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revista de libros nÂş 12 aĂąo 2007

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Contenido | No. 12 agosto 2007

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4 Editorial 31 Gonzalo Garcés (Argentina, 33 años) 56 Dos miradas desde Argentina a 6 Novedades 32 Guadalupe Nettel (México, 33) Bogotá 39 8 ¿Es Andrés Caicedo un autor local? 33 Iván Thays (Perú, 31) Eugenia Zicavo Por Alberto Fuguet 34 Joao Paulo Cuenca (Brasil, 29) Jimena Néspolo 35 John J. Junieles (Colombia, 37) 9 Bogotá 39: 36 Jorge Volpi (México, 39 años) 57 La elección Crónicas de las escrituras 38 José Pérez Reyes (Paraguay, 34) Ilustración de Manuel Gómez 10 Adriana Lisboa (Brasil, 37) 39 Juan Gabriel Vásquez (Colombia, 34) 11 Alejandro Zambra (Chile, 31) 40 Junot Díaz (R. Dominicana, 39 años) 58 Notas mexicanas sobre una 12 Álvaro Bisama (Chile, 32) 41 Karla Suárez (Cuba, 37) apuesta crítica 13 Álvaro Enrigue (México, 37) 42 Leonardo Valencia (Ecuador, 38) Ignacio M. Sánchez Prado 14 Andrés Neuman (Argentina, 30) 43 Pedro Mairal (Argentina, 37) 16 Antonio García (Colombia, 35) 44 Pilar Quintana (Colombia, 35) 60 Pasajeros en tránsito: 45 Ricardo Silva (Colombia, 32) 18 Antonio Ungar (Colombia, 33) peruanos en Bogotá 46 Rodrigo Blanco (Venezuela, 26) 20 Carlos Wynter Melo (Panamá, 36) Ximena Briceño 47 Rodrigo Hasbún (Bolivia, 26) 21 Claudia Amengual (Uruguay, 38) 48 Ronaldo Menéndez (Cuba, 37) 22 Claudia Hernández (El Salvador, 32) 62 La versión del jurado 49 Santiago Nazarian (Brasil, 30) 24 Daniel Alarcón (Perú, 30) Piedad Bonnett 50 Santiago Roncagliolo (Perú, 31) 26 Eduardo Halfon (Guatemala, 36) 51 Slavko Zupcic (Venezuela, 37) 28 Ena Lucía Portela (Cuba, 34) 64 Investigación + Desarrollo 52 Verónica Stigger (Brasil) Narradores españoles para el siglo XXI 29 Fabricio Mejía Madrid (México, 39) 30 Gabriela Alemán (Ecuador, 39) 53 Yolanda Arroyo (Puerto Rico, 37) Jorge Carrión 54 Wendy Guerra (Cuba, 36) 66 Cómic: Ese día Guión: Sonia Naranjo Dibujo: John Joven Sólo nos quedó faltando: Pablo Casacuberta (Uruguay, 38 años) Ver: http://pablocasacuberta.com/

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Colaboradores piedepágina Adriana Giraldo Alberto de Brigard Alberto Saldarriaga Alfredo Garófano Álvaro Castillo Granada Ana López Ana María Franco Andrea Echeverri Andrés Borda Andrés Felipe Osorio Andrés Prieto Antonio José Lizarazo Carolina Alonso Catalina Holguín Catalina Vargas Cristina Puerta Dario Maldonado Diana Ospina Diego Cortés

Diego Felipe Reyes Diego Luis Martínez El Mono Nuñez Fernando Nieto Francisco Barrios Francisco Vargas Galia Ospina Gerrit Stollbrock Javier Moreno Jesús Martín-Barbero Juan Camilo Acevedo Juan Carlos Anduckia Juan David González Juan Gabriel Vásquez Juan Gustavo Cobo Borda Lelio Fernández Lorenzo Morales Malcolm Deas Marcel Capato

Maria Alejandra Pautassi Maria Carrizosa María del Rosario Acosta Marina Valencia Mario Yepes Marta Kovacsics Mateo López Melba Escobar Muyi Neira Luis H. Aristizábal Pablo Montoya Paula Ungar Ramón Cote Rosario Caicedo Santiago Rueda Sebastián Picasso Silvia Rivera Yolanda Reyes Zully Pardo

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Editorial Bogota 39: una ocasión festiva para levantar la mirada del suelo Es evidente aunque muy a menudo se pase por alto: los latinoamericanos nos desconocemos unos a otros casi del todo y lo que es peor: parecería ser que cada año que pasa nos desconocemos más. Si bien este aislamiento es patente en casi todos los aspectos de la producción cultural (¿cuántas películas nuestras consiguen atravesar las fronteras?), en el caso de los libros es quizás donde se llega a los extremos más radicales. De los 39 elegidos, fuera de los colombianos, antes de este agosto, sólo se conseguían en las librerías bogotanas libros de dos o tres. Las editoriales latinoamericanas no distribuyen sus autores en los demás países ni siquiera cuando se trata de empresas multinacionales. Alberto Fuguet, en la columna que reproducimos aquí, denuncia de manera muy justa el aislamiento al que nos hemos condenado nosotros mismos. En un contexto en el que en cada país a duras penas se leen los locales, hay que celebrar eventos como Bogotá 39 que invitan a levantar la mirada y a ver lo que están escribiendo los vecinos. Tanto el hecho de proponer la lista como el de propiciar el espacio de encuentro con un alegre festival que se tomará la ciudad en pleno, ya sientan importantes puntos de partida. Se trata, por un lado, de invitar a leer una notable variedad de autores, y por otro, de trazar puentes y crear lazos que hagan posible soñar que no todo tiene que seguir siendo como es ahora. Piedepágina se une al evento al publicar de cada uno de los autores un texto en donde nos cuenta el proceso de escritura de alguno de sus libros. Nos asomamos, así, a las distintas maneras de asumir la labor, a los temas privilegiados y a sus métodos; además de a todo tipo de situaciones que rodean el hecho de escribir. Pero toda apuesta de este estilo resulta a la vez una invitación a una revisión crítica. El hecho de evaluar tanto la selección de Bogotá 39 como los criterios desde los que fue pensada nos obliga a preguntarnos qué tipo de literatura es la que quisiéramos promover y con qué lentes la queremos mirar. Por eso hemos solicitado su opinión a distintos críticos y editores de revistas. Con esto hemos querido ver qué reacciones provoca el grupo propuesto, los criterios establecidos y la estrategia asumida. También hemos intentado, de alguna manera, “completar” la lista, preguntándoles por los nombres que según ellos han debido estar y no están. Como está claro que se trata de un terreno demasiado extenso, sobre el cual es imposible tener una visión general, lo que toca hacer es un mapa sumando la mayor cantidad de puntos de vista posibles (algo parecido a lo que debieron hacer los jurados, con la ventaja de que contamos con su trabajo como punto de partida y de que no tenemos que establecer ningún veredicto final). Una de las decisiones más polémicas de los criterios de base de Bogotá 39 es la de haber dejado a España por fuera. Si queremos comenzar a tratar de tú a tú con España vamos a tener que dejar de darle el lugar privilegiado que le damos (incluso desde la negación). Sin dudas, habría constituido una apuesta mucho más valiente haber hecho la escogencia dentro de los escritores de habla hispana y no exclusivamente para latinoamericanos. Una piedepágina

misma concepción “latinoamericanista” que termina mirándonos como “niños pequeños” se hace evidente tanto en la forma de asumir nuestro idioma, donde distinguimos como especiales a los “americanismos” (los términos que no se usan en España), como en la dinámica del mundo editorial, en la que parece claro que un autor sólo conseguirá ser leído más allá de su propio país si consigue ser legitimado en España. Otro error que se puede considerar ingenuo es el de haber puesto más autores colombianos que de otros países (sin que la actividad literaria local sea más intensa). Si bien se puede tomar como un privilegio que los locales se atribuyen, resulta una muestra del tipo de provincianismo que eventos como estos quieren combatir. Un elemento de importancia capital para pensar la literatura hoy, pero que apenas muy lentamente está entrando en consideración, es internet. Dentro de las mil reacciones alarmistas ante los bajos niveles de lectura, poca importancia parece dársele al hecho del aumento considerable de lectura y de escritura que ha significado internet. Es significativa la poca importancia que se da a internet dentro del programa de Bogotá, capital mundial del libro. Cuando internet resulta ser justamente el espacio privilegiado para buscar caminos de salida a las barreras cada vez más grandes que parecen significar las fronteras físicas (con los altos costos de transporte y distribución de los libros). Si este número de piedepágina ha sido posible es gracias a internet: no sólo porque a través del correo electrónico se pudo contactar de manera rápida a los distintos autores y críticos (a todos los cuales tenemos que agradecer su ágil y generosa colaboración con este proyecto), sino porque internet posibilitó hacer un mapa de las maneras como se escribe y se lee hoy en la zona, ya que muchos de los autores escogidos y de los críticos que aquí convocamos tienen páginas web y blogs. Tanto con ensayos, como con textos literarios y con imágenes -y particularmente en los últimos tiempos con crónicas-, las revistas han sido los espacios más abiertos a que la comunidad hispanohablante se mire mutuamente. Ejemplos importantes son proyectos como Plátano Verde en Venezuela, Etiqueta Negra en Perú, Quimera o la difunta Lateral en España, Lamujerdemivida u Otra parte en Argentina, Letras libres o Gatopardo en México, Elmalpensante, Número, Arcadia y Soho en Colombia, losnoveles.net y letralia. com desde la red. Las revistas físicas, cada vez se ve con más claridad, deberán estar ligadas a espacios físicos de encuentro como el que significa este próximo Bogotá 39. En tal medida este número de piedepágina quisiera funcionar como complemento y como disparador de curiosidades y discusiones para el público y las instituciones (editoriales, bibliotecas, colegios, librerías) que tomarán parte. Por otro lado, con el fin de afianzar y hacer un poco más claro el panorama que se busca ir estableciendo, la versión web de la revista, www.piedepagina.com, contará además de los textos de los autores, con enlaces a las diferentes páginas personales, blogs, revistas, editoriales y otros materiales que brinda internet.


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Novedades

Crepúsculo Stephenie Meyer (Alfaguara) Primer libro de la saga de la historia de amor entre Edward y Bella que ha fascinado a los jóvenes y se ha ubicado en los primeros lugares de venta. Un libro que atrapa desde la primera línea.

Léperas contra Mocosos Francisco Hinojosa (FCE) Otra muestra de la calidad de la escritura de este autor y su identificación con el público infantil. Una historia cargada de ironía y humor negro, que hará reír y pensar a los niños... y a los adultos.

Memorias incompletas Crónica sobre el despertar del siglo XXI en Colombia Carlos Caballero Argáez (Norma) Concebido casi como una bitácora de vuelo, reúne ensayos y columnas sobre aspectos candentes: conflicto armado y postconflicto, políticas económicas, problemas y perspectivas del sector energético.

El camino de las siete lunas Jordi Sierra i Fabra Ilustraciones de Carlo Guillot (Alfaguara) Una obra de teatro musical, escrita especialmente para los niños por uno de los mayores conocedores del rock en hispanoamérica: Jordi Sierra i Fabra.

Economía colombiana del siglo XX. Un análisis cuantitativo James Robinson y Miguel Urrutia, editores (FCE) Presenta una síntesis de los principales aspectos del desarrollo económico durante el siglo XX por un grupo de reconocidos especialistas que en muchos casos también fueron conductores de la política económica.

Autobiografía de Charles Darwin (Norma) Estas memorias y otros textos dirigidos inicialmente a sus hijos nos dan la oportunidad de conocer la faceta humana de un científico de quien todos hemos oído hablar pero del que poco se conoce.

Todo tiempo pasado fue peor Memorias del autor basadas en entrevistas hechas por Juan Carlos Celis Álvaro Delgado (La Carreta) Son las memorias de un ex militante del Partido Comunista que señala con transparencia las trabas doctrinarias y políticas del PCC y las Farc para convertirse en alternativa política.

Urabá: pulsiones de vida y desafíos de muerte Carlos Miguel Ortiz Sarmiento (La Carreta) Muestra cómo un territorio recién poblado se vuelve, en cincuenta años, en escenario de confluencia de actores que se trenzan en batallas sangrientas y se ensañan con los pobladores inermes.


El derecho de los animales Alexandra Cárdenas y Ricardo Fajardo (Legis) ¿Son los animales sujetos de derecho? Primera obra de derecho escrita en Colombia que se concentra en los derechos de los animales. Un libro extraño, fascinante, teóricamente impecable.

Tratado de responsabilidad civil Javier Tamayo Jaramillo (Legis) Esta obra es ya un texto canónico en la literatura jurídica nacional. Desde hace cuatro años estaba agotada y ahora se vuelve a lanzar al mercado, revisada en su totalidad y con capítulos nuevos.

La araña y la estrella de mar Ori Brafman Rod A. Beckstrom (Empresa activa) Muestra cómo ciertas estructuras han puesto en jaque a las grandes multinacionales sin necesidad de un liderazgo en el sentido tradicional.

José Saramago,

Segunda edición.

GANADORA D EL PREMIO A LA MEJOR NOVELA DE FI CCIÓN HISTÓRICA EN BOOKEXPO, LA FERIA EDITORIAL MÁ S GRANDE DE LO S ESTADOS UNID OS

Nuestras vidas son los ríos de Jaime Manrique. La apasionante vida de Manuelita Sáenz, “la libertadora del Libertador”.

La estrella del dragón Analía L’abbate Karina Qian Gao (V&R) Combina el interés por los negocios y la sabiduría oriental a través de relatos de la China milenaria adaptados al mundo de hoy para aplicarlos tanto en los negocios como en la vida personal.

Premio Nobel de 1998

Tres de sus grandes obras y la compilación de sus discursos más memorables.

Todos en un solo paquete al alcance de su bolsillo.

Una historia de amor sobre un fondo dramático: los campos de refugiados en el desierto del Sahara.

La firma de los mejores autores


¿Es Andrés Caicedo un autor local?

Por Alberto Fuguet

El escritor chileno aprovecha el lanzamiento del libro El cuento de mi vida del autor caleño que tanto admira para reflexionar, dentro del contexto de Bogotá 39, sobre la escasa distribución de nuestros autores en Latinoamérica. ¿En qué año estamos? ¿En qué siglo? El veintiuno, ¿no? El futuro por fin llegó. Supuestamente. La geografía –dicen– cambió. Thomas Friedman insiste en que el mundo ahora es plano. ¿Lo es? Tengo mis dudas. ¿Entonces por qué el mundo literario (sobre todo el hispano) parece tan siglo xix? La manera como se edita, comercializa y promueven los libros está llegando –o ha llegado– a su punto final. Ha tocado, literalmente, fondo. No sólo está haciendo agua, se está inundando. Se supone que estamos en América Latina y que hablamos el mismo idioma, da lo mismo que los acentos sean distintos. Entonces, ¿por qué uno entra a una librería en cualquier ciudad de este castigado continente y siente que está en otro mundo? ¿O es que el único mundo que existe de verdad es del exterior y traducido a nuestro idioma, todos esos Nobel, todos esos librillos amarillos y una que otra cara vieja de algún latinoamericano que lo “logró” en España? Es comprensible que un libro de un colombiano no se encuentre en japonés o polaco, pero lo que no se explica, lo que amarga y finalmente enrabia, es que cualquier libro escrito en español no se encuentre en una librería (o incluso en la calle) de un país en que se habla español. Insisto: ¿en qué siglo estamos? ¿Es necesario viajar para encontrar libros y enterarse de autores de los cuales uno no sabía siquiera de su existencia? ¿Dónde está el gran suplemento literario digital que no esté basado en una ciudad importante? ¿Es justo que un libro de una editorial grande sólo esté disponible en su país de origen? Acabo de leer una lista que anuncia los 39 nuevos escritores del futuro con menos de 39 años. Autores latinoamericanos. Conozco algunos. Otros, ni en pelea de perros. Los que conozco son, no casualmente, los que están publicados por editoriales grandes. Pero ni tanto. Varios de ellos, como Eduardo Halfon, por ejemplo, de Guatemala, por mucho que haya aparecido en Anagrama, tampoco logra llegar a países vecinos. ¿Por qué? Basta. ¿Servirá esta lista? Ojalá. Uno queda curioso y con ganas de leer a aquellos que no conoce para ver si merecen o no estar en la lista. Pero dónde los encuentro. ¿Debo ir a El Salvador? Ni siquiera voy a entrar al tema de Brasil, que también está en la lista. Es más fácil pasar del turco o del finlandés al castellano que del portugués al español. Santiago Nazarian, de Sao Paulo, puede estar contento por lograr entrar a la lista, pero ¿lo podremos leer? Esta lista, arbitraria y controversial como toda lista, podría ser una gran oportunidad. Una gran oportunidad para vencer un status quo. Veamos qué pasa. La tarea no será fácil. Existe un filtro en la América Latina literaria. Un gran filtro. Digo filtro para no usar censura porque en rigor quizás no lo sea pero es algo semejante. Hemos vuelto al mundo jurásico de Carmen Balcells y Carlos Barral y a ese maravilloso invento extraliterario, ese monumento a la exclusión, denominado el boom, donde sólo un autor por país tenía “el derecho” de viajar. Hemos vuelto al más fascista de los piedepágina

provincianismos. Chilenos para los chilenos, colombianos para los colombianos, peruanos para los peruanos. La moral profunda que subyace es: el mundo interior de un ecuatoriano contemporáneo no puede conectar con un lector contemporáneo mexicano. Sólo España, la madre patria, puede filtrar y ver qué podemos leer. El itinerario es simple y todos lo conocen: la ruta más corta entre Santiago y Ciudad de México pasa por Madrid y, sobre todo, Barcelona. Despacho esto desde Caracas, donde hay una movida literaria impresionante que se pierde bajo los titulares políticos más sonoros. ¿Por qué nadie cubre las revoluciones o movidas culturales? Los venezolanos se están leyendo a sí mismos de una manera casi compulsiva y hay gente con un verbo tenso y transpirado. En Colombia, donde estuve en la Feria de Bogotá, el libro más vendido era de un autor de culto caleño. El cuento de mi vida es un flameante y delgado libro de no ficción “que vende como arepas” y fue la novedad de la feria. Su autor es Andrés Caicedo. Un joven autor colombiano intensamente contemporáneo y “al día” que, de estar vivo, tendría 56 años, pero que se mató “por ver demasiado cine” y tomar demasiadas pastillas, a los 25. Caicedo es de nicho, sí, y ese nicho fusiona lo que podría denominarse la sensibilidad emo con la furia del fanboy (los cinéfilos acérrimos y fetichistas) con la de un autor literario, una suerte de Cesare Pavese tropical. Triunfa tanto en la ficción como en la no-ficción. Caicedo es de nicho pero ese nicho colombiano que vende millares y millares. Y es respetado y admirado por todos sin transformarse en una estatua ni tener que ser lectura obligatoria. A lo largo de treinta años, sus lectores se han ampliado de manera exponencial. Su último libro, suerte de compilación de diario de cinéfilo-blogger más dos cartas de suicidio, es de Norma. Pero qué pasa. Caicedo es otro conocido en su casa. En Venezuela, el país del lado, es imposible de encontrar. Y cuando uno lo encuentra por ahí, perdido, su precio es prohibitivo. ¿Por qué no viaja? Es –me dicen– local. Un fenómeno que sólo se entiende en Cali. Si es así, ¿por qué le va tan bien entonces en Bogotá? ¿Y por qué yo, un tipo de otra generación, de otra parte del mundo, puedo conectar tanto con él? ¿Es Caicedo realmente un autor local? Lo dudo. Si las cosas siguen así, Caicedo conectará primero con los lituanos y los islandeses que con los argentinos y los chilenos. Caicedo es una suerte de Kurt Cobain literario y cinéfilo que es capaz de unir a los fans de André Bazin con los de Bob Dylan. Mientras García Márquez, el mismo año, se maravillaba con las mariposas amarillas, Caicedo se obsesionaba con Travis Bickle y Taxi Driver. La editorial Norma ha hecho un trabajo tan pero tan miope y extraviado con Caicedo que uno duda si es un asunto de conspiración o simple ineptitud. O quizás sea un tema de costos: para qué invertir en alguien que ya nos da dinero en forma local. Lástima. Caicedo salva personas, Caicedo es un autor de primera, urgente. Caicedo no puede esperar. Ya hemos esperado demasiado.


crónicas de las escrituras

El evento más sonoro del año de Bogotá, capital mundial del libro es el encuentro que tendrá lugar en la ciudad en agosto de los mejores 39 escritores latinoamericanos menores de 39 años según la escogencia de un jurado conformado por Piedad Bonnett, Héctor Abad Faciolince y Oscar Collazos. Para permitir que los lectores se acercaran a estos distintos autores, pensamos que la mejor manera era pedirles un texto donde nos contaran del proceso de creacción de alguna de sus obras, a la manera de las “crónicas de la escritura” que aparecen en cada número de piedepágina. ilustración: typozon

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Gurevitz foto: Pablo

Adriana Lisboa

Rakushisha, a Cabana dos Caquis Caídos

“Mala como livro e livro como bagagem. Porque a vida é algo que se leva às costas, com custo, ou sobre as mãos, com delicadeza.” –Ondjaki Não chove em Arashiyama, nos arredores da cidade de Kyoto. Bicicletas passam e um campo de arroz enfileira seu verde sob o sol. Poucas pessoas. Procura-se uma placa com três ideogramas: Rakushisha. A Cabana dos Caquis Caídos, que hospedou o poeta Matsuo Basho há mais de trezentos anos. No Japão, a moça brasileira que veio do outro lado do planeta busca inventar memórias para o livro que pretende escrever. O livro que pretende que se escreva. Arashiyama, nos arredores da cidade de Kyoto, é silêncio e solidão. Mas é um infinito compartilhado de delicadezas. O livro vai levar o título de Rakushisha. Ou talvez se chame A Cabana dos Caquis Caídos. Já teve três ou quatro versões iniciais ao longo de três anos. Mas então a moça brasileira achou que precisava atravessar o planeta e estar com os pés e o coração ali, naquele lugar, naquela cidade, naquela língua que estudou, com esse propósito, durante os três anos, mas que pouco entende mesmo assim. Atravessar o planeta era caro. Um sonho que se arma no Rio de Janeiro e se espraia em Kyoto é caro. Ela então pediu a tal bolsa. Desconfiada. Cética e esperançosa. E lhe deram a tal bolsa. Numa tarde de maio, romaria pelas casas de saúde do Rio de Janeiro: exames disso, daquilo, de vista, de pulmão, audiometria. Exigências para obter o visto –categoria B: atividades culturais. E no início do verão, com medo da estação das chuvas, chamada tsuyu, a moça brasileira colocou tênis impermeáveis nos pés e os pés confusos no aeroporto de Osaka. Sentia-se como que se repersonalizando. Largando alguma pele morta a fim de adquirir outra. A fim de merecer olhos para olhar Kyoto e o poeta Matsuo Basho e a Cabana dos Caquis Caídos e fazer disso tudo um livro de ficção. Este o sonho, o projeto. Rakushisha, o romance: um desenhista brasileiro, Haruki, ilustrador de livros, recebe o convite de ilustrar uma tradução de um dos diários de Basho. O diário se chama Saga Nikki, ou Diário de Saga, e foi escrito quando Basho se hospedou com seu discípulo Kyorai, no ano de 1691. Diz a lenda que Kyorai tinha cerca de quarenta pés de caqui crescendo no jardim de sua cabana em Saga, subúrbio de Kyoto. 10 piedepágina

Tinha acertado a venda dos frutos, certo outono em que as árvores estavam carregadas, mas na véspera do dia em que deveria entregá-los uma forte tempestade caiu, à noite. Não sobrou um único caqui. Desse dia em diante Kyorai passou a chamar sua casa de Rakushisha, a Cabana dos Caquis Caídos. Ao romance: Haruki, desenhista brasileiro, neto de japoneses, que pouco sabe do Japão, recebe o convite de ilustrar o Dário de Saga. No Rio de Janeiro, pouco antes de viajar, conhece Celina –que, coerente com esse nome, parece mesmo alguma coisa volátil a Haruki.Talvez por dentro ela não tenha ossos nem músculos nem vísceras, mas ar. Um pedaço de céu recoberto pela fina epiderme humana. Um pedaço de céu quase humano. Juntos os dois partem para um Japão que é indagação, enigma, mistério, sonho, fantasia, esquecimento, conhecimento, reconhecimento, recordação, pacificação. No país do sol nascente, estranho para ambos, Haruki e Celina recuperam pistas de seu passado, que a memória tentava sem grande sucesso disfarçar. Mas o reencontro com o passado, com os passados, não pode ser trágico: deve ser quase silencioso, como um haikai, deve ser espontâneo como um traço de caligrafia, a palavra justa, o gesto preciso, o movimento bastante, não mais, não menos. Deve conter aquela redoma de significado intocável, aquele sentido que não se diz, que apenas se intui, que se sugere no intervalo dos outros sentidos.“Qual o som de uma única mão batendo palmas?”, indaga um célebre koan zen-budista. Haruki e Celina aprendem com a viagem. A verdade da viagem, de ter o chão passando debaixo dos pés, de perceber que o caminho equivale ao ponto de chegada. Celina se pergunta: e se for preciso assumir a fragilidade de nós mesmos na fragilidade daquilo que somos juntos? Viajantes? Depois de voltar do Japão, personagens acompanhando-a pelas ruas, pelos céus onde voam leves os aviões, a moça brasileira escreve um livro que reune o poeta Basho, Haruki, Celina e seus passados. O livro então viaja dentro da editora, nos computadores, na gráfica, ganha diagramação e capa. O livro, papel impresso, sai em viagem às vésperas do ano em que se comemora o centenário da imigração japonesa ao Brasil. Uma outra viagem. Escreveu Basho: Canta o cuco entre os caules do bambu noite enluarada.


Edward foto: Alexandra

Alejandro Zambra Árboles cerrados (Bonsái)

La historia de Bonsái es la historia larga de un libro corto: Hace nueve años, una mañana de 1998, encontré, en el diario, la fotografía de un árbol cubierto por una tela transparente. La imagen pertenecía a la serie “Wrapped Trees”, de Christo & Jeanne Claude, dos artistas que, según decía la nota, recorrían el mundo envolviendo paisajes y monumentos nacionales. Recuerdo que escribí, por esos días, un poema no muy bueno que hablaba de árboles cerrados, encerrados.Y luego di con los bonsáis, tan parecidos, en un sentido, a los árboles de Christo & Jeanne Claude, aunque abreviados, a la fuerza, por el capricho de la poda. Escribir es como cuidar un bonsái, pensé entonces, pienso ahora: escribir es podar el ramaje hasta hacer visible una forma que ya estaba allí, agazapada; escribir es alambrar el lenguaje para que las palabras digan, por una vez, lo que queremos decir; escribir es leer un texto no escrito, tal como observa Marcelo Pellegrini en un poema que en ese tiempo constituía, para mí, una inquietante música de fondo: “Para leer lo que quiero leer/ Tendría que escribirlo/ Pero no sé escribirlo/ Nadie sabe escribirlo”. Quería escribir –quería leer– un libro que se llamara Bonsái, pero no sabía cómo: tenía sólo el título y un puñado de poemas que crecía y decrecía con el paso de los meses. De esa época es “El alambrado”, uno de los pocos textos que conservo, y que transcribo ahora, en calidad de homenaje a esas horas perdidas: “En todo caso el árbol continúa/ Su absurdo crecimiento en los alambres/ Incluso si su forma se detiene/ Un árbol es un golpe de raíces/ Que rompen la costuras del bolsillo/ Incluso si sus ramas se detienen/ Y hacen la figura sospechosa/ Del tiempo acomodado en su maceta/ El árbol continúa en los alambres/ Creciendo como un árbol crecería”. La controvertida belleza de los bonsáis me remitía a una escena o a una historia que no deseaba contar sino solamente evocar: la historia de un hombre que en vez de escribir –de vivir– pre-

fería quedarse en casa observando el crecimiento de un árbol. Ese hombre no era yo, desde luego, sino un borroso personaje al que contemplaba desde una cierta distancia. En la primavera del año 2001, sin embargo, esa distancia tendió a desaparecer, pues dos amigos me regalaron un pequeño olmo (“para que escribas tu libro”, me dijeron), de manera que me vi, de pronto, convertido en el personaje de una historia que aún no había escrito. Cuidé el bonsái lo mejor que pude: conseguí manuales, consulté a expertos, e incluso, en un arranque de paternidad responsable, me suscribí a la revista española Bonsái actual. Poco después partí a Madrid, por un año. A mi regreso el olmo se había secado por completo. No recuerdo con precisión el momento en que Bonsái comenzó a ser (o a parecer) una novela. Desconfiaba de la ficción; desconfiaba, en especial, de que fuera capaz de contar una historia, de que hubiera, para mí, una historia que contar. No quería escribir una novela, sino un resumen de novela. Un bonsái de novela. Borges aconsejaba escribir como si se redactara el resumen de un texto ya escrito. Eso hice, eso intenté hacer: resumir las escenas secundarias de un libro inexistente. En lugar de sumar, restaba: completaba diez líneas y borraba ocho; escribía diez páginas y borraba nueve. Operando por sustracción, sumando poco o nada, di con la forma de Bonsái. Escribí la novela, finalmente, durante los primeros meses del año 2005. Antes de publicarla la leí y me gustó, aunque ya no era ese el libro que quería leer. Poco después comencé La vida privada de los árboles, una novela que, en más de un sentido, es el reverso del Bonsái. Pero esa es otra historia, creo.Walter Benjamin decía que el arte de contar historias es el arte de saber seguir contándolas. No sé si entiendo bien la frase, pero me parece oportuna para cerrar estas líneas. Otra vez: el arte de contar historias es el arte de saber seguir contándolas. (Bonsái, Anagrama, 2006) piedepágina 11


Lugares blandos (Caja negra)

Álvaro Bisama

1) Escribí Caja negra como si fuera la clase de novela que quería leer cuando trabajaba de crítico literario. Una novela sobre mis lecturas que en el fondo son mi biografía. Una novela donde el mundo se acabara no una sola vez sino varias, donde los personajes configuraran una tradición completa de imposturas y pudiera insertar a gusto las imágenes que me obsesionaban. Metí todo en aquel libro, cosas que en el fondo son saldos de nuestra cultura pop: cantantes glam, cineastas siniestros, profesores nazis, naves espaciales, dibujantes ciegos, escritores de novelas policiales, bombas en los patios de la dictadura chilena. Dejé fuera un largo relato sobre unos chicos que torturan a un extraterrestre y una crítica a la obra literaria de Pinochet. 2) Supe siempre que iba a ser un libro tristísimo. 3) Pensé en la estructura un tiempo largo. La idea de relatar al modo chileno, obsesionado con un realismo de clase, no me interesaba demasiado. Tampoco la confesión biográfica. Por supuesto, hubo revelaciones en ese punto, lecturas que convertí en herramientas, en problemas por resolver. Primero, una frase que leí del director de cine Raúl Ruiz que sugería que cada plano de una cinta podía contener o ser una película completa; y, segundo, la contemplación de la composición de las viñetas dibujadas por Jack Kirby (cosas como El cuarto mundo o Los 4 fantásticos), donde toda la acción siempre está suspendida en un momento dinámico y climático, deslizándose hacia su propia disolución. 4) A ratos pensé que estaba escribiendo un libro de sci/fi o un policial. Relatos donde el futuro ya ha llegado o el crimen ya se ha cometido. 5) Por supuesto, eso debía tener estética camp, al modo de las viejas canciones de los Babasónicos llenas de un satanismo musicalizado por tal vez Sandro o por el electro mex elegante y obsceno de los Plastilina Mosh. Quien hablara en Caja negra (no se llamaba así originalmente sino Super satán) tenía que narrar con ese ruido de fondo, con esa estática, como fantasmas condenados hablando desde un limbo o un infierno terminal o cercano. 6) La novela debía parecerse a ese bunker destruido al lado de unos roqueríos suicidas que hay en Valparaíso o una pista de skaters que estuvo vacía durante todo el tiempo que crecí en Villa Alemana. Sitios deshabitados, llenos de posibilidades, al modo de esas casas demolidas con las que Gordon Matta hizo arte en los 70; edificios abiertos que dejan ver sus interiores un abismo, 12 piedepágina

donde todo puede desaparecer en el aire sin razón alguna. 7) El 2005 había escrito un libro de crónicas (Postales urbanas) en el que me había enfrentado a temas semejantes: carreteras abandonadas, televisores encendidos en programas sensacionalistas, historias mínimas a punto de perderse. En la novela hice lo mismo pero al revés, extremándolo. 8) Empecé a escribir el 2003 y terminé a mitad del 2006 y lo que me quedó entre las manos fue una colección de miniaturas encapsuladas en una escritura medio colapsada que intentaba rehuir absolutamente del color local. Una clase de literatura que intentaba sintonizar con el tono de “Muchacha Punk”, aquel cuento de Fogwill (que se deshace como un hielo ante los ojos del lector), o con La nueva novela (1977) de Juan Luis Martínez, un libro de poesía visual (que homenajeé descaradamente por medio de un escritor albino que le teme al espacio blanco entre las palabras) que es el informe forense de la muerte de la familia o la literatura chilena. 9) Martínez vivía en mi pueblo y murió de una enfermedad a los riñones y su obra es tan asistemática como extraña; el saldo imposible e inintelegible de las vanguardias del siglo XX. 10) Ese lugar me gustaba, ese terreno deforme que había visto en las cintas de Godard, por ejemplo. O en las novelas de fines de los 60 de Ballard. 11) O en Repoman (1983), de Alex Cox, lejos la mejor cinta punk jamás filmada. Ahí Emilio Estevez recupera autos cuyos dueños han dejado de pagar. Su maestro es Harry Dean Stanton. Uno de los autos lleva un cadáver de extraterrestre en el maletero. Suena de fondo música chicana mezclada con rockabilly y una larga lista de personajes perpetran crí­menes absurdos, se entregan al fanatismo ovni y se pierden o se encuentran en una ciudad real que es pura fantasía: calles sucias, graffitis, casas rodantes, estacionamientos vacíos. Cox filma la ciencia ficción como una forma de realismo social. Como un escenario de guerra. Como una novela sin destino, una obra que inventa sobre la marcha sus reglas y que trabaja con materiales sucios, incoherentes y precarios. 12) Me gustan esos materiales. Caja negra podría ser eso: una parodia cuyo sentido central es recordar in absentia la precariedad de un universo desaparecido, pensar a la escritura como un terreno baldío habitado por marcianos, asesinos y fantasmas que vienen a contarnos sus historias una y otra vez para que, por qué no, puedan olvidarlas de una vez por todas. (Caja negra, Brugera, 2006)


Álvaro Enrigue

Cuatro propuestas intercambiables

Modelos No sólo no hay recetas para escribir una novela, sino que para levantar cada línea tienes que usar absolutamente todo lo que has leído en toda tu vida.Y luego está el hecho real –cuando menos para mí– de que no todo lo que sirve a la literatura es literario: he aprendido tanto de memorandums del Banco Mundial o de canciones vergonzantes como de los clásicos. No me escandaliza que la literatura se nutra de formatos populares: Suetonio citaba graffitis escritos en los baños y escribió así su Vidas de los Césares, que probablemente sea el libro mejor escrito de la historia de Occidente. Creo que cada historia pide una forma y un tipo de escritura y que lo único que te mantiene escribiendo es la curiosidad por encontrarla. El problema es que cuando un texto de ficción es verdaderamente imaginativo –a un nivel formal– implica su propio aprendizaje. La única manera de encontrar una forma refrescante de narrar es haciéndolo, y para hacerlo hay que aprender en el camino. Así que cada vez que escribes una novela, aprendes a escribir esa novela y nada más.

Caridad Cuando los escritores, agotados, se empiezan a repetir, cuando se dejan vencer por la fórmula que les concedió algo, están acabados al menos momentáneamente. Pero no lo hacen de manera voluntaria. Ellos quisieran que su prosa tuviera el nervio de antaño, que brillara como el acero con que escribieron tal cuento o tal novela. Y es que la capacidad de traer a la página la linterna que alumbra un área nueva del mundo mediante una prosa tan sensible que parecería salir de la página –la voluptuosidad de la lengua escrita a veces es literal– es un palo de ciego maestro, un golpe de circunstancias que permitió que todo se juntara. Los escritores que rozan el castillo de la literatura son necesariamente irregulares. Esa es una de las lecciones fundamentales de la lectura. Pienso que todo el mundo dice lo que tiene que decir y lo dice de la mejor manera que puede: nadie que pretenda escribir literatura se sienta a hacerlo mal. Nadie se parodia tampoco a sí mismo: sería un disparate económico, aun cuando produzca un éxito monetario. Y ni siquiera se puede pecar de publicación: Hemingway estuvo tratándose de suicidar durante años –nunca jamás lo dejaban solo–, porque sabía que el capricho químico que propició la escritura de sus cuentos geniales de juventud se le había quedado flácido entre las manos y él sabía que no hacía más que imitarse mal aunque sus ventas dijeran otra cosa. Cuando finalmente lo dejaron solo más de diez minutos se disparó con la escopeta en

la cabeza. Lo interesante es que tenía en el cajón el original de A Moveable Feast, su mejor, más triste y más honesta novela. La ficción es un traje de buzo El neopreno fue un inventazo: una fibra que permite el paso del agua hasta que se satura. Cuando un buzo entra al mar, el neopreno deja pasar unos cinco milímetros del líquido y luego se cierra. El calor del cuerpo se transmite a esa capa de agua, que se convierte en un aislante perfecto. Un buzo en realidad no nada precisamente en el mar o no en todo el mar, sino en uno de cinco milímetros de profundidad perfectamente acoplado al volumen de su cuerpo. José Emilio Pacheco dice que si seguimos leyendo ficción a pesar de la televisión y el cine, de internet y el coche, del diseño como forma de vida, es porque sigue siendo nuestra mejor posibilidad de situarnos completamente en el otro. Tal vez los críticos dieciochescos y decimonónicos que encontraban en la lectura de novelas una pura y peligrosa degradación –la sustitución de la vida por la representación de la vida en sus casos más extremos– estaban en lo cierto: una literatura es una paciente acumulación de registros vida por vida, la memoria de otros que nos van civilizando. Todo el mundo tiene derecho, por supuesto, a su enfermedad mental. A su mal humor, a su cursilería. ¿Cuando leemos una ficción realmente estamos buscando definiciones del alma nacional? ¿El espíritu de un tiempo? Creo que no. Nada de arte y menos arte por alguna causa, incluido el arte; nada de grandes espíritus definiendo grandes misterios; nada total. Sólo registros y de cinco milímetros de profundidad volumétrica: toda una persona, pero nada más. La ficción, en realidad, es un traje de buzo. Literatura mexicana reciente La generación del 32 puso en la mesa el único gesto revolucionario que tuvo la literatura mexicana del siglo xx: el juego de espejos entre ficción y autobiografía; la disolución de los géneros del ensayo, la novela y las memorias en un solo magma gobernado por estilos vigorosos y precisos. Salvador Elizondo en el Cuaderno de Escritura o en Elisnor, Alejandro Rossi en la mayor parte de sus cuentos y en Edén, vida imaginaria, Margo Glantz en Las Genealogías o Sergio Pitol en El arte de la fuga o El viaje han abierto esa puerta que las nuevas generaciones no se han atrevido a capitalizar. Antonio José Ponte, un escritor cubano, es a la fecha el único heredero digno de ellos. Nosotros hemos sido mucho más conservadores, cuando no timoratos. piedepágina 13


Pepe Marín foto:

Andrés Neuman

Basura, lengua y fragmentos (Bariloche) 1. Gracias, Berger Volvía a casa en autobús desde la facultad. Era un anochecer de invierno en Granada, la ciudad donde vivo, a finales del 96. Hacía frío, había mala luz y yo trataba de abrigarme leyendo un ensayo de John Berger. El ensayo hablaba de cómo la explotación suele pasar inadvertida para los explotados porque estos, demasiado cansados y hambrientos tras la dura jornada, encuentran una traicionera fuente de bienestar inmediato en la alimentación y el sueño. De pronto leí una frase que recorrió mi cabeza de extremo a extremo: “Así es como sobreviven los agotados”. Levanté la vista, miré por la ventanilla y vi pasar un camión de basura. En ese mismo instante, no sé muy bien por qué, la novela me vino casi entera. Al publicar el libro tres años más tarde, puse esa cita de Berger como agradecimiento. 2. Basura bilingüe El argumento de Bariloche gira en torno a dos basureros que recorren las calles de una gran ciudad dormida, removiendo sus desperdicios y mostrando nuestra condición ciudadana: unos producimos mierda sabiendo que otros cargarán con ella. El primer basurero tiene familia, se mantiene con varios empleos y, a su manera torpe, es un buen tipo. El segundo basurero (que es el protagonista) vive solo, duerme por las mañanas y, a su manera inteligente, es un miserable. Al compás de las bolsas de basura que ambos amigos recogen cada madrugada, el pasado del protagonista va desvelándose progresivamente. Una vez visualizado este argumento básico, se me presentaron varias dudas. ¿Dónde localizar la historia y con qué voz narrarla? La idea se me había ocurrido en España, el país donde vivía y escribía desde adolescente. Pero los camiones de basura que más me habían impresionado los ha14 piedepágina

bía visto de niño en Argentina, y la ciudad más grande que yo conocía era Buenos Aires. La acción me pedía suceder en mi ciudad natal, mientras la narración me la imaginaba en el castellano español con que me expreso a diario. Para respetar ambas intuiciones, decidí que los basureros serían argentinos y el narrador español. Que la historia sucedería en un Buenos Aires degradado por el menemismo y que sus personajes hablarían con el habla porteña correspondiente, mientras la voz neutral y sus descripciones sonarían hispánicas. De esta fractura lingüística del libro (que era también la mía) surgió la idea que estructura toda la novela: el basurero protagonista es un hombre venido de otra parte, un emigrado.Y cada tarde, antes de salir al trabajo, él arma rompecabezas que muestran fotografías del lugar donde nació. A medida que esos rompecabezas se completan, los fragmentos de su memoria cobran sentido. Entonces me di cuenta de que los rompecabezas no podían ser sino de Bariloche, con su naturaleza legendaria y sus paisajes de postal. Esta solución me trajo otro problema: ¿con qué voz iba a narrar los puzzles?, ¿cómo sonarían los paisajes? La única respuesta que se me ocurrió fue que, de sonar de alguna forma, la naturaleza sonaría en verso. Así que empecé a escribir los fragmentos paisajísticos en verso clásico, camuflando su métrica entre la prosa. 3. Toda lengua materna es extranjera Quien nace en Latinoamérica y termina de criarse en España vive, por lo general, la perplejidad del dialecto: la paradoja de replantearse su propia lengua materna y aprender a hablarla de nuevo como si fuese extranjera. Más que el abandono de una patria, el resultado de ese proceso es un mestizaje que no


excluye una cultura, sino que incluye dos. Al empezar Bariloche, sentí que esa opción doble era la más honesta para el libro. Fue una experiencia de escritura muy emocionante de la que salí con una dichosa sensación de extrañeza. Algo parecido sucedió con el título, que empleé a sabiendas de que Bariloche era un lugar harto conocido en Argentina, pero también pensando en que a un lector más ajeno ese nombre mapuche y su paisaje le resultarían inverosímiles, míticos. Los datos geográficos citados al comienzo de la novela son rigurosamente exactos y, aun así, a nadie que desconozca la zona le parecerán creíbles. Se trata de un efecto inverso al de Macondo: en lugar de construir un espacio alegórico y cargarlo de realidad, el plan era difuminar los contornos de un lugar real hasta que pareciera extraño, casi una invención. Una vez un lector español me contó que, consultando una enciclopedia, se llevó una sorpresa al comprobar que Río Negro existía. 4. Novela para armar Una novela tan fracturada pedía capítulos muy breves, una estructura de fragmentos. Y cada fragmento debía evocar la parcialidad de una pieza, el ritmo progresivo de un puzzle. Mientras iba ordenando los distintos planos de la novela, comprendí que en realidad toda ella era un puzzle. Una suma de dialectos (el argentino, el español), registros (las voces coloquiales de los personajes, el tono sobrio del narrador, el pulso lírico de los paisajes), lugares (ciudad y naturaleza, Buenos Aires y Bariloche) y tiempos (el presente narrativo y la memoria del protagonista, adultez y juventud). La historia entera era un rompecabezas dentro de un rompecabezas. La misión de los basureros tampoco era distinta. Al fin y cabo, ellos recolectaban trozos de vidas ajenas y los reunían en el gran vertedero final donde todo alcanzaría su sentido. O su verdadero sinsentido. 5. Planos imaginarios, postales inventadas Durante la escritura de la novela, no sé si por superstición o por pereza, no quise consultar ningún plano de Buenos Aires. Preferí seguir el criterio caprichoso de la memoria: si recordaba una calle con toda exactitud, entonces la incluía; y si su imagen era imprecisa, prescindía de ella. De vez en cuando, por confirmar mi recuerdo, llamaba a mi padre y le preguntaba: “Oye, ¿la avenida Belgrano baja hacia el río o sube?”. En cuanto a los paisajes de Bariloche, me ayudé con algunas fotos que secuestré de un viejo álbum familiar. Me gustó que el azar condicionara los enfoques: muchas descripciones del paisaje no son más que desarrollos imaginarios de la imagen primera de aquellas fotos que alguna vez tomó mi madre, o mi padre, o quién sabe si yo mismo siendo niño. 6. Y eso fue todo Mi basurero armaba puzzles cada tarde, mientras yo iba escribiéndolo cada noche. Así es como sobreviven los agotados. Y así es como fui feliz durante casi tres años. Con seis magras postales de Bariloche, la memoria encendida y unas ganas insensatas de imaginar. (Bariloche, Anagrama, 1999)

Ramón González Editor revista Letras Libres, México ¿Qué opina de la selección Bogotá 39? Todas las listas tienen algo de arbitrario –empezando por los criterios con que se confeccionan–, pero probablemente eso es lo que hace que despierten la curiosidad y, más tarde, las discusiones. En ese sentido, la selección de Bogotá 39 me parece perfecta: es ligeramente caprichosa (menores de 39 años), pretende abarcar más de lo que razonablemente se puede (un inmenso continente), es discutible (todas lo son). Es decir: se trata de una selección muy útil para algo enormemente importante para la literatura: hablar de literatura. ¿Qué autores y qué obras de los seleccionados recomendaría? Me interesan especialmente Juan Gabriel Vásquez y su Historia secreta de Costaguana y Álvaro Enrigue e Hipotermia. De Daniel Alarcón no he leído más que un cuento, “El rey siempre está por encima del pueblo”, pero me pareció muy bueno. También Abril rojo, de Roncagliolo. ¿Qué autores que han debido entrar están fuera? Puestos a aumentar la arbitrariedad de la lista, yo habría incluido ahí también a los escritores españoles: hay argumentos sensatos para pensar que forman algo conjunto –no sé exactamente qué– con los latinoamericanos. En todo caso, me gustan y no están en la lista Antonio Ortuño (no se pierdan su cuento “La señora rojo”) y sin duda Rafael Gumucio.

Jesús Ernesto Parra Editor revista Plátano Verde, Venezuela ¿Qué opina de la selección de Bogotá 39? Resulta curioso que una lista latinoamericana tengo un alto, y quizá desmedido, número de ciudadanos del país que la armó. Sabemos que una lista puede ser intrascendente a la luz del tiempo y que este tipo de autogoles se cometen en todas partes, pero es poco elegante y burdo que todos nos demos cuenta. Las preguntas obvias: ¿Quién armó esta lista? ¿Cómo se hizo el proceso? ¿Es que ninguno de estos tipos ha leído a Dani Umpi? ¿Qué autores de los seleccionados recomendaría? ¿Por qué? Fabrizio Mejía Madrid, Andrés Neuman, Alejandro Zambra, Iván Thays (los primeros cuentos, nunca su blog). ¿Por qué más? Son buenas lecturas. ¿Qué autores que han debido entrar están fuera? ¿Por qué? Dani Umpi, Alejandro Rebolledo, Federico Levín, María Eugenia Rombolá, Natalia Moret, Hector Bufanda. Quizá porque la experiencia de leerlos sea más grata que los libros de Jorge Volpi. piedepágina 15


Mejía foto: Margarita

Antonio García

Un afortunado aprendizaje (Recursos Humanos) He estado reflexionando sobre el proceso de tutoría que tuve con Mario Vargas Llosa, llegué a algunas conclusiones que me gustaría compartirles. Lo primero que debo anotar es que no hay gratitudes histéricas tan molestas y nocivas como las que se prolongan indefinidamente en el tiempo. Por eso prometo que cuando en el 2030 me pregunten qué opino del calentamiento global, no responderé: “Aún recuerdo cuando había nieve en Nueva York, en diciembre de 2005, en ese tiempo fui a encontrarme con Mario para la clausura del ciclo de tutorías que tuve con él, etcétera, etcétera”. Y cuando me pregunten por la extinción del oso de anteojos, les juro que no diré: “A propósito, eso me acaba de recordar aquellos tiempos en que Mario se ponía sus anteojos para leer las páginas que yo le llevaba todos los días, en París, en Lima, en Madrid…”. Pero cada vez que vaya a decir algo de Recursos Humanos, mi última novela publicada, definitivamente estaré hablando del afortunado aprendizaje que tuve con él. Al principio estaba bloqueado, pero su sistema está diseñado para rendir frutos, pues con él no cuentan el “estuve investigando” o el “se me ocurrió una idea” así, en el aire. Lo que verdaderamente le importa es que esas investigaciones o ideas se materialicen en páginas, en una historia que se vaya desarrollando mientras se resuelven dudas o necesidades. Por eso sus llamadas casi siempre terminaban con una frase del tipo “bueno, viejo, dale, trabaja duro, me mandas y hablamos el próximo domingo”. Así mismo, la limitación que tienen las sesiones a distancia nos obligaba a aproximaciones más generales, en las que Mario me 16 piedepágina

advertía cuándo una línea dramática se debilitaba o un personaje se volvía borroso, pero recuerdo ocasiones en que me señaló por teléfono cosas como “cambia ‘para la parte de la fábrica’ por ‘para la fábrica’, es más directo”, o “ese diálogo está cortado, termina abruptamente, trata de darle una conclusión”. Sin embargo, nunca sentí que me estuviera imponiendo su forma de hacer literatura, pues él mismo me había dicho “uno en literatura puede hacer cualquier cosa, lo que sea, lo que se le dé la gana, el único requisito es que quede bien hecho”. Su interés no era que las cosas quedaran a su manera sino que quedaran bien. Las sesiones de trabajo vis-à-vis duraban más o menos una semana en que nos encontrábamos a diario. La primera fue en Londres, a comienzos de mayo de 2004, cuando yo llevaba cero páginas. En esa visita me recomendó una larga serie de libros: Balzac, Flaubert, Thomas Mann, Joyce, Svevo, Buzzati..., pero para mí fue una verdadera sorpresa oírlo hablar con propiedad sobre literatura y autores recientes: Sebald, Amis, McEwan, Houellebecq y Bolaño, por ejemplo. Nos reunimos en Octubre, en París, cuando yo ya iba en la cuartilla 106. Mario me pidió que hiciera un boceto general, un andamio de la novela, pues hasta entonces yo escribía como quien escarba en la niebla. “Haz una estructura completa de la historia. Te va a servir como una guía aunque al final termines haciendo algo diferente”. A partir de ese esquema, no sólo yo descubrí la novela que estaba escribiendo, también él tuvo una mejor perspectiva para aconsejarme en el ensamblaje de cada escena.


