Número 5 – PRIMER Semestre 2011
Revista Analecta N°5 – Primer Semestre 2011 Universidad Viña del Mar Julio Castro Rector Juan Pablo Prieto Vicerrector Académico Miguel Díaz Director Escuela de Educación Pablo Aravena Director Centro de Estudios Humanísticos Integrados
revista analecta Publicación semestral del Centro de Estudios Humanísticos Integrados de la Escuela de Educación de la Universidad Viña del Mar Director
Ismael Gavilán. Comité Editorial
Pablo Aravena Miguel Díaz Christian Miranda Jorge Polanco consejo Editorial
Dr. Luis Correa
Universidad de Georgia
Dr. Josep Fontana
Universidad Pompeu Fabra
Dr. Ricardo Forster
Universidad de Buenos Aires
Dr. Sergio Grez
Universidad de Chile
Dr. José Jara
Universidad de Valparaíso
Dr. Claudio Maíz
Universidad Nacional de Cuyo
Dr. Andrés Morales Universidad de Chile
Dr. Marcelo Pellegrini
Universidad de Wisconsin - Madison
Dr. Sergio Rojas
Universidad de Chile
Prof. Miguel Ángel Vidaurre Escuela de Cine de Chile
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Stenographic Figure – Jackson Pollock Información de contacto
Revista ANALECTA Escuela de Educación Universidad Viña del Mar Av. Agua Santa 7255 – Sector Rodelillo Viña del Mar Teléfono: (56) (32) 2462691 Correo electrónico: analecta@uvm.cl – igavilan@uvm.cl ISSN: 0718-414X
Analecta, revista de humanidades depende del Centro de Estudios Humanísticos Integrados de la Escuela de Educación de la Universidad Viña del Mar, ubicado en Agua Santa 7055, Sector Rodelillo, Viña del Mar, Quinta Región, Chile. Analecta es una revista de corriente principal de carácter multidisciplinario en el área de las humanidades (Historia, Literatura, Filosofía, Estética) que busca desarrollar un diálogo disciplinario a nivel nacional e internacional. Publicada semestralmente (agosto y diciembre), sus artículos pueden ser de revisión, comunicación de nuevas investigaciones, actualización teóricometodológica, estudios de casos, tanto teóricos como analíticos, privilegiando artículos originales resultantes de proyectos de investigación financiados. El Consejo Editorial de Analecta está conformado por investigadores de excelencia tanto a nivel nacional como internacional. La labor de los miembros del Consejo es evaluar artículos, aportar artículos de su autoría y recomendar textos para su eventual publicación. Todos los artículos que lleguen a la dirección de Analecta serán sometidos a un proceso de evaluación por pares. Esta publicación posee desde su primer número una vocación dialógica entre las distintas disciplinas humanistas que tienden a ampliar su ámbito de estudio con el fin de plantear una resignificación de las mismas, en un corte transversal que abarca desde la crítica social e histórica, el planteamiento de la reflexión filosófica, política, artística y literaria y su vinculación e incidencia con el entorno hasta el registro analítico de los productos culturales en relación al espacio social y, en general, a la totalidad de sus instancias de producción simbólica.
ÍNDICE
Artículos
BIOGRAFÍA DE LA TURBULENCIA ENRIQUE LIHN: EL COMPROMISO Y LA REVOLUCIÓN
1
HERIDAS DE REALIDAD POESÍA, TESTIMONIO Y SILENCIO
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EL PÁNICO ENTRE LOS PROPIETARIOS REPRESENTACIONES DEL MIEDO EN LA ELITE SANTIAGUINA DURANTE LA CRISIS SOCIAL DE 1851
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FRAGMENTO TEOLÓGICO-POLÍTICO DE WALTER BENJAMIN
59
Diego Alfaro
Jorge Polanco
Roberto Pizarro
UNA INTERPRETACIÓN
Micaela Cuesta
TRAZOS Y TENTATIVAS EN TORNO A UNA ASOCIACIÓN PROBLEMÁTICA
75
LA MEMORIA Y EL PROYECTO POLÍTICO DE IZQUIERDA
Hugo Sotomayor dossier: Escritura y subjetividad
LA PROMESA DE LA SUBJETIVIDAD 101 Enoc Muñoz
ALGUNAS IDEAS SOBRE SUBJETIVIDAD, ESCRITURA, SILENCIO 117 Lorena Amaro
VIDA Y OBRA 129 ROLAND BARTHES Y LA ESCRITURA DEL DIARIO Alberto Giordano
FILOSOFÍA Y (POST)DICTADURA: A PROPÓSITO DE PATRICIO 143 MARCHANT Miguel Valderrama
documentos
PRESENTACIÓN DE LOS RECURSOS DEL RELATO, DE P. ARAVENA 157 Christian Miranda
PRESENTACIÓN DE 163 ANALECTA: REVISTA DE HUMANIDADES N° 4 Ismael Gavilán
Reseñas
LA HISTORIA QUE SE PIENSA 171 Josep Fontana (Pablo Aravena ed.) José Antonio Ramírez
LIBERALISMO Y PODER. LATINOAMÉRICA EN EL SIGLO XIX 175 Iván Jaksić y Eduardo Posada (eds.) Rubén Valencia
DEL CONSENTIMIENTO 177 Geneviève Fraisse Pablo Aravena
NORMAS DE PUBLICACIÓN 179
ARTÍCULOS
BIOGRAFÍA DE LA TURBULENCIA: ENRIQUE LIHN, EL COMPROMISO Y LA REVOLUCIÓN DIEGO ALFARO Universidad del Desarrollo
Resumen Este artículo propone una breve biografía del poeta chileno Enrique Lihn (1929-1988) mostrando su encanto y desencanto político e ideológico y sus cercanías teóricas con la tradición del marxismo occidental. Asimismo remarca sus nociones de compromiso humano y social a través de la cita a ensayos, poemas, entrevistas y crónicas de y sobre el autor. Palabras clave: Enrique Lihn, poesía chilena, marxismo occidental, compromiso político. Abstract This article offers a brief biography of the Chilean poet Enrique Lihn (19291988) showing his political enchantment and subsequent disenchantment and his ideological proximity to the Western Marxist tradition. Additionally, it emphasizes his ideas about human and social commitment through quotations from essays, poems, interviews and chronicles by and about the author. Keywords: Enrique Lihn, Chilean poetry, Western Marxism, political commitment.
Puede parecer un dato kafkiano, pero dentro del archivo del Getty Research Institute dedicado al ciudadano Enrique Lihn Carrasco, precisamente en la Serie V, Caja 46, Carpeta 1, de título “Personal documents, 19611988”, se puede leer un papel que contiene la siguiente información: “Communist Party credentials, 1964”.1 Lejos de estos laberintos y aunque desconozcamos el día y la hora exactas en que Lihn ingresó al Partido Comunista chileno, el más longevo de la tradición política nacional, sabemos por sus primeras entrevistas de a mediados de los sesenta de su pronta cercanía al marxismo. No obstante, y yendo cabalmente a los hechos, se reconoce en esas entrevistas más la figura de un simpatizante que la de un militante acérrimo; un simpatizante con las líneas generales del Partido, con el contenido ideológico y las perspectivas de análisis objetivo que este podía entregar para la configuración de su propia identidad, tanto como hombre y como poeta. En esas conversaciones transcritas, casi todas realizadas alrededor de 1966, en conjunto con su texto “Definición de un poeta”, del mismo año, el poeta hace constantes alusiones a la visión “humanista” del marxismo occidental, así como a ciertos elementos de estudio propios de esa generación de pensadores como la “alienación”, la función de la crítica literaria y de la política dentro de la literatura, la necesidad del arte para la sociedad moderna y, por supuesto, la puesta en discusión del realismo, como estética y como arte oficial soviético. Todos estos temas de interés, desde su punto de vista y de la doctrina a la que alude, están vitalmente ligados al compromiso que debe adoptar el escritor ante la sociedad y al punto de vista de considerar al escritor como un motor de cambio dentro de la misma, un agente de las ideas insertado en su tiempo y dispuesto a superarlo por un bien común. No obstante, una de las primeras cercanías con militantes del partido se produjo más por la prosa que por la poesía. Hacia principios de los ’60 Enrique Lafourcade incluyó el cuento de Lihn “Agua de arroz” en su antología Cuentos de la generación del 50 (1959), lo que le valió un artículo elogioso del crítico Yerko Moretic, perteneciente a la plana del periódico El Siglo que hasta hoy es el medio oficial de prensa del PC. Moretic era el líder intelectual de un grupo de escritores ligados a esta publicación, como nos cuenta Lihn en sus Conversaciones con Pedro Lastra, a la vez que un crítico cultural que “había ganado cierto respeto; sus opiniones inquietaban a escritores que aunque no compartieran sus ideas políticas podían confiar en que haría un esfuerzo de imparcialidad” (1990: 43). Captando el potencial prosístico de Lihn, Moretic, en conjunto con Carlos Orellana, deciden agregar el famoso cuento “Huacho y Pochocha” en su antología de El nuevo cuento realista chileno (1962), obra “a favor de un realismo abierto, que librara a los escritores 1 Para más
información revisar: http://library.getty.edu/cgi-bin/Pwebrecon.cgi?BBID=521649
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marxistas del fantasma del realismo socialista tradicional. Era la época del deshielo ¿no?, antes de que Nikita Kruschev se declarara crítico de arte, cuando Garaudy escribía El realismo sin fronteras” (Lastra, 1990: 43). Es decir, el cuento hizo gala de su aparición a partir de una instancia ético-estética – como todas las antologías, aunque algunas tengan un carácter preocupantemente antiético–, pero en un ambiente de toma de posiciones en cuanto a la libertad creativa ligada a la ideología marxista. Esta situación Lihn la puntualiza con la salida del ensayo de Garaudy, importante en las discusiones europeas acerca de las posibilidades del realismo, su papel como óptica revolucionaria y su capacidad de entroncar dentro de esta. Este ensayo irrumpió contra un fosilizado realismo socialista, manipulado desde las cúpulas del poder soviético, un arte que estaba a favor de las necesidades partidistas; en sí una apología del régimen que proyectaba los conflictos y perspectivas de la futura sociedad socialista. De ahí Moretic, con ayuda del mismo Orellana, que trabajaba en la Editorial Universitaria, publicaron, en esta casa editorial, Agua de arroz en 1964, el primer libro de cuentos de Enrique Lihn con prólogo de Moretic. En ese tiempo nuestro poeta, junto al narrador Germán Marín, colaboraron en El Siglo, tanto con textos como con ilustraciones (Sarmiento, 2001: 15). Estas cercanías con el PC no sólo se debieron por cosas de la praxis literaria, sino pues, aunque Lihn no fuera un asistente regular a las reuniones del PC, para la intelectualidad y la juventud de la época llegaba el momento de tomar posición en uno de los flancos políticos de la Guerra Fría desde el cual impulsar la discusión de las ideas, por la necesidad misma de lo que acaecía en el mundo. Este momento histórico, en el cual Lihn escribió, particularmente la década de los ´60, lo han reconstruido los poetas Eduardo Llanos y Waldo Rojas: Por otro lado, hay que tener en cuenta que la etapa de maduración personal y literaria de la generación del 50 se da más bien en la década del 60, que es un período de utopismo y de afanes emancipatorios de gran intensidad, y muchos poetas apostaron por la lucha en pro de una mayor justicia social, incluso militando en partidos o movimientos reivindicativos. Así, el denominador común del doble compromiso (artístico y político) también contribuye a atenuar los contrastes (Llanos, 2004: 4).
Y Rojas: También hay que ver que el mundo se puso algo más serio en la década del sesenta, y que un cierto protagonismo juvenil que se instaló a partir de entonces modificó también el lugar de la juventud en el mundo y el estilo de ser joven. Sin contar la guerra de Vietnam (Lihn, 1997: 41).
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Que Lihn haya optado por el marxismo no parece una acción fuera de lo normal si tomamos en cuenta que gran parte de la mini-tradición poética establecida antes de los ’60 fueron miembros del PC –incluso presidentes de sus colectividades– como en el caso de Pablo Neruda, Pablo de Rokha, Vicente Huidobro y Nicanor Parra, teniendo todos, a su medida, ese doble compromiso o doble militancia entre arte y política. Por su parte, su visión contenía ya niveles mucho más autocríticos con respecto a sus antecesores: Si se tratara de asumir una misión, yo diría que la poesía actual debiera enfrentar el mundo con un rostro lo suficientemente despejado como para que se reflejaran en él los monstruos que engendra el sueño de la razón, los maniquíes que engendra la duermevela de la inteligencia práctica, futurizando todos los vicios del mundo moderno en imágenes de presumibles catástrofes. Pero no se le puede pedir a nadie que juegue ahora el papel de testigo presencial sin entrar para nada en el baile. La tendencia humana instintiva, no contaminada, es la de concertar individuo y sociedad, liberando a éste de sus alienaciones de todo orden e imprimiéndole a aquellas el ritmo de la creatividad contra las medianías ni verdaderamente sociales ni verdaderamente individuales. La poesía pone los dedos en las llagas de su propio cuerpo, no viviría sin contrariar o seguir su deseo de purificación. Es la religión más la incredulidad: un juego desesperado. (Fuenzalida, 2005: 13).
Enrique Lihn entró en el baile tomando postura por el marxismo, y no ciegamente. “Soy marxista y lo es mi poesía” (Fuenzalida, 2004: 26), aseveraba en una entrevista realizada por Ariel Dorfman el 4 de mayo de 1966, al tiempo que se debatía entre el hermetismo de su poesía y las posibilidades de masificación de esta: “No necesito explicitar ni justificar mi marxismo en el arte” (Fuenzalida, 2004: 26). Sin embargo, entregó las suficientes claves como para contradecirse: el tiempo, finalmente, hizo de las suyas. Su entrada, como para muchos de su generación, partió desde el sueño de la materialización de un estado socialista, de igualdad social, de eliminación de las clases sociales, contra un sistema burgués sofocante, hacia principios y mediados de los ’60, siendo la primera gran obra conformada en estos márgenes La pieza oscura (1963). Para esos años el poeta ya cargaba con una batería teórica sorprendente. Se notaba no sólo una decidida toma de posiciones con respecto al ensayo de Garaudy, sino también una asimilación de la obra del suizo Ernst Fischer, una lectura dialéctica de la estética de Gyorgy Lukács, extracciones de la relación entre obra de arte y revolución desde los textos de Bertolt Brecht, una compenetración con el papel del intelectual en la sociedad que proclamaba Antonio Gramsci, como también cierto lineamiento crítico con la idea de “escritura situada” y “compromiso” esgrimidas por el filósofo Jean Paul Sartre. Pero Lihn, al contrario de muchos de su generación que militaban o simpatizaban con el PC, tuvo el privilegio único de internarse en la historia, 4
en un momento específico y que suscitaba un alto interés para los intelectuales de izquierda de todo el mundo. Luego de publicar La pieza oscura, libro que tuvo una aceptación crítica unánime, Lihn ganó el primer lugar del concurso Casa de las Américas en 1966, cuyo sitial estaba en La Habana, Cuba. Lo ganó por su poemario –inédito hasta ese momento– que hoy conocemos por el título de Poesía de paso y que había sido presentado para la ocasión con el nombre de Poesía de paso, La derrota y otros poemas. La primera parte de este compendio recoge gran parte del trabajo poético de flaneur, compuesto por Lihn durante el viaje que realizó en 1965 por varios países de Europa gracias a una beca de especialización en Museología brindada por la UNESCO. Respecto a la segunda parte del poemario, en una entrevista dada el 22 de febrero de 1966, Lihn responde a Hernán Loyola: El segundo momento de mi nuevo libro lo integra un solo poema, “La derrota”, que proviene de un ciclo de composiciones impregnadas de intención política. Todos esos poemas aspiran a configurar, de un modo totalizador, la conciencia lírica del poeta frente a su circunstancia histórica inmediata. Es decir, he tratado de entregar un testimonio lírico de mi posición frente al mundo sin renunciar a las instancias personales de mi poesía. Significan por tanto, un esfuerzo por incorporar mi mundo poético las experiencias de mi compromiso con un instante difícil que vivía mi país en su trayectoria política. Otros poemas del mismo ciclo de La derrota aparecieron en revista Aurora (“Ojo”, “Mesa del pobre”, “Juan el papá bueno”, “Elegía”) y en el diario El Siglo. (Fuenzalida, 2004: 15; el énfasis es nuestro)
Esta mixtura entre las “instancias personales” (como el viaje y la vivencia de una situación histórica determinada) junto a sus “experiencias de compromiso” lleva a Lihn a Cuba, a un lugar “bajo el signo de Caín a los ojos del hombre del garrote y de sus rastacueros latinoamericanos”, según sus propias e insidiosas palabras, hacia el final de la entrevista preparada por Loyola. Recibido el Premio, Lihn se instala en Cuba por casi dos años y medio, desarrollando su labor intelectual en la revista de Casa de las Américas y en distintas labores editoriales que le fueron encargadas, casi todas relacionadas a trasladar la poesía chilena a la isla y de ahí a los distintos puntos neurálgicos desde donde se esparcía su influencia ideológica y cultural en Latinoamérica. Como se corrobora tanto en artículos y, especialmente, en sus primeras entrevistas acerca de la problemática cubana dentro del panorama político de la época, Lihn pecó de entusiasta, idealizando utópicamente, como muchos de los de su generación, el carácter libertario de la Revolución Cubana. Tiempo después Lihn se sincera frente a Juan Andrés Piña al respecto:
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Bueno, yo, y muchos otros, teníamos un modelo bastante utópico de que la revolución cubana (sic) fuera independiente de la Unión Soviética, que postulara una relación permanente de grandes sectores de la izquierda que nunca habían estado juntos, de contestatarios tradicionalmente desunidos: surrealistas, existencialistas, anarquistas. Todo esto era una (sic) fermento romántico y heroico, como siempre ocurre en los momentos prerrevolucionarios: cuando hay un estado de crisis se combinan los elementos sociales más divergentes en contra del orden establecido. Entonces empezó a armarse la idea de que toda la sociedad adquiriera esas características: construcción del socialismo y al mismo tiempo terreno libertario para las expresiones heterogéneas. Es decir, esa combinación que no se ha logrado nunca: el Estado junto a los derechos individuales. Se pensaba incluso que la revolución cubana (sic) tendría un carácter festivo, la revolución con pachanga, una cosa alegre, y no un sórdido campo u hormiguero (1990: 150-1).
No es menor indicar el momento crítico en que Lihn estuvo en la isla, es decir, el momento en que la influencia soviética se volvía evidente. En primer lugar, en octubre de 1962 sucedió la crisis de los misiles soviéticos que se instalaron en Cuba como plataforma de posible ataque hacia los Estados Unidos. En segundo lugar, tras la invasión a Praga por parte de la URSS en 1968, Cuba no realiza acto de independencia, sino que al contrario, ni se plantea ante el hecho, “al igual que gran parte de los intelectuales cubanos coludidos y posicionados por el gobierno”, ya que, como resume Lihn: “El intelectual era exclusivamente Fidel: nadie más podía pensar lo que debía hacerse” (Piña, 1990: 154). Frente a “cualquier coyuntura política no se atrevían a pensar en voz alta ni en voz baja” los intelectuales cubanos ni extranjeros ligados o establecidos en la isla. Se vivía, por lo tanto, en una frase de Lihn, “la perversión de la duplicidad”, dentro de la cual habitaba el espionaje a todo sujeto sospechoso o no de conspirar contra el régimen, como también una especie de racismo que nuestro poeta también detectó que ocurría en las líneas generales del poder.2 La gota que rebasó el vaso fue el constante aceleramiento del militarismo y de la intolerancia intelectual ante cierta diversidad de intelectuales más o menos proclives y/o disidentes:
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Esta “perversión de la duplicidad” puede ser leída dentro de otro contexto en La musiquilla de las pobres esferas. En el poema “Revolución” se entiende críticamente la postura de Lihn respecto a la “lucha social” desde un tono desencantado, nos dice “Y yo soy, como se ve, un pequeño burgués no vergonzante,/ ya que en los años treinta y pico sospechaba que detrás del amor a los pobres de los sagrados corazones/ se escondía una monstruosa duplicidad/ y que en el cielo abría una puerta de servicio”. Se refiere con esto a los resultados de la Revolución Cubana como una mera solución de los conflictos sociales, y no culturales y esenciales a la conformación de una libertad identitaria del individuo con respecto a los poderes que lo absorben en su discurso. Ese “amor a los pobres” es, comparándolo con los de la iglesia (y en específico a su educación católica), un salvataje de filibusteros, más que una verdadera revolución de las condiciones de la naturaleza humana.
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Yo mantuve buenas relaciones con todos hasta que comenzó esta especie de revolución cultural que inició Fidel, presionado por la URSS. De esa época son las declaraciones realmente energúmenas contra los intelectuales burgueses y los “liberaloides podridos”. Ahí las cosas se vieron tal como eran: el ejército era el que mandaba (Piña, 1990: 155).
La revolución cultural cubana terminó siendo un espejo de la soviética: el poder se entronizaba sobre el arte y la libre expresión. Cansado de la censura y el constante espionaje y acusación de unos hacia otros (lo que costaba la vida o la prisión de por vida), Lihn vuelve a Chile a finales de 1969 luego de haber respirado “una atmósfera enrarecida”. Un año más tarde Salvador Allende llega democráticamente al poder, no logrando la mayoría de votos y siendo oficializado como Presidente gracias al Senado. Lihn es invitado por el propio Allende “para ser acompañado por independientes de izquierda. Eso me pareció válido para los intelectuales, porque estar comprometido con un partido no me interesaba, aunque sí ser independiente” (Piña, 1990: 156), pues, como afirma en su entrevista con Juan Andrés Piña, la estadía en Cuba le había servido para adquirir “cierta resistencia al PC”. El poeta comienza a trabajar en la Editorial Quimantú, lugar del que fue rápidamente “expelido”, ya que según él se había puesto más papista que el Papa: “Yo sostenía que la editorial tenía que recoger el pasado político de la izquierda chilena” (Piña, 1990: 156). Y volvieron los problemas. Dos hechos contundentes para el último desencanto de Lihn: 1. Retrocedamos un poco. Desde 1966 el poeta cubano Heberto Padilla, a través de la revista estudiantil Juventud Rebelde, comenzó a comentar ciertos problemas políticos que ocurrían en la isla, pero no fue hasta la publicación de su poemario Fuera de juego que se le consideró un personaje peligroso para el poder.3 Por esta obra ganó el Premio Julián Casal el año de 1968, y del cual fue objeto de “una ‘paracrítica’ por parte de la revista Verde Olivo, ór3
“¡Al poeta, despídanlo!/ Ése no tiene nada que hacer./ No entra en el juego./ No se entusiasma./ No pone en claro su mensaje./ No repone siquiera en los milagros./ Se pasa el día entero cavilando./ Encuentra siempre algo que objetar.”, demanda Heberto Padilla en su poema “Fuera de Juego” dedicado al poeta griego Yannis Ritsos (Ortega, 1987: 335). Como señala Julio Ortega en su introducción a la poesía de Padilla: “Sus mejores poemas, en Fuera de juego, testimonian la difícil posición política del artista y su conciencia crítica, y lo hacen con una dicción cotidiana, sutil, desencantada e irónica” (334). Como declara en sus obras Fuera de juego, Por el momento (1970) y Provocaciones (1971), existe una honda contradicción entre la posición del artista (siempre autodefinido desde los parámetros de su proceso creativo) con las imposiciones que inquiere el poder político para la ejecución de una revolución cultural. “A aquel hombre le pidieron su tiempo/ para que lo juntara al tiempo de la Historia” (334) nos dice en el poema “Tiempos difíciles”, como una manera de graficar lo que significa el que a un creador le sea impuesta una tarea por el partido, lo que tropieza con sus propios intereses, principios y perspectivas existenciales; se le pide al poeta que sea parte de la Historia, que declare a favor de la causa revolucionaria. Por esta polémica crítica e irónica de Padilla en su poesía, hacia los líderes y el ejercicio del poder, se hará valedor del castigo de las autoridades cubanas siendo considerado “contrarrevolucionario”, poco fiel a las necesidades de un partido que requería la narración de la epopeya revolucionaria, directamente y por medio de la crítica intelectual instalada junto al poder.
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gano de expresión de las Fuerzas Armadas Revolucionarias”, como confirma Enrique Lihn en una entrevista realizada por Venzano Torres en diciembre del mismo año, tras una pequeña pasada por Chile. La salida del libro fue acompañada no sólo por esta autocrítica, al estilo clásico de lo que ocurría en la URSS con ciertos intelectuales –como en el caso de Gyorgy Lukács tras la publicación de Historia y conciencia de clase–, sino también con la consideración de la Unión de Escritores de Cuba (UNEAC) de ser esta una obra políticamente conflictiva. “El libro de Padilla es uno de los testimonios más lúcidos y apasionados que se hayan arrojado desde la fase actual de la Revolución Cubana sobre la cual no cabe hablar ya en los términos de una publicidad eufemística para los tontos o para los ilusos” (Fuenzalida, 2004: 40), confirma Lihn en la misma entrevista. Pero Padilla aún tenía preparada una última y poderosa carta que significó el final de la visión idílica cultural de la Cuba revolucionaria. El 20 de marzo de 1971 realiza la lectura de su obra Provocaciones en la UNEAC lo que le valió a él y a su mujer, Belkis Cuza Malé, la detención por parte del Departamento de Seguridad de Estado de Cuba, a la vez que una gran purga de intelectuales –sospechosos, contraestatarios y hasta por su calidad de homosexuales– en la isla, por medio del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura convocado por Fidel Castro el 27 de abril de 1971, donde se dictaron las normas a seguir para concretar la censura estatal y la “autocrítica” de muchos intelectuales. “Padilla se quedó como diez años en calidad de desparecido que aparecía en algunos momentos” (1990: 155), relata Lihn a Piña, que ya en 1970, ante el agasajo de las autoridades, escribió una carta que no quisieron publicar los medios de izquierda que el poeta frecuentaba en Chile (donde ya estaba instalado hace un año), la que finalmente apareció en la revista Marcha de Uruguay, gracias a la ayuda del crítico Ángel Rama. Como dice Adriana Valdés al respecto en El otro Lihn de Óscar Sarmiento: […] Si uno lee La musiquilla de las pobres esferas se da cuenta que Enrique no fue feliz en Cuba. Y fue muy amigo de Padilla en Cuba. Por eso, se sintió muy obligado a salir en su defensa cuando transformaron al poeta cubano en un chivo expiatorio de todo. Por supuesto, uno necesita comprender que salir en defensa de Padilla, en esa época, era transformarse en un réprobo inmediatamente. […] Para Enrique, que tenía un medio de vida muy precario, su reacción le significaba un suicidio económico; un suicidio, en realidad, de todo tipo. Encuentro que Enrique se portó bien en esa ocasión. […] Esta carta la hizo por su amistad personal y por consecuencia con sus ideas libertarias. Y perdió contactos laborales; perdió muchas cosas. Su vida política y su relación con la política fueron producto de una actitud apasionada y delicada. Lo que Cristián Huneeus dice de Enrique, de que “no dio nunca puntada con hilo”. (2001: 18)
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Posteriormente en 1971 en la revista Mensaje, en Chile, se hizo un dossier sobre el Caso Padilla que contestan “Lihn, Huneeus, Carlos Ossa, y el agregado cultural cubano, que en ese entonces era Lisandro Otero”, como puntualiza Germán Marín en la misma entrevista. No es menor señalar que el Caso Padilla fue clave para el alejamiento y condena de muchos intelectuales del proceso cubano y la política castrista, como Jean Paul Sartre, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa, entre otros. 2. En el taller de escritores de la Universidad Católica, que Lihn dirigía, invita a un grupo de los becados y asistentes a hacer un libro de ensayos titulado La cultura chilena en la vía al socialismo, publicado en 1971 por Editorial Universitaria, obra que intentaba, en su compendio de voces, dar una visión libertaria del camino que Chile debía llevar en materias culturales, intentando evitar, por parte del poeta, que se repitiera el fenómeno soviético y el cubano, simbolizado en el Caso Padilla. En palabras de Lihn: “Pretendía justamente ser una oposición al problema político y desde el punto de vista cultural. Rápidamente fue tildada de oportunista, de antimarxista” (Piña, 1990: 156). Aunque el poeta utilizaba una masa crítica marxista contundente (Marx, Trotsky, Sartre, Marcuse y ciertas confrontaciones críticas con Lukács, y parte de la polémica del Caso Padilla), el ensayo de Lihn “Política y cultura en una etapa de transición al socialismo” no se esmera en ser una apología de las políticas de la Unidad Popular y su programa cultural y educacional (del que el propio Allende había hecho acto de independencia frente al fenómeno cubano): No espero con ello halagar la vanidad del doctor Allende. Es más, parto de la base de que, en líneas generales, los partidos chilenos de izquierda, sin excluir a su máximo representante en el gobierno, ni a parte de su intelligentsia, tienen o parecen tener, en los hechos, un concepto tradicionalista, errado, distorsionado o disminuido de lo que puede significar una acción cultural en el contexto de una sociedad que se prepara para el socialismo (Lihn, 1997: 439).
Lo que Lihn intentaba realizar era dar una visión crítica de lo que la situación histórica estaba demostrando, algo que él resume citando a Ángel Rama con la frase “Una cosa es la revolución y otra los errores de la revolución”, aludiendo así al carácter militarista, censurador y altamente violento de los procesos de cambios culturales a nivel nacional como en el caso ruso, chino y cubano. Lihn aboga por una opción libertaria, por un gran cambio cultural, en la posición de no volver al intelectual ni un culposo ni un panfletario, sino un órgano activo de la crítica de los procesos políticos en relación a la dialéctica entre la figura del Estado y los derechos individuales o civiles.
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Esto le valió, de parte de la ortodoxia de la izquierda chilena, el desprecio unánime. Igualmente, el mismo de Taller de Escritores, tomó otro matiz. Como nos relata en el texto inédito “Un taller de poesía en 1972: notas y reflexiones de una experiencia de trabajo”, incluido en la compilación de El circo en llamas, la relación con los jóvenes miembros que asistían a aquella instancia se volvió incómoda y derivó en muchas ocasiones en una discusión política, ante el caldero que resultaba ser la situación de la época. 4 El Taller, aunque Lihn y su ayudante Waldo Rojas insistieran en guiarlo hacia las problemáticas del oficio poético, se salía de las manos. Sigamos sus palabras: En la reunión de despedida del año, cuando nos reunimos con el rector y otras autoridades universitarias, uno de los poetas pidió la palabra para mostrarse disconforme con la actividad del taller. Había sido uno de los hombres más sensatos del grupo, esto es, con mayor interés por discutir sobre el problema del oficio con la relativa impersonalidad que se requiere en este caso. Pero, en última instancia, desaprobó el hecho de que nos hubiéramos enclaustrado manteniéndonos en nuestras reuniones semanales –alrededor de tres horas a partir de las 7 p.m., los días miércoles, y no continuamente en una torre de marfil– al margen del tenso contexto sociopolítico que se respiraba en el interior mismo de la Universidad y fuera de ella, a nivel nacional, latinoamericano y mundial. En las nubes, mientras a nuestro alrededor reinaba un clima electrizado. Pidió, pues, que los poetas respondieran en lo sucesivo a ese estímulo y que participaran en la lucha a través de su propia obra, llevando a la poblaciones una aclaración suficiente sobre los procedimientos lingüísticos de su especialidad, haciéndolos así extensivos a la comunidad. No guardar falsos secretos, compartirlos con todos. Promover la acción poética general o al menos escribir para las mayorías en el lenguaje de las mismas, en, por y para las masas (Lihn, 1997: 124-5).
Esto claramente se conjugaba con el hecho de que varios de los participantes, entre ellos Ariel Dorfman, Antonio Skármeta y Federico Schopf desacreditaron el Caso Padilla, “tomando una posición muy radical, a favor de la Revolución Cubana, y de la revolución cultural cubana, y cosas de esas, e hicieron declaraciones por la revista Ercilla” (Bianchi, 1985: 215). Ante el apasionamiento que sugería la llegada de Allende al poder y que el termómetro social subía de temperatura, más el desencanto del mismo Lihn y su visión crítica de la contingencia, él propugnaba una apuesta que para aquellos 4
El Taller de Escritores de la Universidad Católica de Chile duró desde fines de 1969 hasta los últimos meses de 1973. Su lugar de desarrollo fue el Salón Ducal en la casa central de la institución, posición que permitía la constante rotación de asistentes y la asidua concurrencia de un sinnúmero de personalidades literarias y de otras artes. El taller se realizaba en paralelo a uno dedicado a la crítica desarrollado por Martín Cerda y uno de prosa dirigido por Alfonso Calderón. Por otra parte, su ubicación en la Alameda y su cercanía con el edificio de La Moneda situaba al Taller en un punto estratégico del desarrollo político popular.
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jóvenes, y otros varios que circularon por el Taller, parecía desencajada, fuera de tiempo: “para escribir con destino a las mayorías hay que saber primeramente escribir y tener la óptima comprensión de lo que ello implica y significa” (Lihn, 1997: 125). Es decir, Lihn llamaba a estar con los ojos abiertos ante los acontecimientos, concentrarse en el proceso escritural antes que arrojarse a la calles sin una preparación previa, sin discutir o afinar el instrumento. El Taller para él guardaba la secreta vocación de que “es a través de la creación colectiva como podría ensayarse algún modo de presencia pública de un grupo de escritores, siempre y cuando respondieran a una idea común, más allá de la poesía como objeto de preocupación teórica” (125). Aquellas preocupaciones, disonantes para los asistentes, muchos de ellos inflamados hacia lograr la revolución, terminaron por generan un quiebre entre Lihn y algunos de los miembros, afectando incluso su imagen pública. Gran parte de este desencanto para con la militancia se había instalado, a todas luces, sobre su poesía en dos obras importantísimas publicadas el año 1969: Escrito en Cuba (Ediciones Era, México D. F.) y La musiquilla de las pobres esferas (Editorial Universitaria, Santiago, Chile). En ambas se estampan las visiones de un poeta que confiesa haber vivido en un régimen de la “perversión de la duplicidad”, en donde, como los demás ciudadanos, escuchaba a un líder, cayendo en “una especie de trance” (“Mester de juglaría”), contrastando el poder de la palabra del poeta frente a sus administradores en los ministerios; haciendo una poesía del compromiso libertario del ser humano instalado en su situación, de las posibilidades y la angustia de quien escribe y es protagonista de un tiempo de altas incertidumbres, para finalizar diciendo “No seré yo quien transforme el mundo” (“Mester de juglaría”). Llegado el golpe militar del 11 de septiembre de 1973, tras haber ocupado Lihn un miserable puesto en la CORFO (instalado en un pasillo de un edificio, en un escritorio de escolar y con un sueldo mínimo), el poeta teme por su condición de ex militante: Cuando vino el golpe, mucha gente me dijo que me refugiara. Mal que mal yo había vivido en Cuba hasta el año 68, había militado en el PC y estaban todas esas declaraciones mías en el diario El Siglo. Entonces, era para pensarlo dos veces si quedarse o no. Recuerdo que con un amigo, que al final se exilió, recorrimos varias embajadas en citroneta, mirando, lentamente. Pero era imposible, porque estaban todas repletas y la única manera de conseguir asilo era saltar la tapia con garrocha (Piña, 1990: 157).
Es posible que sus intervenciones a nivel internacional acerca del Caso Padilla, su visión crítica del proceso cultural y político de la Unidad Popular, lo hayan salvado de ser un ilustre desaparecido. Gracias a la ayuda de Cristián Huneeus y Nicanor Parra, Lihn llega como refugiado a obtener un puesto académico en el Departamento de Estudios Humanísticos de la Uni-
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versidad de Chile, un lugar que congregó durante la UP y congregaba, hasta ese momento, un refugio crítico para todos aquellos exiliados del sectarismo de la izquierda y una célula de trabajo intelectual a manera de bunker contra los excesos de la Dictadura Militar. A Enrique Lihn el Golpe le dio directamente en la cara. Significó el miedo a la detención y la posterior tachadura de su nombre. Pero sobrevivió. Tardó tres años en reponerse y publicar, nunca dejó de escribir, hasta que finalmente surgió París, situación irregular (1977) –y antes, en Argentina, la novela La orquesta de cristal (1976). Para un autor que a esa altura publicaba continuamente, aunque fuera en revistas, en defecto de libros, esta instancia debió ser asfixiante, asilado en el Departamento de Estudios Humanísticos de la Universidad de Chile, junto a Huneeus, Valdés, Parra, Kay y otros. Sin embargo, su poesía y su visión de ésta habían cambiado. Mal que mal, Lihn se había interesado en el estructuralismo, un método de análisis fundado en la academia francesa hacia los años de mayor fractura del marxismo, es decir, hacia fines de los ’60. Las obras de Barthes, Blanchot y Foucault, y de otros autores cercanos a esta escuela, como Saussure, Ducrot y Benveniste, entraron de puntillas –y, algunas de estas, luego, con más confianza– en el esqueleto poético de Lihn y en sus ensayos y prosa.5 El estructuralismo sirvió a la vez como un elemento distractor de la censura; con su lenguaje enrevesado y enorme cantidad de tecnicismos, Lihn y sus compañeros de trabajo lograron evadir el ojo indiscreto del poder. Recuperando ese momento, Adriana Valdés revela estos móviles: “podíamos hablar de cosas terribles, porque se hablaban en tales términos que no eran accesibles para un mundo menos sofisticado […] Era una especie de trabajo intelectual feroz contra la corriente de ese momento y casi en lo críptico” (Sarmiento, 2001: 20). Pero esto, quiéranlo o no los que aún lo practican, terminó, en muchos de ellos, en una mera complacencia por el texto, un escape de la cruda realidad. La profesora Ana María Maza, que estuvo muy cercana al poeta en este periodo –y que incluso lo hospedó en distintos momentos en su casa–, me relató en una ocasión que el viraje de Lihn a estos estudios también se debía a una forma de sobrevivencia, ya que entrar en estas temáticas –en el lugar donde Lihn desarrollaba sus complejas clases– creaba un interés extraliterario que afirmaba su puesto de académico y, obviamente, le permitía ganarse el pan. Todas estas directrices confluyeron –o conspiraron– en la formación de ese otro Lihn, al que muchos vieron como enemigo al tratarse de un poeta ya canonizado, coludiéndose con el aparato crítico instalado en la prensa –directamente ligado al discurso dictatorial– y así descabezarlo de una vez por todas. Nómbrese a esto la problemática del 5
Esta vuelta hacia un tipo de estudios más textualistas que materialistas, también significó para Lihn un retorno a sus primeras lecturas simbolistas y, en especial, a la poética de Paul Valéry, precursora, en varios aspectos, de la teoría estructuralista.
