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Viernes de Letras
José Joaquín Duque | jjduque@serviciosnutresa.com
El Grupo Literario Letras cumplió, en 2020, veinte años de encuentros ininterrumpidos en el bloque 12, todos los viernes al mediodía o, por la pandemia, los sábados a la 1:30 p.m. José Joaquín Duque, uno de sus integrantes más antiguos, nos regala este texto que rememora su primera vez en el grupo, para mostrarnos que las emociones y el significado del mismo, aun 20 años después, perduran en los encuentros semanales.
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José Joaquín Duque Grupo Letras Universidad EAFIT
Afuera llueve o hace sol. El tráfico es pesado. Estudiantes van y vienen por los corredores. Abro la puerta. Entro: ahí están ellos. Saludo. Tomo asiento. He llegado a Letras. Así, suena simple; es más, es simple, y si nos ven entrar o salir, incluso participar, se diría que es una clase más, pero no, no del todo, hay que concentrarse un poco, dejarse llevar para ver la realidad o la fantasía, pues allí, en un ambiente de intimidad y camaradería, más que una clase se va a un territorio extraño e ilusorio, que reemplaza la tiranía del mundo real. Allí la tierra gira distinto. A la luz del meridiano, en un salón de Desarrollo Artístico, se inicia un ritual: los minutos pasan empinados y, poco a poco, en un momento impreciso, hay como “esa apertura de libro, esa especie de invasión de lo fantástico”, que nos lleva a otras latitudes; no se sabe, no hay regla definida, no hay destino preestablecido, porque para cada uno puede ser distinto. Una ficción tan natural, que parece real. Me invitó una amiga, escritora de verdad, respetada como de las mejores de Letras; pero eso no la protegía de las críticas, pues igual le “daban madera” como a todos cuando leía sus textos. El grupo, comprobé, era entonces, y es todavía, uno de esos meridianos imposibles que solo se pueden dar, creo yo, en la literatura. Pero me adelanté mucho. Alexandra me recomendó que le escribiera a Lucía Donadío, la directora, quien, supe después, le quitó las mariposas amarillas. “Bueno, no me las quitó en el sentido estricto de la palabra” dijo Alex, “me las prohibió en los textos, eran intocables, son de Gabo —le dijo— y por eso mudé mi amor a las libélulas”. Yo medio le entendí, le entendí que su profesora tenía algo así como una guillotina para excluir los animales literarios, (deben quedar pocos, pensé). Pero bueno, Alex eligió las libélulas y su cuento me pareció tan bueno como si tuviera las mariposas amarillas de Gabo, pero yo sé que exageraba, no sé si Gabo, Alex o yo, alguien exageraba, y al final pensé que la que exageraba era la profesora que clasificaba los animales literarios en desuso, como si fueran caramelos repetidos. Solo escribes a este email y dices que quieres pertenecer al grupo, adjuntas algún texto tuyo y ya, no más, la profe te contesta si pasaste o no, así de sencillo, dijo mi amiga… Lo hice. Acompañé el correo con lo más pulido de mi endeble producción literaria, un cuento ingenuo de un tipo que se roba la cabeza de un esqueleto en un cementerio. Pero en el momento en que leía mi desmembrado texto caí en la cuenta de mi error: si las mariposas ya eran de Gabo, los cuervos, debían ser de Poe, los murciélagos de Stocker y las ballenas de Melville. Entonces, ni qué decir de los repetidísimos esqueletos míos. Doble error.