Nos reunimos en Lima, en enero de 2005, cuando yo ya iba por la página 197. Yo estaba escribiendo una página que no cuajaba. Todos los días la trabajaba, pero seguía sin lograr el efecto necesario, pues era una especie de cámara lenta narrativa. Luego de que le hubiera dado vueltas al mismo párrafo una y otra vez, y cuando estaba a punto de rendirme, Mario se quedó pensando, me sugirió un orden de las oraciones y cambiar un par de conectores. Voilà: allí estaba la narración nítida, impecable. En marzo, cuando nos encontramos en Madrid, yo ya estaba bordeando la página 300. Recuerdo que hubo un pasaje en que me dijo: “Aquí, con este adjetivo y esta comparación, te quieres lucir. El lector se sale de la historia y se queda enredado en la pirotecnia de la metáfora”. En esa descubrí algunas partes en que el narrador se pavoneaba por encima de la historia, entorpeciéndola con ribetes que a la postre resultaron ripios barrocos. Así mismo, respetó mi estilo en que a veces, como un jugador de fútbol, me gusta adornarme, sacar una chalaquita, un escorpión. Pero Mario se había reservado la gran lección de literatura para Londres, en la época del Live 8 y los atentados del metro. Durante esa semana releyó la novela completa y me comentó la impresión que le producía cada capítulo, me mostró un par de descripciones que eran muy similares en diferentes partes, en fin, sus observaciones y sugerencias fueron muy útiles. Una vez, durante uno de aquellos viajes, un escritor me dijo:“Ah, tú eres el que se ganó la beca, el asesorado por Vargas Llosa. Debe ser como entrar al Leoncio Prado” remató, divertido, nombrando el colegio militar donde estudió Mario y que sirve de escenario para La ciudad y los perros. Nunca me sentí de esa manera, pues él siempre se las arreglaba para que cada conversación estuviera llena de anécdotas divertidas o interesantes. El contraste más visible entre Mario y el Vargas Llosa pretoriano y solemne que algunos han sabido endilgarle es sin duda su finísimo sentido del humor. No fueron pocas las sesiones en que terminé riendo a carcajadas. Con su gracia sólo compite su generosidad, pues sólo eso explica que me haya elegido a mí por encima de candidatos más sobresalientes. (Recursos humanos, Planeta, 2006)

Salvador Luis Director de la revista literaria Los Noveles (www.losnoveles.net), Perú ¿Qué opina de la selección de Bogotá 39? Bueno, es obvio que cualquier selección será siempre mirada con amor y con odio, y también con un poco de sorpresa. En mi caso particular, me preocupa de esta lista una sola cosa, el hecho de haber sido producida con algunas influencias un tanto comprometidas. Pienso que la valoración acerca del futuro literario de un continente, de lo que se llama literatura, no la puede hacer una editorial ni un agente, ni siquiera si un jurado de ilustres da el veredicto final. Quizá sólo los críticos y la comunidad de artistas literarios debieron ser los encargados de nominar candidatos para Bogotá 39. De hecho, la lista perfecta no existe, sin embargo, algo huele mal cuando el dueño de la fábrica se involucra en todo, y en eso estamos fallando. Creo que la selección de Bogotá nos da nombres conocidos, semiconocidos y desconocidos. En el fondo se trata de una buena rumba, no hay que negarlo, sobre todo para los asistentes, una reunión de la que sólo se puede disfrutar plenamente en vivo.Y lo vuelvo a decir, como reunión social me parece fantástica, recomendar libros, conocerse un poco, charlar y beber muchas copas. Pero del supuesto fin literario no estoy muy seguro; sigo pensando que, lamentablemente, gente que sólo quiere ganar dinero se inmiscuye demasiado. Y eso siempre es una pena porque empaña lo demás. ¿Qué autores y qué obras conoce y por qué las recomendaría? Tengo la suerte de estar al tanto de varios de los autores gracias a mi trabajo, a otros los conozco sólo por ecos o charlas con terceros. Me he alegrado al ver los nombres de escritores que conozco personalmente y que estimo.Y sin duda me gustaría recomendar a dos que nunca he tenido la oportunidad de publicar: Gonzalo Garcés y Eduardo Halfon, ambos me parecen muy bien encaminados. Asimismo, recomendaría leer a todos los que no conocemos, al menos por pecar de curiosos, algo que siempre es bueno, claro. Yo ya hice una lista con varios nombres y espero poder cumplir con ella. Si se trata de extravagancias, la verdad es que me ha llamado la atención ese tal Slavko Zupcic; no he leído nada suyo aún, pero creo que con ese nombre bien podría ser el personaje de una novela de guerras. ¿Qué autores que han debido entrar están fuera? Vaya, la pregunta del millón de dólares. Aquí todo se pone subjetivo. Veamos, creo que hay varios autores interesantes que no están, pero como dije al principio, las listas son todas arbitrarias. Me hubiera gustado, sin embargo, ver el nombre de Tryno Maldonado en la dosis de México, a Florencia Abbate representando a la Argentina, a Lina Meruane entre los chilenos, al guatemalteco Maurice Echeverría y dos caribeños más: Pedro Cabiya, de Puerto Rico, y Rita Indiana Hernández, de la República Dominicana. ¿Un peruano? Creo que me gustan tres: Luis Hernán Castañeda, Diego Trelles Paz y Alexis Iparraguirre.Y Ricardo Sumalavia, así que dejémoslo en cuatro. ¿Por qué han debido entrar? Bueno, fundamentalmente porque no me aburren. Eso es importante cuando se lee un libro. Lo peor que puede suceder es que un escritor te aburra.

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Antonio Ungar

La escritura de Trece Circos Comunes El primer cuento del libro Trece Circos Comunes se me apareció durante una noche de insomnio, en 1995.Vivía en la casa de mis papás en Bogotá y estudiaba arquitectura en la Nacional. A las tres de la mañana, aburrido de estar en la cama, salí a la calle, prendí un cigarrillo, estuve mirando las estrellas y mientras regresaba a mi cuarto me quedé como hipnotizado mirando la sala. La vi llena de soldados. Soldados de otro tiempo, malheridos, acampando en la ordenada sala de mi familia. Fascinado por la imagen me fui al cuarto, estuve en la cama otra hora y cuando no aguanté más, subí a la buhardilla en donde estaba el computador de la casa y de un solo tirón, hasta que amaneció, escribí el primer borrador del cuento Un circo para el señor Higueras. Cuatro meses después, en un bus interurbano camino a Boyacá, me llegó, también de la nada, sin planearlo ni construirlo, el cuento Macbeth’s Widows Circus, en el que un adolescente perdido en un páramo se encuentra con unas brujas dispuestas a destrozarlo. Al llegar al pueblo de destino lo escribí todo de un tirón en papel. Unas semanas después, en la universidad, fingiendo oír a los profesores, empezó a aparecer El Circo Mackenzie, primero como una serie de imágenes inconexas de un puente en Nueva York y poco a poco como una historia completa. Apareció a pesar de mi voluntad, sin esfuerzo de mi parte distinto al de “sintonizarme” cada día para escuchar esa voz que me dictaba desde ninguna parte. Lo escribí con la misma actitud que me sirvió para los anteriores: directamente, sin domesticarlo, sin construir un argumento para satisfacer a un eventual lector (e intuyendo que todos eran parte de la misma “familia”). Antes de hacer mi tesis de arquitectura, en el 97, decidí irme a vivir seis meses al Guainía para trabajar en proyectos sociales. Los seis meses se convirtieron en un año, durante el cual pasé varias semanas en los ríos, sin ver a nadie o solamente en contacto con 18 piedepágina

indígenas que no hablaban español. De regreso a Bogotá fue como si el inmenso poder de la selva y de las gentes que la habitan me hubiera desbaratado por dentro y me hubiera reconstruido con otros valores, con otros ritmos. Estando allá no escribí nada. Cinco meses después de haber regresado se me apareció el único cuento del libro que está relacionado directamente con la manigua, con su fuerza y su tristeza, El Gran Circo Tandéle, el acto solitario de un negro cuyo circo acampa cerca de un caserío de indígenas. Las imágenes de los otros cuentos que al final armarían el libro no tienen ninguna relación con la vida en la Orinoquía, pero creo que de no haber sido por ese sacudón vital que la selva me dio, por la distancia con la que se observa todo después de haber estado allá, habría sido imposible escribirlos. Todos siguieron el mismo patrón de los primeros: aparecieron con mucha fuerza, sin pedir permiso, cuando les dio la gana. Una pelea familiar es llevada al extremo y convertida en un espacio de mutilaciones y torturas en Tres memorables funciones del Circo de la Familia Zanahoria. En El Circo Manson, un hombre y 27 mujeres montan un espectáculo para provocar a un pastor cuáquero y llevarlo a la muerte; al Circo Lumani de los Olvidados solo asisten los desesperados, los desahuciados, que hacen un acto en las graderías antes de linchar a un espectador inocente; en el Carrousel Silence Circus el espectáculo está hecho de los delirios de locos peligrosos. Después de esa primera tanda de escritura pasaron más de seis meses sin que se me apareciera ninguna revelación que valiera la pena. A veces me llegaban destellos de imágenes, insinuaciones. Cuando me descubría intentando usarlas, forzándolas para que cupieran en argumentos planificados “que gustaran”, prefería descartarlas por completo y regresar al silencio. Probablemente no hacerlo habría conducido a cuentos más “ordenados”, más ligeros, más fáciles de leer que los que escribí, pero la familia de los Circos


Comunes exigía un tipo de intensidad y honestidad que esas historias no me podían dar. Durante esos meses escribí algunos ensayos, otros cuentos, diálogos. Esperé. En 1998 entré a trabajar en un proyecto de urbanismo para Bogotá cuyas oficinas estaban en la Universidad de los Andes. Para estar cerca me pasé a vivir a Las Torres Blancas, tres edificios del centro, idénticos, muy altos, feos, mal construidos y peligrosos. Vivía en el piso 25, lo que me permitía ver buena parte de la ciudad y de la sabana. Aprovechando otra vez el insomnio, jalonado por el mismo impulso más fuerte que yo, mirando las luces de la ciudad, escribí los cuentos once y doce: El Circo del Antropófago, en el que un niño es comido en escena pero nada es lo que parece, y Samantha Deling, en el que una nudista bogotana del barrio Santafé monta su espectáculo para después escribir historias. Como casi todos los cuentos del libro, escribí estos por la noche, tomando mucho café para poder aguantar el trabajo diario. Después de escribir Samantha Deling decidí, no sé por qué, que los Circos Comunes serían trece. Una tarde volví de trabajar y los ascensores de las Torres Blancas estaban dañados. Subiendo los 25 pisos a pie me encontré con un apartamento abierto y completamente destrozado, como si acabara de suceder una tragedia, pero sin ninguna persona. Esa misma noche escribí el borrador de Circo 13, Torres Blancas, en el que una mujer muy convencional se transforma por las noches y monta en los apartamentos de los solitarios espectáculos que conducen a la desesperación y a la muerte. Cerrado el último cuento, sentí como si una enfermedad intensa y placentera me abandonara. Dejé quieto el manuscrito dos o tres meses. Después lo releí y me sorprendí de que la intensidad que sentí al escribirlo se mantuviera en muchos momentos de la lectura. Lo corregí hasta considerarlo acabado. Las aventuras que siguieron hasta su publicación son otra historia. (Trece circos comunes, Norma, 1999)

Fernando Iwasaki Escritor, editor y crítico literario peruano http://www.fernandoiwasaki.com/ ¿Qué opina de la selección de Bogotá 39? Me parece bien, porque la vida no empieza a los 40 y la literatura tampoco.Y además, sería terrible tener que cargar con el sambenito de “escritor joven” después de los 40. De hecho, después de los 35 ya me molestaba. ¿Qué autores y qué obras de los seleccionados recomendaría y por qué? Una vez Argentina de Andrés Neuman, Historia secreta de Costaguana de Juan Gabriel Vázquez, El libro flotante de Qaytran Dölphin de Leonardo Valencia, El cementerio de sillas de Álvaro Enrigue, Desde las cenizas de Claudia Amengual y cualquier libro de Jorge Volpi. ¿Qué autores que han debido entrar están fuera? ¿Por qué han debido entrar? Me parecería arbitrario quitar a unos para poner a otros y más todavía porque no conozco la obra de todos. Sin embargo, yo sólo habría seleccionado a escritores menores de 35 años.

Diego Trelles Paz Escritor peruano ¿Qué opina de la selección de Bogotá 39? Es acertada en muchos casos pero, al mismo tiempo, brumosa en términos del proceso de selección. No entiendo mucho cuál es la utilidad de un jurado que lee recomendaciones de terceros y no los libros de los aspirantes. Lo que se genera es una especie de pugna desigual entre editoriales poderosas y pequeñas, además de un coro de voces de escritores “consagrados” e “influyentes” que sueltan en los medios frases del tipo “este chico debe estar”. Por otro lado, que los tres jurados sean colombianos y que Colombia sea el único país con seis participantes, me genera cierta inquietud. ¿Qué autores y qué obras de los seleccionados recomendaría y por qué? Lamentablemente, no los he leído a todos. Me interesa el trabajo de Andrés Neuman (Bariloche), Daniel Alarcón (Guerra a la luz de las velas), Santiago Roncagliolo (Crecer es un oficio triste) y Alejandro Zambra (Bonsái). Estos cuatro autores tienen una propuesta estética peculiar, distinguible, y se observa en ellos una voluntad por forjar un estilo, una voz propia que sea consistente no sólo con sus influencias literarias sino también con otras disciplinas artísticas como el cine, la música o el cómic. También he leído con interés relatos sueltos de Álvaro Enrigue y de Rolando Meléndez. De Iván Thays, recomiendo Las fotografías de Francis Farmer. ¿Qué autores que han debido entrar están fuera? ¿Por qué han debido entrar? La expresión “escritor joven” tiende a ser peculiar y conflictiva en el terreno de la literatura. Un escritor de 40 años es definitivamente un escritor “nuevo” si empieza a publicar a los 35 y, siguiendo esta lógica, también podría ser “joven” si equiparamos juventud con escasa productividad y poca experiencia. A mí personalmente me resulta difícil ubicar a Jorge Volpi dentro del rubro de lo que Abad Faciolince llama “los escritores más jóvenes de América Latina que ya hayan publicado al menos un libro destacado”. Desde mi perspectiva, tanto Volpi, como Iván Thays o Leonardo Valencia son escritores más cercanos a Alberto Fuguet, Ignacio Padilla o Edmundo Paz Soldán. Es decir, a escritores con una trayectoria mucho más amplia y reconocida, y que tienen experiencia para obsequiar en Congresos Literarios. La inclusión de Volpi, por ejemplo, deja fuera a un escritor mexicano muy interesante y realmente joven como Tryno Maldonado, y uno se pregunta si aquello tiene alguna lógica. piedepágina 19


Carlos Wynter

Una novela sobre mi muerte 1 Mi más reciente trabajo es una novela sobre la Muerte. Desde hace tiempo tenía una deuda con ese tema y con la recreación de un lenguaje que se pareciera a mí, a lo que vivo. Ambos compromisos tienen que ver con una única necesidad: apartarse de lo libresco. Y es que muchos de los escritores se apartan de la vida y pontifican desde bibliotecas o frías habitaciones. No creo que la literatura sea solo eso. No soy muchas cosas pero trato de Ser, de estar vivo; ya sea que la adrenalina me arrastre sin resistencia o que forcejemos hasta que mi timidez se rinda. Como terapia psicológica, el libro fue catártico y sanador. Los personajes tienen trozos de mí, de lo que soy y de mi pasado. Inclusive muchas de sus vivencias fueron mis vivencias. Se aparece la Muerte con amplio vestido azul y sortijas en cada dedo, hermosa y antojable, que es como siempre la he imaginado. Hasta la fecha me han publicado colecciones de cuentos pero yo sabía que en un cuento no iba a caber lo que tenía que decir. El cuento es un mecanismo y una bomba, pero no permite caos ninguno.Yo quería guardar en algún lugar mi cadáver putrefacto. De cierto modo, me he destruido para renacer. Necesitaba que la historia surgiera, por lo menos al inicio, como la erupción de un volcán. Y tengo que aceptarlo: es el libro más arriesgado que he escrito.Vi un cadáver en la morgue, le pagué al custodio para que me dejara estar a solas con el cuerpo, toqué la piel ya inhumana y eso me dio treinta y cinco páginas de un tirón; cuartillas desesperadas y libres en las que vacié todos las ataúdes que me había guardado sin llorar. Sobre esa muerte que permite renacer, mucho me enseñó mi pequeña hija. 2 Mi hija de diez meses toma libros de los estantes. Si no la detenemos a tiempo, rompe sus hojas con la misma curiosidad con que alguien podría destrozar la envoltura de un regalo. Supongo que la sensación para ella es novedosa y, en efecto, fascinante: el sonido de las hojas al romperse, la forma zigzagueante en que al papel le nace una nueva frontera... Si no le quitamos el libro, mete las hojas arrancadas en su boca y el texto se hace ilegible y ya no hay modo de salvarlo. Gracias a Dios, Trópico de Capricornio no fue condenado y solo perdió las páginas dedicadas al título y créditos. Yo acababa de leer Trópico 20 piedepágina

de Cáncer y me disponía a continuar con el título siguiente. Pude cumplir con mi cometido. Mi esposa y yo somos personas ordenadas; ella tiene sus libros de psicología en unos libreros, y yo los míos, de literatura y administración, en otros. Además, regularmente limpiamos las cubiertas y donamos los ejemplares que terminaron por disgustarnos. Creemos tener todo bajo control. Cuando mi hija estaba en el vientre, yo solía susurrarle que naciera fuerte y decidida; esta línea es casi un plagio de Frank Miller, que la hizo diálogo del detective compañero de Batman. Cuando pasó veinticuatro horas en una incubadora, le prometí ser mejor a cambio de sus ganas de vivir. Se llama Luna, Luna Sofía, y siempre creímos que nos transformaría profundamente. Ahora sé que todos los niños nacen con la curiosidad suficiente para hacer estallar el mundo. Y empiezan acabando con el pequeño mundo de certezas de sus padres. Así lo he entendido y eso calma mi desesperación cuando desordenan mi entorno apacible. Son una invitación para renovarnos y, de pronto, no preocuparnos tanto del orden de los objetos. Quisiéramos tener control sobre los recién nacidos pero la curiosidad manda en el reino de lo esencial. Para mí, la referencia bíblica de “volver a ser como niños” cobró un nuevo significado ahora que conocí a mi hija. 3 Mi más reciente obra, pues, intenta tener el espíritu de la niñez. Estoy interesado en abrir las puertas a nuevas sensaciones en vez de, como es lo común, asegurarnos tras candados. Las llaves utilizadas son preguntas: ¿qué somos ante la muerte?, ¿cómo percibe un personaje callejero y joven la muerte?, ¿qué ocurre en él tras la muerte de su mejor amigo, de su compañía inseparable? La revisión del texto fue insistente. Lo escribí (y reescribí) algo así como cinco veces.Ya varias “novelas” se habían quedado en mis cajones porque no me satisficieron del todo. A esta tuve que darle forma como quien esculpe una figura de mármol. En fin, el compromiso que hice con mi hija en la incubadora se hizo un compromiso literario. Porque qué es la literatura sino la toma de conciencia de lo que se vive; y qué es la toma de conciencia de lo que se vive sino el modo de ser mejores seres humanos. Ser como un niño: como lo fue el Capitán, personaje de Graham Greene. Ser como un niño y permitir que la literatura sea un camino siempre nuevo.


Claudia Amengual Más que una sombra

“En el suicidio no hay libertad”, me dijo una periodista hace dos años. La miré con la soberbia del que ha sufrido y se cree dueño de la verdad nacida del dolor. Entonces me explicó algo que fue como una bomba y que me obligó a reelaborar un duelo de treinta años. Efectivamente, en el momento del suicidio –que no es más que un instante–, la persona está como ausente, apagadas sus conexiones con la realidad, en una dimensión que se parece mucho a la Nada hacia la cual va. Por lo tanto, no se puede hablar ni de coraje ni de cobardía. Esta constatación permite, de algún modo, ordenar ese caos de ideas y sensaciones confusas que son una mezcla de dolor, rabia, impotencia y algo de vergüenza también. Durante dos años leí libros y artículos, recibí testimonios (anónimos y no), asistí a grupos de sobrevivientes y trabajé bajo el asesoramiento de una psiquiatra experta en Suicidología. Yo estaba construyendo una ficción, claro, pero debía ser una ficción responsable basada en una realidad perfectamente estudiada y no en mis preconceptos. Se trataba de escribir una novela en la que el mayor desafío fuera desactivar los mecanismos de la autoeliminación, romper con mitos y estereotipos, y hacerlo desde la vida. Así nació Tadeo, un hombre de 47 años que ha perdido su trabajo en medio de una profunda crisis financiera y social, su mujer lo ha dejado y no logra publicar sus cuentos. Pero Tadeo es, además, hijo de una suicida y por este motivo tiene un mandato generacional que legitima ese camino y ante el cual deberá enfrentarse. “Era martes, las ocho y veinte de la mañana del día de su muerte. Tadeo se debatía entre un ánimo ambiguo que lo llevaba de una nostalgia prematura a un entusiasmo juvenil. No era alegría, más bien se sentía triste,

pero al menos lo alentaba saber que sería un día distinto, con un propósito que lo conduciría a algo y le daría un estatus definitivo por el cual ya no tendría que pelear más, ni probarse, ni medirse, ni temer otras codicias. Sería un muerto a partir de las diez de la noche y lo sería para siempre. Pensar en eso le producía una cierta paz, como la vecindad de unas vacaciones largamente añoradas. Tadeo sólo quería descansar”. Más que una sombra es el recorrido de un día en la vida de un hombre que va a suicidarse. Durante ese día pleno de emociones, cartas nunca escritas, llamadas telefónicas imprevistas, entradas a una página de internet en la que un adolescente anuncia su suicidio e incluso una visita al cementerio que propicia un encuentro amoroso muy particular, el personaje va reconstruyendo su pasado a través de la evocación nítida de escenas de su vida que en ese día cobran especial trascendencia. La indiferencia ajena, la sensación de aislamiento, el agobio existencial, la decepción ante las instituciones, la desesperanza y la melancolía se conjugan para potenciar las múltiples causas que podrían empujar al personaje a quitarse la vida. En ese trayecto, la escritura se erige como una actividad redentora, y la vida, rescatada del mismo umbral de la muerte, se impone como el verdadero contexto desde el cual se narra la novela. Escrita con absoluta libertad creativa, pero con el compromiso ético de respetar el dolor ajeno, Más que una sombra es una novela sin concesiones que apela tanto a la inteligencia del lector como a su sensibilidad y, aunque no intenta dar respuestas sino más bien romper tabúes y animar a atravesar los miedos, mantiene intacta la esperanza. (Más que una sombra, Alfaguara, 2007)

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Martín foto: Alejandro

Claudia Hernández

Eco de una ciudad ajena (A propósito de Olvida uno) Poco después de que llegué a Nueva York, una persona que llevaba muchos años viviendo ahí y se consideraba exitosa quiso hacerme el favor de ahorrarme tiempo cuando comenté que no tenía definida la duración de mi estancia: me advirtió que no iba a triunfar en esa ciudad. Me dijo que a ella llegaban a diario miles de gentes con maletas repletas de sueños que terminaban por irse con las manos vacías, como, tras verme, estaba seguro de que sucedería conmigo. También, que era mejor que no desperdiciara mi esfuerzo y me regresara tan pronto como fuera posible a mi país y tratara de recuperar lo que sea que hubiera dejado por irme allá. Como estaba tan emocionado repitiendo como filosofía propia lo que dicen acerca de la ciudad hasta las canciones que todo mundo conoce, preferí no interrumpirlo para explicarle que no debía preocuparse por mí porque ni había llegado con intenciones de quedarme (nunca paso demasiado tiempo en una ciudad que no es la mía) ni había llevado sueño alguno conmigo que pudiera perder. Supuse que tampoco le importaría demasiado saber que había llegado con la modesta intención de calmar mis nervios, de modo que, en cuanto terminó, le agradecí y avancé en la dirección opuesta a la que me indicó. Preferí confiar en lo que, un par de años atrás, un fotógrafo de esa ciudad me había dicho en un país en el que ambos estábamos de visita: que Nueva York era el tipo de lugar que le gustaría a alguien como yo y que, aunque en ese momento me reía y aseguraba no tener ni planes ni interés por conocerla, él sabía que terminaría por llegar y descubrir de qué me hablaba. Como había llegado en muy malas condiciones, tardé unos días en animarme. Pero, en cuanto comencé a caminarla, me pareció que se acoplaba a mis ansiedades porque hacía que los días duraran en ocupada soledad lo que yo necesitaba que duraran y que las noches colocaran siempre a mi lado a alguien dispuesto a contarme una gran historia, que bien podía ser la peor de sus verdades o la mejor de sus mentiras. Poco a poco, fui entendiendo que, si uno se quedaba el tiempo suficiente para comunicarse con ella en el idioma suyo de gestos y silencios, la ciudad se manifestaba y hasta le entregaba a cada uno lo que necesitaba porque, en 22 piedepágina

el tiempo que estuve, la vi obrar la maravilla de proveer a algunos de las monedas que necesitaban para sentirse triunfadores o de la distancia necesaria para dejar de ser lo que habían sido con la misma generosidad con la que me prodigaba a mí lo necesario para sanar el quebrantado espíritu con el que había llegado. Cuando llegó el momento de convertirme en una de tantas que desparecen de su faz, lamenté que mi pésima memoria –que olvida con facilidad los rostros y los nombres hasta de amigos y familiares, pero recuerda con claridad las sensaciones y todo lo que no sucedió– fuera a borrar el detalle de su rostro extendido sobre las azoteas como borró los rostros de todas las otras ciudades en las que alguna vez estuve y los de las personas que transitan a diario las estaciones de trenes más grandes donde me detenía a ver pasar gente en las horas de mayor tráfico cuando necesitaba sentirme acompañada. No imaginé entonces que, tiempo después del regreso a casa, me encontraría pensando en cosas en las que no reparé mientras estuve en ella y entendiendo que todas las voces que había oído noche tras noche habían estado contándome por separado una misma historia que comencé a escribir –con las limitaciones que el cuerpo enfermo aún me imponía– para mí misma en el íntimo lenguaje en que ella me la había susurrado y resonaba en mí como el eco de esa ciudad ajena. Trabajar ese libro aceleró mi recuperación y me enseñó algo acerca de mí misma y de la literatura –a la que había abandonado– que, de otra manera, quizá no habría visto. También me dejó ver que la Nueva York que no había estado en mis planes no sólo me había dado el placer sencillo de caminar sin tener que estar pendiente de que algo terrible fuera a suceder en la siguiente acera, como en mi ciudad, sino que –aun en la distancia– seguía dándome mucho más de lo que yo habría podido atreverme a pedirle. Con frecuencia pienso que debería llamar al fotógrafo al número que me dejó anotado para comentarle lo que descubrí de ella y para agradecérselo. Si no lo he hecho aún es porque no consigo recordar su nombre. (Olvida uno, Índole editores, 2005)


Jorge Carrión Escritor y crítico literario del diario La Vanguardia y la revista Quimera, España ¿Qué opina de la selección de Bogotá 39? Me parece que el principal error consiste precisamente en la cifra, absolutamente arbitraria. Sospecho que alguien decidió de antemano que era necesaria la presencia de algún amigo que justo tendría 39 años en las fechas del evento. Por ejemplo, no veo la necesidad de incluir a Jorge Volpi, un autor institucional y consolidado, a no ser que el festival no quiera explorar la emergencia y sí la repercusión que proporciona el colocar nombres más o menos mediáticos. Un segundo error, no menos destacable, es la propia concepción de América Latina y Brasil, con la exclusión de España y de la literatura norteamericana en español, dos puntos importantes en la experimentación literaria en nuestra lengua. En un mundo como el nuestro, el esencialismo y el nacionalismo latinoamericanista que inspira el encuentro me parecen anacrónicos. ¿Qué autores y qué obras recomendaría? Sigo desde prácticamente sus inicios a Juan Gabriel Vásquez, cuyo mejor libro hasta la fecha, a mi juicio, es Los informantes. Tanto a él como a Leonardo Valencia los conocí gracias a la tarea de puente interoceánico que hizo en su momento la revista barcelonesa Lateral (en este sentido: ¿hasta qué punto las revistas del otro lado del Atlántico tienen esa voluntad?). Leí la novela de Guadalupe Nettel, El huésped, cuyo inicio me interesó mucho por su arriesgada conjugación de novela de terror, psicología infantil y paisaje urbano mexicano. De México he leído las novelas y sobre todo las crónicas de Fabrizio Mejía Madrid, el Woody Allen de las letras mexicanas (por su cultivo inteligentísimo de la ironía aplicada a lo real inmediato), que aunque tenga 39 años sí que pertenece, desde mi perspectiva, a la generación del relevo de temas y formas; Álvaro Enrigue es un cuentista excelente, su último libro publicado en España lo premiamos en la revista Quimera como uno de los mejores de 2006. Daniel Alarcón e Iván Thays también me interesan mucho, por motivos contrarios pero convergentes: cómo ser un buen escritor en Perú sin salir de Perú; cómo serlo desde la emigración a los Estados Unidos,

Julio Ortega Crítico literario, profesor de la Universidad Brown, director de la Serie Futura de la Biblioteca Ayacucho Le falta al encuentro una motivación más productiva que la mera suma de escritores. Ojalá el diálogo sea creativo, porque tanto la convocatoria como la puesta en escena parecen más producto del presupuesto disponible que de la necesidad de reflexionar críticamente. En Colombia, a falta de una mejor literatura se están prodigando las escenas de protagonismo: el sueño del congreso propio está reemplazando a la buena escritura, y la plaza pública es aquí la pantalla de televisión. La primera pregunta que debe plantearse este encuentro es por los mecanismos de su propia producción: ya el título es abusivo, no se trata de “la literatura

en una lengua nueva (la selección de Granta que lo incluye se caracteriza precisamente por la cantidad de estadounidenses con raíces migrantes recientes). Ena Lucía Portela es una escritora a tener muy en cuenta, uno de los pocos nombres de la literatura experimental en la selección que se propone. ¿Qué autores que han debido entrar están fuera? Todo festival es una lotería. No se trata de nombres concretos, se trata de un espíritu. Si un festival es una feria de vanidades, un huracán mediático, nada que objetar. Si un festival es la plasmación de una tesis, un horizonte teórico, una voluntad de algo: ¿qué propone este? La selección de autores argentinos es clara y de algún modo ejemplar: los de mayor proyección en España no son los que en su propio país tienen más prestigio, ni, sobre todo, un proyecto más sólido que plantee la literatura como dirección de futuro. Yo sólo entiendo este tipo de encuentros de “nueva narrativa” como una apuesta por el riesgo. Este festival lo evita, por eso no me interesa. Más que nombres concretos, hablaría de tendencias que deberían haber estado representadas: los escritores más experimentales de Buenos Aires (algunos vinculados con iniciativas colectivas como Eloísa Cartonera, otros vinculados directa o indirectamente a revistas más sesudas como Punto de Vista u Otra Parte, otros con relaciones sólidas con el mundo del cine), los cronistas y cuentistas del ámbito de Etiqueta Negra (Perú) o de Plátano Verde (Venezuela), y los representantes de la nueva narrativa de los ámbitos excluidos (literaturas indígenas híbridas, España, Estados Unidos...), por poner algunos focos como ejemplos posibles. En este sentido, los grandes encuentros del mundo del arte deberían ser el modelo. Hace falta un comisario o una comisión con suficiente capacidad de reflexión teórica, suficiente conocimiento de campo y suficiente espíritu de riesgo como para configurar un abanico representativo y perdurable, afín a una idea fuerte que no he sabido ver en la página web de Bogotá 39. Si es por falta de información o de perspectiva por mi parte, espero que me sepan perdonar.

latinoamericana” sino de la narrativa (la poesía está ausente). Luego, el criterio es dudoso: ¿por qué menores de 39 y no de 40? Estas ferias amenazan con convertirse en otro modo de prolongar la juventud. Pero después de los 35 años y varios libros, premios y becas, un escritor es ya un ciudadano de la república de las letras, y debería, democráticamente, ceder su lugar. Es ligeramente patético representarse como joven sin conciencia del relevo. Por lo demás, están ausentes varios de los más prometedores. Curiosamente la mayoría ausente es de escritoras: Florencia Abbate, Mariana Enriquez y Oliveiro Coelho (Argentina); Andrea Jeftanovic y Lina Meruane (Chile), Claudia Ulloa, Luis Hernán Castañeda, Ezio Neyra (Perú); Margarita Posada y Carolina Sanín (Colombia); Armando Luigi (Venezuela)... Sugiero, con esperanza, ejercitar el espíritu crítico, el más creativo. piedepágina 23


García foto: Antonio

Daniel Alarcón Cómo amar un país desconocido

El año pasado me encontré con un peruano en un bar de San Francisco. Estos encuentros ocasionales exigen, al menos, una conversación: ¿De dónde eres? ¿Cuál es tu equipo de fútbol? El tipo tenía más o menos mi edad, también había nacido en Lima y había sido criado en los Estados Unidos. La conversación se convirtió rápidamente en la habitual pregunta-respuesta, la lista de las calles y los barrios, mercados sombríos y bares mugrientos cuya existencia reconfortaba nuestros corazones. Cada cierto tiempo, él se volteaba hacia sus amigos y les gritaba: “¡Este loco es peruano!”. Recordamos la deliciosa acidez de los limones peruanos, hicimos planes para tomar pisco juntos en el futuro, pero sin ser demasiado específicos. Pagué una ronda de bebidas y después él se levantó la camisa para exhibir su tatuaje de un símbolo precolombino, un Tumi, que es además un símbolo nacional. El tatuaje era tan reciente que la piel de su espalda todavía tenía color rosado.Yo tengo un tatuaje parecido, y aunque de repente me sentí cliché, pude ver emoción real en los ojos de mi nuevo amigo. Entonces decidí, por una vez, no ser cínico. Le mostré mi Tumi, y nos abrazamos como hermanos. El peruano levantó su copa para brindar. “Puta, hermano, no entiendes”, dijo, casi con lágrimas en los ojos. “¡Amo tanto al Perú como a los 49ers!”. Los 49ers, claro, son un equipo profesional de fútbol americano. Cuando pequeño, para mí era difícil imaginar el Perú y resultaba algo más parecido a un rumor: estaban algunos familiares que apenas si recordaba y sus numerosas desventuras, una sensación –que mis padres a la vez querían y se resistían a cultivar– de que yo, por haber sido criado en los Estados Unidos, carecía de algo. Creía que todo lo que veía en nuestros viajes a casa, y que no había visto nunca en los Estados Unidos, era un invento pe24 piedepágina

ruano. Sabía que debía estar orgulloso de mi país natal, pero no sabía cómo. Entonces decidí que nosotros éramos la nación que había inventado el bádminton, las corridas de toros, las comidas con pescado crudo y el escarabajo de la Volkswagen. Perú casi nunca ocupa los titulares en Estados Unidos, a menos que un avión de la dea se caiga en el Amazonas o que haya elecciones y se destaque un candidato extremista. Los países andinos aparecen en las noticias en grupos de dos o tres. Un referéndum en Bolivia se convierte en una oportunidad para hablar en términos generales acerca de la región y sus políticas inestables. A fin de lograr una historia que pueda ser digerible, en los medios se difuminan las naciones. Incluso durante nuestra década de mayor atractivo periodístico, en la que una violenta guerra civil cobraba miles de vidas, Perú se mantuvo en la periferia de la conciencia estadounidense. Todo esto sucedía demasiado lejos, era una de las muchas conflagraciones de una región cuya turbulencia era interminable. Esa noche en el bar de San Francisco comprendí exactamente el sentimiento que expresaba mi paisano. De hecho, era una conversación que ya antes había tenido conmigo mismo: tiendes a reducir un lugar –porque es incomprensiblemente complejo y porque tú sabes demasiado poco acerca de él– a sus artefactos, a expresiones culturales de fácil definición: tu fruta favorita, tu helado preferido. La añoranza de éstos sustituye a otros anhelos más complicados: saber, por ejemplo, por qué se ríen tus padres de un chiste peruano que tú apenas puedes comprender. No me ofendió que mi paisano equiparara el Perú con un equipo profesional de fútbol americano. Esta versión abstracta del patriotismo –el amor por un lugar del que tus padres son originarios– es especial y requiere una expresión idiosincrásica. La emoción no habría sido


más auténtica, ni el amor más genuino, si mi paisano hubiera cantado el himno nacional del Perú. De hecho, lo que hizo fue mucho más real: un hombre versado en las tradiciones de dos culturas utiliza un detalle de una de ellas para definir su afecto por la otra. Esto es lo que hago yo también. O más bien, intento hacer. Escribo acerca del país en el que nací pero no fui criado, utilizando el inglés, un idioma que no se habla allí sino en salones de clase y de negocios. A veces me hago la ilusión de pensar que estoy escribiendo desde dentro de la cultura y que la lengua que utilizo es un mero accidente de la migración, pero es claro que no es cierto. Mi relación con el Perú se complica con el hecho de que siempre estoy traduciendo. Hay ciertas cosas que no puedo saber y, por tanto, no me queda opción sino inventarles un sentido. Este es el trabajo de escribir, supongo, y de algún modo, estaría haciendo casi lo mismo si estuviera escribiendo relatos acerca de mi infancia estadounidense, aunque quizá en otra escala. Hace unos pocos meses me topé con una vieja edición de bolsillo de la estupenda novela The Polish Complex de Tadeusz Konwicki de 1977. Me encanta el trabajo de Konwicki por muchas razones, de entre las cuales no es la menor su particular sensibilidad peruana: su mejor obra es fatalista, ácidamente divertida, con una sensibilidad especial por la poesía y la violencia inherentes a la vida diaria. Polonia, he pensado muchas veces, tiene que ser muy parecida al Perú. En su introducción a la novela, Joanna Rostropowicsz Clark escribió algo que se me quedó grabado: “Las naciones pequeñas no son sólo impotentes políticamente, sino que también son impotentes frente a la vulgarización y al plagio de su propio sufrimiento por parte de la literatura y los medios de las grandes naciones”. Claramente, el mundo de las letras peruanas no me necesita. Hay escritores de mi generación que tratan los mismos temas que he intentando abordar, y muchos lo están haciendo con mucho brío y pericia. Se vive hoy un renacimiento de la industria editorial en Lima y este año [2006] Perú puede celebrar que dos de los tres premios más importantes del mundo literario hispanoparlante –el premio Alfaguara y el premio Herralde– fueron ganados por los peruanos Santiago Roncagliolo y Alonso Cueto, respectivamente. Dentro de pocos meses, mi primer libro de cuentos Guerra a la luz de las velas, publicado el año pasado en los Estados Unidos, será publicado en el Perú. He esperado ansiosamente la versión en español. No se trata sólo de la preocupación por cómo sonará la traducción, es algo más profundo que eso. Mi conocimiento incompleto del lugar estará a la disposición de los críticos, que con seguridad no serán nada indulgentes. Ser demolido por un crítico estadounidense quizá tendría más impacto en mi carrera, pero un tratamiento similar en manos de los críticos peruanos produciría más daño espiritual. He tomado lo que sé de un lugar, lo he escrito en inglés, y ahora esas personas descritas en los cuentos tendrán la palabra. El exotismo no influirá en la comprensión del trabajo, y los cuentos serán leídos por sus propios méritos. Estos lectores no se verán seducidos por una oración bonita o por un detalle bien observado: ellos sabrán inmediatamente si el libro es verdadero o no, si he añadido algo positivo a los análisis del trauma nacional peruano o si, sencillamente, he plagiado nuestro sufrimiento. Esa noche en San Francisco, después de conocer al peruano, me fui a casa feliz, borracho y lleno de recuerdos de Lima, la ciudad en la que paso gran parte tan importante de mi vida imaginaria. Repetí en mi mente partes de la conversación, riéndome, y me di cuenta de que, en esa nueva versión, todo lo había traducido en un verdadero argot limeño. No estoy seguro de cómo ni de por qué pasó. De hecho, mi nuevo amigo y yo logramos sentirnos muy cercanos a un lugar muy lejano sin compartir ni una sola oración completa en español. Toda esta reverencia, esta nostalgia, ¡y todo ello en inglés! Qué espectáculo: ante un nacionalismo tan extraño, sería bonito saber, ¿cómo hubiera reaccionado un peruano de verdad? (Traducido por Elvira Maldonado, texto original: “The Writing Life”, publicado en The Washington Post, 23 de julio, 2006)

Luis Fernando Afanador Crítico de libros, revista Semana, Colombia Escoger 39 escritores menores de 39 años es, en principio, algo arbitrario e intrascendente. Si la selección se hubiera hecho a finales del siglo xvi no hubiera clasificado un tal Cervantes quien escribió El Quijote bien pasada esa fatídica edad. ¿Por qué 39? ¿Qué pasa en la mente de los novelistas después de los 39 años, 11 meses, 31 días, 23 horas, 59 minutos y 59 segundos? ¿Se extingue fatalmente la posibilidad de ser una promesa? Según nos enseña la historia de la literatura, la novela es un arte de madurez y luego de los 40 años algunos escritores nos han dado sus mejores obras. ¿Y qué tal los numerosos casos de novelistas tardíos? La juventud y las cifras exactas nunca ha sido un criterio literario serio y por lo tanto no vale la pena botarle mucha corriente. Lo que importa –y lo que siempre ha importado y lo que al final quedará– son las obras. Dentro de 20 años muy poco nos importará esta lista –¿alguien siquiera se acordará?– porque no pasa de ser una anécdota marginal saber si Vargas Llosa, por ejemplo, escribió Conversación en la catedral antes o después de los 39. Ahora bien, como proyecto cultural, me parece una buena idea (yo, como burócrata, hubiera hecho lo mismo). Los listados de los mejores y la apuesta al futuro son fórmulas probadas: a la gente le gusta y, en consecuencia, a los medios también les encanta. Sin duda, habrá mucha bulla y mucha divulgación alrededor de este evento, lo cual puede ser positivo: tal vez conoceremos varias obras que valgan la pena y que de otra manera no circularían por el ámbito latinoamericano, como nos han dicho que va a ocurrir. De los 39 conozco sólo a 8: algunos, por lo que les he leído, me interesan mucho y me parecen prometedores. Otros, sinceramente, no. Aunque, para ser coherente con mi tesis, no los descartaría: es posible que nos sorprendan después de los 39. En literatura no existe la palabra desahucio. Para nadie: ¡ojo con los viejos y con los jóvenes! Por lo pronto, me queda la tarea de leer a los 31 que me faltan.Y en mis próximas compras del Baloto voy a incluir el número 39. Si no es un número cabalístico quien quita que sea un número de suerte.

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Eduardo Halfon Fragmento de El ángel literario

Empecé a escribir este libro, como siempre, sin saber hacia dónde me dirigía. Nada más deseaba, sin tampoco saber por qué, escribir cuentos biográficos sobre algunos autores que me gustan, que me han marcado en cierta forma como lector y como escritor y, especialmente, como persona. Tal vez quería brindarles un tipo de homenaje o peculiar tributo –no conozco sentimiento más embarazoso que la admiración, recuerdo que dijo o pudo haber dicho Baudelaire. Pronto me di cuenta, sin embargo, de que había un dato biográfico concreto en sus vidas que me interesaba especialmente señalar: el momento exacto en que se habían convertido en escritores. A través de un velo romanticista, yo miraba ese instante como casi un hechizo, como el despertar literario de un pobre príncipe en un cuento de hadas. Ingenuo, ni modo, pero así comencé. Algunas veces encontraba que ese momento era el de primera escritura; otras era el momento o las circunstancias de inspiración; y aun otras era el momento decisivo en el pulir de su artesanía como escritor. O sea que el núcleo inicial de un escritor, claro está, se me tornó ambiguo de inmediato. Muy escurridizo. A mí mismo se me hacía difícil tenerle que explicar a alguien qué estaba escribiendo (todavía hoy me encuentro dando explicaciones, no sé, quizás dándome explicaciones). El cuento de hadas se derrumbó con todo y el velo, y me enteré de que, en la vida real, el pobre príncipe siempre continúa durmiendo. El diario, entonces. Llevar un diario que registrara este proceso fue una idea espontánea, inesperada, surgida en un diálogo casual entre dos amigos para ir dejando constancia de todas las dudas que 26 piedepágina

me fuesen surgiendo en el camino, un camino que resultó ser más escabroso, más personal, más íntimo de lo que me pude haber imaginado. Ir anotando mis inquietudes quizás me ayudaría a sujetar con firmeza ese tema que, como algún líquido viscoso, se me estaba filtrando entre los dedos. Cabe mencionar que yo no soy una persona de diarios. Prefiero leerlos, el de Pessoa, el de Kafka, el de Cheever. Pese a que obligo a mis alumnos a tener uno durante mis cursos, yo jamás he llevado un diario: esta fue la primera vez. Escritores me cayeron en aguaceros. Se aparecían por todos lados. Y entré, como siempre me ocurre cuando escribo, en una profunda obsesión. Soñaba con este libro. Casi no salía de mi casa por temor a que se me fuera a ocurrir algún detalle importante y no estuviese cerca de mi computadora para teclearlo. Las pocas veces que me aventuraba hacia las calles era para entrevistar a alguien o buscar cierta biografía que me hacía falta; sólo mandados breves para servirle, como un mayordomo, a este manuscrito. No sé si a todo escritor le sucede lo mismo, pero me gustaría pensar que sí. En fin. Leía una o dos biografías diarias, sin ningún orden, sin ninguna secuencia, detectando el vuelo del ángel literario con cada vez más facilidad. Contacté a aquellos escritores que pude localizar, y empecé a entrevistarlos virtual, personal o telefónicamente, como fuese. Unos me ayudaron, otros se enfadaron, otros me ignoraron. Entonces, ya con cierta información pero carente de ideas preconcebidas, me sentaba a narrar. Todos los días. A


cualquier hora. Algunas veces logré un cuento completo y para mí bastante sólido, otras uno muy breve, otras uno muy malo, otras sólo el germen de alguna idea, y otras absolutamente nada. Ahora, meses después, he terminado de ensamblar un extraño mosaico de ideas y relatos y anécdotas y entrevistas, el cual, visto desde muy cerca, creo que no tiene ningún sentido. Un mosaico sólo se logra apreciar desde lejos –y a veces ni así. Se me ocurre que quizás todas aquellas decisiones aparentemente accidentales y espontáneas que se fueron tomando en el camino –y recuerdo ahora con lucidez las palabras de aquel escritor neófito mientras batallaba con sus espaguetis–, sólo me estaban conduciendo a una pregunta crucial, digamos que a la pregunta: por qué me había convertido en escritor.Yo, no ellos.Yo, no todos los demás escritores que obsesivamente andaba persiguiendo hasta en mis sueños. Por qué empecé yo a escribir. Por qué escribo. Quizás investigaba las vidas de otros buscándome a mí mismo, buscando el momento en que me voló por encima ese ángel literario y, maldiciéndome, injuriándome, derramó sobre mi cabeza tantas palabras. Qué sé yo. Responder a esa pregunta es quizás la respuesta a esta magnánima pregunta que de a poco se ha ido tornando en una novela y un diario y una autobiografía y un ensayo y una especie de enciclopedia de influencias literarias, todo al mismo tiempo y al mismo tiempo, en nada. Porque a fin y al cabo este mosaico de mi proceso literario no tiene una respuesta última. Siempre, al leerlo de nuevo, sentiré un faltante. Tantas páginas más tarde, y aún no sé por qué empecé a escribir este libro, y aún no sé por qué empecé a escribir del todo, y aún no sé por qué sigo escribiendo. Admito frustrado que no sé y que nunca sabré. Admito aterrado que igual de fácil que encontré a la literatura, podría perderla por completo. Admito vencido –con el riesgo de caer en un solipsismo– que tal vez estoy terminando de escribir un libro que no se puede escribir. Así pasa la gloria del mundo, escribió Nicanor Parra o Roberto Bolaño citando a Nicanor Parra, no sé, así pasa la gloria del mundo, sin gloria, sin mundo, sin un miserable sándwich de mortadela. Entre tantas dudas que me acechan en medio de esta afiebrada melancolía que aún aquí en Barcelona no logro sacudirme, una cosa tengo clara. Las personas entran y salen de la literatura sin saber por qué. Y quizás el solo hecho de preguntárselo es acercarse demasiado al sol, pues la razón jamás podrá comprender manifestaciones de un espíritu estético. Jamás. Sin pedir permiso ni perdón, el ángel literario se asoma, nos eleva efímeramente hacia algunos paraísos y nos arrastra hacia nuestros propios infiernos, y eso es todo, y a la mierda. (El ángel literario, Anagrama, 2004) piedepágina 27


Ena Lucía Portela

Algunos rumores sobre Djuna y Daniel

Mi novela más reciente, que lleva por título Djuna y Daniel, será publicada a fines de este año por Random House Mondadori. Ambientada sobre todo en el París de entreguerras –aunque los protagonistas, viajeros empedernidos, se desplazan también por otros escenarios, como Nueva York, San Francisco, Londres, Berlín, Munich, Viena, Amsterdam, Budapest, Tánger, la Riviera francesa, etc.–, trata acerca de la amistad, el desarraigo, las relaciones de pareja, el alcoholismo, el dinero y ciertos aspectos, digamos un tanto problemáticos, del oficio del escritor; v.g., lo que ocurre, o puede ocurrir, cuando uno caricaturiza en una obra de ficción, de un modo más o menos cruel, a personas que ha conocido en la vida real. Sospecho que no faltará quien asegure que Djuna y Daniel discurre, además, sobre la construcción de una presunta identidad gay & lesbian, o bi, o tal vez queer, como se estila ahora, o algo así. A algunos académicos les encanta decir esas cosas, aun a contrapelo del criterio de los autores, y no tiene caso que te pongas a replicarles, ¡qué va, muchacho!, porque te apabullan con su enorme sabiduría y te vuelven loco. La cuestión, en fin, es que la novela relata diversos episodios –reales unos, imaginarios otros– de las biografías de la legendaria escritora norteamericana Djuna Barnes (1892-1982), también conocida, por escurridiza, misteriosa y sexy, como “la Greta Garbo de la literatura”, y de Daniel A. Mahoney, amigo suyo por muchos años, norteamericano de origen irlandés y, en palabras del profesor Phillip Herring, “uno de los personajes más tristemente divertidos de la historia moderna de la orilla izquierda del Sena”. Este señor Mahoney, de costumbres algo estrambóticas, fue toda una celebridad entre sus compatriotas exiliados en el Quartier Latin allá por los años veinte y treinta del siglo pasado. Robert McAlmon y John Glassco también escribieron sobre él. Pero su fama actual, un tanto oscura y equívoca, se debe, sin duda, al hecho de que Barnes lo tomó de modelo para la creación del doctor Matthew Cum Granum Salis Dante O’Connor, el inolvidable comentarista de su novela El bosque de la noche, de 1936. En la escritura de Djuna y Daniel, que se prolongó durante un par de años, tropecé con varias dificultades. Como no soy una muchacha quejumbrosa, hablaré sólo, muy brevemente, de la más peliaguda: el lenguaje. 28 piedepágina