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caso Zurita-Valente en El Mercurio, extensamente comentado –como testigo– por el poeta Eduardo Llanos.6 La crisis del marxismo tiene mucho que ver con lo que pasaría posteriormente con Lihn. Esto no es únicamente un “privilegio” a escala nacional, sino a nivel global. Cabe afirmar que en Chile no sólo desaparecieron y quemaron bibliotecas, sino también personas (además torturadas), directa o indirectamente ligadas a la izquierda, muchos de ellos dirigentes o miembros de sindicatos, o simplemente simpatizantes o incluso “por error” o “alcance de nombre”. Esto, claro está, fue un terremoto para cualquier adepto que logró sobrevivir, determinante en Lihn, el cual, junto a los que se quedaron en el país, vio cómo gran parte de este escapaba al exilio, muchos de ellos intelectuales y artistas. No obstante, como mencionábamos, esta derrota de la izquierda de lomo marxista también sacudió a nivel internacional. Perry Anderson en Tras las huellas del materialismo histórico ha dado ciertas claves sobre este asunto (Anderson, 2004): el desastre de la desestalinización que tentó el gobierno de Jruchov en la URSS y las consecuencias de las dos décadas del conservadurismo de Brezhnev, que finalizaron en la invasión del Pacto de Varsovia a Checoslovaquia, lo que se conoció como la Primavera de Praga. Este fue un síntoma que se hizo sentir por todo el orbe y, muy especialmente en Europa, donde los levantamiento estudiantiles de ese mismo año deploraban ya al marxismo como liberación contra el capitalismo. Muchos marxistas no comprendieron el poder de los actos de estos jóvenes, la mayoría de ellos ya tenía una edad tal (y un desencanto aumentado por el fracaso soviético) que estuvieron exentos de estos procesos, como ocurrió con la Escuela de Frankfurt en Alemania.7 Así también destaca Anderson el fracaso de la Revolución Cultural China (a la que Lihn observó con atención) que llevó a una purga de millones de seres humanos, una limpieza organizada por las burocracias del Estado; al mismo tiempo la tímida alianza del gobierno maoísta con los Estados Unidos a través de una campaña antisoviética desgajó a Occidente y Oriente en las naciones comunistas. Más tarde que nunca, los Partidos Comunistas del sur de Europa comenzaron a adoptar las vías democráticas en sus postulados, atraso inexcusable con respecto a las conclusiones de los autores del marxismo occidental y que socavó finalmente el fracaso del eurocomunismo. En Italia el PCI terminó afiliándose con la Democracia Cristiana, el partido más burgués de la contienda, desilusionando a sus seguidores; en Francia el PC pasó, luego de infructuosos intentos electores, a estar subordinado a los dictámenes de la socialdemocracia; Portugal fue la última gran empresa revolucionaria del siglo, una anti-eurocomunista, que falló en sus estrategias burocráticas; en Es6
Ver al respecto la entrevista de Cristián Cruz “Entrevista al poeta chileno Eduardo Llanos Melussa”, (2004: 21-22). También el texto de Eduardo Llanos “A propósito de Anteparaíso” (1983). 7 Sin embargo se pueden nombrar dos nobles excepciones: la perspectiva histórico-valórica con que los vio Erich Fromm y la histórico-política de Erich Hobsbawm.
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paña el partido pasó a la clandestinidad durante la dictadura de Franco, para ser luego superado en adhesiones por un inactivo Partido Socialista. Todo tipo de estrategia concluyó en cero, así también en América Latina con los resultados consabidos. Todas estas razones produjeron una cercanía de los intelectuales hacia otras vías de pensamiento y otras vías políticas, claramente menos radicales. Enrique Lihn murió un año antes de la caída del Muro de Berlín; sin embargo, a pesar de su desencanto, el marxismo que dejó atrás le había dado las herramientas para la continuación de su compromiso. El Paseo Ahumada (1983) y La aparición de la Virgen (1987), junto con la creación del irónico personaje Monsieur Pompier y su novela La orquesta de cristal, resultaron ser sus obras más explícitas contra la dictadura que, sin duda, sintetizan gran parte de la reflexiones sobre el poder y la ideología a las que se sumió en el periodo que abarca esta tesis, y que fueron complementadas con sus lecturas estructuralistas, junto a las evidentes apreciaciones que un ciudadano común podía sacar de los excesos cometidos. Aún se pueden ver las fotografías de un Enrique Lihn leyendo a toda voz en el Paseo Ahumada los poemas dedicados al pingüino –en un cambio de voz hacia un yo colectivo, que corresponde a la creación de un personaje identitario de la situación que se vivía– y su posterior detención por miembros de carabineros. El original de El Paseo Ahumada, cuenta Óscar Gacitúa, “tenía cosas muy fuertes contra los comunistas”, a lo que Eugenio Dittborn recomendó a Lihn “que eligiera bien sus dardos. No podía ser que Enrique hablara en contra de Pinochet y de los comunistas al mismo tiempo, porque en este país, dijo Dittborn, la cultura es comunista” (Sarmiento, 2001: 106). Ese desencanto fue similar al que sufrió Huidobro, distinto claro está, en términos pasionales. Gacitúa también cuenta, en la misma entrevista, que en una ocasión tuvo que ser amansado cuando, en medio de un foro, comenzó a gritar “Fuera Pinochet y sus comunistas” (107). La biografía de Enrique Lihn aún está por escribirse, así también los capítulos de su decepción y confrontación a los que antes habían sido sus “compañeros de ruta”. A un año de su muerte, Lihn ingresa al PPD, partido que entroncaba las voluntades de una vuelta a la democracia, un partido instrumental. Los grados de su compromiso volvían alinearse con la militancia, obviamente que no cualquiera, a su estilo, se dirá, esa militancia poco constante, marginal, sumamente precaria en términos de lo que para un poeta como él significaba un partido político, pero con ese hecho y su continua labor cultural durante la dictadura, Lihn continuaba marcando los niveles de su compromiso, afirmando aquello que siempre consideró verdadero y necesario: la libertad. Antes de terminar, por completo, quisiera citar una hermosa frase que escribió el poeta Eduardo Llanos acerca del compromiso de Enrique Lihn
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que, creo, grafica en gran medida el valor humano que contiene para un creador el hecho de estar comprometido: Pero escribir esas palabras quizás le permitió luego recordárselas a sí mismo, porque sus poemas eran compromisos existenciales, algo así como cartas que su yo más lúcido y resuelto escribía a los otros yoes más débiles o confusos, para que en momentos de debilidad o de duda pudieran orientarse ética y humanamente. Así, pues, si una suerte de lagartija parecía recorrerle el cuerpo, con seguridad no era tanto la señal de su mala conciencia, ni mucho menos de abyección, sino el esfuerzo de su yo más profundo y maduro por persuadir a sus partes más inmaduras (Llanos, 2004: 13).
Es ineludible la emoción ante estas palabras. El que Lihn haya tomado sus poemas como “compromisos existenciales”, sendas éticas, vías de orientación, brújulas en medio de la debilidad y el caos, me parece que deja una marca señera para que, volviendo a la vida, podamos reflexionar en lo que esto significa a nivel humano. La autoconciencia del poeta entendida no meramente para con el texto en cuanto objeto, como un mero hecho solipsista, sino la consideración del texto en cuanto hito de un proceso existencial, un bastón del cual nos podemos sujetar en tiempos difíciles, cuando languidecemos o nos abandona la esperanza, es, en mi humilde percepción, una mirada de mayor riqueza hacia la literatura. Aquí volvería a esplender ese intento romántico por unir la vida con el arte, a un nivel personal, pero también a un nivel ético, ya que todo escrito, como ha dicho Paul Celan, es un otro que se desea alcanzar: el poema debe ser un apretón de manos. Escribir para vivir, “un poco de oscura inteligencia”.
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BIBLIOGRAFÍA Anderson, P. (2004). Tras las huellas del materialismo histórico. México D. F. : Siglo XXI Editores. Bianchi, S. (1985). La memoria: modelo para armar: Grupos literarios de la década del sesenta en Chile. Santiago: Dibam. Cruz, C. (2004). Entrevista al poeta chileno Eduardo Llanos Melussa. La piedra de la locura 5. Fuenzalida, D. (2005). Enrique Lihn: Entrevistas. Santiago: Editorial J. C. Sáez. Lastra, P. (1990). Conversaciones con Enrique Lihn, Santiago: Editorial Atelier. Lihn, E. (1963). La pieza oscura. Santiago: Universitaria. ___________ (1969). La musiquilla de las pobres esferas. Santiago: Universitaria. ___________ (1995). Porque escribí. Santiago: FCE. ___________ (1997). El circo en llamas. Santiago: LOM. Llanos, E. (1983). “A propósito de Anteparaíso”, La castaña 2. En www.letras.s5.com/ell140206.htm ___________ (2004). Conferencia sobre Enrique Lihn. Santiago: Fundación Pablo Neruda. Ortega, J. (1987). Antología de la poesía hispanoamericana actual. México D. F.: Siglo XXI Editores. Piña, J. A. (1990). Conversaciones con la poesía chilena. Santiago: Editorial Pehuén. Sarmiento, Ó. (2001). El otro Lihn: en torno a la práctica cultural de Enrique Lihn. Lanham: University Press of America.
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HERIDAS DE REALIDAD POESÍA, TESTIMONIO Y SILENCIO JORGE POLANCO Universidad Viña del Mar - Universidad Técnica Federico Santa María
Resumen La presente investigación se propone examinar tres aspectos ligados entre sí: poesía, testimonio y silencio. En una primera mirada, el testimonio y el silencio parecieran contradictorios. El testigo requiere decir, y el silencio sería la manera de ocultar la urgencia de lo decible. Sin embargo, lo que intentaremos abordar es, por el contrario, el vínculo estrecho entre la palabra y el silencio en relación con el testimonio, enfocado en la escritura poética Palabras clave: poesía, silencio, testimonio, memoria, nombrar, Celan. Abstract The aim of this paper is to examine three interrelated aspects: poetry, testimony and silence. At first sight, testimony and silence may seem contradictory; witnesses must speak up, and silence would constitute a way of hiding the urgency of the sayable. Nevertheless, what we try to deal with is, on the contrary, the close connection between words and silence in relation to testimony, focused upon poetic writing. Keywords: poetry, silence, testimony, memory, naming, Celan.
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Nuestro largo combate fue también un combate a muerte con la muerte, poesía. Hemos ganado. Hemos perdido, porque, ¿cómo nombrar con esta boca, cómo nombrar en este mundo con esta sola boca en este mundo con esta sola boca? Olga Orozco
A menudo la poesía se encuentra en una paradójica y abisal necesidad. En la escarpada ruta por nombrar, por alcanzar a decir, llega en ocasiones al silencio, sobre todo cuando intenta cercar el límite de la intensidad verbal. Ezra Pound afirmaba que “la gran literatura es sencillamente idioma cargado de significado hasta el máximo de sus posibilidades” (Pound: 1970: 37). Y este es el intento que frecuentemente buscan los poetas; la escritura se transforma en una indagación de umbrales, de linderos donde la palabra pueda encontrar su espesor. Por eso esta búsqueda se halla equidistante del fracaso. Así lo expresa también Sara Cohen en un bello ensayo sobre Fernando Pessoa: […] la producción poética no puede ser concebida en su origen si no es en la brecha que deja el vacío de algo que pulsa por ser nominado. Emprendimiento de búsqueda formal, siempre inacabado y fragmentario, la poesía sorprende por sus resultados (Cohen, 2002: 21).
Pues en el intento por cargar de intensidad las palabras, el poeta bordea el vértigo de la pérdida, el roce con el silencio. Más aún en la actualidad, cuando el lenguaje se ha puesto en tela de juicio, observándose con sospecha su capacidad para decir lúcidamente lo que la “realidad” –una de las palabras cuestionadas– pueda ofrecer. Yves Bonnefoy también alude a este fenómeno destacando el gesto de íntimo aprecio a la palabra, a pesar de la crítica a su potencialidad: Hay mentes que apuestan por el lenguaje, pero hay otras que son sensibles de entrada a las insuficiencias y a las trampas de ese lenguaje al que sin embargo no dejan de amar –y que tal vez sean incluso quienes más lo estiman, como presencia herida, precaria […] De ahí que en la labor poética exista una persistencia, una terca necesidad: en el centro mismo de la escritura – continua Bonnefoy–, hay un cuestionamiento de la escritura. En esta ausencia, como una voz que se obstina (2007: 14-31)
Una observación interesante de este fenómeno la expone George Steiner al advertir el caso de algunos poetas que por definición ostentan mayor capacidad lingüística, pero que culminan en el silencio (Steiner, 2003: 53). Entre ellos resaltan Hölderlin y Rimbaud; el primero termina en la locura, desplegando una escritura desesperada que no le basta para nombrar los
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dioses huidos. Y el segundo sencillamente abandona la poesía a temprana edad. “Más allá de los poemas, casi más vigoroso que éstos –sostiene Steiner– está el hecho de la renuncia, el silencio” (2003: 65). Este fenómeno indica un síntoma que comienza a perfilarse con ahínco en la escritura contemporánea: una desconfianza del material con el cual el poeta trabaja y, por ende, de su propia labor. Quizás el poema de César Vallejo “Y si después de tantas palabras…” ilustra mejor lo que estamos mencionando; pues en aquel descarnado texto póstumo se muestra el embotamiento, la acritud con que el escritor peruano observa cómo la palabra puede perder sentido, cómo incluso después de tantas palabras ya no quede ni siquiera la palabra; antecediendo lo que Paul Celan llegará a advertir en la segunda mitad del siglo veinte: la poesía tiene hoy una fuerte tendencia al enmudecimiento, una proclividad a la elipsis, a lo que –en su escritura– se muestra como unas hebras balbuceantes, un deshilachamiento verbal que a la vez ofrece un oscuro sentido. Pues existe un extraño fenómeno de enmudecimiento, de voz baja, de confabulación con el silencio en el que han persistido algunos poetas contemporáneos. Creo que la pregunta que merodea en ellos como una acechanza sombría consiste en saber: ¿hasta dónde la palabra poética puede dar cuenta de la “experiencia”? ¿Cuál es hoy la condición de posibilidad de la palabra? ¿Cómo hacerse cargo de un lenguaje en el que no se tiene plena confianza, que pareciera caer en una constante precariedad? En la persistencia de estas incertidumbres los acontecimientos históricos han sido cruciales. Me parece que George Steiner es quien plantea más notoriamente estas preguntas, al interrogarse por la relación entre la literatura y la historia, dando cuenta de una preocupación primordial que traspasa el ámbito “estético”, consistiendo sucintamente en la elucidación por la forma y el lugar donde puede morar la palabra hoy. De ahí que fije su atención en el vínculo que establece la literatura con su tiempo, en la historia en que está inmersa; pero no sólo la literatura sino las humanidades en general. La tesis de Steiner es que el lenguaje no puede permanecer incólume frente a los acontecimientos históricos, enfatizando una reflexión que, al considerarla detenidamente, es sumamente radical: No me parece realista pensar en la literatura, en la educación, en el lenguaje, como si no hubiera sucedido nada de mayor importancia para poner en tela de juicio el concepto mismo de tales actividades. Leer a Esquilo o a Shakespeare –menos aún “enseñarlos”– como si los textos, como si la autoridad de los textos en nuestra propia vida hubiera permanecido inmune a la historia reciente, es una forma sutil pero corrosiva de analfabetismo […] Sabemos que un hombre puede leer a Goethe o a Rilke por la noche, que puede tocar a Bach o a Schubert, e ir por la mañana a su trabajo en Auschwitz. Decir que los lee sin entenderlos o que tiene mal oído, es una cretinez (2003: 13).
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La interrogación de Steiner no se plantea sólo desde el plano estético, puesto que su indagación cristaliza a la vez un contenido ético inherente, que se afirma además en una diferencia fundamental entre dos clases de creadores que el crítico distingue: aquel que es un forjador de lenguaje, que puede ostentar una gran capacidad para la palabra, un talento natural para la belleza; mientras que el otro es el poeta que une ética y estética, debido a que la estética es concebida como un acto moral (Steiner, 1997: 102-105). Su labor consiste en un testimonio, primando la relación con la verdad. Por eso la importancia que adquiere en estos creadores el nombre, la justeza de lo dicho. Quizás una frase de Paul Celan enfatice mejor esta relación ética con la verdad: “sólo manos verdaderas escriben poemas verdaderos. No veo ninguna diferencia de principio entre un apretón de manos y un poema” (Celan/Oyarzún, 1997). En este sentido, muchos poetas que desean intensificar la palabra se dedican a pensar en ella y ponen atención al estado en que se encuentra el lenguaje. No les basta escribir bien, requieren llevar a la máxima tensión lo dicho. Es más, algunos asumen una lúcida reflexión sobre su propio arte. Baudelaire señalaba que “todos los grandes poetas se convierten naturalmente, fatalmente, en críticos. Me dan lástima los poetas a quienes guía sólo el instinto” (Pellegrini, 2006: 49). Esa visión habitual de la poesía que nace de una inspiración ex nihilo, donde el poeta es irresponsable de lo que dice, no es consecuente con la labor cumplida por gran parte de los escritores. Una frase parafraseada de Lihn (1997: 411) sirve de corolario a lo que estamos señalando: la poesía, que es la precariedad misma, no puede engañar. Desde este punto de partida George Steiner establece igualmente su reflexión sobre las preocupaciones que atraviesan la literatura y las humanidades en la actualidad. El lenguaje que ha sido ocupado para justificar catástrofes –y además manipulado en las democracias– no queda incólume a las circunstancias históricas. Un modo ilustrativo de esta característica del lenguaje lo constituyen los eufemismos, que patentizan la trivialización y manipulación de las palabras. “Cuando a un estudio –señala Steiner (2003: 43)– sobre la lluvia radiactiva se le puede dar el título de “operación insolación”, el lenguaje de una comunidad ha llegado a un estado peligroso”.1 Los 1
Una fuente imprescindible en la perspectiva que estamos señalando es el hermoso libro LTI La lengua del Tercer Reich de Victor Klemperer, el filólogo que escribió diarios -con el fin de sobrellevar la cotidianidad de vivir bajo el régimen de Hitler- de la manera en que el nazismo utilizaba el lenguaje. Allí apunta: “¿Y si la lengua culta se ha formado a partir de elementos tóxicos o se ha convertido en portadora de sustancias tóxicas? Las palabras pueden actuar como dosis ínfimas de arsénico: uno las traga sin darse cuenta, parecen no surtir efecto alguno, y al cabo de un tiempo se produce el efecto tóxico” p. 31. El libro de Klemperer configura un detallado apunte del ingreso de aquellas toxinas, sus observaciones van desde el uso de los caracteres, el entrecomillado, la falta de exclamaciones (pues no habían afirmaciones simples), los eufemismos, los nombres de los bautizados y el uso en general de las palabras (por ejemplo, “organizar”, “fanatismo”, “coventrizar”, “coordinar”, entre otras), etc. En tanto judío casado con una mujer “aria”, logró escaparse del exterminio -pero no de los improperios-, llegando a advertir que incluso él se vio influido por el empleo del alemán bajo el nazismo: “aunque siempre procuraba, como filólogo, ob-
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casos de maquillaje verbal más comunes podemos observarlos en expresiones utilizadas en la guerra –como los “daños colaterales”–, aunque también es común en la democracia, no sólo en la manera cómo se atenúan los sucesos de importancia pública, sino asimismo las máculas con que quedan impregnadas ciertas palabras (por ejemplo, lo que sucedió con el término “desaparecido” en Chile).2 La querella que plantea Steiner puede situarse en el siguiente horizonte problemático: ¿cómo hacernos cargo del lenguaje heredado? Porque parece que entre las ruinas que deja la historia, el lenguaje se piensa habitualmente como si estuviera más allá de los escombros. Es necesario imaginarse lo que significa aquello para un poeta, que debe hacerse cargo del lenguaje que emplea. El período de la dictadura chilena es interesante al respecto, puesto que varios poetas intentaron aludir a la historia y decir lo que acontecía sobrepasando de alguna manera la censura. Las palabras allí cobraban una vigencia elusiva, pero de todos modos reconocida entre los lectores. Es el caso de Juan Luis Martínez si se aquilatan los primeros años de recepción, evidenciando a través de la poesía visual y la utilización de recursos literarios como la intertextualidad, el momento histórico del país. Su poema más conocido –“La desaparición de una familia”– ocupa una palabra eludida hasta hace muy poco en Chile, ubicando el poema en una sección dedicada a la política, que comienza con un epígrafe señero: “el padre y la madre no tienen el derecho de la muerte sobre sus hijos, pero la Patria, nuestra segunda madre, puede inmolarlos para la inmensa gloria de los hombres políticos” (Martínez, 1985: 135). En esta perspectiva, no es necesario que la escritura sea directa o referencial para decir aquello que requiere decir. Las alusiones, las elipsis, los juegos intertextuales, los símbolos iconográficos, los tropos en general, integran a través de lo que eliden, como un negativo fotográfico, lo que quieren servar las particularidades lingüísticas de cada situación y hablar al mismo tiempo de una manera del todo neutra y no teñida por nada, en este caso [al usar la expresión “gafas judías”] me había dejado impregnar por el ambiente, a pesar de todo. (De este modo corrompe uno su oído, su capacidad de registrar)” p. 263. Cf. Klemperer, V. LTI la lengua del Tercer Reich, apuntes de un filólogo, Minúscula, Barcelona, 2007. 2 De modo parecido a la advertencia de Steiner, el poeta Sergio Holas problematiza la herencia lingüística en nuestro país después de la supuesta vuelta a la democracia; en el prólogo a Distancia cero (alias El libro irresistible, alias La reina de las morisquetas) señala –cito en extenso– que este “es un texto en que el cuestionamiento del lenguaje heredado de la dictadura chilena y, aceptado, casi sin cuestionamiento, por poetas que surgen en la postdictadura, toma una forma radical […] El lenguaje que hemos heredado no es inocente, sino que es un velo que nos amordaza que necesitamos abrir […]; es un texto que bucea en el lenguaje impuro al que se refería Neruda y que continuara Parra, Lihn, Lira y otros: un lenguaje que incorpora al texto poético vía lenguaje soez, la burla, la sátira, la ironía, aquello que no se puede decir de otra manera por poner en evidencia la debilidad y falta de fundamentos sólidos de la nueva sociedad que está tomando forma en la postdictadura, es decir, aquello que se ha perdido en el proceso de ésta debido fundamentalmente a la emergencia por salir del amordazamiento en que ha dejado a Chile el déspota, aquello que no se menciona o que se habla a medias voces, o que aparentemente se “supera” en el discurso “exitista” de los nuevos administradores de esta sociedad. Este texto […] explora este lenguaje heredado, el cual tiende a borrar la historia, y a evitar la referencialidad y a levantar nuevos mitos, como el de la superación de la historia como la habíamos conocido hasta ahora”. Rufus Salvatierra (heterónimo), Distancia cero…, Altazor, Santiago de Chile, 2004, pp. 15, 19 y 20.
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patentizar. Un “tópico” sugestivo ha sido el símbolo de la bandera de Chile, introducida en algunos poemarios durante la dictadura con el fin de evidenciar una patria que a gran parte de sus habitantes no identifica, o que es la excusa para instalar una violencia y una ideología determinada, excluyendo – o francamente eliminando– a quienes no se integraban a ella, tachándolos como antipatriotas. Así lo expresa la poeta Elvira Hernández en una nota a la reedición de su poema La bandera de Chile al explicar el contexto del libro: […] el término patriótico todavía era un vocablo confinado a las connotaciones decimonónicas, y el significado de la palabra patria hacia agua ante la embestida ideológica –con camuflaje antiideología– de las modernizaciones que llegaban del país del norte, y de la lógica de las culturas impuestas como la globalización y la posmodernidad. Pero la sindicación afrentosa de antipatria se encontraba a la orden del día. (Hernández, 2003: 33)
Ciertamente, el símbolo de la bandera tiene vastas connotaciones, desde ya las introducidas en la educación. Sin embargo, la introducción de la bandera de Chile en los dos libros de Juan Luis Martínez –publicados en 1977 y 1978–, y el de Elvira Hernández alrededor de 1982,3 contrastan con la imagen inculcada en la infancia al darnos cuenta de que “La Bandera de Chile es usada de mordaza / y por eso seguramente por eso / nadie dice nada // La Bandera de Chile declara / dos puntos / su silencio”, tal como culmina el poema de Hernández (2003: 31-32). Al leerlo en perspectiva y desde hoy, esta escritura continúa evocando el contexto de censura en que emergió. La palabra poética no surge de la nada, no está constituida por expresiones metafóricas anodinas que no tengan que ver con la historia. Ese es uno de los aspectos más cuestionados, y además trabajados, por algunos poetas contemporáneos que hacen de su escritura un oficio que los compromete moralmente. Lo que sucede es que se requiere de una lectura con mayor exigencia, una sutileza en la que no todo está dado, pues en muchas ocasiones el testimonio está hecho de pudor.4 Ese es el caso, por ejemplo, de Paul Celan. Poeta judío de habla alemana, que vivió los horrores de la Segunda Guerra, haciendo de su escritura un ejercicio de la memoria y del lenguaje, llegando a ser considerado uno de los poetas más relevantes de la segunda mitad del Siglo Veinte. Incluso su escritura sirvió de respuesta a la conocida sentencia de Adorno que después de Auschwitz es imposible escribir poesía,
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En primera instancia, el texto pasó clandestinamente de mano en mano a través de fotocopias, y recién después de mucho tiempo fue publicado en 1991, en Argentina. Por eso no se puede entregar una data precisa de su primera publicación. 4 Reyes Mate llegará a sostener que “en el caso del testigo […] hay un silencio que atraviesa todo su testimonio. Si no es capaz de remitir a ello, el testimonio es sospechoso”. Cf. Memoria de Auschwitz. Actualidad moral y política, Trotta, Madrid, 2003, p. 180.
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ayudando a que el filósofo se retracte de lo dicho al parafrasear de soslayo el conocido poema de Celan “Fuga de muerte”. Recordemos la primera frase de Adorno: […] hasta la más afilada consciencia del peligro puede degenerar en cháchara. La crítica cultural se encuentra frente al último escalón de la dialéctica de cultura y barbarie: luego de lo que pasó en el campo de Auschwitz es cosa barbárica escribir un poema, y este hecho corroe incluso el conocimiento que dice por qué se ha hecho hoy imposible escribir poesía. (Adorno, 1984: 248)
La palabra que quisiera destacar aquí de Adorno es la “cháchara”, porque creo que allí se concentra la fuerza de su argumento: ¿Cómo la poesía puede cristalizar acontecimientos “traumáticos” o catastróficos sin trivializarlos? ¿Cómo el poema puede lograr no “estetizar” banalmente un suceso? ¿Cómo salirse de la cháchara? Una respuesta posible la hallamos en Celan. Entre las peculiaridades de su poesía se encuentra la discreción, entramada de elipsis que requieren de una paciente lectura.5 Según Walter Hoefler, […] esta discreción está muy asociada al hermetismo de Celan, a la dificultad que impone el tema, en tanto un sujeto que ha sido víctima y sobreviviente pueda ser capaz de manifestarlo y de esperar una afinidad, por darle un nombre siquiera a las expectativas del lector en este caso. La fragmentación sintáctica y versal manifiestan la vacilación entre el decir y el silencio, así como el simbolismo, casi una clave personal, tienen que ver con una recusación y una pérdida, con un miedo también ante la trivialización o la banalización […] Es un viaje hacia ese lector potencial. A ese lector como participante no se le hacen concesiones […] A veces tenemos la sospecha que hay mucha discreción, miedo a herir, a infringir cierta cortesía. Celan no olvida sí que no debe olvidar sus muertos, que no puede barrer debajo de la alfombra o hacia la calle, que debe exigir responsabilidades […] Parte de su cuidado provenía además del hecho de que él debía, o no podía sino escribir en la lengua de los asesinos, y que a veces por ello, tenía que convivir con éstos. (Hoefler, 1998: 43)
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En este punto concuerdan Derrida y Gadamer sobre Celan. Sin embargo, las expectativas son diferentes. Si bien para Gadamer la experiencia de lectura de Celan requiere de un lector paciente, apuesta por un desciframiento rotulándola como hermética; en cambio, Derrida sigue las aporías de una escritura fracturada por la data que escapa a la hermenéutica, una discreción de lo discontinuo, puesto que la data es “heterogénea a la totalización interpretativa”: un “secreto sin hermetismo”. Derrida, J. Schibboleth pour Paul Celan, Galilée, Paris, 1986, p.50. Pablo Oyarzún distingue, a su vez, entre dos modos de escucha: una hermenéutica y otra testimonial. “Una que habla, con elocuencia, del despliegue del sentido en el ámbito de la idealidad –quiéraselo o no-, y otra que sólo da cuenta de un estar ahí, de un haber estado allí”. Véase la nota 15 del libro Entre Celan y Heidegger, Metales Pesados, Santiago de Chile, 2006, p. 14.
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Tal como describe Hoefler, sin adherirnos a todo lo dicho (por ejemplo, al hermetismo celaniano), la vacilación entre el decir y el silencio, cierto simbolismo en los primeros poemas de Celan –que después se trasunta en un desplazamiento de la metáfora–, el miedo a caer en lo trivial, están unidos a su cuidada discreción, que intenta nombrar sin banalizar. De ahí que el poeta italiano Andrea Zanzotto afirme que Celan: […] representa la realización de aquello que no parecía posible: no sólo escribir poesía después de Auschwitz, sino escribir “dentro” de esas cenizas, llegar a otra poesía venciendo ese aniquilamiento absoluto, y no obstante, en cierto modo, permaneciendo en ese aniquilamiento. (Zanzotto, 2005: 54)
Aquella poesía de cenizas, de una sintaxis que a veces pareciera decantar de una experiencia inasimilable, se entiende si se considera la sospecha que alberga Celan de su mismo decir. De allí que aluda en sus escritos al aspecto “gris” de la poesía alemana de posguerra, aspecto del cual se siente partícipe: La lírica alemana, creo, anda otros caminos que la francesa. Lo más lúgubre en la memoria, lo más cuestionable en torno a ella, aunque tenga muy presente la tradición, ya no puede hablar la lengua que algunos oídos propensos todavía parecen esperar de ella. Su lenguaje se ha vuelto más sobrio, más fáctico, desconfía de lo “bello”, trata de ser verídica. Es, pues, si me permite buscar una palabra del dominio de lo visual, teniendo a la vista lo policromo de lo aparentemente actual, un lenguaje más “gris”, un lenguaje que entre otras cosas también quiere saber asentada su musicalidad en un lugar donde ya nada tenga en común con aquella “armonía” que aún resonaba más o menos despreocupadamente con lo más espantoso y junto a ello. Lo que le concierne a este lenguaje es la precisión, además de toda la indispensable diversidad de la expresión. No transfigura, no “poetiza”, nombra e instala, intenta medir el dominio de lo dado y lo posible. Desde luego, aquí nunca está a la obra el lenguaje mismo, el lenguaje sin más, sino siempre solamente un yo que habla bajo el particular ángulo de inclinación de su existencia, al que le va el perfil y la orientación. La realidad no es, la realidad quiere que se la busque y se la gane. (Celan/Oyarzún: 1997) 6
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Günter Grass también recalca este aspecto grisáceo de su escritura. En Escribir después de Auschwitz, señala: “Se trataba de abjurar de las magnitudes absolutas, del blanco o negro ideológicos, de decretar la expulsión de las creencias y de instalarse sólo en la duda, que daba a todo, hasta el mismo arco iris, un matiz grisáceo. Y por añadidura, ese mandamiento exigía una riqueza de índole nueva: había que celebrar la miserable belleza de todos los matices reconocibles del gris con un lenguaje dañado” Paidós, Barcelona, 1999, p.25-26. Por otro lado, Barbara Wiedemann resalta las complejas e interesantes relaciones entre las obras de la esposa Gisèle Celan-Lestrange - artista visual- y el poeta, donde se deja entrever que el empleo del color genera una distancia creativa entre ellos. Véase: “Y descifrarlos a mi manera” en Celan, P. Celan-Lestrange, G. Desde el puente de los años, Círculo de Bellas Artes, Madrid, 2004.
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En este ángulo de inclinación, de oblicua resistencia, el testimonio poético de Celan se perfila para ser enunciado con discreción. El lenguaje no yace sin más, el testimonio se encuentra en la pugna entre la escritura y los acontecimientos vividos. Aquí asoma un hiato insalvable, que en Celan se transforma en una persistencia por decir, “va con su existencia al lenguaje, herido de realidad y buscando realidad”. Una inexorable exigencia se encuentra de trasfondo que lo lleva a la precisión, a la desconfianza de “lo bello”, incluso a la sospecha de la etimología de “poiesis” para explicar la poesía actual. “Vivimos bajo cielos oscuros –señala en otro texto– y hay pocos hombres. Por eso, seguramente, hay también pocos poemas. Las esperanzas que todavía tengo no son grandes; trato de conservar para mí lo que me ha quedado” (Celan/Oyarzún: 1997). Esta descripción recoge una visión extraña, una imagen proveniente de una catástrofe, de restos de un naufragio; pero que, a pesar de la extrañeza, persiste, a pesar de lo que “ha quedado”, busca en el lenguaje, herido de realidad, un Tú. Pues en el ángulo de inclinación de ese yo que se obstina a entregar su testimonio, Celan quiere llegar a ese otro, a una tierra de corazón que recoja lo que el poeta ofrece como una botella de náufrago: El poema, puesto que es una forma de aparecer el lenguaje y porque su esencia, por lo tanto, es dialógica, puede ser una botella de náufrago, arrojada en la creencia –ciertamente no siempre fuerte en esperanza– de que pudiese en algún lugar y en algún momento ser arrastrada a tierra, a tierra de corazón acaso. Los poemas también de este modo están en camino: se dirigen hacia algo. ¿Hacia qué? Hacia algo que está abierto, ocupable, tal vez hacia un Tú abordable, hacia una realidad abordable. (Celan/Oyarzún: 1997)
Y justamente, en el camino hacia ese Tú, hay un respeto, un esmero por no trivializar, una precisión que conduce a tensión la palabra. Es más, trae consigo el cuidado ante una fácil asimilación de lo escrito en el poema. Tanto así que Celan, al observar que “Fuga de muerte” se estaba comercializando de una manera acomodaticia, optó por no reeditarlo en antologías previamente supervisadas y evitar su lectura en público. De acuerdo a Sara Cohen (2002: 84), le “era inaceptable la asimilación y neutralización del mismo que le propone la sociedad alemana”. 7 El problema que se plantea 7
John Felstiner señala al principio de su texto, sobre las resonancias rítmicas de “Fuga de muerte”, que “desde la década de 1950, los estudiantes secundarios de Alemania se han ocupado de este poema exponiéndolo a veces en forma oral, y no sólo recitándolo al unísono, sino también como canción. Que antes estudien fugas con sus maestros de música, sugiere una publicación pedagógica, y entonces cada uno de los estudiantes alemanes podrá adoptar un motivo o una voz para interpretar el poema de Celan en clase, de modo que (dice la publicación) “la polifonía se haga audible”. Cf. Felstiner, J. “Traducir “Todesfuge”, de Paul Celan: ritmo y repetición como metáforas”, En torno a los límites de la representación. El nazismo y la solución final. Friedlander, S. (Compilador), Universidad Nacional de Quilmes, Buenos Aires, 2007, p. 359. Este texto aborda las maneras en que fue interpretado el poema, preguntándose justamente si “Todesfuge” se lee demasiado cómodamente, “demasiado musicalmente” Cf. Idem, p. 376.
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con ello es radical, pareciera casi sin salida en una sociedad que por sus mismas condiciones de producción no puede sino mercantilizar la obra de arte. Pues, ¿cómo es posible conservar la luminosidad herida de la palabra sin volverla banal?8 Pese a esta encrucijada, “Fuga de muerte” se deja leer furtivamente en Adorno (1975: 363) al retractarse de su tajante sentencia sobre la imposibilidad de la poesía después de Auschwitz: Cuando en el campo de concentración los sádicos anunciaban a sus víctimas: “Mañana vas a serpentear hasta el cielo como humo de esa chimenea”, eran exponentes de la indiferencia por la vida individual a que tiende la historia […] Nada puede sacar al individuo de ese espanto, como tampoco pudo hacerlo de la alambrada electrificada que rodeaba el campo de concentración. La perpetuación del sufrimiento tiene tanto derecho a expresarse como el torturado a gritar; tal vez por eso haya sido falso decir que, después de Auschwitz, ya no es posible escribir poemas.9
El poeta, entonces, no puede sino persistir en su voz herida, en un lenguaje que requiere ser llevado a tensión para no trivializar. Un camino sin salida quizás, pero éticamente necesario. Sin embargo, en la búsqueda de ese Tú, de esa tierra de corazón a la que quiere arribar el poema, refulge otra de las importantes reflexiones que aborda Celan: los hiatos que provoca la “comunicación” del testimonio. La escritura datada del poeta judío expone las interrogaciones de fondo suscitada por la palabra que ofrece una “experiencia”. La data consiste en el hecho de que el poema tenga una fecha y un lugar asignado, indicando cuándo y en qué lugar fue escrito; pero al mismo tiempo contiene el problema de las fisuras de la memoria y las posibilidades de la interpretación. En breve, el cuestionamiento es el siguiente: ¿cómo dar cuenta de aquello que es irrepetible, lo que tiene lugar una sola vez? La base de esta perplejidad se vincula con la memoria, con la labor del poeta en traer al presente el recuerdo. Téngase en cuenta que, según Vernant, el poeta era considerado en tiempos arcanos como un guardián de la memoria, aquel que preservaba los mitos de un pueblo y, por ende, articulaba su comunidad. En los poetas griegos la apelación a las musas no era gra8 Esta pregunta,
me parece, acecha cada vez más la poética de Celan. En cierta medida, pero en otro contexto, es la compleja pregunta que se hace Pablo Aravena, al referirse a la “hipocresía historiográfica” cuando el historiador tiene que trabajar ámbitos tan delicados como el horror en la historia, convirtiendo el dolor en un asunto disciplinario. Aravena, P. especialmente el capítulo “Auschwitz (o la impotencia historiográfica)” en Memoralismo, historiografía y política. El consumo del pasado en una época sin historia, Escaparate, Concepción, 2009. 9 En el contexto de este párrafo, Adorno alude anteriormente a Samuel Beckett, y más adelante a los sueños de los supervivientes que les impide vivir sin daño, insinuando quizás con ello las pesadillas que retrata Primo Levi. Si bien Adorno se retracta de su frase sobre la poesía, se pregunta si es posible continuar viviendo.
