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La Pascua cristiana comienza el
No los dejaré desamparados… En aquel día entenderán que yo estoy en mi Padre, ustedes en mí y yo en ustedes”. ¿Qué cosa más grande podemos esperar que contar con la asistencia del Señor? ¿Qué somos nosotros, qué merito hemos hecho para ser la morada donde el mismo Cristo quiere estar?
Con estas palabras Cristo sintetiza la grandeza y el fin definitivo de la fe. El proyecto del Reino, predicado por Cristo, y el camino del amor, trazado también por Él, apuntan a la comunión definitiva: “Yo estoy en mi Padre, ustedes en mí y yo en ustedes”. Cristo vino a hacer los méritos suficientes para que nosotros entremos en la intimidad de Dios y él se haga parte de nuestro ser.
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Desde luego que estas verdades tienen el riego de verse de manera muy romántica y sentimental, por lo que podrían traducirse como un confort definitivo de la fe. Pero no es así, pues más bien implican encarnar la fe en nuestra vida, es asumir un modo de vida, una mística, es llegar a las convicciones y principios más radicales, es tomar como tarea de vida unos valores que deben ser definitivos, los cuales explica el mismo Jesús: “Si me aman, cumplirán mis mandamientos… El que acepta mis mandamientos y los cumple, ése me ama” (Jn. 14, 15-21).
todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Queden en tu corazón estas palabras” (Dt. 6, 4-6). Es la revelación del Dios que lo ha creado todo y que es a la vez el Dios de todos los hombres, el cual exige un amor personal y comprometido, al modo como Él ama a cada uno.
El Dios revelado en la Sagrada Escritura y que se manifiesta de modo pleno en Cristo, es un Dios personal, que nos ama por encima de todo y que nos pide, a la vez, que lo amemos por encima de todo. Sólo el amor, en esos niveles de plena correspondencia y en el modo como Cristo nos lo enseñó, nos capacita para vivir en el otro y para que el otro viva en nosotros, sin lastimar la integridad del propio ser. En eso consiste precisamente la comunión. El otro, en este caso Cristo, está en mí para ayudarme a ser. La única manera para reafirmarme en la grandeza de mi ser es reafirmando amorosamente al otro.
El Dios de la Sagrada Escritura no es como otros, que eran inciertos, lejanos, que no hablaban, ni amaban a los suyos; en definitiva, eran dioses que no existen. De los mitos y el culto entorno a dioses así, comenta Benedicto XVI, en realidad no brotaba ninguna esperanza, por lo que al final quedaban sin Dios (cfr. Salvados en la Esperanza n. 2). todo cuanto existe, frente al cual, el hombre, en su inquietud de felicidad, desea contemplarlo y amarlo. Pero no llega a entender que tal Dios no es sólo objeto de deseo y amor humano, sino que Él es el primero en amar al ser humano.
La novedad cristiana es que Cristo termina de personalizar el amor de Dios, al grado del perdón. Pero ese amor tiene un objetivo definitivo y último: hacernos entrar en el misterio y vida misma de Dios: “En aquel día entenderán que yo estoy en el Padre, ustedes en mí y yo en ustedes”.
Hasta ahí quería llegar Dios: no sólo buscaba mostrarse como el Dios único, que nos ama, sino como el Dios que nos hace entrar en su misterio de vida. Por el amor, Él está en nosotros y nosotros podemos estar en Él. Así lo celebramos y vivimos en cada sacramento, especialmente en la Eucaristía. Pbro. Carlos Sandoval