Sucede que, antes de esta, yo había perpetrado ya tres novelas –El pájaro: pincel y tinta china (Casiopea, Barcelona, 1999); La sombra del caminante (Kailas, Madrid, 2006) y Cien botellas en una pared (Debate, Madrid, 2002)–, todas ellas ambientadas en mi país y en el presente inmediato; escritas en lenguaje coloquial cubano, específicamente habanero, más o menos estilizado según el caso, pero coloquial al fin y al cabo. Ahora bien, Djuna y Daniel tiene que ver con Cuba sólo en el sentido de que, en última instancia, en este mundo globalizado todo tiene que ver con todo. Por lo demás, no hay personajes cubanos en esta novela, ni referencias a la Isla, ni alusiones al clima tórrido, el subdesarrollo agobiante y el dictador decrépito; en sus casi 350 cuartillas no aparece ni una sola vez la palabra Cuba. Se comprenderá que en modo alguno procedía que Djuna, Dan, Thelma Wood, Léon Meir, Emily Coleman, el gordo Jean-Luc, Henriette Met-mierda, el padre Sean, Bobby McAlmon, Joyce, Charles Imposible, Peggy Guggenheim y el resto de la tribu, hablaran como la gente de mi barrio acá en La Habana. Debía yo, pues, emplear un lenguaje muy distinto al que había manejado hasta entonces, no sólo en las novelas, sino también, dicho sea de paso, en los cuentos, y hasta en los ensayos y artículos. Debía escribir en español. ¡Ay de mí! Quizá esto que digo sobre el lenguaje como dificultad les resulte un poco extraño a los lectores colombianos. Porque nunca he visitado su país, pero es vox populi que en Colombia no sólo se escribe, sino que incluso se habla en español. En Cuba, por el contrario, lo que se parla es... Bueno, otra cosa. Nuestra jerga difiere muchísimo de la lengua de Cervantes en cuanto al léxico –son incontables los cubanismos que usamos a diario con total naturalidad, sin conciencia de que son cubanismos, y la mayoría ni siquiera figuran en el Diccionario de la rae–, e inclusive en lo que atañe a la sintaxis.Y no hablo de una jerigonza marginal, sino de la norma generalmente aceptada, la que difunden los medios de comunicación masiva. Así pues, el escritor de acá ha de estar muy, pero que muy alerta, para no “cubanizar” por descuido lo que ni en broma es cubano. He ahí una realidad que ya conocía yo, por lecturas y otros viajes, pero que sólo vine a calibrar en todo su alcance justamente mientras escribía Djuna y Daniel. (Djuna y Daniel, Random House Mondadori, 2007)


Fabrizio Mejía Madrid Teoría y práctica de la presentación de libros Decidí no volver a presentar mis libros para ahorrarme la escena en que llevan a mi abuela arrastrando los pies con un tanque de oxígeno. O a las tías sobreactuadas coqueteando con alguien que creen que es un novelista y resulta que es el que conecta el sonido. O a mis padres conmovidos diciendo, sin entender nada, con el libro entre las manos: “Uhm, qué bien”. Si son los libros de uno, la presentación se asemeja peligrosamente a una intervención quirúrgica. Sólo en esas dos ocasiones la familia se toma en serio el irte a ver.Y, en muchos sentidos, escribir un libro, sobre todo una novela, es haber estado internado en un hospital en riesgo de no salir nunca más. Como en todo hay que saber cuándo ya está bien y salir a respirar el fresco, aunque sea en bata y pantuflas, y la sonda de café todavía conectada a la vena. Tratándose de los libros de otros, la presentación cambia de aspecto. Es un excelente momento para repartir elogios sin mesura, chistes locales, amenazas veladas y, si no es tu amigo, destrozar su obra. Hay tres tipos de presentadores: los que van a hablar de sí mismos porque nadie los escucha en sus casas –son el tipo de gente que te toma del brazo mientras conversa contigo, lo que indica que mucha gente se ha ido cuando estaban hablando–, los que disectan el texto en treinta minutos sin tomar agua –cada vez que pasa una página, la gente se fija en el tambache que le queda por leer y suspira– y, por último, están los que sólo destruyen diciendo cosas como: “Este autor no es Dostoievski”. Pues no es, animal. Ni tú, Edmund Wilson. Estos últimos presentadores van y atacan sin ponerse a pensar que, quizás, el libro en cuestión le costó al autor una ciática, hemorroides o un matrimonio. Un crítico se bajó de la mesa después de haber insultado a un autor en presencia de su madre, y me confesó sin ningún remordimiento: –No sé por qué lo ataqué. Ni siquiera lo leí. –Pero dijiste que era el peor libro del año –le reclamé. –Cualquiera es el peor. Es un país de mierda. Y, después, supe que el crítico se había mudado a Haití. La no-lectura del libro que se presenta puede ser importante. Una noche entré a un bar y un tipo vagamente conocido se congratuló de que yo iba a presentar un libro esa misma noche, quince minutos después de que nos saludamos. –¿Yo? Vengo a tomarme una cerveza –le dije, extrañado. –¿No viste el anuncio en La Jornada? Y pasé a presentarlo sin haberlo leído. Después lo supe: alguien se confundió en la editorial y, en lugar de llamarme, le llamaron a Fabrizio León, el fotógrafo, quien, por supuesto, les dijo que sí, les colgó, y no apareció. La coincidencia es parte sustancial

de la literatura, así que me bebí un garrafón de vodkas para darme valor y me subí a presentarlo. Hablé de mi amistad con el autor.Y creo que fue la mejor presentación de un libro que he hecho. Con el vodka a la altura de los ojos, le dije: –Has de haber escrito un gran libro, hermano.Ven aquí. Y nos abrazamos mientras el público aplaudió hasta que se les secaron las lágrimas. Pero lo que hay que tener en cuenta cuando uno presenta un libro en buena lid –es decir, uno lo leyó, escribió cinco cuartillas ligeras y remata con un chiste o con una cita– es al público. Hay varios tipos. Están los viejitos que van a todas las presentaciones porque es su única vida social: se toman unas copas de vino gratis, cenan canapés y se hacen de palabras con algún poeta intoxicado. Esos viejitos son los que se duermen a la mitad de tu lectura pero, luego, van y te felicitan muy cordiales sólo para ver de cerca el escote de tu novia. Están los que creyeron que era otra cosa y se aburren. Son los que se miran los zapatos a los veinte minutos y acaban abriendo el periódico a los veintidós. Hay quienes te siguen en todo con la cabeza, los ojos absortos, una sonrisa, y a la hora de las preguntas descubres que no estaban entendiendo nada: “Es de que usted dijo que la matanza de Tlatelolco o sea que sí ocurrió en verdad, ¿o sólo en el libro de Elena Poniatowska? Si me podría aclarar, ¿verdad?”. Entre estos espectadores están los que siempre preguntan asuntos como: “¿Y de dónde saca usted la inspiración para escribir?”. O los tribunos que fueron oradores en la asamblea sindical y hoy agarran cualquier auditorio para tirar sus netas: “Como ahora que el neoliberalismo elige a los presidentes de todo el mundo con su bota lodosa. Viva Hugo Chávez, señores”. Hay misterios, también. Los que toman notas pero no hablan.Y siempre está la guapa a la que uno le dedica miradas supuestamente cómplices pero a quien siempre le suena el celular, se sale y no regresa. Se presentan libros para que alguien se entere de que aparecieron.Yo decidí hace unos dos libros sólo presentarlos ante la prensa. Como puta, me encerraron en una oficina de la editorial a recibir a cuanto reportero cultural llegara. Fue una larga fila. Pero más de la mitad empezaba la entrevista con la misma petición: “¿Me podría sintetizar lo que dice su libro en dos minutos? Es que la jefa de la sección cultural se lo quedó y no pude leerlo”. Es como si la puta, además de satisfacer fantasías, tuviera que inventárselas a sus clientes. Creo que a más de dos les dije que mi novela sobre el pri, El rencor, se trataba de una estatua de Emiliano Zapata que se tiraba una flatulencia y desataba un culto global. A lo mejor por eso no se ha vendido. (El rencor, Planeta, 2006) piedepágina 29


Gabriela Alemán

Cooperativa Pozo Wells o lo que no fue

Lo que voy a contar es la historia de un acto fallido, los antecedentes de algo que nunca ocurrió. 1. En noviembre del 2006 comenzaba la segunda vuelta electoral en Ecuador, uno de los finalistas –por segunda vez consecutiva– era el hombre más rico del país. El dinero que gastaba en vallas publicitarias, camisetas y horas de pautaje en radio y tv era ilimitado. El sistema judicial, para todos los efectos, no funcionaba; el Congreso Nacional era el ente más desprestigiado del Estado y habíamos tenido, para ese entonces, cinco presidentes en nueve años. 2. En la ciudad de Machala, al sur del país, un camarógrafo anónimo había captado imágenes que se vendían en las calles: de gente saqueando las oficinas del Notario Cabrera, personaje que, desde hace quince años, recibía dineros en su oficina, entregando a sus depositantes el 10% de ganancias mensuales; de policías guardando manojos de billetes en sus bolsillos, y la exhumación del cadáver del notario por parte de la población para comprobar que realmente estaba muerto y ellos no recibirían los intereses sobre sus depósitos fraudulentos. El documental bordeaba con el cine gore. El vcd llegó a una sala de cine arte de Quito, se organizó una charla, la discusión de tono más elevado giró en torno a la clasificación de esas imágenes que no tenían firma y circulaba en copias piratas de mala calidad. ¿Qué eran? 3. Para principios de los años noventa, los diarios de mayor circulación habían dejado de producir suplementos culturales; para mediados de la misma década las editoriales nacionales ya no cumplían esa función y se habían convertido en empresas que ofrecían servicios editoriales por un determinado costo. En resumen: la literatura contemporánea ecuatoriana se detuvo en el tiempo. Los libros que se leen en los colegios, el canon literario, no ha variado en veinte años. Se considera best-seller un libro que vende mil ejemplares. La discusión cultural se reduce a insistir que somos un país pluricultural y multinacional. ¿Y, entonces? Los “actores culturales” y las instituciones se llenan la boca con la importancia de la cultura y su representación en el globalizado escenario mundial. 4. La inercia es acogedora, arropa. Es una gran piscina quieta en la mitad de un océano que no se detiene. Para noviembre del 2006 un remolino, dentro de esa agua represada, nos jalaba hacia abajo. 5. Comencé a escribir Cooperativa Pozo Wells en ese mes y, cansada del cajón donde se amontonaban dos manuscritos, pasé los capítulos que salían de la impresora a amigas y amigos. Con cuatro 30 piedepágina

capítulos listos y entrado diciembre, comencé a pensar que se podía hacer algo más con eso. Lo que escribía tenía la forma de una novela por entregas y el tono era de humor negro. ¿Quién no querría leer sobre once políticos electrocutados en un mitin por robar la luz del cable de la calle mientras ofrecían justicia social? ¿Por qué no utilizar el discurso de la crónica roja, el melodrama y el thriller, para darle la vuelta? ¿Por qué no tomar a la literatura fantástica y volverla tan real como lo que se veía en los noticieros? 6. Tenía que conseguir un diario que estuviera interesado y quisiera sacar una noticia inventada: que se había encontrado un cadáver sin cabeza y manos, su identificación imposible. Un alcance a la nota, días después, diría que una empleada de hotel había entregado a la policía una maleta que había quedado a su cargo, dentro de ella habría un manojo de hojas, varias decenas de fotografías y la llave de una casilla de correos. Días después comenzarían a aparecer los escritos por entrega, a pedido de la policía, para que la ciudadanía ayude en las investigaciones. Los textos no tendrían autor. Una galería expondría las fotografías, con el mismo propósito. Fotos anónimas. En el casillero se encontraría un dvd con una película snuff. Durante meses, alguien o varias personas se preguntarían sobre lo ocurrido. 7. Tenía la noticia redactada; cinco capítulos escritos donde un texto de H.G. Wells, “En el país de los ciegos” (situado en la serranía ecuatoriana), era la clave para descubrir a una secta que había construido una ciudad bajo el puerto de Guayaquil; catorce fotógrafos que me darían imágenes para la exposición; teatreros dispuestos a organizar representaciones en las calles para hablar sobre la veracidad o falsedad de los textos involucrando a los transeúntes; un grupo de videoastas dispuestos a hacer la película y la certeza de que pronto alguien diría que todo era mentira provocando una discusión. Después de seis meses no había una sola revista o periódico al que me hubiera acercado que estuviera interesado en publicarlo. 8. En junio, un amigo colgó Pozo Wells, convertido en hipertexto, en www.eltabano.net como e-folletín, para ver qué ocurría. 9. Con la noticia de Bogotá39 alguien se interesó en publicarlo, no ya en entregas en un diario de circulación nacional, no ya sin autor, sino con mi nombre en la cubierta. 10. Es julio del 2007 y la inercia sigue ahí, atraída por el vacío. Es una gran piscina quieta en la mitad de un océano que nunca se detiene. (Cooperativa Pozo Wells, Editorial Eskeletra, 2007)


Gonzalo Garcés Caza Mayor

Me han pedido que escriba sobre un libro mío. No se tome como descortesía si me abstengo. Escribir sobre un libro ya publicado es algo que me supera y referirme al que escribo ahora sólo puede ser una forma de anticipada melancolía o de publicidad barata. Pero puedo hablar de un aspecto de mi trabajo que se presta al ejercicio y que probablemente sea más interesante que el libro mismo. Por primera vez me estoy documentando para un libro. Es una novela y relata hechos ficticios, pero como debo pintar ambientes que conozco mal –la policía, los grupúsculos paranoides y fascistas dentro del ejército, los arquitectos suicidas, los amores incestuosos–, diligentemente he emprendido una serie de entrevistas. El primer descubrimiento, aunque previsible, es precupante: la realidad es más compleja que la ficción. Cualquier ficción. Esto no debería ser así. En principio, yo sigo leyendo con la esperanza de volverme más inteligente. Pero hay algo todavía más precupante y es que la realidad tiene más sentido del humor que la literatura. Uno de mis primeros entrevistados fue el brigadier S., de la Fuerza Aérea Argentina. Supongo que corresponde proteger su identidad, en especial porque el brigadier cumple o cumplía entonces arresto domiciliario por su participación en la última dictadura. Le advertí que no deseaba interpelarlo por eso. Según tenía entendido, tras los ataques del 11 de septiembre 2001 el Departamento de Estado ponderó, entre varios planes, invadir simultáneamente Afganistán y la llamada Triple Frontera. Ahí donde se tocan Brasil, Paraguay y Argentina. Es un secreto a voces que ese sitio es frecuentado por grupos terroristas islámicos, Hezbolá entre ellos. Mi pregunta era: ¿cuál habría sido la acción del ejército, suponiendo que el gobierno ordenara resistir? Apenas formulada, la pregunta me pareció bufonesca. América Latina no es un continente trágico. En el mejor de los casos es tragicómico.Y por intermedio del brigadier S., que tiene ochenta y cinco años, América Latina se me rió en la cara. “¿Resistir?”, sonrió debajo de sus bigotazos

coloniales. “Muchacho, yo por mí resisto encantado... Aunque bien no nos iría, por la cuestión armas y demás macanas... ¿Pero el gobierno?” Le dio un ataque de tos. Y demás macanas es una de sus expresiones o latiguillos preferidos. “Si nosotros tuviéramos una invasión... Por el tema agua dulce, terrorismo y demás macanas... La gente que yo eligiría para pelear sería el grupo Cóndor... y los comunistas.” “¿Los comunistas?” “De lo mejor que hubo acá”, asintió el brigadier. “Por el tema coraje y demás macanas. Nosotros los matamos y era lo que había que hacer. Pero en un momento así... con ellos a cualquier lado.” ¿Y el grupo Cóndor? (Me sonaba como grupo de ultraderecha.) El brigadier me explicó que desde los años setenta vienen construyendo, un poco por todo el país, búnkers subterráneos. Han obrado con paciencia, han conseguido financiamiento de los saudíes, de los narcos: algo hicieron. “Algunos son galpones nomás”, dice el brigadier. “Pero con una red de bunkers ligados por túneles que nadie conoce, los podemos molestar bastante.” Yo miro a este caballero antiguo (que escucha a Mozart en un equipo con bobinas estilo años cuarenta y al que no dejo de imaginar con antiparras) y me pregunto si se mofa de mí. Pero el brigadier me da un puñado de nombres que luego buscaré en internet. Si es una broma, es compartida por muchos y lleva durando unas tres décadas. “Te pido igual que no preguntes mucho”, se despide. “Por la salud y demás macanas.” Épica, paranoia setentista, ciencia-ficción, historia: no sé cuántos géneros evoca (y supera) el relato del brigadier. Me hace pensar en libros inmensos.Y es sólo una de las personas y personajes que entrevisté. Un escritor dijo hace un tiempo, para elogiar a otro (y ninguno de los dos era latinoamericano) que “practica la caza mayor, mientras otros matan conejos”. La realidad de este continente cada día me convence más: tenemos que dejar en paz a los conejos y salir a la pradera.

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Guadalupe Nettel

La escritura de El huésped Empecé a pensar en El huésped en 1994, es decir casi diez años antes de su publicación, cuando salió a la luz el movimiento zapatista. El hecho de que un movimiento revolucionario indígena se hubiera preparado durante una década en la oscuridad más absoluta sin que la prensa, el ejército o la cia lo supieran –o al menos se dieran por aludidos–, me impactó muchísimo. Relacioné ese fenómeno político con algo que yo sentía en mi interior, y creo que esa asociación fue el detonador de mi novela. El asunto del desdoblamiento, de la lucha con el otro que somos, es un tema muy antiguo que aparece en muchas culturas del mundo y que, como todos los arquetipos, apela a algo muy profundo de los seres humanos: tenemos terror a descubrir quiénes somos en realidad y por eso nos pasamos la vida construyéndonos máscaras, falsas personalidades, para evitar a toda costa que aparezca eso que entrevemos y que por alguna razón intuimos ominoso. Sabía que no estaba inventando nada nuevo sino reinterpretando una tradición literaria y quería dejarlo claro desde el principio mismo de la novela, rendir homenaje a todos esos Hydes a los que me vincularía a partir de ese momento. Por cierto, los seres humanos no somos los únicos en desdoblarnos. Basta observar por ejemplo el mundo animal: lo hacen también las serpientes, los escarabajos, las cucarachas, que son los huéspedes de tantas casas (o mejor dicho, nosotros somos sus parásitos pues ellas llegaron antes al planeta). Los partos mismos son como desdoblamientos. Las células de nuestro cuerpo se regeneran por completo cada siete años. Al escribir esta novela empecé a ver el mundo en esta clave y no he dejado de hacerlo. Esa fue la forma en que la novela me parasitó. Aún ahora que está totalmente terminada sigo pensando lo mismo: escribir una novela es como recibir un huésped que no avisa cuando habrá de irse. Es una vida paralela que transcurre en nuestra mente y parasita primero nuestros pensamientos, después nuestros cuadernos, luego la computadora, más tarde nuestro currículum y finalmente toda nuestra existencia. Llamé «Ana» a la narradora de la historia por la universalidad del nombre que en árabe significa ni más ni menos que «yo». El 32 piedepágina

personaje principal de esta novela se pasa la vida luchando contra eso que ella llama La cosa. Siente que se trata de un parásito, de una suerte de invasor que pretende apoderarse de su vida, usurparla. En algún momento pensé en titular la novela El parásito, pero me incliné por El huésped por su carácter doble: significa tanto el que hospeda como el que es hospedado. Quería que el lector se preguntara quién estaba invadiendo a quién. Situé la historia en la Ciudad de México pues es una ciudad en constante y vertiginosa transformación. Los años durante los cuales escribí esta novela eran históricos para mi país: por fin lográbamos dejar atrás el régimen que había gobernado durante las últimas siete décadas y no sabíamos hacia dónde nos estábamos dirigiendo. Era la primera vez que escribía sobre México y creo que me ayudó la distancia que puse de por medio: primero me fui a Canadá y más tarde a la ciudad de París donde terminé de escribirla. Como no soy nada disciplinada (siento por los escritores que trabajan de seis a nueve de la mañana el mismo tipo de admiración que me inspiran los trapecistas), la única forma en que logro escribir es llevando conmigo una libreta de apuntes. Esta novela se escribió en los andenes del metro, en los bancos de los parques, en los cafés y en las salas de espera de un par de médicos. La historia les debe mucho a las personas que me encontré en la calle o en el transporte público y también a algunos de mis amigos, a quienes agradezco infinitamente el haberme dejado entrever tanto sus huéspedes como sus propias luchas internas. Por si alguien, después de todo lo anterior, sigue dudando sobre la invasión a la que me ha sometido la novela, añado un último pero contundente ejemplo: el día de la presentación de El huésped en Barcelona conocí a Gastón, el chico con el que vivo y con el que me he comprometido. Al principio, pensé que se trataba de un encuentro fortuito hasta que me dio por investigar el significado de su nombre y descubrí que proviene del germánico Gast que dio origen a palabras como guest. Ahora sabrán que no es ficción, que realmente vivo en feliz concubinato con el mismísimo huésped y que no pienso hacer nada para remediarlo. (El huésped, Anagrama, 2006)


foto: Carlos Wertherman

Iván Thays

Cómo escribí La disciplina de la vanidad Durante mucho tiempo estuve acopiando en libretas de notas datos, frases, anécdotas, escenas, títulos de libros, vinculados a la vanidad literaria. No había ningún interés detrás de eso, simple curiosidad, pero el material se volvía exagerado e intransitable. Me resultaba imposible saber en qué cuaderno había anotado tal cosa, y si me la volvía a encontrar dudaba si ya la había copiado o no. Con algo de ese material redacté unas columnas para un diario. Pero por cada historia que descargaba, aparecían una docena más y el bulto era mayor. Mientras tanto, escribía novelas, ajeno a ese hobbie un poco o bastante ridículo de andar atrapando, subrayando y transcribiendo las inseguridades y los egos revueltos de los escritores. También empecé el proyecto de escribir un libro de cuentos dedicado a cada uno de los doce compañeros que formaban parte de un taller de literatura. En realidad eran venganzas. Concluí varios relatos y en todos el personaje central era un yo futuro: un sujeto gordo (entonces era flaquísimo), calvo (entonces llevaba el pelo muy largo) y dispépsico (nada que agregar), convertido en un escritor fracasado y snob que, en algún momento, tuvo su cuarto de hora. Un día, revisando aquellos cuadernos encontré una frase de Vladimir Nabokov capturada en algún momento pero luego olvidada: los escritores, decía, son como pájaros que reúnen pajas secas, pelusas, ramas, porque así lo dicta su naturaleza, sin objetivo concreto hasta que se forma en su cerebro la figura de un nido y recién entonces descubren cuál era el sentido de lo que guardaban en la bodega. Entendí al leer esa frase dos cosas: primero, que iba a escribir una novela sobre la vanidad literaria colocando como estructura una anécdota central (escogí una ligeramente autobiográfica: un encuentro de escritores), a la que añadiría esas citas dispersas; segundo, que aquel texto debía mantener el desorden, la forma plural, obsesiva y simultánea, como fue el proceso mismo de acopio. Del mismo modo misterioso, u ornitológico si se

quiere, también entendí otras cosas: que la novela debía llamarse La disciplina de la vanidad (título que se me ocurrió agónicamente, decidido a morir, mientras Mario Bellatin conducía su auto a toda velocidad por una avenida del df); que los cuentos que escribí para homenajear o disgustar a mis amigos (y lesionar mi baja autoestima) debían integrarse a la historia, pues los caminos de la vanidad son insondables; que la novela debía usar la estrategia satírica de Jonathan Swift del contrajemplo, según la cual sugiere hornear niños para evitar la superpoblación y el hambre; y que en el relato tenía que haber un rinoceronte. La figura del rinoceronte la he tenido grabada desde niño y representa en mi bestiario a quien no retrocede, al que arremete siempre, al que no se rinde, el que persevera y empuja hacia delante pese a las dificultades. Me gustan los rinocerontes, su cuerno señero y peligroso, su coraza. Envidio esa coraza. Necesitaba esa coraza, y un sólido cuerno que le haga juego, habitando en algún lugar de esa novela llena de figuras volubles e inseguras como son siempre los artistas cachorros. Inventé una jaula para él, un foso del que el animal terminó escapando por voluntad propia, ajena al autor. Armar las piezas del rompecabezas fue complicado: cada una de ellas requería ser enlazada con la siguiente, formando un texto base cargado de hipervínculos (feo término que entonces me era absolutamente ajeno) que remiten a otros textos y luego a otros y así, hasta volver al mismo punto, que siempre era la pregunta: ¿por qué demonios escribo? Obvio, me cuidé mucho de no escribir esa interrogante en la novela. En vez de eso, coloqué en la carátula una fotografía de Jean Loup Sieff donde una mujer hermosa, una modelo con abrigo de diseño, habla con un animal prehistórico de horrendo y erecto cuerno. Y se entienden. (La disciplina de la vanidad, Fondo editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 2000) piedepágina 33


João Paulo Cuenca O Dia Mastroianni (fragmento)10:32

–Quantos foram os minutos da sua vida em que você pode dizer que realmente aconteceu alguma coisa? –Alô? Quem é? –Acorda que é hoje! Bateu o telefone e tentou imediatamente voltar a dormir, colando o lençol à cabeça como uma muçulmana de burca. O aparelho não demorou a tocar de novo e, depois do quinto toque, Tomás Anselmo desistiu. –Hoje o quê? Saiu do banho gelado e vestiu-se. Ganhou a rua, a essa hora com ar amarelado, e caminhou entre batalhões de anônimos. Desviou-se de valas abertas nas rugas das mãos estendidas, filas indígenas nas portas de onipresentes lotéricas, ciganos ululando pontos de macumba, fuzileiros navais em formação, freiras de sombrinha, caminhões paquidérmicos despejando garrafas e engarrafando cruzamentos. Depois do caminho de casebres empilhados (“caixas de fósforo com janelas”) e becos malcheirosos (“nós, o cancro do mundo!”), encontrou-me no bar da esquina. O encontro de dois palitos de fósforo: –Tira esse focinho da cara,Tomás. Começamos agora, incontinenti! –Mas ainda não deu nem onze horas. –Já? –Peço dois. Esvaziamos os troféus dourados num gole enquanto o garçom, sem que precisemos pedir, desliza da bandeja para nossa mesa um par de sanduíches de abacaxi com filet mignon, como anuncia o cardápio. Surge, em meu amigo, dulcérrima lembrança: nos barulhentos almoços dominicais da sua infância, entre colunas ascendentes de fumaça e cínicas conversações adultas, a criança que costumava ser Tomás Anselmo mordia as bordas de plástico azul costuradas no menu deste preciso bar até a desintegração total, para irritação dos garçons e vergonha da mãe, que sempre lhe castigava com um tapa agudo sobre as costas da mão. E talvez seja aquele o mesmo cardápio semi-destruído que agora tem sob o copo, o que faz Tomás pensar secretamente em cravar os dentes no menu. “Sou um cavalo usando espelhos retrovisores como antolhos!” Mas olha para mim e, num invisível encolher de ombros, desiste. Esvazia um paliteiro e, com os palitos quebrados, forma desenhos geométricos sobre a toalha da mesa. “Arranho o nosso epitáfio Com palitos na mesa do bar O bueiro sorve outro dia Escorrendo a vida do popular As ruas sem pressa amanhecem Enquanto canto essa canção Ao meu amor 34 piedepágina

... Seja lá quem ele for” É a letra do tango obscuro gravado em 1932 por Antônio Ratón que Tomás tenta cantarolar, sem saber onde e como acaba ou começa a estrofe. “Como pode alguém pensar tanto no passado, sem ter passado nada?” Anselmo, mergulhado em suposições tímidas e inúteis como essa, ganha uma expressão melancólica no arco das sobrancelhas depois de alguns goles. Encerrada a exploração mental sobre o cardápio e sua idílica infância de botequim, engatamos numa conversa sobre os amigos exilados com quem compartilhamos cadeiras, mesas e copos deste bar –e Tomás agora pensa que os copos das boas casas, assim como os cardápios, também devem seguir os mesmos ao longo dos anos, beijados por milhares de bocas!, algumas delas repetidas em estranhos padrões, representados por equações cujos gráficos seriam iguais aos desenhos traçados com palitos na mesa. É manhã, e Tomás ainda introspectivo. Eu, bazófio, arroto escalas diatônicas, faço castelos neogóticos com as bolachas do chope, fanfarroneio sobre nossos ex-amigos: –Ah, nossos sátiros camaradas de nada! Brindemos! Brindemos aos dândis precoces, escritores sem livros, músicos sem discos, cineastas sem filmes com quem conversávamos por citações, flanando sob pontes e as mesas dos botecos como pândegos muito sólidos, lordes sem um tostão nos bolsos, trocando os dias pela noite e as noites por coisa alguma! Enredando fiapos de vida dedicadas ao culto do ócio, de nos mesmos e de paixões viróticas: nossa doce e irreparável adolescência. –Aos que foram! Muitos tentaram a vida fora, exilando-se num exterior mitológico, dedicando-se à vera arte de lavar pratos ou trabalhar de babá, limpando com diplomas universitários de “humanas” os perfumados restos de criancinhas caucasóides de boa estirpe. A desistência do país, no início vista com inveja e deslumbre por todos, sempre era premiada por algum evento incerto que os obrigava a voltar: falta de dinheiro, acessos de pânico, envolvimento em pequenos crimes, mortes na família, ou, ainda, tornados e enchentes que destruíam as metrópoles de vidro para onde migravam –como se houvesse uma força misteriosa que os atraísse de volta à cidade perdida de si mesma, aos bares, mesas e cadeiras de todo mundo e de ninguém, aos copos e cardápios mordidos de sempre. Desembarcavam cabisbaixos, veteranos de uma guerra perdida. A única guerra que poderiam combater. Mas eu, Pedro Cassavas, jamais teria esse problema! Eu e Tomás Anselmo, periféricos eternos, à la resistance!


John Jairo Junieles Escribir es como la vida misma

Cuando el mar se sale de madre en Cartagena, las olas saltan los espolones de piedra, llenando de algas, piedras y cangrejos la avenida (también lleva botellas, latas, condones, y todas las porquerías que la gente tira al mar mientras disfruta de él), a eso le llaman mar de leva. Recuerdo que durante el bachillerato yo me hacía mucho eso: La Leva; así llaman allá cuando sales de casa pero no llegas al colegio, también si te escapas de allí valiéndote de un profesor miope, o una paredilla muy baja. Entonces uno se iba a un lugar mejor. Algunos amigos se iban a dar vueltas y robar en centros comerciales y tiendas de discos. Yo casi siempre me iba para cine, a los antiguos teatros: Calamary, Bucanero, Cartagena, Colón, Padilla o Rialto. Cada vez que paso frente a ellos y veo sus puertas condenadas, me siento como un fantasma rondando su tumba, y adentro, todas esas horas doradas enterradas para siempre. El resto del tiempo me la pasaba escribiendo versiones nuevas de las películas que había visto. Fue uno de los primeros ejercicios que hacía para inventar, porque entonces inventaba, no escribía, no sabía qué era eso; sólo inventaba, hacía que Al Pacino sobreviviera a la emboscada final de Scarface, y lo ponía, con una nueva identidad, a administrar un hotelito en la Guajira, mientras contrabandea whisky con un nativo, un paisa y un turco. Entonces vino una novela que cambió todo: El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald, luego otra, La senda del perdedor, de Bukowski, y La ciudad y los perros, de Vargas Llosa. Descubrí que leer es vivir, y ver una película es ser un testigo vulnerable; una experiencia igual de maravillosa, basta ver: Pelle the conqueror, de Bille August. Uno de mis primeros cuentos fue “El naranjo”, donde cuento la historia real de mi hermano que nació antes que yo, que se llamaba como yo, y que sepultaron en el patio de la casa de mi infancia. Había leído Conversaciones con Truman Capote, de Lawrence

Grobel, y seguí la enseñanza de Capote, escribí el primer párrafo del cuento, inmediatamente el último párrafo, y luego me sentí extrañamente libre, con la certeza de saber a dónde iba. La angustia final estaba resuelta. Empecé a desarrollarlo, y cuando llegué al último párrafo, el final del cuento ya había cambiado, casi sin enterarme. Lo importante, como la vida misma, estaba en la mitad, el cómo vivirla, cómo atar los dos cabos sueltos; porque ya sabíamos el final de la historia, como en la vida misma. Nadie escribe lo que quiere, sino lo que puede; es decir, a veces se empieza a escribir una historia, y otra historia diferente a la planeada va saliendo, no importa, hay que recibirla con gratitud. En realidad se escribe con una sola tecla, la más importante: Delete. No es con las palabras, sino con los silencios que damos forma a lo impronunciable. Algunos libros interesantes (en lo personal les debo mucho): Mientras escribo (On Writing), de Stephen King, La escritura de una novela, de Irving Wallace, La cocina de la escritura, de Daniel Cassany, y Cartas a un joven novelista, de Mario Vargas Llosa. Son como libros de anatomía y fisiología para entender la osamenta y circulación de las historias; reconocer dolencias y aplicar antídotos. Pero la verdadera escuela está en leer y rayar, leer y rayar. En otra oportunidad buscaré mis propias palabras, pero hoy quiero compartir las del maestro Onetti, esas que siempre se encienden en mi memoria, como velas en lo oscuro: “Hay sólo un camino. El que hubo siempre. Que el creador de verdad tenga la fuerza de vivir solitario y mire dentro suyo. Que comprenda que no tenemos huellas para seguir, que el camino habrá de hacérselo cada uno, tenaz y alegremente, cortando la sombra del monte y los arbustos enanos”. piedepágina 35


Oswaldo Cruz

Encuentro en Copenhague

foto: Anna

Jorge Volpi

A partir del surgimiento de la física moderna, ha quedado demostrado que la relación entre un observador –un científico, un lector– y el objeto de su observación –el universo, real o literario– no es aséptica ni objetiva. Por el contrario, siempre que un sujeto trata de contemplar la realidad, ésta termina siendo modificada por su mirada. Del mismo modo, tampoco es posible determinar el sentido de una obra: cada quién lo modela de acuerdo con sus propios antecedentes y puntos de vista.Y si esto ocurre así, el efecto se acentúa cuando el azar, ese otro atributo esencial de la física moderna, establece una secreta complicidad entre una obra y un lector. Por esta razón, mi visión de la pieza teatral Copenhague, del dramaturgo y novelista inglés Michael Frayn, no es inocente: mi lectura refleja tanto sobre mí como sobre la propia obra que trato de analizar. La situación no puede ser más paradójica: la obra de Frayn fue estrenada en el Real Teatro Nacional de Londres, en mayo de 1998. En esas mismas fechas, y sin que tuviese conocimiento de este dato, yo concluía la última parte de la novela En busca de Klingsor, a la cual me había dedicado durante los últimos cinco años, y cuyo manuscrito entregaría a fines de noviembre a la editorial Seix Barral. Unos meses más tarde, en abril de 1999, la novela sería publicada tras obtener el recién recuperado Premio Biblioteca Breve. Sin embargo, no sería sino hasta junio o julio, gracias a la recomendación de varios amigos que habían estado en Londres en esa época –y particularmente a la generosa intervención de Carlos Fuentes, quien en una nota periodística se encargó de comentar el asunto–, que yo mismo descubrí el extraño vínculo que me unía a Frayn, al cual por entonces yo no conocía. Por una de esas casualidades que ocurren frecuentemente en el incierto territorio de la literatura, tanto la pieza de Frayn como En busca de Klingsor recreaban un mismo suceso histórico: el encuentro sostenido en Copenhague, en septiembre de 1941, entre dos de los físicos más importantes del siglo xx: el danés Niels Bohr y su antiguo alumno y amigo, el alemán Werner Heisenberg. Cuando finalmente tuve en mis manos un ejemplar impreso de Copenhague, mi sorpresa no pudo ser mayor. En efecto, las páginas de Frayn tenían como protagonistas a Heisenberg y Bohr, así como a la esposa de este último, Margrethe, y ponían en escena exactamente la misma cita que yo había recreado en las páginas de la novela. Y aunque en realidad En busca de Klingsor toca muchos otros temas, debido a su extensión y a la diferencia sustancial que existe entre una obra narrativa y otra teatral, lo cierto es que uno de los nudos de la acción novelística se centra en ese mismo episodio. No se trata, desde luego, de la primera ocasión en la cual dos escritores abordan, 36 piedepágina

sin saberlo, un mismo asunto; sin embargo, no deja de ser notable que dos autores de medios, tradiciones literarias y educaciones tan distintas –un británico de 66 años y un mexicano de 30– aborden, con presupuestos dramáticos semejantes, un momento de la historia de la ciencia –algo todavía más insólito–, del cual ambos se encuentran, en apariencia, igualmente alejados. Una primera explicación de esta coincidencia, tal como ha quedado documentado en las notas finales tanto de Copenhague como de En busca de Klingsor, radica en que, en uno y otro caso, se utilizaron las mismas fuentes: la autobiografía del propio Heisenberg, Physics and Beyond (Harper & Row, 1971); la muy notable biografía del físico escrita por David Cassidy, Uncertainty (Freeman, 1992); la biografía de Bohr de Abraham Pais (Oxford University Press, 1991) y, en especial, la absorbente y documentada investigación de Thomas Powers, Heisenberg’s War (Cape, 1993; Penguin, 1994). De hecho, el propio Frayn escribió en el cuidadoso postscriptum a su obra un comentario sobre el trabajo de Powers que, de alguna manera, predecía una situación que ya estaba en proceso: “Lo recomiendo particularmente a otros dramaturgos y guionistas; aquí todavía hay material para muchas más piezas y películas”. No obstante, creo que las lecturas coincidentes no bastan para explicar el fenómeno. Pienso, más bien, que la propia naturaleza del encuentro entre Bohr y Heisenberg en Copenhague, justo en el momento en que se decidía el futuro de la Segunda Guerra Mundial y, por tanto, del mundo, posee elementos que permiten una mejor comprensión no sólo del elusivo carácter de sus protagonistas, sino de algunas de las claves científicas y morales del siglo xx. Si una palabra define el carácter del episodio, ésta es “incertidumbre”. O, para no desvirtuar el término –algo que tanto los científicos como los escritores deben temer constantemente–, “ambigüedad”, “indeterminación” o, simplemente, “misterio”. A fin de no repetir los detalles de una situación que se describe a profundidad en todas las obras antes mencionadas, me limito aquí a hacer un breve resumen de los hechos. En 1941, dos de los principales creadores de la teoría cuántica, Niels Bohr y Werner Heisenberg, antiguos maestro y alumno, ahora ambos Premios Nobel de Física y amigos de toda la vida, se encuentran en bandos opuestos: Bohr, como ciudadano de un país invadido “pacíficamente” por los nazis: Dinamarca; Heisenberg, como uno de los responsables del proyecto atómico alemán. Las circunstancias, pues, los separan inevitablemente; uno está entre los vencidos, el otro entre los vencedores (al menos a mediados de 1941). Otro inconveniente: desde que en 1939 Otto Hahn y su equipo descu-


briesen la fisión atómica, y de que Bohr y Wheeler la estudiasen en un importante artículo de ese mismo año, los científicos de todo el mundo, y particularmente los alemanes, se han dado a la tarea de estudiar la posibilidad de construir un arma a partir de las enormes cantidades de energía liberada en dicho proceso. En la Alemania de Hitler, Heisenberg recibe el encargo de determinar la viabilidad de este proyecto. Es entonces cuando, después de atravesar numerosos problemas con la jerarquía nazi, Heisenberg se decide a visitar a su antiguo profesor en Copenhague, con el pretexto de impartir unas conferencias en el Instituto Alemán de la ciudad ocupada. Después de varios ruegos, Heisenberg –quien no ha sido particularmente cuidadoso a la hora de relacionarse con sus colegas daneses– por fin convence a Bohr de tener un encuentro “en privado”. Según la costumbre del danés, ambos dan un largo paseo por Faedellpark, al término del cual su amistad se ha terminado violentamente. Bohr está furioso y Heisenberg no acierta a convencerlo de sus buenas intenciones. Y aquí está el misterio: nadie, excepto los dos involucrados, sabe qué fue lo que se dijo en aquella tarde de septiembre de 1941 en Faedellpark. Al término de la guerra, para colmo, los testimonios de ambos serán vagos, ambiguos y en ocasiones contradictorios. A ciencia cierta, no se sabe si Heisenberg: a) actuaba como emisario de Hitler para obtener información de Bohr sobre el programa atómico aliado; b) quería proponerle a Bohr que fuesen ellos, los científicos, quienes debían decidir el futuro de la investigación atómica en el mundo, lo que equivalía a un compromiso mutuo para retrasar o impedir la construcción de bombas atómicas; o c) simplemente necesitaba un consejo de Bohr sobre la responsabilidad que ha de tener un físico a la hora de trabajar en un proyecto que podría tener como consecuencia la construcción de armas de gran poder destructivo. Esta “ambigüedad” ha tenido una doble consecuencia: por un lado, ha vuelto imposible determinar, con precisión, cuál fue el papel de Heisenberg durante la guerra; y, por el otro, ha introducido la necesidad de evaluar de nuevo el carácter moral de la ciencia. Por si esto no fuera suficiente, al término de la guerra las versiones sobre la actividad de Heisenberg durante el nazismo se enredaron todavía más: en una entrevista con el periodista, Robert Junkt –al cual por cierto Frayn no menciona en su muy informado post-scriptum–, éste aceptó la sugerencia de su interlocutor según la cual él, Heisenberg, hubiese estado dispuesto a sabotear el programa atómico alemán en caso de ser necesario con tal de no entregarle un bomba atómica a Hitler. Sin embargo, esta idea no concuerda demasiado con otros fragmentos de la vida del físico alemán, como su trato cercano con jerarcas nazis como Himmler o Speer, o la protección de la que disfrutó durante todo el final del régimen nazi, incluso cuando amigos cercanos suyos sufrían la persecución por estar relacionados con la conspiración de julio de 1944 que trató de poner fin a la vida de Hitler, sin éxito. Para colmo, hace apenas unos años por fin fue posible tener acceso a las transcripciones completas de los llamados “expedientes de Farm Hall”. Resulta que, en 1945, después de ser capturados por los miembros de la misión norteamericana Alsos, los miembros del equipo atómico alemán fueron conducidos, por ra-

zones de seguridad, a Escocia. Ahí fueron internados en una granja, Farm Hall, y todas sus charlas fueron grabadas con micrófonos ocultos. Lo curioso del caso es que, poco después de enterarse de la explosión de la bomba atómica en Hiroshima, Heisenberg fue capaz de explicarle a Otto Hahn su funcionamiento, lo cual reforzaría la idea de que intencionalmente ralentizó el programa atómico alemán. No obstante, aun con estos argumentos, numerosos críticos dudan de la veracidad de esta posibilidad. En cualquier caso, más allá de los detalles precisos que permitan rearmar el rompecabezas que defina la actitud de Heisenberg durante la guerra –un proceso quizás irresoluble–, lo más atractivo del caso es que plantea incontables dilemas morales que siguen siendo válidos en nuestros días. La pregunta “¿cuál es la responsabilidad moral de la ciencia?” sigue estando abierta. Pero hay más: ¿Cómo debe oponerse un individuo a la tiranía? ¿Hasta dónde es legítimo el derecho a luchar por el propio país? ¿Es peor Heisenberg por trabajar para Hitler, sin éxito, que los científicos que colaboraron en el proyecto Manhattan y que en realidad contribuyeron a la muerte de miles de personas inocentes en Hiroshima y Nagazaki? No es el caso repetir, aquí, cuáles fueron las soluciones que encontré para abordar este asunto en En busca de Klingsor. Baste decir que, al igual que Frayn, traté de conservar la ambigüedad –la incertidumbre, hélas!– que rodea a la conducta de Heisenberg pero que, a diferencia de Frayn, mi opinión sobre él se ve tamizada por el odio que el narrador de la novela –un inexistente Gustav Links– dirige contra el físico muniqués con el fin de achacarle sus propias culpas. No obstante, debo reconocer que mi punto de vista sobre Heisenberg es menos positivo que el de Frayn. Como dije antes, Copenhague tiene sólo tres personajes y está dividida en dos actos. Para poder referirse con más facilidad a todos los acontecimientos del pasado que los engloban, Frayn ha utilizado el recurso de hacer que Bohr, Heisenberg y Margrethe se encuentren de nuevo cuando ya están muertos. Haciendo un uso metafórico del principio de incertidumbre –ya sugerido por Cassidy en su biografía–, la pieza gira en torno a la misteriosa conversación de Heisenberg y Bohr en 1941. En torno a este centro, los tres personajes reconstruyen toda la historia de la física cuántica y, por tanto, la historia de sus propias vidas. Frayn, siendo fiel a sus postulados, no ofrece una conclusión definitiva: en sucesivas aproximaciones, que funcionan casi como teorías que luego se completan y refutan, ofrece tres explicaciones, todas posibles, aunque al final no deja de mostrar –a pesar de la rica complejidad psicológica de su personaje– cierta afinidad con Heisenberg. Al final, éste hace una afirmación contundente y, a la vez, conmovedora: “Necesitaríamos una extraña nueva ética cuántica”, dice. El drama científico se vuelve, en última instancia, humano. En medio del dilema entre un villano o un héroe, Frayn ha revelado una tercera posibilidad, una tercera lectura de sus actos, tan imposible de demostrar como las otras, pero con fuerza suficiente para resultar verosímil. Heisenberg, el director del programa atómico alemán, no es en este caso muy diferente del resto de nosotros: en el fondo, no es sino un ser humano más, débil e inseguro –ambiguo, incierto–, un niño perdido en la irracionalidad de la guerra y del mal. (En busca de Klingsor, Seix-Barral, 1999) piedepágina 37


José Pérez Reyes

Clonsonante

Es tan frecuente ver personas hablando de aquí para allá con sus celulares, discutiendo al cruzar las calles, obviando saludos en las veredas, gesticulando en escaleras o, peor aun, en plena conducción, más aferrados al celular que al volante, lejos del freno o del embrague. Es tan poco probable verlos sin sus celulares que se me ocurrió crear el personaje de Lucas Aguirre, teléfonodependiente, que un día amanece sin voz, sus palabras solamente pueden ser oídas a través de su aparato celular. Esto va a generarle una dependencia aun mayor. “Su voz había sido clonada en forma perfecta, ya el chip contenía todos sus tonos, inflexiones, modulaciones, escalas, semitonos... El celular era algo así como un clon sonoro”. De allí el nombre del cuento “Clonsonante” que da título al nuevo libro. En consonancia con estos tiempos. Un caso extremo en cuanto a la situación pero quizá cercano en el tiempo. De hecho, la ocurrencia irónica no está tan lejos de lo que por ahí vemos. En tribunales, a más de un colega vi apurándose en los pasillos, hablando solamente por teléfono, nunca lo escuché hablar en vivo o dirigirse personalmente a alguien. ¿Cómo sería su voz real? ¿Sonaría igual sin pasar por ese filtro? El loco ya no es el que anda hablando así sino aquel que cuestiona esto o no entiende los avances tecnológicos que para eso están, para diferenciarnos. En el anterior libro, Ladrillos del Tiempo, reuní quince cuentos que escribí entre 1990 y 2000, con el tema de la formación de la memoria como un muro imaginario en el que cada ladrillo es un recuerdo y que vamos cimentando o derribando, según nuestros actos, para construir nuestra propia realidad. Ahora, en algunos cuentos de Clonsonante exploro en otras ficciones los sueños, recuerdos e impresiones, hasta dónde se mantiene la realidad de los mismos siendo tan subjetivos y caprichosos. En uno de los primeros cuentos aparece un internauta solitario. Este jorobado (porque está todo el día inclinado encima del teclado) que joroba a todos entrando al acecho en los foros, es un tiburón de aguas cibernéticas. No rehuye esa red, es más se dedica a atrapar en ella a los incautos que al conectarse se ponen disponibles, ya no para el chateo sino para el acecho. Nadie se preocupa de avisarle que hay otras ventanas que no están en la pantalla de la computadora. Otras cosas raras pasan en las páginas del libro. En “La Galería”, una misteriosa colección de pinturas y esculturas marea, 38 piedepágina

confunde y revela a un despistado transeúnte que quiso protegerse de la lluvia y no se le ocurrió nada mejor que entrar en este blanco recinto de arte oscuro. Asoma también “Un Rostro en el camino”. Basta que aparezca una sola vez ese rostro de mujer para que el conductor se desvíe del camino, o quizás ella vino a encarrilarlo. Dentro de un peculiar ómnibus ocurre un encuentro con una niñera, lo que produce una “Ida y Vuelta”. En plena batalla y en la vida misma, un soldado se extingue como “La Bengala”. Merodea también una “Roja boca abierta” que no para de decir cosas. Las diferencias entre una abuela y su nieto son tantas como las que pueden haber entre “El cerro y el tren”, excepto por algo lejano que, entre diálogos en guaraní, los acerca. Se dice que el cuento debe ser preciso como mecanismo de relojería, de allí que escribiera algo que no funciona como cuento pero sí como mecanismo de tortura relojera, debido a una tiránica presencia de relojes. Una crucifixión como ficción temporal entre las manecillas del reloj, por eso lo titulé “Relofixión”. El borrador del “Crimen espejado” lo escribí, precisamente, en Bogotá en el 2003. Los apuntes garrapateados en el hotel se transformaron en este cuento en que las situaciones le parecen muy evidentes a un obsesionado prófugo que no se fía ni de las sombras, mucho menos cuando se juntan dos cuerpos en la habitación contigua del prostíbulo, su refugio, su santuario. En Paraguay cuesta mucho editar (especialmente si uno es joven) y más aun difundir una obra literaria, aunque el número de lectores ha mejorado recientemente. Uno tiene que hacer prácticamente todo excepto el trabajo de imprenta. Autofinanciarse o habilitar cajones del escritorio para eternos inéditos. Cubrir gastos, conseguir un lugar de presentación, organizar la charla, hacer la difusión, agendar la distribución de los ejemplares. Muy anecdótico, pero haciendo de hombre orquesta uno corre el riesgo de desafinar en algún instrumento, justamente por descuidar lo principal: la partitura escrita. Afinado o no, ya está sonando Clonsonante, el nuevo libro de cuentos. Ahora a trabajar en el próximo que será una novela. Mientras exista una meta, hay fuerza.