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tuita; la madre de todas ellas era Mnemosyne (la memoria), por lo tanto, la invocación del trípode de las musas se debía a esa capacidad recordatoria del vate, la facultad de observar lo invisible en el presente (tal vez no sea casual que Homero fuera ciego) para así traer el pasado a su comunidad, advertirles quienes eran y desde dónde provenían.10 En este sentido, se sostiene que Homero y Hesíodo no eran el principio sino el final, la última escala del pasado mítico. Memoria y poesía han estado íntimamente vinculadas desde cuando comienza la necesidad de dejar un testimonio. No obstante, Celan agudiza la mirada a los hiatos provocados por la datación; el poeta considera las fisuras que proporcionan las datas, y con ello la posibilidad misma de la memoria. Una situación relevante: cuando Celan escribía databa sus poemas, inscribía en la hoja el lugar y la fecha de la escritura, pero –salvo en contados poemas– borraba toda seña al publicarlos. Y las razones de este procedimiento son importantes para comprender el singular y complejo problema del testimonio. El “momento” de la escritura, el establecimiento del significante, imbrica el paso de la datación a la “poesía”, al “misterio del encuentro con el otro” (Celan, 1997: 22). Vale decir, la datación –que implica todo lo que detona el poema– debe exceder su soledad para pasar a ese encuentro con el lector, a un poema absoluto que no hay. Para intentar clarificar este sutil conflicto lo aludiremos a través de las observaciones de Peter Szondi. Szondi, crítico y amigo del poeta, trabaja un texto datado en Berlín el 22/23 de diciembre de 1967. Mientras Celan lo escribió o registró sus observaciones durante la estadía en la ciudad, Szondi estuvo con él gran parte del tiempo. Así logra reconstituir las vivencias de aquellos días, pudiendo confrontar las circunstancias con el poema. Una de las “conclusiones” a las que llega –el texto quedó inacabado– es que “si bien casi cada pasaje del poema remite a una experiencia testimoniada, no se hace menos visible el camino que va de las vivencias reales al poema, su transformación” (Szondi, 1995: 45). Exactamente, esta última palabra “transformación” es la que concentra la radicalidad de la querella: la escritura misma implica una transformación, una modificación inherente a los acontecimientos vivenciados; las reflexiones de Szondi ofrecen el sentido de un hiato, de una fisura entre la datación (las circunstancias de la génesis del poema) y el texto publicado propiamente tal. Entre los acontecimientos vividos y la escritura existe un silenciamiento, quizás necesario, para que el poema se encuentre con el Tú. Si el poema permaneciera en el solipsismo de las datas no podría ser ofrecido al lector, 10
Estamos considerando en esta lectura las aseveraciones de Jean-Pierre Vernant en “Los aspectos místicos de la memoria y del tiempo”, cuando señala que Mnemosyne “preside, se sabe, la función poética […] Poseído de las Musas, el poeta es el intérprete de Mnemosyne […] Aedo y adivino tienen en común un mismo don de ‘videncia’, privilegio que han debido pagar al precio de sus ojos. Ciegos a la luz, ellos ven lo invisible”. Cf. Vernant, J-P, Mito y pensamiento en la Grecia antigua, Ariel, Barcelona, 1993, p. 91.
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necesita exceder su soledad; pero al parecer también requiere del “pensativo recuerdo de tales datas” (Celan, 1997: 19). Con ello da cuenta de que la poesía no es intemporal. Así lo expresan sus textos: Poesía –eso es la irrepetibilidad destinal de la lengua […] la poesía se ve hoy en día, como la verdad, muy a menudo frustrada –así que no se da dos veces […] El poema no es intemporal. Cierto, eleva una pretensión de infinitud, busca asir a través del tiempo –pero no a través suyo, no por sobre él (Celan, 1997).
Si fuera de esa manera, si la poesía pasara por sobre la temporalidad, o pretendiera aquello, sería una forma sutil de indolencia. Dejaría de lado la primera justicia de todas, la memoria, y más precisamente, la memoria de los sin nombres. Tal como se desprende de Benjamin, existe una labor ética en el acto de la nominación, entregar un nombre a los seres anónimos que quedan como escombros en el supuesto progreso de la historia.11 Por eso el poema necesita asimismo pasar de la singularidad de las datas a un diálogo desesperado con un Tú. La data implica que no hay posibilidad de repetición, que lo vivido se da una sola vez, en una fecha y un lugar determinado, y de allí que el poema al intentar repetirlo se transforme en otra cosa, en un supuesto absoluto, pero nunca lo mismo que lo vivido. Desde este solar, Derrida destaca la relevancia del aniversario en la poesía de Celan, la rememoración de las datas que, si bien no contienen ninguna garantía, ninguna certeza, pese a su soledad el poema habla, va en busca de ese misterio del encuentro con el otro. Tal vez cuando la escritura constata que existe algo que se pierde, su palabra no se puede fácilmente simplificar. De antemano sabemos que hay algo irreductible en el testimonio, una vaga sospecha, un temblor de trasfondo que la palabra apenas digita, pero que requiere con todas sus fuerzas evidenciar. Quizás, debido a este intento, la lucha a menudo fracasada del testimonio ante la disolución temporal se obstine para no llegar a decir, como El inmortal de Borges (1994: 27), que “cuando se acerca el fin ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras”.12 Es más, palabras muertas.
11 Respecto a la lectura sospechosa de
Bollack que interpreta la sed de venganza de Celan, contando dentro de aquella a Benjamin en el poema “Port Bou- ¿Alemán?”, Ricardo Foster - haciendo notar las sensibilidades parecidas entre los dos escritores judíos- señala: “¿Es pertinente preguntarse por qué Celan desistió de publicar el poema sobre Benjamin? […] En el libre juego de las interpretaciones creería que la decisión celaniana de excluirlo remite a su intensa y peculiar relación con la obra y vida de Benjamin, una relación que no podía concluir en ese rechazo tan absoluto que parece emerger de la estrofa del poema”. Cf. Foster, R. Los hermeneutas de la noche, Trotta, Madrid, 2009, p. 112. 12 Un aspecto a reflexionar sobre este cuento, es precisamente en lo que se podría transformar el tiempo sin heridas.
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EL PÁNICO ENTRE LOS PROPIETARIOS: REPRESENTACIONES DEL MIEDO EN LA ELITE SANTIAGUINA DURANTE LA CRISIS SOCIAL DE 1851 ROBERTO PIZARRO LARREA Universidad ARCIS
Resumen El presente trabajo muestra los temores históricos que se conformaron a partir de problemas sociales y políticos. En esas crisis se desatan las diferencias que posicionan a una clase frente a otra, y que se habían desarrollado por un conflicto con un profundo impacto cotidiano. Estos elementos develan a su vez el cariz conflictivo que tuvo la relación social en una ciudad altamente desigual. Este análisis de corte histórico seguirá de cerca las ideas, la opinión pública, para en lo posible rendir cuenta del imaginario común de la elite frente al mundo popular. A partir del análisis del motín de Santiago del 20 de abril de 1851, se rastrean componentes provenientes de las dos décadas precedentes, para plantear los discursos referentes al bajo pueblo. El fin de este seguimiento no es azaroso, fue necesario comprender la representación social del miedo que había sido apropiado por propietarios y políticos en general. Esto no sólo plantearía la historicidad de un factor social como el miedo teniendo en cuenta las implicancias políticas e institucionales que tuvo para el régimen administrativo y policíaco de la época. Palabras clave: historia social, siglo XIX, elite, temor y bajo pueblo. Abstract This work shows the historical fears that arose from social and political problems. In such crises differences are exacerbated that place a class against another and that had arisen from a daily, deep-impact conflict. These elements reveal, in turn, the conflictual aspect of social relationships in a highly unequal city. This historical analysis will closely follow the ideas, the public opinion, in order to give, as far as possible, an account of the elite’s public mind as opposed to the popular classes’. Taking the mutiny of Santiago on 20 April 1851 as a starting point, elements are tracked from the two previous decades in order to incorporate the discourse concerning the common people. The purpose of this monitoring is not haphazard: it was necessary in order to understand the social representation of fear that had been appropiated by landowners and politicians in general. This would raise the issue of the historicity of a social factor such as fear, taking into account its political and institutional implications for the administrative and police regime of the time. Keywords: social history, 19th century, fear and the common people.
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Las pasiones del pueblo son muy fáciles de irritarse y al menor grito se incendian… La Época N°5. 02/08/1851
EL MIEDO HISTÓRICO Y SOCIAL
El “miedo” es hoy uno de los aspectos más connotativos de la sociedad contemporánea, específicamente el temor a la delincuencia y al robo. Muchas son las preguntas que pueden rondarnos y por ello es necesario revisar los elementos que nos puedan dar luces sobre este tema tan contingente. En este trabajo daremos cuenta del “miedo” analizando un repositorio de fuentes primarias y bibliográficas asociadas al periodo que va desde 1830 a 1851 con el fin de escudriñar en los imaginarios del temor y sus raigambres sociales. En este artículo además plantearemos que el temor no es un factor solamente contemporáneo sino que es un elemento persistente en la historia, y se encuentra imbricado en el clasismo, la diferenciación social, adjunto al desconocimiento del otro y su posterior animadversión (animalización). Es importante destacar estos últimos elementos porque se suele pensar en el miedo como una cuestión psicológica, siendo que la constatación histórica es contundente en su contrasentido. Estos fenómenos están fuertemente relacionados con prácticas sociales, representaciones colectivas, convivencias y experiencias públicas y privadas. El miedo al otro es una remembranza histórica que debido a su peso se hace imposible de negar. Durante el siglo XIX las fuertes diferenciaciones sociales llegaron a ser tan extremas que muchos observadores extranjeros y criollos dieron por cierto el hecho que la sociedad estuviera dividida en dos: patricios y plebeyos y/o elite y bajo pueblo. Según el historiador Armando de Ramón esto es claramente rastreable; las clases populares no fueron movilizadas por los valores de la clase alta santiaguina, no se sintieron comprometidos e incluso trabaron una oposición que no dejó más alternativa para las autoridades que la imposición de las conductas deseadas por la elite (2007: 106). Una de las singularidades de este proceso fue la expansión plebeya dentro del espacio urbano debido a una fuerte migración campo-ciudad y al escaso empleo, esto derivó en la formación de bolsones de pobreza a orillas de la ciudad de Santiago. Para de Ramón, esa cohabitación marcó la pauta para exacerbar “fobias” y “temores” que se inspiraban incluso desde los inicios de la colonia en Chile. Se trataba de un “miedo histórico” “cultivado por la clase poseedora” (Ibid.: 107) que provenía de los levantamientos indígenas; era la reproducción de una sensación de pavor que requería de la protección y el resguardo policial. Rolf Foerster (1991: 39-43) deja entrever una claro seguimiento a ésta línea de análisis. En su artículo sobre el “indio-roto” hace patente ese “miedo
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histórico” que entrecruza al roto republicano con el indio de la conquista. El roto fue envuelto dentro del imaginario en el pánico a la capacidad subversiva y al miedo del desbordamiento social. Estos elementos tuvieron que ser contenidos y el Estado el que tomó este significado flotante de “roto” o “bajo pueblo” (sustituyendo al “indio”) para enmendar la inseguridad social; a diferencia de lo planteado por Armando de Ramón, no es sólo una sensación de los propietarios o clase poseedora, sino que de la sociedad culta-racional y masculina en su generalidad. Por otra parte, a partir de estas relaciones y el imaginario social de la época, Maximiliano Salinas (2001) propone implícitamente la idea del “miedo” sobre todo al verse la propiedad privada acechada por el populacho. Aquellos fueron duramente marginados por la sociedad, según el autor, burguesa y conservadora en general. Salinas plantea una interpretación agenciada de la propiedad con la moral y la majestuosidad de lo público. Estos elementos son relevantes en el trabajo de Daniel Palma (2010) en cuanto a la conformación del “miedo patricio” que emerge ante la convulsión social que se produce a mediados del siglo XIX. Estos dos autores son precisos en la comprensión de la propiedad privada como enclave social y político, y su estrecha relación con los miedos sociales de la época. Para el Santiago postcolonial, señala Luis Alberto Romero, la convivencia de esta sociedad dicotómica se mantuvo en equilibrio debido a la diferencia y la separación entre ambos mundos (Romero, 2007). No obstante lo clarificador que nos pueda parecer la propuesta de Romero, también cabe notar que esa relación era de un frágil equilibrio. Karen Donoso, revisando el “ambiente chinganero” de la época, da cuenta de ese preciso clivaje que es de gran tensión entre ambos sectores (Donoso, 2009); por ende, desde la perspectiva que podemos generar mayores contribuciones, es adentrándonos en la constatación discursiva de esa dicotomía social. Aunque es bastante difícil develar ese binario social entre la elite y el bajo pueblo, lo que trataremos de ahondar es la percepción de la elite sobre el bajo pueblo, relación posible de verificar por los medios de prensa así como otras fuentes. LA CIUDAD COMO ESPACIO DE CONFLICTO
Existía la sensación en la capital post-independencia de que los ladrones y “toda clase de vagabundo” se habían multiplicado (Domeyko, 1965: 40). En esa ciudad atemorizada fue una peripecia escapar a la “condición” de pobre, vagabundo o ladrón. Al caminar “era cosa común ver todas las mañanas tendidos, al lado de afuera de la arquería de este triste edificio, uno o dos cadáveres ensangrentados, allí expuestos por la policía para que fuesen reconocidos por sus respectivos deudos” (Pérez Rosales, 1971: 7); el mismo escándalo se exhibía cuando se veían “todos los días cadáveres en los porta-
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les de la cárcel” producto de los asesinatos. El tránsito de los pordioseros por la calle escenificaba públicamente el rechazo al populacho. Esta clase de sujetos interrumpía la parsimonia del orden y la tranquilidad pública (Salinas, 2001) “andan por las calles lastimando el alma de los transeúntes, con exclamaciones fervientes para arrancarles una limosna” (La Época. N°6: 05/08/1851). Estos cuerpos corrompidos, errantes sin alma, debían ser detenidos por la policía y ser duramente castigados por “olgazanes i perdidos” (Ibid). Esa andanza y acechanza no estuvo exenta de conflictos. La presencia del bajo pueblo en la iglesia de Santiago llevó a clausurar sus funciones nocturnas. En un oficio del 9 de septiembre de 1800, se hace referencia explícita a la necesidad de que la iglesia no se convirtiera en “casa de entretenimiento o diversión, lo que es peor en casa de tropiezo, disolución o libertinaje” (Vicuña Mackenna, 1869: 516). La presencia del pobre iba de la mano con sus propios (malos) hábitos; el “juego” al lado de una parroquia molestaba al hábito de pulcritud y de abstinencia que supuestamente caracterizaba a la elite. Esa presencia fue la que llevó al presbítero Don Wenceslao Riesco arremeter “a palos con un infeliz anciano, y otro pobre que oyan misa en la iglesia Catedral” hasta hacerle verter sangre de la cabeza (A.I.S., vol. 14: 13/04/1835, 67).1 El bajo pueblo no sólo acechaba a la ciudad patricia como cuerpo muerto, pobre, incluso enfermo, sino que también desde distintas facetas. A las nueve de la mañana en la Plaza de Armas el movimiento era intenso, carretones gigantescos cargados de melones y sandías, mulas cargadas con trigo y frutas llegaban del campo a manos de “una multitud de campesinos con ponchos de colores” y peones (Domeyko, 1965: 34-5); se podían ver panaderos y lecheras con grandes receptáculos que cargaban a cada lado de las mulas y también los que traían consigo la correspondencia desde el puerto (Gillis, 1855: 177). En casas aledañas al mercado durante 1850 se vendían granos, porotos, ropa, etc.; en el lado oeste, pertrechos para caballos y ponchos. Mientras que en la otra calle al lado del río, algunas mujeres ofrecían en cestos zapatos para los peones y las damas (Ibid.: 184). En el mismo mercado era posible encontrar ventas en variedad de aves y patos, carnes, vegetales, frutas y verduras. También se podían comprar guanacos, ya que si bien su carne no se comía se vendían como mascotas. Era posible comprar en la calle cuando se escuchaba el grito de los comerciantes que, acompañados con algunos muchachos que cargaban las mercancías, se acercaban a sus posibles clientes; aunque escaseaba el agua potable, ésta se podía adquirir de la misma forma: mediante los aguadores (Ibid.: 177). 1
Abreviaturas: A.I.S.: Archivo Intendencia de Santiago; A.M.S.: Archivo Municipalidad de Santiago; A.B.V.M.: Archivo Benjamín Vicuña Mackenna; A.F.V.: Archivo Fondo Varios; A.D.S.M.: Archivo Domingo Santa María.
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Los días domingos eran bastante rentable para los que se dedicaban a la venta de dulces. Los helados, por ejemplo, eran muy solicitados en todas las temporadas y por todas las clases; se vendían no sólo en dulcerías, chocolaterías y tiendas del giro, sino que en la calle se encontraban decenas de vendedores ambulantes que de día o de noche ofrecían sus helados con sabor a canela, café o chocolate, los preferidos de muchos niños, sirvientes y quienes en general compraban. Aunque existe una relación cercana con el consumo de dulces, para algunos el no querer dulces y helados era evidencia de buen gusto (Ibid.: 198). Los vendedores ambulantes representaron una fuerza que tuvo que ser controlada (Salazar, 2000). La fuerza ambulante, de clara extracción popular, tuvo que resistir a constantes ataques de control y prohibición que provenían de la municipalidad (Salazar, 2003). La introducción en carreta de ropa para la venta callejera en los días festivos tuvo que someterse a la vigilancia o directamente a la fuerza y abuso policial, como el que cometían contra los “carretoneros del comercio” que siendo emplazados por los “vigilantes” debían prestar servicios para conducir al “patíbulo” en carretas a los reos (A.M.S., vol. 153: 7/04/1851, 284). Se estableció también la “prohibición de la venta de frutas en las plazuelas” (A.M.S., vol. 149. 22/05/1849, 11) Muchos de los peones gañanes, en vez de dedicarse al jornal, ponían ventas que sacaban al fiado o a préstamos; al momento de reubicarse en un local o casa, las ganancias disminuían de inmediato, y esto aumentaba aún más la deuda morosa. Está misma razón, al igual que costear la patente, no inhibía el montaje de un pequeño giro que estos peones localizaban esporádicamente en el comercio: “en el medio de la plaza tenían sus montonsillos de arina” (A.I.S., vol. 6: 11/10/1830, 53). A partir de esta noción hay que diferenciar bodegoneros, panaderos, baratilleros, dueños de cantinas y licorerías, entre varios otros de las actividades peónales que eran de menor ingreso. No por nada a la hora de referirse al proceso cívico de votaciones, La Tribuna permite describir conflictos entre los sectores populares: Los comerciantes podrán tener el candidato que más les agrade i trabajar por él, sin que el Gobierno ni su prensa, los trate de perjudicar en sus especulaciones, ni los esponga al odio de la chusma con el apodo de usurero, cartajines, ni ladron. (La Tribuna. Nº552: 11/03/ 1851)
Tanto los comerciantes establecidos como los ambulantes fueron familiarizados por la prensa y la elite con el robo. En 1837 todos los herreros que fabricaban instrumentos que sirvieran para falsear las cerraduras “por analojia, se entiende haber incurrido en igual delito y pena” (A.I.S., vol. 17: 05/04/1837, 33). Lo mismo sucede con los sirvientes domésticos que fueron considerados cómplices de los ladrones que podían entrar por acequias 35
y patios interiores a la propiedad (Gillis, 1855: 216). Es por ello fácil encontrar, entre las discusiones públicas de la municipalidad para 1849, la necesidad de un arreglo al servicio doméstico “que en el día se halla en poder de una clase de hombres y mujeres que por su condición necesita más que cualquier otra una atención directa e inmediata de parte de la policía” (A.M.S., vol. 150: 29/07/1849, 179). A partir de esta base se solicitó el nombramiento de una comisión de “buenos ciudadanos” para someter a deliberación una ordenanza que fije “todas las reglas que son necesarias para reducir a buenos términos y a un orden igual el servicio doméstico que se presta en la capital por el sin número de hombres y de mujeres que hacen de él una profesión” (Ibidem). El doméstico podía convertirse en asesino o peor aún, si era nodriza, determinar la falta de nutrición y muerte de un hijo patricio por la “cualidad viciada” de la leche que emanaba de los pechos de la mujer de pueblo (Mackenna, 1850: 142). Era por tanto bastante común encontrar una fuerte semiótica sobre las actividades que estaban a cargo de los estratos populares, rodeadas por las ideas de miseria, necesidad, delincuencia, prostitución, irracionalidad, lujuria, ociosidad, y muchas otras. Naturalizar las labores realizadas por la plebe con supuestos hábitos y prejuicios desde la elite hizo problematizar la relación de clase que componían ambos grupos. Aunque en esa dicotomía social hayan existidos sectores que se alejaban del populacho como los artesanos, la elite no los disoció nunca completamente. Los artesanos desde los inicios de 1820 vivieron un proceso gradual de estratificación debido a la modernización en el consumo producido por la apertura de los mercados; este proceso benefició a los puertos y las capitales con mercancías y otros bienes que requerían de una mano de obra especializada (Romero, 2007). En aquella época se comenzaba hablar del “lujo i la moda” y ello perfiló un nuevo tipo de “artesano”. El 23 de enero de 1851 La Estrella del Sur criticaba aquellos “vicios funestos”, “ese gusto de los pueblos, ese capricho de la novedad a quien llaman lujo” (La Estrella del Sur. N°2: 23/01/ 1851), señalando con ello la vanidad fomentada por intereses pueriles y ridículos, llamando la atención de tanto grandes poseedores como pequeños “el de cuantiosa como el de mediocre fortuna, i hasta el artesano mismo, todos quieren dar su continjente; atropellan a rendir al lujo i a la moda un culto que divinidad alguna ha recibido” (Ibidem). Esto para el folleto mencionado es parte de los caprichos de aquel “poderoso” que “crea necesidades imajinarias, busca deseos que saciar, placeres que agotar, i desplega en fin una profesión rejia”. Finalmente concluye con una idea voraz: “de aquí nace esa división que existe entre las diferentes clases de la sociedad: división que no podrá jamás borrarse mientras subsista el espíritu aristocrático herencia del coloniaje” (Ibidem). Con respecto a este proceso, Luis Alberto Romero nos entrega un mapa conceptual muy interesante. El proceso de expansión de comercialización 36
permitió el desarrollo de nuevos artesanos relacionados con bienes y técnicas no tradicionales, esto los perfiló de tal manera que lograron conseguir cierto estatus y respetabilidad social, llegando incluso a visitar la iglesia o el teatro popular más que la chingana, y por lo demás, no vestir trapos rotosos sino que notoria y elegantemente tal que “… un extranjero dificilmente sospechará que el hombre a quien encuentra con una capa de fina tela, acompañando una señora envuelta en joyas y pieles ocupa en la escala social un rango no más alto que el de un hojalatero, carpintero o tendero” (Romero, 2007: 83). En 1879, tres años después que Benjamín Vicuña Mackenna escribiera Los Girondinos Chilenos (Vicuña, 1989), el novelista Vicente Grez relata también la vida santiaguina. Ambos presentan una idea similar: “a mediados del siglo XIX” estaba naciendo el lujo y la moda. Según Grez (1879: 125), la “fiebre del oro” fue el episodio que marcó una tendencia extraña “hácia los goces”; esto iniciaba no sólo la expansión del materialismo, como especificaba Grez, sino que del lujo extranjero. Mientras los artículos de consumo triplicaban su valor, “el amor al lujo i a las grandes empresas nacía tímidamente para convertirse luego en una pasión i después en una calamidad”; era una fiebre que la moda introducía en los trajes (Ibid: 127-29). La afirmación de un marco librecambista, la afluencia de artesanos extranjeros y el crecimiento-concentración de los sectores con más recursos en las ciudades fueron procesos que diferenciaron al artesanado, por ende es necesario estratificarlo (Romero, 1978: 8). Entre la rotería visualizada por la elite y su propia austeridad el artesanado adquiría para sí una fisonomía peculiar diferenciada del populacho. Esa ostentación pública, si bien particular, debió haber sido también considerada ridícula y sobrecargada, y por esta razón aunque se comenzó a singularizar el bajo pueblo siempre fue homogeneizada en su naturaleza. Por ende, continuó en la persistente hostilización y exclusión social propia de la sociedad santiaguina. LA EXPECTACIÓN SOCIAL: ENTRE TEMBLORES Y RELÁMPAGOS
Comenzaba el mes de abril de 1851 con un fuerte remecimiento en las tierras de nuestro país; según Diego Barros Arana (2003, Nota. 20: 374-75) fue considerado por los contemporáneos como uno de las más fuertes terremotos desde 1822. Alrededor de las siete de la mañana del 2 de abril, se iniciaba un movimiento telúrico de escasa duración, casi medio minuto, que probablemente despertó a muchos santiaguinos con un “temor” bien fundado. “En Santiago se rasgaron algunas paredes […] En la parte exterior de la iglesia de San Francisco se desprendió una cornisa que al caer mató a una
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mujer anciana. En varios puntos de las cercanías de Santiago se produjeron rasgaduras longitudinales en el suelo de norte a sur…” (Ibidem). Durante el primer temblor la consternación fue general (La Tribuna. N°570: 02/04/1851), las calles se cubrieron de gente, oyéndose entre gritos y alaridos algunos que imploraban clemencia al Todopoderoso. “… las madres corrian con sus hijos en brazos, los niños gritaban, las mujeres rezaban i los hombres más varoniles temblaban de espanto” (Ibidem). Entre la confusión y la angustia general, aquel escaso medio minuto de terremoto debió resultar aterrador; el profundo rugido de la tierra desgarrándose, los techos volando como olas revueltas en un huracán (Ibidem), y el pandemonio de gritos, llantos, gemidos y plegarias; impregnando el ambiente con el olor de la sangre de los heridos y el miedo. Posteriormente, como suele ocurrir, al terremoto siguieron una serie de temblores menores, contándose otros trece tan solo al día siguiente. De manera que para los días consecutivos mucha gente, tanto del campo como de la ciudad, durmió al aire libre; ya sea por el temor de que el techo se desplomara sobre sus cabezas mientras dormían o bien que sus casas habían sido efectivamente destruidas y no tenían dónde dormir; como el caso del Almendral en Valparaíso, donde alrededor de 300 familias se negaron a volver a sus casas por temor, teniendo que ser reubicadas en ramadas construidas provisoriamente en la Plaza de la Victoria (Ibid. N°571: 03/04/1851). Una situación análoga se vivió en Casablanca, donde muchas familias no tuvieron más refugio que las arboledas (Ibid. N°572: 04/04/1851). Similares horrores se habían experimentado en Santiago en diciembre de 1850, específicamente el día 6, a causa de otro temblor “acompañado de un fuerte ruido…” (Arana, 2003. Loc. cit.) que, un cuarto para las siete de la mañana, perturbaba violentamente el sueño de muchos santiaguinos. Apenas dos horas después, cuando aún “las gentes” se encontraban asimilando la terrible sorpresa, la tierra volvía a estremecerse. La prensa, haciendo eco de la consternación general, señalaba que no se había experimentado un movimiento igual en 15 años y que durante su breve minuto de duración, se notificaron las muertes de un joven que fue herido en la Plaza de la Independencia por unas moldaduras desprendidas de las murallas del palacio y las de otras dos personas heridas en la calle San Isidro por el vuelco de unas tejas. Estas notas permitieron generar un panorama en detalle de la destrucción y las pérdidas (La Tribuna. N°476: 06/12/1850). Un poco más atrás, Diego Barros Arana, rememora otro acontecimiento aún más gráficamente. Durante la primavera de 1850, las tormentas electricas con lluvias cortas, pero abundantes, no pasaron desapercibidas; despertaron “entre nosotros el terror en el vulgo”. En la tarde del 30 de noviembre de aquel año, cayó en la capital una lluvia de 45 minutos y en medio de este aguacero, fue el día sábado cuando esa tormenta de verano a las tres de la tarde cubrió la cordillera de inmensos nubarrones “sucediendose sin inte38
rrupcion los truenos i relampagos” (Ibid. N°472: 02/12/1850) sin novedades, hasta que el resplandor y el estampido de un rayo denunció la violencia con la cual azotó a una cocinera que trabajaba en una casa de la calle Santo Domingo, entre San Antonio y las Claras (Mac-Iver). Según La Tribuna el rayo penetró por la chimenea “despedazando los útiles de cocina”. La desafortunada mujer que estaba en aquel lugar, quedó en coma hasta el lunes 2 de diciembre cuando se despertó, manifestando una parálisis total en el costado derecho de su cuerpo y falleciendo al día siguiente (Ibid. N°474: 04/12/1850). Esto en las palabras de Barros Arana produjo una “impresión de que nos es difícil formarnos idea, considerando que no había recuerdo escrito o tradicional de que jamás hubiera ocurrido antes tal accidente” (Arana, 2003. Loc. cit.). Este género de perturbaciones –el temblor, el rayo y el incendio de Valparaíso, entre otros– agitaron antiguos temores de “las viejas de campo i […] las beatas de las ciudades” (La Tribuna. N°486: 18/12/1850) que consideraban todos estos eventos como ¡señales del juicio!, llegando a tal punto que se cuenta por verdadera la historia de una señora de 90 años de edad que dio a luz a un rollizo muchacho que al nacer gritó: ¡el juicio! para morir en el acto (Ibidem). De modo que, desde fines de 1850, se esperaba el juicio final. Estas emociones y pavores colectivos no son de ningún modo representativos solo de estas eventualidades. En este pánico se refleja el estado latente de otros “temores” que provienen de la psicosis más honda de la gente; por un lado, la fragilidad ante la fuerza de la naturaleza y, luego, las convulsiones sociales. Trataremos de dar cuenta de cómo este comportamiento se ve relacionado con los axiomas de la política formal y el comportamiento social, desde este punto de vista: El miedo patricio (Palma, 2010). El Álbum de Santiago escribía el 25 de enero de 1851 la siguiente caracterización: Santiago en la apariencia está quieto: en sus entrañas se conmueve. Hai rumores, i por desgracia cierto, que se mina el ejército, que los presos de su calabozo conquistan los guardias para que estos influyan en sus compañeros, a fin de llevar a cabo intentos criminales: se ajitan todos, el movimiento crece i arroja a la superficie las lavas del volcán. ¿Qué significa todo esto? ¿Qué se intenta? ¿Se pretende anegarnos en sangre i lagrimas? (El Álbum. N°4: 25/01/1851).
No es vano mencionar estos antecedentes si seguimos el desarrollo de una psicosis social. Es esto lo que iremos describiendo lentamente desde distintos niveles y perspectivas. Comenzamos entonces, con la idea del “temor”.
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EL MIEDO PATRICIO Y SU EXPRESIÓN MULTIFORME
El miedo patricio es uno de los aspectos más complejos y característicos de la elite, el cual, por varias razones, gira en torno al concepto de propiedad; principalmente porque es la base que mantiene unida a la elite en general (dirigente/política, empresarial, etc.). Un ejemplo de esto es la prensa adicta al gobierno, como el periódico La Tribuna, que fue editado por Domingo Faustino Sarmiento desde mediados de 1849 como la voz de la corriente progresista y republicana moderada, siendo portavoz de la candidatura de Manuel Montt. Durante el periodo de 1850 se concentró (sobre todo en los momentos más álgidos) en cuestionar el desarrollo de la Sociedad de la Igualdad, club que radicalizaba las posturas liberales, germinando en sectores medios como los artesanos el ideario demócratarepublicano. En esa empresa de desprestigio hacia los igualitarios, el sábado 4 de mayo de 1850 se publica el artículo “Los Anarquistas”, citando a Alphonse Marie Louis Lamartine (el mismo autor de Histoire des Girondins en 1847, que fue muy consultado por los igualitarios), el “Conseiller du peuple”: … hai bastante razon en este pueblo para contrabalancear sus pasiones; hai bastante virtud en estas masas para contener su impaciencia i su hambre […] hai bastante buen sentido en estos obreros para hacerles conocer que el capital inviolable i asegurado es la única fuente de donde puede salir para ellos el salario, el trabajo i la vida; hai bastante intelijencia en estos aldeanos para hacerles comprender que la propiedad es un depósito de donde surten todas las cajas; que el castillo, la casa o la choza reposan en el mismo fundamento, i que si minais o dejais minar ese simento bajo los piés de vuestro vecino que es un propietario rico, se desmoronará al mismo tiempo debajo de nosotros que sois propietarios de mediana fortuna o propietarios pobres […] vereis pronto que no hai fuerza bastante para contener el desenfreno de las pasiones populares que fermentan por lo regular en crisis semejante a la que se nos acerca… (La Tribuna. N°300: 04/05/1850).
Se plantea el desencadenamiento de las fuerzas de las “pasiones populares” y lo irrefrenable que sería golpear la propiedad para el bienestar social completo desde los pequeños hasta los grandes propietarios, ya que todos se cimentan en torno a ese mismo eje. En 1850, en pleno proceso de expansión de la Sociedad de la Igualdad en Santiago y después de la reunión tumultuosa del 19 de agosto, se señalaba en La Tribuna por medio de un manifiesto enviado al periódico “…al atravesar la calle de las Monjitas, noté que todas las puertas estaban cerradas, porque la reunion de tantos iguales habia esparcido un terror pánico entre los propietarios: habíase corrido la voz de que esa noche habia un saqueo” (Ibid. N°396: 30/08/1850). Poste-
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rior al decreto del Estado de Sitio y la disolución de dicha “Sociedad”, se reflexionaban en febrero de 1851 las siguientes ideas. Existia en Santiago, una sociedad con el título de igualdad. Su objeto era hacer, oposicion al Gobierno sin detenerse en los medios que pudieran hacerla triunfar. Como tales se emplearon los tumultos, las asonadas, las provocaciones contra la jente pacífica i laboriosa. La alarma crecía por momentos, i esa sociedad que por los opositores era mirada como el instrumento ciego destinado a la realización de sus pensamientos filantrópicos i liberales, estaba ya a punto de lanzarse al saqueo i pillaje. Las manifestaciones contínuas de la fuerza con que contaba esa sociedad llegaron a producir serios temores, i con bastante fundamento […] la alarma excitada por esas procesiones periódicas, sin más objeto que la ostentación de una fuerza númerica, i la inseguridad de las propiedades […] fue más que suficiente causa para prohibir esa vana ostentación. (Ibid. N°539:22/02/1850).
Esto es bastante representativo del temor al “comunismo” (redistribución de la propiedad) y el “anarquismo” (desconocimiento de la autoridad), tal como se opina el 5 de octubre de 1850, cuando se menciona que para esos tiempos se estaba resucitando 1846, “…cuando una oposición sin cordura i rectitud propagaba con altanería las doctrinas pueriles i nocivas […] Se despopularizó con afan a los majistrados más íntegros i respetables de la Republica” (Ibid. N°424: 05/10/1850). El 8 de octubre se escribía lo siguiente: Las últimas noticias que tenemos de la capital han venido a confirmar los temores que tenemos formados al respecto de la desorganización i la ruina a que marchaba el país por medio de los instrumentos empleados por el partido de la oposición […] Esa prédica constante i sostenida de las doctrinas más subversivas contra la propiedad, contra el Gobierno, inventadas con el objeto esclusivo de sublevar a la mayor parte de los individuos que componen la sociedad… (Ibid. N°426: 08/10/1850).
Marcelo Segall, al tratar de establecer una línea tendencial de los métodos políticos durante el siglo XIX, concluye que “toda agrupación política en sus divergencias con las demás, ha tratado de contrarrestar el peso de sus rivales usando la masa” (Segall, 1962: 11). No obstante, esto constituye, más que una conclusión, una hipótesis que se puede complejizar en varios puntos. Uno de los problemas de entender o caracterizar al pueblo en base a una clave política es la comprensión de su participación en los conflictos de partidos y/o institucionales. Esto se da por la dificultad de encontrar una referencia explícita a una politización del “bajo pueblo” salvo en algunos fragmentos (como el caso de gremio de Jornaleros en Valparaíso, el peonaje minero del Norte y posteriormente el “artesanado”). 41
Tanto las fuentes de la época como la historiografía tradicional y conservadora hacen referencia constante a la figura del “caudillo”, expresado como “alborotadores”, “sediciosos”, “facciosos”, “corruptores”, “cabezas exaltadas” entre varios otros. Hombres que por su mayor parte han sido el azote de la tranquilidad pública arrastrando en sus redes a unos pocos incautos, han puesto a práctica todos los recursos que le sujiere su larga experiencia en la carrera de la anarquía, no han omitido arbitrio para realizar este pensamiento de devastación i ruina, rechazado por la parte sensata i juiciosa de la sociedad i por los artesanos honrados. (A.B.V.M., vol. 34: 448).
“El pueblo, esa pobre víctima de todas las contiendas civiles, esa columna en que van a recostarse todas las opiniones subversivas” (El Conservador. N°1: 1851), esas opiniones que desvían, corrompen el ideario del pueblo, aquel “pueblo” que sólo responde al imaginario que poseía la elite. En un momento de gran agitación política se escribía “porque a miras de estar esta pleve tan insolentada y amenazándonos a cada momento con tumultos y asonadas de pueblo” (A.I.S., vol. 8: 18/11/1829, 38) y cuando los igualitarios alcanzaron mayor visibilidad pública se decía de ella “… conatos de la oposición para extraviar el espíritu del pueblo mediante la formación de sociedades secretas.” (La Tribuna. N°325: 05/06/1850). Cada uno de sus miembros, como el enfermo que acaba de consultar un charlatán lisonjero de las miserias humanas, sale de la reunión a que ha asistido soñando con un porvenir dorado, con una mejora de posición que solo debiera esperar de sus esfuerzos individuales. (Ibid. N°344: 27/06/1850).
Aquel imaginario se inspiraba en la idea de un pueblo laborioso “el verdadero pueblo”, el de artesanos, y otro formado por la parte “más ruin, más miserable, del populacho” (Ibid. N°584: 21/04/1851). Lo mismo se denuncia en las declaraciones sobre el Estado de Sitio de 1846: … han ido a buscar instrumento de sus maquinaciones, en las personas sin oficio i aun en los mismos lugares destinados al castigo de los criminales […] cárceles i presidios son también un taller en que se fraguen proyectos contra el orden público. (A.B.V.M., vol. 34: 448).
Ellos son constante objeto de las prédicas de los “insensatos demagogos” que “ponen la sangre del pueblo como una parada de desesperación en un juego perdido” (La Tribuna. N°584: 21/04/1851) y que permiten satisfacer “su odio i su venganza en la sociedad que castiga sus crímenes […] porque la mayor parte de los proletarios” (Ibidem) que para el motín del 20 de 42
abril de 1851 “llevaban armas de oposición” nuevamente “eran presidiarios sueltos por los facciosos” (Ibidem). Siempre nos complaceremos en creer, que en estos estravíos de la razón humana, no tienen parte sino las cabezas exaltadas de algunos sectarios de las revueltas […] ¿Qué demolición? La más funesta de todas. La demolición que obran las turbas en medio del sangriento combate que provoca la desigualdad de condiciones. (Ibid. N°563: 24/03/1851).
Y que para la conclusión de la guerra civil en su totalidad: No es probable que los malhechores se sustraigan al castigo ejemplar que merecen. El de creer que no hallarán asilo alguno unos facinerosos que se han manifestado desnudos de todo sentimiento de humanidad, i de que deben ser mirados en todas partes como enemigos del jénero humano. Contra la corrupción de una parte de la fuerza veterana, contra el prestijio de ideas seductoras e inmorales, con que se había envenenado el ánimo de la parte más abyecta de la población de ciertas localidades, triunfó el Gobierno apoyado principalmente en la fuerza moral, en el respeto a las instituciones arraigado en casi todas las clases. (A. F. V, vol. 849: 02/1852, 88).
Con ello se ha expresado la relación de la política formal con la “plebe”, mediante la “seducción”. En la medida que el “pueblo” no posee una cultura ilustrada y vive en la miseria, se deja llevar por los profundos “sentimientos pasionales”, por sus necesidades más básicas. No se reconoce ninguna voluntad de empoderamiento o soberanía en los plebeyos. … nada es, ciertamente, más fácil que cautivar el aura popular propalando doctrinas subversivas, que halagan siempre a la multitud por las ilusiones de bienestar consiguientes a un trastorno, i haciendo consentir a las masas ignorantes e indigentes que están llamadas, a pesar de su falta de educación a ocupar el sitio que corresponde al saber i al talento. (La Tribuna. N°574: 07/04/1851).
