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Crónica de la Libertad

Susana Blake | susanablake2810@gmail.com

“Usted formó mi corazón para la libertad, para la justicia, para lo grande, para lo hermoso (…) No puede usted figurarse cuán hondamente se han grabado en mi corazón las lecciones que usted me ha dado”.

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Los caminos de los grandes hombres a menudo encuentran cómo entrecruzarse. Unos, a veces separados por lenguas y océanos enteros, influyen en el destino de otros y despiertan con misteriosos artificios los ánimos que habrán de llevarlos a proezas que antes no se hubieran adivinado. Bolívar, cuyo primer nombre no es preciso siquiera mencionar, vio su destino dictado, también, por la voz definitiva de otro gran hombre: Napoleón. Recordando al mismo Ramón de Zubiría, autor del Breviario del Libertador, Adriano y David dedicaron sus vidas a estudiar las grandes ideas y pensadores de la Historia. A sus treintaicinco años, podían hablar juiciosa y apasionadamente de literatura, filosofía, y un poco de historia occidental. En sus manos, cualquier pregunta recibía buen y extenso tratamiento; así sucedía en clases y conversaciones amistosas. Su caracterización del Libertador, por tanto, no podía escapar del acostumbrado rigor en sus discursos.

Huérfano en la niñez y desde temprano de carácter indomeñable, Bolívar fue moldeado por manos ilustres y expediciones, como es común en los grandes caracteres de la Historia. Solo la fortuna misma propició que América llegara a situarse según sus designios.

En enero de 1803, luego de ver morir por fiebres epidémicas a María Teresa, la que fue su esposa durante apenas ocho meses, juró no casarse de nuevo. Cosa curiosa, aquella fatal suerte originó –él mismo habría de reconocerlo cuando mirara hacia el pasado– el sentimiento que luego lo condujo a sí mismo, a su obra vital: “si no hubiera enviudado quizá mi vida hubiera sido otra; no sería el general Bolívar, ni el Libertador (…)”.

Viudo de diecinueve años, partió en su segundo viaje a Europa: España, Francia, Italia. Empezaba a despertar su interés por los asuntos públicos al tiempo que en Napoleón despertaba el deseo de ser más que el primer ciudadano de la República: como lo narró exaltado Stefan Zweig, para los albores del siglo XIX ya el corso “ambiciona ser señor y soberano sobre sus súbditos, calmar el ardor febril de su frente con el anillo áureo de una corona imperial”.

— ¿Han visto ustedes, en la Piedra de

Bolívar, situada en La Albarrada, la insignia de la Junta Bolivariana, allí, debajo de las fechas que marcan las llegadas y partidas de

Bolívar a Mompox?

Hace más de quince años, cuando aún hacía parte de la Juventud Comunista Colombiana, Adriano había partido tras los pasos de Bolívar: con el ala joven del Partido había emprendido, casi doscientos años después, La Campaña Admirable. tre Dame de París. La pompa y la corona merecieron su desprecio; lo magnífico del acto, diría luego, residió en la exaltación popular que celebraba las gestas de Napoleón. Allí, Bolívar halló “el último grado de las aspiraciones humanas”; y aunque él mismo se hallaba lejos de imaginar tal fortuna para sí, pensó en su patria sometida y alcanzó a anticipar la gloria, el honor, la supremacía de quien fuese su libertador.

Para entonces, Bolívar ya había conocido algo del continente que más tarde erigiría monumentos suyos en casi cada plaza municipal: enviado a los quince años a Madrid para perfeccionar su educación, su navío había arrimado en el camino a puertos de México y Cuba. Pudo notar desde temprano la vasta distancia entre las naturalezas de Europa y América: la una, decrépita, “encorvada por el peso de los años, de las enfermedades y del hálito pestífero de los hombres”; la otra, “una doncella cuyos divinos atractivos, gracias maravillosas y virtudes” permanecían intactas todavía. Pero las gracias de la joven América se veían oscurecidas por el yugo del sometimiento, y Bolívar, ya maduro, ansiaba ser quien propiciara el florecimiento del pueblo robusto, deseoso de Libertad.