Juan Gabriel Vásquez El Camino de Costaguana

En el verano de 1998 yo estaba pasando por un momento particularmente difícil: después de dos años en París, había llegado a la conclusión de que París no era para mí, de que la ciudad en que se escribieron varios de mis libros favoritos –desde Ulysses hasta La casa verde–, se había convertido en un lugar hostil y sólo era cuestión de tiempo antes de que esa hostilidad estallara. Había decidido irme de París, pero no sabía a dónde, y Colombia no estaba entre mis planes. Así que pasaba tanto tiempo como fuera posible en casa de unos amigos, un lugar semioculto de las Ardenas belgas donde acabaría pasando casi todo el año siguiente. Uno de los libros que leí ese verano fue Nostromo, que para muchos es la gran novela de Joseph Conrad. Y pensé que algún día tendría que escribir algo al respecto. Porque Nostromo, como tal vez se sepa, es una novela en clave. La república de Costaguana, donde ocurre la acción, es una mezcla de países latinoamericanos, pero en esa mezcla la historia colombiana tiene una cierta predominancia; la anécdota principal, la separación de la provincia de Sulaco por medio de una revolución patrocinada y protegida por las fuerzas armadas de los Estados Unidos, es un trasunto evidente de la revolución e independencia del estado colombiano de Panamá. En resumen: uno de mis novelistas de cabecera, un hombre que había formado varias de mis ideas sobre el oficio de escribir novelas, un hombre cuya vida itinerante y desarraigada había comenzado a funcionar como un lente a través del cual mirar mi propia vida, había escrito sobre mi país. Durante los años que siguieron leí un par de textos que alimentaron mi obsesión por la relación entre Colombia y Joseph Conrad. Uno de ellos era el ensayo “El Nostromo de Joseph Conrad”, de Malcolm Deas; el otro, “De un posible Conrad en Colombia”, de Alejandro Gaviria. Pero luego perdí la obsesión de vista, embarcado como estaba en otra obsesión: una novela que giraba alrededor de los inmigrantes alemanes en Colombia y de la curiosa suerte

que corrieron muchos de ellos en los años de la Segunda Guerra. Aunque en esta novela –Los informantes, se llamaría al final– estaba muy presente una de Conrad, Bajo la mirada de Occidente, debo decir que Nostromo y la presencia de Conrad en Colombia desaparecieron de mis planes. Hasta finales de 2003, cuando mi amigo Conrado Zuluaga me encargó una biografía de algún personaje de importancia universal para incluirla en una colección. No necesité más de un instante para decidirme por Conrad. Un novelista nunca sabe en qué momento aprende lo necesario para escribir un texto. Cuando un novelista habla de historias imposibles, de temas que se le resisten, en el fondo está hablando de carencias: no ha encontrado el método, o la parte del método –la herramienta, la estrategia– necesaria para contar esa historia como merece ser contada. Luego, un día, vuelve a intentarlo, y lo logra. Lo que ha pasado es indefinible: una lectura o a veces varias, o incluso un fenómeno extraliterario (una sinfonía que por fin entiende, un edificio cuya simetría es reveladora), le da la clave. Eso me sucedió a mí después de escribir la biografía de Conrad. En los últimos dos años había aprendido algo que ahora me hacía pensar en esa vieja obsesión en términos novelísticos; y casi sin darme cuenta comencé a tomar notas y a ensayar voces, consciente de que en esta novela el tono lo era todo. Porque ya había descubierto el pretexto (el pre-texto) central de la novela: un colombiano conoce a Conrad, le cuenta su vida en Colombia y en Panamá, y luego se ve eliminado de la novela que Conrad ha construido con esa vida. ¿Pero cómo habla ese colombiano? Su tono de voz es lo que permite saber qué cuenta esa voz. Un día, mientras repasaba mis notas, lo oí. Hablaba con ironía, con sarcasmo pero también con dolor, con resentimiento pero también con culpa. Y a partir de ahí fue cuestión de poner atención a lo que me decía. (Historia secreta de Costaguana, Alfaguara, 2007) piedepágina 39


Junot Díaz

(traducción: Elvira Maldonado)

Una historia de once años (The Brief Wondrous Life of Oscar Wao) La novela que acabo de terminar, que me llevó once años escribir y que será publicada en septiembre por Penguin Putnam y en el 2008 por Random House Mondadori, empezó con un fracaso. No intenté escribir The Brief Wondrous Life of Oscar Wao (así se llama mi novela). Lo que yo quería escribir era Akira (el clásico de dibujos animados) del tercer mundo y durante un par de años eso fue lo que hice: tratar de escribir un libro que como un idiota me empeñaba en llamar The Secret History. Era una novela acerca de la destrucción de Nueva York por un psíquico terrorista y las terribles consecuencias de ese Apocalipsis. Entonces pensaba que se trataba de una idea estupenda, pero la verdad es que nunca llegué a tener la sartén por el mango... durante tres años seguidos escribí todos los días, siete horas al día, produje cientos de páginas pero ninguna era buena... Quizá todavía estaría escribiendo esa horrible novela hoy... pero ocurrió el 11/S. Recuerdo estar de pie en medio del puente George Washington mirando las columnas de humo subir desde el centro de Nueva York, era un espectáculo nunca visto y yo pensaba: nada volverá a ser igual, nada volverá a ser igual. Y nada fue igual. Estados Unidos se convirtió en el monstruo que, de alguna manera, todos sabíamos que era. Bombardeó, invadió, destruyó su propia democracia, y se volvió contra su propia sangre: los inmigrantes. En lo que a mí y a mi pequeño mundo respecta: el 11/S puso punto final a mi estúpida novela. Nada de lo que había imaginado en mi futuro ficticio se aproximaba siquiera a la locura, la crueldad y la estupidez de lo que estaba sucediendo en el mundo real. La vida real me había superado.Y esto era todo. The Secret History, mi ambiciosa novela, había muerto.Todavía tengo trozos de esa novela en alguna parte en mi apartamento y es absurdo ver, cuando miramos series como Héroes en la televisión, cómo son de comunes nuestros sueños apocalípticos (en ese relato, también, un superhombre mata a Nueva York). Pero la creación de arte es algo misterioso. Quizá yo hubiera terminado The Secret History si hubiera sido más fuerte y más listo y no me hubiera cagado de miedo. Mi problema depresivo tampoco ayudaba mucho (si usted hubiera crecido en una familia como la mía también se habría deprimido). Pero la salvación nos llega por diversos caminos. Cuando estaba intentando escribir The Secret History, me otorgaron una beca Guggenheim (¡gracias Simón!) y viví un año en México, d.f. tratando de escribir, tratando de mejorar mi español.Y me enamoré de la que pensé (y todavía pienso) era una de las ciudades más maravillosas del mundo. Vivía junto a mi amigo el escritor Francisco Goldman y compartimos unas aventuras maravillosas, pasamos muchas noches 40 piedepágina

metiéndonos en líos en el maloso Distrito Federal. En el día escribía y escribía y odiaba cada minuto que pasaba y en las noches bailaba, bebía y era feliz. Como vivir dos vidas en una. En fin, una vez después de una noche de rumba me encontré en la casa de un amigo escuchando música y hablando mierda cuando por casualidad agarré una copia de La importancia de llamarse Ernesto y pronuncié el nombre de Oscar Wilde en dominicano y lo que salió fue Óscar Wao. Me lo repetí como diez veces mentalmente: Óscar Wao, Óscar Wao, Óscar Wao. Un chiste estúpido, pero el nombre se me quedó grabado en la mente, y en la noche cuando estaba echado en la cama pensando en la chica de la que estaba enamorado, una fresita cuya familia era de Cancún, tuve la visión de un pobre nerd negro y jodido del gueto llamado Óscar Wao, el tipo de nerd del gueto que habría sido yo si no me hubieran “descubierto” las chicas el primer año de high school. Recuerdo haber escrito la primera parte de la historia de Óscar en unas pocas semanas. Pensé que era un relato, nada más. Cuando terminé regresé a sufrir con The Secret History. Pero Óscar seguía rondando en mi cabeza. Permaneció allí casi dos años, como al lado, esperaba que me diera cuenta de que mi otra novela se había terminado y cuando estaba al borde de la desesperación, sin saber qué hacer conmigo mismo, Óscar saltó de la sombra y de repente me di cuenta de que podía escribir una novela entera acerca de un chico dominicano que no conquista a las chicas, que no puede bailar, que es el opuesto de todos los estereotipos que tenemos los dominicanos de lo que son “nuestros hombres”. Óscar no iba a ser el caribeño sexy por el que la industria del turismo vive y muere. Me di cuenta de que podía escribir acerca de este chico nerd que vive obsesionado por la historia y por las chicas, que sólo es bueno para la fantasía y para la ciencia ficción y que sin embargo (trágica, cómicamente) pertenece a una comunidad y a una cultura que propiamente no se enloquece por los nerd de color ni por sus intereses. Entonces lo hice. Escribí la novela de Óscar. Me llevó siete años y muchas lágrimas pero ahora está terminada y no puedo imaginarme de dónde saqué la fuerza para superar una novela fallida y lograr terminar otra. Todavía sueño que estoy en México, d.f. y es de noche y estoy hablando de la novela y allí frente a mí en el estante está el libro de Óscar Wilde. Mi mano se estira para agarrarlo pero alguien me pregunta algo y no llego a tocarlo y nunca escribo la novela. No tienen idea lo aliviado que me siento al despertar. A veces estoy tan aliviado que las lágrimas me saltan a los ojos. Entonces la lección es: atención a los libros que se encuentra, pueden salvarle la vida. (The Brief Wondrous Life of Oscar Wao, Penguin, 2007)


Mordzinski foto: Daniel

Karla Suárez

Lo que te toca es escribir (La viajera)

Cómo nacen las historias es siempre un misterio, pero más misterioso aun es cómo nos dejamos llevar por ellas y caemos en la trampa de los personajes que, mientras más pasa el tiempo, más crece mi sospecha de que en realidad son ellos quienes existen y el escritor no es más que una ficción obra de sus mentes, algo necesario para llevar sus vidas al lado de acá, digamos que una especie de médium o de moderno esclavo al servicio de los seres que habitan la verdadera realidad. Los personajes son autoritarios, independientes y caprichosos, al menos así han sido todos con los que me ha tocado lidiar. Por ejemplo en La viajera, mi última novela, la protagonista se llama Circe y es una mujer que viaja por el mundo buscando una ciudad donde detenerse. Soy de esos que no pueden comenzar a escribir hasta que no “escuchan” la voz de los personajes (se ve que ya me asumí médium), pues la tal Circe empezó a hablarme y cada día se fue haciendo más presente hasta que llegó el momento en que consideré que la conocía lo suficiente como para empezar a escribir sobre ella.Y comencé. Tenía claro el inicio de la novela, que es en realidad casi el final de la historia. Luego tenía anotaciones sobre futuros personajes y escenas, algunas ideas y la certeza de que sólo la escritura esclarece lo que va a suceder. Con todo esto partí calculando que no demoraría demasiado en terminar. La primera pausa llegó en el momento en que Circe decidió ir a vivir a México. Circe sale de La Habana hacia São Paulo, dos ciudades que yo conocía y por tanto podía describir, sólo que ella decidió continuar viaje a México, un sitio en el que yo nunca había estado. Entonces me encontré con el problema de cómo describir lo que no conocía y tuve la genial idea de pensar en un cambio de destino, digamos que para ponerme las cosas más fáciles, pero ahí Circe me miró furibunda y dijo: No, yo me voy a México, a ti lo que te toca es escribir.Y me tocó escribir, claro, meses después, porque primero tuve que dedicar tiempo a leer, estudiar mapas de la ciudad, consultar a los amigos que allí viven, ver películas, y todo para que ella, la protagonista, pudiera vivir su historia. Una vez resuelta esta dificultad continué trabajando tranquila,

hasta que Circe decidió embarcarse hacia Madrid. En este caso la ciudad no me preocupaba, porque la conozco, el problema vino después. En el primer capítulo Circe aparece en escena con su pequeño niño, su diario de viaje y un bonsái. Un árbol, un libro y un hijo, como dice el proverbio. Esto fue idea mía, pero lo que no imaginé al escribir ese capítulo fue que, llegada a Madrid, Circe se encontraría con el coleccionista de bonsáis quien le regalaría el árbol recién plantado para que ella se ocupara de él. ¡Sorpresa! Yo no tenía la menor idea de qué hacer con un bonsái, pero el coleccionista sí, claro, él lo sabía todo. Otra pausa para adentrarme en el misterioso mundo del coleccionista y, aunque luego le dedicara tan sólo unas líneas a su afición, él me exigía estar a la altura de sus pasiones, porque a mí lo que me tocaba era escribir. De Madrid rumbo a París, donde yo ya tenía organizadas las cosas, sabía con quién se encontraría y qué iba a pasar. Sin embargo, sucedió que una tarde Circe se cruzó con un hombre, un absoluto personaje secundario, según mi idea inicial, pero no según la de ellos. Este tipo en apenas un capítulo logró pasar de ser casi escenografía a ser de los principales. Un revoltoso, un inconforme, eso es lo que era y a mí no me quedó más remedio que seguirle los pasos. Así con todo, cuando terminé la novela descubrí que muy poco había de mis ideas iniciales y, salvo algún esbozo de personaje, la verdadera historia había tenido que descubrirla poco a poco, siguiendo a Circe y sus encuentros. Esto sin hablar de Lucía, la otra protagonista con quien tuve dificultades a causa de nuestras diferencias de opiniones. Porque ellos, los personajes, hacen y dicen lo que quieren, son autónomos y lo peor es que conocen las debilidades de quien escribe y se aprovechan de ellas para vivir sus vidas. Ahora trabajo en una nueva novela, o mejor, vuelvo a dejarme llevar, aunque sinceramente ya no ofrezco resistencia. Los personajes mandan, yo los sigo. Mientras tanto, guardo la secreta esperanza de que alguno de ellos esté escribiendo mi historia. (La viajera, Rocaeditorial, 2005) piedepágina 41


foto: Nella

Escala

Fragmentos para un adiós a la novela

Leonardo Valencia Lo mejor será abrir espacios en blanco. Que entre los fragmentos se escuche la metamorfosis, acaso el rumor de la fuente. * Cada libro que has escrito ha sido una mutación.Todos provienen de tu primer y único libro de cuentos que todavía no tiene fin: La luna nómada. * El desarraigo ha sido, más que un tema, un modo de ser. Por eso te parece innecesario publicar un nuevo título de cuentos. Así que, cuando hay una reedición, añades a La luna nómada los cuentos nuevos sobre las formas del desarraigo.Y en el último párrafo del último cuento del libro, “La bruma”, inscribes la palabra-matriz de tus próximos libros que están en larva. Así la luna sigue en órbita a tu propio ritmo: siempre la misma, siempre distinta. * Te acercaste a la novela como quien se acerca a ver la promesa del mar y las rutas de viajes posibles. Lo que has encontrado es un balneario saturado y una aduana sin gracia, llena de turistas y de mercaderes y de ruido. Oclusión de la fuente. * Adiós a la novela. Difícil libertad de aire fresco: que los editores se queden perplejos, que la crítica no dé en el blanco o se silencie, que un libro se vuelva contraseña, descubrimiento luminoso en un saldo, y que se relea en dos tiempos espaciados entre sí. * Un único libro de cuentos, eso es. Quien te hizo descubrir esa posibilidad fue Roberto Juarroz en una conversación sobre su Poesía Vertical. Fue en Lima, en 1994. Sólo lo viste una vez. No sabías que estaba desahuciado. Tu primer maestro: un poeta. * Otros maestros: Lautréamont, Jabès, Perse, Char, Pessoa, Cernuda, Stevens, Paz, Adonis, Westphalen,Vinyoli. No son lecturas de novelista. No eres un novelista. * Pero tampoco puedes escribir versos. He ahí el dolor. Tu escritura va detrás de una palabra siempre ausente. * En El desterrado evitaste el narrador en primera persona. No querías que lo testimonial de tus veinte años supliera la construcción que es toda prosa. Tu novela tenía que valerse no por la referencia a ti, o a tu época, o a tu país, o a la identificación rápida del lector con un tema. El desterrado debía abandonarse a su propia consistencia. Pusiste a tu novela en una situación desvalida creyendo que esa era su mayor fuerza.

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* “Llega un momento –escribe Juarroz– en el que el lenguaje abandona su papel operativo e instrumental y pasa a ser prueba o caución de lo indecible. Y más todavía: pasa simplemente a ser. Es la culminación del lenguaje, que se convierte entonces en el hombre mismo y adquiere su mayor dimensión de realidad, exigencia y desnudez.” * Adiós a la novela. * El fragmento, tentativa de puente entre la poesía y la novela. No la fragmentación desde la que no arrancan las historias, sino a la que se llega luego del ruido de tantas historias que se mimetizan entre sí. “More and more and more fragments, and the whole thing emerges”, dice David Lynch buscando al Gran Pez. * Un proceso continuo de muda de la voz: la metamorfosis puede encontrar sitio en el territorio de libros impredecibles. Buscar esa escritura donde se encuentre ese kairós repentino, y al mismo tiempo largamente preparado, que está más allá de la redacción de una historia. * Sólo así pudiste estar en disposición para la escritura de El libro flotante de Caytran Dölphin, con un adiós a la novela. * Empiezas a sospechar que en donde realidad estás, en donde en realidad eres, es en la constante de las mutaciones. Somos ese silencio entre cada metamorfosis de escritura. * En El libro flotante de Caytran Dölphin (¿una novela?) utilizas un narrador en primera persona. Sin embargo, lo saboteas con el libro paralelo en internet: www.libroflotante.net. Allí los lectores escriben y reescriben y comentan los fragmentos del libro impreso. La mutación de la escritura continúa gracias a la fabulación poética que permite la escritura fragmentaria. Tus lectores tienen que esforzarse: invitación a la metamorfosis. Bienvenida al lector. * No hay que quedarse en la orilla de la novela. Surcar las aguas en todas las direcciones, escuchar al viejo océano, activar la herencia paralela que en nuestra lengua ha explorado formas más allá de la herencia de las crónicas. Escribir desde la fuente hacia el mar abierto. (El libro flotante de Caytran Dölphin, Editorial Funambulista, 2006)


Pedro Mairal El año del desierto

En el 2001 hubo una crisis en la Argentina, que para la gente de más de 45 años habrá sido una más, pero para mi generación fue la primera. De pronto ese modelo económico, esa ilusión de que nos acercábamos al primer mundo, se derrumbó, se cayó como un telón, y vimos que detrás estaba el basural, la tierra baldía. El Presidente huyó de la casa de gobierno en helicóptero. En diez días tuvimos cinco presidentes que fueron renunciando uno tras otro. Yo tenía mi dinero en el banco para comprarme una casa y los bancos quebraron y el dinero se esfumó en el aire. La explicación que se nos daba era que el dinero simplemente no existía más, o mejor dicho, nunca había existido, porque había pasado como en el juego de la silla: cuando se apaga la música y todos reclaman su silla, alguien se queda de pie. En el 2001 la musiquita funcional de los nuevos shoppings se cortó de golpe.Y ahí quedamos de pie muchos argentinos, sin entender bien qué había pasado, y con la licuadora comprada en cuotas bajo el brazo. Quizá fue esa situación social, esa velocidad de cambio, esa revuelta, y la desaparición de mi casa y del proyecto de mi casa, lo que me llevó a imaginar un país que se iba borrando poco a poco. Pero no estoy seguro de que haya sido ese el detonante. También pudo haber sido la enfermedad progresiva de mi madre lo que me dictó la historia de esta intemperie que avanza. O quizá la posibilidad que se me presentaba en ese entonces de irme a vivir fuera del país. Como un miedo primario, inconciente, de que si me iba, si me exiliaba, la Argentina dejaría de existir (al menos para mí). No lo sé. Hablo de esto como se habla de un sueño cuando uno ya está despierto. La cuestión es que una mañana me cayó la idea de la novela en la cabeza, me fulminó como un rayo. Quedé tumbado en la cama mientras el cerebro hacía todas estas conexiones sin parar, como si la historia, como un virus, me usara el cerebro para ramificarse y ampliarse. Me imaginé qué pasaría si toda la historia argentina retrocediera –en un solo año– hacia su fundación, si la ciudad fuera reduciéndose al tamaño del pueblo que alguna vez fue y luego fuera sólo un pastizal. Pensé en el personaje de una

mujer que atraviesa el vendaval imparable del tiempo en rewind. La intemperie avanza borrando gradualmente la ciudad y las costumbres civilizadas, y mi personaje va entrando, poco a poco y con resignación, en la barbarie como si fuera todo parte de una misma crisis: primero pierde su trabajo de secretaria en una de esas torres financieras del centro, deambula, trabaja de enfermera, trabaja en limpieza, va perdiendo todos sus derechos (todos los derechos que ganó la mujer en el siglo xx), entra en la prostitución, comete un crimen, huye y parece perderse entre las nuevas tribus precolombinas y los malones. Quería mostrar la eterna crisis argentina pero potenciada hasta la destrucción total, hasta que sólo quedan el desierto y una voz para contar la historia. Me llevó un año escribir la novela y otros dos años corregirla. Durante ese tiempo investigué y escribí todos los días. Investigaba la cronología del progreso, la inmigración y el crecimiento argentinos para hacer lo inverso en mi novela. Me metí en el pasado, pero terminé, sin proponérmelo, mostrando más el presente o incluso el futuro. Porque todos esos estados de deterioro se encuentran ahora presentes en la Argentina, por más de que hoy en día, a mediados del 2007, la situación social no esté tan convulsionada. Ahora mismo conviven los parches de primer mundo, amurallados y paranoicos, con la ruina casi medieval de los hospitales públicos, con la emigración de la clase media que se exilia al hemisferio norte en busca de oportunidades, con las villas miserias y los ranchos donde la gente vive en condiciones prehistóricas. Todo está presente ahora. Quizá yo no hice más que hacer pasar linealmente a un personaje a través de cuadros o situaciones cada vez menos civilizadas, pero que conviven hoy en día en la zona del Río de la Plata. Por supuesto que en la novela hay un correlato con la historia nacional, pero contada más desde la pesadilla de la historia y también desde mi confusión de mal estudiante, una historia con lagunas, mal aprendida, o en todo caso aprendida a mi manera, aprendida al revés. (El año del desierto, Interzona, 2005) piedepágina 43


McShannon foto: Connor

Pilar Quintana

De donde salen las historias

Con frecuencia a los escritores nos preguntan que de dónde sacamos las historias que contamos. Yo sospecho que en mayor o menor medida todas las historias provienen de una realidad pura, una realidad que, por cierto, puede ser oscura o secreta. Aquí aclaro que para mí el concepto de realidad no acaba en las cosas que efectivamente han ocurrido o existen; realidad también es un pensamiento que no ha pasado a la acción, un delirio, un sueño, un deseo insatisfecho. Todo el que me conoce sabe que mi primera novela, Cosquillas en la lengua, es autobiográfica y que para escribirla no tomé nada prestado de la ficción. La historia ocurrió. Todos los personajes existen con los nombres que figuran en el libro. Los lugares pueden visitarse, si excluimos el Martin’s original, cuya sede fue derribada para construir otro centro comercial. Lo que es más diciente todavía es que en el momento de escribir concentré, deliberadamente, todos mis esfuerzos en trasladar esas realidades al papel del modo más fiel posible, como haría un cronista que no pretende ser objetivo pero sí verdadero. Sin embargo, el hecho de que haya incluido sólo ciertas situaciones y desechado las demás, el que haya interpretado los eventos así y no de aquella manera y, sobre todo, el que escogiera tales palabras para contarla y no otras, implica una recreación de la realidad. Y es aquí cuando mis pretensiones de realismo y veracidad se derrumban porque eso es precisamente lo que hace la ficción: inventa una realidad nueva. Con Coleccionistas de polvos raros, mi nueva novela, me pasó todo lo contrario. Aunque tal personaje haya tomado el físico de una persona que alguna vez conocí y otro la voluntad de alguien real, todos los personajes son invenciones. La historia también es creada; para hacerla posible tuve que sentarme a diseñarla, punto por punto, sobre un papel como hace un arquitecto con sus edificios. Es que ni siquiera la ciudad existe; es verdad que cuando uno está leyendo todos los indicios hacen pensar en Cali, pero bien podría tratarse 44 piedepágina

de cualquier otra ciudad de Colombia y por eso me cuidé de que la ciudad de mi libro se llamara Esta ciudad y no Cali. Sin embargo, cuando me esfuerzo por encontrar el lugar mental del cual salió mi libro, me devuelvo en el tiempo y me viene la imagen de una mujer que comía Corn Flakes al desayuno, al almuerzo y a la comida, porque estaba deprimida y quería que su vida fuera distinta. Esa mujer, obviamente, soy yo hace unos diez años. Lo sorprendente es que cuando estaba haciendo las últimas correcciones y releí las líneas en que la Flaca aparecía deprimida comiendo Corn Flakes al desayuno, al almuerzo y a la comida, me pareció la cosa más original del mundo haberle inventado semejante atmósfera a mi heroína. La Flaca es hija de una costurera, no tiene ningún oficio en la vida, se alisa el pelo, se pone tacones altísimos, tiene unas tetas enormes de silicona, tres amantes, entre ellos uno traqueto, y unas ambiciones desmedidas por llegar a ser alguien. Yo me vine a vivir a la selva para poder ser nadie, no tengo más amantes que mi marido, que es carpintero, mis tetas siguen siendo pequeñas, ando descalza, me dejo el pelo crespo, escribo todo el día y soy hija de un médico y una administradora. En Coleccionistas de polvos raros el germen de verdad está tan maquillado que ni siquiera yo misma fui capaz de reconocerme. No sé si todo esto sirva para responder la pregunta sobre el origen de las historias. La verdad es que ni la pregunta ni la respuesta que he intentado darle me trasnochan. A mí me parece que el encanto de los libros, tanto para quienes escribimos como para quienes leemos, es que nos permiten salirnos de nuestra realidad inmediata y acceder a otra que, así sea inventada, es igual de real a la que vivimos a diario. Pero es deliciosa. Es como las realidades de los sueños o la locura, aunque, por fortuna, no plantea los inconvenientes de despertarse al otro día o ser internado en el Psiquiátrico. (Coleccionistas de polvos raros, Norma, 2007)


Ricardo Silva Romero

Bautizar (En orden de estatura)

A la larga soy una suma de títulos. A la gente que me rodea (que me rodea, dicho sea de paso, para que no me escape de mí mismo) le será fácil hallar un par de gestos para definirme. Pero a los que no tienen ni idea de quién soy (que son, si somos realistas, un poco menos del ciento por ciento del mundo conocido), lo único que podría servirles como presentación es saber que redacté, no sé a qué horas ni con qué cabeza, un libro de cuentos que se llama Sobre la tela de una araña, un poemario que se titula Terranía y una serie de novelas que responden a los nombres de Relato de Navidad en La Gran Vía, Tic, Parece que va a llover, El hombre de los mil nombres y En orden de estatura. Así es. Eso es lo que he hecho desde que me pidieron ser una persona. Si dejara de ser el hijo, el hermano, el amigo de alguien, sería ese que va por ahí coleccionando títulos como un niño que se echa piedritas curiosas entre los bolsillos. He aprendido con el paso de los títulos (gracias, tal vez, a que tantas personas me dicen “Rodrigo”) a reaccionar desapasionadamente cuando alguien me dice que le impresionaron los poemas de Serranías, que acaba de leerse Tac o que le costó trabajo leer El nombre de los mil hombres: mi ego está entrenado, a estas alturas, para encoger los hombros cuando algo me recuerda que a la larga soy una suma de títulos que pocos recuerdan palabra por palabra. Y si digo que “he aprendido”, si digo que “mi ego está entrenado”, es porque no es nada fácil bautizar un libro. Se corre el riesgo de ser ingenioso. Se tiene la tentación de decirlo todo. Se pierden los nervios, se pasan vergüenzas, se ponen en juego relaciones. Y al final, cuando uno da con el bendito nombre, ya no queda nada por hacer. Tomemos, como ejemplo, el caso que tengo más fresco. Me costó más de la cuenta llegar a En orden de estatura porque en un momento dado, y por primera vez en mi carrera de rotulador, me di cuenta de lo obvio: de que la novela va a ser eso, nada más ni nada menos que eso (que va a ser leída así, que de eso va a tratarse) hasta que yo no esté aquí para saberlo. Yo no sé qué debe hacerse. Aún no he consultado los manuales. Pero siempre he tratado que los títulos le adviertan al lector lo que va a encontrarse cuando pise la primera página. He preferido ser descriptivo a ser ingenioso. Me he sentido más cómodo con lo que he descubierto que con lo que he buscado.Y me he hecho quemar vivo cuando (como con Tic o con Parece que va a llover)

se me ha discutido la efectividad de un nombre en el que creo a ciegas porque me vino a la cabeza mucho antes de escribir la primera línea de la historia. A veces me pongo a pensar en cómo se llaman las novelas que más me gustan, El conde de Montecristo, Alicia en el país de las maravillas, La metamorfosis, para caer en cuenta de que los títulos en realidad son buenos (“aunque nada del otro mundo”, pienso) porque tienen la suerte de pertenecerles a libros tan buenos. Cuando llegan los informes de ventas me digo a mi mismo que El código Da Vinci no vende lo que vende porque se llame El código Da Vinci. Puedo llegar a preocuparme, en suma, por haber puesto un título que haya ahuyentado a un par de lectores. Pero jamás me he avergonzado de mis bautizos. En orden de estatura, decía, es el título que más me ha costado encontrarme por el camino. Quizá porque iba a ser una novela leída por niños, tal vez porque no quería desilusionar a la editora, Cristina Puerta Duviau, que me convenció de escribirla (y que así, de paso, me salvó de irme de mí mismo), tardé meses en entender por qué tenía que llamarse de esa manera. Consulté a la gente que me rodea. Pregunté por ahí. Pregunté por allá. Le puse Cosa por cosa cuando pensé que era una aventura de esas en las que el protagonista tiene la misión de encontrar un tesoro. La llamé El niño viejo mientras creí que era el retrato de un personaje sabio antes de tiempo. Estuve casi seguro de ponerle Todo va a estar bien, una frase mitad triste, mitad esperanzadora, porque me dio la impresión de que era la frase que el héroe del relato se decía a sí mismo todo el tiempo. Y un día, después de ensayar unas cincuenta posibilidades más, la frase aquella del colegio (“fórmense en orden de estatura”) describió mejor que cualquier otra lo que encuentra uno desde la página primera de la novela. Que es, en pocas palabras, el insólito duelo de un niño con gestos de viejo, un niño bajito más niño que los demás, que va por ahí recolectando las cosas que lo hacen ser la persona que es.Y que le pide a Dios, en el entierro de su abuela, que no lo haga nunca más alto que sus papás. Que por favor no les llene de cambios esa familia de tres. Que les conceda el imposible de vivir siempre en orden de estatura. (En orden de estatura, Norma, 2007)

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RodrigoUnaBlanco Calderón larga fila de hombres / Los invencibles Borges dijo que la literatura era un sueño dirigido. Es una definición enigmática y exacta que logra describir un misterio con otro misterio. Digo esto porque sería bueno poder preguntarle al Viejo quién lo dirige y hacia dónde se prolonga ese sueño. Ante esta imposibilidad, no queda otra opción que emprender ese diálogo con los antepasados, la lectura y los anhelos, que es el que me imagino toda persona emprende cuando decide desentrañar la historia que subyace a sus propios textos. La historia es corta pues sólo he escrito dos libros de cuentos. El primero, titulado Una larga fila de hombres, lo veo ahora como un delgado saco de papas que, al engordar, se fue transformando progresivamente en un bolso de viaje. Está conformado por cinco cuentos. Cuatro oscilan entre las diez y las veinte páginas y el último se lleva la mitad del libro. El segundo, titulado Los invencibles, lo veo más bien (quizás porque para el momento en que escribo esto está en proceso de edición) como una bomba de tiempo. Lo conforman seis cuentos con la misma variable, relativa, extensión. Hago mención al número de páginas y al género del cuento porque es lo más concreto que puedo decir sobre lo que escribo. Soy un escritor de cuentos largos. Hablar de los temas que me interesan y de la forma de tratarlos me deja el sabor extraño de las mentiras involuntarias y los recuerdos falsos. Lo del saco de papas viene porque la acumulación y la previsión hicieron posible a Una larga fila de hombres. La comida, por más que no nos guste, es un pecado botarla y a veces el hambre sobrepasa al gusto y uno no sabe cuándo va a querer aquello que antes ha rechazado. Y la escritura, en el fondo, propicia eso: un hambre extraña, muchas veces plagada de sinsabores, que continuamente nos llama. Los textos se fueron acumulando entre los años 2001 y 2005. Algunos ratificaron su condición de insumos para otros cuentos que sólo después podría contar. Mientras que otros, maceración del tiempo y de la corrección mediante, se transformaron en objetos y rastros de otras vidas, muy parecidas a la mía, 46 piedepágina

que me brindaban, sin embargo, la emoción del viaje. Con más miedo y más voluntad (las contradicciones no hacen sino proliferar) me dispuse a la escritura de Los invencibles. Este segundo libro sólo adquirió una orientación definitiva después de escribir el primero de sus relatos, que le da el título al conjunto. A partir de allí, la idea de narrar una serie de victorias pírricas y de héroes derrotados me fue ganando. El azar estuvo de acuerdo y así, entre la intuición y la sorpresa, entre lo que se busca y lo que se encuentra, se acumularon nuevas historias. Esta vez en un período de dos años. Al leer las pruebas de este libro he vuelto a escuchar, una y otra vez, la frase de Borges.Y al escuchar la frase de Borges me he vuelto a preguntar, una y otra vez, quién dirige el sueño de la literatura y hacia dónde. No se trata (¿hará falta decirlo?) de una absurda comparación con Borges. Tampoco de repetir el síntoma manido de “la independencia absoluta que cobran los personajes”, con el que muchos escritores, haciendo gala de una inconsciente hipocondría narrativa, exaltan sus obras, cuando en realidad buscan excusas para tapar ciertas carencias. Se trata de lo imprevisible que anida en la lectura de todo texto y, más aun, en la que hace un escritor (sea poeta, novelista, cuentista) de su propio trabajo. Esa que nos revela, como le sucede al soñador de “Las ruinas circulares”, que nosotros también estamos siendo soñados. Y así, sin habérmelo propuesto, me doy cuenta de que varios de los relatos los he situado en el contexto de dramáticas situaciones de la reciente historia política de Venezuela. Como si en el proceso mismo de soñar esas historias, alguien más, nacido en la fisura que va del pensamiento al lenguaje, hubiera aprovechado de soñar y restituir episodios de la vida de un país que ha sido condenado, con disciplina militar, al insomnio de la violencia, la alarma y el miedo. (Una larga fila de hombres, Monteávila Editores, 2005) (Los invencibles, Random House Mondadori, 2007)


Rodrigo Hasbún Aprendizaje

Esos cuentos iban saliendo solos, era un poco como si ya estuvieran escritos. Posiblemente la distancia ayudaba. No había pudor ni miedo de herir a nadie, podía hablar de su gente y de sí mismo como si todo fuera inventado. De pronto, quizá debido justamente a la distancia, había surgido la necesidad de hacerlo. Esa chica, le preguntó la mujer que lo visitaba a veces, una mujer que tenía novio y una vida hecha, ¿hacía de verdad eso que cuentas? Mucho tiempo antes, en su ciudad, su madre había encontrado casualmente el diario de la criada y le había pedido a él que lo revisara y le dijera luego. Estaba segura de que robaba, necesitaba constatarlo. El diario como compañía y constancia. El diario como álbum privado de momentos que palidecen pronto, que desaparecen antes de que se sepa que desaparecen. En la mayoría de las páginas la criada describía minuciosamente cómo la poseían el portero del edificio y los jardineros y el señor de la tienda de la esquina cuando la familia salía. Después de leerlo, al día siguiente, se cruzó con casi todos ellos. Era raro verlos bajo esa luz. También resultaba inquietante echarse en su cama sabiendo que ahí habían cogido desconocidos. La mujer que lo visitaba a veces, en la ciudad prestada, preguntó entonces, desnuda a su lado, cómo funcionaba el asunto de la servidumbre al otro lado del mundo. Son chicas del campo que trabajan en casas de la ciudad, dijo él. ¿Duermen en esas casas? Había un montón de historias y se perdía en ellas. Su mejor amigo se había enamorado de la suya, su tío tenía una hija con una que trabajó en casa de sus abuelos décadas atrás. También estaban las que envenenaban a las familias y las que en secreto se probaban la ropa de sus señoras y las que trabajaban en combinación con

(Cinco)

ladrones domiciliarios. Muchachas solas y pobres perdidas en casas enormes en las que sí dormían. Pero a él ya no le interesaba contar esas historias, con una bastaba.Y la mujer le decía te vas, te pierdes, y las palabras lo devolvían a ella, lo único que tenía en ese tiempo aparte de los cuentos. Meses después, cuando empezara a sentirla lejos, escribiría uno que por primera vez sucedía en la nueva ciudad. Retrataba el último encuentro de una pareja de amantes. Él era un escritor primerizo, un inmigrante iluso y solitario. Ella una estudiante de Bellas Artes que había empezado a quererlo pero aun así lo abandonaría pronto, porque las mentiras empezaban a pesar y porque el novio empezaba a darse cuenta de las mentiras. Terminó de leerlo y la mujer esta vez no hizo preguntas y más tarde lloró. Es un cuento muy triste, decía, es un cuento horriblemente triste, yo nunca permitiré que nos suceda a nosotros, nosotros jamás dejaremos de vernos. En la presentación del libro que lo contenía y que contenía también el de la criada, menos de un año después, de regreso en su ciudad, pensaba en ella y mientras leía el cuento, la sala expectante, en silencio, la recordaba así, esgrimiendo promesas inútiles, llorando como una niña. Ahora ninguno sabía nada del otro y la gente aplaudió efusivamente apenas terminó de leer. El aprendizaje de ese tiempo, los cuentos que iban saliendo solos. Su cuerpo desnudo, sus preguntas. Su sonrisa. Un primer libro y lo que él jamás dejaría de ver detrás y lo que nadie más vería. De la criada tampoco volvió a saber nada. Hay que ocultarse. Hay que resguardar lo poco que queda. Protegerse. Disimular. (Cinco, Gente Común, 2006) piedepágina 47


Mordzinski foto: Daniel

Ronaldo Menéndez La bestia y el médium

“¿Iban a matarlo? Súbitamente, su mundo se había estrechado tanto que no le cabía la menor duda”. Un ascético profesor de Filosofía del Arte un mal día levanta el auricular y escucha estupefacto un cruce telefónico donde dos hombres mencionan el nombre de su calle, el número de su casa y su propio nombre, Claudio Cañizares, y luego son oscuramente enfáticos ante la necesidad de no mancharse con su sangre. Así me llegó, como si yo fuese apenas un canal de transmisión o un simple ejecutor o médium, el arranque de mi novela Las bestias. El primer capítulo se me vino encima redondo, e inmediatamente el segundo y el tercero, y así sucesivamente: un torrente pasando de mi cuerpo al teclado, del teclado a mi círculo de perplejidad. Cortázar una vez escribió que ciertos cuentos aparecen como una “masa informe”, una latencia o intuición dolorosa donde el autor tiene muy poco que hacer, tan sólo servir de instrumento, valerse de cierta “veteranía” para no falsear Aquello que se agita en la profundidad, al darle forma escrita. Dice Cortázar: “Escribir un cuento así no da ningún trabajo, absolutamente ninguno; todo ha transcurrido antes y ese antes, que aconteció en un plano donde la sinfonía se agita en la profundidad, para decirlo con Rimbaud, es el que ha provocado la obsesión, el coágulo abominable que había que arrancarse a tirones de palabras”. Las bestias, mis bestias, me permitió una experiencia de esa calaña. Tras el primer capítulo mi protagonista decide salir a la calle con el propósito de comprar un arma automática y averiguar quiénes, pero sobre todo por qué, quieren matarlo. Ahí detenido, el médium (yo) se fue percatando de un primer aspecto racional: mi trama algo tenía que ver con El proceso, de Kafka. Claudio Cañizares, como José K, un día amanece condenado, posee una culpa sin nombre y un tiempo que llenar con esa culpa hasta que se le acabe el tiempo. Además, ya existe la sentencia y el castigo acecha: o sea, el castigo antecede a la culpa. Además, tanto Claudio Cañizares como José K toman la improbable decisión de aceptar esas reglas del juego y jugar su baza, aunque el lector (y ellos mismos) intuyan que el fátum cuelga sobre sus cabezas como una espada de Damocles. Se abre entonces un proceso de búsquedas, angustias y bestialización, tratando de eludir lo inexorable. Haber comenzado esta reflexión citando a Cortázar que a su vez hablaba de “ciertos cuentos”, ha tenido no sólo el propósito de ilustrar, digamos, el rapto bajo el cual el médium (yo) dejó que su libro ocurriera; sino también implicar una idea fundamental: esta novela fue escrita como se escriben algunos cuentos. Un crí48 piedepágina

tico una vez afirmó que había mucho de cuento en Las bestias; siguiendo a Henry James, he intentado fomentar una humilde poética: ciertas novelas se alimentan técnicamente del cuento. Copian sus mecanismos de relojería. Cuidan, chejoveando, que si un arma aparece colgada en una pared de la primera página, en algún momento haga fuego. Observan meticulosamente que cada capítulo se asemeje a una pompa de jabón: redondo y tensionado desde dentro.Y que el ritmo, el tempo narrativo, sean diez tanques aplastando al lector. Que se logre con eficacia todo esto es cosa que el lector sobreviviente debe juzgar, y no el médium. Pero como no todo han sido exorcismos en Las bestias, a partir de cierto punto el médium empezó a escuchar al animal letrado que siempre lleva dentro, como un Hyde que de pronto atiende lo que su Dr. Jekyll tiene que decirle. Dr Jekyll (burlón): Estás haciendo, quieras o no, algo muy parecido a una novela negra. Mr. Hyde (alarmado): ¿Qué dices, antipático? Dr. Jekyll: Pues sí, a ver cómo te lo bancas, tú que tanto has descreído de ciertos tópicos de género, ahora no me vayas a decir que esta historia con delincuentes, sociedades secretas, cadena de crímenes y su toquecillo “gore” no es algo... vamos, casi típicamente Black Mask. Mr. Hyde (alarmadísimo): Agggg... Dr Jekyll: No vomites aún, que todo tiene remedio. Mr. Hyde: ¡La pócima! Dame la pócima o te juro que no mato a nadie más en esta novela. Dr. Jekyll: Te aconsejo que tengas claro que lo de novela negra puede ser como un caballo de Troya. Mientras emborrachas al lector con toda la parafernalia, le pasas de contrabando tus “profundas ambiciones artísticas”, tus “patéticas pretensiones de tener algo que decirle al género humano”, ¿me entiendes, alcornoque intuitivo? Lo que quiero decirte es que quizá, sólo quizá, estás fomentando un librito sobre la condición humana, o sea, sobre nosotros, sobre el Raskolnikov o el Mr. Hyde que todos llevamos dentro. Si la vida nos pone una cuchara delante, pues nos tomamos la sopa, pero si nos pone una pistola, ¿qué? Piensa en esto y vuelve a lo tuyo, sujetillo díscolo. Y así siguió Claudio Cañizares por ahí, por esa Habana que nunca se nombra dentro del libro, tratando de resolver el dilema de su muerte. Criando un cerdo en la bañera de su casa.Y escribiendo una tesis acerca de las representaciones simbólicas de la “oscuridad” en el Arte.Y el médium, ahí y aquí, sigue pergeñando el placer de contar ciertas historias y no historias ciertas. (Las bestias, Lengua de Trapo, Madrid, 2006)


Santiago Nazarian Literatura para despertar zumbis

Chego aos trinta anos em 2007 com quatro romances publicados. Posso considerar isso como uma conquista, mas na verdade eu preferia não ter chegado aos trinta anos. Preferia continuar carregando a bandeira de “jovem autor” e esfolando joelhos e quebrando vidraças, porque isso faz mais pela literatura do que qualquer “senhor de respeito poderia”. Hum, ok, meio tola essa filosofia de estilingue, mas é sincera. Quando se é um “jovem autor” referem-se tanto a você como “promessa”, como se você ainda não tivesse entrado no jogo, como se ainda não estivesse no páreo oficial. E, de fato, na literatura, muito pode se ganhar com a maturidade. A ansiedade domada, a estrutura conquistada, pode dar um fundamento ao texto, coisa difícil de ser encontrada por quem tem pouca idade. Mas ao mesmo tempo, algo vai se perdendo, algo vai se degradando; a espontaneidade, talvez, o ímpeto e a coragem. Tantos grandes autores cresceram para se tornarem iguais, repetirem-se, escreverem sempre o mesmo livro. E acho que é obrigação dos novos desafiar paradigmas, romper com o bom-senso, com o bom-gosto. Talvez, a cada romance que eu escreva, bata um sino no meu inconsciente: “como posso fazer para ofender acadêmicos e perder prêmios?” Não sei desde quando –ao menos no Brasil– escritores se aproximaram mais de professores do que de artistas. Escritores se tornaram aliados das instituições. Quero ser aliado dos transgressores, dos agressores, ou ao menos dos estudantes, que vivem esse papel apenas por não ter escolha. Talvez, por essa postura, eu tenha conquistado um público bem jovem: jovens adultos e adolescentes tardios. Ou talvez por eu escrever sobre jacarés assassinos e sapos fumantes. Me interessa a fusão dos gêneros, colocar zumbis num drama afetivo. Colocar pitadas de algo que não seria recomendado num texto verdadeiramente literário. Não por acaso, no final de meu romance mais recente, Godzila destrói a cidade. Chego aos trinta anos em 2007 com quatro romances publicados. E confesso que nos três primeiros ainda me preocupava em

ser tomado como um escritor sério. Abominava a literatura pop. Queria construir algo denso e pesado. Talvez com a maturidade literária, eu tenha apenas me tornado realmente jovem, tenha aceitado minhas referências, meu universo, sem medo ou barreiras para expressar minha arte. Minhas influências literárias vêm muito desse ímpeto jovem de outras épocas, principalmente do romantismo. Da literatura “mal-de-século”. E dos marginais contemporâneos. Não sou um intelectual, não sou um acadêmico (Deus me livre!). Apenas gosto de ler, me interesso por música, cinema e teatro. Estudei piano, mas queria ser como Liszt. Como seria impossível, reservei meus dedos para outras teclas. Minha escolha pela literatura veio principalmente pela independência, a capacidade de trabalhar sozinho, seguindo apenas minhas convicções. Bem, bem, melhor do que continuar lendo sobre mim ou sobre meu “manifesto da imaturidade” seria ler meus livros. Então os apresento brevemente. Olívio (2003): Romance linear sobre um jovem que a partir de uma briga com a namorada vai perdendo tudo o que estrutura seu cotidiano. Acaba conhecendo um misterioso escritor que lhe apresenta um novo mundo, mais denso e mais perverso. A Morte Sem Nome (2004): Romance narrado em primeirapessoa por uma suicida serial, uma mulher que se mata a cada capítulo, e que no capítulo seguinte está viva para se matar novamente. Feriado de Mim Mesmo (2005): Thriller minimalista com um único personagem. Um homem que vive sozinho e trabalha em seu apartamento, mas começa a achar que há alguém mais morando com ele, alguém com quem ele nunca se cruza... Mastigando Humanos (2006): Um romance psicodélico narrado por um jacaré de esgoto, amigo de um sapo fumante e apaixonado por uma vendedora ambulante. Na verdade, uma alegoria sobre os ritos de passagem da adolescência, sobre o adolescente que quer transgredir e conhecer o “underground”. E é isso. Se você for bonzinho, te deixo também ler as tatuagens e cicatrizes sobre minha pele. piedepágina 49


Un abril sin primavera

Santiago Roncagliolo Crecí en una familia de exiliados. Mis compañeritos de juegos eran otros exiliaditos de Chile, Argentina, Centroamérica o Uruguay. Íbamos al colegio con camisetas del Frente Sandinista de Liberación Nacional. Jugábamos a la “guerra popular”. Y sobre todo, aunque las conversaciones de los mayores eran complicadas, entendíamos que algún día haríamos una revolución, fuese lo que fuese eso. Aún era un niño cuando regresé al Perú. Y fue confuso, porque resultó que ya había una revolución en marcha. La realizaba Sendero Luminoso, y no se parecía a las cosas lindas que nos habían dicho de ella. Para la clase media de Lima, la revolución estaba hecha de apagones, miedo, bombas y muertos. Y para los campesinos, de cosas mucho peores. Años después, trabajé como empleado público en una institución de derechos humanos. Hablé con inocentes que cumplían condenas; torturados y familiares de desaparecidos.Y descubrí que el Estado no había sido muy diferente a los revolucionarios a los que supuestamente combatía. Recuerdo la historia de un miembro de Sendero que había asesinado a sangre fría a decenas de personas. Cumplía condena en el penal de máxima seguridad de Yanamayo. Un día llegó la policía a realizar un registro. Este preso se negó a entregarles una pequeña radio que era su único entretenimiento. En respuesta, lo violaron con garrotes policiales. En mi trabajo, informes de ese tipo circulaban frecuentemente, y me hacían cuestionarme a diario la diferencia entre el bien y el mal. Es difícil escoger quiénes son tus asesinos favoritos. Pasé años tratando de decidir cómo escribir al respecto. El horror es un reto difícil para un narrador, precisamente porque comienza donde terminan las palabras.Tardé mucho tiempo en buscar un registro razonable para hablar de lo que sentía, algo que no fuese repugnante ni tuviese moralejas que nadie me había pedido. La solución me llegó de la mano de una película llamada From Hell, con Johnny Depp. La película narraba la historia de Jack el Destripador, y a partir de ella, describía a la sociedad inglesa de finales del siglo xix: una sociedad enferma, que se veía como un elegante imperio victoriano pero se alimentaba de las prostitutas de los barrios pobres. La película estaba basada en una historieta homónima de Alan Moore, que busqué y devoré en una biblioteca pública. Cuando terminé de leerla, supe que yo quería escribir algo así. La sociedad peruana de la que yo quería hablar –y la colombiana, y la argentina, y muchas otras en distintos momentos de su 50 piedepágina

historia– era una sociedad de psicópatas: un mundo en que todos se habían convertido en asesinos en serie, y matar era la única manera de vivir. Así que decidí escribir una historia de asesinatos en serie. Tenía el escenario perfecto para un thriller. Ayacucho, epicentro de la violencia durante los años ochenta, ha sido el centro de muchas revoluciones desde Tupac Amaru hasta la actualidad.Y a la vez, es un lugar muy religioso, y por lo tanto, con una vistosa cultura de la muerte que se manifiesta sobre todo en su siniestra celebración de la semana santa. Hay una noche, por ejemplo, en la que se apagan las luces de la ciudad. Cristo desnudo y ensangrentado es paseado por la plaza en una urna de cristal, y su figura tocada por la corona de espinas parece navegar en la oscuridad, entre las velas blancas de los fieles. Otro día es la procesión de una virgen con el pecho atravesado por siete puñaladas. Realmente, no se podía pedir más para ambientar una historia de asesinatos. Un crimen cada día de la semana santa, y la estructura de la novela quedaba resuelta. Finalmente, necesitaba al investigador. Y entonces surgió el fiscal distrital adjunto de la provincia de Huamanga, Félix Chacaltana Saldívar, un hombre completamente ridículo, que viene de Lima con muchas ideas sobre cómo debería ser el mundo y ninguna sobre cómo es, al que la realidad le estalla en la cara por mucho que intenta no verla. Es decir, yo mismo cuando era empleado público. Creo que las novelas se alimentan de lo que su autor vive, lee e imagina. Y esa combinación de elementos me permitía jugar con mis vivencias personales, mis thrillers favoritos, mi gusto por la sangre y la violencia, y la historia de mi país (en el fondo, la historia de todas las guerras). Había concebido un universo en el que era capaz de moverme con comodidad. Los elementos de ambientación surgían de un modo natural, y la mayoría de los problemas técnicos se resolvían solos. Sabía, por ejemplo, cómo escribiría el fiscal Chacaltana, porque sólo podía hacerlo de una manera. Una mañana, sin pensarlo demasiado –quizá porque llevaba incubando cinco años– abrí mi computadora y escribí: “Con fecha miércoles 8 de marzo de 2000, en circunstancias en que transitaba por las inmediaciones de su domicilio en la localidad de Quinua, Justino Mayta Carazo (31) encontró un cadáver”. Tres meses después, tenía una novela llamada Abril rojo. (Abril rojo, Alfaguara, 2006)


Mitidieri foto: Giuliana

Slavko Zupcic Te dejo los chamos

–Te dejo los chamos –fue lo único que me dijo Giuliana cuando llegué del hospital. –¿Qué? –intenté protestar o, en todo caso, evidenciar mi cansancio: no sólo había visto diecinueve pacientes sino que además, con el carro dañado, había pedaleado cincuenta y cuatro minutos: veinticinco de ida y veintinueve de regreso. Nada de nada. La única respuesta que recibí fue la del motor de su carro. –Ugrrrrrrrrrr –refunfuñé mientras caminaba apesadumbrado hacia la cuna de Letizia. Mi tarde tenía entonces la peor pinta posible, pero igual debía escribir el artículo para el periódico. –Jujujú, ñañañá –me dijo sonriendo Letizia, que entonces tenía siete meses y cuatro días. Yo le respondí tarareándole la canción del Miss Venezuela: –En una noche tan linda como ésta, cualquiera de nosotras... La saqué de la cuna y abrazándola caminé hacia el cuarto de Alessandro, que estaba construyendo un palacio medieval. –Hola, guapo, ¿cómo estás? Sus cuatro años caminaron hacia mí y, como yo me agaché, pudimos darnos un beso, un beso de tres. En apenas un segundo, la situación había cambiado y ahora lucía inmejorable. Inmediatamente volvería a cambiar. –Papi, ¿cómo se dice alcorcón en inglés? Obviamente no respondí. Más bien intenté ganar tiempo y llevármelos a los dos al rincón de la computadora. –Vamos con papá que tengo que escribir un artículo para el periódico.