Es por esta razón que no llama la atención el temor que causó un religioso franciscano llamado Luis Navarro que andaba por las calles públicas predicando con el hábito de la orden, doctrinas que son “a propósito para ocasionar desordenes entre la pleve, y no puede, en manera alguna, dejársele libre un solo instante” y aunque fue llevado al convento vigilado, se ordenó “terminantemente que no se le permita ver la calle […] por evento alguno”. (A.I.S., vol. 22: N°305: 05/08/1837, 35). Como lo hemos mencionado anteriormente, la razón y la propiedad figuran como dos nudos problemáticos en los cuales la elite sustenta gran parte de su planteamiento político, institucional, moral y social. 43
El discurso de la elite más conservadora es bastante fiel a la enseñanza de la Biblia, la cual reconoce en el “pueblo” la necesidad de un tutelaje, una autoridad que sea capaz de contentar (“cuando los justos dominan, el pueblo se alegra; Más cuando domina el impío, el pueblo gime” (La Biblia, 1960: 913)) de lo contrario, el alzamiento es su causa natural. Y esto último le quita todo “derecho” a la manifestación del pueblo. Art. 158. Toda resolución que acordare el Presidente de la República, el Senado o la Cámara de Diputados a presencia o requisición de un ejército, de un jeneral al frente de fuerza armada, o de alguna reunión de pueblo, que, ya sea con armas o sin ellas, desobedeciere a las autoridades, es nula de derecho, i no puede producir efecto alguno. (Constitución 1833: art. 158).
“Conoce el justo la causa de los pobres; más el impío no entiende sabiduría” (La Biblia. Loc. cit.); la representación del pueblo está prohibida constitucionalmente, en la medida que es solamente el Gobierno quien puede adjudicarse lo “popular representativo” (Constitución 1833: art. 159). Cada grupo u asociación de personas deben referirse a los objetivos que por ley les corresponda (Ibid.: art. 160). Con ello se regula el tutelaje sobre el pueblo, sin embargo siempre cabe una posibilidad que se escape a ese orden, tal como se observa en la prensa adicta al Gobierno respecto a la Sociedad de la Igualdad y a la oposición liberal (La Tribuna. N°540: 24/02/1851). Siempre hai que temer o al ménos que dudar de la sanidad de las miras con que los hombres se congregan a hurtadillas i a favor de la oscuridad […] una revolución fundamental, se hacen en las calles i plazas públicas, a la luz del día, con la mayor publicidad […] sus oradores, léjos de hablar como quien comete un delito… (Ibid. N°327: 07/06/1850).
El principal temor de la elite frente a la Sociedad de la Igualdad era el hecho de despertar las “pasiones populares”, mediante un acercamiento al bajo pueblo. “Los hombres de orden” determina La Tribuna, “han comenzado secretamente a organizar un club en los arrabales de esta capital” (Ibid. N°325: 05/06/1850). Los grupos sociales no debían interferir en la relación de aculturación que media entre el Estado y el bajo pueblo, y ésta fue la excusa para criminalizar a los igualitarios. El orijen de aquellos desórdenes es conocido i ellos son consecuencia natural de la hora en que se hace la reunión, de la clase de personas que asisten a ella, i de la circunstancia de ser clandestina i estar por consiguiente fuera del alcance protector i de la vigilancia de la autoridad de la policía. (Ibid. N°388: 21/08/1850).
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Pese a que esta fuente fue escrita posterior a los desórdenes producidos por el pleito dentro de la sede igualitaria el día 19 de agosto de 1850, la versión de la prensa fue clara. El alboroto era consecuencia natural de este tipo de reuniones por las personas implicadas, la hora de realización y su condición de clandestinidad. Estos “gritos” que incendiaban al pueblo no son del todo imaginarios. Efectivamente, cuando se verbalizaba la “plebe” en un discurso, ésta se materializaba y circulaba por la ciudad, no era un impedimento ser analfabeto para estar al tanto y cualquiera que ofreciera aspectos articuladores con sus necesidades y manifestaciones podía agrupar a las “gentes de pueblo”. Esto da cuenta del temor a la convulsión social, que trae como consecuencia la enajenación de la propiedad. Si bien estas fuentes están sujetas a una época altamente convulsionada, la propiedad siempre se constituyó como un elemento fundamental del régimen social y político de todo este periodo (1830-1850 aproximadamente). En un momento de gran agitación política-militar y también social como lo fue la construcción del Estado durante 1829-1830, se dio un debate que tributó a favor de la privación del derecho a voto. Como lo plantean Julio Pinto y Veronica Valdivia (Pinto & Valdivia, 2009), por medio del periódico El Araucano “…el derecho de sufragio solamente debiera concederse a los individuos que sean capaces de apreciarlo en su justo valor, y que no estén expuestos a prestarse a los abusos de un intrigante, ni a ser engañados por algún corruptor, ni sometidos a voluntad ajena” (El Araucano: 27/11/1830). Y es por ello que a partir de esa noción se justifica la posesión de la “propiedad privada”; en otras palabras la relación de los medios de producción con la política. Era por medio de la “propiedad” o la “acumulación de capital” que el individuo se lograba autonomizar de los abusos y engaños de los “corruptores”. Por lo tanto y en toda su antinomia, la miseria: … hace al hombre perder su dignidad por el abatimiento del espíritu a que le reduce la escasez, por el entorpecimiento de la razón que le ocasiona la desdicha, y en este estado adquiere una propensión a usar de todos los medios que pueden proporcionarle algún interés, sin consideración a la decencia, ni a ningún respeto. Frecuentemente es víctima de las pasiones, o esclavo de los vicios, y un ser de esta clase no puede tener voto en esas solemnes conferencias en que se estipulan las obligaciones de la vida social… (Ibidem).
El diario oficialista llamaba entonces a reformar la Constitución de 1828 con el fin de delimitar la excesiva libertad de la condición ciudadana, que el votante fuera capaz de apreciar el derecho a sufragar y que el voto no fuera representativo de una “inconsciencia de la muchedumbre” (Ibídem).
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Sea cual fuere el bien o el mal que la sociedad se haya procurado durante su agitación, la propiedad es el más poderoso ajente que lo allana todo; el que repara los desastres del pasado i aumenta los bienes que se aguardan del porvenir: en una palabra, el principio motor del bien o el malestar social, según las garantías de la lei civil, tiene su fuente en la propiedad. (La Época. N°4: 31/07/1851).
Se ponía en discusión, entonces, cerrar el universo del sufragio, para no permitir que se ampliara la movilización ciudadana que podría haber comenzado a desarrollarse. En estos momentos el temor a la “convulsión” no se vislumbra con facilidad, pero sí el temor al “desorden”, a la disrupción del orden social. Tal como publica La Tribuna, con posterioridad al motín militar del 5 de noviembre de 1850 en San Felipe “…que Chile no caiga en los desórdenes de que el resto de América no ha podido salir en treinta años de independencia, que la insurrección popular avance; no” (La Tribuna. N°459: 16/11/1850). Ese orden estaba circunscrito a la propiedad, y al temor frente al “pueblo-alzado”, porque ello sólo podía significar el saqueo y es a partir de este significante cultural, que la elite desvirtuó cualquier posibilidad de representar al pueblo. Ofrecer a los que sufren las mesas i las comodidades de los que las tienen, no es otra cosa que abrirles el camino de la matanza. Ofrecer las riquezas del acaudalado a una turba hambrienta de pillaje, no es otra cosa que incitar el salteo i la disolucion” (Ibid. N°564: 26/03/1851).
Cuando en 1846 se declaraba el estado de sitio en Santiago por las manifestaciones callejeras de la oposición tras las elecciones presidenciales de 1845, Manuel Montt se refirió a “insinuaciones repetidas de ciudadanos respetables alarmado con la excitación de la clase de proletarios, con las predicaciones abiertamente sediciones de la prensa…” (A.B.V.M., vol. 34: 07/03/1846, 450). En consecuencia, la convulsión que se pudiera despertar en las clases laborales encendía el pánico de la elite; este era el punto que limitaba cualquier tipo de política, ya sea de los partidos o de la constitución; el temor a la representación del pueblo se descifraba por ser una incitación al odio, el saqueo y la corrupción del poder. Era la posibilidad de perder la propiedad. El temor a los robos, salteos, abigeatos y otros, es la esencia que cuadra las políticas gubernativas en torno a la población. Son repetidas las quejas de vecinos acerca de robos y salteos en caminos. Habiendo tenido repetidas quejas de algunos vecinos de ese Departamento acerca de los continuos robos y salteos que se esperimentan asi en los caminos como en las poblaciones… (A.I.S., vol. 5: 24/09/1829, 61).
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Como en las poblaciones o en las propiedades prediales. Ha llegado a mi noticia que el jueves 11 del corriente despues de las nueve de la noche se ha introducido una partida como de catorce hombres armados a la Chacara de las SS(as) Lagunas en La Palmilla, y han robado las especies que constan de la lista que acompaño pertenecientes a Don Juan Antonio Gomes, a quien, como a los que alli estaban, los dejaron amarrados, encontrándose además, en el campo dos fusiles que se me han presentado. (Ibid., vol. 20. N°97: 02/1836, 15). […] a noticias de este Gobierno que el partido de Colina y demás sercanos están sembrados de multitud de ladrones, y que ya han cometido escandolosos delitos y salteos orribles. (Ibíd, vol. 6: 17/08/1830, 51).
Desde 1830 que se insistió en el mejoramiento de las actividades policíacas, solicitando redoblar su “celo” y actividad en el desempeño de sus funciones (orden y seguridad pública) mandando salir en la noche dos patrullas, para proteger la seguridad individual y social, así como también el orden y la tranquilidad del espacio público (Ibid., vol. 5: 24/09/29, 61). La “población” que atentaba contra este orden fue comprendida por medio de su naturaleza; la “raíz del mal” era el corazón de los culpados, pero junto a ello su sociabilidad, “las relaciones que ellos mantienen con otras personas que fomentan sus vicios” (Ibid., vol. 22: 01/03/1837, 9). La ley del 20 de marzo de 1824 era clara al prohibir absolutamente el “uso de toda clase de armas” a toda la población excepto carniceros, verduleros y a quienes por sus labores llevaran consigo un cuchillo despuntado (la mayoría del peonaje) (Ibid.: 04/09/1837, 38-9). Pero los repetidos crímenes pusieron en cuestión la eficiencia policíaca, de tal modo que para 1831 se ordenaba reprender a cualquier persona que portara cuchillo, subrogándole la pena de presidio por cincuenta azotes (considerado por muchos como la única forma de remediar “estos males tan repetidos” (Ibid., vol. 6: 03/06/1831, 68). El porte de esta clase de armas no se resolvió de ninguna forma y nuevamente pasa a ser un tema gubernativo cuando “varias personas han ocurrido a esta Intendencia solicitando se les permita cargar pistolas u otras armas para su defensa y seguridad individual…” (Ibid., vol. 22: 04/09/1837, 38-9). La mezcla entre sociabilidad y naturaleza viciosa compone una parte del sustrato material del concepto “criminal” asociado a quienes “promovían desórdenes y corrompían la moral” (Ibid.: 01/03/1837, 9), aquellos que provocaron una reacción en vecinos y a quienes cuya corrección debía ceñirse al respeto de esas premisas para con ello no cometer acto alguno que “eccediere estos límites”, ya que “…era ilegal y atacaba directamente la propiedad que es el más sagrado de cuantos derechos garantizan las leyes al hombre en
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la sociedad” (Ibidem). El criminal, aquel hechor de un crimen atroz, era producto de “la flaqueza de la humanidad y la exaltación desarreglada de las pasiones” (Ministerio del Interior, 1839: 10) y ante esto era necesario nuevamente disponer de los instrumentos adecuados para “proteger las personas y propiedades de sus vecinos” (Ibidem). A partir de estas repetidas situaciones, la Constitución de 1833 estipuló en los artículos 12 y 146 su referencia en torno a la inviolabilidad del derecho a propiedad, considerándose como “asilo inviolable” y posteriormente como un “asilo sagrado”, tal como se menciona en 1850 en un documento público que presentó la Sociedad de la Igualdad contra el Intendente de Santiago, Matias Ovalle (A.D.S.M.D. 1850/SMA4284: 1). Y es que la carta constitucional reflejaba a la perfección las principales motivaciones de la clase política y junto a ello a los estratos sociales que representaba. Cuando se era detenido cualquier sujeto por los Cuerpos de Serenos en la noche, era calificado como sospechoso (A.I.S., vol. 18: 02/03/1837, 154). La sospecha se podía dar por distintas razones, pero el sólo hecho de deambular en la noche es excusa necesaria para ser arrestado (Ibid., vol. 14: 24/10/1834, 46). En oficio del 2 de marzo de 1837, se informa al Gobierno de la poca rigurosidad que tenía el Comandante de Serenos, quien tomaba sospechosos en la noche y los ponía en libertad sin considerar la cadena jerárquica y su correspondiente obligación, por ésta razón los sospechosos fueron remitidos a la policía regular (Ibid., vol. 18: 02/03/1837, 154). Así se expresa otro de los temores de cualquier santiaguino rico o acomodado: la “noche” y en particular la “oscuridad”, porque son ellas el escenario de desórdenes como en la Noche Buena; los salteos, las muertes, los bailes en bodegones y chinganas, entre varios otros. Son la espacialidad descontrolada que no puede ser captada por el ojo de la vigilancia. Los continuos escándalos, que a fabor de la poca luz, se cometen en un lugar tan público como el puente de madera, que comunica un barrio populoso con el centro de la ciudad, me pone en el caso de hacer presente a U. S, la necesidad que hai de aumentar un farol en el dicho puente. Pero no solo el motivo arriba indicado, hace precisa esta medida, sino tambien la seguridad de las muchas jentes que a todas horas de la noche transitan por el espresado puente, que si no está bien iluminado, puede ofrecer ocasión para hurtos que la policía no podría evitar. (A.M.S., vol. 153: 25/05/1850, 84).
La noche se presta para los desórdenes públicos, donde incluso en algunos de ellos se ve envuelta la policía, ya sea en pleitos callejeros o permitiendo cierta licencia en la cárcel y/o aprehensión de los reos; demostrando con ello su “relajamiento moral”.
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Tiene noticia esta Intendencia, de que, en la cárcel de esta ciudad, se cometen algunos desórdenes, y se permite la embriaguez, y tráfico de toda clase de personas, y á todas horas del día. Tambien se la ha informado, que, los reos de leve delito, y los ya condenados… (A. I. S, vol. 22: s/n fecha. 04/1837, 19).
Llegando a tal punto, que es posible rastrear disconformidad ciudadana en la prensa, debido al descarrilamiento de los objetivos primigenios de la policía. Por medio de la correspondencia al periódico La Tribuna se remarca el “mal espíritu de la policía”: […] que siendo para servir al público se convierte a cada paso por medio de sus ajentes que se llaman serenos i vigilantes, so pretesto de llenar artículos reglamentarios o malos en sí, o mal entendidos, en verdaderos hostilizadores de los ciudadanos. (La Tribuna N°539: 22/02/1851).
Esto sucede porque el problema de la delincuencia no fue resuelto durante años, y si bien no manejamos datos cuantitativos de esta cuestión, si podemos dar cuenta del aspecto cualitativo, aquel que fundaba inseguridad y temor en la ciudadanía. En 1849 un birlochero escribía a la Municipalidad de Santiago: … con el debido respeto decimos: que cansados de los reclamos que continuamente se hacen por los pasajeros que ocupan nuestros Birlochos y de los perjuicios que éstos y los dueños reciben por los empleados de los Birlochos, por falta de un reglamento […] De este modo tendremos más seguros nuestras propiedades y más garantizada la seguridad individual de toda persona que tenga necesidad de un mueble de esta naturaleza para el tráncito de un pueblo á otro. (A.M.S., vol. 150: 274).
Esta fuente permite reflexionar a nuestro criterio en base a dos planos: uno, el uso de un discurso “oficial” como el de “garantizar la propiedad y la seguridad individual” con el fin de tener una respuesta de la autoridad mencionada; y por otro lado, el de evidenciar la inseguridad que se da en caminos y espacios de tránsito. Ambos permiten aseverar lo mismo: el problema de la delincuencia. El martes 16 de abril de 1850 “unos cuantos” escribían a La Tribuna para informar del poco resguardo que tenían los transeúntes del Campo de Marte (actual Parque O’Higgins). … no podemos convenir en que no se haga algo siquiera para disminuír la alarma en que viven los vecinos del Campo de Marte, a consecuencia de los continuos ataques que de algún tiempo acá se hacen tanto a los individuos como a las propiedades, por esos hombres perdidos, verdaderos salteadores, que se guarecen en la ranchería que tiene por nombre Villa del Cobi. Las 49
chacras vecinas a esta posilga tienen que sufrir dia a dia robos de animales, de frutos i de ropas, esto tal vez podría tolerarse, culpando a los propietarios de poco cuidado; pero el ataque, el robo i el asesinato de los transeúntes del Campo de Marte… (La Tribuna. N°284: 16/04/1850).
El viernes santo de ese año, (agrega la misma fuente) se asesinó a un bodegonero, se asaltó una carreta que iba a Valparaíso y luego agrega: … hemos visto a esos hombres en la actitud hostil del salteador, i el sábado de la semana pasada fuimos atacados no con piedra, como tienen por costumbre, sino con armas de fuego […] La banda, en la noche a que nos referimos, se componía de seis hombres armados de palos, sables i armas de fuego […] Creemos que la Intendencia […] debiera desde luego establecer una visita domiciliaria en estos ranchos i purgarlos de los malvados que moran en ellos i a quienes se dá asilo, ya por temor o por participar de la ganancia de los salteos i robos. Es una vergüenza que a la salida de la calle del Dieziocho, en la misma ciudad, se vean estos actos. (Ibídem).
La seguridad personal tampoco era una excepción dentro de la preocupación política-policial, ya que no logró ser resguardada incluso dentro de los espacios de vigilancia. Anoche a la salida del teatro fueron atacadas cuatro señoritas de la primera sociedad por tres hombres a caballo, en un estado completo de embriaguez; a sus gritos acudió un caballero que acompañaba a la madre de estas niñas […] contuvo a los agresores, quienes arremetieron contra él; llamó en vano al sereno i no apareció este […] En la calle de San Antonio a la vuelta de la casa del señor alcalde, i es tanto mas estraño, cuando que el buen pié en que se halla montada actualmente la policía nocturna i el celo i vigilancia de sus jefes hacía imposible la consumación de tales actos. (Ibid. N°476: 06/12/1850).
Por lo tanto, entre las discusiones que se daban en la Municipalidad de Santiago para 1850, estaba la preocupación por los caminos y espacios donde los transeúntes o mercancías que transitaban se convertían en apetecibles botines para los salteadores, por lo que el interés por los rancheríos a orillas del camino que iba hacia el matadero público se incrementó al notar la cantidad de malhechores que albergaba (A.M.S., vol. 149: 15/03/1850, 111). Por medio de la policía se intentó controlar con la mayor rigurosidad posible a los salteadores que amenazaban con atacar la riqueza de los propietarios. Este fue uno de los fantasmas que durante varios años engendró uno de los temores de la elite. La municipalidad no contaba con los medios adecuados para satisfacer una policía de calidad y al parecer los mismos componentes de aquel cuerpo no eran de un gran “linaje patricio”, ya que su 50
mismo comportamiento (violento y desmedido) y participación en fondas (entre otras diversiones), reflejaron el relajamiento de los principios que le interesaba resguardar a la clase propietaria. Esto generó una especie de “descontrol”, de falta de disciplina, que aumentaban los temores en cuanto al control y la previsión de la población, aquella población de fisonomía particular. Se trató de “disciplinar” a esos cuerpos y depurar esas costumbres atentatorias a la seguridad personal, la propiedad, la moral y las buenas costumbres. Teniendo como ejes “el orden social”, “la propiedad privada” y “la religión” (Echeñique, 1849: 165), a partir de ese tri-nario se estructuraron una serie de características e imaginarios que de por sí retrataban al propietario como “modelo moral” (Salinas, 2001: 34), “modelo social”. Un artículo denominado del “derecho a la propiedad predial” publicado en el periodico perteneciente a Agustín Edwards, La Época, para el 31 de julio de 1851, remarca que la ley protege a la propiedad porque de ella se espera el “porvenir” y es por ello necesario hacer uso de todos los medios que se tengan al alcance, pues “su inseguridad era el contajio mas peligroso que alarmaría a la comunidad tan luego como se vulnerase la propiedad inútil e injustamente”. Si la “propiedad” antes era “…ilusoria i nadie podía contar con ella”, la ley civil la preparó como la fuente común de la cual debe esperarse todo “bien general” (La Época. N°5: 31/07/1851). La Época también plantea no sólo esa relación entre “ley y propiedad”, sino que la del hombre con su naturaleza, en la medida que fue obligado por necesidad a dejar “su vida ambulante”, “llena de ajitación i violencia”. Al pasarse a la vida sedentaria se conoció la “utilidad del trabajo” y es a partir de aquello que la propiedad se convierte en el campo principal de la ley civil. Con ello, la posición de los des-territorializados por sí misma explicaba su comportamiento agresivo, agitado y delictivo. A partir de estas nociones se siguen entrecruzando varias ideas que dejan en claro el temor que representaba para la elite cualquier acercamiento que se pudiera tener a la propiedad por parte de los no-propietarios. Es por ello que el reglamento del Cuerpo de Vigilantes discutido en la Municipalidad de Santiago durante el transcurso de agosto de 1851 determinaba la protección individual y la propiedad como ejes dentro del Art. 22 de dicho reglamento: “1° Evitar que se cometan delitos […] 4° Prestar aucilio a cualquier vecino que se lo pida para precaver algun mal que le amenase bien sea en la calle o en su casa” (A.M.S., vol. 149: 01/04/1850, 117-18), llegando inclusive a cartografiar los barrios por calles y casas con el fin de identificar a los “propietarios” y los “sospechosos”, los transeúntes, siendo esta una figura metafórica bastante llamativa que pone en conflicto la posición del sedentario y el nómade.
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Son deberes de los Comisarios i Tenientes […] 7° Tomar conocimiento de los transeuntes sospechosos que lleguen a habitar en su respectivo cuartel, dando parte a la Intendencia. 8° Formar un rejistro por calles, del número de casas, cuartos esteriores de habitacion ranchos que hayan en su cuartel con nominacion de sus propietarios. En este rejistro anotarán el movimiento que ocurra” (Ibidem).
Otra relación de la propiedad que se afirma explícitamente desde los canales de información adictos al Gobierno es la que corresponde a la propiedad y la familia. La prensa dice así: “para que pueda existir toda nación civilizada, es preciso que descanse sobre estas tres bases, el Estado, la familia i la propiedad” (La Época. N°12: 23/08/1851). Mientras que el Estado asegura la tranquilidad de la existencia de sus “ciudadanos” mejorando sus “costumbres y leyes”, la familia “entrega lazos de fraternidad en la tierra”, y la propiedad “asegura el alimento de la vida por el trabajo”. La Época propone además que “la soberanía de la razón es la que impera”, con lo que se trata de vincular la propiedad a la razón y Dios: Es “imposible el desquiciamiento porque la soberanía de la razón es la soberanía de Dios”, asegurando que jamás se podría destruir la propiedad porque en “el corazón relijioso del pueblo están grabadas las máximas del Evanjelio”. Cuando observamos esta fuente, no sólo es clara la relación de la propiedad con la familia, sino tambien la razón y Dios dentro de una misma justificación. Estos dos artículos fueron escritos el 29 de julio y el 23 de agosto de 1851 (por el periódico referido) cuando había estallado el motín de San Felipe en noviembre de 1850, el de Santiago en abril de 1851 y Talca del mismo mes. Fue un llamado a la mantención del régimen “pelucón”, a la propiedad, la seguridad y al “Pueblo”, quienes en esta ocasión aparecen retratados como “religiosos”. Esto claramente responde a un fin bastante manoseado, el mismo que se trabaja en La Tribuna el jueves 15 de mayo de 1851: el orden social, entendido como la “uniformidad, conforme a la naturaleza de los seres…”; dicho de otra forma, la locación de los individuos en su determinado estrato social, que significaba poner de “intelijencia i la razón […] en busca de las mismas verdades morales” (La Tribuna. N°605: 15/05/1851). En la misma tonalidad anterior, La Civilización 2 escribía el viernes 26 de septiembre de 1851 que: […] la institución de la Guardia de Santiago, institución honrosa en alto grado i digna de nuestra manera de ser radicada, porque ella significa la con2 De
este periódico desconocemos sus creadores y editores generales, pero sí sabemos de la imprenta que le permite circular: la imprenta de Julio Belin y Cia, la misma que soporta el periódico La Tribuna, El Álbum, El Cazador, El Nacional, El Consejero del Pueblo, todos de la prensa que sirvió de traductor de la voz oficialista del Estado.
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ciencia i el mantenimiento de un principio orgánico en la vida de la sociedad. Las leyes protectoras de la propiedad i el elemento conservador de la armonía han recibido nuevo vigor ante esta manifestación del sentimiento público: asi cuando se ha sostenido que el desorden jamás podría elevarse entre nosotros del carácter de simple amenaza al de realidad permanente, es porque se contaba con el corazón de un pueblo educado en veinte años de paz i bienestar” (La Civilización. N°6: 26/09/1851).
Posterior al motín del 20 de abril, se elevó por parte de los periódicos oficialistas una versión bastante particular. Se enalteció el valor del pueblo en la defensa de la causa del orden y de la mantención de las instituciones, pero junto a ello se mantuvo la idea de la “propiedad”, por ende no sólo se representaba el deseo público de su mantención en el poder sino que junto a ello la paz y la tranquilidad que significaba para la propiedad, la inmutabilidad en el control y acceso a los medios de producción, status social y poder político. Fue de esa argumentación que se desarrolló una sobrevaloración de las guardias cívicas o milicianas, por encima de las tropas militares profesionales, pues la idea era enaltecer el valor ciudadano del “pueblo”. Un año más tarde, el 21 de abril de 1852, cuando ya se había acabado la guerra civil, Pedro Valdivieso escribía su memoria universitaria sobre la inviolabilidad de las propiedades, a modo de reflexión académica que da luces de un pensamiento anterior y posterior a la crisis en sí misma. En ella se argumenta muchas de las ideas sostenedoras del régimen, se consagran varios aspectos civiles de la Constitución de 1833, los derechos del ciudadano, la libertad, la propiedad y la seguridad, derechos base “del hombre i de la sociedad civil”. La propiedad nuevamente es fundamentada en cuanto a la semejanza del “hombre” con “Dios”. El silogismo es el siguiente: “El hombre, repito, es la imájen bella de la Divinidad, ¿i como negarle la facultad de poseer, cuando el Hacedor supremo tiene en si este poder absoluto sobre todo el Universo?” (Valdivieso, 1852: 246), de modo que la propiedad es sagrada, ya que “no es invención de la lei civil, es anterior a las leyes mismas” es originada en la divinidad “La propiedad i el derecho que a ella se tenga son sagrados i santos” (Ibid.: 247). Era necesario defender y cuidar la sacralidad de la propiedad: ¿de quién?, de quienes no tengan igual acceso a ella. Era por eso que la seguridad se conviertió en una segunda piedra angular, en el “jenio tutelar” que debía (como función) “vijilar la poblacion”. Es que la población en su totalidad contenía aquella “jente desconocida, de fisonomías sospechosas” (La Tribuna. N°433: 16/10/1850), aquellos “hombres de semblantes extraños” (A.B.V.M., vol. 33: 31/03/1846, 108) que definen la diferencia entre unos y otros. Una bifurcación que espacialmente se demostraba en la utilización del concepto de castigo homologado al de “aislamiento”, como elemento de
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rehabilitación. Esto reflejaba el temor a la “exterioridad”, considerada como una conjunción deseante, un campo del pecado producido por una praxis cotidiana establecida en una ciudad extramuros. Así, un año después de la guerra civil, las temáticas seguían siendo las mismas que un año atrás. Esta mantención del discurso moral, político, religioso y policial estaba dado entre otras por las constantes amenazas de grupos opositores que se expresaron en momentos como las votaciones por medio de la prensa y conatos callejeros, así como por la amenaza ambulante de la población que circundaba la ciudad o se entrometía en ella. Esto despertaba el celo y el resguardo de la propiedad, así como la diferenciación social.
Fig. 1. El miedo en sus dimensiones socio-políticas
A MODO DE CONCLUSIÓN
La elite construyó un imaginario recreando su propio escenario social sobre las capas populares haciendo uso de sus temores y prejuicios, de modo que las fuentes no serán nunca suficientes para preguntarnos por la autonomía y la expresividad sociopolítica del mundo popular. Extrañamente el miedo y la necesidad de seguridad policial, resguardo y vigilancia se han convertido en elementos sobreexplotados durante nuestros tiempos. ¿Qué nos indican estas pistas? ¿Qué es lo que está presente en todos estas déca-
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das, que pareciera no sufrir modificaciones? Al menos hasta el momento, no contamos con respuestas satisfactorias. El temor no es un factor moderno, o al menos únicamente moderno y contemporáneo, es un elemento que se encuentra arraigado en la diferenciación social y las relaciones de clases; por ende se encuentra en la praxis social y el imaginario colectivo de una clase sobre otra. El temor no puede ser análogo a un objeto o incluso un hecho, el miedo es siempre un sentir, un percibir, una experimentación temporal, por ende su constante expresión no es sino el flujo de un temor a otro, como un relevo hasta llegar a cosificar la presencialidad de un momento, cosa, persona o fenómeno al cual se teme. Los otros temores son lo que potencian un nuevo temor, es por esto que todo temor es también agenciamiento social. Los grandes temores sociales sólo pueden ser sostenidos por un enjambre de pequeños temores pudiendo ser estos privados o públicos, ya que ante todo son siempre sociales y culturales. ¿Qué elementos nos permiten explicar ese movimiento? Principalmente los rumores: estos funcionan como una dimensionalidad intermedia entre sujeto y sujeto, y es a partir de ser entre-relación que acrecienta su acervo y su ferocidad. Entre elite y bajo pueblo la relación es bastante compleja, existió una fuerte codificación sobre la mayoría de las personas del mundo popular desde los pordioseros hasta los artesanos, pasando por vagabundos, enfermos, peones, comerciantes, paisanos, etc. Esto se debió a la convivencia marcada por su inevitabilidad, recordemos que se teme no a la persona en particular sino que a los significados sobre esas personas y sus labores cotidianas (los pordioseros rodeados por la miseria, la holgazanería, la enfermedad; el comerciante vinculado con el robo; peones y rotos relacionados con la pasionalidad, el alzamiento). El fantasma más poderoso y el productor de uno de los mayores temores es la “conjunción del pueblo”: la turba, la turbamulta (Pizarro, 2010). Es notable la confirmación de las fuentes sobre este tema, la turba es aquella aglomeración de personas con una rostridad particular, tal como escribió un baratillero a La Tribuna por una multitud que se congregó en la Plaza de Armas “jente desconocida, de fisonomías sospechosas” (La Tribuna. N°433: 16/10/1850). En los momentos de mayor algidez social se entendió la politización del bajo pueblo como la tarea de unos facciosos. Así existen al menos dos mundos populares para la elite el pueblo laborioso y el populacho, este último es aquel aquejado por su necesidad fisiológica y desprovisto de todo tipo de razonamiento lúcido: falto de educación. El alzamiento era la causa natural del dominio injusto e impío, y es por esto que la elite pareciera desconocer el derecho de movilización, ya que para ella el buen gobierno era aquel dotado de una fuerza moral y voluntad pública de mano de las personas educadas. Es por ello que el Gobierno monopoliza la representación-tutelaje del bajo pueblo, de manera que para la elite la organización tumultuaria del pueblo era una (pasión) acción no racional, iracunda, vacía de sabiduría. No es lo 55
mismo la reunión y organización de la elite que una del bajo pueblo, ésta última inevitablemente provocaría alborotos, desorden social y lo peor: turbas dispuestas al saqueo de la propiedad. La propiedad privada y su garantía de existencia definían el bien o el malestar social. Era importante mantener una distancia social que no incitara la ostentación de la riqueza a la “turba”, ya que esa circunstancia sólo podía producir el saqueo. El crimen estaba en el corazón de los culpables y producida por su sociabilidad y naturaleza viciosa. Una de las principales experiencias que potenciaban el miedo y el temor era el de la inseguridad; ésta, tanto particular como social, era propia de un desacople en las funciones que cumplían las instituciones del Estado. Para la elite el mal funcionamiento de la policía y la corrupción de las instituciones hacía surgir esa sensación de “vida desnuda”: de vida amenazada.
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FRAGMENTO TEOLÓGICO-POLÍTICO DE WALTER BENJAMIN: UNA INTERPRETACIÓN MICAELA CUESTA Universidad de Buenos Aires – CONICET
Resumen El Fragmento teológico-político debe su nombre a Theodor Adorno. Se desconoce si el mismo fue aceptado o no por Benjamin. Respecto de su fecha de producción tampoco existen acuerdos. Los editores de Benjamin, Tiedemann y Schweppenhäuser, lo sitúan alrededor de 1920/21. Adorno asegura que Benjamin se lo leyó en 1938. Gershom Scholem señala que fue también por aquella fecha cuando Benjamin lo redactó. No obstante, lo más enigmático del texto no lo constituyen estas imprecisiones sino, antes bien, su contenido. Es sobre la relación entre la idea de felicidad y de historia que allí emerge sobre lo que nos proponemos reflexionar. Buscando identificar las críticas que, tanto al modo hegeliano, teleológico de concebir la historia, como a su opuesto aparente, el historicismo, se desprenden de aquel texto. Ni telos, ni meta, la tarea consiste –afirma Benjamin– en “poner fin”, en interrumpir las lógicas que han causado y continúan causando la muerte y el sufrimiento en la historia. Ahora bien este texto ¿a qué desafíos epistemo-críticos nos enfrenta? ¿De qué modo este llamado a “poner fin” se distancia de una mera consigna política? ¿En qué puntos él se diferencia de una posición que cifra su esperanza en la llegada de un Mesías? ¿En qué constelación de conceptos hemos de inscribirlo? ¿Con qué otras producciones del mismo autor el mismo dialoga? Estos son algunos de los interrogantes sobre los cuales volveremos en nuestra presentación, haciendo especial énfasis en sus tensiones y en su mutua remisión. Palabras clave: teología, tiempo histórico, tiempo mesiánico, felicidad Abstract The Theological-political fragment owes its title to Theodor Adorno. It is not known whether such title was approved by Benjamin. Similarly, no agreement has been reached as to its date of writing. Benjamin’s editors, Tiedemann and Schweppenhäuser, place it around 1920/21. Adorno states thar Benjamin read it to him in 1938. Gershom Scholem remarks that it was around that time that Benjamin wrote it. Yet the text’s enigmatic character stems not from such imprecisions, but rather from its contents. We propose to reflect upon the relationship between the idea of happiness and history that arises from the text, with a view to identifying the critiques it poses to both the Hegelian, teleogical account of history and to its apparent opposite, historicism. Neither telos nor goal: the task at hand – Benjamin states – is to “put an end” to the modes of thought that have caused and keep causing
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death and suffering in history. What epistemo-critical challenges are posed by the text? How does this so-called “putting an end� differ from a mere political slogan? Where does it differ from a position that pins its hopes on the arrival of a Messiah? In which constellation of concepts should we place it? With which other works by the same author can it converse? These are some of the questions to which we shall come back to, with particular emphasis in their tensions and their mutual abatement. Keywords: theology, historical time, messianic time, happiness
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SOBRE LA FECHA DEL FRAGMENTO
El primer enigma con el que nos encontramos refiere a la fecha en que fue concebido este “Fragmento”. Es necesario aclarar que ella no nos importa como acción de fechar, es decir, como función eminentemente clasificatoria a través de la cual se busca poner orden a una masa de acontecimientos, en este caso textos, para mejor dominarlos. La fecha no es para nosotros como sí lo fuera (o lo es) para cierto historicismo el código maestro que devela el peso específico y la relevancia de los hechos históricos en virtud de su cercanía o lejanía de un centro (que no deja de ser un código, sólo que mayor). No interrogamos la fecha del texto de Benjamin, luego, para localizarlo en una suerte de línea temporal capaz de indicarnos la proximidad o no a la madurez de su pensamiento (supuesta, la más de las veces, en el final de un recorrido biográfico). Antes bien, como lectores, nos importa esta información en la medida en que permite rodear al texto de otros textos, sin ánimo de que aquel dato se convierta en el único y último criterio capaz determinar el sentido de las palabras que aquí queremos indagar. La fecha sería así un elemento más del fenómeno puesto a dialogar con otros elementos de otros fenómenos que el intérprete, que nosotros, tenemos por objetivo cuidar. De este modo, quisiéramos realizar con las fechas lo que Benjamin realiza con los fenómenos en el estudio sobre el Trauerspiel, esto es, disolver su unidad aparente, su ostentada plenitud, para integrar sus elementos, ya ruinosos, mortificados, en la configuración de una idea. La particularidad del “Fragmento” nos conmina a ello, pues la falta de certezas respecto de su precisa e indubitable datación ofrece un abanico de alternativas, convidándonos a una actitud lúdica. Si nos guiamos por los dichos de Adorno el texto sería contemporáneo a las Tesis sobre el concepto de historia, luego, podríamos buscar establecer entre ambos afinidades y diferencias, para el caso, entre la tesis II y lo expuesto en el “Fragmento” yuxtaponiendo las referencias en torno a la idea de felicidad y su remisión a la redención. Si, en cambio, atendemos a los editores de la obra de Benjamin, Rolf Tiedemann y Hermann Schweppenhäuser y nos situamos en el año 1920/1921 podríamos asociar aquel escrito al artículo sobre el lenguaje, sobre la violencia, sobre el programa de una filosofía venidera, etc. En medio de estas posibles fechas se sitúa otro gran trabajo de Benjamin El origen del drama barroco alemán (1923-1925); también con él se ha hecho dialogar al “Fragmento” atendiendo sobre todo al concepto de teología política, a las nociones de soberanía, decisión y estado de excepción (Naishtat, 2008; Whitte, 2002, etc.). No obstante, ante la imposibilidad de abarcar todos estos posibles entrecruzamientos proponemos construir nuestra interpretación en torno a otros dos textos, el primero fechado el mismo año que, según Tiedermann, se es-
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cribió el “Fragmento”, nos referimos a “Destino y Carácter” (1921), y el segundo, redactado presuntamente en 1916 titulado “Drama (Trauerspiel) y Tragedia”. Consideramos que la lectura en paralelo de estos artículos aporta elementos novedosos para la crítica de ciertas concepciones de la historia y del presente, así como también, contribuyen al esclarecimiento de la relación entre teología y política. Así, de las distintas cuestiones que se anuncian en el “Fragmento” nosotros proponemos centrar nuestra miradas en dos de ellas en virtud de su pertinencia: la primera afirma que sólo el Mesías puede vincularse con lo mesiánico, sólo él realiza, consuma, libera el acontecer histórico. Lo mesiánico es pensado como distinto a lo histórico, heterogéneo respecto de él ¿qué significa esto? Si leemos aquella afirmación a la luz del Trauerspiel y de la aseveración acerca del mundo de las ideas: “la idea pertenece a una esfera radicalmente heterogénea a lo por ella aprehendido” (Benjamin, 1990: 16) podemos afirmar que lo mesiánico es por completo diferente de lo histórico, no obstante, en lo histórico, como sucede con el fenómeno, algo de lo mesiánico es aludido. Cómo podemos mentar esta alusión será uno de los interrogantes-problemas que buscaremos desplegar. La segunda cuestión en la que nos quisiéramos detener refiere a la felicidad. Benjamin afirma: “El orden de lo profano tiene que erigirse sobre la idea de la felicidad. La relación de este orden con lo mesiánico es una de las piezas doctrinales esenciales de la filosofía de la historia” (Benjamin 1996c, 181). ¿Por qué la idea de historia ha de erigirse sobre la idea de felicidad? ¿Sobre qué otras ideas se ha construido el relato (universal) de la historia? ¿Cómo se mienta la felicidad? Por último, el texto insiste: ¿de qué modo es susceptible de ser pensada la relación del orden de lo profano (y de la felicidad) con el orden de lo mesiánico? En lo que sigue ensayaremos algunas respuestas para estas preguntas. EL MESÍAS Y LA IDEA Es preciso fijar perspectivas en las que el mundo aparezca trastocado, enajenado, mostrando sus grietas y desgarros, menesteroso y deforme en el grado en que aparece bajo la luz mesiánica. Situarse en tales perspectivas sin arbitrariedad y violencia, desde el contacto con los objetos, sólo le es dado al pensamiento. (Adorno, 2002: 239).
