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Un yipao entre callejones y lienzos
David Ochoa Soto | dochoas@eafit.edu.co | @esetal_ochoa
El fuerte olor a café, el ruido de los turistas que suben y bajan por las escaleras eléctricas de la comuna 13 y el calor intenso de mediodía acompañan el recorrido por el Museo del Café Yipao.
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Donde fue fundada aquella nación liberada por el criollo Simón Bolívar, toma lugar un protagonista sin voz ni voto: un pequeño grano que arribó a los puertos americanos a manos de las muchedumbres españolas que se tomaron las costas, las cordilleras, los llanos, los valles y las vidas de los indígenas colombianos. Este protagonista, que no nace en la región, llega en el siglo XVI como un simple aporte a la agricultura de las colonias españolas; pero con el tiempo se convierte en la imagen internacional de los colombianos que, arrasados por las luchas libertadoras, encuentran en este afrodisíaco producto una reconstrucción cultural y económica, y la posibilidad de dejar atrás el papel de territorio dominado por la corona española para apropiarse del título de país exportador de café.
Soportado por columnas, vigas y la revolución de vida de los habitantes de la comuna 13 de Medellín, que hasta hace poco fue vista como campo de batalla, está el Museo del Café Yipao. Las paredes convertidas en lienzos, el paisaje de aquel bosque de ladrillo y lata, los escalones, pintarrajeados y agujereados, que fueron reemplazados por la tecnología de las escaleras eléctricas y los grupos de visitantes curiosos adornan el exterior de aquel lugar. Aquí se deforman los significados tradicionales, “el gramo” no es de droga y los únicos “fierros” son las cafeteras utilizadas para materializar la experiencia completa de esta bebida negra.
La entrada a su primer nivel se asemeja a la ruptura formada por un grupo de rocas en una montaña que da paso a una cueva. Al entrar en esta caverna la primera imagen es un mural de colores vivos. Se lee “Yipao” en letra cursiva y hay imágenes de plantas que parecen salir del muro para abrazar a los turistas que descansan en una alargada y fina banca de madera.
— ¿Qué es “Yipao”? —se escucha en el español mal hablado de un extranjero.
— Es una unidad de medida. Así como los paisas compramos racimos de bananos y llenamos baldados de agua, los cafeteros crearon el término “yipao” para indicar que necesitaban un Jeep lleno de costales de café —exclama una voz femenina desde el interior del lugar.
Al lado opuesto del salón se encuentra otro banquillo, este un poco más corto, y una estantería abarrotada de bolsas de “Café Del Filo”, algunos recordatorios como agendas y organizadores, instrumentos para la preparación artesanal de tan exquisita bebida y algunos otros productos hechos a base de este grano afrodisíaco. En el fondo del primer nivel se alcanza a ver un marco en la pared que lleva a una pequeña cocineta, una barra mostradora y la figura de una mujer preparando un oloroso café artesanal a un grupo de visitantes que realiza una de sus paradas en el mal llamado “Graffiti Tour”. — Esta técnica de preparación se llama “Prensa Francesa” —exclama Laura, detrás de la barra mostradora. Continúa— Lo primero es poner a calentar el agua que vamos a utilizar. ¿Quiénes quieren tomar café? —se detiene y recorre el lugar con su mirada.
Fueron varias las manos alzadas.
Ilustración: Maria Isabel Giraldo | @migiraldoh
agua hasta la línea que indica la medida que mencionó en voz alta y la descarga sobre un pequeño calentador negro con forma cuadrada.
— En las cordilleras andinas que recorren el territorio colombiano yacen las historias de campesinos cafeteros que toman su machete, carriel, sombrero y poncho antes de salir a recolectar la cosecha — hace una breve pausa, toma una de las bolsas de “Café Del Filo” y continua.
— El proceso en estas fincas de arquitectura colonial terminaba, en aquellos días del siglo XVIII, con la carga de las mulas que bajaban hasta una plaza de mercado donde todos los esclavos cargaban y transportaban las mercancías, mientras que sus amos establecían cuál era la mejor oferta de trueque. cuatro vueltas con la cuchara dentro de la jarra y por último la prensa separa el líquido de los restos viscosos del grano molido. Al terminar deposita en seis pocillos, de una hermosa porcelana blanca y amarilla, la bebida con notas ácidas, dulces e insonoras. Ahora los visitantes disfrutan en sus paladares una ópera preparada por una cantante llamada “Laura”, de tan solo 30 años, mientras comparten la historia de un café que no se limita a su método de preparación o a su impacto en la comuna 13, sino que se remonta a la labor de los cafeteros que abrieron la puerta del extranjero a los colombianos sobrevivientes de las luchas libertadoras.
Si se suben un par de los escalones que hay afuera del negocio, se encuentra la entrada al segundo nivel. Su escenografía parece salida de contexto: se pasa de callejones y rejas de un barrio de la ciudad a una antigua cantina de un pueblo antioqueño. Las estanterías ya no solo contienen productos del café como en el primer piso. Ahora, las cajoneras amarillas, rosadas y azules, se adornan con sombreros, carrieles y poncho, piezas de la vestimenta clásica de don Ramón, el honrado cafetero que siembra y recolecta en Santa Bárbara los costales de grano que se venden y se preparan en el museo, y sus antepasados. Y para completar la cantina, se encuentra una barra de madera a lo largo de una ventana que permite ver el paisaje urbano de fauna y flora. La barra tiene unos banquillos altos, de una madera muy fina y con un muy buen acabado. Al fondo del segundo nivel está Manuela replicando en el mostrador de la cantina lo que Laura hace en el primer nivel.
En este segundo nivel hay unas escaleras en forma de caracol que llevan al tercero. Arriba se encuentra un salón recién terminado, con un color blanco cegador en sus cuatro paredes, permeado del fuerte olor que produce el café y una sorpresa en el medio para los nuevos visitantes. En este tercer nivel están Andrés y Viviana, los dueños del negocio.
— Este museo es la forma de mostrarle a todos que el café, más que un producto, es una experiencia — dictamina Andrés.
— Y es la forma de regalarle a esta comunidad la oportunidad de ser algo más que un grupo de víctimas. El museo es un lugar abierto para todo el público, una parada turística en el grafitour y un regalo de esta familia campesina de Andes, Antioquia para la comuna 13 — agrega Viviana, bajo el calor de mediodía e inmersa en el fuerte aroma a café, para darle fin al recorrido.