(De cómo y en compañía de quién comencé a escribir Giuliana Labolita)

–¿Un artículo de qué? –preguntó Alessandro. –Apap, apap –se manifestó Letizia. –No lo sé todavía. Quizás un artículo sobre escritores. No había terminado de decirlo cuando Letizia comenzó a llorar. Alessandro tampoco estaba de acuerdo. –Si es sobre escritores fastidiosos, no. Yo quiero que escribas una cosa divertida. –Apap, apap. –Pero es que es para el periódico. –No importa. Tiene que ser algo con una detective y un niño que ya sabe leer –exigía Alessandro, como si estuviera comprando dulces en la panadería. –Apap, apap. –¿Y que la detective se llame Giuliana y sea gordita? –insinué para al menos vengarme de la madre de las criaturas. –Puede ser aunque mamá no es gordita –me atajó Alessandro–. Pero igual el apellido puede ser Labolita, Giuliana Labolita. –Apap, apap –resopló Letizia. –¿Y que el niño sepa mucho como tú y hable al revés como Letizia? –vendí esta otra idea, como quien no quiere la cosa. –Apap, apap –Leticia movía la cabeza y los piecitos, como si estuviera bailando hip-hop. Así hace cuando las cosas le gustan. –Molt bé –dijo Alessandro a quien, era evidente, alguna compañera del colegio ya le hablaba en catalán. –Está bien –zanjé la discusión–. Ya lo tengo, voy a escribir un libro que se llame Giuliana Labolita. El caso de Pepe Toledo. (Giuliana Labolita. El caso de Pepe Toledo, Ediciones B, 2006) piedepágina 51


Sterzi foto: Eduardo

Veronica Stigger

O trágico e outras comédias - Gran Cabaret Demenzial Meus dois livros foram escritos simultaneamente às pesquisas para a minha tese de doutorado (defendida em 2005), na qual estudei a relação entre arte, mito e rito na modernidade, a partir do exame de obras de Piet Mondrian, Kasimir Malevitch, Kurt Schwitters e Marcel Duchamp. O primeiro deles, O trágico e outras comédias (Coimbra: Angelus Novus, 2003; Rio de Janeiro: 7Letras, 2004), foi escrito concomitantemente à primeira fase da pesquisa, à fase em que me dediquei a estudar os mitos e os ritos. Talvez por isso eu veja nele ecos das leituras daquele período, mais especificamente, das transcrições e análises de mitos sul e norte-americanos feitos por Lévi-Strauss na sua tetralogia, as Mitológicas (sou fã dos Bororo). A estrutura das narrativas assume freqüentemente uma certa feição mítica. Nos contos d’O trágico, a história costuma estar centrada num personagem, que é apresentado deliberadamente sem qualquer profundidade psicológica. Este personagem realiza uma ação ou uma série de ações que só adquirem sentido dentro de uma dada realidade –a realidade intrínseca ao próprio personagem–, que se constitui como uma realidade paralela à nossa realidade. Esta realidade paralela, como a realidade dos mitos, apenas tangencia a nossa realidade: uma nunca coincide integralmente com a outra. As atitudes dos personagens correspondem muitas vezes às lógicas imprevisíveis dos mitos ou parecem seguir as regras de um ritual que, no entanto, permanece desconhecido para os leitores –e mesmo para mim.

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No meu segundo livro Gran Cabaret Demenzial (São Paulo: Cosac Naify, 2007), percebo ecos das pesquisas para o doutorado que desenvolvi em Roma. Neste período, passava os dias nas bibliotecas romanas lendo sobre as vanguardas históricas européias e sobre os quatro artistas que resolvi estudar. Li muitas revistas de vanguarda, em que eram publicados os manifestos futuristas, dadaístas, surrealistas. E li também muitas descrições das agressivas, rebeldes e engraçadíssimas noitadas desses movimentos de vanguarda, principalmente das soirées dadaístas. Acho que o Gran Cabaret tem um pouco deste universo. A própria organização do livro na forma de um “cabaret” já deixa ver que ele tem um quê desses espetáculos: numa mesma soirée, um número de dança era seguido da recitação de um poema sonoro, que era sucedida por uma performance musical, que era substituída pela leitura de manifestos e de outros pequenos textos, e assim por diante. O Gran Cabaret alterna textos mais longos com textos curtíssimos, como se estes fossem vinhetas ou esquetes entre os números. Nele, há textos de diferentes formatos: contos, poemas, uma peça de teatro. Embora –é bom dizer– eu os veja todos como respondendo a um mesmo princípio narrativo, que é o do conto. Em síntese, eu diria que o Gran Cabaret Demenzial é, antes de tudo, um livro de contos, mesmo que estes contos adquiram, por vezes, a forma de poemas ou de uma peça, de uma notícia ou de uma palestra, de anúncios “publicitários”... (O trágico e outras comédias, Angelus Novus, 2003) (Gran Cabaret Demenzial, Cosac Naify, 2007)


Yolanda Arroyo Pizarro Ojos de Luna

Pujo coágulos como palabras y palabras como coágulos. Me acaricio el vientre, intento subsanar el embate de los cólicos. Sacar algo del cuerpo tan adherido a uno siempre duele un poco, pero de vez en cuando también se sonríe uno, quizá por la tranquilidad que da el expulsarlo, algo así como un exorcismo combinado. He sonreído al excretarlo. Ojos de Luna es el título de mi tercer y próximo libro de cuentos que saldrá en breve con Terranova Editores. Fue creado y provocado por la inquietud de explicar la existencia, de entender lo que mis sentidos perciben, de cocinar los ingredientes que poco a poco la vida me va otorgando. El libro es un mapa de un mundo que aunque antiguo, es novedoso. Es un descubrimiento de las crisis, de las miserias, de las marginalidades. Cuando escribo me quedo inmersa en la historia, paso días deambulando por los universos a los que soplo con polvos mágicos y que despierto para que me abacoren y me posean. Me obsesionan los temas desde la perspectiva femenina cuando las mujeres son reprimidas por las circunstancias. Algo en mí quiere salir y luchar en sus pieles y es por eso que creo y recreo estas existencias que debieron tener coraje, rabia, arrojo, que debieron ser contestatarias, dar golpes, vengarse. Tengo algo de niña cuando escribo, me gusta pensarme ingenua en el ejercicio literario, juguetona, esperando siempre la sorpresa que me van develando las palabras. Ojos de Luna es a veces una radiografía de gente que menstrúa y que se niega a los convencionalismos, a seguir papeles en una sociedad controlada por la testosterona.Varios de mis cuentos tocan el tema de romper los moldes de manera directa, otros lo hacen de forma sutil, pero en definitiva hay un rebelarse, una protesta que se propone rechazar roles. Fue curioso porque no elegí escribir sobre nada de esto, el tema me eligió a mí y se fue aderezando a lo largo de cada escrito. También hay relatos sobre hombres en el borde de los linderos tradicionales, como es el caso del cuento “Pollitos de Colores”. Uno de mis favoritos es el cuento “Claro” que juega con la pieza “Claro de luna” de Debussy a modo de un ritmo llevadero de destinos, en un agüero que protagoniza una mujer dedicada a contratar muchachos vírgenes para satisfacer sus deseos sexuales y llenar una ausencia de afectos. También trabajo con los relatos históricos muy deliberados, ese es el caso de los cuentos “Los ojos de la luna”, “Saeta”, “Especias del Medioevo”, “Sin Olas” y “Alborotadores”. Sin embargo,

mi propuesta no es un libro de historia, y como dice Vargas Llosa, he trabajado sobre la historia con la libertad de la que se apropia un escritor. Al igual que él en La fiesta del Chivo, creo haber seguido con fidelidad los grandes lineamientos históricos, pero en los detalles me he tomado licencias, he cambiado, añadido, alterado con toda la independencia que la ficción me da permiso. Esta obra tiene y no tiene de mí, de mis dolores, olores, de mis malestares, de mis miedos, de hecho es como un vitral. Trato de mostrar las historias distorsionadas por los prismas, formadas por una red de perfiles, de trozos de vidrio con colores diferentes y distintas texturas que se insertan en él y que al final de cada lectura refractan la luz. La luz que lo atraviesa y que produce sensaciones: sentimientos, impresiones, apasionamientos, desatinos, desdén. En Ojos de Luna he arrastrado las ideas y las similitudes de un universo confuso y nada equitativo, he plasmado injusticias, iniquidades, desafuero. Lo he vestido del tema de los ciclos lunares y de cómo afectan las vidas de ciertas personas, sus mareas, la longitud de los marullos y la largura de los arrecifes que contrastan y contrarrestan.Trato de ser un simulador que recrea la sustancia de lo vivido y que, cuando puede, lo rectifica. La escritura de Ojos de Luna me ha permitido la reconciliación del alma con las anomalías que va hallando el cuerpo en dimensiones más físicas y menos espirituales. Significa para mí la conversión literaria en ejercicio activo, vivo, delatando un mejor manejo de las diferentes situaciones encontradas en nuestro camino, o en el de los personajes. Cuando no podemos remediarlas, al menos nos queda el sabor de haber esgrimido en papel lo que nuestro ejercicio mental bien ha deseado como posible solución. La palabra escrita me da una alegría que sólo se compara al acto de la gestación. Escribir para mí es ir permitiendo una criatura en mis adentros para luego verla parida. Escribo para conocerme, para acordarme de mí y de los otros, para concentrarme en lo paradisíaco e ignorar la frivolidad del planeta. Escribir este libro me ha hecho sentir más viva que nunca. Ojos de Luna es plegable, como los nuevos artefactos que se usan para construir ciudades diminutas. Así que indudablemente es un juguete. Creo fervientemente en el juego a la hora de escribir, en meter la pata, en ser espontánea. Este libro tiene historias que se han gestado mientras duermo, mientras conduzco, mientras leo, mientras hago el amor. (Ojos de Luna, Terranova Editores, 2007) piedepágina 53


Wendy Guerra

El trauma de escribir diarios

I El trabajo de convertir el Diario de apuntes en novela resultó desgarrador porque nunca me fueron regresados esos diarios hasta la muerte de mi madre. Esos eran propiedad de ella, los escribí porque me lo rogó durante toda mi infancia. Cuando perdió la memoria no pudo responderme sobre su paradero y poco a poco mientras dividía los libros, los clasificaba y ponía en orden sus cosas, aparecieron como por arte de magia en la barbacoa de la casa. Dos años más tarde, cuando le diagnosticaron alzheimer, pensé en escribir sobre nosotras pero me daba pánico enfrentarme a todo lo que habíamos vivido en provincia, que era de lo que, pensaba yo, se trataba todo aquello. No soy valiente y nunca he querido serlo, escarbar dentro de mí me atemorizaba demasiado. Finalmente junto a mi prima Olga abrimos los Diarios originales y al leerlos en el verano del 2004 nos parecieron de una lucidez desgarradora. Demasiado para una niña tan pequeña. Era como llevar un paquete de tierra a mis espaldas. Yo pensé que todo ese lastre había que soltarlo de golpe.Tenía dos salidas: tragarme todo aquello o soltarlo y manipularlo un poco dentro de ciertas leyes narrativas posibles para una voz que se interroga asuntos desde los ocho años. Finalmente dejé la historia que yo conocía limpia, como una columna vertebral, y mientras me dictaba la voz de la niña la transformaba y hasta le censuraba algunas cosas, ya no por miedo, pues estaba metida hasta el cuello en la labor de salvamento personal. Se trataba de verosimilitud, la niña real, yo misma en mi propio papel, decía cosas que a veces si las dejaba parecían construidas para un lector que soltaría el libro de inmediato pensando que se trataba 54 piedepágina

de una verdadera estafa. Sobre la adolescencia intenté conducirme cuidadosa en la traslación. Amo a la mayoría de los seres a los que me refiero, les cambié el nombre, les maquillé sus bordes, un poco, los puse en situaciones de las que pudieran salir ilesos, las heridas me las dejé todas a mi, ya estaba curtida y podía aguantar firme hasta el punto final. II Pensé que ella y yo podíamos haber crecido en esa dirección: Diario y mujer, persona y personaje, historia y ser. Pero esa niña que estaba en la primera parte se volvió, desgraciadamente y a mi pesar, otra persona y no pude desarrollar robustamente una novela enorme en el tono de la primera parte, que es sin dudas, mi favorita. III No puedo separar mi vida del Diario, la literatura de la vida, los personajes de mí. Es como quien dice pasar del calor al frío sin estaciones intermedias. Las herramientas humanas con las que trabajo son: mi propia vida y todos mis afectos, lágrimas, deseo, sexo, miedo, piedad, dolor, ira, abandono. Uso para este Diario el universo de cualquier niño o adolescente, la diferencia radica en que este libro poso para el lector y todo transcurre en un país socialista. Para el que nos desconoce es bien raro meter las narices en un mundo tan distinto. En cambio, para mí lo que sería raro es escribir desde un mundo occidental que me es ajeno. Esta soy yo y esta es mi alma.


IV Yo soy adicta y deudora de toda la plástica cubana de los setentas y ochentas, por eso Nieve es una artista plástica en la trama, me adherí a ellos por pura afinidad; mami estudió pintura en el primer grupo que inauguró la Escuela Nacional de Arte (ena) y conocí a los grandes que ya no están, luego me enamoré y viví lo que se pudo en aquellos días de la diáspora, intensos y fugaces. Se sienten así con sólo recorrer la sala de Arte Contemporáneo del Museo de Bellas Artes en Cuba o cualquier salón referente al tema por los museos del mundo contemporáneo. Cuando era muy chiquita recuerdo el espíritu que dejó Ana Mendieta a su regreso a la isla, intentando recuperar una identidad internándose en la tierra, literalmente. Más tarde me fascinaron los performance como estado de expresión y con todo el respeto que a ello le debo, lo relaciono en gran medida con mi entrega ciega a la exposición humana, me siento que dentro de Cuba y dentro de mí la única respuesta personal que existe es la de una completa entrega física y mental a un largo entrenamiento de apnea donde vivir y escribir será la documenta de un resultado visto desde el arte, como le llaman los pintores hoy, a una cultura de ofrecimiento al observador. Lo que hago, siento, se trataría de un largo performance literario. Una actitud literaria en movimiento. Un estado de convivencia riesgosa, plástica, dilatada que, al contarla, me hiere y mucho, soy débil cuando soy tocada por el dolor pero he decidido entregarme a mi trabajo con mucha pasión. Así como hay artistas que se mutilan delante de una torre y son documentados, así otros que mueven montañas a cubos de tierra, así como hay reporteros que hablan desde latitudes en conflictos y queda esa documenta para el otro, así voy dejando mis pedazos sobre el papel, conociendo claramente que lo humano está siendo trastornado, tocado por mí y desde mí. Ojo Pinta: conozco perfectamente que eso tiene un precio y lo pago. La premisa fundamental del ejercicio: Que mi discurso no hiera a terceros, pero yo me siento un poco magullada. Dijo Dulce María Loynaz: “Tengo el alma demasiado a flote y puedo ser herida con facilidad”. Ese es mi caso, pero, igual la cuchilla sigue al viento, no voy a poder olvidar el dolor, prefiero hacerlo evidente y reproducirlo como una experiencia que proteja a otros, para mí es tarde. No hay protección posible para el cuerpo ni para el alma. Apaga la luz y vamos a escribir. V No reconozco en mí el rencor, ni el odio, ni el pase de cuentas, mucho menos la muerte de una génesis. Nada que me ha dado lo que tengo hoy puede ser descartado porque me contiene, soy testigo y olvidarlo es un error que lamentaré. Los que han querido olvidar siempre encuentran alguien que les recuerda algo. No puedo independizarme de lo que he sido, aunque me lastime. El parricidio comprende la muerte. He tenido la muerte demasiado cerca con la experiencia de mi madre. He tocado la muerte por enfermedad, no pude ganarle la batalla y no lo soporto, me sobrepasa, me tiene aplastada. Hubiese querido no responder esta pregunta, pero se trata del Diario y no le miento a mis Diarios. En mis Diarios está la literatura de mi vida y no puedo hacer borrón y cuenta nueva. Cambiaría todo por ser feliz, cambiaria una infancia fuerte por una infancia normal, cambiaría el miedo por la despreocupación pero no cambiaría una obra de mi padre, un poema de mi madre, una lágrima de ella a cambio de no haberlos tenido. A pesar del vacío, yo soy ellos en sus defectos y virtudes, desastres y aciertos de mi país y de mi génesis, no me considero mejor que todo eso, mucho menos en el plano creativo. Hoy me gusta conservarlos en mis gestos, en una palabra, en ese libro que se lanza desde España y que tiene tanto de ficción como de realidad. (Todos se van, Bruguera, 2006)

Edmundo Paz Soldán Escritor y profesor de literatura ¿Qué opina de la selección de Bogotá 39? No conozco a todos los autores. Sí conozco a más de la mitad; todos los que conozco merecían estar en la selección. Me parece una selección bien representativa, que ha tratado de ser lo más abarcadora posible. ¿Qué autores y qué obras de los seleccionados recomendaría y por qué? Hay muchos libros que podría recomendar, pero en este momento mencionaré sólo los que más me han impactado recientemente. En novela, Historia secreta de Costaguana, de Juan Gabriel Vásquez. Es una novela redonda, que se atreve con la historia colombiana del siglo xix con una mirada nueva. En cuento, Cinco, de Rodrigo Hasbún. Tres de esos cuentos son sencillamente perfectos. En Hasbún hay algo de la malicia de Onetti, más el mundo asfixiante de ciudad chica de Puig, cruzado con su lectura de Carver. ¿Qué autores que han debido entrar están fuera? ¿Por qué han debido entrar? El primer nombre que se me viene a la cabeza es la chilena Lina Meruane. Una escritura que trabaja mucho con el lenguaje, que tiene un toque experimental y una gran fuerza narrativa. Otro es el mexicano Ignacio Padilla, uno de los que ha roto esa conexión tan fuerte que existe en la literatura latinoamericana entre la nación y la obligación de narrarla. Padilla se anima a ambientar sus novelas y cuentos en el África, en Nepal, en Europa central, y generalmente sale airoso del desafío. *Edmundo Paz Soldán nació en Cochabamba, Bolivia (1967). Es profesor de literatura hispanoamericana en la universidad de Cornell (Ithaca, Nueva York). Tiene varias novelas y libros de cuentos publicados, entre los que destacan Río Fugitivo (1998) y El delirio de Turing (2003). http://www.edmundopazsoldan.clubcultura.com http://riofugitivo.blogspot.com/

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Dos miradas desde Argentina a Bogotá 39 Por Eugenia Zicavo

Por Jimena Néspolo

Son jóvenes. La cronología no deja lugar a dudas: la moratoria vital está de su lado. Los autores seleccionados en Bogotá 39 entraron por ley de cupo: los de menos de 40. Los elegidos que integran el dreamteam argentino fueron Andrés Neuman (1977), Gonzalo Garcés (1974) y Pedro Mairal (1970). De ellos sólo el último (autor de Sabrina Love, novela llevada al cine por Alejandro Agresti) reside actualmente en Argentina. Tanto Garcés como Neuman hace tiempo están radicados en Europa (uno en Francia, otro en España) y su éxito más bien resuena desde los altavoces del Viejo Continente: en Argentina, no son necesariamente los autores más conocidos ni mucho menos los más leídos de su generación. De la elección bogotana surge cierto eurocentrismo, el de la literatura que llega desde los suplementos culturales españoles, el de los preferidos de Babelia.Y no es que Neuman o Garcés no tengan merecido su lugar en la selección, pero su visibilidad internacional indica que los autores que logran trascender los límites locales son aquellos que ya han cruzado otra frontera: la de su país natal. Actualmente en Argentina existe un gran número de editoriales independientes que publican a autores jóvenes (Interzona, Entropía, Eloísa Cartonera, entre otras) y que han ido ganando prestigio gracias a la calidad de sus catálogos. Mientras tanto, las grandes casas editoras suelen apostar a los nuevos narradores siempre y cuando vengan de a muchos, en antologías, en extractos de esas “jóvenes promesas” que aún no enfrentaron la prueba del tiempo. En 2000 Tusquets publicaba La selección argentina, a cargo de Sergio Olguín, con autores que entonces tenían menos de 40 y que hoy son firmas de renombre como Carlos Gamerro, Rodrigo Fresán o Claudio Zeiger. Seis años más tarde (casi una generación en términos sociológicos), Norma publicó La joven guardia – Nueva narrativa argentina, con selección de Maximiliano Tomas, en la cual se dieron cita, entre otros, dos de los elegidos de Bogotá 39: Garcés y Mairal. Este año los jóvenes siguen pidiendo pista y en julio aterrizaron en librerías con dos nuevas antologías temáticas: una sobre los barrios porteños, Buenos Aires / Escala 1:1 (Ed. Entropía, compilado por Juan Terranova) y otra sobre sexo, En celo (Ed. Mondadori, a cargo de Diego Grillo Trubba).Y aunque algunos autores se repiten en las distintas compilaciones (las amistades generacionales también hacen lo suyo al momento de elegir) el escritor omnipresente –y el gran ausente de Bogotá 39– es Washington Cucurto (1973), quizás el único de su generación que supo inventar una poética a su medida: el “realismo atolondrado”, su indudable sello de autor. Cucurto, que comenzó en Interzona y hoy publica en Emecé, es además fundador del sello Eloísa Cartonera, que edita a autores noveles y consagrados en libros de cartón con tapas pintadas a mano. Con su universo de cumbia y morochas dominicanas –y arrastrando igual número de seguidores y detractores– a sus 34 años Cucurto es dueño de un estilo inconfundible, provocador, guarro, que es lo más original de la nueva narrativa vernácula. Es, sin duda, el autor argentino que no debía faltar en esta selección sub-40. Una deuda pendiente, que quedará para la próxima.

Observada con distancia, buena fe y muchas peores intenciones la selección de 39 autores propuesta, más que grandes obras o hipérbólicas apuestas, lo que se hace evidente hasta para el más benévolo de los lectores es la presencia de grandes sellos editoriales imponiendo el levante. Si en los sesenta había editores de la talla de Paco Porrúa (Sudamericana) –que supo oler la grandeza de un Gabo en las diez primeras páginas de Cien años de soledad, sospechar la gran renovación del artefacto novela que traería aparejada la publicación de Rayuela de Julio Cortázar o entrever la suma y refrescante irreverencia de un Manuel Puig–, hoy ­todos sabemos que los cafiyos del marketing que regentean los grandes sellos editoriales entienden tanto de literatura como mi tía Pocha; quien murió de una intoxicación severa por consumir de manera sostenida y flagrante las novelas de Paulo Coelho, Ángeles Mastreta e Isabel Allende. Pero volviendo a los 39 y a su arbitrariedad numérica, si de importantes obras –y no figurines y/ o sellos– habláramos, con apenas quince o –digo más– diez autores podría trazarse el promisorio futuro de las letras latinoamericanas. Pero la cantidad hace al bulto y como todos sabemos que el futuro es nuestro pero no encontramos –hoy por hoy– grandes obras, más nos vale ser generosos no sea que nos quedemos cortos y alguno de estos chiquilines pinte mañana con una novela –una “gran novela”– que tenía escondida. Pero yo les anuncio –queridos y expectantes amigos– que de muy pocos, quizá de ninguno de los 39, pueden esperar –con chance de tener éxito– la novela, “la” literatura que deseamos... Esa que entendemos como el mayor acto de emancipación, en y a partir del lenguaje, al que puede aspirar el hombre; esa aventura conmovedora y riesgosa que modifica, en su época, las coordenadas de lo sensible. Una literatura así soñada no será nunca la patria de los escritores débiles, pusilánimes, hedonistas y holgazanes, conformistas o delicuescentes, incapaces por cobardía o negligencia… Lo más interesante de la literatura latinoamericana sucede, mayormente, hace casi dos décadas, en los pequeños sellos editoriales –¿hace falta aún decirlo?–, y tiene los mismos brillos fatuos que el adusto crepitar de un leño en la lejana hoguera.

* Eugenia Zicavo es socióloga y periodista. Escribe para distintos medios de la Argentina y el exterior, entre ellos la revista cultural Lamujerdemivida, Suplemento Cultura del diario Perfil, la revista Hecho en Buenos Aires y el diario La República (Uruguay). 56 piedepágina

* Jimena Néspolo nació en Buenos Aires en 1973. Es profesora, licenciada y doctora en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Actualmente colabora con artículos de crítica literaria y cultural en distintas revistas especializadas del país y extranjeras.


ilustraci贸n: Manuel

G贸mez

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Notas mexicanas sobre una apuesta crítica Ignacio M. Sánchez Prado

ilustración: typozon

Reflexión a partir de la obra de los mexicanos escogidos para Bogotá 39 Cualquier tipo de crítica o selección sobre literatura “joven” lanza los dados con el afán de ganar dos apuestas precisas: la definición estética del futuro inmediato y, a partir de ella, la filtración de una masa considerable de autores noveles que pueblan los medios literarios de todos los países. La selección de Bogotá 39, que utiliza dicho número para determinar tanto la cantidad de autores como la edad máxima para ser parte de ella, es la instancia más reciente en este tipo de ejercicios, un intento de contestar la interrogante planteada en la parte más alta de su página web: “¿Hacia dónde va la literatura latinoamericana actual?”. Más allá de la arrogancia implícita en dicha pregunta –y en todo ejercicio de crítica literaria–, la lectura de dicha lista desde alguno de los países involucrados –México en mi caso– genera la indiscutible necesidad del signo de interrogación, la pregunta sobre una perspectiva que hizo una selección que, desde el lado nacional, parece representar de manera parcial la realidad y, ni se diga, el futuro. México es un país donde la literatura “joven” tiene una estructura institucional sin paralelo en el continente. El Programa Cultural Tierra Adentro ha venido publicando los últimos dieciocho años una serie editorial dedicada a autores menores de 35 años, que a la fecha cuenta con 330 títulos. Estas ediciones, que incluyen una revista, constantes antologías y una considerable cantidad de premios literarios, han abierto las puertas a una gran cantidad de jóvenes escritores a los que después se les otorga la complicada misión de hacer carrera “adulta”. El corte impuesto por Bogotá 39 se ubica, en el caso mexicano, precisamente en estos momentos de filtración, donde los segundos y terceros libros y la participación de escritores en ámbitos nacionales y regionales hacen indiscernible el marasmo escritural posibilitado por nuestras instituciones culturales. Esto provoca que varios escritores fundamentales de la literatura mexicana actual, como Pedro Ángel Palou (1966) o Cristina Rivera Garza (1964), quienes han descollado de manera particular en los dos últimos años, queden fuera. El punto es que, si hacemos una lista de los escritores que han encontrado un lugar prominente en los últimos dos años, los que realmente están haciendo el “futuro” de la literatura mexicana pierden el corte, oh arbitrariedad, por un par de años. De esta manera, los cuatro elevados al Partenón continental son escritores en niveles muy diferentes de relevancia para la literatura mexicana y, por ende, pertenecen de maneras muy distintas al posible canon futuro de la literatura. El indiscutible de la selección es Jorge Volpi, quien, más allá de las afinidades estéticas que cada quien tenga con su obra, ha sido sin duda el escritor líder de su generación. Las novelas fundamentales de Volpi, El temperamento melancólico y En busca de Klingsor,

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abrieron una avenida completa en la literatura latinoamericana, la defensa a capa y espada del derecho de los escritores de la región a la ciudadanía cultural occidental y a la literatura sin adjetivos. Esta postura ha beneficiado a muchos escritores de Bogotá 39, como el ecuatoriano Leonardo Valencia, cuya novela El desterrado, de raigambre italianizante, logra emerger y ser publicada en un país fuertemente cargado de regionalismos, gracias al cosmopolitismo que el Premio Biblioteca Breve afirmó en la obra de Volpi. Aquí cabe mencionar que la elección de Volpi acarreó una exclusión injusta, la de Ignacio Padilla (1968). Aunque quizá el criterio fue de simple contigüidad –como Volpi, Padilla es miembro del crack–, Padilla es, quizá, el mejor prosista de la literatura mexicana contemporánea. La traducción inglesa de su novela Amphytrion, con la que obtuvo el Premio Primavera de Novela, fue objeto de una reseña de Barry Unsworth, el comentario más elogioso que ha recibido un mexicano en el New York Times en las últimas dos décadas. Asimismo, como lo demuestra su más reciente obra La gruta del toscano, el ejercicio del cosmopolitismo cultural que Padilla ejerce lo lleva a avenidas más complejas que las exploradas por Volpi y, si hablamos de una apuesta al futuro, Padilla tiene, por lo menos, un lugar tan prominente como Volpi en dicha discusión. Álvaro Enrigue, por su parte, es un ejemplo de un autor que ha tenido momentos intermitentes de consagración literaria. Su carrera inició de manera intempestiva a mediados de la década de los noventa, cuando su novela La muerte del instalador fue galardonada con el Premio Joaquín Mortiz de Primera Novela. Después de dos libros de poca circulación y estética algo extraña (Virtudes capitales y El cementerio de las sillas), Enrigue fue catapultado de nuevo a la fama gracias a la publicación en Anagrama de un notable libro de cuentos, Hipotermia. A diferencia de Volpi y Padilla, que apuestan a la gran tradición occidental, la obra de Enrigue pertenece más bien al canon de cierta escritura “menor”, a las obras escritas con solvencia y elegancia pero que evaden las grandes preguntas estéticas y culturales. Hipotermia, por ejemplo, narra en muy talentosas estampas la vida de un latinoamericano en la universidad norteamericana, así como los devaneos de un mexicano en el Perú. Sin tratar el exilio con la profundidad espiritual de la tradición latinoamericana, Enrigue ha demostrado en varios de sus textos un gran talento en plantear un asunto esencial en la literatura futura: el desencuentro. Si la obra de Jorge Volpi es una literatura de la ciudadanía cultural universal, la apuesta por Álvaro Enrigue pone en la mesa a su antípoda, al escritor menor que narra desde una posición siempre fuera de lugar. En estos términos, la presencia de un narrador más clásico


como Enrigue hace muy notable la exclusión de algunas de las frontera con los Estados Unidos. Si bien la literatura de la Ciudad apuestas estéticas más arriesgadas e interesantes, a mi parecer ex- de México ha tenido un lugar preponderante, a cualquier lector cluidas debido a su falta de reconocimiento fuera de círculos es- mexicano le queda claro que el norte es un lugar fundamental trictamente mexicanos. Un ejemplo de esto es José Ramón Rui- de enunciación narrativa. La ausencia de escritores como Yuri sánchez (1971), quizá el narrador más original de su generación. Herrera (1970) o Heriberto Yépez (1974), por mencionar sólo Aunque sus novelas han aparecido en editoriales mexicanas (como dos de la pléyade fronteriza, es sintomática del hecho de que la Océano México,Tierra Adentro, Joaquín Mortiz y Colibrí), la obra apuesta de Bogotá 39 ha sido muy tímida con espacios innovadode Ruisánchez tiene una relevancia estética mayor a la de muchos res y dinámicos de la literatura mexicana y latinoamericana conde los textos publicados. Ante un cierto estancamiento entre las temporánea, apostando a un canon demasiado canónico. narrativas occidentalistas y las literaturas menores que he descrito Para concluir, creo necesario plantear tres interrogantes al imhasta aquí, novelas como Remedios infalibles contra el hipo y Como pulso de Bogotá 39 que, desde el mirador proporcionado por la dejé de ser vegetariana rompen con muchos de los moldes narrativos literatura mexicana, permiten un debate más amplio respecto a su agotados en la literatura latinoamericana y apuestan por una serie afán canonizador. Primero, creo que el privilegio a autores que, en de recursos más bien raros, como el humor y la narrativa rizomá- su mayoría, están consagrados por el aparato editorial transnaciotica. Si la pregunta es por el futuro de la literatura latinoamericana, nal es sintomático no sólo de que el acceso a los libros en Colomuno de los mayores pecados de la lista que tenemos enfrente es la bia tuvo mucho que ver en la selección, sino también de la idea afirmación de novelistas que, en general, tienen propuestas poco de equiparar el éxito editorial con la relevancia estética. Muchos innovadoras a nivel estilístico y narrativo. de los escritores fundamentales del país, los que realmente están Una excepción a lo anterior es Guadalupe haciendo olas en las estéticas de la narrativa Nettel, la única mujer de la selección. Nettel es La apuesta de Bogotá 39 mexicana, como Eduardo Antonio Parra o autora de una novela de consecuencia, El huésped, José Ramón Ruisánchez, nunca han sido ha sido muy tímida con una narrativa de terror que la hizo merecedora a publicados fuera de México. Un esfuerzo de una mención en el Premio Herralde. Aunque se espacios innovadores y consagración como Bogotá 39 requeriría de trata sin duda de una novela estupenda y original, dinámicos de la literatura un diálogo crítico entre las tradiciones nacioapostando, como muchos de los autores más innales y las regionales para que una selección mexicana y teresantes de nuestros días, a la novela de género, así sea resultado de una conversación literaria llama la atención que, más allá de este libro, latinoamericana y no de circunstancia editoriales. Segundo, me Nettel carece de una obra de la extensión de contemporánea, parece imperdonable que, a estas alturas, una casi cualquier otro autor de la lista. Quizás selección de esta naturaleza no incluya de maapostando a un canon el jurado pensó que una novela sola amenera diferenciada a los latinos de los Estados ritaba la mención y que era necesaria demasiado canónico. Unidos. Si bien autores como Junot Díaz o la inclusión de una mujer, pero, comDaniel Alarcón están presentes, su adscripparada con autoras como las cubanas Ena Lucía Portela y ción a la República Dominicana y Perú, respectivamente, falsifica Wendy Guerra o la uruguaya Claudia Amengual, los méritos de su rol en la literatura latinoamericana. Precisamente lo que hace a Nettel parecen no pertenecer del todo a la lista continental. Quizá ambos tan relevantes es su capacidad de operar desde los Estados Nettel tiene una gran obra en el tintero y quizá su elección se Unidos y de plantear una noción radical de literatura desde el debió a que Cristina Rivera Garza, indiscutiblemente la mejor bilingüismo. Finalmente, creo que queda abierta la pregunta sobre escritora mexicana en producción, perdió la selección por un par los espacios de mayor renovación de la narrativa latinoamericana. de años. Sin embargo, la elección de Nettel deja ver un pecado de Los enormes cambios que se han vivido en las formas de escribir las letras mexicanas: la poca visibilidad que muchas escritoras jóve- en los últimos quince años hacen que una selección llena de aunes de gran factura (como Vanesa Garnica [1974], por ejemplo) tores tan poco arriesgados parezca demasiado limitada. Una nueva tienen en contraste con sus contrapartes masculinas. conversación, pendiente sin duda, sobre el futuro de la literatura Finalmente, la elección quizá más extraña y polémica es la latinoamericana no puede ni debe evadir estas tres cuestiones. En de Fabrizio Mejía Madrid. Cronista de gran trayectoria, la na- ellas se fija, a mi parecer, el verdadero futuro de una literatura rrativa de Mejía Madrid, sin embargo, me parece poco más que más diversa y salvaje que la presentada por la corrección un apéndice menor en su trayectoria cronística. La apuesta parece narrativa del Bogotá 39. responder a la necesidad de incluir un autor de tinte urbano, alternativo, en medio de una selección demasiado llena de una litera- * Ignacio Sánchez Prado es profesor de Literatura latura de tintes clasicistas. En estos términos, Mejía Madrid parece tinoamericana y estudios internacionales en Washington representar al cronista devenido novelista, un rol que él interpreta University, St. Louis. Colabora con la revista Revuelta. Aua la perfección. Sin embargo, esta elección deja ver un importante tor de los libros El canon y sus formas: La reinvención de Harold punto ciego de la relación del jurado con la literatura mexicana: Bloom y sus lecturas hispanoamericanas (2002) y Poesía para la ausencia completa de literatura del norte de México y de la nada (2005).

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Pasajeros en tránsito: peruanos en Bogotá Ximena Briceño

ilustración: typozon

Perfil de tres autores: Thays, Roncagliolo y Alarcón, donde se muestra cómo cada uno, desde un lugar distinto del planeta, colabora a configurar el mapa de la literatura peruana de un modo muy particular. Bogotá 39 hizo una pregunta: ¿quiénes son los nuevos narradores peruanos? La respuesta arroja una nómina singular para la novelística y la cuentística peruanas: incluye a Iván Thays, Santiago Roncagliolo y Daniel Alarcón. Iván Thays escribe en el Perú, Roncagliolo emigró hace mucho tiempo a España, y Alarcón vive en los Estados Unidos desde que tenía tres años de edad; además escribe en inglés. Este trío de autores y sus obras invitan a pensar en lo que se lee dentro y fuera del Perú, así como en los circuitos que hacen posible esta nueva narrativa peruana. Hace siete años, la novela de Iván Thays, La disciplina de la vanidad, con su congreso literario en una ficticia ciudad española, exploraba no sólo la escritura como un ejercicio (disciplinado) de la vanidad, sino también como una manera de entender la narrativa latinoamericana, y específicamente la peruana, desde fuera de América Latina. El próximo mes de agosto, estos tres narradores peruanos asistirán al encuentro de escritores que se prepara en Bogotá: ¿qué llevan en sus maletas? ¿qué han escrito estos narradores? ¿qué leen? Si imaginamos que nuestros tres pasajeros viajan con sus trabajos más reconocidos y aterrizan en El Dorado en orden cronológico, debemos empezar por Iván Thays (Lima, 1968) y la novela a la que ya hice mención: La disciplina de la vanidad (2001). En ella, un narrador anónimo asiste a un congreso de narradores en Morillo, una ficticia ciudad de Málaga. Al congreso asisten jóvenes latinoamericanos y unos pocos españoles, todos entre los dieciocho y los treinta años. Además del protagonista, llegan también desde el Perú tres críticos y un narrador llamado Mario, con el cual el protagonista pronto entabla amistad. Los eventos del congreso se intercalan a lo largo de la novela con reflexiones literarias y los relatos que hacen parte de la obra inédita llevada por el protagonista al congreso. En ella, un escritor maduro, quien de joven participara en un taller literario en Lima, vaga primero por Europa con su fracaso matrimonial y literario a cuestas para luego volver al Perú a enfrentarse con su pasado. En los episodios del congreso, la presencia de la agente literaria Carmen Balcells, quien ronda disfrazada en busca de una nueva estrella, las rencillas entre escritores, los frecuentes juegos sexuales y el implacable uso de apodos, hacen evidente el juego humorístico que 60 piedepágina

formula Thays respecto del boom en tanto un modelo a seguir y a clausurar por los jóvenes narradores latinoamericanos. En cuanto a la narrativa peruana específicamente, es evidente el peso que la novela de Thays otorga a Vargas Llosa como figura tutelar (Mario, el escritor peruano al cual el narrador admira y también de quien recibe ácidas críticas). De manera semejante, aunque menos evidente, se percibe la influencia de las obras de Alfredo Bryce Echenique y Julio Ramón Ribeyro, por sus reflexiones sobre el absurdo, la experiencia del escritor peruano en el exilio y la tentación del fracaso. A pesar de estas presencias o a lo mejor por ellas, Thays presenta una novela introspectiva, concentrada en la experiencia vital del escritor, en la literatura hecha de literatura y en la lectura omnívora, emparentada con el humor de César Aira y su novela El Congreso de literatura. La disciplina de la vanidad muestra una narrativa latinoamericana que, en los noventa, se sale de América Latina por voluntad propia para construirse a sí misma en muchos lugares (Morrillo no es la Barcelona de los setenta; puede ser México df, Buenos Aires, Berlín o Trieste), de cara a sus propias circunstancias y sus propios circuitos literarios, políticos y editoriales. En la obra de Thays –Las fotografías de Frances Farmer, Viaje interior– no aparece el realismo social o la narrativa política; en eso se diferencia de los otros dos viajantes: Santiago Roncagliolo y Daniel Alarcón. A Colombia llegará desde España Santiago Roncagliolo (Lima, 1975), y con él, su novela Abril rojo, ganadora del Premio Alfaguara 2006. Roncagliolo es un escritor multifacético, ha escrito literatura infantil y teatro, además de cuento y novela. Con Abril rojo, se propuso escribir un thriller sobre los años de violencia política vividos en el Perú de 1980 a 2000. La novela, situada en la ciudad de Ayacucho, en los Andes Peruanos, es un policial con la dosis justa de violencia


y misterio para mantener en vilo al lector: el fiscal Chacaltana, perfectamente burocratizado, se ve inmiscuido en la investigación de crímenes sangrientos durante las celebraciones de la famosa semana santa ayacuchana, a la vez que se enamora de una joven lugareña y se enfrenta a la corrupción de las autoridades locales. En esta novela, Roncagliolo claramente rinde homenaje a las novelas de violencia política escritas por Mario Vargas Llosa: no sólo el primer personaje que aparece en Abril rojo se apellida Mayta, en obvia alusión a Historia de Mayta, sino también la propia investigación dentro de la ficción, como tema, y fuera de ella, en tanto trabajo del escritor, recuerdan la novelística vargasllosiana. Abril rojo dista de ser la gran novela de la violencia: la secuela del terrorismo en Ayacucho sólo sirve como telón de fondo a su trama. El fenómeno, no obstante, de la aparición de esta y otras novelas sobre el tema no deja de ser interesante: después de un largo silencio, los lectores y la crítica en el Perú han abierto un espacio para la narrativa sobre la violencia. ¿Acaso no se publicaron antes novelas o cuentos sobre la violencia en el Perú? Claro que sí. La respuesta más contundente es Toda la sangre, antología realizada por Gustavo Faverón y publicada también en 2006. Esta antología reúne cuentos escritos por tres generaciones de autores, de distinta propuesta literaria y posición política, en torno al tema de la violencia política en el Perú. La aparición de La hora azul por Alonso Cueto (Lima, 1954), ganadora del premio Herralde también en 2006, y el premio a Abril rojo motivaron en octubre pasado un artículo en el NewYork Times sobre el “florecimiento” de la narrativa de la violencia (“Past War and Cruelty, Peru’s Writers Bloom”). Al parecer, el Perú y sus historias de violencia se estarían convirtiendo en un escenario literario interesante para los lectores hispanos y anglosajones: si bien hasta el momento no existen traducciones al inglés de las novelas de Cueto o Roncagliolo, los cuentos de Daniel Alarcón, el tercer peruano en este viaje, han sido publicados originalmente en inglés por Harpers Collins y este año Granta lo reconoció como uno de los mejores escritores jóvenes estadounidenses. Daniel Alarcón (Lima, 1977) es el último pasajero peruano aunque viaja con pasaporte estadounidense y probablemente su avión llega desde California. El primer libro de Alarcón es una colección de cuentos: War by Candlelight. Aunque ya existía una traducción al español, Alfaguara publicó una edición para el Perú en 2006, con una nueva traducción y dos cuentos inéditos. Se tradujo como Guerra a la luz de las velas, para subrayar que esta colección de cuentos recuerda la violencia que se nos hizo cotidiana durante los años ochenta y noventa, aludiendo

a la experiencia de los apagones producidos por el derribamiento de torres eléctricas y las largas noches a luz de vela. Aunque se crió en Alabama y el idioma en que escribe es el inglés, Alarcón hace parte del renacimiento de la narrativa peruana. Sus cuentos, entre los que cabe mencionar “Ciudad de payasos”, “Lima, Perú, 28 de julio de 1979”,“Florida” y el que da título a la colección, exploran el caos social del Perú (también presente en su novela Lost City Radio, cuya traducción al español está por aparecer este año). Como es de esperar, en sus cuentos está también el fenómeno de la migración. Mas los personajes de Alarcón no migran únicamente del campo a la ciudad de Lima, van desde Lima hacia otras ciudades como Nueva York, Miami o Alabama. La obra de Alarcón recuerda la migración y el bilingüismo que hacen del Perú lo que es hoy y en su trabajo devuelve a los lectores peruanos espacios y personajes conocidos desde una mirada fresca, la de un narrador que no se forjó leyendo escritores peruanos o norteamericanos sino rusos. Este pasajero cierra el viaje de los peruanos a Bogotá 39. Iván Thays, Santiago Roncagliolo y Daniel Alarcón llegarán desde lugares distintos y con las maletas llenas. Además de sus libros y sus lecturas, probablemente llegarán con ellos noticias sobre el crecimiento de las nuevas editoriales jóvenes en el Perú, se hablará de Estruendo Mudo y Matalamanga, que han publicado a narradores más jóvenes, como Luis Hernán Castañeda, Carlos Yushimito del Valle, Johann Page o Susane Noltenius, quienes podrían ser los siguientes viajeros a un encuentro de escritores en un futuro cercano. A lo mejor se conversará en Colombia acerca de que hoy en el Perú, después de atravesar en los últimos veinte años fuertes cambios políticos, económicos y culturales, se viven tiempos de apertura que se reflejan en una circulación literaria más variada y veloz; se comentará que el crecimiento económico ha permitido también la aparición de revistas como Etiqueta Negra, en la que participan escritores de diversas nacionalidades. Tal vez se diga en Bogotá que la narrativa peruana hoy en día viaja desde las fronteras del Perú y más allá de ellas; que su equipaje es el peso de la tradición y la agilidad de la renovación. * Ximena Briceño nació en 1974 en Lima, donde estudió literatura en la Universidad Católica. Actualmente hace un doctorado en Cornell, Ithaca. Espera algún día aprender a conducir un auto. piedepágina 61


La versión del jurado Piedad Bonnett

Piedad Bonnett, Oscar Collazos y Héctor Abad Faciolince fueron los encargados de hacer la difícil selección de los 39 escritores latinoamericanos. La escritora responde aquí a las distintas críticas, explicando el sistema de escogencia y las diversas razones por las cuales quedaron los que quedaron. Como todo fallo, el de los jurados del evento Bogotá 39, promovido y auspiciado por la Secretaría de Cultura, Recreación y Deporte y por los organizadores del Hay Festival, dentro de la celebración de Bogotá, Capital mundial del libro, ha sido recibido con reacciones diferentes, unas favorables, otras adversas. Como es natural, se han suscitado preguntas -algunas obvias, otras suspicaces- sobre la naturaleza del proceso, el porqué del número de elegidos y su límite de edad, la incidencia de las editoriales, del público que participó en la votación por internet, un posible cumplimiento de “cuotas”, los resultados que se desprenden de la elección, etc. Como miembro del jurado resulta para mí muy interesante que piedepágina me invite a hacer una síntesis de lo sucedido a partir de las inquietudes despertadas, aunque el día del fallo muchas de estas cosas fueron expuestas brevemente en el recinto de la feria. Valga la pena aclarar que las opiniones que este artículo contiene no comprometen a Oscar Collazos ni a Héctor Abad, mis compañeros de deliberación. Habría que decir que la convocatoria nos llegó ya con sus límites marcados: se trataba de escoger 39 narradores (no dramaturgos, ni poetas, ni ensayistas), menores de 39 años y nacidos en América Latina. ¿Por qué tales especificaciones? Aunque los organizadores no fueron explícitos al respecto, me atrevo a pensar que si la convocatoria hubiera cubierto todos los géneros la dificultad de la elección sencillamente nos habría superado. Considerando sólo cuentistas y novelistas (y además menores de 39), la lista inicial llegó a ser de casi trescientos nombres, lo que hizo de nuestra tarea de investigación una de las más arduas y complicadas que pueden darse. En cuanto a la edad de treinta y nueve: se trata, creo yo, de hacer conocer por el gran público la obra de unos autores jóvenes y en plena producción, que, por lo mismo, señalan los nuevos derroteros de la narrativa en lengua española, las temáticas y los intereses de las dos generaciones que suceden a los más veteranos, en sana lógica más consagrados y difundidos que la mayoría de los menores de treinta y nueve. ¿Por qué no se usó la cifra cuarenta? Conjeturo que, de acuerdo a lo que se quería transmitir al público, la cifra treinta remite más a una noción de juventud que el número cuarenta. ¿Y por 62 piedepágina

qué ese el número de los elegidos? Treinta y nueve menores de treinta y nueve, hay que reconocerlo, es una apuesta publicitaria bastante atractiva desde lo que los organizadores se propusieron: interesar a los medios y a un amplio espectro de lectores en el grupo de escritores elegido, que vendrá en agosto a dialogar con el público. Nunca indagué en las razones por las cuales se excluyó a España de la convocatoria. Pero no me molesta pensar en un gran bloque de autores jóvenes de un joven continente que nos sirve de carta de presentación en el a veces prejuiciado viejo mundo. ¿Cómo ponerle peros a una iniciativa de tal índole? Sería una mezquindad. Todo lo que propicie la circulación y el conocimiento de lo que se está escribiendo en América Latina debe ser bienvenido. Aunque dudemos de los concursos, los festivales y demás, creo que, al ser fuente de oportunidades para autores y lectores, es mejor que existan. Se trataba, entonces, de hacer la tarea de la mejor manera, a sabiendas de que muchos quedarían descontentos. Lo primero fue aceptar las reglas de juego, la primera de ellas que los autores tuvieran 39 años o menos. Eso nos hizo llevar más de una sorpresa: unos cuantos de los que habríamos querido incluir –Paz Soldán, por ejemplo– habían cumplido ya los cuarenta. Santo y bueno: así debía ser. Quedaban excluidos. ¿Que algunos escriben en inglés, como Daniel Alarcón o Junot Diaz? Era algo para discutir, pero finalmente nos inclinamos por lo evidente: son latinoamericanos. ¿Que otros son ya escritores con reconocimiento, como Volpi o Thays? Siempre tuvimos claro que no se trataba de buscar los 39 mejores escritores de América Latina, pero si 39 escritores muy representativos de lo que hoy se está haciendo. ¿Con qué derecho íbamos a excluirlos a ellos? ¿Acaso se trataba de convertirnos,


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ilustración: typozon

Argentina, Colombia, Perú, Cuba–, otros tenían representaciones muy pobres o simplemente no tenían.Vino, pues, una segunda etapa investigativa, donde aparecieron postulaciones nuevas, a fin de que la cobertura fuera tan amplia como se pudiera. Paciencia y barajar, como decía don Quijote. Fue así cómo, poco a poco, sacando unos y metiendo otros, llegamos básicamente, en un banco de opora 37 nombres. Seis o siete se peleaban los dos últimos lugares. tunidades? Sólo lo fuimos en la meFue ahí cuando se dio la única posible arbitrariedad del prodida en que la convocatoria saca a la ceso, confesada por todos nosotros en su momento, con luz obras confinadas a sus países por cierto tono de broma, como un las rigideces y los caprichos del munderecho de anfitriones: le cedimos do editorial, o por las naturales difilos dos puestos a Colombia con dos cultades del mercado. muy dignos nombres, que habían estado pujando Nos fue prohibido comunicarnos desde siempre. entre nosotros durante el proceso, a No es cierto que se haya privilegiado autores fin de que no hubiera presiones. publicados en España. Ni que se hayan tenido Y como punto de partida de en cuenta sobre todo autores de grandes edinuestra tarea contamos, como ya toriales. Cualquiera que se tome la mose dijo, con una amplísima lista de nombres que lestia de investigar se dará cuenta de nos proporcionaron los organizadores, acompañaque hay muchos que han publicado en peda de sus hojas de vida y de comentarios de la crítica. queños sellos de sus países, o que han tenido que A partir de ahí cada uno de nosotros se valió de múltihacer largos caminos silenciosos antes de que un preples herramientas para ampliar esta mio o una editorial les dé cierta proyección lista, entre otras las postulaciones heinternacional. chas por el público e investiga- Como se comprenderá, el En cambio, los resultados de la convocaciones personales que incluían conocimiento de las obras toria permiten descubrir muchas cosas inteconsultas con escritores vete- –cuando no existía ya resantes, tanto desde un punto de vista literaranos y especialistas y estudiorio como sociológico: que los intereses temásos de los distintos países. Como previamente– pudo llegar ticos, como siempre, son múltiples; que no en Colombia sólo se consiguen parcialmen- sólo hasta un punto. De hay fiebre por los lenguajes muy experimente las obras, debimos acudir a internet como ahí que fuera también tales; que las mujeres abundan pero que los herramienta básica y a amigos, conocidos y escritores hombres las siguen sobrepasando a los mismos autores para que nos hicieran importante considerar la en número; que casi todos han pasado por la llegar sus textos. Ninguna editorial intentó trayectoria de los autores, academia, en su mayoría por departamentos acercamientos, como los malpensados de la naturaleza de los de letras; que muchos han hecho posgrados siempre han sugerido. Y si alguna presión universitarios y algunos ejercen como docenhubo, fue la de cada uno de nosotros tratando premios recibidos y, por tes; que creen en los concursos, porque partide salvar sus candidatos favoritos, en amenas y supuesto, los análisis de cipan en ellos; que en gran número viven siempre muy cordiales discusiones. la crítica tanto local como fuera de sus países; que muchos hacen tamComo se comprenderá, el conocimienbién periodismo o trabajan en cine y televito de las obras –cuando no existía ya pre- internacional. sión; que sus hojas de vida revelan que, como viamente– pudo llegar sólo hasta un punto. siempre, es difícil vivir de la escritura. Y otras De ahí que fuera también importante considerar la trayectoria cosas más complejas, propiamente literarias, que ameritarían de los autores, la naturaleza de los premios recibidos y, por un artículo en sí mismas. supuesto, los análisis de la crítica tanto local como internacioSer jurado siempre obliga a pagar el precio de la incomnal. De esta difícil manera, cada jurado configuró una lista prensión. En este caso, sin embargo, las recompensas fueron personal de sesenta nombres, cada uno de ellos acompañado grandes: muchos nombres y obras antes desconocidos me llade un texto justificatorio. Del proceso de cruce que los acuman ahora, porque al asomarme a ellos se ha despertado mi ciosos organizadores hicieron resultó que coincidíamos en 16 interés. Sólo lamento la no inclusión de aquellos que sin autores con tres votos, mientras otros tenían uno o dos votos duda podrían o deberían haber estado en la lista de los a su favor. Empezaba la dura etapa de las negociaciones sobre treinta y nueve. Siempre, en estos casos, hay una 23 de ellos. dosis de injusticia. Ya para ese momento se hizo evidente que mientras alguYo espero, por supuesto, que haya nos países se veían muy altamente representados –México, sido tan sólo la inevitable.