Con mucha frecuencia los escritos de Benjamin, en lo que ellos tienen de teología, se han prestado a lecturas que subrayan la influencia de la tradición judía, su misticismo y su formación en la cabala (Scholem, Löwy, Forster, etc.). Sin negar la clara presencia de ciertos motivos teológicos en su pensamiento, el propio Benjamin describió su relación con la teología del siguien-
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te modo: “Mi pensamiento se comporta respecto de la teología como el secante respecto de la tinta. Está enteramente impregnado de ella. Pero si dependiese del secante, nada de lo que se escribe quedaría” (Benjamin, 1996 c: 140). En otras palabras, si bien el pensamiento de Benjamin está empapado de elementos teológicos, su escritura no se reduce, ni exige, necesariamente, ser interpretada en clave teológica.1 De este modo, consideramos más ajustado pensar que, en lo que respecta a la noción de historia, la relación entre teología y materialismo se construye en función de los proyectos comprometidos en ambas visiones. Materialismo de un lado, y teología de otro, en tanto órganos de inteligibilidad de distintas épocas, se disputan la partida,2 pues el problema fundamental al cual quisieran dar respuesta es uno y el mismo: la historia3 (arena que soporta, a su vez, la lucha). Sin afán de agotar los relatos que la teología ha producido, tomemos algunos de sus elementos para reflexionar en torno a esta posible relación. La promesa de una vida plena, por ejemplo, se sitúa en el relato teológico al final de una existencia biográficamente constituida. Es en el más allá, en el Reino de Dios, en donde se encuentra la recompensa y justificación de una vida religiosamente vivida. Para el materialismo, en tanto, no es el más allá el que justifica esta vida, terrenal, profana, antes bien, es la extenuación de las contradicciones de clases, la lucha y la consiguiente construcción del socialismo el que traerá libertad y plenitud a los hombres, si no al final de su vida, sí en las generaciones venideras.4 Esta simplificación, un poco caricaturizada, sirve para pensar uno de los modos de la relación entre teología y materialismo, esto es, la inclusión del elemento teológico (la salvación, la vida plena) en el mundo histórico (en el materialismo), una suerte de inmanentización histórica de las nociones teológicas. En otras palabras, lo que cierto materialismo hace es, por un lado, rechazar la idea de trascendencia, de Dios, por ser retardataria –en tanto mistificación (ideología reducida a falsa conciencia) producida por la clase 1
En este sentido tendemos a coincidir con Susan Buck-Morss cuando afirma: “Tal vez el sobrecargado término «teológico» conduzca a menos confusiones si se entiende que cumple una función filosófica precisa dentro de la teoría de Benjamin” (Buck-Morss, 1996: 257). O bien cuando dice: “Si Benjamin usara abiertamente conceptos teológicos, estaría dando expresión judaica a los objetivos de la historia universal; al evitarlos, otorga expresión histórico-universal a los objetivos del judaísmo” (Buck-Morss, 1996: 269). 2 Este es uno de los modos de interpretar la tesis I de Sobre el concepto de historia que, sugerido por Pablo Oyarzún (2001), hacemos nuestro en este trabajo. 3 La relación entre teología e historia posee su propia trayectoria en el pensamiento occidental. La pregunta por el sentido en la historia abrevó en fuentes teológicas. Karl Löwith, por mencionar a uno de los teóricos concernidos con el tema, en su libro Historia del mundo y salvación, se propone corroborar la hipótesis que afirma que “la filosofía moderna de la historia arraiga en la fe bíblica en la consumación que termina con la secularización de su paradigma escatológico” (Löwith, 2007: 14). 4 Las críticas al progresismo y a la socialdemocracia que Benjamin expone en las “Tesis” van, sin duda, en este sentido. Uno de los filósofos que, a nuestro entender, mejor ha acogido esta problemática es Pablo Oyarzún (Oyarzún, 1996).
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dominante– de la realización del verdadero estado de la sociedad –uno, sin clases–; pero con ello se mantiene, aunque transfigurada, no sólo la idea de “Reino” sino también los sentidos a ella asociados. La teología es incorporada, luego, de modo tal que termina por ser ella quien domina y administra desde su interior el potencial disruptor del “materialismo” neutralizando su fuerza crítica, destructiva.5 Ciertamente no es este el modo de la relación que Benjamin mienta, antes bien, esta es una de las formas que él critica; pues en esta suerte de secularización extrema se mantiene, entre otras, la noción de un tiempo homogéneo y vacío, y de un espacio concebido como lugar de la sucesión lineal de acontecimiento teleológicamente orientado (sea por la fe en el progreso, sea por la fe en la llegada del Reino, el elemento que insiste es la espera y la fatalidad, el destino).6 En el apartado anterior sugerimos que lo mesiánico en Benjamin era heterogéneo a lo histórico. Afirmamos además que la relación entre lo mesiánico y lo histórico podía ser pensada a la luz del estudio sobre el Trauerspiel. Proporcionaremos ahora elementos que hagan de esta afirmación algo más que una sospecha. Pensar a lo mesiánico en términos de idea y a lo histórico en términos de fenómeno debería contribuir a esclarecer el vínculo entre ambas nociones. Recordemos, primero, que en Benjamin la idea no es equiparable a la concepción platónica (a pesar de algunas referencias7), esto es, lo mesiánico 5 Muchos
intérpretes de Benjamin han querido ver en él este uso de la teología, es decir, una mera secularización del concepto. Entre otros: Reyes Mates, 2009; Löwy, 2005. 6 El proyecto de una Filosofía de la Historia Universal de Hegel es uno de los ejemplos de este modo de concebir el tiempo y la historia. Baste aquí con recordar algunos pasajes: “Los principios de los espíritus de los pueblos, en una serie necesaria de fases, son los momentos del espíritu universal único, que, mediante ellos, se eleva en la historia (y así se integra) a una totalidad que se comprende a sí misma” (Hegel, 1982: 76). El espíritu se comprende a sí mismo como totalidad y, quien proporciona al espíritu su ser mismo, su concepto, es la propia historia, su narración. De ahí la aseveración de que los pueblos sin narración no tienen historia, pues, la historia reúne en Hegel tanto los hechos o acontecimientos como su relato. Entonces, en la concepción de una historia universal filosófica, cuyo sujeto, entendido como sustancia, se comprende a sí mismo en términos de totalidad y, en esta, su comprensión, menta los diferentes espíritus de pueblos como momentos de su sí mismo, como fases necesarias de su desarrollo; en una concepción tal, decíamos, la categoría de temporalidad parece no representar ningún problema, más aún, siendo una de las nociones centrales vinculadas a la historia, no es siquiera lo suficientemente tematizada en las Lecciones. El tiempo es tan sólo el lugar de la negación, reelaboración y conservación, de las determinaciones que el espíritu se da a sí mismo, en una sucesión lineal y progresiva (pero determinada). Una suerte de “espacialización” del tiempo en donde se ubican las (no tan distintas) formaciones particulares del espíritu que es siempre Uno y el mismo. En este sentido, cuando pensamos en la historia universal, dice Hegel, la pensamos como un pasado, pero también como un presente, pues “la Idea es presente”, el “espíritu es inmortal”, es “absolutamente ahora”, pues su forma presente contiene las pasadas y la conciencia de sí en las fases anteriores de la historia, como su antesala o anticipación. 7 Valga aclarar que en El origen del drama barroco alemán Benjamin no remite al capítulo de La República y a la doctrina del mundo de las ideas (eternas) sino a El Banquete donde se desarrolla, entre otras cosas, la relación entre la verdad, la belleza y lo sensible. Como señala Marcio Seligmann-Silva: “Lo eterno no se confunde con la Idea, porque ésta existe sólo en cuanto inserta en la historia; lo eterno es apenas un doblez epifenoménico: esta es la ‘revolución’ que Benjamin ejecuta –en consonancia con los románticos de
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en tanto idea no pretende evocar la pertenencia a un mismo y común terreno: el cielo. Tampoco la historia al quedar del lado del fenómeno quiere remitir (in toto) a su condición empírica, terrenal, por oposición a celestial. Es difícil negar el carácter terrenal de lo histórico, su ser producto de la histórica relación entre los hombres, pero quizás más difícil es aceptar que el cielo, sus dioses y demonios, son también creaciones humanas, a pesar de su autonomización, a pesar del pavor que en nosotros pueden suscitar… La relación que Benjamin propone, creemos, es un poco más compleja. El autor sugiere en la “Introducción epistemo-crítica” que: “[las] ideas no se manifiestan en sí mismas, sino sólo y exclusivamente a través de una ordenación, en el concepto, de elementos pertenecientes al orden de las cosas” (Benjamin, 1990: 16). De lo que se trata es de órdenes discontinuos y heterogéneos, en otras palabras, el concepto que revive en la configuración de la idea (en nuestro caso lo mesiánico entendido como el Reino de Dios), no agota la complejidad de la realidad que se busca conceptuar (lo histórico y la felicidad en lo histórico). No existe, de este modo, una identidad entre pensamiento y cosa, entre concepto y ser. La relación entre realidad y concepto, en todo caso, es una relación de alusión que, remitiendo a un contenido verdadero, procura, al mismo tiempo, mantener las tensiones, iluminar los huecos o blancos del pensamiento sin sucumbir a la tentación de ocultarlos o suturarlos. La hipótesis que venimos sosteniendo se podría formular del siguiente modo: dada su discontinuidad y heterogeneidad, la relación entre tiempo mesiánico y tiempo histórico es mentada en términos de alusión; y ello de un modo similar a como Benjamin pensó la relación entre lenguaje divino, por un lado y lenguaje profano, humano, por otro.8 Es preciso señalar, también, que a fin de participar en la idea, los fenómenos han de dividirse, de disolver su aparente unidad para poder conformar una genuina unidad, esto es, una verdad configurada por y en la idea. Parafraseando a Benjamin podemos decir: no todo lo que sucede en la historia, no todos los modos de mentar el tiempo, el sujeto, etc. puede ser integrado sin más en la idea de lo mesiánico (entendido como tiempo consumado, realizado, pleno). Digamos más: “Las ideas son a las cosas, lo que las constelaciones son a las estrellas. Esto quiere decir, antes que nada, Jena- en el platonismo” (Seligmann-Silva, 1999: 131). Y este elemento temporal se da en la relación entre lenguaje y verdad. La traducción es nuestra. 8 Un modo interesante de pensar esta relación de alusión es la propuesta por Elizabeth CollingwoodSelby a propósito de la teoría del lenguaje en Benjamin. La autora afirma que el nombre en su sometimiento a la ley puede ser -irremediablemente como ser caído- sólo alusión, deseo de significado pleno, invocación. Luego, a por qué es lo que se comunica en el nombre podemos responder con Collingwood-Selby lo siguiente: lo que en el nombre se comunica es, en primer lugar, una diferencia. El nombre no se dice, ni se llama a sí mismo, es llamada, es invocación del ser nombrado. De este modo, lo que el nombre invoca es la presencia de algo distinto a él, de algo otro. A su vez y en segundo lugar, manifiesta también su diferencia con el ser nombrado, “puesto que el ser solo se expresa en el lenguaje, sólo es, en última instancia, en el nombre, es decir, en eso que no es sí mismo” (Collingwood-Selby, 1997: 56). Por último, el nombre es en cuanto interpelación al ser, el tiempo-lugar donde lo otro, la alteridad misma, se manifiesta.
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que las ideas no son ni las leyes ni los conceptos de las cosas” (Benjamin, 1990:16). Siguiendo con nuestra propuesta: lo mesiánico, lo teológico, no es la ley de lo histórico, como tampoco es su concepto, no obstante, algunos elementos en y de lo histórico, cierto modo de su relación, configura aquel orden, aquella idea, nuevamente, la alude. A la inversa, tampoco pueden los fenómenos, dice Benjamin, erigirse en criterios que determinen la idea; la idea no es el promedio, la media o lo común de un conjunto de fenómenos. El significado de los fenómenos no siendo luego proporcionado por la idea, ni resultado de una generalización, se ofrece en sus propios elementos conceptuales, son ellos quienes determinan a partir de sus relaciones recíprocas, sus afinidades y diferencias, el alcance de los conceptos que los constituyen. Lo que la idea determina –en tanto interpretación objetiva– es la mutua dependencia de los fenómenos, su ordenación. Ahora bien, ¿cuáles son aquellos elementos de los fenómenos que, a modo de constelación, configura la idea que subyace a lo mesiánico, esto es, la idea de un tiempo pleno, feliz? En el “Fragmento” Benjamin afirma que el Reino de Dios no es el telos, es decir, no es la finalidad que orienta el devenir histórico, antes bien: “Históricamente visto, [el Reino de Dios] no es meta, sino fin” (Benjamin, 1996 c: 181).9 ¿Qué significa “fin” en esta frase? Una interpretación literal conduciría a la siguiente lectura: desde el punto de vista de la historia sólo accedemos al Reino de Dios cuando la vida toca su fin, sólo accedemos a él con y en la muerte. Una segunda aproximación la proporciona el propio texto, pues el Reino de Dios se dice allí, no es el “fin” en el sentido del objetivo, de la finalidad o “meta” (telos) a la que la historia debería aspirar, antes bien, de lo que se trata es de poner fin, es decir, dar término a la aspiración al Reino de Dios, interrumpirla. Lo que sería preciso interrumpir, luego, no sólo es la aspiración al Reino de Dios en tanto eje que guía todo pensamiento en torno a lo histórico, sino y de modo fundamental, las lógicas del dominio, la violencia y la miseria que producen, en la actualidad, el ingreso al Reino de Dios, esto es: la muerte. No es sobre esta idea de Reino sobre lo que la historia humana, profana, ha de erigirse, como tampoco lo es la idea de libertad –tal como lo pensaba Hegel. El orden de lo profano y el orden de lo divino tienen trayectorias opuestas, son dimensiones inconmensurables, heterogéneas y: “la búsqueda de felicidad de la humanidad libre tiende ciertamente a alejarse de aquella dirección mesiánica” (Benjamin, 1996c: 182). En el “Fragmento” esta dirección mesiánica se emparienta con el sufrimiento de los individuos, en este sentido, se comprende que la felicidad no esté allí, que no transite por la misma senda, no obstante, Benjamin afirma: 9
La aclaración que realiza Oyarzún es aquí pertinente, pues señala la distinción que posibilita el alemán entre “meta” del vocablo Ziel y “fin” en el sentido de término de la palabra alemana Ende enfatizando la distinción entre una filosofía de la historia teleológicamente orientada y la que propone Benjamin. Ver: Benjamin, 1996: 181.
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[…] una fuerza puede, en su camino, favorecer a otra [que está] en el camino contrario, así el orden de lo profano [puede favorecer] la venida del reino mesiánico. Así, pues, lo profano ciertamente no es una categoría del reino, pero sí una categoría, y una de las más atinentes, de su silentísima aproximación. Pues en la felicidad todo lo terreno aspira a su ocaso, y sólo en la felicidad le está destinado hallar el ocaso (Benjamin, 1996c: 182).
Lo mesiánico y lo profano corresponden a ordenes distintos tal como sugerimos al comienzo del aparto, sin embargo, la categoría de lo profano es una de las más pertinentes para pensar “su silentísima aproximación”. Ahora bien ¿de qué modo la categoría de lo profano puede dar cuenta de la aproximación entre reino mesiánico y felicidad histórica? Dos textos acuden a nuestro auxilio para reflexionar sobre esta aproximación: “Destino y carácter” y “Drama (Trauerspiel) y Tragedia”. En ellos se insinúan una serie de diferenciaciones referidas al tiempo, la muerte y el destino que permiten delimitar las relaciones entre felicidad y redención. EL TIEMPO: SU (SOBRE O SUB) DETERMINACIÓN
En el texto de 1916 (“Trauerspiel y tragedia”) Benjamin ofrece algunas claves para reflexionar –como su título lo indica– en torno a la diferencia entre tragedia y Trauerspiel que permiten echar luz, a su vez, sobre la noción (crítica) de tiempo histórico, por un lado y de tiempo mesiánico, por otro. Benjamin sostiene allí la necesidad de partir de la historia para comprender la tragedia y su diferencia con el Trauerspiel. Sin afirmar la identidad entre historia y forma estética, Benjamin observa que en el arte la grandeza de los individuos históricos sólo puede asumir una configuración estética trágica, en tanto el Trauerspiel puede mentarse como la configuración estética de la idea de repetición en la historia (recordemos que lo que se repite es la catástrofe). El porqué de esta conexión estriba en la singularidad que la categoría de tiempo asume en cada caso. Sin desconocer el riesgo que supone toda simplificación podemos afirmar lo que sigue: en primer lugar, que una noción crítica de tiempo histórico es más que aquello que comúnmente se identifica con el tiempo mecánico, en la medida en que el primero no es sólo el lugar espacial de regularidades y cambios determinados, antes bien: […] sin definir su diferencia respecto del tiempo mecánico, hay que decir que la fuerza determinante de la forma histórica del tiempo no puede ser captada plenamente por ningún acontecimiento empírico concreto. Ese perfecto acontecimiento desde el punto de vista de la historia es sin duda más
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bien algo que se halla empíricamente indeterminado, es decir, una idea (Benjamin, 2007a: 138). 10
Lo que sigue a esta afirmación viene a confirmar las sospechas que esgrimimos en nuestro apartado anterior, pues Benjamin continúa: “Y esta idea del tiempo consumado es justamente aquello que en la Biblia, en cuanto idea histórica dominante en ella, es el tiempo mesiánico” (Benjamin, 2007 a: 138).11 Esta idea (bíblica) de tiempo histórico consumado se corresponde en la tragedia con la idea de un tiempo individual, pero es necesario advertir que con ello muda significativamente la noción de consumación. Esto es, en tanto el tiempo trágico se corresponde con el tiempo consumado individualmente, el tiempo mesiánico se correspondería con el tiempo divinamente consumado, ambos, a su vez, diferirían de un concepto crítico de tiempo histórico. Así, tragedia y Trauerspiel se diferencian por su distinta posición respecto del tiempo histórico; este último distante, a su vez, de la idea de tiempo mesiánico. Podemos recurrir analíticamente a tres ejes para pensar estas diferencias en la concepción de temporalidad que subyace a estas dos formas estéticas: muerte, culpa y destino. En la tragedia la muerte es el ingreso a la inmortalidad. La tragedia se caracteriza, como ya referimos, por la concepción de un tiempo pleno, consumado; y si en ella el héroe muere, es porque a nadie se le permite vivir en un tiempo tal; la muerte, es, así, el ingreso en la inmortalidad, de ahí su ironía. Por el contrario, al Trauerspiel lo rige una ley que se limita –afirma Benjamin– a la existencia terrenal. En él la muerte no está, como en la tragedia, sobredeterminada, tampoco representa el acceso a la inmortalidad, la muerte en el drama (Trauerspiel) “sin la certeza de una vida más alta y sin ironía constituye la transformación de la vida εις ἂλλο γένος”12 (Benjamin, 2002: 137). El hecho de la muerte cobra, de este modo, otro sentido: estando escasamente determinada ella es, simplemente, la que pone término a la represen-
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que se halla indeterminado en la historia es el acontecimiento que la colmaría o consumaría, del mismo modo que se hallaba indeterminado el sujeto del destino cuando se lo mentaba en términos de natural culpabilidad de todo lo viviente. Las cursivas son nuestras. 11 Las cursivas son nuestras. 12 La traducción del griego es “a otro género”. Una frase del estudio sobre el Trauerspiel puede echar luz al respecto. Dice: “Contemplado desde el lado de la muerte, la vida consiste en la producción de cadáveres”. La muerte no es la que da sentido, retrospectivamente, a la vida, aquella que “justifica” su existir y devenir (a la manera de Hegel, por ejemplo). Desde el punto de vista de la muerte, la vida sólo consiste en la producción de cadáveres -dice Benjamin- a la espera no de un sentido para ingresar en la inmortalidad, sino de una significación relacionada, en todo caso, con la eternidad (Ver: Benjamin, 1990: 214). Como luego veremos inmortalidad y eternidad asumen significados disímiles en el planteo benjaminiano. Optamos por la traducción de Yvars y Vicente Jarque (2002).
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tación de una vida para repetirla o replicarla en otras escenas. La muerte no es destino mítico sino transformación en espectro.13 La muerte en la tragedia es individual, su estar excesivamente determinada, aún en la pasividad del personaje, aún en el azar, nos habla de otro de los signos del tiempo consumado, pues en él cada acción, cada movimiento posee una significación; en el Trauerspiel, en cambio, no estando sujeta la muerte a esta sobredeterminación individual, representa la marca de todo lo viviente,14 la muerte acompaña a la vida tanto como la indecisión, pasividad e impotencia acompaña a los hombres (y más aún a los Reyes, Príncipes y demás figuras de autoridad) en estos dramas. Esta especificación remite a una concepción temporal particular: una no consumada como la del tiempo histórico, pero, sin embargo, finita –recordemos que el tiempo histórico es indeterminado e infinito. En palabras de Benjamin: “el tiempo del Trauerspiel no está consumado, a pesar de lo cual, sin embargo, es finito. No se trata de un tiempo individual, pero tampoco de una generalidad histórica” (Benjamin, 2007: 140). Esta generalidad no es mítica sino fantasmagórica. Algo similar sucede con la culpa y el destino. En la tragedia la primera es función, nuevamente, de un tiempo pleno, ella está en sus más mínimos detalles fijada. No hay ambigüedad en la tragedia, lo demoníaco como figura de lo ambiguo es expulsado de esta forma estética. La culpa trágica es presentada en El origen del drama barroco alemán como orgullosa conciencia de culpa, como culpa conscientemente asumida, los personajes son allí culpables por voluntad, casi por decisión. En el Trauerspiel, en cambio, la culpa posee otro estatuto, ella no signa el destino de un individuo sino que alcanza a todo lo viviente (llegando inclusiva a imperar sobre las cosas: ellas se convierten en una amenaza opresiva en el Trauerspiel ). 15 La culpa no está asociada al saber o a la conciencia, por el contrario, los personajes son culpables sin saber de qué; allí, sufrimiento y castigo no encuentran justificación alguna. La culpabilidad es reinterpretada en términos de historia natural, podríamos afirmar: se es culpable tanto como se es criatura. Esta noción de destino es severamente cuestionada en el texto de 1921 titulado “Destino y Carácter”. Allí Benjamin procura evidenciar las implican13 Notemos
que a diferencia de la tragedia cuyos acontecimientos transcurren durante de día, las acciones en el Trauerspiel se desenvuelven durante la noche; ella marca la “hora de los espíritus” dice Benjamin (Benjamin, 1990: 128-130). 14 Al respecto señala acertadamente Sergio Paulo Rouanet: “En el drama barroco, la muerte es tan sólo la prueba más extrema de la impotencia y del desamparo de la criatura. No es un destino individual sino de la criatura humana. No expresa ningún desafío, ni anuncia un orden nuevo, porque cualquier trascendencia es ajena al Barroco” (Rouanet, 1984: 28). La traducción es nuestra. 15 La presencia del objeto fatal se halla sobre todo en los «dramas de destino», configuración estética que Benjamin ubica dentro de la familia del Trauerspiel. A diferencia de la tragedia antigua en la moderna los objetos son portadores de significación, al respecto dice Benjamin: “El apasionado movimiento de la vida del hombre en su dimensión de criatura (que es lo mismo que decir la pasión misma) pone en funcionamiento el objeto fatal” (Benjamin, 1990: 123).
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cias de la idea tradicional de destino que reconoce a la religión como su campo de inscripción.16 Lo que se encuentra en la base de aquella noción de destino es, dice Benjamin, la culpa; la natural culpabilidad de todo lo viviente. El destino así definido aparece cuando se considera una vida como condenada cuando en realidad primero ha sido condenada y sólo después se ha convertido en culpable. Pero queremos enfatizar aquí un pasaje de aquel breve – aunque complejo– texto que dice: “el plexo de culpa es impropiamente temporal, completamente diferente por su tipo, del mismo modo que por su medida, del tiempo de la redención, o de la verdad o de la música” (Benjamin, 2007a: 179-180). Si el contexto de la culpa es el propio de la concepción tradicional de destino que Benjamin considera necesario criticar, la pregunta que emerge de la cita podría formularse del siguiente modo: ¿qué noción temporal se opone a aquel modo de mentar el destino? ¿En qué este se diferencia del modo tradicional de concebirlo? La felicidad aparece, una vez más, vinculada no sólo a la redención sino también y de modo fundamental a una concepción distinta de la temporalidad y a un estatuto diferenciado de la muerte. En suma, si la noción crítica de tiempo histórico no es mentada como tiempo individualmente consumado (tragedia), ni como tiempo divinamente consumado (tiempo mesiánico), ni aún como mera repetición (Trauerspiel), la pregunta es, entonces, qué caracteriza a una noción crítica de tiempo histórico y cómo ella se vincula con la felicidad. TIEMPO HISTÓRICO: FELICIDAD Y REDENCIÓN El eterno retorno es la tentativa de unir los dos principios antinómicos de la felicidad; vale decir, el de la eternidad y el de: una vez más. La idea del eterno retorno saca como por arte de magia la miseria del tiempo, la idea especulativa (o fantasmagoría) de la felicidad. El heroísmo de Nietzsche es una contrapartida al heroísmo de Baudelaire quien de la miseria del filisteísmo saca como por arte de magia la fantasmagoría de la modernidad (Benjamin, 2005: 34).
Hace un momento realizamos dos afirmaciones sobre las que quisiéramos decir algunas palabras finales: en la primera aseveramos que el tiempo histórico es inconcluso; en la segunda enunciamos que el hecho histórico capaz de colmar o consumar aquel tiempo es indeterminable. 16 No
es posible abordar aquí todo el texto, digamos solamente que Benjamin intenta destruir esta remisión destino-religión demostrando que una idea de destino basada sólo en la culpa o culpabilización de todo lo viviente no puede ser religiosa. Lo cual conduce a las siguientes alternativas: o bien se remite la noción de destino a otro campo o bien, manteniéndose su ámbito de inscripción, se la reformula (haciendo que entre en ella la idea de felicidad como respuesta de la natural inocencia de los hombres, tenida a su vez como aquella que destruye el engranaje de culpa-destino). Ver: Benjamin, 2007 b: 175-182.
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Empecemos por la primera cuestión: la inconclusión del tiempo histórico. Cuestión ésta que nos conduce a la reflexión de Benjamin sobre el estatuto del pasado, de lo sido. Sin ánimo de ahondar en el estudio sobre las “Tesis” recordemos que, para Benjamin, lo sido no es algo inmóvil, lejano y cerrado sobre sí, algo que se puede transportar (traer al presente y convertirlo en tradición como realiza una fuerza fuerte); por el contrario, el pasado como algo móvil y no idéntico es el que inscribe en el presente su propia falta de plenitud, su inconclusión. Quizás podemos sintetizar estas reflexiones en el rechazo a dos supuestos subyacentes tanto a la idea de una historia universal como a su opuesto aparente, el historicismo: una noción fuerte de identidad y un sentido arraigado de presencia. Contra ambas conceptualizaciones Benjamin introduce la idea de discontinuidad en la historia. La historia, lejos de presentarse como cosa que se deja narrar, es pensada como algo diferente respecto de sí misma, como algo no idéntico, que lleva al presente a ponerlo en crisis17. La historia inscribe, así, en el presente, su propia falta de identidad, de plenitud. Muchas imágenes benjaminianas van en este sentido, entre otras, la de la historia no como un hilo “liso y terso” o como un “rosario” que se escurre entre las manos, sino como un hilo áspero y rugoso, uno de “mil greñas”. La historia no siendo, luego, una materia ofrecida a la narración, es, por el contrario, objeto de una construcción –dice Benjamin. Esta construcción consiste en la labor de glosar, de hacer de los acontecimiento de la historia piezas “cortantes y tajantes”, piezas que, antes que encajar armónicamente en su (im)propio pasado, entren en conflicto en y con el presente, mostrando su inmanente problematicidad, indicando su falta de contemporaneidad. Lo que el intérprete materialista hace es discontinuar los materiales históricos, es decir, no devolverlos a un tiempo homogéneo y vacío. Dicho de otro modo, el materialista histórico hace saltar la disonancia, la plétora de tensiones que anida en ellos. Huelga decir que, en esta labor la producción de un concepto crítico (no ideológico) de temporalidad asume un papel central. Esta capacidad de conmoción del pasado (desfasado) en el presente (desfasado también) nos recuerda al efecto que producen esas imágenes liminares que son los fantasmas: ni hombres, ni dioses; ni muertos, ni vivos; ni buenos, ni malos; es en esa, su flagrante ambigüedad, como el pasado nos acosa, reclama e inquieta en el presente. Cómo hacer de esta presencia fantasmal una imagen más amigable o menos tormentosa, queda a cuenta de lo que seamos capaces de hacer en el presente, partiendo del reconocimiento de nuestra precariedad, de nuestra no identidad, de nuestra falta de plenitud. No se trata de volver a aquellos fantasmas, a aquellos muertos, a la vida vía su inmortalización, antes bien, se trata de intentar interrumpir las lógicas que aún hoy continúan produciéndolos. Insistimos, la cuestión no es justificar 17 Esta es
una de las funciones que cumple la cita en la prosa benjaminiana.
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aquellas muertes, ellas son irreversibles, irreparables, sino, en todo caso, hacer menos indignas estas vidas, profanas, mundanas, cadentes, frágiles, etc. No se trata, luego, como podemos leer en el “Fragmento”, de una “restitutio in integrum religioso-espiritual” asentada en el concepto de inmortalidad. Antes bien, y aquí conectamos con nuestra segunda cuestión (el motivo de la indeterminación) se trata de una noción distinta que alude a la mundanidad que bajo el concepto de eternidad remite a la caducidad. Cito: […] y el ritmo de esta mundanidad eternamente caduca, caduca en su totalidad, en su totalidad espacial, pero caduca también en su totalidad temporal, el ritmo de la naturaleza mesiánica, es la felicidad. Pues mesiánica es la naturaleza en virtud de su eterna y total caducidad (Benjamin, 1996 d, 182).
Un pensamiento que se quiera crítico habrá de atender a esta eterna caducidad, pues sólo acogiendo y reconociendo esta condición de todo lo existente podemos ser justos no sólo con lo sido sino también con la precariedad de lo que “es”.18 De qué forma, cómo o haciendo qué es posible el advenimiento de la felicidad en la historia, esto es, precisamente, lo indeterminable. No existe algo así como un hecho concreto, empíricamente identificable capaz de colmar o consumar el tiempo histórico, lo que sí, tal vez, podemos hacer es reconocer los diferentes tipos de violencia inscriptos en las variadas lógicas de las prácticas sociales para producir su crítica en orden a interrumpir su mítica reproducción, su incansable repetición.
18 Las
comillas cumplen una función determinada: resistir a la identificación entre tiempo y ser. En otras palabras, rechazar la operación de volver coincidentes ser y tiempo, en primer lugar y, en segundo lugar, rechazar la suposición de que la historia es el despliegue de un ser que no es más que la proyección de un «es», es decir, de un ser pleno que se prolongó en la historia, y que «es» en el presente, reconociendo en el pasado su infancia, o bien reconociéndose en todos los momentos del pasado como etapas de su devenir, de su crecimiento, manteniéndose él siempre uno y el mismo. En virtud de esta ontologización (Oyarzún, 2001) el presente ya no es percibido como problema, es un presente a-problemático, que se tiene a sí mismo como posesión, y que conserva, a su vez, en él, todo el pasado. El «es», luego, remite al supuesto sobre el cual descansa tanto la ideología del progreso como el concepto tradicional de historia, un supuesto -decíamos- de tipo ontológico que vuelve coincidentes ser y tiempo. Contra esta operación sería preciso dirigir la crítica.
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TRAZOS Y TENTATIVAS EN TORNO A UNA ASOCIACIÓN PROBLEMÁTICA: LA MEMORIA Y EL PROYECTO POLÍTICO DE IZQUIERDA HUGO SOTOMAYOR S. Investigador independiente
Resumen El presente trabajo busca establecer una discusión en torno a las conexiones problemáticas entre la memoria y el proyecto que redunda en los sentidos de las políticas de los sectores de izquierda. Para ello se ha analizado algunos tópicos que muestran una creciente desvinculación entre estos dos componentes “vitales”, en una especie de disolución con relación al discurso de lo popular. Palabras clave: memoria, proyecto, política, discurso, lo popular Abstract The aim of this paper is to put forward a discussion concerning the problematic connexions between memory and the project that lurks within the meaning of left-wing policies. To that end some topics are analysed that show a growing disconnect between these two “vital” components, in a sort of dissolution with respect to the popular as discourse. Keywords: memory, project, politics, discourse, popular sphere
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INTRODUCCIÓN
La relación entre memoria y proyecto político pretende vincular ciertas proposiciones de ordenamiento de sociedad con tradiciones para configurar la continuidad e identidad de esos mismos énfasis proyectivos. La pretensión es la constitución de adhesiones y pasiones en torno a la construcción de una voluntad colectiva. El problema es cuando se desvinculan o diluyen los componentes con sus respectivas relaciones. Entonces aparece la autonomía de la política en un proceso de desvinculación con la memoria, ya que el soporte ideológico ya no amalgama y completa el sentido en un proceso de retroalimentación y retraducción, buscando otras conexiones como, por ejemplo, un mercado electoral, la relación con un cuerpo inorgánico, como puede ser “la masa”, etc. Por ende, la memoria carece de la capacidad de condicionar la articulación de toda proposición. En contra, la memoria se convierte en una expresión débil para así descubrir su propio sentido y funcionalidad al interior del pragmatismo social. En consecuencia el proyecto se diluye en la discontinuidad y en un discurso general que apunta al “mercado electoral” más que a identificaciones sociales fuertes. Así, la búsqueda de entradas posibles sobre la conexión problemática entre memoria y política que expliquen los distintos fenómenos asociados, que muestren los cambios y los mecanismos de transformación que ocurren en su interior, es el objetivo de este trabajo, como en sus efectos en la formación de sentidos. Así, este texto no está referido a la cronología de determinados eventos. Se plantea, más bien, a la materialidad de la memoria en sus componentes, en su operatividad, en sus conexiones, en los soportes en que se sustenta. Para esto, ésta –la memoria– puede ser entendida de dos formas: por un lado, el discurso de la memoria, el relato con que se fija determinado contenido y se construye el objeto y, por otro, ese conjunto de procedimientos mentales con el cual se traen a colación determinados eventos de pasados indeterminados temporalmente y que coadyuvan a la interpretación, permiten el acceso y la ubicación en determinado discurso. Aquí, discurso y procesos mentales no posee un deslinde claramente establecido. Pero también están las circunstancias o contexto histórico que presionan y habilitan las diversas posibilidades de conexión en la “realización” de la memoria. Así, la memoria no es un conjunto de postulados que se aplican, es una forma existencial y debe ser puesta como parte de la vivencia, esa que está detrás de toda interpretación o argumento posible. No se estructura desde una teoría de la conciencia, ya que su conformación está determinada desde una red de prejuicios. Por lo mismo, la verdad es que la composición de ésta, entendida con el concurso y al interior de lo social, conlleva respuestas distintas a las establecidas dentro de un registro lineal y continuo en un es-
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pacio reconocido de racionalidad,1 como puede ser el histórico. Este, si bien puede aportar el contenido, no dice mucho sobre la configuración de las adhesiones. En este sentido, aquí no se busca establecer el relato por sí mismo, sino que hay detrás, en su constitución. Pensar la memoria desde sus soportes supone que es una consecuencia o un producto y, por tanto, no se explica así misma2. Para esto, ésta no debe ser entendida como un conjunto de eventos que se enlazan sin un patrón que lo determine. Considerando lo anterior, la memoria la vamos a entender como ese procedimiento que permite la entrada de determinados contenidos y que están referidos a un tiempo pasado indeterminado y que permiten orientar el presente. Más que un registro al cual se accede de forma consciente e intencionada surge como algo que está fuera de ese “dar cuenta” o consideraciones de este tipo. De esto se desprende un segundo aspecto, la memoria es un recurso limitado, ya que está vinculada a la experiencia individual y colectiva. La relación está dada en la siguiente hipótesis: La memoria está asociada a determinados “recuerdos” que emergen en contextos y circunstancias como un depósito de experiencia “utilizable” y condicionante de todo actuar. Por otro lado, la ideología política debe ser entendida como una matriz de prejuicios que operan para la selección –incorporación y exclusión– que legitiman la adhesión y sostenimiento de determinadas ideas que conllevan la posibilidad de accionar. Pero este es un proceso que se moviliza en torno a dos condiciones que se estructuran históricamente. Así, el juego de translaciones operan en torno a la dualidad politicidad/ apoliticidad (Arendt, 1997: 49; Maquiavelo, 1997: 38 y Yarza: 2005)3 –junto a sus momentos de transiciones– la cual está referidas a esa dinámica en que ciertos sectores entran a ser interpretados o se interpretan a sí mismos y que se ubican o son colocados en la espacialidad de la política. Este va desde la apoliticidad hasta la politización, pasando por la despolitización y la repolitización. En este 1 La racionalidad
puede ser entendida como un espacio de significación donde se atribuyen determinados comportamientos, se establecen conexiones y procedimientos para la comprensión de los fenómenos. Esta mirada conlleva filtros que permiten las entradas y las salidas como, también, el “producto” esperable. 2 Por ejemplo, a nivel epistemológico, podría ser entendida como una estructura o relaciones en que se inscribe la significación de la memoria. Ésta podría ser de tipo racionalista que adjunta términos como conciencia y determinada teleología que conlleva determinado procedimiento y cuyos resultados son “calculables”. Pero, también puede ocurrir lo contrario, que se entienda desde la ausencia de estructura en que las conexiones son aleatorias, sin un eje que los articule y cuyo resultado es incierto y ajeno a cualquier pronóstico. 3 No olvidemos que Hannah Arendt afirma que la política no es una condición del ser humano, más bien, la forma de ser de la mayoría está en la no- política. esto quiere decir que el interés por la cosa pública está restringida a los aspectos que afectan directamente con una lectura despolitizada parcial y sancionadora. Ver Arendt, Hannah, ¿Qué es política? Ediciones Paídos, Barcelona, 1997, pagina 49. Esta argumentación también la podemos encontrar en Maquiavelo quien señala que “el pueblo sólo pide no ser oprimido”. Maquiavelo, Nicolás El príncipe, Ediciones Altaya, España, 1997, pagina 38. Lo contrario ocurre en momentos anormales o de crisis de la sociedad, donde la “cosa pública” se hace más extensiva. Ver, también, Yarza, Claudia ¿Ciudadanía postpolítica? El legado liberal y la despolitización, Revista de Ciencias Humanas y Sociales V. 21 nº 47, Maracaibo, Venezuela, 2005
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movimiento se deben entender los procesos que llevan a generar los desplazamientos y que establecen la vinculación o desvinculación con una ideología política determinada. Ésta permite relacionar una serie de dimensiones fusionadas o un entramado de conexiones que posibilitan la identificación, adhesión, la generación de argumentos que facilitan las acciones en sentidos determinados o su contrario, es decir, las inhiben. Así, se va construyendo la distancia o cercanía con la idea de proyecto, dependiendo de la etapa de politicidad en que se encuentre. Pero esto se da en la medida que esta generación de identificaciones está en relación con el compromiso de los actores con un problema político fundamental y que su resolución conlleva el mantenimiento o modificación de sus propias estrategias de sobrevivencias o, también, permitan la complementación y combinación de esa dimensión de politicidad con su cotidianidad. Ese “entre” debe ser llenado para la conformación de la voluntad y ésta depende de la ideología pero, también, del momento de politicidad. Pero el desplazamiento debe sentirse como necesario y donde el margen de posibilidades se reduzca hasta que se fusionen o se confundan las partes de esta ecuación. Por tanto, esto lo lleva al plano de la necesidad en que se vincula con un relato y este, a su vez, se alinee con las diversas estrategias vitales. Así, La estructuración de este debe poseer la flexibilidad necesaria para permitir la complementariedad y compatibilidad que viabilice los desplazamientos y el uso de los “recursos temporales” y lo que conlleva para sus posibles combinaciones. Por lo anterior, esta construcción posee una independencia en su constitución y su función que no corre por el carril racionalista o del cálculo del politólogo, sino responde a otra forma de racionalización y procedimientos, por un lado, o de enfocar en que emanan de la fuente vital de experiencias producto de las circunstancias, por otro. Aquí aparece uno de los aspectos principales que llevan a la concreción del discurso y su ejecución en las diversas existencias: la memoria. El problema es saber cómo se estructura esta adhesión a determinado discurso de la memoria, que aspecto acciona esta imbricación y que refuerza y permite un reconocimiento de sí en un comportamiento determinado. Esta pregunta tiene aún más relevancia en uno de los ámbitos más distantes y extraño, como es la política. En un estado de “normalidad” domina la apoliticidad, pero en un estado de crisis, de excepción o “anormal” domina –y puede ser por necesidad– la politización. Una posible aproximación es ese “entre” o la falla entre la cotidianidad y el problema político fundamental, ya que es ahí donde se conforma el espacio de politicidad que requiere de la memoria y la instrumentación para comprender y para direccionar el proceso generando las adhesiones y pasiones en el proceso de establecer la voluntad en relación con las acciones. Pero, también es ahí, donde se fragua la desconexión y el desencanto.
