo en nuestras vidas. Porque si bien es cierto que nos impulsa, que nos mueve hacia la constatación de ‘verdades’ reconfortantes lo mismo que a otras terribles, no es menos cierto que además nos brinda la oportunidad de despojarnos de muchas de esas que, bien miradas, no son tan ‘verdaderas’. Para quienes aspiramos a ser mejores seres humanos, la duda puede y debería ser siempre el inicio de una nueva revelación, la que nos permita no tanto confirmar nuestras certezas sino cuestionarlas.

Esta mañana, después de que mi hermano reconociera, con su mirada y el gesto de su sonrisa, mi presencia, mi estar allí con él por el estar suyo en mí (es mi semejante), se me ocurrió la pregunta que siempre me hago ante algunas personas: ¿qué espacio hay para la vida en aquellos que sólo tienen certezas? Decir vida humana es decir contingencia, desamparo, intemperie, vulnerabilidad. Pero más allá de lo irrefutable de esta realidad, hay algo más. Eso que hacemos nosotros para contrarrestar esa condición, la casa que construimos para ampararnos. Ese lugar no se construye con la precisión lógico-matemática, ni en él el esquema causal podría brindar siempre explicación ni consuelo. En ese lugar la suma de dos más dos importa poco si da o no da a cuatro, tampoco el tan famoso “sentido común” del que tanto nos jactamos o el supuesto conocimiento general sirven allí sino para obstaculizar, porque como respuestas prácticas terminan por fijar un sinnúmero de creencias e ideas sin justificación válida en pensamiento crítico alguno. Hasta cierto punto anulan la singularidad del pensamiento propio, la posibilidad de reflexión, porque apelan más a lo que supuestamente es, y no a lo que podría ser.

Cuando hablamos de vida humana, del vivir humano, hablamos de devenir. La vida es un proceso; cambio, transformación. Nacemos, crecemos y morimos. Ante esta realidad de finitud, confiar en el “sentido común” puede que limite nuestras posibilidades, que nos aleje un poco más de nuestro objetivo de ser mejores. La suya no es la lógica de la heterogénea vida humana sino la del orden de las certezas (en su mayoría seudocientíficas) y de las verdades absolutas. Desde esa supuesta lógica común validamos como cierto, sin mayor análisis, lo predeterminado, corriéndonos el riesgo de cometer graves errores de juicio. Sin embargo, dudar no sólo de las falsas verdades sino hasta de lo que se ha probado con evidencia ser verdadero, nos brinda la posibilidad de cambiar lo que domina (el egoísmo y la maldad del mundo). No se trata de ser pendejos sino de dejar de creernos tan listos y comenzar a dudar de nosotros, de nuestra supuesta superioridad moral que nos paraliza bajo la idea de que no tenemos más por hacer. A fin de cuentas, no debemos olvidar que sin reflexión muchas de las certezas que al común de los mortales nos sirven para validar nuestro conocimiento acerca del mundo son un montón de refranes, como esos que dicen que «el ladrón juzga por su condición», «el río suena porque agua trae», y «al pájaro se le conoce por la pluma», etc. De este tipo de ‘verdades’ se alimentan otras creencias muy arraigadas en nuestra sociedad, que impiden u obstaculizan los gestos de bondad y compasión, que reconozcamos al otro como nuestro semejante, la condición que compartimos. Etiquetas, juicios trasnochados, prejuicios infundados, binarismos y dicotomías antagónicas no sirven para aclarar nada, sólo separan; los ‘buenos’ queremos acabar con el mal a partir de la lógica vengativa del ojo por ojo, perpetuando la maldad. Y así es que vamos decidiendo quien merece o no compasión y amparo, quien merece o no atenciones y cuidados, quien merece o no preservar su dignidad, como si no estuviéramos todos a la intemperie.

Hay que dudar de “la moral del mundo” por tullida. «La compasión por la víctima no expresa sino el cumplimiento de la mitad del deber; la otra mitad consiste en compadecer también al delincuente, que cuando no es un loco furioso es un desdichado que negó a su madre y quedó perdido para siempre, en el momento, después del de nacer, más culminantemente fatal de su triste destino humano...», diría el escritor bohemio español Alejandro Sawa en su libro Iluminaciones en la sombra. Es esta «la compasión difícil» de la que habla la poeta y filósofa Chantal Maillard en el libro que tituló de la misma manera. Es la bondad radical, la compasión del que comprende y actúa conforme a las exigencias de la condición humana, del que se reconoce no necesariamente en los actos del otro sino en su igual condición de precariedad.

«Los que aman a sus hermanos son los que han dado el paso atrás respecto a la evidencia de lo que domina. Son los que viven comprometidos con algo que está por encima de las ideas de progreso, socialismo, democracia... Son los que vitalmente han comprendido que estas palabras sólo tienen sentido a partir de ese compromiso» (Josep Maria Esquirol. La penúltima bondad).

Ser bondadosa con mi hermano me es fácil. En las mañanas abrir los ojos a su lado, con la duda de si seguirá con vida es comprensible. Lo difícil y poco común es dudar de la dominante maldad del mundo para que se nos revele que la compasión de algunos es aún mayor.

Sirva esta reflexión como agradecimiento a todas las/los cuidadores. Muy en especial a los capaces de acompañar, amparar y amar a aquellos que conforme a “la moral del mundo” no lo merecerían.

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