Investigación + Desarrollo Narradores españoles para el siglo xxi

Jorge Carrión

Miércoles, 14 de febrero de 2007. Programa Silencis del Canal 33. Le preguntan a Agustín Fernández Mallo por libros cómplices del suyo y menciona tres: Guerracivilandia en llamas (Mondadori, 2006), de George Sanders, Metamorfosis© (Berenice, 2006), de Juan Francisco Ferré, y Proust Fiction (Poliedro, 2005), de Robert Juan-Cantavella. Por un lado, un puente con la tradición posmoderna más poderosa: la narrativa norteamericana; por el otro, la conciencia de que la literatura más interesante que se está publicando en España se apoya mutuamente, tanto en la exigencia de la escritura como en la demanda de una nueva zona de lectura. El fenómeno crítico y mediático de la novela Nocilla Dream (Candaya, 2006), con su estructura Windows (más YouTube visual/textual que blog literario) y sus múltiples links (entre poesía y prosa, entre tecno-ciencia y literatura, entre estratos culturales), no surge de la nada. Reseguir el itinerario de Fernández Mallo permite darse cuenta de eso. Su artículo “Poesía postpoética” apareció en Lateral (2004); la segunda parte, “Poesía postpoética. Un diagnóstico, una propuesta” en Quimera (2006); en paralelo, se hizo un cibertertuliano habitual de www.vicenteluismora.blogspot.com, el lugar que se convirtió, de facto, en la plataforma principal de discusión y difusión de su último poemario, Jean Fontaine Odisea (La poesía, señor hidalgo, 2005). Esos espacios comparten o han compartido en algún momento la mayoría de los escritores que, en palabras prestadas del crítico peruano Julio Ortega, protagonizan “el turno del relevo en la literatura española del siglo xxi”. Hay muchos otros que no son comunes, porque nuestro ahora se caracteriza por la dispersión. Se podrían añadir, no obstante, la revista virtual The Barcelona Review, el suplemento Cultura/s del diario La Vanguardia, editoriales como dvd, Caballo de Troya/Mondadori o Berenice, el Encuentro de Nuevos Narradores de la Fundación Torrente Ballester (20-23/4/2004), la edición de Cosmópolis 2005 (donde también estuvieron, entre otros, Irene Zoe Alameda y Manel Zabala) o la presentación que de los nuevos narradores españoles hicieron Juan Goytisolo y Julián 64 piedepágina

Ríos en el Instituto Cervantes de París (22/2/2006). Esas coordenadas nos llevan a una cartografía posible de confluencia, que quizá tenga a Vicente Luis Mora y a Eloy Fernández Porta como a sus máximos teóricos, prácticamente en tiempo real, en papel o en internet.

Genealogía del efecto Nocilla En la mayoría de los casos, hace cerca de una década que esta escena se hizo pública, pero 2004 es el año clave de su visibilidad. El debate teórico que suscitó la antología Golpes. Ficciones de la crueldad social (dvd), la buena acogida crítica que tuvo la opera prima de Mercedes Cebrián, El malestar al alcance de todos (Caballo de Troya) y sobre todo la explosión de El vano ayer (Seix Barral), de Isaac Rosa, Premio Rómulo Gallegos incluido, puso sobre la mesa un impulso generacional –el de los nacidos en los setenta que no ven la lengua literaria como una herramienta, sino como un problema–, que ponía de manifiesto que el modo de narrar en el siglo xxi no podía ser ya el mismo que el del siglo recién caducado. Libros como Tres historias europeas (Caballo de Troya), de Lolita Bosch, o Cero absoluto (Berenice), de Javier Fernández, editados poco después, reincidieron en la necesidad de buscar nuevos marcos de expresión y nuevos horizontes temáticos para un siglo que aún comienza. También en 2004 se sitúa el interés despertado por Magia (dvd), el libro más importante de Manuel Vilas, y, al año siguiente, por La fiesta del asno (dvd), de Juan Francisco Ferré, o por Alto voltaje (Mondadori), de Germán Sierra, obras que permiten hablar de una generación intermedia, que ahora tiene más de cuarenta años, que se siente más cerca de los treintañeros que de Vila-Matas, Ríos o Goytisolo. También Ray Loriga, Eloy Tizón, Flavia Company o Julián Rodríguez se ubican en ese ámbito transicional. Un tránsito que debe ser entendido en términos históricos. Después del 11 de Septiembre de 2001. Después de la implantación social de internet en España. Después de la Transición. Fruto de una época en que la gran mayoría de


lectores de este país se ha criado en contacto permanente con lo audio-visual y con las viejas y nuevas tecnologías, en una percepción de lo real que pasa necesariamente por diversas pantallas; el advenimiento de una generación de escritores que –como dijera Foster Wallace– en la niñez ha educado su pupila en el lenguaje televisivo y que, en la juventud, ha educado su cerebro en las redes virtuales, está encontrando unos nuevos lectores que reclaman modos de narración escrita en sintonía con los modos de narración visual que sus cerebros procesan a diario.

revistas de tendencias y en los buscadores virtuales, pero también está en las tradiciones artísticas, con miles de años o con décadas a sus espaldas, con las que estos autores trabajan. En una relación irónica, afterpop, fecunda. En un mundo literario como el nuestro, sin estéticas comunes ni escuelas ni generaciones, con mil líneas simultáneas en perpetuo encuentro y desencuentro, podrían aventurarse –no obstante– dos líneas mayores que quizá permitan entender la cartografía que he esbozado. Dos líneas, si se quiere, éticas. Por un lado, estarían los cultivadores Dos líneas / Mil de la parodia, el juego lingüístico, lo abInvestigación más desarrollo. Ese podría yecto, quienes en sus declaraciones públiser el lema “generacional”. Los sentidos cas cuestionan la necesidad de que el esde las investigaciones que hoy se simultacritor o el intelectual sean abanderados nean en nuestra literatura son inabarcade nada más que de sus textos. Pienso en bles, porque cada autor es una poética Una generación de escritores Ferré (cuyo tratamiento de eta como distinta. Sin embargo, hay nudos o aquetema literario ha sido el más radical de larres, laboratorios como los espacios que que –como dijera Foster nuestra literatura), en Vilas (con su Zaraantes se han comentado, confluencias te- Wallace– en la niñez ha goza de MacDonalds y sus putas por domáticas o de intereses. Un ámbito de re- educado su pupila en el quier), en Juan-Cantavella (que se ha serflexión sería la nueva complejidad espavido del periodismo gonzo para nutrir sus ñola, tanto en su relación con Europa lenguaje televisivo y que, en la ficciones), en Calvo (la pornografía y la como en su calidoscopio interior. “Espa- juventud, ha educado su violencia sexual, omnipresentes) o en Ferña limita” se llama, significativamente, la cerebro en las redes virtuales, nández-Porta (que se siente heredero de segunda parte del último poemario de Juvenal y ha declarado que “la libertad de Mercedes Cebrián, cuyo título también está encontrando unos nuevos expresión no debe tener límites”). llama la atención a este respecto: Mercado lectores que reclaman modos Por el otro lado, si se forzara esta polariComún (Caballo de Troya). Otro motivo de narración escrita en zación, se encontrarían los que sí defienden donde se encuentran varias poéticas es el una ética en la dimensión pública de la esde la máquina: las nuevas tecnologías y la sintonía con los modos de critura, como Mora (cuyo último libro de dialéctica conflictiva entre realidad real y narración visual que sus ensayos, Singularidades, se sub-titula Ética y realidad virtual, que ha tenido en la cien- cerebros procesan a diario. poética de la literatura española actual), Martícia ficción ballardiana de Cero absoluto, de nez o Bosch (que han puesto el diálogo inJavier Fernández, o en la exploración del video-juego en Átitercultural que brinda el viaje en el centro de sus poéticas), co (Destino), de Gabi Martínez, algunas de sus expresiones Fernández (que sitúa los escritos políticos de Orwell en un lurecientes. Todos los escritores nacidos en los 70 se han criado gar importante de su propia tradición), Rosa (goytisoliano y con el zapping televisivo, de modo que las nuevas metáforas y cortazariano en nuestros tiempos modelados por Borges) y Celos nuevos lenguajes hay que buscarlos en los formatos del brián (que critica la alienación del capitalismo con una ironía blog, la interacción de la webcam, la apertura y el cierre de que no permite ambigüedades respecto a su posicionamiento). ventanas de YouTube o la exploración de nuevas iconografías En cualquier caso, el lector ha encontrado en estas líneas que brindan Google y su madre la Red (el cómic forma parte nombres y títulos que invitan a descubrir una escena en forya de los lenguajes clásicos, el futuro que es presente está –por mación. Que cada cual, después de la lectura, decida sus hilos ejemplo– en Second Life). de Ariadna en esta nueva red del siglo que inauguramos. Casi todos los autores mencionados han incorporado lo pop a sus universos: el Coche Fantástico al lado de Borges * Jorge Carrión es escritor y crítico literario del diario La Van(Nocilla Dream), la obra en marcha de Kiko Amat en la emble- guardia y la revista Quimera, a cuyo consejo de dirección pertenemática colección Contraseñas, Proust en diálogo con Tarantino ce. Da clases de literatura hispanoamericana contemporánea en la (Proust fiction), o Wim Wenders en nota a pie de página de Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. Su último libro es La “Relato Pop”, de Fernández Porta, donde Bill Cosby o Jim brújula (Berenice, 2006). Este artículo fue publicado originalmente Carrey ocupan el cuerpo de la página. Lo pop, hoy, está en las en el suplemento Cultura/s de La Vanguardia. piedepágina 65


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Reseñas Calibre 39: Antología de narradores colombianos (245p,Villegas editores, $34.000)

Por Francisco Barrios Esta Antología de narradores colombianos publicada por Villegas editores presenta un panorama muy atractivo de lo que ofrece la literatura colombiana contemporánea y, más importante aun, de lo que puede ofrecer en los años por venir. Bajo el criterio de publicar los cuentos de quince autores menores de treinta y nueve años, esta compilación recoge los trabajos de algunos escritores con una trayectoria sólida y un lenguaje personal identificable, de otros que aún se encuentran en la búsqueda de un estilo propio y, por último, la de aquellos que aún no han superado el influjo de la imitación y de los medios masivos de comunicación. Por orden de aparición, los tres relatos más interesantes del libro son, sin duda, “Ellos dos”, de Carolina Sanín, “El último corrido”, de Juan Gabriel Vásquez y “Colectivo acrobático matancero”, de Antonio Ungar. Interesantes porque se arriesgan a explorar con el lenguaje, porque se esfuerzan por no dejar cabos sueltos y porque son exigentes con el lector. En “Ellos dos”, Sanín construye una especie de fábula alrededor de un edificio, unos animales y el lenguaje del relato mismo. Con ese estilo tan particular (del que ya dio buena cuenta en su primera novela, Todo en otra parte) nada de lo que sucede es predecible y el lector descubre que, al tiempo que sigue una trama, le sigue la pista a un juego lingüístico que determina lo que les ocurra a los personajes. En el relato “El último corrido”, Juan Gabriel Vásquez se vale de las técnicas del periodismo para reconstruir la crónica de un cantante cuya voz se revienta. Como en el resto de la obra de Vásquez, la es68 piedepágina

tructura lineal tradicional y el cuidado en la construcción de los personajes nos remite a los novelistas del xix. En cuanto a “Colectivo acrobático matancero”, uno de los primeros cuentos de Ungar, vemos un texto en el que su estilo, hoy tan reconocible, está en bruto. A mitad de camino entre una fantasía y una pesadilla, dos viajeros españoles viven una Cuba tan fantasmal y melancólica como el lenguaje del autor entonces. Ricardo Silva, Mauricio Becerra, Antonio García, Juan Carlos Garay y Luis Fernando Charry participan en esta antología con unos cuentos bien estructurados y correctamente escritos, pero que no deparan tantas sorpresas. En el caso de Silva, “El marido de María Klossner” es un cuento breve que propone conexiones interesantes entre la invidencia, el amor, el cine y el arte de contar, pero cuyo final decepciona un poco. Becerra ofrece un relato costumbrista, “El castigo”, que aunque sólido y con buen ritmo, es confuso en los diálogos (por cuenta de un error de tipografía con los guiones). Antonio García escribe un “Retrato de familia con Papá Noel” divertidísimo y que bien podría ser un “chiste bogotano”, pero que se queda en eso, en la anécdota

humorística. De forma análoga a la presencia del cine en Silva, en “Retrato de violeta”, de Juan Carlos Garay, el jazz y la fotografía están presentes, pero la influencia de Cortázar es muy visible y se hace inevitable un paralelo con “Las babas del diablo” y “El perseguidor”. Por último, Luis Fernando Charry ofrece un cuento bien armado, pero la idea del escritor apócrifo y su obra ya fue agotada por Borges; al leer “Una poética menor”, uno piensa en “Examen de la obra de Herbert Quain”. En mi opinión, Juan Álvarez, Adriana Jaramillo y Juan Esteban Constaín aún están explorando el género pero en sus relatos es evidente una búsqueda esforzada por diferenciarse y darle al lector un texto completo, terminado, redondo. “Club de ajedrez”, de Álvarez, es otro de sus relatos aparentemente convencionales, en el que un par de jóvenes juegan ping-pong en un apacible club de ajedrez. Pero debajo de la futilidad de sus vidas yace una carga de violencia que amenaza con destruirlo todo. En “Dios proveerá”, Jaramillo relata la vida de Rebeca Pelucci, a quien “no le importaba morirse” y quien de alguna manera es la víctima de un duelo personal y secreto entre Dios y


Narrativa Granta en Español / 8 Los mejores jóvenes novelistas estadounidenses (395p, Alfaguara, $29.000) su madre. “Malas palabras (o el arte de la traducción y la inmortalidad)” es un relato claramente borgesiano de Juan Esteban Constaín, que inevitablemente recuerda a “Los teólogos”, pero que se hace ameno por la irreverencia del autor con su propia erudición. A mi modo de ver, detrás de estos tres relatos hay tres escritores en ciernes de los que se puede esperar mucho. Por último, “Soluciones Ad Hoc” (Luis Noriega), “Ghost Writer” (Andrés Burgos), “El don animal” (Andrés García) y “Palabras que hay que comerse” (Mauricio Bernal) comparten esa característica de parecer fantasías televisivas alrededor de temas que ya fueron explotados por la literatura de los últimos tres siglos. “Soluciones Ad Hoc” juega con la idea de convivir con un asesino; “Ghost Writer” intenta, sin éxito, parodiar el ambiente de la editoriales y sus “escritores fantasmas” (o “negros”, su equivalente correcto en el castellano de la península); “El Don Animal” es una fantasía licantrópica como las que trabajaron Maupassant y Yeats, entre tantos otros, y “Palabras que hay que comerse” inevitablemente nos remite a esa serie de películas que presentan en los lunes festivos y que se llaman Rápido y furioso (o algo así). Es fama que el tiempo compila las mejores antologías, y en este sentido hay que seguirles la pista a estos autores. Pero lo que vale la pena destacar, más allá de la calidad tan disímil entre los relatos, es que en un medio dominado por la novela,Villegas editores se haya animado a armar una antología de cuentos que incluye a varios escritores jóvenes, que rara vez encuentran un espacio en las editoriales grandes. Y en todos ellos aparecen influencias que abarcan desde la narrativa decimonónica hasta el cómic pero excluyen al realismo mágico y a lo real maravilloso. Formas que, como deja en claro esta antología, ya no sirven para abordar las dinámicas sociales urbanas de los latinoamericanos.

Por Melba Escobar Granta no se parece a otras revistas. Aquí no se publican reseñas, ensayos ni artículos académicos. Tampoco encontrará ciencia ficción, narrativa romántica, fantástica, histórica o policíaca. Esta revista se ha dedicado a publicar fragmentos de novela, relatos, apartes tomados de diarios y testimonios. Tras veintiocho años reuniendo muchas y muy diversas voces de la narrativa en lengua inglesa, la revista Granta aparece en español. En Colombia se consigue desde el número 7, donde había páginas del diario de Susan Sontag en las que exploraba la relación con su sexualidad, la enfermedad, sus amigos. También aparecen cuentos de Roberto Bolaño, Manuel Rivas, Paul Theroux, Bernardo Atxaga, Martin Amis y Héctor Abad Facciolince, entre otros. Literatura en su estado puro. Un recorrido a través de estilos, formas narrativas, lugares, tonos, atmósferas. Al final se tiene una lista de autores a los que ir a buscar enseguida; nuevos descubrimientos que se presentan como grandes revelaciones. El número 8, que circula ahora, publica un listado de Los mejores jóvenes novelistas estadounidenses. Algo similar a lo que se busca hacer aquí con Bogotá 39. Curiosamente, hay un autor que aparece en ambas listas, se trata de Daniel Alarcón, peruano-estadounidense. Una de las grandes diferencias respecto a listados de

décadas anteriores –Granta viene publicando estas listas desde la década de los ochenta– es que en los noventa sólo un autor tenía una nacionalidad distinta a la estadounidense. En este volumen, un tercio de los escritores nacieron o crecieron en otros países, entre ellos China, Perú, India, Nigeria y Tailandia. Si bien la diversidad étnica ha incrementado enormemente, no se puede decir lo mismo respecto al origen socio económico de los narradores. Catorce de veinticuatro cursaron estudios en universidades de la Ivy League (como Stanford y Oberlin) y prácticamente todos han cursado talleres de escritura creativa. Si en volúmenes anteriores la revista consideraba jóvenes a todos aquellos autores menores de cuarenta, para esta edición el tope son menores de treinta y cinco. La reducción de la edad se justifica con la proliferación de escuelas de escritura creativa y la consolidación de programas universitarios de esta índole. Esto ha llevado a que los escritores se formen desde antes y por lo tanto publiquen a edades más tempranas. En teoría, estos autores tienen ventaja sobre sus predecesores. En los años ochenta, “joven” y “novelista” no eran conceptos que fueran bien juntos. Se tenía la idea de que novelista era esa persona ilustrada (por lo general un doctor), veterana ya en el oficio de las letras. Para hacer la selección, la revista Granta cuenta con comités regionales encargados de elegir a los representantes de su zona para luego enviarlos a un comité nacional. Otra diferencia que se destaca frente a selecciones anteriores son los temas. Lo cotidiano, los espacios cerrados, íntimos, aparecen constantemente. La muerte está también muy presente en estos narradores. Los veintiún autores seleccionados son muy diversos en estilos y temáticas. Un paneo sobrecogedor sobre los temores, imaginarios y deseos de una nación que no deja de reinventarse.

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Best -Ensayo seller Historia secreta de Costaguana Juan Gabriel Vásquez (292p, Alfaguara, $42.500)

Por Luis H. Aristizábal Pocas veces como ahora es tan importante traer a cuento el viejo precepto tan a menudo eludido por la crítica que dice que uno es el escritor de una novela y otro muy distinto su narrador –llámese este Omnisciente o N.N.–, que apenas es un personaje creado por el primero. Porque la Historia secreta de Costaguana es una novela que despierta polémica debido sobre todo a la personalidad de su narrador y protagonista, José Altamirano, un pobre diablo que se cree alma gemela de su admirado Joseph Conrad y que nos cuenta su propia vida, desde su infancia en la Bogotá de mediados del siglo xix hasta su (¿irrisoria?) participación en los hechos que llevaron a la pérdida de Panamá, pasando por su huida hacia el Istmo, donde se instala en la ciudad de Colón– Aspinwall, epicentro de esta historia. Al mismo tiempo sugiere que Conrad le ha robado la trama de Nostromo, su novela sobre un país sudamericano llamado Costaguana, a través del acercamiento de Santiago Pérez Triana, en Londres, uno de los personajes que sabemos a ciencia cierta que el polaco retrató en su obra. Pero se trata de un robo irrisorio, una historia que Conrad nunca va a contar porque cuando se la roba –si es que todo no es un cuento del megalómano Altamirano–, ya Nostromo estaba escrita. Entre líneas, nos cuenta la historia del “Affaire Panama” y del fracaso de Lesseps, así como del “Petit Panama”, como se llamó al escándalo del Canal en Colombia, junto con algunos episodios de la “Guerra de los Mil Doscientos Veintiocho días” y, finalmente, la separación de Panamá, en 1903. En Alina suplicante, el narrador nos contaba una historia atroz, poniendo cara de palo. No hacía un solo comentario de orden moral en todo el libro. Nunca nos daba su opinión. En cambio Altamirano es un hablador. Comprendo que para algunos lectores no resulte un personaje muy simpático y acaso no consigan identificarse con sus venturas o desventuras, como sí lo habían hecho con el Gabriel Santoro de Los informantes o con los desgraciados amantes incestuosos de Alina. Altamirano es un tipo muy pagado de sí mismo, que tiene comentarios para todo lo habido y por haber –entiendo que su exceso de ingenio irrite a algunos lectores–, que quiere contarnos todo lo que sabe de los sucesos en los que él cree haber tenido una participación determinante. Es un resentido como Vargas Vila, es un sectario liberal que recurre al consabido denigramiento del país, al recurso fácil de “Colombia es una mierda, luego...” y que tiende a confundir peligrosamente los problemas universa70 piedepágina

les con problemas locales. Timador, vividor, nos recuerda más al aventurero francés Buneau-Varilla, quien jugó un gran papel en los acontecimientos aquí narrados y que curiosamente no tiene ningún protagonismo en este libro... Altamirano ignora, o finge ignorar, que Pérez Triana se jactaba de haber sido exiliado como su padre el ex presidente Santiago Pérez, por el gobierno conservador, cuando la verdad, como lo demuestra el artículo del New York Herald en el cual está narrada toda su osadía, es que huyó de Bogotá y del país, disfrazado de fraile, después de un gran desfalco a los ferrocarriles y al Western Union Bank... El muy cómodo Altamirano lo exculpa y calla: “Lo importante no es quién era aquel hombre, sino qué versión estoy dispuesto a dar de su vida, qué papel quiero que juegue en el relato de la mía”. Creo que Altamirano se engaña a sí mismo tratando de entender la violencia colombiana y que sus disculpas para huir del país son tan valederas como las de Pérez Triana: Altamirano es un asesino que se escabulle aduciendo el absurdo de las guerras colombianas y otros mil defectos de este pobre suelo. La idea es: viniendo de donde vengo, todo me debe ser perdonado. Nada de esto es gratuito y todo es adrede. Es más, sospecho que el esquema tradicional de la novela de “héroe” es llevado por Vásquez a la irrisión. Repito: Altamirano no es Vásquez. No es tampoco un héroe y no creo que el autor pretenda convocar nuestras simpatías hacia él. Sus hazañas son ínfimas. Siempre nos pide que esperemos –la infinita postergación–, y pasadas dos terceras partes del libro no ha sucedido nada. A veces es útil leer las entrevistas a un autor: “Ahora bien, tampoco hay que confundir las opiniones de mi narrador con las mías. José Altamirano está un poco mal de la cabeza y le han pasado cosas muy graves. Hay que perdonarlo, pobrecito”. Si Vásquez opina que Altamirano está un poco mal de la cabeza, ¿por qué vamos a identificarlo con el autor? ¿Y qué importa si le creemos sus historias o no? Como lector, no creo mucho en aquello de la suspensión de la incredulidad. Lo que yo suelo suspender es la credulidad. No creo nada en una novela y simplemente trato de disfrutar lo que ocurra y, sobre todo, el manejo del lenguaje. Puedo no creer una palabra de lo que me están contando y no obstante interesarme en la historia. Me importa que lo que haya en un libro me asombre y, sobre todo, que me haga dejarme llevar al matadero como atontado por un filtro mágico, para que el escritor me degüelle sin piedad y cerrar así la última página con una amargo sentimiento de que algo importante acabó de ocurrir en mi vida. Es cierto que el autor se ha tomado sus riesgos. La probabilidad de la crítica basada en el personaje más que en la calidad de la obra era muy alta. Como en Alina suplicante, esta novela parece más un experimento narrativo de un autor de larga fama que de alguien que intenta consolidarse con una voz propia. La pregunta que hay que hacerse es si la presencia del personaje antipático contamina el texto hasta el punto de echar a perder el placer de su lectura. Compruebo que las posiciones son dispares. Para mí la magia del estilo, la habilidad narrativa, lo salvan todo. Si éstas no existen, no tenemos más que hablar. Creo que el estilo de Vásquez es soberbio y sigo pensando


Cocina Fútbol Fútbol Narrativa que es un gran escritor que va a seguir ganando terreno en la escena internacional, váyale como le vaya en la provincial Costaguana. Es bueno advertir que esta novela no es una recreación de Nostromo, que por cierto no es ninguna obra maestra, sino un libro que sufre de elefantiasis y con el cual el autor nunca se sintió cómodo como en sus grandes historias del mar o en las –para mí las mejores de todas– dostoyevskianas novelas terrestres, Bajo la mirada de Occidente y El agente secreto. El narrador no incurre en los tópicos habituales: que a Panamá se la llevaron mientras el presidente Marroquín hacía acrósticos, o que todo ocurrió por estar peleando entre nosotros, lo cual recuerda la anécdota de Oscar Wilde sobre el libre albedrío de las limaduras de hierro que querían discutir con un imán sobre su derecho a permanecer lejos de él. Desde luego unos episodios son mejores que otros. Lo mejor, quizá, la historia del soldado desertor Anatolio Calderón y un tema un poco subterráneo, la relación de un padre viudo con su hija adolescente. La riqueza de la visión cosmopolita es acaso la mayor adquisición de la novela colombiana en los últimos veinte años. Vásquez puede mirar las cosas desde afuera y narrar una historia de las Ardenas belgas lo mismo que de un convento en Bogotá. Nos regala algo que nunca ha sido mostrado, el punto de vista europeo o mejor, incluso, la historia de Panamá, que por cierto aún no había sido novelada, vista desde Inglaterra y desde el punto de vista de la cultura inglesa. Las cosas suceden aquí más en la Londres de Conrad que en la Bogotá de Caro. Vásquez se las arregla para ser un prodigio de verosimilitud, no en lo que cuenta el a menudo mendaz narrador, sino en el entorno de los hechos. El libro tiene un soporte documental extraordinario, cualidad menor en una novela, es cierto, pero también un gran instinto para inventar. Altamirano hace uso de los derechos inalienables del narrador: “será mi versión la que cuente en este relato; para ustedes, lectores, será la única. ¿Exagero, distorsiono, miento y calumnio descaradamente? No tienen ustedes manera de saberlo”. No obstante, podemos decir, con cierta verosimilitud, que las opiniones de Altamirano sobre el poder de la palabra y de la escritura son las mismas de Vásquez. En lo demás, no tenemos la menor idea. Inevitablemente, esta lectura me lleva a otra que, lástima, creo que Vásquez no hizo, la de Eduardo Lemaitre en su ya clásico Panamá y su separación de Colombia. Como la de Altamirano, la de Lemaitre es una visión partidista y sectaria. Como la de Altamirano, está muy bien narrada. Pero es la visión contraria, la visión conservadora, más interesante aun porque bien sabemos que los vencedores son los que escriben la historia y que en Colombia el conservatismo fue el gran derrotado (al menos en las urnas) durante todo el siglo xx.Y el de Lemaitre, sea lo que sea, es un libro apasionante y lleno de historias tan maravillosas como las que nos cuenta Vásquez, y no vacilo en recomendarlo a quien interese el tema de la “tragedia” de 1903. Espero que Vásquez ya haya hecho del arte de mentir, como dice Altamirano, una profesión más o menos rentable y que podamos contarlo entre los cuatro o cinco escritores que en Colombia pueden vivir de los derechos de sus libros para que se haga realidad la dedicatoria de este libro a sus hijas gemelas, que llegaron a este mundo “con su libro bajo el brazo”.

Un cadáver en la mesa es mala educación Pedro Badrán (168p, Ediciones B, $35.000)

Por Marta Kovacsics M. Desde que Pedro Badrán comenzó a publicar, específicamente en el año 1985 con El lugar difícil, se perfilaba como un escritor que sabe atrapar al lector. Su forma de hacerlo radica en la narrativa misma, en saber dejar fluir las frases. Si además de eso se le suma un cierto humor sutil y corrosivo, resulta una lectura que llena y llama la atención. La novela narra las peripecias de un periodista, Federico Lainez, en pleno período del proceso 8000, de las incursiones de los grupos de autodefensas que llegaban a Bogotá a hacer las tristemente famosas “limpiezas sociales” con el guiño de los militares, así como de la eterna corrupción que corroe a la mayoría de las instancias, tanto públicas como privadas. Se burla sutilmente de una generación relativamente joven, que cree saberlo todo o quizá no todo, pero sí piensa que el discurso postmoderno lo explica todo. La inoperancia de la justicia en Colombia convierte a los periodistas en investigadores judiciales, y no sólo eso sino también en denunciantes de los delitos. Pero también muchos de ellos quedan enredados en las redes del poder del dinero y de aquellos que, por supuesto, no pueden permitir que las cosas se sepan. Federico Lainez investiga la muerte de un senador y su esposa, así como la de un periodista que a su vez estaba investigando la muerte del senador. La personalidad de Lainez es la típica de aquellos que son sensibles pero también capaces de torcer el rumbo de la inercia. Finalmente no sucede nada, porque la indefensión (tan propia en este país) lleva al consabido marasmo. Los intereses personales adquiridos priman sobre cualquier interés común, y Federico lo aprende a través de su propia experiencia y de su propia indecisión, porque él tampoco se arriesga. La novela es una novela corta que no me atrevería a catalogar como novela negra. Todo lo que la envuelve es interesante e inteligente, agudo y realmente divertido, sin embargo hacia el final carece de la fuerza inicial, como si Pedro Badrán hubiese caído en el mismo marasmo de Federico Lainez. piedepágina 71


Best -Ensayo seller Aitana Germán Espinosa (404p, Alfaguara, $42.000)

Por Juan David González Betancur ¿Cómo escribir sobre el amor en tiempos en que este sentimiento ya no parece ser argumento único de las artes y que, con el ritmo propio de los discursos contemporáneos, ha sido presa de las explicaciones más racionales e incluso cientificistas? La respuesta la hallamos en Aitana, novela que nos presenta este año el reconocido escritor colombiano Germán Espinosa. Aitana es una historia de amor que nos hace creer en la posibilidad de una unión real de “almas gemelas”, a las que ni siquiera la muerte puede separar. Seguramente esta reducción del argumento (en efecto lo es, ya que la obra no se concentra exclusivamente en este aspecto) pudiera dar la idea de que nos enfrentamos a una novela con altos tintes de cursilería. Nada más lejano a la propuesta de Espinosa. De hecho, Aitana demuestra que es posible alejarse de los arquetipos del amor a que nos tiene acostumbrados el melodrama televisivo latinoamericano y nos presenta las circunstancias de dos seres unidos en matrimonio que han convivido con la fuerza irreducible del amor y que hacen de él la bandera que justifica su paso por el mundo.

Además de ello, Espinosa nos presenta una sociedad intelectual colombiana tenazmente criticada y burlada. A través de múltiples personajes e instituciones, que más de uno podrá reconocer como propios de nuestro gremio literario y académico, el autor hace una radiografía, cargadísima del humor negro que lo ha caracterizado en otras de sus obras, de la a veces perniciosa sociedad intelectual capitalina. Con nombres que encubren tanto a los posibles personajes de la realidad como a las instituciones donde se forma nuestra “clase literaria” (en nuestro país es común la expresión “clase” para designar a ciertos gremios), esta novela llega a asociar farándula, academia y ciencias ocultas como parte de un mundo idealizado que, obviamente, la obra carnavaliza. Este último aspecto, el de las llamadas ciencias ocultas, va a ser el que desencadene el trágico desenlace de la historia y el que, a su vez, marque las particularidades de un amor que el autor quiere subrayar como superador de cualquier discurso de los que se hacen llamar a sí mismos como posmodernos. Las alusiones a la magia, la brujería o los sucesos mal llamados paranormales, como el mismo autor declara, encuentran en esta obra perspectivas diferentes a las que el novelista propone en novelas anteriores como Los cortejos del diablo. Vale la pena leer Aitana. No sólo va a encontrar una obra conmovedora, sino que va a hallar una prosa ligera y bien lograda, donde lo anecdótico se cruza con las reflexiones más profundas sobre la historia, la filosofía de nuestros tiempos, la acelerada llegada de nuevos conceptos, los discursos científicos contemporáneos y las referencias más nutridas a la tradición poética occidental, entre otros aspectos, lo que da cuenta de un autor que, sin lugar a dudas, representa una de las figuras más destacadas de la literatura del país.

Alerta de terremoto Tim Keppel (312p, Alfaguara, $39.000)

Por Melba Escobar ¿Por qué es tan importante que sea un gringo el autor de este libro? Tal vez porque difícilmente se puede tener una mirada tan cínica y sorprendida cuando se juega de local. Tim Keppel es un norteamericano que vive en Cali desde 1995. En cada uno de sus relatos vemos a un gringo que sucumbe al encanto del trópico. Les pasa a Rick, Mike, Dave, Blake, Sonny, James. Hombres que salen de su país para volver a empezar, y acaban en Colombia. Todos ellos encuentran en Cali, Cartagena o Gorgona, una buena razón para aferrarse a la vida, aunque paradójicamente nunca hayan estado tan cerca de la muerte.

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El autor nos va llevando por calles despavimentadas en la periferia, peleas de gallos, secuestros, exilios, viajes por carretera. La voluptuosidad del paisaje y la sensualidad de las mujeres van marcando el recorrido. Keppel puede poner a una mulata a sorber jugo de borojó con un pitillo mientras la vemos desde afuera, con la mirada refrescante de quien aún puede percibir lo insólito en lo que para nosotros es simplemente cotidiano. Por momentos es como si uno estuviera viendo a un colombiano desde afuera –desde el pellejo de un gringo–, un ejercicio que tiene algo de trágico y mucho de cómico. Algunas de estas historias (“El barrio”, “Farsante”, “La tormenta”, “La balada de las jorobadas”) son de una belleza estremecedora y de una gran fuerza simbólica. Casi se oye la salsa, se siente el olor a caña, el sabor a ron añejo. Cada relato es una experiencia sensorial exquisita, una invitación a coger carretera para irse a tierra caliente, al mar, a explorar ese país tan exótico del que habla Keppel, ese que nos parece tan familiar y asombroso a la vez.


Cocina Fútbol Fútbol Narrativa En el cielo con diamantes Senel Paz (426p, Bruguera, $46.000) Senel: Apenas terminé de leer En el cielo con diamantes, tu novela, dibujé una sonrisa en mi boca y dije en voz alta:“¡Qué bien!”. Esa sonrisa, en medio de todo: las noticias, los escándalos, las colas en el banco y la llenura de los buses, sigue existiendo. Es por eso que ahora me atrevo a escribirte una carta y, caballero, tutearte. No puede ser de otra manera. Intentaré contarte cayendo, como Arnaldo, uno de los personajes de tu historia, de cuando en cuando en circunloquios que parecerán alejarme de mi objetivo. ¿Qué es lo que hace que David, un personaje cinematográfico, el joven militante comunista de Fresa y chocolate, se quede en la memoria de un espectador y pueda, después, transformarse en un personaje novelesco y tenga la misma vida? Creo que la honestidad con que fue creado y la lealtad con su destino. En ningún momento sentí que estaba frente a un instrumento sino ante un carácter. Llegué a tu novela por recomendación de una amiga común, Adelaida Fernández, la mujer más hermosa de Cuba. Me dijo que la estaba leyendo y que estaba encantada. A los amigas hay que creerles. Y en este caso no había por qué dudarlo: es tremenda lectora fuera de ser, también, tremenda escritora. Bueno. Me alegré mucho cuando sentí que pisaba terreno conocido, cuando supe que el David que contaba y recordaba en la novela era el mismo David que años atrás, en el cine, se había enfrentado consigo mismo en una situación ante la cual no estaba preparado y llegaba cargado de prejuicios. Lo que aquí nos cuentas, a través de las voces de los personajes, son los primeros años de ese remezón que fue la revolución cubana. Un momento en el cual todo se cuestionó y se reconstruyó: el destino se convirtió en un proyecto. Una ilusión. Es ahí donde están David y Arnaldo: construyendo y conviviendo con la historia. Con sus aciertos y errores. Lo bueno y malo. Esas voces, a partir de sus idiosincrasias y afectos, van contando sus vidas de jóvenes en medio de otros jóvenes.Y comienzan a aparecer personajes de la vida real a los que podemos reconocer: seres de carne y hueso que hacen parte de ese inmenso mural que es la cultura cubana (donde, no olvidemos, “se analizaron y criticaron los diferentes matices del azul”). Tenemos el privilegio, los lectores, de escuchar las diferentes versiones de un mismo hecho, las verdades, las mentiras, las trampas que rodean cualquier suceso y, en este caso, la historia de la pérdida

de la virginidad de David con Vivian. Cada personaje con su lenguaje nos va contando, como Scherezada en Las mil y una noches, paso a paso, despojando de los velos, creando misterio, suspenso, intriga, complicidad, las aventuras y desventuras de estos jóvenes en medio del tráfico de los días: la aparición maravillosa de los Beatles que con sus canciones condensaron los sueños de toda una juventud llena de energía y ansiosa de cambios hasta el momento doloroso de octubre de 1967, cuando Fidel le anunció a todo el pueblo de Cuba (y al mundo entero) que era verdad lo que decían las noticias: el Che había caído en Bolivia. Esta novela, si no fuera porque es una palabra que ha sido tan mal utilizada, sobre todo en Colombia, es una de las más tiernas que he leído. O mejor: entrañable. Cada historia, cada momento, cada situación se quedó en mi memoria, dejando una marca imborrable: la cubanía. Esa mezcla, ese ajiaco (como creo que dijo don Fernando Ortiz) de esperanzas, humor, solidaridad, sacrificios, lucha, gracia, encanto, ritmo, elegancia, dignidad que hacen que el pueblo cubano sea el que es. En esta novela, Senel, logras transmitirlo, no atraparlo. Creo que valieron la pena estos años de espera, este silencio editorial tuyo que ya nos estaba preocupando. Desde El niño aquel (1980), Un rey en el jardín (1988) y El lobo, el bosque y el hombre nuevo (1991) nos habíamos acostumbrado a tus historias que, como los cuentos de las abuelas, acompañan, divierten y hacen pensar. Tú, al igual que tu personaje, “has comenzado a escribir después de mucho tiempo de esperar por las palabras”. Muchas de las experiencias e ideas de lo muchachos cubanos que vivieron los años duros y heroicos están acá contadas para que no se olviden. No solamente las alegres, también las otras, “esas cosas de la revolución que no son la revolución”, pero vistas de frente, no de lado, mirando desde un solo lado y afiladas las intenciones. Te dije, al principio de esta carta, que me iba a perder en los circunloquios. Son muchas más las cosas que quisiera decirte. Pero creo que las dejaré par algún día, para mañana. La conversación que se desprende de esta novela es infinita. Suerte,

Álvaro Castillo Granada

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La voz interior Darío Jaramillo Agudelo (639p, Pre-Textos, $69.900)

Por Luis H. Aristizábal A juzgar por el tamaño de algunos de sus libros (y acaso por el de su propia persona, como señala un colaborador de esta revista), se diría que Darío Jaramillo Agudelo es el más grande de los escritores colombianos. ¡Y eso que se retiene y que corta! Alguna vez me confió que su método consistía en escribir todo lo que se le ocurriera, páginas y páginas, para luego empezar a recortar hasta dejar las cosas en una apacible (¿y presentable?) cuarta o quinta parte del total inicial. Este método tiene algunas desventajas, pero la principal de sus ventajas es que el escritor se relaja porque sabe que inicialmente está escribiendo sólo para sí mismo, y así comienza a acostumbrar a su pluma a escribir bien, como lo hacían los escritores de las centurias anteriores al computador, que no podían darse el lujo de arruinar páginas enteras debido a elementales descuidos. Pero si no el escritor más grande, cosa que no creo que le importe demasiado, el autor de este mamotreto tiene que ser un ser muy solitario, de muchos desvelos y de pocas aficiones extrañas a la literatura. La voz interior es fruto de esos desvelos organizados, tan raros en quien durante el día ocupa un cargo burocrático, así sea en el ambiente poco ingrato de un Subgerente Cultural del Banco de la República. Amenidad debe ser la palabra favorita de Darío Jaramillo Agudelo. Los libros de Jaramillo no solamente son amenos sino juguetones y divertidos y de una facilidad de palabra absolutamente deliciosa y muy efectiva. Maneja un lenguaje neutro que muchos niegan que exista, evitando fastidiosos giros de novela regional así como la fácil tentación de “hablar en paisa”, aunque sus personajes sean casi todos antioqueños. El propio narrador de este libro define muy bien su estilo “tan escueto, tan al grano, pero a la vez tan personal, siempre dejando en claro su sentimiento, el carácter subjetivo de su narración”. Nadie más opuesto al barroco que Jaramillo. Como anota uno de los personajes, cada metáfora, cada imagen, cada parábola son en cierto modo derrotas: admitir que hay algo que no pudo ser dicho de manera sencilla. Su estilo en prosa quiere ser el más despojado del mundo y decir todo con la mayor economía de medios posible. Le gustan la prosa directa, la economía verbal, la falta de adornos. Como tal, ha incursionado en casi todos los géneros, desde la novela epistolar hasta el poema épico, desde el libro de viajes hasta el de lecturas recomendadas, desde la hagiografía o vidas de santos, como en este libro, hasta la novela apócrifa. En La voz interior incurre, entre otros, en la biografía imaginaria, en la autobiografía, en el diario y el poemario heterónimo, al estilo de don Juan de Mairena (en prosa) o de 74 piedepágina

Alvaro de Campos (en verso) e incluso recurre a la parodia greiffiana. En todo caso hay algo inmenso y desmesurado en este libro. Lo que de economía tiene en el despojo narrativo, lo derrocha luego en el largo del texto. Ante el tamaño de este libro cualquier reseña adquiere proporciones heroicas. La trama es sencilla: Sebastián Uribe Riley, el viejo amigo de infancia, de sangre paisa y gringa, en cuya casa en Medellín se hablaba en inglés, ha muerto hace diez años. “Parece natural que uno no tenga noticias de un amigo ausente durante varios años. Pero no lo es tanto que pase el mismo tiempo sin enterarse de su muerte. Se supone que las malas noticias viajan rápido”. La madre del difunto confía al narrador, biógrafo, autobiógrafo y amanuense, un tal Bernabé, dos baúles con los manuscritos de su hijo.Y este los publica, antologiza y comenta en la segunda mitad del libro, no sin antes contarnos la vida de Sebastián, al mismo tiempo que la suya propia. Pero la cosa se complica porque Uribe Riley tiene a su vez –es la primera vez que veo heterónimos o máscaras creativas de tercera generación– otros heterónimos, como Isaac Peña y Walter Steiggel... Una de las cosas más llamativas en la prosa de Jaramillo es que sus personajes poco se parecen al Jaramillo de la vida real. Mejor dicho, son como el título de este libro, voces interiores. Los alter ego de Jaramillo, paisas bonachones plenos de amigos y simpatías, bastante sociables, especies de moneditas de oro queridos por todo el mundo, se parecen más tal vez a algunos amigos de Jaramillo como Juan Luis Mejía o Héctor Abad... Incluso el divertido asesino de una esposa que Jaramillo nunca ha tenido, tiene algo de representante adorable de muchos que sí la han tenido. Jaramillo no es en absoluto hombre de multitudes, detesta los ruidos, las aglomeraciones, las faenas obligatorias, abomina de los viajes, de las conferencias, de los homenajes; es un introvertido solitario y tímido hasta la hosquedad, que sólo se expande con sus pocos pero grandes amigos y al que muchos consideran antipático e incluso inabordable. Pero bueno, como diría Walt Whitman, “contengo multitudes”, y si esas multitudes se saben expresar, tanto mejor.Y si el escritor consigue convertir su propia catarsis en gran literatura, no tenemos motivos sino para alegrarnos. Pero aparte de su carácter –lo más superficial que hay en un escritor–, de lo que no queda ninguna duda es de que Jaramillo es un gran observador. Todo escritor que se respete almacena cuadernos de conversaciones entre contertulios imaginarios, anotaciones, argumentos para futuras novelas...Y de pronto une todos esos fragmentos, que ya pesan un infierno, y hace un libro como este. La primera motivación de La voz interior, concluyo, es que se trata de un expediente para dar oportunidad a una cantidad de material acumulado durante años para llegar a la imprenta. Al mismo tiempo es una “novela de iniciación”, de recuperación de la infancia a través de las notas de un amigo muerto y un ejercicio autobiográfico. Las vidas de los escritores


Cocina Fútbol Fútbol Narrativa y de los poetas suelen ser bastante aburridas. Un libro así es, como él mismo lo dice,“un empeño de hacer la narración entretenida de una vida monótona”. En lo que sí se parecen Jaramillo y Uribe Riley es en sus reflexiones acerca del carácter y la importancia de la poesía y en un sorprendente amor por la música en alguien a quien jamás se ve en los conciertos de la Sala de la Biblioteca Luis Angel Arango. La de Uribe Riley es la vida del common man inteligente de los tiempos postmodernos... Tanto Uribe Riley como Bernabé son de la famosa generación del 68. Los franceses tienen una palabra para nombrarlos: soixantehuitards. Sus ideas de vanguardia de entonces son hoy moneda corriente. Drogas, ateísmo, marxismo, peace and love, sexo sin restricciones, make love not war, etc. Todos sabemos la distinta suerte que ha corrido con el tiempo cada uno de estos conceptos: “En aquellas efervescencias de los sesenta y setenta, los más necesitados de una fe derivaron hacia la revolución comunista –en cualquiera de sus versiones– pero muchos, sospecho que la mayoría, quedamos huérfanos de toda certeza”. Uribe Riley, acaso sorprendentemente para alguien de su generación, tiene preocupaciones religiosas de seminarista frustrado: “Aun para los marxistas, la religión es algo secundario, una etapa –anterior– en el desarrollo de la humanidad. Ni a los reconocidamente ateos les interesa combatir a Dios. De Dios no se habla. La indiferencia ante lo religioso es total en el mundo que vivo y esto lo hace distinto al aire que respiraba en el colegio. El tema de Dios es tabú y hay desprecio por lo religioso. Ésta es una paradoja muy significativa: las estadísticas dicen que el noventa y nueve por ciento de los medellinenses son católicos practicantes, la tradición histórica reza que Antioquia es el pueblo más ortodoxamente católico del país y que más de la mitad del clero colombiano procede de esta tierra. La paradoja consiste en que cuando miro alrededor y veo a mis compañeros, a mis profesores, todos tratan con desdén a la Iglesia y enfocan las creencias como asuntos anacrónicos y anticientíficos”. Uno de sus heterónimos, el profesor estadounidense Walter Steiggel, termina reflexionando: “No creo que Dios sea asunto para la mente humana y, en cambio, estoy seguro de que los hombres sí somos un problema que tiene que preocupar mucho a Dios”. De antología, se me antoja, la serie dedicada hacia el final al tema de los tres deseos. Sí, daría para una espléndida novela. Imaginemos una invasión de lámparas mágicas. Qué espléndido mundo el que tendríamos. ¿Es esto gran literatura? Creo que al propio Jaramillo le tiene sin cuidado si lo es o no lo es. Su aspiración es otra. Tanto a Uribe Riley como a él les gustan escritores amenos y efectivos, acaso no demasiado apreciados por la crítica, como Mario Puzo o Germán Castro Caycedo, para poner ejemplos extremos. Pero igual disfrutan del barroco, como en su amor compartido por Quevedo. La clave está acaso en una confesión de Uribe Riley: “Hay caracteres clásicos y caracteres barrocos. Siempre han coexistido. Han coexistido llamándose de diferentes maneras. Son formas de entender el mundo. Yo soy clásico. Aspiro a la imposible claridad [...] Apenas ahora lo entiendo: las diferencias son siempre limitaciones. Lo que antes me parecía el camino equivocado, ahora creo que es la visión más enriquecedora de mi propio camino. El clásico necesita al barroco porque la sola cordura es la más rematada de las locuras”.