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Así, la interrogante de fondo está referida a la relación que se establece entre el problema de la memoria y la matriz ideológica en que se inscribe la política, porque la primera está mediada por la segunda. Esto se da de una forma bastante extraña ya que ese rememorar ocurre al interior de esa zona en que se establece un mosaico de saberes o cristalizaciones de miradas. Lo que se puede constatar es un movimiento circular en que aparentemente se mueve la construcción del recuerdo, por un lado, y su función, por otro. Entonces surgen las preguntas por la forma de organización de la memoria y, también, por el significado y la función de ésta a nivel societal que dan sentido a la producción simbólica. En relación con esto, habría que desentrañar los “mecanismos de sentidos” operando y que establecen el encadenamiento entre un momento y otro y entre los ámbitos que competen a la memoria y a la política. Miradas así las cosas en sus efectos para la constitución del sentido común, podemos llegar a la siguiente conclusión: “las cosa” no existe por sí misma sino es una construcción social y responde a determinada temporalidad. Así, la objetividad no es más que la subjetividad universal –como señalara Gramsci. Con esto se quiere señalar que la realidad no existe por sí misma sino que pertenece al entramado categorial con que se construye y define –pero este posee su condición social y, por tanto responde a las correlaciones de fuerzas políticas e ideológicas que refuerzan las “ideas dominantes”. Así, no existe una separación entre dos entidades, sino “son una y la misma cosa”, pero para esto se anula y tacha toda posibilidad de existencia ajena o desconectada de la dinámica social y su temporalidad y la memoria es parte de este movimiento. Pero antes de comenzar la exposición sobre la conexión problemática de la memoria y la política se hace necesario determinar el cómo de este abordaje. Una primera aproximación es que la conexión y desconexión es histórica, es decir, se ha conformado en el transcurso del tiempo, es decir, al problema del origen. Pero esto que resulta comprensible fácilmente oculta la dificultad de acercamiento al reducir el problema al cuándo. Además, reduce la historia a un ejercicio nemotécnico o memorístico de fechas y datos. Lo que se intenta hacer aquí es la negación de esta forma de concebir la cuestión. La primera negación es que no existe la temporalidad en sí misma. Lo que existe es un conjunto de prácticas, acciones u operaciones ejecutadas en determinadas esferas y que son contextualizadas temporalmente. La segunda negación, es que la historia no debiese pretender justificar determinadas acciones sino explicarlas o comprenderlas. Pero esto no significa caer en una neutralidad valorativa o en juicios imparciales como, tampoco, es una entrada en que se niegue la posibilidad de conocer por axiomáticas sociales instaladas o por procedimientos deductivos, emergentes desde ese lugar, que actúa como presupuesto. Porque esto no tiene que ver con el objetivo original, es decir, transformar el acto de conocer –más allá de la toma de posi79
ción prejuiciosa– para convertirlo en algo más que un enlace con lo que pensábamos previamente, sin mediación y transformación producto de la dialéctica en que debería sumergirse esa tensión. El problema es establecer el punto de equilibrio entre la asepsia y el desborde valorativo, sobretodo en temas considerados desde un enfoque histórico político, principalmente lo que dice relación con la construcción de la sociedad presente. Una segunda aproximación es que los recursos o el contenido entregados por la memoria no poseen una operación cronológica o de un orden dado con criterios temporales. Es como si un conjunto de tiempos –entendido como conjunto de prácticas, acciones u operaciones ejecutadas en determinadas esferas y traducidas como experiencia acumuladas– interceptados por un problema o inercias sociales fueran ejecutados en esa temporalidad en que se inscribe el acontecimiento. Así, el recuerdo o el conjunto de ellos poseen una utilidad inicial en función de comprender los eventos y establecer líneas de acción, pero apareciendo sin su tiempo sino con el ropaje del tiempo presente. La temporalidad en la construcción de los recuerdos es un soporte débil, dado que la ubicación se hace incierta, sólo se sabe que ocurrió pero la forma de interpretarlos y las asociaciones que se hacen dependen de las circunstancias y los efectos en el entendimiento de sí en éstas. En el psicoanálisis los recuerdos o el olvido de determinados eventos están asociados a la forma de ordenar ciertos nudos existenciales que conllevan a reforzar o anular rasgos que confluyen en la determinación de sí. Un terreno provocativo es considerar a “la memoria sin historia”, coqueteando con algunas ideas de Althusser.4 Para esto hay que diferenciar el momento de significación y el uso de la experiencia, en el momento en que se recurre a ese saber reconocido y legítimo, pero clausurando el problema del momento de constitución o momento originario y sus efectos en el marco que posibilitan los sentidos. También puede ocurrir que la función aparezca como ese depósito de experiencias asociadas al disciplinamiento social que conlleva a ese entramado traumático en el que se reprimen acciones moldeando la conducta, más allá de la conciencia de los individuos o del colectivo al que pertenecen5. Así, 4 Althusser,
Luis Los aparatos ideológicos de Estado, Freud y Lacan, www.philosophia.cl/ Escuela de Filosofía Universidad ARCIS, p. 21 5 Aquí aparece el tema del olvido con relación al evento traumático. Así, pueden constituirse dos tipos de escenas que se refuerzan. Por un lado, el olvido tal como se entiende y en antagonismo con el recuerdo; y, por otro, el proceso de desmontaje de los dispositivos que constituyen la cadena significante. Al instalar otra instrumentación y herramientas se genera el cambio de sentido. Así, el espacio de configuración se separa de la mera nominación en la comprensión de la dirección y ejecución del horizonte de sentido. Aquí, la relación entre Marx y su idea de disciplinamiento social para establecer con “el peso de la noche” cierta normalidad; Freud con su inconsciente que anuda y desanuda en función de una identidad con compensaciones y sanciones en función de determinada operatividad; Foucault y los componentes represivos del discurso y; Derrida con la retirada de la metáfora; pueden ayudar a entender el concepto que apuntala este enfoque. Ver Marx, Carlos El Capital. Crítica de la Economía política Libro I, Fondo de cultura Económica, México, 1966, capitulo XXIV; Freud, Sigmund “Lo inconsciente” en Los textos fundamentales
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dentro de las conexiones sociales aparecen operaciones que actúan a espalda de los individuos o, parafraseando al psicoanálisis, en el inconsciente. Pero volviendo a la idea de una memoria sin historia, el recorrido de esta facultad parece construirse fuera de sí. Esto lo podemos atestiguar reconociendo la flexibilidad y amoldamiento, dependiente del espacio de significación en que se mueve y, a su vez, los factores que hacen del recuerdo mismo dominante. Esto lleva, necesariamente al problema de las asociaciones y relaciones que lo hacen relevante.6 El lugar en que se moviliza el recuerdo genera el contenido de este que permiten alcanzar la comprensión de ese mismo espacio. Pero el recuerdo posee diversas facetas: el hecho mismo, la transformación en experiencias, su interpretación y uso, pensando que todo recuerdo posee un pragmatismo de base7. Aquí, se constituye una nueva tensión entre ese momento presente y el recuerdo en que se equiparan o son llevados a una condición de equivalencias acontecimientos que en su estructura externas aparecen como semejantes, pero en lo interno poseen sentidos no asimilables, visto desde el contenido mismo o desde una óptica racionalista y ajena a los presupuestos en que se mueve. Pero, aquí puede ocurrir lo opuesto o mediatizaciones a través del juego de posibilidades que son puestas en escena. Así, parece que el sujeto estuviera “fragmentado” y sin ese aspecto unificador de sí mismo, como podría ser la conciencia. En este sentido, una idea recurrente en la actualidad es que la construcción de las vivencias, vividas en un tiempo pasado, está vinculada al presente que actúa como el “componente” que recobra el hecho pero, además, como el dador de sentidos de ese mismo evento. Así, existe un proceso de selección de los recuerdos relevantes, por un lado, y la comprensión, la forma de del psicoanálisis, Ediciones Altaya, España 1996, p. 186ss.; Foucault, Michel El orden del discurso, Tusquets Editores, Buenos Aires; 1992; Derrida, Jacques La retirada de la metáfora, www.philosophia.cl/ Escuela de Filosofía Universidad ARCIS 6 Existen dos tendencias que trabajan toda forma de ver la construcción social-política y las operaciones en torno a los aspectos “dadores de relevancia” para conformar el contenido de la memoria: la primera supone a un “gran hermano” tejiendo las redes para la construcción y conservación del poder actuando desde una ingeniería social con estos fines. Es un estado de conciencia absoluta y que no admite ninguna falla o fisura e, incluso, toda oposición es parte del sostenimiento del poder y, por tanto, ésta actúa como una ficción aglutinadora de la sociedad. La posible respuesta a esta forma de concebir la construcción social es la conspiración plagada de voluntarismo y convicción absoluta para llevar a término las acciones. En este caso, las acciones están compuestas de “deseo” donde su componente principal no es el conocimiento sino la convicción en un andar militante. Esta forma de cierre absoluto a toda iniciativa con capacidad de transformar a la sociedad la podemos encontrar en “1984” de Orwell. La segunda forma de ver la construcción social es la que considera que no existe tal conciencia en el desarrollo social y, por tanto, esto responde a eventos de tipo aleatorios o producto del azar. Esto promueve y acentúa una visión que deja de ser relativista para convertirse en la disolución de toda regla común. Este estado de incertidumbre conlleva a afirmar en última instancia que todas las verdades individuales son válidas y, por tanto, no es ajena a la entronización del individualismo. Este se acerca a un liberalismo radical con repercusiones sociológicas seguidas por un tipo de postmodernismo. 7 Este pragmatismo no debe vincularse con un soporte teleológico, sino de condiciones de existencia sobre las que se pliegan todas las estrategias. Si bien, el contenido aparece ecléctico en el procedimiento aparecen aspectos que anudan y dan relevancia para ese ámbito de creencias en que nos movemos y nos sitúan.
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recoger esa información y los procedimientos asociados a la conformación de ésta, además de su función y utilidad para el posterior desarrollo de acciones. Por tanto, existiría un auténtico pasado –como señalara Heidegger– en la medida que se es incapaz de recobrar plenamente su sentido incluso para el que lo vivenció (síndrome Heráclito), por tanto, sólo existe un presente que traduce el pasado en función del “aquí y ahora”. Pero esta forma de presentar las cosas es discutible en la medida que aparentemente existe una determinación del pasado por el presente, es decir “una memoria sin historia” o un conjunto de operaciones posibles desde esa temporalidad pero no el momento de formación, consolidación y proyección en esa misma operatividad que enmarca el sentido. En esta lógica, es imposible comprendernos en esos soportes de experiencias que anuncian la posibilidad misma de reconocer el presente al negar los lazos y cierta continuidad de elementos pretéritos que se juegan, también, en el presente. La dislocación del tiempo o el establecimiento de fronteras entre un momento y otro es una ficción necesaria que anuncia la dinámica social, a la cual está referida. Así, lo que contiene la disputa epistemológica entre los tiempos es el cambio o transformación radical en que ninguno de los elementos se reconozca. Pero sabemos que las cosas no funcionan así. La verdad es que al yuxtaponer estos momentos existe un desacople, una no correspondencia plena que inhibe cualquier consideración que apuesta a una repetición. Pero esto no avala la plena novedad, ese acontecimiento sin registro, si bien es cierto que lo parece lo está por la imposibilidad del paradigma o donde todo modelo posee la incapacidad de contener (Kuhn, 2004:92)8 la emergencia del evento o acontecimiento. La entrada está puesta, por tanto en ese “entre” de la repetición y la novedad. Una tercera aproximación es reconocer que la relación entre memoria y política presenta dificultades que es preciso abordar tanto en sus supuestos como en el vínculo operativo entre instancias o entidades que se conforman en espacios diferenciados y del cual, probablemente, se construye sus equivalencias. Pero esto depende de la forma en que se aborda para establecer ese lugar de reglas comunes. La posibilidad de la localización en que se homologan términos aparentemente diferentes, o que son disímiles en sus implicaciones teóricas iníciales, conllevan un ejercicio de mediación de un tercero que constituye el suelo reconocido en que pueden operar para sus posibles interrelaciones. Pero puede ocurrir lo contrario, es decir, la no existencia de ese tercero que mediatice la transferencia sino sólo el sentido que 8
Salvo que éste se entienda como un conjunto de procedimientos establecidos, pero de igual forma prefiguran su propia transformación en su mismo proceder. Pero –haciendo una interpretación, tal vez, impropia y extendiéndola a un campo ajeno- este es un tema que dice relación con los cambios en los paradigmas, postuladas por Thomas Kuhn. Pero, así y todo, existe un punto de contraste, un telón de fondo –siguiendo a Sabrosvky– donde se reconoce la novedad al existir un desajuste entre lo esperado y el resultado, lo que lleva al planteo de las hipótesis ad hoc. Ver Kuhn, Thomas La estructura de las revoluciones científicas, Fondo de Cultura Económica, Argentina, 2004, p. 92ss.
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lo hace posible. Entonces nos encontramos con las siguientes alternativas: considerar la relación en un espacio en que se transfieren y desplazan significados. Para que esto ocurra deben existir las redes de significantes que constituyen las significaciones y que son las fórmulas que permiten la organización de esa área de simetrías probables. Esto puede ocurrir a través de la mediación de un tercero que lleve a dos términos a hacerlos equivalentes O, por otro lado, no existe ese tercero y es una relación entre dos términos que se bastan a sí mismos y que, también, estructuran sentidos. O, además, son puestos los términos en sentidos ya constituidos, considerando al tercero o no. El aspecto común es esa transferencia o desvío en que se inscriben las diversas opciones al interior, o que ponen en escena esos sentidos o, también, lo constituyen. Otra forma de enfocar, pero del otro lado del problema, es considerar que ciertos eventos poseen la condición de ser generadores de realidad al otorgársele un carácter de catástrofe, de cataclismo, de destrucción o desconstrucción. Pero estos términos no actúan en el mismo espacio de significación. Por ejemplo, la catástrofe se inscribe en la constitución de sentidos orientadores o en su contrario, de la realidad y, que por lo mismo, pertenecen a ésta. Es decir, pretende suministrar un concepto en que se alineen diversas transformaciones radicales asociadas a una realidad determinada (Valderrama: 2000; 2005 y 2006).9 Por otro lado, la desconstrucción apunta a la epistemología al presuponer que los elementos que se encuentran en la base para constituir cualquier relato han sido desfundados y, por tanto, los soportes ya no existen para una forma de conocer. Esto ha sido una de las hipótesis de la posthistoria.10 Por último, en la búsqueda de fijar el problema nos hemos encontrado con una serie de cuestiones de relevancia para este trabajo. El tema de la constitución de los mecanismos de la memoria, que se puede explicar históricamente; también, los procedimientos con que son expuestos determinado contenido y que aparece como sin tiempo, dado que el registro responde a los aspectos pragmáticos más que a los temporales; y, por último, la posibilidad de traspaso de significaciones desde la memoria a la política y viceversa a través de un espacio de constitución de sentidos comunes. Así, la confor9 Ver
Valderrama, Miguel “escenas-grafías” de la Nueva Historia Tesis para optar al grado de Licenciatura en Historia, Universidad de Chile, diciembre del 2000; también del mismo autor Posthistoria Historiografía y comunidad, Ediciones Palinodia, Chile, 2005 y; Heródoto y lo insepulto, ediciones Palinodia, Chile; 2006. En todos estos textos reitera la idea de la catástrofe para imposibilitar cualquier epistemología histórica, que con su lógica interna redunda en impedimento de toda epistemología.. 10 Así, el tema de la verdad, del objetivismo, etc. han sido puestos en cuestión por esta apuesta teórica. El problema se le presenta al discutir en abstracto los temas que deben estar contextualizados en el marco teórico de referencia. Esto lleva necesariamente a caer en una discusión lejana a la epistemología y más cercana a la metafísica. Si se quisiese hacer una discusión seria tendría que abordarse problemas como las líneas de continuidad o discontinuidad entre dos periodos históricos donde se presume un quiebre; colocar el quiebre en su exacta dimensión y las consecuencias de esto y; como afecta el desarrollo de una disciplina, las acciones o las cosmovisiones que se ejecutan en la sociedad. Ver Valderrama, Miguel Heródoto… op. cit. pp. 15-19
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mación histórica de esta conexión entre memoria y política; las operaciones sin tiempo y que responda al tipo de utilización; y el establecimiento de sentidos permiten establecer el hilo conductor sobre una materia tan complicada en el establecimiento de este tipo de conexión. En este sentido – parafraseando a Marx– existe la imposibilidad del pensamiento para desarrollar ideas que están fuera de las posibilidades de significación que da un modelo comprensivo dado11 y, para esto, la memoria es fundamental como el lugar concreto en que son depositados los códigos y registros que se manifiestan y expresan en función de la alineación o contradicción con los sentidos dominantes (Eco, 1986: 59). Pero existen diversas formas de entender el problema. Cada uno de los componentes y las implicaciones de esta relación, están expuesta a distintos enfoques y áreas de comprensión (psicológica, histórica, sociológica), estableciendo relaciones y conclusiones reconocidas como “verdaderas” y que actúan como supuesto para un conjunto de estudios. A su vez, existen una serie de tópicos que cruzan y centran la discusión y que son independientes de los enfoques o áreas de estudios. Por un lado, nos encontramos con la referencialidad la cual se ha tomado para graficar una relación externa que separa la “cosa” de la palabra misma. Esta dualidad y separación es la piedra angular en la comprensión de una serie de fenómenos orientando su sentido de captación. Así, aparece el nominalismo, el objetivismo y las posturas que niegan o lo sitúan como un falso problema. Un ejemplo de forma de concebir esta dualidad es a través del enlace cuantificador y se refiere a la cantidad de información con la cual contamos –al modo del memorión de Borges– registrando cada hecho o dato sin colocarla en la comprensión de la relación, por el contrario. La anulación de la subjetividad en el establecimiento del enlace pretendió incorporar los datos desde una neutralidad valorativa y una asepsia epistemológica. Por ejemplo, la referencia, la proposición y el valor de verdad se supone que están inscritas en las cosas. Que decir entonces del registro del pasado, que es la forma que ha adquirido la memoria, y es asumido como un conjunto de eventos, hechos y fechas. Del tema de la circulación no da cuenta la vertiente “objetivista”, dado que se presupone que el significado emana de las cosas o eventos mismos. Estas interpretaciones, aunque no sea reconocido, apuntalan una metodología verificadora de los postulados iníciales. Es un positivismo trasnochado. Por tanto, toda experiencia es nula, se anula o es descartada. Este 11
La cita es la siguiente: “Aristóteles no podía descifrar por sí mismo, analizando la forma del valor, el hecho de que en la forma de los valores de las mercancías todos los trabajos se expresan como trabajo humano igual, y por tanto como equivalentes, porque la sociedad griega estaba basada en el trabajo de los esclavos y tenía por tanto, como base natural la desigualdad entre los hombres y sus fuerzas de trabajo. El secreto de la expresión de valor, la igualdad y equiparación de valor de todos los trabajos, en cuanto son y por el hecho de ser todos ellos trabajo humano en general, sólo podía ser descubierto a partir del momento en que la idea de igualdad humana poseyese ya la firmeza de un prejuicio popular”. Marx, Carlos, El Capital, op. cit. p. 26.
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enlace “mecánico” se establece a través de una naturalización de la relación o, dicho de otra forma, de una prefijación de los referentes, los cuales poseen el mismo modo de entenderse, más aún, son preexistentes. Aquí, la memoria se presupone fijada y pasiva que sólo se reduce a registrar la emanación de significados de los hechos o cosas. El problema, se cree, debiese resolverse confrontando la evidencia, asumiendo que la resolución de la cuestión o su disolución está en ese campo retórico “del mejor argumento”. Aunque fuese de esta manera esto ocurre en un área restringida de los efectos del conocimiento y reduce la dificultad al círculo de investigadores.12 ¿Acaso se puede señalar lo mismo en torno a los efectos de este –el conocimiento– con relación a lo social? Pero ¿cómo esto se aplica a la posible relación entre política y memoria? “La operación en el establecimiento de significados, que al final resuelve la manera que comprendemos, es parte de ese entendimiento de “las cosas” y que ha cristalizado en el sentido común, es decir, opera socialmente con consecuencias en los marcos de significación” (Eco, 1986: 59). En este sentido el enlace es naturalizado y llevado a la afirmación siguiente: “las cosas son así”. Esta forma de concebir puede ser ubicada en esa zona ideológica que hace referencia a esos elementos de soporte que justifica o legitima ante sí sus diversas actividades. La verdad es que lo ideológico funciona en una dinámica en que pareciese que actuara en un suspenso temporal o fuera del tiempo, que cada hecho o evento se “torciese” para darle la significación esperada ya sea para confirmar la postura propia o para rechazar la posición contraria. Por tanto, este enlace posee dimensiones que densifican la relación e impide visualizar y tratarlo desde un pretendido racionalismo, es decir, como si el cambio se diera desde este formato. Esto ocurre con la negación de toda exposición de los diversos eventos como si poseyeran un significado por sí mismo –más allá del que se le pretende atribuir– y reconocer la cadena de significantes que constituyen su sentido. Así, surge la tensión entre el significado emergente y el atribuido. Es a través de esta “tensión” en que se extiende toda interpretación posible en la medida que se le incorpore a un mismo espacio de transferencias de equivalencias. De lo nuevo emana posibles significados recogidos por la tradición que busca encapsularlo en los ya reconocidos, pero no es capaz de capturarlo en 12 Para establecer
las respuestas posibles se considera la asociación a la pregunta que instala el término, lo perfila y legitima en los componentes integrados a éste. Así, el problema es llevado a la construcción de ese “instrumento técnico” capaz de dar operatividad “a la cosa” para su captación y convertirlo en un fenómeno, más allá o más acá –aquí, por ahora, no es importante el tema de la espacialidad- de lo establecido o reconocido como válido. Aquí, el sentido es otorgado por esa interrelación entre “la cosa” y el instrumento. Pero esta forma de abordar no considera la tensión que moviliza la anulación de la novedad o el sumergirse en la inercia de la tradición para pasar y transformarse en parte de esas cristalizaciones sociales y, por tanto, reproductiva -del que habla Verón. Por lo pronto, en este enfoque está ausente el lugar de constitución de toda significación: la ideología. En el juego científico aparecen pasiones y defensas no argumentadas que actúan al interior y son los presupuestos donde se instala “toda operación” y de la cual no dan cuenta las acciones, ya que responden a los soportes del paradigma.
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plenitud, constituyendo la falla y dislocación del sentido instituido y conservado. MEMORIA POLÍTICA Y SUS DIVERSAS CONSTRUCCIONES
La memoria y su conexión con la política y, más restringido, con el proyecto aparece como problema cuando se reduce a una cuestión de contenidos y se reduce sus efectos a un conocimiento de ciertos eventos a los cuales se les ha anexado o adosado el tema de la identidad, que puede ser asimilado con el problema de la memoria y, así, permitir la constitución de las pasiones y adhesiones para el desarrollo de acciones. En el problema de la memoria se ha reforzado el componente conocimiento, apuntando hacia un estado de conciencia, que se ha transfigurado en una especie de relato histórico que posee una función de afirmación de determinado proceder político. Este aspecto de legitimación constituye una escena en que se colocan de contrabando ciertas ideas fuerzas que permiten tener una apertura y desplazamientos hacia tradiciones no reconocidas previamente por los sectores de izquierda. Así, se asienta una matriz liberal y legalista. Así, aparece acentuada la dimensión informativa/formativa que pretende apuntalar una especie de pedagogía política a través de una reseña de hechos significativos en la constitución de identidad. Esta reducción a esta área y que está referida a una “lucha por el contenido” donde, de una u otra manera, se contrabandea una especie de moralidad socrática vinculada al saber. Así, el nexo entre saber y conciencia se pone en movimiento para desembocar en acciones de esos sujetos. Lo importante a retener es la suposición de preexistencia de esos sujetos a los cuales, se supone, falta un conocimiento de tipo histórico. Pero existen barreras, como la ideología de las clases dominantes que acentúan ciertos tópicos (individualismo, consumismo, etc.) que llevan a hacer difícil el camino, dado que conforma una falsa conciencia. Pero al final el conocimiento y la necesidad histórica llevarán al logro del objetivo.13 Esta visión es altamente despolitizada al suponer una mecánica social, más allá de la voluntad de los individuos. Aquí se conforma una paradoja: por un lado, la pedagogía política que apunta al conocimiento para la intervención correcta de los sujetos y, por otro, la mecánica social que presupone la ausencia de la voluntad o conocimiento o intervención correcta porque, al final las cosas, llevarán igual al complimiento del objetivo histórico. Así, el problema de la memoria –principalmente, en torno a la memoria política– ha sido instalado como un conjunto de experiencias vividas desde 13 La lucha de
clases y el surgimiento del FPMR en Chile, Ediciones Rodriguistas Nuevas Ideas, Chile, 1999
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el trauma que significó el golpe militar para que “nunca más en Chile” vuelvan a ocurrir estos eventos catastróficos, principalmente para cierto sector político y social de la sociedad. He aquí que nos encontramos con la finalidad de cierto discurso de izquierda. Así, la predominancia de los aspectos éticos y pedagógicos en la forma que es recobrado esos hechos ha convertido que “la batalla por la memoria” se desenvuelva en una especie de construcción de una ética o la producción de normatividad social. En este sentido, se plantea la necesidad que las nuevas generaciones conozcan sobre los acontecimientos y las diversas temáticas abiertas por éstos. Así, la valoración de la democracia, el tema de la violación de los derechos humanos circulan gracias al establecimiento de espacio de significación o, dicho de otra manera, al interior de un campo hegemónico. Pero esto es un proceso de circulación de ideas pero no nos dice nada acerca de la memoria salvo que se reduzca a lo manifiesto del relato. Al plantearse las temáticas de esta forma coloca las posibles respuestas o soluciones al lado del saber o de un estado de conciencia como si las dinámicas sociales se moviesen por ese único cauce. Entonces la respuesta está referida a la ilustración o iluminación de determinadas prácticas, lo que lleva a dotar de relevancia a la pedagogía, en función de la transmisión y enseñanza, es decir, como formación de miradas. La incorporación o rescate de valores de tipo universal, más allá del fraccionamiento y las luchas sociales y políticas coloca la discusión política en otro lugar: por un lado, en el de los procedimientos –la democracia en su sentido formal/procedimental– y, por otro, en esa pretensión de lo común –la defensa del estado de derecho como soporte institucional. Así, la política se convierte hacia el formalismo del régimen político en un sentido de unidad, de consensos o el encuentro con “la comunidad perdida” (Lechner, 1988: 20). Estos sectores pretenden sostener una dinámica de la memoria cuyo epicentro es una ética social para “que nunca más en Chile” se manifiesten los aspectos más despreciables de la dictadura de Pinochet. El focalizar el problema en los “excesos” cometidos en ese periodo da cabida a formulaciones de la memoria que apuntan a las garantías o cambios institucionales, como si la historia se resolviera en la legalidad o no de determinada legislación. El supuesto con el que actúan vincula a la política con ese “entre” que es el campo institucional y de las leyes que regula las relaciones de los individuos. Lo importante de su argumentación está referido al cambio en la cadena de los significantes con los cuales se comprende el significado de la política. Pero esto es una forma restringida que impide ver las dinámicas en la estructura de poder de una sociedad determinada. La formalización de un estado dado de cosas no explica ni implica el desarrollo de las mismas. Los fenómenos políticos han entrado por otro lado, donde la estructura actual ha dependido del conflicto que expresa la colisión de intereses y sentidos que pretenden adquirir rasgos hegemónicos para dominar una escena 87
y, así, procurar mantener, restablecer o cambiar las reglas establecidas. La cristalización social se expresa en un registro de derrota y pasividad a través de ciertos dichos: “los ricos siempre van a ser ricos”, “ellos saben”, “no me interesa la política”, etc. pero cada uno le asigna su propio significado para prefigurar su ausencia en la construcción de sociedad. Así, las palabras claves son conocimientos, excesos, valores universales, legalidad, procedimientos, comunidad perdida, liberalismo. Que colocados en la otra escena poseen la traducción siguiente: saber/ no saber que refuerza el principio de autoridad; los excesos plantean problemas con individuos concretos y no con los poderes del Estado, el cual se asocia a la seguridad “psicológica”; los valores universales restringidos, principalmente, a los derechos individuales y políticos sin considerar los derechos sociales y económicos; la legalidad y procedimientos que fue a lo que se restringió la participación donde, además, se colocó el problema de la violación de los derechos humanos; la comunidad perdida busca ese lugar de reencuentro entre todos los individuos que componen la sociedad. En este sentido, se vehiculiza la ausencia de los elementos sociales del discurso o de proyecto, que fueron considerados como esos elementos no controlados y causa del desborde político (Sotomayor: 2007). Esto fue reforzando la operación desde la despolitización a la apoliticidad que se expresa en la vuelta al mundo privado y, por tanto, la salida de lo público, con pérdida de densidad por parte del discurso político. Esto ha llevado a un desplazamiento de los lugares de identificación, asociado a lo anterior. Así, se ha reforzado la idea que la sociedad en su desarrollo contiene componentes de “tradición” que le permiten distinguirse de las restantes. Así, se conecta la memoria con la identidad apelando a simbolismos y actividades que configuran ciertos comportamientos. Pero, en este caso, el rememorar está subordinado a ese reconocimiento de sí y, por tanto, existe un ordenamiento de los hitos que refuerzan esa concepción. Pero aquí estamos hablando de una estructura mayor en que la pluralidad de memorias no es reconocida, por el contrario, dada las relaciones que la estructuran con su sentido de poder y que actúan como soporte. La negación de la diversidad está ejecutada en esa entidad “superior” (Salazar: 1990) que es el Estado. La idea de un Estado Nacional y los eventos asociados que colocan a “La Nación” como punto de toda transacción y traducción identitaria en una continuidad, linealidad y progreso hacia un diferenciarse del resto. Ahí actúa la fragmentariedad con que se constituye la memoria que registra desde ciertos dispositivos su propia construcción y que permite legitimar ciertas acciones en su operatoria y resultados con carácter universal. Es en el supuesto de “lo común” donde se fragua la fusión al colocar las relaciones en esa zona de equivalencias y del cual surgen todo tipo de simbolismo que refuerza la misma normatividad social. La formalización de un estado dado de cosas no explica ni implica el desarrollo de las mismas. 88
Por otro lado, existe otra forma de enfocar la memoria: la vertiente testimonial. Ésta se ubica en ese ámbito más íntimo, donde la vivencia es individual y, por tanto, menos transmisible, pero donde se pone la participación y protagonismo en esas experiencias. En primer lugar, el componente “testimonio” asociado a la memoria se transforma en el enlace de todo relato para graficar lo vivido al interior de ese lugar de la catástrofe al cual le han dado un valor epistemológico incluso desde la anti epistemología histórica. El tema de los desaparecidos y la tortura se han transformado en un eje de la desconstrucción de todo relato ¿Quién podría negar que estos horribles hechos, acaecidos en Chile durante la dictadura, marcan la existencia y trayectoria de muchos individuos? Además, este tipo de experiencia vivida es intransferible, incomunicable e, incluso, su propia narración niega la plenitud de la transacción en la comprensión cabal de los eventos (Valderrama, 2000:15). Pero para que esto ocurra y tenga un significado al interior de los soportes de toda producción simbólica previa, los mecanismos que accionan y dan operatividad al discurso deben ser transformados, desplazados o eliminados para romper con toda dinámica de constitución de sentido existente. Este tipo de memoria se ubica en una dimensión ética de carácter universal al interior de los temas de los derechos humanos y establece una normatividad transhistórica inconexa con los problemas de tipo políticoideológicos, por lo menos tal como se ha desarrollado en estas latitudes. Esta visión axiológica-teleológica no de tipo epistemológica de una sociedad corre el riesgo de caer fácilmente en el desencanto al no visualizar el momento histórico y el cómo se desenvuelven los conflictos al interior de los cuerpos sociales. Pero aún queda otra forma de enfocar la memoria: es la forma en que se ha configurado la memoria como relato donde se juega determinada intencionalidad política. Así, la memoria es un concepto recurrente en ciertos círculos que han conformado un discurso de izquierda con una pretendida vinculación con la historia –memoria histórica.14 Esta se relaciona con procesos colectivos que buscan ratificar determinadas identidades y legitimar ciertas acciones relacionadas con líneas políticas.15 Así, nos encontramos con “la historia del movimiento obrero, campesino, mapuche, jóvenes, feministas, etc.”, que adquieren la forma de un escalamiento hacia etapas de conciencia y, por tanto, a las respuestas “históricas” de esos movimientos 16. Estos antecedentes permiten delinear la estructura de poder prevaleciente, 14
La posibilidad de construir la política se ve limitada por la dinámica argumentativa y las incorporaciones y exclusiones, las prohibiciones, dado que esta forma de relato es altamente represivo, sancionador y de encasillamiento. La política se construye desde otros lugares con un suelo ideológico que permita la conjugación de diversos intereses con esos trazos comunes establecidos desde ese espacio. 15 La pregunta que surge es ¿de dónde se puede prefigurar o cuál es el sentido de la política o las políticas con la perdida, para algunos, o la destrucción, para otros, de la idea de comunidad y/ o identidad como instancias reguladoras de todo hacer político y que se conectaba con un tipo de sentido común? 16 Ver, a modo de ejemplo “Historia del Frente Patriótico Manuel Rodríguez”
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los diversos métodos de lucha, el objetivo perseguido y “evaluar” sus diversos resultados. Además, se le vincula con experiencias de otros lugares y se construyen modelos para contrastar las propias acciones que determinan su encasillamiento y fraccionamiento –líneas revolucionarias, reformistas, revisionistas, ortodoxos, etc. Así, el enjuiciamiento de todo lo distinto a la línea política sostenida por un grupo será considerado como una traición al movimiento histórico, como si esto fuera parte de mecanismos social determinado por la necesidad, es decir, estuviera predeterminado. Este enfoque es tributario de un clima cultural fuertemente positivista y que se ha conservado en ciertos círculos de izquierda.17 Esta ideología de la ciencia y el progreso vincula al socialismo como resultado de una evolución social “natural” y, por tanto, cualquier intento de repensar significa revisionismo o estar fuera de las leyes históricas. Lo común a estos movimientos intelectuales/ políticos es la progresión en que se mueve el argumento, con movimientos continuos y que, parafraseando a Hegel, desembocan en el mejor instrumento político posible: el partido. Esta forma de ver las cosas que legitima prácticas e identificaciones conlleva explicaciones “facilistas” que se mueven desde juicios morales –la traición, el oportunismo, etc.–, “axiomáticas sociales” – lucha de clases baja, alta, flujo y reflujos–, tecnológicas, etc. Así, nos encontramos con “la memoria histórica legitimadora de determinadas prácticas”. Esta es una forma de plantear el problema de la creencia, la fe, la ideología y la concepción de mundo en una escena en que la sociedad se mueve desde el encanto, es decir, de la más profunda convicción de que las cosas son posibles. Esto, traducido al plano político conlleva la idea de transformar radicalmente la sociedad. “La posibilidad cierta” se instala en la argumentación de algunas tendencias de izquierda que conlleva a acciones mesiánicas dentro de un discurso “iluminista”. Así, las diversas dimensiones que conforman la política son reducidas al campo ideológico, tachando a la propia política para que ésta sólo adquiera una forma nominal y sin capacidad operativa en la realidad. Esta devaluación lleva a una despolitización del campo popular para que este, posteriormente, vuelva a su estado natural: apolítico.