Ilustración: Maria Camila Duque Lopera | @maria.duque_

fecha y contexto. Conocía el Breviario como si le fuera propio, y lo era: se había apropiado de las cartas, los caracteres, los momentos y las expresiones que había narrado, de manera fiel y aún con gran belleza literaria, de Zubiría.

De Bolívar nació la pujanza para la Libertad de América; sin embargo, él mismo, orgulloso de saberse a la altura de los maestros insignes que le guiaron, reconoció que otros hombres y mujeres, otras tierras y otros tiempos, gracias e infortunios, fueron decisivos para que él gestara, madurara y finalmente resolviera el conflicto emancipador en su espíritu, en su propio cuerpo y, al fin, en su propia tierra.

Todo el movimiento de su vida, desde su nacimiento en la alta sociedad caraqueña en 1783; su crianza a veces extraviada; su elevada educación por fuera de las aulas de escuelas; su matrimonio y temprana viudez; las navegaciones y el paso por salones de grandes figuras de la época; su presencia en las glorias imperiales y su conocimiento simultáneo del aliento revolucionario que comenzaba a calentar el cuerpo de Europa; todo este movimiento acumulativo, creciente, alcanzó su altura suprema en el ascenso al Monte Sacro, en Roma, donde, acompañado por su maestro y amigo, Simón Rodríguez, juró luchar sin descanso por la liberación de su tierra y del pueblo que de ella brotaba. “¿Se acuerda usted cuando fuimos al Monte Sacro, en Roma, a jurar sobre aquella tierra santa la libertad de la Patria? Ciertamente no habrá olvidado usted aquel día de eterna gloria para nosotros: día que anticipó, por decirlo así, mi juramento profético a la misma esperanza que no debíamos tener”. Bolívar no vio en el Viejo Mundo una imagen a ser imitada en América: su extensa visión descubrió que Europa no había resuelto el gran problema del hombre en libertad; mirando en adelante, desde la cima de tal reflexión, se consagró a dar solución a tan elevada cuestión en el Continente que designó como el de la Esperanza y la Libertad.

En 1806 se acercaba, ya más maduro y decidido, vigoroso e inspirado, a su tarea Libertadora. Regresó a América, a Caracas, un hombre nuevo al Nuevo Mundo: ya no lo traían a casa ensueños de amor, sino una nueva pasión que lo envolvía entero: la lucha emancipadora del pueblo suramericano. Ocho meses de viaje oceánico lo devolverían a una tierra que, como él, convulsionaba con nuevos ánimos, con entusiasmo revolucionario.

En clases, como en ávidas y amistosas conversaciones, Adriano y David repasan el legado político de Bolívar a la vez que se asombran –y a sus estudiantes– de la amplia formación filosófica de la que dan cuenta algunos vestigios de su vida.

— En una carta de 1825, dirigida al general Santander, Bolívar responde a quienes describían su educación como fragmentaria: arguye haber estudiado a Locke, Condillac,

Montesquieu, Rousseau, Voltaire, los clásicos de la antigüedad y los modernos, así como filósofos, historiadores, oradores y poetas.

— Y no olvides, Adriano, que en La

Quinta de San Pedro Alejandrino, que los samarios llaman simplemente La Quinta de Bolívar, está una parte pequeña pero grandiosa de su biblioteca. Yo fui hace menos tiempo que tú, pero recuerda: ¡allá está El Contrato Social de Rousseau que perteneció, antes que a Bolívar, al mismísimo Napoleón!

En su búsqueda por la independencia, Bolívar desarrolló las virtudes del hombre político y, con ellas, levantó los cimientos para que las repúblicas del sur alcanzaran la unidad, la libertad y la grandeza que solo puede resultar de ambas. A falta de unidad, como de libertad, la grandeza se ha sustraído de la Historia latinoamericana posterior. Con pesar nos vemos acechados por el recuerdo de las palabras míticas pronunciadas por Humboldt en un diálogo con Bolívar:

Una noche, en París, preguntó Bolívar –según cuenta Mancini– al Barón von Humboldt “si la América estaba ya preparada para la independencia”. El Barón respondió: “podría, pero faltan elementos y quizá caudillos maduros para semejante empresa”.

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