Aceite de perro y otros cuentos macabros Ambrose Bierce (146p, Punto de lectura, $16.900) Traducción y prólogo de Nicolás Suescún

Por Marcel Capato Antes de leer los cuentos macabros de Ambrose Bierce, es recomendable minimizar riesgos. Yo, por ejemplo, dudaría en leer alguno de sus escritos si todavía fuera un ferviente creyente de los valores tradicionales de la familia. Tampoco creo que sea muy recomendable leerlos si uno alberga algún tipo de esperanza respecto a un próximo renacer de la humanidad. Si usted cree que la sociedad occidental, presente, pasada o futura, tiene cosas buenas o rescatables, va a estrellarse de frente con un muro llamado Ambrose Bierce, metro noventa de estatura y “mirada de acero”. Pongámonos cómodos. Voy a tutearte: ¿crees que tu papá es un buen hombre? ¿Consideras que tiene una profesión respetable? Pues aquí, en el universo de Ambrose Bierce, los papás se hacen degollar por sus propios hijos, y tienen profesiones que consisten en recoger perros de las calles más perversas, para así sacar aceite de sus cadáveres triturados. Negocios son negocios. ¿Tienes una mamá ejemplar? ¿Te tejía sacos con diseños de venados para dártelos en Navidad? Pues aquí, las mamás son herederas directas del demonio, y ayudan a la empresa familiar con pesitos extra, provenientes de la aniquilación masiva de bebés abandonados. Perros callejeros, seres humanos no deseados, ¿cuál es la diferencia? Ninguna. Todos somos miserables, y como seres miserables intentamos movernos dentro de un mundo implacable. Si a pesar de los preavisos te estrellas de frente con este muro, creo que lo más recomendable es mirarte inmediatamente al espejo y hacer una lista detallada de la catástrofe. Ahora mismo, estoy escribiendo esta estúpida reseña desde el Clinicentro de la calle 99. La enfermera me prestó algo con qué escribir. Le pedí a Alejandro Martín que en vista del estado deplorable en que me había dejado la lectura me diera un poco más de plazo para entregarla. Pero el tipo resultó ser intransigente y podrido por dentro, un duplicado de pesadilla de cualquier personaje de Bierce. No te preocupes, la lectura no me dejó en realidad nada grave. Es sólo una recaída, nada que no puedan arreglar dos o tres bolsas de suero intravenoso. Pero si quedaste desfigurado, irreconocible, podrías consolarte con la idea de que has pasado por una experiencia de lectura demasiado violenta. No es tu culpa. Eres un héroe.Ya estás listo para morir como te lo mereces: a los setenta años, deja una carta apenas evocando tu partida a la guerrilla mexicana de principios del siglo xx, y desaparece de la faz de la tierra. Desaparece sin dejar rastro.

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Best -Ensayo seller

Cambio de armas Luisa Valenzuela (200p, Norma, $32.500)

Por Adriana Delgado La primera edición de Cambio de armas salió en Estados Unidos, en 1982, en Ediciones del Norte. En plena dictadura militar, Luisa Valenzuela tuvo que exiliarse, y los cinco cuentos que recoge este libro tienen como telón de fondo la realidad de la guerra sucia que los militares adelantaban en el país. Si bien tienen diferente temática, se puede decir que tienen una “coherencia” narrativa, en la medida en que podrían ser historias paralelas en un mismo momento histórico. Los cinco cuentos de Cambio de armas narran fragmentos de vida de cinco mujeres que “están profundamente ancladas en su condición, conscientes de discriminaciones todavía horribles en nuestro continente y a la vez llenas de una alegría de vida que las lleva a superar las etapas primarias de la protesta o la supervaloración de su sexo para ponerse en un perfecto pie de igualdad”, como dijo Julio Cortázar de Luisa Valenzuela después de leer este libro. Las cinco protagonistas de Cambio de armas son mujeres cuyo papel es estar vivas, como afirma Bella, la protagonista de “Cuarta versión”, a pesar de la realidad política que enfrentan. Son mujeres determinadas y recias que no temen amar ni desear ni entregarse y que, además, están comprometidas con sus ideales y sus amores.Y aquí radica una de las características que más me sorprende: cada uno de los cuentos de Cambio de armas es una denuncia de los horrores de la dictadu76 piedepágina

ra, pero sin ser panfletario, es un retrato de la realidad, pero sin ser hiperrealista. En todos los cuentos, el amor y la muerte van de la mano, el deseo y el horror, el erotismo y la crueldad. Esta oscilación se hace especialmente evidente en el cuento que le da nombre al libro: “Cambio de armas” nos presenta a una mujer que no recuerda su pasado. Está encerrada en un apartamento sin tener contacto con el mundo exterior y las únicas personas con quienes se relaciona son la empleada y el marido, un hombre que en apariencia la cuida y la bienquiere, pero hay pistas que nos hacen sospechar. A medida que nos adentramos en la historia, vamos descubriendo con espanto que muchas veces las armas de doblegamiento no necesariamente requieren la violencia física, y entonces intuimos a qué se refiere ese cambio de armas. En “Ceremonias de rechazo”, mi cuento favorito, Amanda está enamorada de Coyote, lo desea, lo añora, pero el esquivo Coyote la mantiene esperando horas y días junto al teléfono antes de aparecer, hasta que un buen día Amanda dice ¡no más! y se empeña en llevar a cabo unas ceremonias de rechazo, para exorcizar esa presencia masculina de su casa y de su cuerpo. Y uno no puede no identificarse con Amanda, porque, ¿quién no ha vivido aunque sea una vez en la vida el descuido de un amante? ¿Quién no ha sentido aunque sea una vez que tiene que pasar la página y necesita de un ritual para hacer acopio de todas las fuerzas y dejar atrás a ése o ésa que nos hace daño? Luisa Valenzuela es capaz de narrar la cotidianidad, lo extraordinario de lo ordinario, lo aparentemente fútil, pequeños fragmentos de la vida misma, con todos sus matices y complejidades. Y este libro no es la excepción. Si uno no ha leído nunca a Valenzuela, Cambio de armas es un buen inicio. Después se pueden ir descubriendo sus otros libros, que, lastimosamente, no todos se consiguen tan fácilmente. Editorial Norma ha publicado también La travesía y Los deseos oscuros y los otros, y en el Fondo de Cultura Económica se pueden encontrar otros de sus títulos.

Sobre la belleza Zadie Smith (476p, Salamandra, $59.000) Traducción de Ana María de la Fuente

Por Alberto de Brigard Si todavía alguien lee dentro de doscientos años, no es imposible que ese hipotético lector disfrute con Sobre la belleza de Zadie Smith de la misma manera como algunos de nosotros gozamos hoy en día con la obras de Jane Austen. Ambas comparten un humor ácido pero compasivo, ambas crean caricaturas sin exageraciones que permiten distinguir los rasgos más profundos de sus modelos y, sobre todo, ambas dominan el arte de hacernos sonreír con escenas aparentemente intrascendentes, perfectamente trabajadas, que dicen mucho sobre las actitudes y preocupaciones de la sociedad en la que les correspondió escribir. En esta novela de Smith, el equivalente a la pequeña villa inglesa del siglo xix es la facultad de humanidades de una prestigiosa universidad cercana a Boston, en donde las rivalidades, los adulterios y las amistades unen y enfrentan a un círculo restringido de viejos conocidos; las obligaciones sociales no se rigen por un código de buenas maneras sino por uno de corrección política y, aunque las decisiones familiares tienen que ver más con los divorcios que con los matrimonios, siguen unas reglas que Austen comprendería. La propia Zadie Smith, en la presentación de su libro, reconoce también su deuda con Howards End de E.M. Forster, y le hace muchos homenajes. Como en esa novela, la trama sigue los pasos de dos familias muy opuestas, con conflictos no resueltos, que llegan a confrontaciones directas como consecuencia de la inesperada amistad entre dos mujeres. También en Sobre la belleza como en su antecesora, hay líos relacionados con herencias inesperadas, últimos deseos no cumplidos y culpas sin redención. Pero el libro de Smith está lejos de ser sólo una actualización de tramas del pasado. Es una historia original, una de cuyas fortalezas es presentar con gracia y lucidez la forma en que muchas familias contemporáneas deben –además de lidiar con las dificultades tradicionales de la convivencia, la fidelidad conyugal y las crisis propias de


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Ciudades de sal Abderrahmán Munif (688p, Norma, $49.900) Traducción de Anna Gil Bardají

Por Juan Camilo Acevedo

las diversas edades de sus miembros– resolver otros conflictos que asociamos más con la esfera política que con la doméstica, como las relaciones interraciales o el fundamentalismo religioso. Smith encuentra el tono justo para que los personajes, los diálogos y las situaciones sean significativos y trascendentes, sin dejar de ser frescos y muchas veces muy divertidos. Entre las virtudes que destacan la mayoría de críticos de los libros de Smith está su excelente oído para las jergas y modismos de los diversos ambientes en los que se desarrollan sus historias. Es claro que esto hace que la traducción de sus novelas sea particularmente difícil, pero esa dificultad no justifica la avalancha de madrileñismos que nos infringe Ana María de la Fuente, la responsable de esta; con seguridad un número grande de los lectores de la obra están en Latinoamérica y consideran que “tía” es únicamente una persona del sexo femenino con quien nos unen lazos de consanguinidad y se pierden cuando un personaje afirma que “tenemos cosas que molan un taco” o cuando hay referencias a un “capullo flipado”. Tal vez las soluciones para este problema sean excesivamente complicadas y costosas, pero no deja de haber una dosis incómoda de arrogancia peninsular en esa particular selección de expresiones, con el inconveniente adicional de que la lectura pierde fluidez al tropezar con algunas de ellas. En cualquier caso, a pesar de los problemas de la traducción, la lectura de Sobre la belleza nos deja satisfechos, sonrientes... y pensativos.

Un grupo de marines agobiados por la guerra es visitado por Dinah Shore o Marlene Dietrich.Tras meses de balas, lejos de casa, sin la posibilidad de visitas conyugales, los soldados estadounidenses chiflan y bailan frenéticos. Una escena recurrente en las películas bélicas del Hollywood de los cincuenta. Sin embargo, en este caso los marines están en un pueblo del medio oriente, un pueblo que apenas ha visto extranjeros árabes y que rara vez es visitado por su Emir o las caravanas de comerciantes que atraviesan el desierto. Esta vez la historia no será la del joven sargento que viene de Lousiana, sino la de los beduinos que nunca antes habían visto una mujer tan blanca. En ese pueblo en Arabia: “muchos habrían dicho algo al respecto, pero aquella actividad frenética, la música atolondrada y apabullante, las escenas que se sucedían a toda velocidad, no daban tiempo de hablar a nadie. Los trabajadores árabes permanecían, pues, absortos en ese sueño imposible”. La novela de Munif se narra desde esos pueblos. Es la mirada desde el otro lado. Una mirada seria y sin concesiones que cuenta la historia de la llegada de la explotación petrolera estadounidense a Arabia. Es la historia de pueblos que se vuelven ciudades, de sal. Que desparecen tan rápido como crecen en un frenético desarrollo constante e impuesto. Sus protagonistas: dos ciudades. Munif presenta una gran variedad de personajes sin que ninguno de ellos asuma un rol principal. El tema es político, sin duda, la novela no. Ese es su gran triunfo; Munif nunca traiciona la historia en busca de la denuncia, nunca desdibuja a sus personajes en pos del efectismo. Muestra, eso sí, sólo un lado de la historia: el árabe. De cualquier modo, el otro es bien conocido. Ciudades de sal es el primer volumen

de los cinco que conforman la obra más importante de Abderrahmán Munif. Una novela extensa, de escritura poética, que logra construir personajes entrañables con poco, muy poco. Una narración de ritmo lento cuyo final se acelera para perderlo. Quizá por ello los últimos personajes pierdan coherencia. Sin embargo, la novela ya ha logrado lo que se propone. Munif es sin duda uno de los autores árabes de mayor salida en el mundo occidental. Sin embargo, su obra apenas si ha sido traducida al inglés y esta es una de la únicas, sino la única, traducción directa, y de forma bastante acertada, al español. En el prólogo se da alguna información acerca del autor y de la obra. No obstante, es escaso e infortunado en el intento de situar al lector en la narrativa árabe. Ciudades de sal es un buen comienzo para acercarse a la novelística árabe. El lector no dejará de notar las lecturas occidentales que permean la obra de Munif. Este, educado en Francia, asume la tradición de la novela europea del siglo xx, en particular de la centroeuropea. Desde ahí, intenta una novela total, una obra monumental de cinco volúmenes. Sólo nos resta esperar los últimos cuatro.

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Otro episodio de Mandrake Por Catalina Holguín Jaramillo

Mandrake, la Biblia y el bastón Rubem Fonseca (200p, Norma, $31.500) El ex abogado y ex comisionado de policía Rubem Fonseca es uno de los escritores brasileros más importantes del siglo xx. Este exponente de la llamada corriente neo-policial iberoamericana presenta con su obra una visión cruda de Brasil y de Latinoamérica donde la corrupción política y policíaca, el crimen y la lujuria reconfiguran el paisaje mítico y real maravilloso de la ficción de Alejo Carpentier y Gabriel García Márquez. Mandrake, el protagonista de la última novela de Fonseca titulada Mandrake, la Biblia y el bastón, es un abogado criminalista mujeriego, tomatrago y fumador que aparece en otras obras del autor, como en el libro de cuentos El cobrador y las novelas Y de este mundo prostituto y vano sólo quise un cigarro entre mi mano y El gran arte. En La Biblia y el bastón, el legendario personaje de Fonseca resuelve dos casos importantes. El primero es el robo de una Biblia antiquísima y el segundo, el asesinato del esposo de una de sus tantas amantes. El caso de la Biblia comienza cuando Karin Altoaguirre solicita la ayuda del abogado para encontrar a un amigo suyo, un enano llamado Carlos Waise. La desaparición del tipo, a su vez, está ligada con el robo de un incunable, una de las primeras biblias impresas en el revolucionario invento de Gutenberg. A medida que Mandrake y su entrañable amigo Raul, un policía, comienzan a investigar el robo, todos los involucrados empiezan a ser abaleados: la bibliotecaria Eunice, el enano ladrón Carlos y Ledoux, un viejo dueño de una librería de libros raros. Con cada muerte, la resolución del robo se complica hasta que, en las últimas páginas, se revela el asesino, un tipo que sólo cumple el rol de deus-ex-machina. El desenlace es atropellado y desencantador; no colorea retrospectivamente todos los hechos y pequeños detalles que se acumulan tras las páginas, como sucedería en otras novelas del género. El juego de Fonseca no es, claramente, el de la investigación metódica y la explicación eminentemente racional. Por el contrario, el detective/abogado se tropieza con la solución y de paso sufre las consecuencias de su propia falta de visión, al quedar condenado a usar un bastón por el resto de sus días. El bastón es la pieza clave del siguiente caso, en el que el esposo de una amante de Mandrake aparece muerto y, junto a su cuerpo, el bastón del abogado. Este episodio sufre de la misma cojera dramática del caso de la Biblia; está rodeado de varios casos breves que ni le añaden importancia a la trama principal ni son de interés en sí mismos. Además, al igual que con el episodio de la Biblia, Fonseca dilata la solución del crimen sólo para resolverlo al final en un par de páginas con la aparición de un personaje salido de la nada. Los casos que resuelven Mandrake y Raul, tanto los principales como los periféricos, carecen de complejidad. La inteligencia del Mandrake de Y de este mundo prostituto y la sofisticación del Fonseca de Agosto no asoman en esta última novela que más parece un episodio de la serie de televisión Mandrake producida por hbo que una aventura de uno de los personajes más queridos del célebre autor brasilero.

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Libro de los monstruos buenos Santiago Londoño Vélez (105p, fce, $23.000)

Por Gonzalo Valderrama Un “monstruo bueno” no es un oxímoron, básicamente porque los monstruos no existen... ¿o sí? Luego de leer este bestiario, escrito en un castellano universal, minimalista y casi inocente, uno comienza a dudar sobre quiénes son los monstruos, ¿ellos o nosotros? Ellos son tan sólo 23; nosotros... muchísimos más. Ignoro qué edad tiene la palabra. Lo cierto es que una de las acepciones de “monstruo” en el lenguaje cotidiano es “persona que hace cosas asombrosas”; tan asombrosas que nos espantan, porque nuestra normalidad no puede llegar a tal nivel. Por eso los relegamos a los calabozos de la imaginación; por eso nos valemos de su mala prensa para obligar a los niños a tomarse la sopa. Al conocer a este equipo heterogéneo de fenómenos del reino animal, vegetal y mineral, nos damos cuenta de que lo monstruoso no es más que un sinónimo de lo marginal, lo distinto. Entonces reconsideramos la posibilidad de compasión por los clásicos: Drácula, la criatura de Frankenstein, la momia, el hombre lobo, Cuasimodo, etc. Ellos son sólo víctimas de las circunstancias. Es su naturaleza, como en la fábula del escorpión. ¿Qué es lo normal, entonces...? ¿Trabajar, ir a cine, besarse y cobrar cheques? Comparados con esta liga de “anomalías” que comparten el mundo con nosotros, habremos de sentirnos realizados por encajar en el mundo de la convención.


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La ceiba de la memoria En El libro de los monstruos buenos hay un aire de la Guía para viajeros, del también antioqueño Darío Jaramillo Agudelo... salvo que don Darío no hizo las ilustraciones. No alcanza su nivel poético, pero toca otros sectores de la sensibilidad: la compasión, la envidia, el asombro, la paradoja y, sobre todo, el humor: zona de intersección con las famas y los cronopios de Cortázar, y con las vidas imaginarias de Schwob. Incluso, si ampliamos el marco hacia la narrativa pop, hallamos algunas coincidencias con los X-Men, de Stan Lee. Usted conocerá a Adablán, el patentador de las palabras; a Ñmpfp, el enemigo de la gramática (¿primo lejano de Mfp, el enemigo de la caries?); a Rabdoman, el mago detonador de los monstruos interiores; al tercer talismán, paliativo ante la adversidad; al árbol sin raíz y con un cuerpo extra; al pulpoballo, imitador de animales para nada; al lapidor, híbrido de lápiz y borrador que obliga a los hombres a la memoria transgeneracional; al pájaro espada; a la mujer tan bella que asusta; a los retruépitos, interesantes pero incomprensibles; a los diablillos del trecñado, del tclsdop, del... ¡bah!, etcétera. Todos estos monstruos inventados e inventariados por Londoño no lo son por su aspecto, sino por sus actitudes y obras antinaturales, porque escapan a la norma. Curiosamente tienen más virtudes que defectos, pero es su contraste con nuestro contexto lo que los vuelve marginales. Son seres ajenos a su tiempo y que, a la larga, nos hacen la vida más amable, a través de sus favores inconscientes, que se convierten en maleficios accidentales. Estos adefesios bonachones terminan siendo chivos expiatorios de la sociedad que no perdona la diferencia. Ser tan buenos y vulnerables los convierte en ociosos solitarios, en estos tiempos de iniquidad y acelere. Este es un libro para adultos, escrito en tono de libro infantil, que flirtea con el niño interior que aún patalea en nosotros, chocando con los prejuicios adquiridos en la adultez. Sabemos que es de mentiritas todo su contenido, pero nos cuestiona, por cuotas, sobre nuestra vida no-monstruosa.Toda una exhortación a la tolerancia.

Roberto Burgos Cantor (409p, Seix Barral, $39.000)

Por Juan David González Betancur La novela es, sin lugar a dudas, un género complejo que se redefine a sí mismo de manera constante. La ceiba de la memoria, última novela de Roberto Burgos Cantor, se acoge eficazmente a esta premisa. Lejos del relato tradicional y a través de una estructura que reta insistentemente al lector, Burgos nos presenta una nueva manera de recuperar nuestro pasado y revisitar nuestra historia. El argumento de la obra se construye a través de la pesquisa documental y el proceso de escritura de una novela basada en la figura de Pedro Claver, desafío que emprende Thomas Bledsoe, historiador convertido en personaje por Burgos. A partir de ello, La ceiba de la memoria ofrece una nueva mirada a nuestro pasado colonial donde se examinan con detenimiento los pormenores de los procesos de esclavitud y las particularidades de la sociedad colonial de la antigua Cartagena de Indias. Divida en cuatro partes, La ceiba de la memoria nos presenta una variedad de puntos de vista que convierten a la novela en una polifonía dramática. Dándole voz propia a cada uno de sus personajes, Burgos da cuenta de la diversidad de enfoques que ofrece una nueva mirada a la historia, una mirada en la que realidad y ficción se enfrentan con el mismo ahínco que lo hacen memoria y olvido.Y es que estos dos últimos conceptos, recurrentes en la obra del autor, son los que van a encajar cada una de las piezas de esta inicial y aparentemente estructura caótica de la novela. La protagonista indiscutible de esta obra es la memoria. Ella atraviesa cada una de las situaciones y se constituye como cuestión principal de la vida de cada uno de los personajes. Rescatar del olvido nuestro pasado colonial va a llevar al autor a hacer una exploración arqueológica que él mismo se encarga de hacer evidente. Aunque la audacia de la técnica del autor es indudable en cada capítulo y en la manera como se conectan las situaciones, la novela peca de exceso en cuanto a algunas secuencias descriptivas. Si bien en algunos momentos, como en ciertos episodios eróticos, el exhaustivo interés por el detalle hace más rico el relato de las situaciones, en otros la acción se disuelve ante cierto pintoresquismo. Además, ciertas alusiones a momentos específicos de los personajes o a sus visiones de mundo se vuelven reiterativas, lo que hace de la novela un ejercicio que se agota por momentos y que en otros dificulta una lectura fluida. No obstante, La ceiba de la memoria es una novela que hay que leer. Nos plantea un sinnúmero de cuestionamientos que ponen en crisis la manera de entender nuestra identidad y que recusan a la Historia. Burgos propone una obra que expone los horrores de nuestro pasado y que los equipara con los de Auschwitz o con los de cualquier otro acontecimiento trágico de la historia mundial. Así mismo, nos plantea un presente problemático, en el que el mundo sigue siendo víctima de errores semejantes y donde no queda más que la escritura para superarlos.

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Dudo Errante (Riddley Walker) Russell Hoban (240p, Editorial Berenice) Traducción de David Cruz y María Luisa Pascual

Por Alberto de Brigard Russell Hoban es un norteamericano nacido en Pennsylvania en 1925, que escribe sombríos libros infantiles que parecen para adultos, y libros tan imaginativos y frescos para adultos que tienen el aire de libros para niños. Además es uno de esos autores que los cultos llaman “de culto”, o sea que tiene seguidores incondicionales, que organizan simposios para intercambiar escritos y objetos relacionados con su obra y que celebran su cumpleaños pegando papelitos con citas suyas en los metros y en las cabinas de teléfonos públicos. En cuanto a sus libros, algunos caben dentro de la indefinible categoría de la ciencia ficción, pero sus temas abarcan un rango amplísimo, desde la fábula cuasi-borgiana de El león de Boaz-Jachin y Jachin-Boaz, hasta el aparentemente realista Diario de las tortugas, base de una joyita cinematográfica que nos encanta a los que queremos tanto a Glenda y a las que quieren tanto a Ben Kingsley. De las dieciocho novelas que ha publicado hasta la fecha, sin duda, Riddley Walker, aparecida en 1980, es la más reconocida e influyente. La historia que cuenta este libro es relativamente simple: se trata del paso de la infancia a la madurez de Dudo, un adolescente que vive en Inglaterra en un futuro muy lejano, tras la destrucción de nuestra civilización en un holocausto nuclear. Para ganar su puesto en una comunidad hostil y brutal, Dudo debe descubrir un misterio, y el hecho de que esa prueba implique literalmente “descubrir la pólvora” muestra que, a los ojos de Hoban, nuestra especie nunca aprenderá. Lo que hace único a este relato entre docenas de libros y películas con temas post apocalípticos es que está escrito en un lenguaje completamente inventado por su autor, como si las bombas que arrasaron Inglaterra también hubieran vuelto añicos su idioma. Un libro que, desde su mismo título, es un juego de palabras de casi trescientas páginas, es esencialmente intraducible, por ello esta edición en español es realmente un homenaje a un texto y a un autor, comparable a diseminar sus frases en papelitos en lugares públicos. La Editorial Berenice merece aplausos por este acto valeroso, que en un principio pareció irrealizable hasta al mismo autor. Los traductores enfrentaron su imposible tarea con el espíritu abierto y juguetón que se requería, como lo muestra el siguiente párrafo, tomado prácticamente al azar: Llegaron los Malos Tiempos. La jente no sabia si starian biuos de un dia para otro. Ni siqiera sabian si starian biuos de un minuto para otro. Algunos permanezieron unidos y otros no. A bezes azian grupos. A algunos se los qomieron para qe otros pudieran pobreuiuir. No podian star seguros de nada no sabian qe se podia qomer o beber i ententaban mantener se alejados de otros extraños i de los perros solo era question de suerte si 1 pobreuiuia o no. Las aventuras de Dudo Errante han inspirado a escritores tan importantes como Anthony Burgess, David Mitchell, Thomas Berger y Doris Lessing. Tal vez el encuentro de los lectores de España y Latinoamérica con Dudo, el Arsufrispo de Canti, el Mistro Governador y el Sr. Astutto pueda resultar tan poderoso como el Gran Pum. 80 piedepágina

Llámame Brooklyn Eduardo Lago (396p, Destino)

Por Marta Kovacsics M. “El arte no ha de ser hermoso, ha de ser perfecto.” —Brahms La novela de Eduardo Lago, ganadora del premio Nadal del 2006, es precisamente eso: es perfecta y además hermosa, hermosísima. Es una novela en la que uno se sumerge y sabe que ahí están todas las cosas que uno quisiera leer y oír, así de sencillo. Están todas nuestras angustias, placeres, amores y desamores. Es un libro sobre el peso de las cosas, incluyendo el peso de la palabra y el peso del dolor. Es todo lo que quisiéramos evadir y no podemos, porque el sufrimiento y el dolor tienen un sabor exquisitamente dulce y nos movemos siempre sobre ese frágil abismo que tanto nos atrae y nos repele a la vez. La novela cuenta sobre las vidas cruzadas y sensiblemente enlazadas de unas personas que se encuentran y desencuentran. Está Gal Ackermann, un escritor que nunca publica sus infinitos escritos sino que los acumula y hace prometer a un joven periodista que después de su muerte publicará lo que él considere que podría ser una novela. El periodista cumple su promesa y se sumerge en la vida y obra de Ackermann. Se encuentra allí con todo lo que significa ser escritor, las inevitables dudas y angustias al respecto. Pero eso sólo es una pequeñísima parte de lo que encuentra. A través de los escritos de Ackerman, Eduardo Lago también nos lleva de la mano por la ciudad en la que vive, Nueva York, y en especial su barrio, Brooklyn, que conoce como la palma de su mano. Y me refiero a lo más específico de esta expresión: la palma de la mano, con sus surcos, sus colinas, sus sensualidades, pero sobre todo lo aprehensible que es esa palma, lo infinitamente palpable. Pocas veces he leído algo más auténtico y hermoso sobre una ciudad. Él la envuelve y la desenvuelve con una dulzura infinita, con el conocimiento que sólo le pertenece a aquellos que, como


Biografía

Narrativa Walter Benjamin, Franz Hessel y Charles Baudelaire, saben de verdad recorrer una ciudad: los flaneurs. Y a la vez, Lago también nos acerca a España, porque el protagonista nunca la puede negar, para bien o para mal. Una España sufrida por la Guerra Civil, herida profunda, pero redimida también a través de los personajes que la llevan muy dentro de sí. El mismo manejo de la lengua española, que Gal Ackermann habla (y no puede olvidar), porque sus padres (que estuvieron en la Guerra Civil) querían que él la preservase (por otros motivos que es mejor no revelar al lector). La figura de Nadia Orloff, la mujer a quien Ackermann amó hasta casi la locura, es la de una mujer como tantas otras, como nosotras, que se debaten entre la “supuesta” noción de lo que significa ser libre y la nuevamente “supuesta” sensación de tranquilidad que tanto sosiega, pero anula a la vez. Es casi imposible no enamorarse de ella, no identificarse con ella, y no sufrir también con ella la imposibilidad de la comunión entre lo profundamente vivencial y estremecedor y el tan anhelado sosiego. La tranquilidad, la misma que nos hace nuevamente procreadoras, pero no nos hace creadoras-creativas. Gal escoge el frágil y peligroso deambular por ese atractivo abismo que luego culminará en otro, al llevar a término su novela, su hijita, que quiere que se llame Brooklyn, y Nadia, gran violinista en ciernes, hará lo propio y también se llamará Brooklyn. Finalmente todos los círculos se cierran o, claro, se abren hacia lo infinito y con él todo puede comenzar de nuevo, sólo que esta vez, Néstor, el periodista, con una profunda melancolía, se niega a entrar en ese embriagante torbellino que tan seductoramente lo invita. Lo absolutamente fascinante de esta novela es que no está escrita de manera cronológica y sin embargo, al igual que el vagar por una ciudad, uno nunca se pierde, siempre hay un pequeño respiro, un pequeño suspenso, para luego nuevamente seguir con una de las historias que nos mantienen en vilo. Es una novela para leer y también para recomendar, con el único problema de que después de haberla leído, el siguiente libro corre la pésima suerte de parecerle a uno insulso y aburrido.

Napoleón, prisionero de una ambición Fernando Nieto Solórzano (130p, Panamericana, $21.000)

Por Marcel Capato No debe uno fiarse de lo que se ha escrito sobre los personajes históricos, y en consecuencia no debe uno fiarse de los personajes históricos en sí mismos, que pasadas ya varias generaciones se convierten en la más pura ficción.Y el problema no radica en que se hayan convertido en ficción (al contrario, eso es una suerte), sino en que pretendan pasar por hechos inamovibles.Y bueno, por algo se habla de “personajes legendarios”. Más de un historiador quisiera en este momento escupirme a la cara, de eso estoy seguro.Y no sólo los historiadores.Y es que pensar de esta manera le puede a uno traer un sin fin de inconvenientes. Son los efectos a corto y largo plazo de llevar una vida que privilegia la ficción. La pregunta sería: pasado un tiempo, ¿qué no se convierte en ficción? Dicho esto, se puede decir que el libro de Fernando Nieto Solórzano dedicado a Napoleón Bonaparte es una buena forma de introducción a uno de los personajes más controvertidos de la historia. Nacido en Córcega en 1769, su sueño de ver la isla libre de ataduras se verá reemplazado por el de convertirse en dueño y señor de un imperio mundial. Por supuesto, todo esto se va hilando poco a poco, a medida que las circunstancias lo permiten, de paso subrayando las capacidades de Bonaparte para la estrategia militar, su alto poder de convencimiento y su terquedad, esta última muy seguramente proveniente de la isla. Como es obvio, considerar que Napoleón era un genio (militar, político, etcétera) es algo bastante cuestionable. Sobre todo cuando sus excentricidades y su megalomanía son hoy en día tomadas como punto de partida para escenarios políticos, económicos y sociales, como por ejemplo la unificación de Europa. A fin de cuentas, lo uno no tiene nada que ver con lo otro: se confunden los objetivos de Napoleón con las consecuencias no premeditadas de sus decisiones. Suena hasta ridículo, y cuesta bastante dejarse llevar por una versión más bien sentimental de Napoleón, de hombre visionario cuyo sueño más preciado era presenciar una Europa sin fronteras, unida por el amor al prójimo. Tiende uno a dejarse llevar, más bien, por una imagen de dictador empecinado por la idea de seguirle los pasos a Alejandro Magno. Su obsesión por cruzar La Mancha y aniquilar a los ingleses es inigualable.Y es que todo en “Napolioni” puede resultar sinceramente repulsivo, sobre todo su tonito heroico (“los hombres podrán ser injustos conmigo, pero a mí me basta con ser inocente”). Aunque a Nieto Solórzano no parece molestarle eso, y me atrevería a decir que me alegra, porque dudo que su libro intente tomar partido alguno de manera premeditada.Y claro, todo esto también depende del lector y sus prejuicios. Solórzano pone sobre la mesa la conocida versión de que en la campaña rusa el ejército francés fue vencido por el duro invierno (y por la estrategia de los rusos de jugar al escondite). Nadie puede dudar de semejante frío. Dato curioso: existe otra versión de los hechos, a mi parecer muchísimo más cómica, en la que el ejército francés no es vencido por el duro invierno, sino por los piojos y el inseparable tifus. Hecho histórico, ficción o alucinación, Solórzano logra hacer algo bastante complejo: rescatar una imagen humana de Napoleón. El excelente estratega y pésimo jinete, que en sus comienzos no tenía argumentos para convencer a sus superiores y debía entonces mandar las riquezas pilladas de vuelta a Francia. El jovencito perdidamente enamorado de Josefina que veinticinco años después habría de morir en la isla de Santa Helena, siendo esta última una realidad más acorde a todos los seres humanos, digna de cualquier empresa quijotesca. piedepágina 81


Venir al mundo, venir al lenguaje

Peter Sloterdijk (146p, Pre-textos, $42,900) Traducción de Germán Cano

Por Gerrit Stollbrock Si la práctica filosófica tuviera su asiento tan sólo en el pudoroso encuentro de costurero que caracteriza a nuestros muy serios espacios académicos, tal vez no nos encontraríamos a Peter Sloterdijk por ninguna parte. Sería más probable que sucediera si, por algún accidente vital sobrenatural, termináramos en contacto con las vicisitudes cotidianas del alemán medio, porque es allí donde él hace sus más vistosas apariciones: en “El Cuarteto Filosófico”, un programa televiso mensual de la cadena alemana zdf, donde junto con Rüdiger Safranski y dos invitados ocasionales despliega sus opiniones sobre las políticas de inmigración de la Unión Europa o el papel de los medios en la guerra en Irak; o en interlocuciones públicas con otros pensadores alemanes en periódicos como Die Zeit, una de cuales, la más ruidosa, fue con Habermas, suscitada a raíz de su supuesta posición en relación a la manipulación genética, implícita en un pequeño –pero aparentemente muy provocador- pie de página del libro Normas para el parque humano. Sin embargo, para nuestro asombro, es posible ser una “escandalosa” figura pública en Alemania y, al mismo tiempo, impartir unas lecciones de filosofía en la Universidad de Frankfurt, el majestuoso hogar de la escuela filosófica que también ostenta el nombre de esa ciudad, lugar de residencia de Habermas y Honneth y de los espectros de Adorno

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y Horkheimer. Eso fue lo que le sucedió a Sloterdijk en junio de 1988, y como prueba de ello han puesto a nuestra disposición el mejor de los testimonios: esas lecciones bautizadas Venir al mundo, venir al lenguaje. Para fortuna nuestra, la seriedad del podio no inhibió las obsesiones cotidianas de nuestro filósofo: Sloterdijk se embarca en el problema abstracto del ‘comienzo’ como su hilo conductor, pero impulsado por un deseo “clínico” para todo alemán por abrazar, bajo la amenaza de la cicatriz del año 1945, la posibilidad de hacer frente a la condena de la herencia histórica con un mejor final. Sin embargo, sin prestarle oído a sus sonoras resonancias con nuestros más íntimos deseos nacionales, esa obsesión germana se nos devela prontamente muy familiar, pues sin la capacidad de comenzar “o, como se dice en la actualidad, de anticipar suposiciones contrafácticas”, palidecerían fenómenos tan vitales como la prédica por un mejor mundo propia de las utopías políticas y la poesía o la promesa de una nueva vida y una mejor identidad propias del psicoanálisis o la autoayuda; sin ella “la humanidad habría sucumbido por tristeza crepuscular”. Impulsado por ese afán, con un estilo irónico e hiperbólico y una lucidez sin igual, Sloterdijk nos introduce en un viaje fascinante por esas cinco lecciones que finamente tejen los rasgos de una “poé-

tica del comenzar”. Discute con la hermenéutica, que diluye el comienzo en el flujo implacable de la tradición y la historia. Pero también lo hace, exasperado, con los paladines del ‘giro lingüístico’, “guardianes y detenidos” de la tiranía del lenguaje, pues su reduccionismo no permite reconocer que ese comienzo existe en forma previa al lenguaje, aun si inaccesible desde la vida conciente –como lo serían las primeras páginas del Aleph- y, en consecuencia, que somos cómplices de una violencia política, pues “en las llamadas lenguas maternas se acuerdan muertes fratricidas”. Sin embargo, para nuestra tranquilidad, es el mismo lenguaje el que, según Sloterdijk, contiene una promesa de “absolución” y nos abre un espacio para una “escritura de aliento”, sea bajo la forma de la poesía de Hugo Ball, la mayéutica del “partero” Sócrates o la escritura “quínica” de Nietzsche, capaces de emplazarnos nuevamente en nuestro muy ansiado comienzo, momento “fetal” previo al peso del lenguaje y sus imposiciones. Queda, pues, a disposición de ustedes la posibilidad de constatar, entre el vertiginoso acontecimiento de la lectura de estas lecciones y la próxima acción de nuestro filósofo (www.petersloterdijk.net), que entre la agudeza filosófica y la vida pública toda supuesta dicotomía es ficticia.


Cocina Fútbol Fútbol Ensayo El perdedor radical Hans Magnus Enzensberger (67p, Anagrama, $39.900) Traducción de Richard Gross

Por Adriana Giraldo El corto ensayo del poeta alemán, traducido al español por Richard Gross y publicado por Anagrama, inicia con una convincente descripción de lo que el autor ha denominado “perdedor radical”. Al llegar a la página 22 uno ya sabe perfectamente qué es un perdedor radical, puede señalar alguno e incluso empieza a preocuparse. Porque, efectivamente y como asegura el autor, se necesita muy poco para que uno empiece a comportarse de la misma manera, sólo hace falta un detonante: un timbre más del teléfono mientras se intenta escribir una reseña y no se sabe cómo se pueda reaccionar. Pero ¿tomar un arma y ajusticiar a todos cuantos se pueda y hacer que la humanidad pague por las injusticias que se ha sufrido? No, todavía falta un poco para eso, ¿verdad? El perdedor, dice Enzensberger, es un hombre solitario y retraído que no se hace notar. Es un individuo con un enorme potencial destructivo, susceptible, incapaz de respetar los sentimientos de los demás y que busca acelerar su proceso de autodestrucción. Se siente atropellado, falto del reconocimiento que su superioridad merece e incapaz de imaginarse que su fracaso tenga que ver con sus propias acciones; debe encontrar a los culpables de su mala suerte, y así, el mundo que nunca quiso saber de él lo tomará en cuenta desde el momento mismo en que coja un arma. Tendrá todo el poder en sus manos. Peor que toparse en el camino con el perdedor radical es encontrarse en una patria de perdedores radicales, en un lugar donde el perdedor se sienta necesitado, incluso querido. Un lugar donde tenga un uso inconmensurable de poder y pueda desarrollar una ausencia total de escrúpulos gracias a una doctrina política o religiosa que movilice su energía y permita que sus partidarios se reconozcan en él. El análisis de Enzensberger se dirige hacia el Proyecto Nacionalista Alemán y el detonante que llevó a Hitler al poder: “la ofensa narcisista inflingida por la derrota de 1918 y el Tratado de Versalles”. Los alemanes debieron buscar entonces a los culpables de su derrota y alimentar sus delirios de grandeza; ya todos sabemos a quiénes escogieron para ello. En este punto, el lector puede empezar a preocuparse de nuevo porque, si se decidió que uno no es un perdedor radical, se da cuenta de que vive en un territorio plagado de ellos.

El autor habla de la privatización y globalización del hecho bélico y del poder de los perdedores, su autodenominación como “organizaciones de liberación” o ejércitos, y su presunción de ser representantes de “no se sabe qué masas”. ¿Suena familiar? Ante la imposibilidad de manejar la globalización, a estas “fuerzas” a las que todo esfuerzo de supervivencia (incluso la propia) les es ajeno, sólo les queda explotar los conflictos de su propia nación. Sólo queda entonces un movimiento con capacidad de actuar globalmente: la ideología del Islamismo se presta a la perfección para movilizar al perdedor radical pues puede mezclar motivaciones religiosas, políticas y sociales. No es una acusación a los musulmanes, Enzensberger responsabiliza de la invención del terrorismo a la Europa del siglo xix, de la que los islamistas han copiado fielmente técnicas y símbolos. En una apasionante defensa, el autor demuestra qué tan humillante debe ser para los musulmanes tener que utilizar para su ataque elementos que ha creado el enemigo, “son criaturas del mundo globalizado al que combaten”: la televisión, la tecnología informática, la mímica, la indumentaria, las películas de Hollywood. De ahí en adelante, el lector se sumerge en un intento del autor, muy bien logrado, por saber cómo se produjo el declive de una civilización que ocho siglos atrás fue muy superior a Europa, militar, económica y culturalmente. También se hará una idea bastante razonable de la cultura musulmana, entenderá las razones que el autor expone como causas del terrorismo islámico e incluso podrá proponer soluciones. Por supuesto, y como afirma el autor, los musulmanes parecen ser inmunes a los argumentos, de manera que para ellos, los causantes de todas sus desgracias son los países de occidente, especialmente Estados Unidos, y claro, los judíos. El ensayo, que algunos críticos han demeritado por psicopatológico en lugar de analítico, ha alcanzado tanta trascendencia desde su publicación en 2006 que el término se ha difundido rápida y certeramente al punto de que los consumidores de información pueden señalar perdedores radicales sin conocer siquiera las características u orígenes que Enzensberger recopila en su publicación. Entre líneas, una fuerte crítica a los medios de comunicación en un texto que atrapa al lector con argumentos certeros. Un ensayo breve, sencillo y sin pretensiones narcisistas, escrito por uno de los más importantes intelectuales de Europa en la actualidad. piedepágina 83


Negrología Stephen Smith (256p, Debate/Mondadori) Traducción de María Pons

Breve historia del mito Karen Armstrong (158p, Salamandra, $45.000) Traducción de Gemma Rovira

Por Patricia Forero Por Alberto de Brigard Negrología es una secuencia de fotografías en blanco y negro del África al sur del Sahara. Es un recuento de contrastes culturales y responsabilidades compartidas entre “blancos” y “negros” durante las tragedias y otros momentos históricos de África en las últimas décadas. Es un extenso reportaje que hace un balance histórico de reiteraciones, y algunas excepciones, de los dirigentes de los 38 estados mayoritariamente negros y de variados actores de Occidente que tejen diversos intereses allí; los dos, según Stephen Smith, bajo falsas justificaciones “étnicas” o sociales. “África muere”, afirma Smith, y su demostración es exhaustiva: repetidas guerras tribales, asesinatos en masa, descontroles sociales, tráfico de armas, corrupción legitimada, emigraciones, fuga de cerebros y otras desgracias que parecen perpetuarse en estos países. Reportero y corresponsal durante más de veinte años en este continente, su documentado recuento pretende ser el de un “historiador de lo cotidiano” y da elementos, más allá de los lastres históricos de la trata de esclavos y el colonialismo, para entender tan “negro destino”. De sus observaciones salen señores de la guerra, desangres por parte de tiranos que se disculpan en razones tribales para matar y saquear, intereses políticos y económicos de Europa y Estados Unidos en el continente, la “sobreimpresión de tiempos diferentes” que vive el pueblo africano y otras razones, aun más borrosas, como la “negrología”: la reivindicación moderna –de los llamados humanitarios y africanos– del “hombre negro”, en oposición al blanco, bajo el supuesto romántico de “sacralización de una identidad intocable”. La narración está colmada de cifras, hechos históricos y series de episodios descarnados que evidencian a sus responsables. También de reflexiones, que a pesar de dar poca voz al pueblo africano, sustentan bien el propósito de Smith de dejar en claro que “el presente no tiene futuro en África”. Presenta pocas esperanzas, pero ese no era su objetivo. Su finalidad era puntualizar que África necesita un cambio y, así, es muy riguroso en su intención. Negrología desbarata las visiones lastimeras y simplistas. Busca demostrar el utilitarismo y la inacción de muchos detrás de las generalizaciones y estigmas de las problemáticas sociales y políticas. Desvirtúa, de manera cruda, las desgracias históricas como causas –absolutas o magnificadas– de situaciones presentes, con el fin de animar a encontrar definiciones más complejas de identidades, democracias y conceptos de desarrollo o ayuda humanitaria. Su mensaje opone la dignidad y responsabilidad activa de los actores en crisis con “aquel soñar de ‘la eternidad en el instante’ de los surrealistas” y los “negrologistas”.

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Hace un par de años la editorial inglesa Canongate lanzó un atractivo proyecto editorial consistente en encargar a escritores muy reconocidos obras de ficción relativamente breves basadas en “mitos universales”. Hasta ahora lo universal se ha circunscrito a lo europeo y al cercano oriente, con tres libros dedicados a temas griegos –Odiseo y Penélope, el Minotauro y el laberinto, Hércules y Atlas– y uno centrado en una tradición celta, pero la serie tiene el potencial de incorporar talentos de todas las regiones del mundo que se sumen a Margaret Atwood, David Grossman, Jeanette Winterson y Alexander McCall, los autores publicados hasta ahora. Ediciones Salamandra, que ha mostrado tener muy buen ojo en la conformación de su fondo editorial, parece haberse embarcado en la traducción al español de esta serie, de la que se pueden esperar cosas muy buenas. Hay que tener en mente todo lo dicho hasta aquí para considerar con benevolencia a la Breve historia del mito que, a manera de un largísimo prólogo, abre la colección. Quizá los editores originales pensaron que para darle relieve a su proyecto era necesario encabezarlo con un estudio académico sobre su tema conductor, o pudiera ser que algún genio del mercadeo haya considerado que los lectores potenciales necesitaban una guía para no extraviarse en unos relatos protagonizados por gentes con nombres tan raros; en cualquier caso, el intento no funcionó. Karen Armstrong, que es una autoridad en historia de las religiones monoteístas, cometió el error de aceptar un encargo imposible: ofrecer en 150 páginas una historia que abarca 22 milenios y toca todos los aspectos posibles de cada una de las culturas que viven o murieron en nuestro planeta.Tal vez como consecuencia de un esfuerzo por condensar al máximo la información, el resultado final es apenas una sucesión de afirmaciones con sustentos muy débiles, que además no están articuladas alrededor de alguna idea central clara o atractiva. No encontramos argumentos claros que sustenten muchos de los postulados que se plantean, ni siquiera un reconocimiento de que muchos de ellos son controversiales (y controvertibles). Al terminar de leer este corto libro no es mucho lo que se ha aprendido y, lo que es peor, no se ha generado la inquietud de profundizar en alguno de los planteamientos apenas esbozados por su autora. Ante el inicio de una serie de publicaciones basadas en mitos universales, la pregunta obvia es: ¿qué pueden decirles esas historias ancestrales a los lectores del siglo xxi? La respuesta no se encuentra en este librito, que no resulta satisfactorio ni como obra de divulgación ni como ensayo académico. Muy probablemente las breves novelas que integren la colección aporten más.


Cocina Fútbol Fútbol Ensayo La puta de Babilonia Fernando Vallejo (317p, Planeta, $36.000)

Por Fernando Galindo G. Fernando Vallejo decidió desenmascarar a quienes consideraba los impostores de la humanidad. En un volumen de ensayos sobre biología, atacó a Darwin. Más adelante haría lo mismo con Einstein en un volumen dedicado a la física. En esta oportunidad,Vallejo no arremete contra un hombre sino contra toda una institución, y no lo hace mediante el acopio de sus conocimientos científicos sino de la filología y la historia. El suyo es un ataque inmisericorde que apunta a todos los flancos. Vallejo hace una sutil antología donde rescata, entre las decenas de pontífices, aquellos que promovieron las peores empresas y quienes participaron en las conflagraciones más sangrientas. En este recorrido de oprobios Vallejo tiene sus favoritos. También examina los textos del antiguo y el nuevo testamento, y emplea sus amplios conocimientos en filología para propalar todo tipo de errores entre uno y otro lugar, desde la misma conformación de los documentos hasta las interpretaciones más frecuentes, donde los teólogos hacen contorsiones para encontrar una serie de significados distintos al literal. La figura de Jesús, la figura de Pedro, la figura de Pablo, le merecen especial atención. La institución corrupta y los textos sacros, conformados por la negligencia y el capricho, promueven una moral que pocos practican y cuya práctica sería un perjuicio absoluto para el planeta. La figura emblemática de la Iglesia no dice nada sobre los animales, jamás tiene una palabra de conmiseración. La sexualidad, que para Vallejo sólo es un mal si conduce a la reproducción, está satanizada en la mayoría de sus aspectos. De la Iglesia no hay algo rescatable; cualquier bien, cualquier bondad, se debe a una falta de inteligencia y nunca a una clara intención. Con el tiempo, los detractores de la Iglesia han pasado de la clandestinidad a formar casi un género y un lugar propio en las librerías y las bibliotecas.Vallejo recuerda a uno de los principales opositores al cristianismo, Celso, que tuvo en suerte la época en que emergía esta religión. Hoy en día los opositores son cientos, hay narraciones que desdicen los evangelios; otros prefieren autores menos recientes y consultan los ataques de Feuerbach y Nietzsche. A disposición del lector están varios volúmenes de historia que divulgan los crímenes perpetrados

por la Iglesia. Contra la teología, entre cientos, están las obras de Hume y Russell. Sobre los papas y en contra de los papas también se encuentran varios volúmenes que despiertan controversias. Vallejo ha añadido a la enorme cifra un libro más. Desde luego, no lo ignora. Cada época necesita sus críticos, incluso cuando fijen su mira en un mismo blanco. La puta de Babilonia cuenta con dos características fundamentales; sobre la primera acaso no pueda haber discusión. Vallejo es uno de los grandes prosistas de nuestra lengua; este juicio descansa en un consenso unánime de muchos lectores que si bien cuando no los desconcierta ni irrita lo que piensa, leen con agrado lo que dice. La verdadera controversia la encontramos en la segunda característica: Vallejo artilla sus observaciones con toda la grosería y el maltrato posible. Insulta, vapulea, hiere, lastima, ofende, se burla, da patadas, aruña, saca la lengua. No tiene ningún freno y acaso sea esto un problema. Pocos lectores que profesen el credo católico resistirán las primeras veinte páginas. El lector laico se encontrará a su vez en una situación particular, acaso esté de acuerdo con Vallejo, al principio tal vez se burle con él, pero le parecerá extraño que llegue a pormenores y discuta lo que le parezcan nimiedades. Otro lector podrá reírse un rato con las burlas; las situaciones que narra son a veces tan aterradoras que dan pie para el mejor humor negro. No queda duda sobre la calidad de Vallejo; tampoco, me permito decir, sobre su conocimiento del tema. La verdadera pregunta es sobre cuán efectivo es el tono de la obra: si buscaba escandalizar, acertó; si quería entrar a discutir, queda la duda: ¿acaso la displicencia persuade más de lo que alarma? Hilemos fino por un segundo: tal vez la ecuanimidad de la crítica supone la ecuanimidad del opositor, ¿y si el opositor no es así? ¿Sólo queda, ante la reticencia, alarmar y herir?