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Esto ocurre porque se construye un relato que suple cualquier ausencia; por el contrario, éste es llevado a un exceso, un argumento sobreideologizado en que se fija toda interpretación posible otorgándole al valor de verdad un carácter metafísico y no epistemológico. Esto es producto de una separación radical entre hecho y significado, lo cual no responde a una distinción lógica al interior de un espacio comprensivo, ya que son dos entidades de distinta naturaleza. Lo extraño es que en esta dualidad el evento o hecho es pasivo frente a su determinación de sentido o, dicho de otra forma, la construcción de significado está preestablecida.
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POLÍTICA Y MEMORIA
Por lo arriba expuesto, se plantea, en ciertos círculos de izquierda, el rescate de la memoria, atribuyendo a esto una connotación de tipo política, en dos sentidos: por un lado, se ha asociado con el problema del proyecto. Se ha considerado que la “cuestión de la memoria”, dada su ausencia, imposibilita la implementación o desarrollo del proyecto democrático y/o socialista, dada la presunción de existencia de un sujeto histórico (el proletariado, la clase obrera o la clase popular, la ciudadanía) que se construye en una continuidad histórica, con experiencias acumulables y que sirven para la puesta en la escena presente. Pero para esto se hace necesario alcanzar determinado estado de conciencia. La cuestión es que cada época, periodo o etapa conlleva un problema político fundamental y del cual pretenden dar respuestas las distintas fuerzas que componen ese ámbito de acción en que se inscriben para dar sentido a la política. En este sentido, ésta está determinada por la época y que da dirección a las diversas posibilidades de respuestas. Esto nos lleva a considerar que no toda acción política está, necesariamente, alineada con las circunstancias que le rodean. Para esto se debe considerar como marco general el problema del reconocimiento de dos tipos de movimientos de la sociedad en sus posibles transformaciones que se combinan, se refuerzan o antagonizan en sus diversos aspectos. Por un lado, los conflictos social-políticos que afectan la morfología, el espacio de constitución del orden dado, por ende se constituye en el espacio político. Esta lucha de clases, que configura o es la expresión de la configuración de los intereses encontrados entre los diversos grupos que la componen se movilizan en esas fallas estructurales y que conlleva la posibilidad de un enfrentamiento entre los diversos sectores involucrados. Por otro lado, los desplazamientos propios de una sociedad dinámica que la involucran en su conjunto y que generan otros tipos de conflictos (sistema/medio; las transformaciones en el pensamiento o en los modelos paradigmáticos; tecnología; etc.). Es en estos dos planos donde se configura o son las condiciones de producción de todo relato. Por tanto, cuando se señala a la política o el “espacio político” ésta no se reduce a los partidos, al Estado y a la sociedad civil y el posible quiebre de la matriz política y la disociación de estos componentes, tal como lo señala Garretón. Se está en una zona más profunda donde la conflictualidad, la legitimidad, la identidad, etc. se forman y dependen de la constitución de pasiones, emociones y sentimientos y que se funden en un principio de autoridad, en la adhesión a alguna idea, en la ligazón a alguna personalidad, etc. Por tanto, está más allá de la racionalidad con sus estrategias y tácticas – en una visión militarista– o de ingeniería social –en una visión tecnocrática– o de ignorancia y saberes –en una visión iluminista– o de encuesta y estadística –en una visión de mercadotecnia–, etc.
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La matriz ideológica en que se inscribe la conexión entre la memoria y la política inicialmente se podría asimilar o establecer una analogía con el mito. Los intentos de objetivar la política se ve cuestionada con la afirmación de Gramsci al señalar que “la ideología política y la ciencia política se fusionan en la forma dramática del ‘mito’”. El espacio ocupado por este está en ese “entre” que irrumpe e interrumpe en “la utopía y el tratado escolástico” que no es el medio, ni el centro, ni el equilibrio, ni una posición intermedia. Es por el contrario la posición, el desequilibrio, la pasión que moviliza, que transforma los elementos de racionalidad y, por tanto, el momento de cambio pero en un espacio discursivo distinto. Para que esto ocurra el mito debe conmocionar ciertas estructuras en que se asientan ciertas “identidades” y que son producto del desarrollo histórico. Pero este conlleva la contradicción entre el conservadurismo y el progresismo, entre la restauración y la renovación al ser atrapado en el lenguaje del sentido común, por un lado, y la necesidad de transformaciones sociales, por otro. Esta contradicción es constituyente del propio actuar político que se resuelve de una u otra manera en la configuración de las identidades sociales. La conmoción en las estructuras en que los individuos se reconocen a sí mismos y a los otros ocurren en un momento histórico deconstructivo en que los soportes en que se ha basado han sido dinamizado, ya sea desplazando o desfundando como consecuencia de algún movimiento de sociedad producto de ciertos avances en el desarrollo de las fuerzas productivas o producto del resultado de algún conflicto de tipo fundamental. Pero, también, debe ocurrir que la perdida de piso constitutivo de identidades necesita de la construcción de otros fundamentos que habilite y posibilite la capacidad de accionar en el mundo. En este sentido el mito posee la condición de articulador de factores que estructuran identidades y, por tanto, constituyen el espacio de realización. Así, se puede señalar que este provoca la pérdida de identidades para convertirlo en otra cosa o recobrarlo de otra manera dada su capacidad de “fusión”. El mito expresa, independientemente de su forma, a la voluntad colectiva o es su símbolo para dar una forma más concreta a las pasiones políticas (cualidades, rasgos característicos, deberes, necesidades de una persona concreta –nos dirá Gramsci al hablar del príncipe de Maquiavelo). Pero podrá ser mirado de forma distinta. La voluntad colectiva como expresión del mito –que podría recoger la idea de la gramática histórica, propuesta por el propio autor. En consecuencia, la formación de una determinada voluntad colectiva, para un determinado fin político posee como soporte al mito para activar y dar forma concreta a las pasiones políticas (Gramsci: s/f).
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En este caso la memoria y el mito llevan a un tiempo incierto pero con la capacidad de estar siempre actualizándose y, por tanto, establece un puente entre pasado y presente o entre tradición y revolución.18 La instancia en que se rememoran determinados eventos debe ser entendido desde el vínculo social que da forma al sentido en que se hacen operables “los hechos” para llevarlos al plano de la experiencia. Por lo mismo, la memoria no sólo está armada con experiencias de tipo vivencial individual sino también con experiencias colectivas en que se establecen parámetros de comparación para el desarrollo de la identidad a través de esos elementos comunes. La cadena de prejuicios social-políticos han sido generados por un tipo de disciplinamiento social que se a encapsulado en el inconsciente colectivo y cumple la función de estructurar el espacio de acción reconocida. El problema es cuando se desestructura esa forma de ser ya que en esta cristalización social se presume una conexión directa y dura entre memoria e identidad. Con esto quiero dejar asentado que la matriz de prejuicios sociales son soportes de comprensión, pero sin cuestionar la conexión dadas como “verdaderas” y que circulan como parte del sentido común. Esto ocurre porque desmantelar o cuestionar ese espacio donde se mueve toda ejecución –dado el sentido pragmático de las acciones en que nos desenvolvemos en general– en que requiere la certeza o principio de certidumbre, por tanto, no necesita cuestionar los presupuestos en que se asienta la práctica inmediata y mediata, que son dados por el sentido común. Sólo esto se da en la medida que no hay una alineación con un resultado esperado y no se puede resolver al interior de ese “modelo”, espacio de significación o lugar de comprensión previo con el cual se ha actuado, principalmente, en el momento de una anticipación fallida. Por tanto, está mediado por la consideración de un saber legítimo y un no saber que opera independientemente de la intencionalidad de los actores. A MODO DE CONCLUSIÓN
Visualizar la matriz ideológica que sustenta una época para comprender un conjunto de acciones que surgen en su interior y las cuales son interpre18 Este
desacople es uno de los aspectos sustantivos en las derrotas permanentes de los sectores “progresistas” y, tal vez, es la causa de fortaleza de los sectores “conservadores”. La innovación que emerge desde alguna idea debe poseer la capacidad de entroncarse con la realidad: “lo nuevo debe salir de lo viejo”. Hasta ahora se ha insistido en una lectura de continuidad de los movimientos sociales para que aparezca sustentada toda idea progresista. Pero el foco ha estado en leer la realidad desde esos puntos fuertes que sustentan una alineación y, en el fondo, conservando la identidad de estos sectores. Esto permite sostener las líneas políticas en el tiempo y, por tanto, responde más a las razones interiores de los partidos que a una relación seria con la realidad de los movimientos sociales.
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tadas desde esa matriz. Esto da a entender que ciertos elementos no van a ser posible interpretarlos ya que actúan desde los puntos ciegos que encierra esa forma de modelar la realidad pero cuya reiteración conlleva a incorporarlas para tensionar toda posible interpretación. Uno de los pilares que sustentan a esta matriz es la memoria con sus recuerdos y olvidos. La memoria presenta la característica de la autoafirmación y no como proceso evaluativo o explicativo de los diversos eventos. Si bien parece o aparece una especie de explicación ésta no está compuesta de puntos críticos de sí, sino del otro. Esto lo asocia fuertemente con el tema de la identidad. Por otro lado, pero en el mismo sentido, aparece la función de la memoria que actúa como una operación en que se instalan acontecimientos que se transforman en experiencia que permiten contrastar y direccionar los presentes, en una especie de guía para la acción. El problema es que estas posiciones en vez de ver ese campo más amplio desarrollan estrategias desde las adhesiones individuales y colectivas para configurar legitimaciones de comportamientos actuales. La memoria es la operación de determinada cristalización social que se expresa como contenido y que responde a la hegemonía de un momento dado. Pero el significado no es sólo de tipo intelectual y de relaciones de coherencia lógica, no se reduce a un plano argumental, más bien se refiere a la puesta y sacada del mismo sujeto en esa trayectoria como siendo parte o estando al margen de un proceso que no puede controlar o lo sobrepasa. El cambio de conducta individual y social no tiene que ver con una puesta en escena del mejor argumento. Esto no genera convencimiento o acciones alineadas en torno a este. En esta lógica, la cristalización social está referida a cierto contenido y la forma de hacerla operativa en las diversas dinámicas. No es sólo lo que expresa ya que trae aparejada su forma de funcionamiento y sus sentidos posibles como, también, lo que es negado. Por lo anterior, ¿qué papel juega la memoria en el establecimiento de las posibles “conexiones sociales” y existe una intencionalidad detrás? Inicialmente se podría señalar que no existe ningún vínculo, pero esto ocurre si se ve a la memoria como un contenido determinado, pero si vamos a la fijación de mecanismos o los dispositivos operativos desde donde se lee toda experiencia el resultado es otro. Así, aparecen los “dispositivos” y sus operaciones para entender cómo la memoria juega un papel en la construcción de esas conexiones posibles que estructura la probabilidades de la constitución de sentidos. Esto nos lleva a considerar lo relevante que es pensar en la memoria como parte de un discurso político, ya que la memoria es un componente de este. La forma en que establece esta relación que se conjuga en el rememorar, este recordar, de episodios está asociado a la identidad tanto individual, como colectivo. La memoria conectada con la política es un campo de estudio de la comprensión que los individuos y grupos tienen de sí en un escenario en que las interrelaciones y fuerzas actúan de manera que 94
condicionan la conformación de ésta. Esas fuerzas e interrelaciones configuran la forma de percibirse y percibir la realidad más allá del estado de conciencia de los individuos. El desarrollo del argumento no se inscribe en el movimiento del “sujeto trascendental” que entra y sale para mirarse a sí mismo desde un lugar privilegiado, por el contrario, estamos señalando el lugar en que el “sujeto” es construido y se construye con las propias herramientas instaladas en el discurso, en este caso en el discurso de la memoria. Por tanto, las limitaciones en los sentidos dependen de la capacidad operativa que permita el propio nicho discursivo en el que ha sido puesto. Por tanto, el problema de la memoria debe ser entendida en un campo más amplio, desde la constitución, transformación o destrucción de un tipo de espacio político y su relación con lo social. Gramsci, postula que la política en el suelo social está compuesta de otros elementos que activan las acciones comunes que apasionan, ligan, la conducta a cierta idea preconcebida y, por tanto, subraya que todo acto de consenso o de conciencia es posterior a la constitución de todo sentido común, el cual responde a la conflictualidad social, como momento originario, orientador y que institucionaliza. Así, él establece la relación entre la teoría e ideología política que permite operar en determinada realidad. Así, la corrección está inscrita en el horizonte de sentido o como parte de una “estructura de prejuicios”, de preconcepciones, que se han ido formando a lo largo de la historicidad social. La visualización desde la correspondencia hasta la indiferencia, pasando por las contradicciones y antagonismos en que se ven expuestas como, también, la estructura hegemónica, en cierta época, permite reconocer como legitima cierta imposición que subraya lo común en las diversas identidades, en una especia de lógica transidentitaria que fragua ciertos reconocimientos que van más allá del grupo de pertenencia y refuerza una metafísica de los símbolos de algún grupo de referencia asociados a la dominancia de época. Así, hemos llegado a establecer trazos que permitan dar cuenta de los distintos fenómenos asociados a la devaluación de los proyectos y sus posibles desvinculaciones y, por ende, un tipo de política asociada y visualizar la relación entre memoria y política, por tanto, postular algunas ideas en torno a los componentes de ésta –la política– y como se entiende la vinculación en este texto. La conexión entre memoria y proyecto, en la actualidad, aparece problemática producto de la dinámica del espacio político en que se sustentaba. Si, porque el sentido en que se inscribe ha dependido del lugar en que se realiza esta relación. La modificación de la política y su rol en la sociedad ha llevado a que esta vinculación, tal como era entendida, haya perdido la capacidad de reconocimiento de sí mismo y su fuerza movilizadora por parte de los individuos para convertirse en actores sociales. En un sentido ideológico, se está en un plano en que se establecen equivalencias entre lugares disimiles para forzar los desplazamientos al interior 95
de un espacio reconocido desde o por el prejuicio. La composición de la memoria podría ser descrita desde los contenidos manifiestos y los latentes o, dicho de otra manera, desde los recuerdos y los olvidos. Pero esto no dice nada sobre los mecanismos discriminatorios que llevan a la incorporación o no de determinados contenidos para la construcción del relato y, tampoco, sobre su sentido. El cambio que ha ido ocurriendo en el discurso de izquierda es reflejado en la composición y sentido de los componentes de la memoria. La lógica del desencanto, prevaleciente en la construcción de la memoria política, para la instauración del vínculo o nexo entre lo social y lo político llevan formulas despolitizadoras que se han asentado en el sentido común. Éstas actúan como soporte de las diversas formulaciones y desfundan toda posibilidad de proyecto. Una de ellas supone a un “gran hermano” tejiendo las redes para la construcción y conservación del poder actuando desde una ingeniería social con estos fines. Es un estado de conciencia absoluta y que no admite ninguna falla o fisura e, incluso, toda oposición es parte del sostenimiento del poder y, por tanto, ésta actúa como una ficción aglutinadora de la sociedad. La posible respuesta a esta forma de concebir la construcción social es la conspiración plagada de voluntarismo y convicción absoluta para llevar a término las acciones. En este caso, las acciones están compuestas de conciencia pero su componente principal no es el conocimiento sino la convicción en un andar militante. La otra forma de ver la construcción social es la que considera que no existe tal conciencia en el desarrollo social y, por tanto, esto responde a eventos de tipo aleatorios o producto del azar. Esto promueve y acentúa una visión que deja de ser relativista para convertirse en la disolución de toda regla común. Este estado de incertidumbre conlleva a afirmar en última instancia que todas las verdades individuales son válidas y, por tanto, no es ajena a la entronización del individualismo. Es entre esta asfixia y esta intemperie se mueve la apoliticidad y la despolitización. Así, el problema del proyecto es el resultado de determinados dispositivos combinados y reflejan transformaciones más profundas asociados a los soportes con que se construye el discurso de este sector. Así, se pueden hacer equivalentes dos ámbitos distintos –memoria/proyecto– a pesar que su constitución responde a dos lógicas distintas, dado que se ha constituido o establecido lo común. El desplazamiento desde el proyecto político a la memoria/ testimonio, por parte de la izquierda se produce desde determinados entramados históricos que es necesario explicar más allá de la intencionalidad de los propios actores participes de esas circunstancias.
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DOSSIER ESCRITURA Y SUBJETIVIDAD
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LA PROMESA DE LA SUBJETIVIDAD. LECTURA DE CARTA A HANS BENDER DE PAUL CELAN. ENOC MUÑOZ Universidad Alberto Hurtado/ Universidad Andrés Bello
A Patricio Mena Resumen El presente estudio interroga la relación entre escritura y subjetividad a partir del análisis de una carta de Paul Celan a Hans Berder. Sobre lo base de este análisis, pone de manifiesto una concepción dialógica tanto del poema como del acontecimiento humano. Concepción dialógica que en la radicalidad misma de su exigencia, sin embargo, se ofrece como una resistencia al deseo de transparencia de la comunicación. Palabras clave: exigencia, inicialidad, saber-hacer, promesa. Abstract This paper interpellates the link between writing and subjectivity from the starting point of a letter from Paul Celan to Hans Berder. On the basis of this analysis, it highlights a dialogical conception of both the poem and human events, a conception which through the very radicalness of its demands, puts itself forward as resistance to a desire for transparency in communication. Keywords: demand, initiality, knowhow, promise.
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CARTA A HANS BENDER
¿Cómo orientarse en la existencia, en el obrar, en el escribir? Es situando esta pregunta en el horizonte del presente estudio, que quisiéramos acoger los términos que aquí nos convocan: “subjetividad” y “escritura”. Por cierto, no para responderla. No, si por responder se entiende el ofrecer una solución, el saturar el espacio que se abre en y con toda pregunta. Su formulación misma no apuntala aquí un punto de partida, el a partir de del movimiento de una búsqueda orientada, de una búsqueda que pudiera dejar traslucir, desde un principio, el estar en buen camino. Antes que el apertrechamiento requerido para una búsqueda orientada, su formulación indica más bien hacia una búsqueda de orientación, hacia un pensamiento que busca orientación. Como el “poema” y el “hombre” en Paul Celan, a cuya búsqueda quisiéramos aquí prestar atención. “Vivimos bajo cielos obscuros, y – hay pocos hombres. Por eso, seguramente, hay también tan pocos poemas”. Con esta sentencia sobre su época, escasa en “esperanzas”, comienza Celan a cerrar su carta a Hans Bender. Este le había tendido una invitación a participar en la antología Mi poema es mi navaja. Por medio de esta carta, Celan le responde. Y con ocasión de esta respuesta, esboza escuetamente una reflexión sobre su manera de concebir el oficio de la poesía. Como lo sugiere aquella sentencia, la pregunta por el poema y la pregunta por el hombre en algún punto, que presumimos esencial, tensan el corazón de esta poética. Y aquí, asistir a ese punto, al a-nudamiento de ambas interrogantes, no es solamente un ir –y en absoluto un ir a un lugar ya ganado–, sino también y sobre todo un auxiliar. Se trata, por cierto, de una vinculación que no trama sus posibles proponiéndose como la simple rectificación de una interpretación en la que se haya pretendido captar la esencia supuestamente invariable de lo humano y, con esto, haber dado apoyo y dignidad al poema como manifestación de la potencia formadora del hombre. De lo que se trata es de un enlace frágil, escaso ya en sus hilos. Y sin embargo, percibido como algo a estrechar, como un núcleo principial: “En principio –escribe Celan también allí–, no veo ninguna diferencia entre un apretón de manos y un poema”. Este vínculo, con su precariedad y principialidad, constituye una intriga que busca ser aferrada en el poema, en la meditación poética de Celan. De hecho, muchas veces es difícil distinguir en sus textos si aquello que “está en camino”, o se encuentra “lanzado”, es el “poema” o el “hombre”. Uno y otro buscan y se buscan en tanteos transidos por la incertidumbre de su direccionalidad y de su suelo. En la travesía de este a-nudamiento, es la intriga del orientarse en la existencia lo que aparece bajo una extraña luz – ambivalente, digamos por ahora.
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Para encaminarnos en esta dirección interrogativa, seguiremos aquí especialmente el decurso reflexivo de la carta citada. En su itinerario se intercalan algunas notas que nos parecen especialmente significativas para comenzar a atender a la exigencia que entraña dicha vinculación, y que puede resultar atinado calificar de “a-nudamiento ético-poético” –si bien esta designación requiere todavía de justificaciones mayores que las ofrecidas a continuación. Por lo tanto, el estudio que presentamos tiene un carácter preliminar respecto a la problemática que aborda, y se ciñe a un material de trabajo muy acotado. Trata de ofrecer una primera escucha de esa exigencia que, precisamente, en la inicialidad de la apertura, de la direccionalidad y del suelo del inicio y de la iniciativa, sobre la base inestable de la chance de la escritura, hace lugar a la promesa de la subjetividad. Comencemos, pues, por recordar íntegramente la carta que venimos citando: Querido Hans Bender: Gracias por su carta del 15 de mayo y por la amable invitación a colaborar en su antología Mi poema es mi navaja. Me recuerdo que en su día le dije que el poeta vuelve a quedar expulsado de su complicidad primigenia en cuanto el poema está realmente ahí. Hoy formularía tal vez de otra manera esta opinión o bien intentaría diferenciarla; pero en el fondo soy todavía de esa –antigua– opinión. Por supuesto, existe también lo que hoy tan a gusto y tan despreocupadamente se denomina oficio. Pero –permítame este resumen de lo pensado y de lo experimentado– oficio, como esmero en general, es condición previa de toda poesía. Ese oficio no tiene ciertamente un suelo de oro. Quién sabe si ni siquiera tiene un suelo. Tiene sus abismos y profundidades; algunos (ah, yo no pertenezco a esos) tienen incluso un nombre para ello. Oficio – asunto de manos. Y esas manos a su vez pertenecen únicamente a un hombre, o sea, a un ser animado, irrepetible y mortal, que busca un camino con su voz y su mutismo. Sólo manos verdaderas escriben poemas verdaderos. No veo ninguna diferencia de principio entre un apretón de manos y el poema. Que no se venga aquí con “poiein” y cosas semejantes. Seguramente eso significaba, con sus cercanías y sus lejanías, algo distinto que en su contexto de hoy. Por supuesto, hay ejercicios –¡en el sentido espiritual, querido Hans Bender! Y junto a ello hay también, asimismo, en cada rincón lírico, el andar experimentando con la así llamada materia verbal. Los poemas son también regalos –regalos para quienes están atentos. Regalos que traen consigo destino. “¿Cómo se hacen poemas?” Hace años, durante un tiempo, he podido asistir y, más tarde, observar exactamente, a partir de mi propio distanciamiento, cómo el “hacer” se convierte paulatinamente, a través de la hechura, en manipulación. Sí, también hay eso, usted quizá lo sabe. –Eso no ocurre por azar. Vivimos bajo cielos obscuros, y –hay pocos hombres. Por eso, seguramente, hay también tan
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pocos poemas. Las esperanzas que todavía tengo no son grandes; trato de conservar para mí lo que me ha quedado. Con mis mejores deseos para usted y su trabajo, Paul Celan Paris, 18 de mayo de 1960 LAS MANOS MÁS ACÁ O MÁS ALLÁ DE LA MAESTRÍA
Celan comienza retomando una antigua opinión suya, que, aunque advierte que sería necesario aplicarle algunas precisiones, aún le parece sostenible: “[…] el poeta vuelve a quedar separado de su complicidad primigenia en cuanto el poema está realmente ahí”. Por lo pronto, este “ahí” nos aparece como un lugar todavía indeterminado. Pero su mención es suficiente como para señalar el desprendimiento del poema con respecto a su autor. Una vez compuesto, depositadas las letras en su soporte, ese artefacto escrito ya está ahí, afuera, en un lugar de travesía. Un lugar para atravesar, para circular. Separado de su origen, habiendo despedido a aquel que le dio vida, el poema va de un lado a otro sin guía, azarosamente, para hablarle a cualquiera. Desprendido de su lugar de proveniencia, este artefacto escrito – artefacto, por cuanto ha sido hecho, pero también por cuanto puede hacer allí donde llega– comienza a circular según la disposición de su literariedad, y por la cual su lugar de destinación también se vuelve incierto en la proliferante locuacidad de las lecturas. Para indicar hacia este desprendimiento del poema, quizá para afrontar el riesgo inevitable de su deambular impersonal y parloteante, Celan recuerda a veces que los poemas son como botellas arrojadas al mar: Puesto que es una manifestación del lenguaje y por tanto esencialmente dialógico, el poema puede ser una botella de mensaje lanzada con la confianza – ciertamente no siempre muy esperanzadora– de que pueda ser arrojada a tierra en algún lugar y en algún momento, tal vez en tierra cordial. De igual forma, los poemas están de camino: rumbo hacia algo. (Celan, 1999: 498).
Es decir, son mensajes lanzados, envíos en busca de dirección para llegar tal vez hasta alguien; envíos de alguien a alguien que, por tanto, piden ser leídos. Ciertamente, los avatares de la travesía son impredecibles, y nada asegura que puedan llegar a tierra cordial. Por lo demás, una botella mensajera no es lanzada a nadie en particular. El destinatario del mensaje es siempre un desconocido, puede serlo cualquiera. Pero una vez que esa botella es recogida por alguien, este es ya un lector definido, singular; un interpelado que podría, quizá, responder. Y es como un esfuerzo por ofrecer algunas precisiones sobre este desprendimiento y estar en camino del poema, así
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como también respecto al hombre como intento de encontrar una dirección, que se puede leer la carta que nos ocupa. Como ha mostrado Martine Broda (Broda, 1986), la insistencia en el término “mano”, Hand en alemán, señala un camino de lectura. Los pasos de esta insistencia, la atención a algunos compuestos en los que este término vuelve a aparecer (Handwerk, Händedruck), conducen aquel movimiento de traslación entre poema y acontecimiento humano. En un primer paso, la reflexión se dirige al compuesto Hand-werk: “oficio”. O mejor, para la incidencia que nos interesa explicitar, “obra de mano”, “hacer manual”. Es en cuanto “esmero” que el oficio, el quehacer manual es reconocido aquí como “condición previa de toda poesía (Voraussetzung aller Dichtung)”. Reconocimiento que no lo es, al menos no primariamente, de la experticia, del saber hacer como requisito basal o asegurador del poema. El oficio poético, agrega de inmediato Celan, no es seguro que pueda contar con algún suelo. Aquella previedad, por tanto, es aún la expectativa de una ocurrencia precaria en su posibilidad; precariedad que “[t]iene sus abismos y sus profundidades (Abgründe und Tiefen)”, y que el activismo connotado con el término “oficio” no alcanza a suprimir. El que la poesía tenga como condición al oficio en tanto que esmero, esto parece decirnos que esta condición, más acá de cualquier referencia a un saber hacer, toma inmediatamente el carácter de una exigencia. En efecto, Sauberkeit, traducido aquí por “esmero”, connota también la limpieza, el cuidado, incluso el requerimiento de honestidad en el obrar. Exigencia que, líneas más abajo, será reafirmada: “Sólo manos verdaderas escriben verdaderos poemas”. A continuación, Celan da un nuevo giro en torno al compuesto Handwerk: “Oficio – asunto de manos (das ist Sache der Hände)”. Este subrayado permite precisar las notas recién destacadas. Esta acentuación sobre el primer elemento del compuesto Hand-werk, este recordar la presencia de las manos en el oficio, insiste en distanciar al poema de una consideración centrada en el haber de lo instrumental y de la manipulación, del saber y poder hacer que, en efecto, el oficio poético supone. Esta acentuación, pues, no resalta en las manos su potencia obrante y técnica, el instrumento operador de un quehacer. Lo que procura es dirigir la atención hacia la unicidad de esas manos, su pertenecer “a un hombre […] que busca un camino”; y con ello traza una reconducción hacia la asignación singularizante como destinación del poema y del hombre. A este motivo responde también, más avanzada la carta, y en una muy probable alusión a Martin Heidegger (cfr. Oyarzún, 2005; Lacoue-Labarthe, 1986), la enfática invalidación de una reactualización de la idea griega de poiesis que pretendiera con ello explicar el quehacer artístico a partir de un suelo de sentido supuestamente más originario (Heidegger, 1983: 105); así como también las prevenciones respecto al, pareciera, ineluctable degenerar del “hacer” (das Machen), a través de la “hechura” (die Mache), en mera fabricación o manipulación (Machenschaft); y, jun105
to con esto, las precisiones respecto a la experimentación poética: si ha de haber experimentación con el material verbal, esos experimentos no debieran estar desligados de los llamados, en expresión sobrecargada de tradiciones, “ejercicios espirituales”. Con todo, cabe advertir que no se trata aquí, en este recordar la unicidad de las manos, de un querer desconocer lo artefactual, el suplemento técnico del poema. Así, por ejemplo, aquella invalidación a la apelación del sentido arcaico del “hacer” (poiein) se sostiene en una consideración de acuerdo a la cual ese “hacer” ya no puede responder a la precariedad y exigencia que recaen sobre el oficio de la poesía “hoy” (Oyarzún, 2005: 51, n. 83). Impregnado por el acontecimiento del Holocausto, es el peso de ese hoy, que aparece sin respaldo o con problemática herencia , sin la seguridad de un suelo ni de una dirección preclara –y en el que el poema, como el hombre, “con su voz y su mutismo”, busca su camino cada vez único–, es en la tarea de responder a este hoy, a su hoy, que Celan declara que el saber-hacer (poiesis, techne, ars, art, Kunst) ha perdido toda maestría (Ibid. : 68-69, n. 102). Insistamos sobre esta última afirmación retomando un poema de Cambio de aliento: YA NO MÁS ARTE DE ARENA, ni libro de arena, ni maestros. Nada a golpe de dados. ¿Cuántos mudos? Diez y siete. Tu pregunta – tu respuesta. Tu canto, ¿qué sabe él? Inmerso en nieve [Tiefimschnee], imerniee [Iefimnee], i-i-e [I-i-e] (Celan, 1999: 217).
El poema comienza circunscribiendo un momento que parece necesario alejar: “Ya no más”. Si las palabras “arte”, “libro”, “maestros”, “nada”, “golpe de dados” hacen referencia al universo poético de Mallarmé en tanto que momento emblemático de la modernidad artística, ¿es este momento, y con él su tradición, lo que se encuentra calificado por ese “ya no más”? El poema parece mirar hacia su difícil historicidad, a su tradición como aquello que ya no da respaldo. Pero si el “ya no más” parece venir a decretar el sellado de un formato histórica del poema, no lo es a la manera como lo suelen hacer las vanguardias, esto es, según su “de ahora en adelante”. Y es que este “ya no más” es más bien la inscripción de un padecimiento, y quizás a través de aquellos elementos Celan indica también hacia la posibilidad de su propio poetizar. Más aún, si se subraya –como lo hace Jean Bollack
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(2001:271)– la repetición de la palabra “arena”, articulada en esta constelación. Quizás, entonces, aquel calificativo no concierna sólo a las chances del poema previstas o alcanzadas por Mallarmé y sus herederos, sino también al saber-hacer de Celan. A su intento por responder de manera no substitutiva o encubridora a los “abismos” y “profundidades” propios del poema hoy. En un descenso rápido por el poema: la densidad que “lo ocurrido” (Celan, 1999: 498) priva a los “maestros” –poseedores de un arte que se puede dar por herencia, que se puede enseñar– de ejercitar la posibilidad que les define. “¿Cuántos/mudos?” La pregunta viene a interrumpir la secuencia denegada, pero también a señalar el lugar desde donde parece hablar aquel “ya no más”. Pregunta que deviene quebrada, que se posiciona atravesada por la mudez de un blanco abismal y que debe cruzar para reunirse. Si la pregunta permanece, en parte, ligada a las chances del “golpe de dados”, lo es para enrostrar un mutismo que se sustrae entonces no sólo al saber-hacer que ostenta la maestría, sino también a los juegos proliferantes del azar. Lo que ha sucedido parece exigir no solo la renuncia a todo programa poético preparado por la tradición, también exige el no acomodo al generoso, tal vez inocente, azar de los dados. En la estrofa siguiente, el venerable modelo dialéctico de la pregunta y la respuesta, así como también el “canto”, son interrogados por su saber, por su saber acerca del arribo de aquel mutismo. La herencia del saber acumulado no permitiría dar respuesta a este acontecimiento. Y el canto no podría darle voz, pues es allí mismo donde ha perdido a ésta. En esta misma dirección interpretativa: la última estrofa del poema se reconduce escalonadamente hacia el lugar del mutismo: la palabra compuesta (Tiefimschnee) en su primer descenso se aglutina (Iefimnee), se cierra como defendiéndose ante una amenaza. Pero en esta contención sacrifica gran parte de su huesa consonántica. Como si en ese defenderse, entonces, no hubiese tenido el tiempo para situarse ante tal amenaza. Es decir, la resistencia no ha podido contar con el tiempo de la amenaza, contar con la penetración en el presente de una catástrofe por venir, cuya inminencia es todavía aplazamiento. La catástrofe ya ha tenido lugar y ha hecho de ese lugar su espaciamiento. Así, en el último verso el despojamiento de la huesa consonántica llega a su fin, y lo que queda de la palabra, desde entonces adelgazada en sus vocales (I-i-e), busca su equilibrio en la tensión marcada por la mudez de los guiones: las vocales se dispersan como la arena que ya no puede ser recogida en libro alguno, pero en esa misma dispersión permanecen imantadas. Y desde entonces, en esta tensión, a partir de esta dispersión que les acomuna, dicen el espaciamiento abismal del mutismo como la catástrofe que ha tenido lugar y les ata. Desde entonces… Tal es el momento al que aquel “ya no más” que preside al poema responde, y a partir del cual se erige la ocasión del poema en cuanto tal, hoy: la ocasión de la chance del poema y del poema de la chance. 107
Es decir, aquella denegación no significa que Celan crea poder instalar el poema afuera de la historia –de la literatura, de la historia sin más–, ni que aconseje renunciar a los artificios de la maestría –al arte, cuya idea es indisociable de la historia de occidente. El poema mismo da testimonio de que no hay tales, ingenuos, propósitos. Por lo demás, plantearse la cuestión del poema es ya heredarla. ¿Pero qué quiere decir aquí heredar la cuestión del poema? Quiere decir, por lo menos, recogerla a partir del acontecimiento del mutismo, desde entonces. Pero este “desde entonces” y ese “a partir de” no mientan un punto de partida asegurado, sino el desquiciamiento de una historicidad por la que el poema debe atravesar y de la que no puede disponer. El poema traza un movimiento de reconducción hacia el mutismo como su punto de “apoyo”, su condición. Y lo hace en y con su propio cuerpo. Esto es: la estrofa final del poema que comentamos lleva a cabo esta reconducción mediante la descomposición de la palabra. Es la lengua misma, heredada, lugar de herencia, la que ha sido penetrada por este mutismo. El acontecimiento no ha pasado por el lado de la lengua ni, por tanto, por el lado del poema. Tal fue la catástrofe, que la “cultura” entera se acusó como una coartada de la barbarie. Desde entonces, el mutismo no sobreviene al poema como si este hubiera permanecido en reserva, salvaguardado en algún cielo cuando el acontecimiento, sino que sobreviene en y con el poema, ineluctablemente. El poema lo diría cada vez desde que trabaja la lengua, desde que toma la palabra. Decir que no es un nombrar, sino un tener que repetir, entre tantos seres silenciados, como exigencia e imposibilidad, ese mutismo sin conversión. Y es con esta exigencia e imposibilidad que aquella pregunta (“¿Cuántos/mudos?”) se endereza e interroga, inseparablemente, la situación sin respaldo del poema hoy. Mutismo como la imposibilidad que ya se ha adelantado a todo hacer y decir. Mutismo que todo hacer y decir no pueden sino repetir en su cada vez. Desde entonces, prendado a la orfandad de su hoy, el poema se encuentra obligado a preguntar por su posibilidad, hace de su ocasión la ocasión del poema. Esto es, del poema que no existe sino buscando su chance… Tal vez para darla, para que haya chance. EL ENCUENTRO, QUIZÁS
Retomemos la carta en el punto que la habíamos dejado. Destacando el primer término del compuesto Hand-werk, decíamos, Celan pone de relieve la unicidad de las manos, para de esta manera hacer reconocible la asignación singularizante como destinación del poema, del hombre. Pero este momento del análisis debe todavía ser desarrollado a la luz de una tercera insistencia sobre el término “mano”. Esto es, bajo la presión del motivo del encuentro: “En principio –escribe Celan, como ya lo recordábamos–, no
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veo ninguna diferencia entre un apretón de manos (Händedruck) y un poema”. Como sinécdoque (Broda, 1986: 73), el término “mano” evoca a un hombre entero, que puede ser cualquiera; pero también lo dice en su singularidad irrepetible y separada. Es decir, nos habla también (συνεκδοχή, συνεκδέχομαι: recibir juntamente) de la chance de la unidad identitaria del hombre, la cual debe pasar antes por un hiato irreductible que le impide, precisamente, la auto-clausura. Nos habla de un hombre, para quien el acontecimiento de subjetivación, su unicidad, se produce como un estar ahí en camino, separado de sí y hacia sí; sin poder hacer la economía de aquel hiato que ya le ha puesto “fuera de sí”, en la apertura de lo que ha venido a interrumpirle: de lo Otro o el otro que puede ser un “tú”. Händedruck, pues, viene a precisar aquella asignación singularizante implicada en la ocasión poema, en el acontecimiento humano; viene a señalar hacia la intriga dialógica e intersubjetiva que hace del poema y del hombre, en la apertura de su unicidad, un lugar de envío, de destinación de alguien a alguien. Es preciso atender a la capacidad manifestativa del fenómeno aquí en cuestión. Celan piensa la intriga del encuentro como el apretón de manos, según ese tocar-se el uno al otro. Es decir, donde el uno retorna a sí ya tocado por el otro. La mano del uno, que es siempre un “yo” que busca y se busca, se tiende o ex-tiende para tomar y ser tomada. Acción y pasión que para el uno se descalza hacia una pasividad irreversible, más acá de toda actividad, pues en el tocarse tocado, el tomar del uno ya se ha volcado en acogida, se da como acogida en el con-tacto. Y esta descripción unilateral, es decir, que no recurre a la mirada común o de un tercero que se instala afuera de la relación para totalizarla, debe ser mantenida aquí. Requerimiento que el discurso tematizante, como el que aquí realizamos, no puede, precisamente, sino traicionar para intentar una traducción. En el acontecimiento del estrechamiento de manos, los términos que entran en relación, un “yo” y un “tú” singulares, no constituyen primariamente un movimiento de posesión ni de objetivación o tematización; el con-tacto precede y permanece irreductible a la posesión, a cualquier mensaje por descifrar o verdad por develar. Esta precedencia de lo pre-temático en el encuentro, excluye, por ejemplo, que los términos en relación sean interpretables en concordancia con la relación cognitiva, esto es, como si se tratara de un sujeto activo y de un objeto pasivo. Ciertamente, hay acción y pasión en cada uno de los términos en relación. Pero, por lo mismo, no se puede reducir ésta a una reversibilidad susceptible de ser recorrida de un término a otro, y viceversa. La constitución de una correlación reversible solo la podría concebir la mirada común y exterior de un tercero, que de hecho, como lo hacemos nosotros aquí, oblitera el carácter de primera y segunda personas singulares de los relacionados, al tener que abordar a éstos como si se tratara de un él (decimos: un o el “yo”, un o el “tú”) o de ellos. 109
Es decir, al tener que hablar de ellos, al tener que tematizar. La traición de esta traducción consiste precisamente en desconocer que en ese dirigirse el uno al otro, uno y otro recorren o trazan de distinta manera ese espacio. El ir del uno al otro, así como lo que va del uno al otro y viceversa, no se deja recoger en una unidad sintética que acopla a los relacionados. Incluso una homologación analógica al presentar esta relación como si se tratara del encuentro de un “ego” con un “alter ego” falsea el acontecimiento y, de esta manera, transgrede también el requerimiento de la descripción unilateral. Que en el encuentro ambas direcciones no sean transitables por una mirada común, significa también que los términos en relación permanecen separados de manera irreductible, y desplegando cada cual un “papel” diferente, no homologable, arraigado en la unicidad no clausurable de cada uno: de un “yo” que se dirige o habla a un “tú”. Para un “yo”, dirigirse a otro, es dirigirse a un “tú”, es decir a un diferente antes que a un semejante, y a quien le habla desde la otra rivera. Es esta separación, esta ausencia de frontera común entre los relacionados, incomparables, lo que exige respetar la descripción unilateral y sanciona a la mirada de sobrevuelo. Es decir, exige que se aborde la relación a partir de la unicidad no clausurable de un “yo”; de un “yo” que, porque ya dirigido hacia un “tú” –más acá de todo inicio o cualquier iniciativa que uno pueda sincronizar–, se yergue según la an-arquía de la inicialidad de la apertura. Pero esta an-arquía, que implica un distanciamiento de la voluntad de origen o arche, no hace necesariamente referencia a un caos, a una falta de orden. Ella es también un descriptor de la acogida en el con-tacto, de la separación en el encuentro. Remite precisamente a la inmediatez de lo que arriba cada vez a alguien, impidiendo que ese cada vez se clausure en una unidad de presencia, interrumpiendo o adelantándose a la sincronía de la totalidad. De esta manera, la separación en el encuentro corresponde a la inmediatez del imperativo de la interpelación, que escinde el lenguaje en el juego del dar y recibir la palabra, entre un “yo” y un “tú” que, antes de todo contenido comunicable, se buscan. En efecto, la inmediatez de este imperativo no asegura que el encuentro se vaya a producir necesariamente. No consiste ella en una estructura o verdad ontológica que podría esquivar el carácter de acontecimiento de lo aquí en juego. Precisamente aquella “inmediatez”, o “an-arquía”, refiere hacia esa acontecialidad de los acontecimientos. Y un “quizá” (vielleicht) (Celan, 1999: 505-506) irreductible determina a la poética de Celan; aquí, la incertidumbre no merma con la exigencia del imperativo de la interpelación. Si la potencia reveladora del apretón de manos, de ese tocar-se ya tocado por el otro, se ofrece en la carta como el soporte que permite referir lo común entre el poema y el hombre, esto es, el a-nudamiento ético-poético en la ocasión del poema y en el acontecimiento humano, y que Celan procura hacer reconocible, apuntalar bajo el carácter de lo principial, este anudamiento principial no se separa del asedio de lo precario. Principialidad, 110
pues, que no prescribe ningún arche o telos asegurados, y cuya necesidad se inscribe, más bien, como una exigencia ligada a la contingencia, a la historicidad. Tal como, en la carta, aquella “voz” no se separa del “mutismo”: el poema, el hombre van, se encuentran lanzados hacia lo Otro que puede ser un “tú”, sin poder disolver los avatares del estar en camino, y, por lo mismo, sin poder anticipar el éxito del encuentro. Por ello también, aquellos experimentos verbales pueden adquirir sentido y valor en tanto que “ejercicios espirituales”: aquel que está en camino no es de entrada él mismo, no es una entidad subsistente ya dada y simplemente por descubrir o develar. Antes de todo re-conocimiento, aquel que está en camino, que es o se yergue según su estar ahí, que necesita de las manos para advenir a sí, es alguien que es su transformación en tanto que ser ex-puesto, en tanto que destinación. Precisamente, como lo decíamos, las manos indican aquí al hombre, así como al poema, como “lugar de envío”: su estar dirigido hacia lo Otro porque este ya ha venido a abrirle, entonces, desde un lugar an-árquico. Pero nada asegura que este “lugar de envío” devenga “ejercicio espiritual” logrado; nada prescribe que un poema, que unas manos devengan, también en los términos de la carta, “verdaderos”. No sólo porque, por ejemplo, una botella mensajera, lanzada, que va, puede ser recibida como un trasto. O porque un artefacto escrito puede circular tan maquinal y anónimamente como un chisme. O porque ese mismo artefacto o ese dispositivo operador que son las manos puede convertirse, en tanto que lugar de envío, en un proceso ciego que marcha, que funciona de acuerdo a una algorítmica impecable; un proceso en el que, predeterminado mecánicamente a través de la “hechura” o la habitualidad, sin tú ni yo por tanto, se movilizan convertidos en meros emisores y receptores de señales-estímulos. Manipulación de la “hechura” que se presta también para el juego de la ostensión, del simulacro. De esto nos habla, entre otros lugares, un poema de Cambio de aliento: ELIMIDA POR EL MORDIENTE del viento radiante de tu lenguaje el palabreo abigarrado de lo pseudovivido – el perpoema de cien lenguas, el nadema (Celan, 1999: 214; Gadamer, 1999: 106).