Cortesía Grupo Letras
Lucía, muy seria, con la mano en la cumbamba, releyó en silencio mi texto luego de que yo lo leí tan mal como malo era. Todos estaban callados. Con una sonrisa tierna dijo mirándome sobre las gafas, que había que pulirlo bastante, estaba muy largo y podarle aquí y allá la “malecita”…
“A los textos hay que sacarles el esqueleto —pero no se refería al de mi cuento—, tanto músculo los ahoga”, dijo Lucía. Fue difícil entender eso. Palabras premonitorias para un principiante de Letras. “El sentimiento está antes que las palabras, esa es la fuente, y si las palabras reflejan un sentimiento entonces es literatura”, añadió. Las letras fueron tomando forma, no eran simples símbolos planos sobre el papel, había que contemplarlas de manera distinta, ellas son orgullosas y saben cuándo se les coquetea con galantería: son mimadas, comprendí. Como comprendí también que las palabras son infinitas, que el significado es una metáfora más, un símbolo, un guiño, algo que huele o duele y tiene forma y color. Una libélula puede ser una princesa o una chica desnuda en la playa. Las palabras eran conjuros y ladrillos para crear una realidad nueva. Si se les frota con amor, entendí, de las palabras salen genios. Escribir era tejer palabras, animar recuerdos, encarnar sentimientos, todo se vale, no hay reglas mientras seas sincero e impactes la atención del lector. Un texto es una nave o una soga al cuello, un amuleto, una promesa, una mágnum. Alguien menciona la palabra “atónito” (yo personalmente estaba atónito), pero Rave -chanclas trespuntá y mochila indígena- con maneras inteligentes y precisas demostró el abuso de esa palabra: “Está gastada”, aseguró. Se abre la puerta. Aparece un tipo que más parece un malabarista de circo. Pelo largo ensortijado, gafas oscuras de marco rosa, camisetica negra ceñida al cuerpo, pantalones verde fluorescente y uñas naranja. Es Jaime Espinal. Entra con seguridad. Sonríe alzando las cejas. Nos mira a todos como si nos estuviera contando, me descubre dos veces y luego de besar a Lucía se sienta altanero sobre el espaldar de una silla. Me mira otra vez y dice en perfecto argentino: “¿… y vos quién sos?”. Reconocí que por esa puerta -en aquel entonces de un salón escondido detrás del Auditorio Fundadores-, se llegaba a otro mundo, a un territorio donde todas las historias eran posibles: El Diablo -de facciones cuadradas y mirada profunda- se llevó a una chica indiscreta por mirarle las pezuñas. Una perversa monja, ante mis ojos, fue convertida en estatua. De un buñuelo surgió la cara de Jesucristo y conocí a un superhéroe homosexual y a un gallo que ponía los huevos cuadrados. Don Quijote, como mil caballeros andantes, volvía a pelear una y otra vez, incansable, contra molinos de viento. Para los letras, comprendí, estar allí reunidos era divertirse con la arbitrariedad, la libertad y la fantasía con que lo hacen aquellos que quieren a fondo un oficio. Eran tal vez quince personas, más Lucía Donadío, la directora, quien, tan paciente como implacable, iba al galope hacia las palabras vedadas: las tacha, presurosa, las cambia, ordena el desorden, corrige, reconstruye, propone, limpia, brilla y da esplendor a los textos. Un reloj detenido a las 11 menos cuarto no es sólo eso, unas gafas sobre la mesa, el ruido de una moto, un par de zapatos en el suelo, unos pasos que se acercan, el recuerdo vago de un sueño, un trapecio café, una caja de chicles, la sensación de vacío después del amor… todo es eso, pero es mucho más. Tras esa puerta Lucía nos presentó los Cronopios inquietos de Cortázar y sus mil instrucciones precisas para hacer de todo, los laberintos de Borges, los mares de Stevenson, las selvas de Conrad, las mariposas amarillas de Gabo, las menudas y vivaces Famas, tan tiernas… ca, yerta, yerma, sin mí, sin vos, sin voz, muda, la hoja blanca, ahí, insensible, sin temblores, ni crispaciones o entusiasmos, tan blanca, tan núbil, tan hoja blanca, como un papel no más, sin las algarabías de unas vocales abiertas y tildadas, sin la música de unas consonantes sonoras, de unas letras llenas de viento o de mariposas, de sensaciones e imágenes, la hoja se volverá de serenata y de tequieros, una hoja pista de baile llena de voluptuosidad o ternura, de luz de luna tranquila y de estrellas que ríen en la noche, llena de minúsculas y de mayúsculas o de sangre o de lágrimas o de las desgracias humanas... Llueve, una pareja toma un taxi sobre la hoja, la pisan y sus huellas en cursiva o en Arial manchan su blancura, suben al carro amarillo que avanza por el renglón hacia la derecha, un renglón de asfalto negro que húmedo da unos visos amarillos. Alguien grita o llora o ríe. Una hoja viva o con un pedacito de pasado vivo, eso pide la hoja. Ahí tan plana, tan pálida, tan tímida, no es tanta su solicitud, pide vida, un poema, una lista de mercado, el número de una cuenta de banco, de un teléfono, la talla de un zapato (la historia invisible que late en la espalda de una talla de zapatos, de un número telefónico, de una lista de mercado), que la tiren si es del caso a la basura, arrugada y hecha un amasijo, pero eso sí, llena de voces, con Letras.