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Ensayo Julio Ramón Ribeyro Una ilusión tentada por el fracaso Galia Ospina Villalba (255p, U. Jorge Tadeo Lozano, $20.000)

Por Francisco Barrios Julio Ramón Ribeyro es un escritor de culto o, si se quiere, un “escritor de escritores”. Opacado por la fama de Mario Vargas Llosa –y posteriormente por la de Bryce Echenique–, Ribeyro es prácticamente un desconocido para las nuevas generaciones de lectores. A medida que la novela se consolida como el género predilecto de las editoriales, obras cuentísticas como la de Ribeyro o la de Juan José Arreola son sólo reeditadas en antologías que, de alguna manera, trastocan el orden de una obra concebida en volúmenes independientes de cuentos. Por ello es grato ver que la Universidad Jorge Tadeo Lozano se animara a publicar el excelente ensayo literario de Galia Ospina en una edición cuidadosa y con un diseño de portada distinto al de las publicaciones universitarias tradicionales. También vale la pena mencionar el material fotográfico que acompaña al texto, ya que se trata de fotos del archivo particular de la familia Ribeyro, así como de parajes del paisaje peruano y de París, que al estar bien distribuidas en el libro enriquecen el recorrido de Ospina por la obra ribeyriana. La autora divide este recorrido en cuatro capítulos en los que busca sustentar su hipótesis: “Lo que quiero demostrar a lo largo de estas páginas es que detrás de las historias de frustración y desengaño lo que prevalece es una filosofía de la ilusión”. La sustentación de Ospina empieza con un riguroso análisis del diario personal de Ribeyro, titulado por el autor La tentación del fracaso. Por medio de un paralelo entre el diario personal del escritor y algunos de sus relatos, Galia Ospina demuestra cómo, de alguna manera, la notoriedad de Ribeyro se dio muy a pesar de sí mismo. En una entrevista que diera al diario El

Arte en Colombia 1981- 2006 Carlos Arturo Fernández Uribe (130p, Ed. Universidad de Antioquia, $10.000)

Por Catalina López B. En un relato pausado pero ágil, corto y contundente, objetivo y crítico a la vez, Carlos Arturo Fernández Uribe traza su ruta por el último cuarto de siglo de historia del arte colombiano en una publicación que como objeto físico 86 piedepágina

Espectador, en 1994, el autor afirma: “A fuerza de repetirse este sentimiento, me daba la impresión de que estaba tentado a fracasar. Era la orientación de mi naturaleza”. Esta declaración de Ribeyro se repite constantemente en sus diarios y vemos cómo la búsqueda por encontrar la totalidad en el fragmento –despojar al lenguaje de ripios– es la aventura en la que se embarca Julio Ramón Ribeyro desde muy joven y que lo llevará a alejarse del boom y de esa moda editorial de la novela urbana. Afirma el autor: “una novela es una aglutinación de fragmentos innecesarios que forman un todo necesario. La mía [mi obra] me parece a veces todo lo contrario: una suma de capítulos necesarios que forman un libro innecesario”. Pero lo que busca demostrar la autora del estudio es precisamente que ese libro innecesario “puede interpretarse como la novela que le hacía falta a Lima”. Remitiéndose a la “estética de la observación” que propusiera Baudelaire, Ospina establece cómo en los cuentos de Ribeyro está esa búsqueda permanente de la epifanía según la definiera Joyce; de ese gesto, ese guiño que en un instante puede revelar el sentido de la existencia: “Para un buen observador, toda la historia de una persona está contenida en su dedo meñique”, afirma un personaje ribeyriano. Después de un extenso primer capítulo en el que se explica la conexión de Ribeyro con los novelistas franceses del xix y con la obra de Charles Baudelaire, la autora se embarca en el análisis de los cuentos “Por las azoteas” (Capítulo II) y “Silvio en El Rosedal” (Capítulo III) para revelar cómo en esos dos cuentos se funda una poética, incluso una filosofía. Del tercer capítulo vale la pena destacar la comparación que hace Ospina entre “Silvio en El Rosedal” y “El Aleph” de Borges (relación que se le ha escapado a la mayoría de especialistas de una y otra obra). En el último capítulo nos encontramos con un análisis igualmente detallado del cuento “La casa en la playa”, el cual, parece sugerir la autora, cierra la obra ribeyriana como una imagen del paraíso perdido: “Ribeyro ha convertido la literatura ‘en una forma personal de la utopía’”.

contradice la apariencia característica de un libro de Historia del Arte. Una edición en todo sentido contemporánea, que puede pasear con su lector en un bolsillo, que en su contenido contextualiza con exactitud a quien hace parte del mundo del arte y que explica sin prepotencia al tímido que quiere introducirse en él. Los protagonistas y estaciones en el camino cronológico son los artistas, apoyados de vez en cuando por la cálida imagen de alguna de sus obras. El autor elige 1981 como punto de inflexión y partida, año en que el arte de nuestro país comienza su proceso de globalización. Los ochen-

ta marcados por el narcotráfico, noventa de nuevos medios y un cambio de siglo con el panorama artístico más variado de nuestra historia es el paisaje de Fernández, quien, con más que argumentos, nos hace detener en la obra de Beatriz González, Bernardo Salcedo, Álvaro Barrios, Ethel Gilmour, Miguel Ángel Rojas, Luis Fernando Peláez, Hugo Zapata, José Alejandro Restrepo, Oscar Muñoz, Maria Fernanda Cardoso, Maria Teresa Hincapié, Nadín Ospina, José Antonio Suárez Londoño, Jesús Abad Colorado y Fredy Sierra. Durante el recorrido se encuentran marcados los cruces con otras rutas, y al final, los comienzos de tantas otras posibles.


Infantil robot Álvaro Vélez (Truchafrita), Joni Benjumena y otros

Por Diego Guerra Comenta Joe Sacco (dibujante de cómics y corresponsal de varias guerras) que el New York Times, y también la revista Time, incluyen ahora en sus secciones de reseñas literarias, novelas gráficas con absoluta naturalidad y sobre todo con una asiduidad cada vez mayor. En la actual coyuntura, en la que los superhéroes están tan de capa caída (nunca mejor dicho), y el cómic de género no pasa por su mejor momento, las historias personales, intimistas, más encasillables dentro de lo que se llamaría cómic de autor, han adquirido finalmente un reconocimiento más que merecido. El éxito de ventas de obras como Jimmy Corrigan de Chris Ware o el Persépolis de Marjane Satrapi es ya un fenómeno imposible de obviar por parte de editores y público en general. Se discute entonces, en publicaciones diversas como el Comics Journal, si los cómics son la nueva literatura del siglo xxi o si son sencillamente otra disciplina artística aparte. Lo que cada vez se cuestiona menos es su capacidad para contar todo tipo de historias, teniendo de su lado el poder de la imagen, sin los costos de producción que tiene el cine, y contando además con el respaldo de la tradición literaria, y pictórica. Porque los cómics, antes publicados en tiras de periódicos y luego en revistas, son ahora libros. La pregunta que surge es si en Colombia ha habido un eco para este fenómeno mundial, y la respuesta tiene cinco letras: robot. La reciente publicación del libro de robot, volumen que recopila los primeros 43 números de la gacetilla que lleva ese nombre, significa un paso adelante, y un reconocimiento por parte de la oficialidad (el libro es patrocinado por el Museo de Antioquia) a los cuatro años de labor insistente por parte del grupo comandado por Alvaro Vélez (quien como dibujante firma como Truchafrita) y Joni Benjumea. Gracias a Medellín 2007, un ambicioso evento que pretendía englobar todas las disciplinas artísticas conocidas y que contó con el apoyo de diversas empresas públicas y privadas, se logró publicar un bonito libro de muy escaso tiraje, que hace que cada ejemplar se convierta en una pieza de colección y deja la inquietud acerca de qué tan agradecido puede sentirse el público por este minúsculo apoyo del Museo de Antioquia, y del evento Medellín 2007, para con los cómics. Pero entonces cabría otra pregunta: si hubiera sido mejor, o no, que la gente del museo hubiera estudiado más a fondo la cuestión, que los curadores hubieran leído con cuidado estos 43 números, y si de hacerlo habrían patrocinado una publicación tan iconoclasta, o si más bien la hubieran desechado de plano, escandalizados ante la displicencia y el desenfado absolutos con que los creadores de robot han dibujado y escrito su mundo. Por que, entre otras muchas cosas, lo cierto es que robot no ha sido una publicación demasiado diplomática para transmitir sus ideas. Porque sus códigos, su lenguaje, están tal vez más cerca de lo que piensa y siente la juventud que lo que acostumbra la academia, porque los cómics, si bien están

empezando a ser respetados en el primer mundo, aquí en el tercero aún generan estupor. Aparecida en 2003 como una opción aparentemente intrascendente dentro del panorama del cómic nacional del momento, robot se convirtió rápidamente en la única respuesta viable a un mercado muy restringido y a un desconocimiento absoluto del público, factores que habrían significado el fracaso absoluto de todas las iniciativas comiqueras que se dieron en el país durante la década de los noventa. El muy discreto formato de una hoja de dieciseisavo impresa por ambos lados a una sola tinta, y repartida de forma gratuita en Universidades, centros culturales y bares juveniles de la ciudad de Medellín, con una casi espartana regularidad mensual, se convirtió rápidamente en el medio idóneo para que un pequeño grupo de creadores pudieran dar rienda suelta a sus delirios gráficos y a ratos literarios, experimentos humorísticos y a veces existenciales. Manteniendo siempre un tono cínico ante la realidad, robot experimentó con secciones diversas, un críptico top de in/out donde se alababan o desdeñaban por igual situaciones o personas desconocidas por la mayoría de los lectores (en general robot está plagado de chistes privados, que al parecer divierten más a los que desconocen el contexto que a los implicados), unas brevísimas reseñas de cine de serie B, cómics cortos de menos de una página, tiras aun más breves o simples dibujos sueltos de Truchafrita, Marco Noreña, Tebo, Joni Benjumea y Wil, en las que pueden intuirse los embriones de posibles novelas gráficas de variados tonos y estilos. Más adelante, las secciones y los colaboradores aumentarían, apareció la Patrulla robot, ente encargado de criticar a diestra y siniestra los desmanes de la administración antioqueña, sobre todo en lo que tenía que ver con la cultura. Asimismo, robot sirvió de plataforma para otros proyectos, ya que, paralelos con la gacetilla mensual y con el sello de “robot Comics” los mismos autores han publicado ya diecisiete fanzines de reducido pero elegante formato. A fuerza de ser insistentes, el trabajo de estos artistas underground se ha visto recompensado: robot se hizo un nombre y un lugar en medio de la movida cultural (o contracultural) de Medellín, y la publicación de este libro significa un testimonio perfecto de esa situación. Porque durante los últimos cuatro años, en Colombia, robot ha sido la única publicación especializada en cómics digna de ser reseñada, y se esperan proyectos más ambiciosos de sus autores que, a través de esta publicación independiente e irreductible, han tenido la oportunidad de foguearse, de darse a conocer con un público cada vez menos latente y más real, y de pulir cada uno su propio estilo, al punto de que puedan esperarse de todos ellos, en un futuro no tan lejano, obras tan buenas y tan valiosas como las de la Satrapi, el Ware y el Sacco mencionados arriba. Ojalá se publiquen al menos otros 43 números de robot, y se recopilen en uno o más libros, con o sin patrocinios estatales; lo que es seguro es que para entonces, en Medellín y en el resto de Colombia, habrá más gente que los querrá leer.Más información sobre robot, y números para descargar en: http://robotcomics.blogspot.com/ piedepágina 87


Museo del Oro / Patrimonio milenario de Colombia FCE, Banco de la República, Skira (272p, Tapa Rústica $108.000, Tapa Dura $144.000)

Por Vanessa Villegas Solórzano Dice la reseña que tiene el Fondo de Cultura Económica colgada de su página de internet que “todo aquel que tenga este libro en sus manos sentirá que lleva consigo el Museo del Oro”. Difiero de esta metáfora, pero no del hecho de que este es, sin lugar a dudas, un gran libro, y que vale la pena echarle más de una ojeada. Es un libro no sólo para mirar, sino un libro para leer. En los últimos años ha sido difícil encontrar mayor información acerca del diseño, las técnicas y los imaginarios que inspiraban a las culturas prehispánicas en sus artes. Está, por un lado, la colección Arte de la Tierra, del Fondo de Promoción de la Cultura, y la reimpresión de Villegas Editores de Orfebrería y Chamanismo de Gerardo Reichel-Dolmatoff. Pero aparte de estos textos, y del famoso libro de Antonio Grass, Diseño precolombino colombiano, que se encuentra fuera de circulación hace años, hasta este momento no había otro tipo de información al respecto disponible para el público general, diferente al libro de bolsillo de Las 100 mejores piezas del Museo del Oro, también del Banco de la República. La aparición de este libro, Museo del Oro: Patrimonio milenario de Colombia, entonces, no puede merecer otra cosa que una bienvenida, pues llega, por decirlo de manera extrema, en medio de un vacío total de publicaciones impresas disponibles en el mercado (como dije, la mayoría de las publicaciones de este tipo están agotadas en las librerías hace años y sólo se las puede ver como material de consulta en las bibliotecas). La ventaja de este libro en particular es que, consciente de esa carencia, empieza su recorrido a manera de pequeños ensayos, en los rituales prehispánicos y su redescubrimiento, recurre a mapas geográficos para ubicar cada una de las culturas y la manera como la geografía particular de cada región afectó la manera de trabajar el oro y la alfarería. Esto también es importante pues, por ejemplo, a diferencia del libro de Reichel-Dolmatoff, en el que las piezas están clasificadas de acuerdo a su uso ritual, en este caso están separadas por culturas, lo que permite hacer comparaciones y análisis simples, incluso a los menos versados en estas artes (quiénes tenían más destreza en la alfarería y quiénes en la orfebrería, por ejemplo). Los tres últimos ensayos tienen que ver con las técnicas de metalurgia, con un corto panorama de los indígenas colombianos hoy en día y la historia del Museo del Oro. La parte gráfica da gusto. Las fotografías son buenas, están impresas en alta resolución y en un papel adecuado, y la diagramación es agradable. Pero hay que decir que lo que se espera es que este libro sea el comienzo y no el final. Que sea el comienzo de una larga racha de publicaciones de la lista de investigaciones que se han hecho y que se hacen en arqueología, antropología y artes prehispánicas (muchas de ellas tienen que ver con la remodelación del Museo), para que no se queden archivadas por ahí, a manera de tesis de grado, sino que entren en las dinámicas de la discusión y el debate que trae consigo la publicación y circulación de los textos especializados.

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Catálogo del II Salón BAT de arte popular Por Andrés Felipe Uribe Cárdenas El catálogo del Segundo Salón bat de arte popular es un libro que a la primera impresión transmite un aroma a madera seca, pues la cubierta es una reproducción de la obra ganadora del premio principal del evento: Baile de la cinta, Paso de la Virgen, recreación de festividades típicas de la capital del departamento de Nariño, elaborada con viruta de madera ensamblada como un preciso rompecabezas de tonos marrones y amarillos pálidos. Esta segunda versión del Salón organizado por la Fundación bat (creada como parte de las políticas de responsabilidad social corporativa de la British American Tobacco en Colombia) es otro intento más, sumado a la celebración del primer Salón en 2004, por lograr la participación y promoción de la producción plástica de una verdadera inmensa mayoría. Más de 1600 obras, enviadas desde aproximadamente 190 municipios y 28 departamentos, confirman la presencia de una actividad plástica al margen de los epicentros académicos de “arte culto” que merecía ser incluida dentro de las agendas culturales. Algo interesante es el hecho de poder referirnos a esta producción plástica planteando la categoría casi definida de “arte popular”, donde encuentran refugio todas aquellas manifestaciones artísticas inocentes de formación académica. Es condición para participar en el Salón no contar con formación profesional en el campo plástico. Por esa misma razón, el espectro de técnicas bienvenidas en la muestra es más bien sorprendente, incluyendo desde las labores artesanales de más arraigada tradición –talla de madera y piedra o modelados en ar-


Catálogos cilla– hasta propuestas de ensamblajes con objetos cercanos al arte contemporáneo, pinturas al óleo o pinturas con objeto. Tal es el caso de una obra que pone un pijama de niño sobre un paisaje de miradas pintadas sobre un lienzo. Este catálogo es el registro impreso de lo que aconteció en el Salón. Reúne dentro de sus páginas las 190 obras seleccionadas que competían por los varios premios ofrecidos: un Gran Premio, un Primer Premio con Mención, dos Primeros Premios y tres Segundos Premios, además de las menciones honoríficas. Es loable la intención del Salón de ofrecer múltiples premios, en función de dar amplio reconocimiento al trabajo y la inventiva de los participantes. Sin duda esto constituye un estímulo más para la cantidad de artistas empíricos de todo el país que buscan sobresalir en un campo difícil y competitivo como el de la plástica. Por otro lado, también resulta interesante la idea de democratizar los méritos dentro de un concurso de participación masiva como pretende serlo este Salón. Las reproducciones, todas ellas en color, muestran un cuidado por la captura fotográfica original, prometiendo un encuentro positivo con las obras desde el mismo catálogo; se encuentran diagramadas espaciosamente y organizadas a lo largo de siete ejes temáticos planteados desde la propia naturaleza de las obras seleccionadas: Colombianidad, Controversias, Creencias, Feminidad, Infancia, Naturaleza y Recorridos. Reinas de Belleza con prótesis en la pierna, Don Quijote y Sancho visitando el volcán Galeras, escenas de la última cena personificadas por el jet-set de la política, un retrato de Pablo Escobar como San Pablo, o los graciosísimos cuatro santos de ayer y hoy: San Bernardo, San Dwich, San Cocho y San Dalia; todas ellas situaciones sociales o culturales propuestas con sinceridad y frescura propia que podrán ser consultadas en el catálogo junto al nombre de su autor y el lugar de procedencia. Acompañan todas estas imágenes textos críticos del jurado, entre ellos el arquitecto y diseñador Dicken Castro, junto al infaltable Eduardo Serrano y al gran premio de la anterior versión del Salón, el señor Luís Fernando Arango, quien aporta un apasionado testimonio sobre la condición misma del artista empírico. El catálogo del Segundo Salón bat de Arte Popular es un nuevo compendio de aquella importante fracción de la producción artística colombiana. Un resumen visual valioso por su contenido lleno de temáticas locales, percepciones de nuestra inagotable realidad nacional.

Bogotá vista a través del álbum familiar (IDCT, $32.000)

Por Vanessa Villegas Solórzano Se podría decir que aquella escena de sentarse en el sofá con la mamá, la tía y la abuelita a lado y lado a mirar las fotos del álbum familiar nos es una situación común a la mayoría de los que vivimos la era análoga de las cámaras fotográficas. Además de común, era una actividad repetida, porque podía suceder que la misma escena se repitiera con los mismos elementos (mismas personas y mismo álbum) en varias ocasiones.Ver fotos se convertía pues, en una manera de revivir lo pasado y de tratar de imaginarlo por parte de las generaciones menores. Esto sin mencionar las situaciones particulares que genera este tipo de viaje al pasado, donde la más común es el llanto al recordar al familiar que ya no está entre nosotros y las más escabrosas tienen que ver con los secretos revelados, literalmente, a través de las historias que nos cuentan las fotografías, secretos develados de manera inconsciente, ya que con el paso del tiempo se había olvidado que eran secretos. Como en la mayoría de los casos, los catálogos de exposiciones son un reto como libro, pues a pesar de ser un complemento a la exposición, se convierten también en objetos independientes que deben responder a las preguntas del lector sin tener en cuenta el hecho de si este asistió o no a la muestra. La grata existencia de este catálogo, que nos remite a la famosa sala de nuestra casa, se la debemos en gran medida a una necesidad que motivó la exposición del mismo nombre realizada en el Museo de Bogotá (Planetario Distrital y Archivo de Bogotá) en agosto 2006. Dicha necesidad no fue otra, según el texto introductorio del catálogo, a la de compilar registros fotográficos de la vida cotidiana y privada de los habitantes de esta ciudad durante todo el siglo xx y lo que llevamos del xxi, dado que los archivos oficiales no se habían preocupado por hacerlo, entre otras cosas, porque estaban más interesados en salvaguardar los intereses públicos, entendiendo por ellos los registros de actos o eventos públicos, o en su defecto, fotos tomadas por fotógrafos profesionales. Conociendo la importancia de lo privado para la construcción de una memoria colectiva y del patrimonio cultural de la ciudad, y remitiéndose a experiencias exitosas en otras ciudades y países, se convocó durante la Feria del Libro 2006 a todo aquel que quisiera a que llevara sus fotos familiares, que luego fueron escaneadas en alta resolución y presentadas en la exposición misma bajo ciertos marcos temáticos que se conservan en el catálogo: lo íntimo, el barrio, la ciudad y fuera de la ciudad. Para fortuna de los lectores este es uno de aquellos catálogos que logra independencia de la exposición dada la calidad con la que está realizado: como libro, dan ganas de tenerlo, como material de consulta, está muy bien armado, con tres ensayos que justifican y complementan la realización de la muestra y del giro que significó la cámara fotográfica familiar para la construcción de patrimonio no sólo público sino privado, además de dejar abierta la pregunta por el futuro de este tipo de registros, teniendo en cuenta que la fotografía en papel está desapareciendo. De esta manera, el catálogo no sólo cumple con el objetivo de la exposición de generar memoria colectiva a través de la comparación de imágenes, sino que nos invita a retomar esa práctica de comentar las fotos, bien sea en la sala de la casa o frente al computador. piedepágina 89


Lo mejor del periodismo de América Latina

El último cartucho

(567p, Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano y fce, $86.000)

Guillermo Bustamante (153p, Debate/Testimonio, $35.000)

Por Patricia Forero Por Francisco Barrios “La crónica es un intento fracasado de atrapar el tiempo en que uno vive.” —Martín Caparrós Este libro recopila la selección de los mejores textos que, según el jurado del Premio Nuevo Periodismo cemex/ fnpi (Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano) y el editor de esta colección, Tomás Eloy Martínez, fueron enviados a la primera y tercera convocatoria de este premio, por periodistas –algunos célebres, otros recién revelados– que han publicado relatos de calidad en distintos medios de América Latina. Se trata de segmentos de realidad de la América Latina de los últimos años, contados bajo la mirada de veinte periodistas diferentes que se sumergen con dedicación para mirar, investigar y narrar, con un lenguaje literario propio, lo que pasa en mundos donde aparentemente nada pasa, o nada se sabe. Son aventuras muy distintas que reconstruyen personajes, escenas y climas, cada uno a su manera. “Muerte en el desierto”, de Marcela Turati, cuenta en tres extraordinarias crónicas el drama de catorce mexicanos que deciden atravesar el desierto de Arizona para ganar dinero en Estados Unidos y en su intento ven morir a otros doce quemados por el sol. Sus relatos narran, además de la agonía de la travesía, el juicio que tuvo el “coyote” responsable nueve meses después, y la vida, lesiones y sentimientos de los sobrevivientes pasado el juicio. “Pollita en Fuga”, de Josefina Licitra, gana el premio a la convocatoria 2003 y sobresale por la entrada que ofrece al desafiante mundo de una niña de quince años que es acusada de liderar una banda de secuestradores express y que, a su edad, tiene tres novios, se ha escapado cuatro veces de las comisarías argentinas y enfrenta un aborto. “El testamento del viejo Mile”, de Alberto Salcedo Ramos, cuenta, con otro estilo y mucha gracia, la vida del compositor de La gota fría, el mujeriego Emiliano Zuleta, “al filo de sus noventa años”.Y son inolvidables “Un mundo muy raro”, de Juan Villoro, que reconstruye sucesos y diversas impresiones durante la marcha que emprende el casi icónico subcomandante Marcos desde Chiapas hasta la Plaza de la Constitución del Distrito Federal, y “Nuestro Vietnam” de Daniel Riera y Juan Ayala, que recogen varias historias de excombatientes de la Guerra de las Malvinas y ponen en evidencian el olvido del Estado, la descortesía de los conciudadanos y los síndromes de estrés postraumático que viven los veteranos en silencio. Son relatos sobre seres de carne y hueso que no han sido noticia pero cuya historia “puede contar tantas”; sobre protagonistas de hechos noticiosos planos que se “humanizan” a través de un recorrido por sus mundos, pensamientos, dramas y, muchas veces, situaciones alucinantes. Son entradas en la vida de los otros, de todos, de cualquiera; miradas distintas de la realidad que dan felicidad al leer: atrapan, conmueven y permiten reaccionar y dudar. Dice, con razón, Tomas Eloy Martínez que “no hay texto en este libro indigno de dos y hasta tres lecturas, porque en cada uno de ellos se reflejan las infinitas caras de América Latina”.

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El último cartucho es uno de los libros de crónicas más interesantes que he leído en los últimos años. Y lo que lo hace interesante es que se trata de las crónicas de alguien que conoce el bajo mundo porque ha vivido en él. Guillermo Bustamante es un ñero (o más bien una especie de “escritor ñero”; un “profe”, como se dirigen a su alter ego en varios de los relatos) que no toma la distancia del científico social, tampoco la del escritor de ficción, ni mucho menos la del periodista. El propósito de escribir sobre los medios sociales marginales puede ser válido (interpretar dinámicas sociales en busca de soluciones; recrear para la literatura; informar al resto de la sociedad sobre una crisis inminente), pero la mayoría de estos textos suelen convertir a las personas en actores –objetos de estudio– que representan un papel para ajustarse al propósito del investigador. Mienten frente a la cámara, exageran circunstancias a la espera de asistencia o simplemente se vanaglorian de sus conductas delincuenciales. El autor de este volumen es un consumidor de droga que evidentemente tuvo algún tipo de educación formal, que ha escrito desde muy joven y que tiene el talento –y el talante– suficiente como para retratar la vida de las ollas de bazuco tal y como son: sin caer en un relato liberador para redimirse, ni en un recuento provocador para escandalizar. Y por eso lo más hondo de los bajos fondos se nos muestra aquí como un grupo social que, al igual que cualquier otro, maneja unos códigos de comunicación, comportamiento y convivencia que garantizan la supervivencia de sus miembros (y cuyo quebrantamiento acarrea consecuencias). Cada uno de los dieciocho relatos de este libro tiene una escena, un gesto o un diálogo que revela lo perverso o lo compasivo de la condición humana en ese medio brutal que fue la Calle del Cartucho. En “El derrumbre”, Bustamante reflexiona sobre la inutilidad de ese adefesio llamado Parque del Tercer Milenio: “Lentamente, como una llaga, la ingeniería de choque arma la fiesta del derrumbre […].” Adefesio porque fue una demolición que no tuvo en cuenta el impacto social en la zona. En “Historia de la bien pagada y sus vestidos de seda”, Marta se prostituye en una olla de bazuco mientras los demás


Derecho

Crónica

Polémicas constitucionales Manuel José Cepeda Espinosa (Legis, $54.000)

Por Juanita Durán habitantes presencian su derrumbe, a sabiendas de que no pueden hacer nada porque ella así lo desea (“¡Cómo que me van hospitalizar, San Alejo, a otro perro con ese hueso! Y salió dándose tropezones por el hospital.”). En “Pánico en el cuarto piso”, el autor logra transmitir lo que significa un “embale” de bazuco y él mismo se ve envuelto en un delirio paranoide en el que una palabra de más puede desencadenar una tragedia. “El ciego” merece una mención aparte. En este relato (finalista de un concurso de cuento en 2000) presenciamos la caída de un drogadicto, quien después de rematar su cinturón por trescientos pesos, se enlista como “campanero” en un robo de electrodomésticos y termina asesinado a tiros por el celador en la escena del delito. Con una economía de medios que bien harían en imitar varios de nuestros escritores, el autor reconstruye a la perfección a uno de esos personajes con los que nos cruzamos a diario y relata de forma impecable un robo menor con toda la tensión, los “visajes”, el coraje, el miedo y la traición. “Era un malevo sin trampas” recoge la historia de una señora bogotana educada y formal que igual termina consumida por el bazuco: “Pese a su parquedad casi autista, un día supimos que Pilar había decidido cambiar de andén por cuestión de salud, dado que sobre nuestro lado el sol permanecía hasta un poco más allá de las seis de la tarde, y el calor acumulado le era benéfico para su maltratado aparato respiratorio”. El libro termina con “Crónica de lectura”, una pieza magistral que relata el lugar de la lectura en las ollas de bazuco. Es una pena que la presentación del libro se acerque al estereotipo de lo que se suele entender por “lo marginal”: la fotografía del autor en la portada es chocante, ya que da cuenta de sus excesos, pero no ofrece ningún indicio sobre la sutileza y la finura de su lenguaje; la solapa interior habla de segundos y terceros lugares en concursos literarios remotos e intrascendentes (al punto de parecer una burla) y el texto de contraportada no da cuenta de unas crónicas periodísticas que son precisas, acertadas y concisas. Sin embargo, y a pesar de estos últimos desaciertos, El último cartucho es una auténtica sorpresa en un medio editorial tan aburrido como el nuestro.

Una de las innovaciones más trascendentales de la Constitución de 1991 fue la creación de la Corte Constitucional. Un tribunal que encabeza la jurisdicción constitucional, conformada por todos los jueces de la República, que realiza el control constitucional abstracto de las normas y selecciona tutelas de todo el país para unificar la jurisprudencia. Su importancia radica en que, en la práctica, ha sido el encargado de acercar a los ciudadanos a la efectividad de sus derechos y crear “una constitución viviente”. Pero la consolidación de la Corte Constitucional, y su jurisprudencia, ha estado muy poco acompañada de estudios académicos que, desde cualquier disciplina, sistematicen y analicen este trabajo. Este libro es en buena parte una valiosa contribución para llenar ese vacío. Como su nombre lo indica, es un estudio de las “polémicas constitucionales”, es decir, de los temas más controversiales suscitados por la nueva Constitución vistos a partir del trabajo de la Corte Constitucional. La relación entre la Constitución y la sociedad, la economía, el orden público, la política y los nuevos enfoques interpretativos del derecho, son, en un retrato muy sencillo, los descriptores que definen el contenido del libro. También mira los orígenes de la Constitución con dos ensayos que revisan justamente “¿Cómo se hizo la Asamblea?” y “¿Cómo se hizo la Constitución?”. Reconstruye las líneas jurisprudenciales en muchos temas importantes, pero sobre todo fija una posición en torno a estos temas polémicos. Explica el sentido, por ejemplo, de la ponderación efectuada por esa Corporación en temas como la ley de justicia y paz y el aborto, o de las diferentes decisiones que han tenido impacto económico o incidencia en el manejo del orden público. Al hacerlo, compara el trabajo similar realizado por otras cortes constitucionales alrededor del mundo. Con todo, el texto no se agota en la revisión de las sentencias de la Corte Constitucional. En muchos ensayos revisa, al lado de las decisiones del actual tribunal constitucional, las sentencias proferidas por la Corte Suprema de Justicia cuando ejercía el control constitucional en el país, entre otras, para demostrar que la tradición del control constitucional en Colombia es “centenaria e ininterrumpida”, incluso en los temas polémicos. También explora las críticas que desde diversos sectores se han elevado frente a la labor de la Corte. Por ejemplo, el polémico caso de las sentencias con impacto económico o su intervención excesiva, según los críticos, en todos los aspectos de la vida nacional. Sin embargo, más allá de responder a los ataques, aporta elementos para enriquecer el debate y sacarlo del diálogo de sordos entre abogados y economistas, o entre garantistas y responsables de mantener el orden público. En conclusión, el libro, una compilación de ensayos y conferencias ante un público de no abogados, presenta una lectura novedosa de lo que han sido los temas claves de la aplicación de la Carta de 1991 y muestra el rumbo que ha tomado el derecho constitucional en los asuntos más relevantes de la vida nacional. Si bien es un estudio riguroso, su lenguaje es sencillo y se dirige a una comunidad más amplia que la jurídica.

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Memorias

Fragmentos y despojos (398p, Arquitrave, $30.000)

Antología (88p, Arquitrave, $30.000) Harold Alvarado Tenorio

Por Galia Ospina La escritura de Harold Alvarado Tenorio es inseparable de la transgresora fuerza del deseo que habita su cuerpo. Lo imagino recorriendo el mundo, ascendiendo al Monte Tai a través de siete mil escalones de piedra; conmovido por la historia de Atrapado sin salida de Milos Forman; descubriendo en el rostro de Li Xue Mei el breve gesto de la belleza, incólume frente al avance del tiempo voraz e implacable. La llama del lenguaje no es para Harold una postura intelectual ni una máscara de poder. Él reconoce que escribir es un acto de valentía donde la desnudez es incendiaria, la noche prolonga el silencio y el vacío fluye como el agua mientras el poeta espera pescar la vida perdurable en el cambiante y engañoso juego de las formas del mundo. La función del arte es inquietar, desordenar para crear nuevos órdenes en el cuerpo y en la raíz del pensamiento. Fragmentos y despojos es un libro que surge al borde de la muerte. Reúne crónicas de prensa, impresiones de viajes, críticas a películas, a libros, a poetas, que fueron plasmándose en breves apuntes a lo largo de su vida. La intensidad de su pluma se asemeja al movimiento de una espada: certero, anguloso y preciso. Después de todo “la patria son un hombre, una mujer y la lengua que hablan”. Frente a una sociedad mecanizada, que ha intercambiado el sentido sagrado de los nombres por el valor utilitario del dinero, el artista intuye que su reino reside en la búsqueda de la unidad perdida: Cuando hombres y dioses eran los mismos. Cuando no existía la diferencia entre hombre y naturaleza, cuando hembra y macho eran el ojo derecho y el ojo izquierdo del mismo rostro, cuando la izquierda y la derecha del cuerpo se entendían y complementaban, cuando el Yin y el Yan no estaban escindidos, cuando lo tuyo era lo mío, como es en la naturaleza, cuando muerte y vida no eran ofrecidas en supermercados y funerarias, sino en la noche-día de la existencia.

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El cuerpo se reafirma en la poesía de Harold como un cartógrafo que dibuja “el camino de las Mil Curvas y de los Diez Mil Colores” de la naturaleza liberada de la moral y sus condiciones. ¿Cómo refugiarnos de la opresión, del exilio, del hambre y de la podredumbre de la gloria? En su poema titulado “La poesía”, condensador de una estética inspirada en la necesaria y sana rebeldía, el poeta esgrime estos versos: ¿Qué eres sino la visión de la noche? Todo lo nocturno te pertenece. Invitas a los espléndidos banquetes de los sueños y a las menos espléndidas vigilias de la realidad. Viajas con el hombre y la mujer como si fueras la llama de sus ojos, el bordón de su felicidad o el humo espeso de los amaneceres. Para ti, madre del dolor, sólo hay gloria y pesar, el mediodía no está escrito en tus agendas. Ninguna otra cosa eres, poesía, que la más alta sima donde el loco, los mortales, los desheredados de la suerte y la fortuna, encuentran cobijo. Tú, la detestada, la leprosa, la purulenta, eres la mejor de las hembras la mejor madre, la mejor esposa la mejor hermana y la más larga y gozosa de las noches. Un escritorio, un papel, un lápiz, una habitación son el cielo y la tierra, la línea interna de los seres y las cosas, la percepción nueva que no se vende ni se compra; el cuadro que jamás podrá penetrar el corrupto mandatario ni el poderoso sin ojos para ver y corazón para extraer del mundo su belleza. Sólo por las palabras es posible regresar “al país de más allá de las olas”. Además de poeta, Harold Alvarado Tenorio es un incansable y ardiente difusor de la buena poesía a través de su revista Arquitrave (www.arquitrave.com) y de los libros de diseño impecable de Arquitrave Editores donde resaltan las voces de memorables poetas como Rowena Hill, Paulina Vinderman, Sophia de Mello y Ch’ang-an, entre otros. La escritura de Harold está en el medio de la corriente histórica de Kavafis y la sensualidad de la poesía oriental que captura toda una vida en la limpia lectura de un gesto. El poeta seguirá reuniendo fragmentos, despojos, piezas que irán reinventando su rostro en un ejercicio incesante.


Ensayo / Arte Cocina Infantil /Ficción Juvenil Fútbol Fútbol Poesía

Infantil La Universidad Desconocida Roberto Bolaño (459p, Anagrama, $77.000)

Por Javier Moreno Leer La Universidad Desconocida es como ver a destiempo las escenas con el fantasma de Bruce Lee entrenando al protagonista en Retroceder nunca, rendirse jamás. No sé si me explico. Es como si uno entrara al rotativo cuando la película va por la mitad y sólo viera el torneo que se cierra con la victoria de Jason sobre van Damme y luego viera los créditos enteros, la sala oscura, se aguantara los diez, veinte minutos de receso y entonces, por fin, pudiera ver cómo fue que ocurrió esa victoria inverosímil, cómo fue que este flacucho batió a van Damme en franca lid, de dónde salió. Y no estoy hablando de una revelación sobrenatural, claro. El fantasma de Bruce Lee, nadie lo duda, es un símbolo de lo que realmente ocurre, una intervención de lo fantástico para evidenciar cómo Jason se preparó para confrontar al ruso despiadado que lisió a su padre de por vida; cómo, poco a poco, a punta de esfuerzo, nacieron y se perfeccionaron los puños y las patadas que permitieron que arrasara en el torneo. El entrenamiento redondea la película de pelea. Una película de pelea es siempre una película de entrenamiento. No puede ser de otra manera. Roberto Bolaño se volvió un escritor visible a inicios de los noventa con la publicación de La literatura nazi en América, o tal vez un poco antes, cuando publicó La pista de hielo, no importa; el caso es que por ese entonces tenía cuarenta años y salvo por una novela escrita a cuatro manos con un amigo en el 84 era poco lo que se conocía sobre él. La literatura nazi era ya una gran obra, pero tras ellas vendrían otras. A partir de ahí Bolaño se las arregló para

publicar un libro por año, una batalla tras otra entre 1993 y 2003. Había un ímpetu inusual en sus libros, una lucha que los conectaba; la enfermedad, la muerte en la distancia, la crianza de los hijos, la angustia, motivaciones secretas tras cada golpe.

Un libro cada año, un año en cada libro hasta el conteo final. Escribir así necesitaba impulso, cosas como esas no nacen de la nada. Lo que nos ofrece La Universidad Desconocida es una versión decantada de ese entrenamiento previo: el fantasma de Bruce Lee en acción redondeando

la gran película de pelea. Sus quinientas páginas recorren casi quince años de la vida de Bolaño recopilados en una especie de diario encriptado en clave lírica que devela el desarrollo de los temas y voces que dominarían su narrativa posterior: su literatura de viajes y hombres perdidos, de distancias, búsquedas y teléfonos públicos. Parece como si sus poesías conformaran una gran maqueta, o como si todo lo demás fueran sólo extensiones de estos textos, poesía hábilmente camuflada en prosa, sonriendo. Es curioso que Bolaño no haya publicado este libro en vida. Según parece, llevaba años en su computador. Me pregunto qué esperaba. Discretamente, había publicado apartes del mismo. Amberes, Tres y Los perros románticos aparecen desperdigados en sus páginas, cumpliendo, tal vez, su verdadero papel. Junto a ellos danzan cientos de textos inéditos, furtivos ganadores de premios provinciales, pequeñas novelas comprimidas, intentos inútiles de contener el paso de los días, fugas del tedio. Todos se agrupan pacientes, cronológicamente, esperando a que su autor muera para poder nacer. ¿Por qué? Un mensaje, tal vez, o una herencia, o un mapa. O pistas, no sé. Una al azar, por intentar: “Aquí no puede pasar nada y sin embargo estoy yo. Apenas un robot con una misión sin especificar. Una obra de arte eterna.” Eso dice. ¿Alguna idea? Misterio. Seguiré leyendo.

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¿Recuerdas Juana? Helena Iriarte (99p, Babel Libros, $20.000)

Por Ana López

Historias de Eusebio Ivar Da Coll (32 páginas cada uno, Babel, $17.000 cada uno)

Por Catalina Holguín Jaramillo La trilogía Torta de cumpleaños, Garabato y Tengo miedo del ilustrador y escritor colombiano Ivar da Coll fue publicada por primera vez en 1990 por la ya difunta editorial Carlos Valencia Editores. En 1993 la trilogía de Eusebio fue traducida al inglés y publicada por Houghton, Mifflin and Co. Trece años después, la pequeña casa editorial Babel reeditó las aventuras del tigre de ojos brillantes y pestañas largas llamado Eusebio y sus amigos: la gallina Úrsula, la vaca Eulalia, el chivo-perro Horacio, el pato Ananías y la tigresa Camila. Las dos primeras historias de la trilogía, Torta de cumpleaños y Garabato, son muy similares: la acumulación de los esfuerzos del grupo de amigos resulta en un bonito producto que confirma su amistad. En el primer libro, la gallina prepara una canasta de frutas como regalo de cumpleaños para la vaca Eulalia. La vaca le añade otro comestible a la canasta en vista de que su amiga Camila también cumple años. Así, la canasta va pasando de amigo en amigo hasta que Eusebio la recibe, prepara una torta con los ingredientes e invita a todos sus amigos para que se la coman. Garabato es muy parecido. Los amigos de Eusebio posan para un retrato que siempre queda incompleto por algún motivo. Al final, los retazos que Eusebio logra retratar de cada uno de sus amigos terminan convertidos en un divertidísimo bichaco con patas de gallina, orejas de vaca, barriga de chivo y cola de pato. Tengo miedo, el cuento que más disfruté, se sale del patrón establecido en los dos primeros. La historia comienza una noche que Eusebio no puede dormir, pues espeluznantes monstruos acosan sus sueños. En pijama y abrazado a un muñeco de peluche, el tigre se va a la cama del pato Ananías en busca de ayuda. Después de oír la descripción de cada monstruo –cada una acompañada por una ilustración aterradora pero apta para niños–, Ananías le muestra a Eusebio que todos esos monstruos son tan normales como él. Pequeñísimos detalles hacen que los retratos humanizados de los monstruos cobren vida. Al diablo que odia la sopa lo supervisa una foto de su madre refunfuñetas; el dragón se lava los dientes con crema Dragon Dent; el fantasma se da un baño de espuma con Fantas Gel; y el vampiro, muerto del susto en su cajón, se abraza a un osito de felpa con colmillos afilados. Lo mejor del cuento es que cuando Eusebio le agradece a Ananías por su ayuda y sale del cuarto, el pato se queda petrificado en la cama como si Eusebio le hubiera contagiado su miedo. Los tres libros son de formato mediano, y la pulcritud de la diagramación le da a las ilustraciones todo el énfasis que merecen. Tres o cuatro errores de ortografía y tipografía ensucian el breve texto y las cuidadas ilustraciones de da Coll, quien es, sin duda, uno de los mejores escritores de cuentos infantiles de nuestro país. Su trabajo puede verse en su bellísima página web: www.ivardacoll.com, donde desfilan todos los personajes de sus historias. Con un clic sobre el tacón bailarín o las ranas atrapachicos, se despliegan imágenes y un breve párrafo donde Ivar explica la génesis de cada historia. 94 piedepágina

La editorial Babel tiene entre su nuevo repertorio de literatura infantil y juvenil este libro publicado por primera vez en 1989, una extraña pieza literaria que recupera, a través de la voz poética de su narradora, la memoria de una vida que se perdió en la oscura tristeza de una infancia desafortunada. El libro comienza al amanecer y termina al atardecer. La primera parte, “La mañana”, gira en torno a los hechos que se precipitan cuando el padre de Juana muere y su fría y distante madre deja la casa donde han vivido siempre para montar una pensión. La voz narradora reconstruye los recuerdos de Juana en esa trama de ecos que se teje entre los huéspedes que empiezan a poblar la casa. Quien narra y recuerda las memorias de Juana contrasta el rumoroso y taciturno paisaje de esa convivencia con la fantasía y la fiesta de la imaginación de esa niña que da vida fabulosa a la realidad vacía y cruel de adultos grises y desencantados. En la segunda parte, “La tarde”, se desencadena el doloroso final que lleva a la protagonista a perderse a sí misma y a quedar atrapada en un silencio perplejo y sin tiempo. Un hogar indiferente, un colegio amenazante, el aislamiento de las cuatro paredes de su pequeño y oscuro cuarto donde las ventanas que no existen han sido reemplazadas por montones de dibujos de paisajes luminosos... Solitaria, marginal, acompañada sólo por seres que ella misma ha creado... los pasos ligeros de Juana vuelven a oírse a través del relato de la voz narradora, testigo que da vida a lo que ha dejado de ser. En este libro, la autora hace corpóreo un personaje que ha perdido el peso de la existencia pero que vuelve a ser real y vital en la memoria que teje con amor y dolor una voz que no quiere que esa inocencia, alegría y fragilidad se pierdan para siempre, una voz que se amarra con fuerza a los recuerdos “como al hilo de una cometa para que el viento no se la lleve”. Y aunque es inevitable el viento y el tiempo, este libro despliega el poder de las palabras, del lenguaje, la poesía de la memoria, para hacerle frente al olvido.


Ensayo / Arte Infantil /Cocina Juvenil Infantil

Infantil

Entre la espada y la rosa Marina Colasanti (96p, Babel, $20.000) Traducción de Beatriz Peña

Por Adriana Giraldo Diez cuentos de hadas se recopilan en Entre la espada y la rosa, escritos originalmente en portugués por Marina Colasanti y traducidos al español por Beatriz Peña, quien, seguramente, no tuvo una labor en lo absoluto sencilla debido a la riqueza del lenguaje de la autora y a la recurrencia de imágenes que evoca en el lector. La labor como autora de literatura infantil de la escritora italo-brasilera nacida en Etiopía se originó debido a la escasez de estos libros en su país durante el periodo en el que fue editora del suplemento infantil del Jornal do Brasil. Ante la pregunta de qué publicar, Colasanti se dio a la tarea de recontar cuentos de hadas con tan buen resultado que su labor como escritora la ha hecho merecedora de varios premios, incluyendo el Norma-Fundalectura, y del respeto de la crítica internacional. Colasanti tiene claro que la literatura infantil no tiene que estar dirigida a niños, razón por la que los cuentos de Entre la espada y la rosa producen en el lector adulto una nítida evocación de infancia, y en los niños, la de puertas a mundos llenos de imágenes y situaciones fantásticas: una mujer que vive en el dibujo de un abanico de papel, una princesa que huye ante la obligación

Marizul que sueña que sueña que sueña... Bernardino Rivadavia Ilustraciones de Maurizio A.C. Quarello (80p, OQO Editora)

Por Ana López Marizul sueña que sueña y en ese sueño vuelve a soñar que sueña y allí otra vez y luego otra vez... cae de sueño en sueño y mundos extraños –pero muy familiares– le dan la bienvenida, en todos recibe espléndidos regalos, el mejor de todos: el secreto que salva a su reino. Sobrina de Trifón, el mago de la corte del rey Eric, Marizul no resiste la tentación y se come la apetitosa fresa que el mago había preparado, con un conjuro mágico, para curar el insomnio del rey. La glotona niña cae

de casarse con un hombre al que no ama, un hombre que sueña la respuesta de su destino, siete hermanos que persiguen una estrella, el rey de la Nada en su castillo de nada, una curiosa jovencita que suplanta a una muñeca de cera, la historia del hombre atento, el collar de perlas que la princesa recibió en sus quince años, la hermosa historia de la luna vanidosa. Muchos de los elementos pueden sonar recurrentes y lo son, puesto que tienen su origen en las tradiciones orales y en los cuentos de hadas, pero en la obra de Colasanti hay, además de un incuestionable respeto por las tradiciones, una muy rescatable y bella inventiva. El argumento de El reino por un caballo, por ejemplo, es la historia tradicional de un poderoso rey y su finísimo corcel y los sacrificios que el reino debe hacer para mantener a la altura las posesiones del soberano. Colasanti le da un giro ingenioso y lleno de humor sin dejar de lado un cierto elemento “cruel” típico de los cuentos de hadas. Las ilustraciones que acompañan a la muy buena edición de Babel son autoría de Colasanti, graduada en pintura y grabado sobre metal. Aunque bien logradas, estas acompañan a las narraciones sin aportar nuevos elementos. El lector finaliza cada cuento con una sonrisa o con un suspiro. Es un libro breve que, a pesar de la sencillez del lenguaje, debe ser leído poco a poco para dar espacio a la imaginación y a los sentidos. Las historias dejan de lado los elementos moralizantes de los cuentos de hadas originales y dejan la sensación de que la autora cuenta, con mucho talento, por la simple satisfacción de contar.

rendida en el sofá y llega al mundo de los objetos perdidos, allí cae profunda otra vez y llega al mundo de lo que no fue pero pudo haber sido, y ahí otra vez cae en el sueño más profundo y llega a la tierra de todo lo imaginado, cae otra vez en otro sueño y en otro más y en otro...Y cuando cree haber despertado descubre que está soñando. Ese accidentado camino ha sido el único posible para alcanzar y desenmascarar al temible Fardo, el genio de las pesadillas causante del insomnio del rey. Marizul despierta entonces, cree haber curado al rey y danza feliz entre las gentes de

su reino que celebran, pero ¿despierta o sueña que despierta? Hay que volver a empezar esta historia desde el principio para descubrir donde está la realidad y dónde el sueño, o para descubrir que la realidad es sólo un sueño o que los sueños no son más que fragmentos de realidad perdidos, no importa. Lo importante aquí es la experiencia que en este libro nos ofrecen el autor y el ilustrador: Borges, Lewis Carroll, Scheherazade son la inspiración de uno; Arcimboldo, el Bosco, Durero, Goya son la inspiración del otro. El conjunto es un viaje fantástico donde las fronteras entre realidad y fantasía se recrean una y otra vez, un juego de fragmentos, perspectivas, luces y sombras y personajes muy raros que nos recuerdan cuán extraño es el mundo en que vivimos y qué claros son, a veces, los sueños que soñamos.

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nº12 agosto 2007

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Narrativa Calibre 39 | Antología Por Francisco Barrios Granta en Español / 8 Por Melba Escobar Historia secreta de Costaguana | Juan G. Vásquez Por Luis H. Aristizábal Un cadáver en la mesa es mala educación | Pedro Badrán Por Marta Kovacsics M. Aitana | Germán Espinosa Por Juan David González Betancur Alerta de terremoto | Tim Keppel Por Melba Escobar En el cielo con diamantes | Senel Paz Por Álvaro Castillo Granada La voz interior | Darío Jaramillo Agudelo Por Luis H. Aristizábal Aceite de perro | Ambrose Bierce Por Marcel Capato Cambio de armas | Luisa Valenzuela Por Adriana Delgado Sobre la belleza | Zadie Smith Por Alberto de Brigard Ciudades de sal | Abderrahmán Munif Por Juan Camilo Acevedo Mandrake, la Biblia y el bastón | Rubem Fonseca Por Catalina Holguín Jaramillo Libro de los monstruos buenos l Santiago Londoño Por Gonzalo Valderrama La ceiba de la memoria | Roberto Burgos Cantor Por Juan David González Betancur Dudo Errante | Russell Hoban Por Alberto de Brigard Llámame Brooklyn | Eduardo Lago Por Marta Kovacsics M. Biografía Napoleón | Fernando Nieto Por Marcel Capato Ensayo Venir al mundo, venir al lenguaje | Peter Sloterdijk Por Gerrit Stollbrock El perdedor radical l Hans Magnus Enzensberger Por Adriana Giraldo

84 Negrología | Stephen Smith Stephen Smith 84 Breve historia del mito l Karen Armstrong Por Alberto de Brigard 85 La puta de Babilonia l Fernando Vallejo Por Fernando Galindo 86 Julio Ramón Ribeyro | Galia Ospina Villalba Por Francisco Barrios 86 Arte en Colombia 1981- 2006 | Carlos A. Fernández Por Catalina López B. Cómics 87 robot l Álvaro Vélez (Truchafrita), Joni Benjumena y otros Por Diego Guerra Catálogos 88 Museo del Oro Por Vanessa Villegas Solórzano 88 II Salón BAT de arte popular Por Andrés Felipe Uribe Cárdenas 89 Bogotá vista a través del álbum familiar Por Vanessa Villegas Solórzano Crónica 90 Lo mejor del periodismo de América Latina Por Patricia Forero 90 El último cartucho | Guillermo Bustamante Por Francisco Barrios Derecho 91 Polémicas constitucionales | Manuel José Cepeda Por Juanita Durán Poesía 92 Fragmentos y despojos | Harold Alvarado Tenorio Por Galia Ospina 93 La universidad desconocida l Roberto Bolaño Por Javier Moreno Infantil 94 Historias Eusebio l Ivar da Coll Por Catalina Holguín Jaramillo 94 ¿Recuerdas Juana? l Helena Iriarte Por Ana López 95 Entre la espada y la rosa l Marina Colasanti Por Adriana Giraldo 95 Marizul... l Bernardino Rivadavia Por Ana López


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