Esta primera estrofa nos habla, como comenta Gadamer (1999: 107109), de dos suertes de sucesos de lenguaje. Uno, designado con “el viento radiante de tu lenguaje”, y que vendría a contraponerse, a desenmascarar a aquel otro: el “palabreo abigarrado” de lo pseudo-vivido, de los poemas aparentes que hablan cien lenguas y que, por lo mismo, no testimonian nada en verdad. Este desenmascaramiento mostraría al “per-poema” (Mein-/gedicht), o poema aparente, como “nadema” (Genicht), como inanidad insustancial a pesar de su aparente composición. Pero nada asegura, en los términos de los 111
últimos versos del mismo poema, un “irrefutable testimonio” (dein unumstössliches Zeugnis); nada protege, de antemano, de un falso brillo del lenguaje. Como también, y por lo mismo, nada asegura los rendimientos efectivos de la distinción reconocida aquí por Gadamer. Como ya lo decíamos, un irreductible “quizá” determina a esta poética. Porque también, una “mano”, un “nombre”, tras lo acontecedero, pueden permanecer “para siempre” tendidas, sin lograr allegar aquello que buscan alcanzar. Como se lee en la estrofa final del último poema de Soles filamentos: Imagínate: Esto me tocó en suerte, en vela el nombre, en vela la mano para siempre, desde lo insepultable (Celan, 1999: 310).
Lo dicho en esta estrofa no dejará de repercutir en lo que sigue. Lo que intento por el momento es resaltar la irreductibilidad de aquel “quizá” que tensa, que pone en vilo cada vez a la ocasión del poema, al acontecimiento humano en su estar en camino. Insisto en que la incertidumbre no merma con la exigencia de lo verdadero que trae consigo la inmediatez del imperativo de la interpelación. En esta estrofa, en efecto, ¿qué es, si se puede preguntar así, lo que ha venido a requerir, a despertar a esta mano y a ese nombre, y para voltearlos hacia qué o quién? ¿Permanecen ellos en el suspenso de su puro ir? ¿Y es que aquella inmediatez no se confunde acaso con este velar del nombre y de la mano, con este estar en vigilia “para siempre” en la apertura de lo acaecido, de lo caído en suerte y que no permite duelo ni conversión alguna; como el arribo de aquel mutismo –del que se habló anteriormente– que no calla y nos ata? LUGAR DE ENVÍO
También la carta, insistiendo sobre ese “quizá”, sobre su manera de repercutir en la fuerza por lo mismo lábil de aquella exigencia principial, nos habla de la necesidad de un cierto estar atento, de un permanecer vigilante. Y lo hace precisamente para señalar una condición de la chance de la ocasión del poema. Una condición ciertamente inestable, y cuya necesidad pone en vilo también al acontecimiento humano. O, más exactamente, es el estar en vilo de lo humano. “Los poemas –nos dice Celan– son también regalos (Geschenke); regalos para quienes están atentos. Regalos que llevan consigo destino (Schicksal)”. Con todo, es hacia esta afirmación que queremos conducir, finalmente, nuestra dirección interrogativa. Ello nos permitirá retomar, si bien todavía bajo un carácter programático y aunque evidentemente muy implicados en nuestro desarrollo, los términos que aquí nos convocan. 112
¿Quiénes son aquí “los atentos”, los que han de permanecer vigilantes? ¿Se alude aquí a aquel que escribe el poema o a aquel que lo lee? ¿Nos devuelve esta afirmación a aquella con la que comenzamos nuestro comentario, en la que se sostiene que el poeta vuelve a quedar separado de su complicidad originaria apenas el poema está realmente ahí? Y es que, ¿qué significa esta reincidencia, ese “volver a quedar separado” cuando el desprendimiento del poema se hace lugar, precisamente, como lugar de envío? Un rodeo por El Meridiano (Celan, 1999: 499-510), también de 1960, nos puede ayudar a avanzar en estas interrogantes. Contextualicemos: luego de referirse Celan, en este discurso, a la fuerte tendencia del poema –“el poema hoy”– al enmudecimiento, y al esfuerzo de este por persistir “desde su ya-no-más a su siempre-todavía”, y donde este “siempre-todavía” sólo sería posible como “habla actualizada” y posible de encontrar “en el poema del que no olvida que habla bajo el ángulo de inclinación de su existir”; tras referirse, pues, a aquello por lo que el poema se señala como lenguaje “de un individuo solo” y, en cuanto portador de esta signatura, “solitario”, entonces resalta también que esta soledad no excluye que el poema permanezca siempre un llamado al Otro, en y hacia el encuentro (Begegnung). El poema “está solo y en camino […] quiere ir hacia un Otro, necesita a ese Otro, necesita un enfrente. Lo busca, se profiere en pos de él”. Y es como el ofrecimiento de una precisión y condición de este movimiento de apertura, de este enderezarse del poema, “solitario”, hacia un Otro, que encontramos encadenado a esta secuencia el tema de la atención (Aufmerksamkeit), del poema como portador de una atención “a todo lo que sale a su encuentro”, hasta el más mínimo detalle. Y cita Celan, entonces, de un ensayo de Walter Benjamin sobre Kafka, una frase de Malebranche: “la atención es la oración natural del alma” (Celan, 1999, p. 507; Oyarzún, 2005, p. 163). Que Celan decida pasar por este ensayo de Benjamin para citar a Malebranche, no debiera sernos indiferente. ¿Privilegio del hallazgo por sobre la fuente, porque más cerca de la experiencia dialógica, y porque así se marca más nítidamente la eventualidad en su singularidad, tal vez el interlocutor que trajo la palabra? Y las comillas, ¿no son acaso ellas mismas signo de la palabra recibida? ¿Y no pueden ser ellas también signos de atención, de extrema atención? Y, en efecto, Celan habla de unas comillas al final de El Meridiano, de una comillas que podrían ser entendidas como “orejitas de liebre” (Hasenöhrchen), “vale decir, como algo que escucha no sin cierto miedo, más allá de sí mismo y de las palabras” (). Orejitas temblorosas, con temple de interjección, y atentas a la menor señal; orejitas ex-puestas, que no pueden siquiera “pestañear”, en dirección y asustadizas en entorno inquietante. Atención, pues, comenta Levinas, como “receptividad extrema, porque extrema donación”. Atención como lo extremo de la subjetividad, como lo extremo de una pasividad irreversible más acá o más allá de toda facultad o 113
forma a priori subjetiva, porque apertura a lo inanticipable que puede volverse hacia ella, o porque ya estremecida por la irrupción de lo Otro. De esta manera comienza a desbrozarse el camino hacia el lugar del poema como lugar de envíos o como regalos que pueden traer consigo, para quien hace la prueba de la atención, destino. Las palabras “regalo” y “destino” traducen aquí, respectivamente, Geschenk y Schicksal. La memoria que enlaza a estos términos es relevante para una comprensión del “estar ahí” del poema, para la ocasión del poema: en Geschenk (regalo, presente), formado a partir del verbo schenken (dar, regalar), resuena también el verbo schicken (enviar, destinar), que ha dado lugar al sustantivo Schicksal (destino, suerte, fortuna). Los poemas, en su “estar ahí”, portan la signatura de aquel que, desde la estrechez de su existir, desde su “rincón lírico”, “habla” y permanece atento: signatura de quien, como las orejitas de liebre, “escucha más allá de sí mismo y de las palabras”; signatura, pues, de una subjetividad o escucha única que, desbordada y precedida en la an-arquía no-sincronizable de la inicialidad de la apertura, experimenta con el material verbal. Y experimentar, por tanto, que responde a un más allá que ya ha venido a incrustarse en esa toma de palabra, en ese artefacto escrito que, por lo mismo, permanece irreductible tanto al sistema de la lengua como al diseño allí maniobrado o intencionado. Dicho de otro modo, diseño o artefacto que porta en él un más allá que ha venido a interpelarle, a despertarle, y al que responde, por lo mismo, tardíamente; es decir, sin saber saturar la brecha o el descalce abierto entonces, en el plazo de su “hoy”. De manera que esa toma de palabra, ese artefacto escrito que es el poema porta la huella de una escucha que precede a esa misma toma de palabra; es ya respuesta a una solicitación, cristalización del estremecimiento de la atención imantada incluso hasta el riesgo del mutismo que, a pesar de esto mismo, no anula la direccionalidad de la destinación. Toma de palabra, por tanto, que porta en ella misma el reparto del juego del dar y recibir la palabra, la brecha de un “cada vez” sin síntesis que se agiliza, sorteando por cierto múltiples interferencias, en la situación de la acogida y del ofrecimiento. Portar una signatura, la inscripción de un gesto poético, es ya asunto de una travesía de uno a otro, la garantía y el riesgo de un presente, de un envío que se pro-yecta, a su vez, como exigencia de lectura, como llamado a otro y su respuesta posible. Los poemas se mantienen de pié en tanto que lugar de envío; buscan equilibrio, a partir de la inestabilidad del juego o reparto anárquico del dar y recibir la palabra, en tanto que respuesta a una escucha y llamado a la escucha de otro. Transmisión o trayectoria entre dos escuchas, por la que aquel que, desde la unicidad de su “rincón lírico”, vuelve a quedar separado. Separado, pero por ello mismo, esto es, en tanto que asiste atentamente a ese lugar de envío, a pesar de y/o gracias a este lugar de envío, por ello mismo, separado y en camino. Es decir, en la promesa de la subjeti114
vidad que, como toda palabra, acaece prometiendo y prometiendo-se, en la proveniencia y destinación de un consentimiento sin iniciativa: bajo la exigencia y la principialidad de un sí a lo Otro que es ya un sí de lo Otro, esto es, respuesta debida a un tú cada vez singular.
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BIBLIOGRAFÍA Benjamin, W. (1997). Gesammelte Schriften, vol. II-2. Frankfurt am Main : Suhrkamp. Bollack, J. (2001). Poésie contre poésie. Celan et la littérature. Paris: PUF. Broda, M. (1986). Dans la main de personne. Essai sur Paul Celan. Paris: Cerf. Celan, P. (1999). Obras completas. Trad. de José Reina. Madrid: Trotta. Gadamer, H.-G. (1999). ¿Quién soy yo y quién eres tú? Comentario a Cristal de aliento de Paul Celan. Barcelona: Herder. Heidegger, M. (1983). Ciencia y técnica. Santiago de Chile: Ed. Universitaria. Lacoue-Labarthe, P. (1986). La poésie comme expérience. Paris: Bourgois. Levinas, E. (1976). Noms propes. Paris: Fata Morgana. Oyarzún, P. (2005). Entre Celan y Heidegger. Santiago de Chile: Metales Pesados.
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ALGUNAS IDEAS SOBRE SUBJETIVIDAD, ESCRITURA, SILENCIO LORENA AMARO CASTRO Pontificia Universidad Católica de Chile
Resumen El presente texto intenta brindar una síntesis reflexiva acerca del trabajo que sobre la subjetividad viene haciendo la escritura en un plano estético, proyectando un arco desde la decisiva expresión del genio en la filosofía de la naturaleza de Schelling, hasta la “irrepresentabilidad” de la subjetividad y la problematización del decir del testigo en el siglo XX. Palabras clave: experiencia, subjetividad, irrepresentabilidad, escritura, testigo. Abstract This paper attempts to offer a reflective synthesis of the ongoing work on subjectivity carried out by writing on an aestehetic level, spanning from the decisive expression of genius in Schelling’s philosophy of nature to the “irrepresentability” of subjectivity and the problematization of witness statements in the 20th century. Keywords: experience, subjectivity, irrepresentability, writing, witness.
Algunas de las ideas presentes en este artículo fueron planteadas, con otros propósitos y matices, en: "Estéticas del silencio: Irrepresentabilidad y sublimidad en la narrativa de Roberto Bolaño". En Castillo F., Gabriel (Ed.) Espesores de superficie. Actas del Primer Simposio Internacional de Estética y Filosofía. Santiago de Chile: Instituto de Estética de la P. Universidad Católica de Chile, pp. 23 - 35.
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Hablar del silencio, desde la estética, entraña una paradoja: “el silencio no existe, en un sentido literal, como experiencia del público” (Sontag, 1984: 17). No, al menos, como silencio absoluto. Las búsquedas radicales evidencian esta realidad. Es conocido el ejemplo de 4’33”, de John Cage, en que el concierto se nutre de los sonidos de la sala donde se presenta un silencioso pianista. Escritural y materialmente, el silencio se manifiesta en el blanco de la página: no hay poesía que no sea un fluir de palabras y silencios, una búsqueda rítmica. Pero, más allá de las búsquedas estéticas que tienen el silencio como horizonte indagatorio, el siglo recién pasado se abisma en un profundo, catastrófico mutismo, un silencio de lo desgarrado, un exceso que agita la conformación individual del sujeto y que se traduce, en el pensamiento de Walter Benjamin, en enmudecimiento: me refiero a los límites de la representación anunciados por el filósofo durante los años de entreguerra. Conocidos, muy conocidos, son los párrafos dedicados por él a este “enmudecimiento”, tanto en “El narrador” (1936), como en “Experiencia y pobreza” (1933, texto en que la melancolía benjaminiana, demasiado tangible en el primero de estos ensayos, se resuelve en risa bárbara), además de las cartas que dirigiera en la década del 30 a T. W. Adorno. No obstante, más allá de su ya famoso edicto sobre el retorno empobrecido de los soldados de la Primera Guerra Mundial, en su escritura asoma otra cuestión, un borde que no puede ser invisibilizado y, es más, reclama ser leído conforme al curso político, histórico y social que siguió Europa con posterioridad a los Juicios de Nüremberg (1945-1946): cómo considerar, desde la lectura benjaminiana, la ingente cantidad de textos que procuraron testimoniar las vivencias desgarradoras de esta segunda gran, devastadora guerra. Esto escribía él en 1936: “Lo que diez años más tarde se derramó en la marea de libros de guerra, era todo lo contrario de una experiencia que se transmite de boca en boca” (Benjamin, 2008: 60), aludiendo a la Primera Guerra Mundial. Lo que se había empobrecido y ya era imposible transmitir era la experiencia (Erfahrung) en cuanto vivencia susceptible de ser comunicada a través del consejo, una forma de sabiduría emanada de y devuelta a la comunidad. Contraponía esta tradición, su manufactura, al relato novelesco moderno que deviene de la mediación técnica, el cual, lejos de ofrecer consejo, esto es, proponer referentes en qué apoyarse, produce solo la visión desolada del personaje novelesco que ya no encuentra amparo –como planteaba Wolfgang Kayser a propósito de la novela barroca–, en la providencia,1 y 1
Escribe Kayser, refiriéndose a la novela barroca: “Sorpresa, permutación, entrecruce y antagonismo contra las intenciones humanas, tales son las leyes que rifen la acción abundante: en las novelas constituye esto, espiritualmente considerado, el mundo dominado por la “fortuna”. Y, no obstante, los lectores podían entregarse sin inquietud alguna a este inquietante mundo de tensiones novelísticas, ya que todas las novelas tienden hacia la unión feliz de los protagonistas y hacia la desaparición de todos los momentos de confusión, siendo esta tendencia la culminación definitiva de su estructura. De nuevo se tenía a mano una interpretación espiritual: sobre el mundo de la Fortuna se halla el de la Providencia, que se
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que vaga ahora, entonces, en un nebuloso paisaje de incertidumbre, mismo horizonte en que acontece la dubitativa, solitaria lectura. La novela de formación (Bildungsroman), género nacido al calor del progreso burgués, daba cuenta, para Benjamin, de ese camino incierto de los protagonistas novelescos, en su trabajoso encuentro con las circunstancias históricas y sociales al que los obliga, en cada caso, su época. Bajo el abrigo de un mismo fuego, el del hogar burgués, la autobiografía en su forma moderna también pareciera proyectar la subjetividad en tensión, en escrituras autorreflexivas que anticipan, a juicio de Paul Jay (1993), las modalidades del psicoanálisis, y que ya no adhieren, por cierto, a ningún absoluto: son apenas tanteos, como se planteó Montaigne cuando bautizó sus libros con el significativo –y en ese momento original– título de Ensayos, inaugurando una forma crucial del discurso moderno, marcado por la mirada y la enunciación personales. Si no en el mundo de la novela, ni en el de la narración tradicional, ¿dónde posicionar, pues, el texto testimonial emanado de situaciones de vida extremas, como aquellas a las que se refiere Benjamin? ¿Qué fue lo que encontró su lugar en esas escrituras del derrumbe? Para Benjamin el tipo de shock que produce la guerra no es, realmente, experiencia, en el sentido que él registra para la misma: como plantea Martin Jay (2009), el filósofo se refería a la Erfahrung como viaje de vida y superación de sus peligros, contrapuesta en muchos sentidos a la Erlebnis (vivencia) en que se concentraron los filósofos de la Lebensphilosophie y que entrañaba una disrupción o rasgadura de la experiencia cotidiana por una intensidad inhabitual, posibilitada – según fuese el filósofo que la abordara a principios del siglo XX—, por la violencia o el erotismo, rasgadura cercana, por cierto, a la experiencia estética (lo que en Benjamin, por otra parte, podría ser equiparable a la iluminación profana, a la que refiere en su ensayo sobre el surrealismo). La experiencia del narrador, en el relato benjaminiano, sería palpable sobre todo en la figura del moribundo capaz de narrar su vida; es en esta figura que, como plantea Pablo Oyarzún, se puede vincular el pensamiento del filósofo alemán con una teoría de la justicia (Oyarzún en Benjamin: 46). El narrador es “la figura en que el justo se encuentra consigo mismo” (Benjamin: 96), como plantea enigmáticamente Benjamin en las últimas líneas de su ensayo sobre Leskow, plasmando una imagen de dignidad ancestral. Desde mi punto de vista, cabe preguntarse, pues, sobre la tensa relación de dos imágenes: la del moribundo en su lecho de muerte, remontándose a “una vida entera” (ibíd.) y, por otra parte, aquel empobrecido, ese que retorna, con los ojos vaciados, de la experiencia concentracionaria,2 en que evidenmanifiesta en el transcurso del relato mediante signos e intervenciones bien patentes, cuidando, al fin, de que todo termine felizmente” (Kayser 8) 2 Esta alusión a la mirada encuentra su correlato en el siguiente pasaje de La escritura o la vida, del español Jorge Semprún, sobreviviente de Buchenwald: “Me observan, la mirada descompuesta, llena de es-
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temente ha muerto algo. Aquel en que pesa, como nunca, el bulto enorme de lo irrecuperable. Los sobrevivientes de los campos, lejos de guardar silencio, se convierten en voces que atestiguan. Y no en sordina: maldiciendo, incluso, a quien no desee oír o ver. Conocido es el caso de Primo Levi, quien siente como un deber narrar, narrar a cuantos sea posible, lo que ocurrió en Auschwitz. Es por esto mismo, y porque vivimos un siglo en que lo testimonial, del modo en que nos exceden las posibilidades de la biopolítica, excede también los espacios editoriales buscando nuevas formas de comunicabilidad, que inquieta saber más, reflexionar nuevamente sobre la supuesta irrepresentabilidad de la experiencia y su dignidad, su sabiduría y su justicia. Aquello que se ha escrito por décadas, que aun hoy no cesa de ser escrito o reescrito por los hijos, por los nietos en que pervive una memoria, ¿qué es? ¿Qué subyace a la idea de “irrepresentabilidad” de estas experiencias? El universo de respuestas vinculadas con esta pregunta es amplio; en este artículo espero brindar máxime una síntesis, arrancando una reflexión no de la disciplina histórica y sus controversias, sino desde el trabajo que sobre la subjetividad viene haciendo la escritura en un plano estético, proyectando un arco desde la decisiva expresión del genio en la filosofía de la naturaleza de Schelling, hasta la “irrepresentabilidad” de la subjetividad y la problematización del decir del testigo en el siglo XX. UNA TIRADA DE DADOS JAMÁS ABOLIRÁ EL AZAR
El genio, escribe Simón Marchán Fiz, es un oscuro, inexplicable poder a través del cual es posible reconciliar lo aparentemente irreconciliable: La creación artística, al igual que ocurre con la actividad del filósofo, parte del desdoblamiento de actividades contrapuestas, irreconciliables; no obstante, lo peculiar de la misma, a diferencia de lo que acontece en el proceder filosófico, estriba en superar esa escisión; en reunificar lo que está separado en la naturaleza y en la historia, en la vida y en el obrar; en remonta las confrontaciones entre la libertad y la necesidad, entre la subjetividad y la objetividad, entre lo consciente y lo no consciente (110) panto […] Mi pelo cortado al rape, no puede ser motivo, ni causa de ello. Los jóvenes reclutas, los campesinos humildes, mucha más gente lleva inocentemente el pelo cortado al rape. Trivial en cuanto estilo. A nadie le asombra un corte de pelo al cero. No tiene nada de espantoso. ¿Mi atuendo entonces? Sin duda resulta de lo más intrigante: unos trapos estrafalarios. […] ¿Mi delgadez? Deben de haber visto cosas peores antes. […] No queda más que mi mirada, eso concluyo, que pueda intrigarles hasta ese punto. Es el horror de mi mirada lo que revela la suya, horrorizada. Si, en definitiva, mis ojos son un espejo, debo de tener una mirada de loco, de desolación” (15-16).
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El genio fue, pues, para los románticos, un creador absoluto conectado con los cajones secretos de lo inconsciente, cuya presencia se dejó sentir, pese a la “pérdida de la aureola” baudeleriana, hasta entrado el siglo XX. A mi modo de ver, es posible visualizar la contraparte de esta presencia absoluta y misteriosa en el vaciamiento igualmente prodigioso de la escritura impersonal mallarmeana, la que hace visible, palpable, los dilemas que ya desde fines del siglo XVIII presagiaban la contemporánea filosofía del lenguaje, en un horizonte en que se trizan la noción de sujeto y verdad esenciales. Stéphane Mallarmé transformó la conciencia literaria europea. Extremó la idea del “Libro” infinito, proyecto de tradición romántica que dio origen entre otros al poema aludido y a una serie de cartas y textos en que plantea las características que puede tener ese libro imposible, el cual ha sido comparado con el “libro de arena” y el “aleph” borgeanos. Se verifican allí las aporías del espacio literario, como también la imposibilidad de doblar la realidad, como pretende Mallarmé. La suya es una duplicación ideal que acaba por hacer ostensible la materialidad del poema, constelación de tinta en que las palabras destellan como estrellas negras sobre un fondo blanco, centradas en sí mismas, intransitivas. De este modo se llega a la culminación de un aspecto de la estética romántica, que contrapuso la palabra cotidiana, servil, a la palabra glorificada, inútil, autotélica. La poesía moderna, en su afán de absoluto, acaba por negarse, consagrando, como dice Octavio Paz, “la impotencia de la palabra”, a la vez que la paradojal soberanía de ella misma (257; 273-274), una escritura que, a partir del Adiós proferido por Rimbaud en Una temporada en el infierno y de la inquebrantabilidad del azar mallarmeano, continuamente renace de su propia anulación. En un ensayo escrito en 1970, Agamben se refiere a esta búsqueda como el “sueño del Terror”; el fracaso del “perfecto Terrorista” radicaría en que la búsqueda del significado absoluto se transforma en la destrucción de todo significado, para dejar sobrevivir solamente signos, formas sin sentido. Es la paradoja del poeta que procura una obra absoluta donde ningún elemento sea dejado al azar, pero inevitablemente, la obra enmudece: el Libro nunca será publicado. Se inauguran de este modo no sólo las estéticas del silencio, sino también, aparentemente, las del fracaso. Y la subjetividad se desplaza desde la interioridad agustiniana que caracterizó la escritura moderna, hacia la otredad del lector y sus trayectorias de lectura. Algunos autores contemporáneos renuncian a plantear significados absolutos, al tiempo que la escritura misma se vuelve indagación de un origen jamás capturado o apenas un movimiento de restauración frente a la muerte. Michel Foucault, por ejemplo, argumenta, teniendo como horizonte el pensamiento de Maurice Blanchot, que la literatura “no es el lenguaje que se identifica consigo mismo hasta el punto de su incandescente manifestación”, sino, por el contrario, “el lenguaje alejándose lo más posible de sí mismo” 121
(Foucault: 12): la literatura sería distancia y dispersión de los signos, más que un retorno sobre ellos mismos, como propiciarían la retórica o la estilística. Qué quiere decir esto: que el sujeto de la literatura “no sería tanto la positividad del lenguaje” (Foucault: 13), su afirmación, sino más bien el vacío que este engendra. A juicio de Foucault, esta condición es característica de la ficción occidental a partir de los años 60. La renuncia a la positividad del lenguaje, la apuesta por la aparente superficialidad de un discurso paradójico y aporético, no constituiría en sí misma un fracaso. El nihilismo se instala en la escritura, pero es que negatividad y escritura se vinculan desde mucho antes: quizás una de las escenas primordiales de esta historia sea el diálogo de Fedro y Sócrates. Permítaseme una alusión que ya se ha hecho común cuando hablamos del silencio de la escritura: en aquel texto, Sócrates asimila el mutismo de la escritura al de la palabra oracular y al mutismo de las figuras pintadas. La escritura manifiesta una ausencia. Dice Blanchot, en La bestia de Lascaux y a propósito de esta cuestión, tan presente en la filosofía contemporánea, que este silencio es “silencio majestuoso, mutismo en sí mismo inhumano y que hace proyectarse en el arte el escalofrío de las fuerzas sagradas, esas fuerzas que, por el horror y el terror, abren al hombre a regiones extrañas” (Blanchot: 25). Esas fuerzas aparecen como liberadas de toda subjetividad, al tiempo que constituyen un espacio nuevo, extraño espacio al que de otras formas aluden diversos escritores y ensayistas de la contemporaneidad. A propósito de las propuestas escriturales del propio Blanchot, Foucault plantea que el ser del lenguaje no aparece por sí mismo más que en la desaparición del sujeto. A esta extraña relación se accede mediante una forma de pensamiento que Occidente apenas ha esbozado, un pensamiento “que se mantiene fuera de toda subjetividad” y que hace surgir sus límites como desde el exterior, manteniéndose en el umbral de toda positividad y desplegándose en un vacío, en la distancia que lo constituye “y en la que se esfuman, desde el momento en que es objeto de la mirada, sus certidumbres inmediatas”. Este pensamiento es el que llama “pensamiento del afuera” (Foucault: 16-17). HACIA LO NEUTRO
Se puede establecer un diálogo entre esta noción del afuera, como aquello que excede los límites de toda representación, manifiesto en la liminaridad del lenguaje, con otra noción enigmática, lo “neutro”, que Roland Barthes asedió durante su penúltimo seminario en el Collège de France (1977-78) y que lo acompañó por lo menos desde los textos escritos a fines de los sesenta.
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Una cuestión parece común a ambas nociones: se trata de espacios huérfanos de toda subjetividad: muerte del autor, muerte del sujeto, presencia misteriosa de un discurso-murmullo que se sostiene como último escombro de la obra en demolición. Barthes procura fijar su experiencia de lo neutro, renunciando a una conceptualización precisa. Ofrece, primeramente, una definición “estructural”. Lo Neutro, dice, es “aquello que desbarata el paradigma”: “¿Qué es el paradigma? Es la oposición de dos términos virtuales de los cuales actualizo uno al hablar, para producir sentido” (Barthes: 51). Es la producción de sentido la que se ve violentada, al generarse una suerte de suspensión o indeterminación: la fórmula de Bartleby, su escéptica adiaforía, podría ser un buen ejemplo de esta renuncia al sentido. Los discípulos de Barthes deberán recorrer un camino señalizado por lo que él llama “figuras”, fragmentos que funcionan como huellas de una presencia/ausencia. “No un diccionario de definiciones, sino de centelleos” (Barthes: 55). Barthes no “fabrica” los neutros: los expone (Barthes: 56) y para ello utiliza su vasta biblioteca. Se produce una figura que él mismo subraya, la de la palabra-maná, espacio de significación ambiguo, que excede o violenta los límites del pensamiento. Reaparece, en versión postmoderna, lo sublime, categoría moderna actualizada explícitamente por Lyotard, entre otros, y que en este nuevo contexto es producto del descubrimiento de “lo poco de realidad que tiene la realidad” (Lyotard: 20), en que se plantea “la inconmensurabilidad de la realidad respecto del concepto” (Lyotard: 22); según este último pensador, el arte moderno se consagra a presentar lo que hay de impresentable, desajuste que se expresaría en la ausencia de forma, en lo informe, y añado: en el silencio. Lo sublime encontraría, desde esta perspectiva, un lugar en la postmodernidad, en aquello “que indaga por presentaciones nuevas, no para gozar de ellas sino para hacer sentir mejor que hay algo que es impresentable” (Lyotard: 25). Lo sublime tendería a desplegarse en la proyección y producción de aquello que “no puede lograrse o dominarse mediante la representación o el pensamiento conceptual” (Connor: 21), proponiendo una heterotopía cultural sin límites, jerarquías o centros: una red de inconmensurabilidades expresada por una escritura enmudecida, plagada de sugerencias, de discursos que renuncian a los referentes y fundan sus propias islas de silencio. Mientras que la analítica de lo sublime en Kant encuentra su asiento en el sujeto, centro donde opera un sentimiento de agrado y a la vez de horror, en el afuera y lo neutro, aquí en cambio encontramos formulaciones que plantean su silencio en una relación con lo real y con lo impresentable, que desbordan el marco de toda subjetividad. De esta inconmensurabilidad forma parte, evidentemente, el drama de la experiencia producto de la instalación histórica –y, al modo de ver de Giorgio Agamben, culminante– de los campos concentracionarios.
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SILENCIO E IRREPRESENTABILIDAD DE LA EXPERIENCIA
Si bien la modernidad pensó el arte como una forma de buscar “los medios para expresar lo inexpresable” (Sontag: 39), criterio que habría de dar un singular prestigio a la poesía, cuyo poder radicaba en “poder decir” aquello que en otros ámbitos permanecía obstinado en su silencio (los tenues matices de la experiencia que el discurso filosófico no podía abarcar), la contemporaneidad hace trastabillar estas nociones. Lo neutro, el afuera, lo sublime postmoderno, por el contrario, parecen subrayar el otro lado de la cuestión: desde su propia inconmensurabilidad conceptual, invitan a leer lo inconmensurable de la realidad y su relación con el lenguaje, enfatizando la renuncia a expresar y la suspensión del sentido. La postmodernidad se presenta como subrayando el ideario de la modernidad, abrazando por completo la fascinación de lo impresentable. Y es que la misma filosofía presenta una nueva investidura, en cuanto construcción de una experiencia de lo posible en que se expresa, “no el pensamiento, sino la potencia de pensar; no la escritura, sino la hoja en blanco” (Agamben, 2001a: 105). Por otra parte, se verifica un giro en la relación entre lenguaje, experiencia y representación. Según Agamben y Martin Jay, uno de los acontecimientos más visibles de la literatura moderna fue, precisamente, la introducción de las intensidades de la experiencia, incluso ya desde textos como los Ensayos de Montaigne. La Primera Gran Guerra, sin embargo, llevaría a autores como Walter Benjamin a formular la idea ya citada de una “pobreza de experiencia” de la época moderna, que el filósofo sustenta en el retorno enmudecido de los combatientes y la imposibilidad de comunicar el horror. El solo nombre de “Auschwitz” ilustraría este vacío y la problemática que en adelante deberá asumir cualquier propósito artístico que pretenda hacer hablar a esta realidad. Lo irrepresentable se vincula, desde esta perspectiva, con lo abyecto. Para Julia Kristeva, la irrepresentabilidad se define por aquello que no pertenece a un lenguaje particular, aquello intolerable, impensable, horrible. Esta abyección linda, por su inefabilidad, con lo sublime romántico y es descrita como una catarsis ambigua: su vaguedad e imprecisión constituyen la contracara de los códigos sociales y culturales establecidos (pienso nuevamente en el paradigma barthesiano), una zona de flujo que amenaza, perturba y fascina. Desde el ámbito de la historiografía, un autor como Frank LaCapra advierte sobre esta fascinación, intentando hacer hablar nuevamente a la experiencia, rescatando la subjetividad incluso en la construcción del relato histórico. Como él, varios autores retornan a la idea de la escritura autobiográfica/testimonial en cuanto literatura referencial, en que el envío a la “realidad” debiera impactar en la lectura de un modo particular, un modo ético. Por otra parte, recoger el texto benjaminiano acríticamente podría conducir hacia un camino sin salida, un camino a mi modo de ver, erróneo: como plan-
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tea LaCapra en Escribir la historia, escribir el trauma, y como constata también en un plano más cercano Jaume Peris Blanes, autor de un muy bien documentado texto sobre la memoria de los campos de concentración en Chile, es fácil convertir esta sublimidad postmoderna, la “irrepresentabilidad” de las situaciones históricas que colapsan las relaciones entre experiencia y representación, en mero cliché, que en vez de marcar la diferencia de cada experiencia –y el reclamo de los sobrevivientes por su singularidad– plantearía una lógica igualmente totalizante que la que da origen a la experiencia represiva, un último y macabro giro de la razón ilustrada que deviene razón instrumental y reificadora. La renuncia a la representabilidad y la comunicabilidad de la experiencia, la fascinación de lo sublime en la lectura del Horror así, con mayúscula, preservaría lo idéntico, dado que cualquier experiencia límite compartiría esta imposibilidad. Las narrativas contemporáneas, desde diversas perspectivas, asedian la muerte y el horror; una cultura de la memoria se levanta, y creo que no inútilmente, en torno a las cicatrices. No proporcionan un saber, no consiguen erigir explicaciones, no pueden ni tan siquiera probar su propia veracidad,3 pero como señala Beatriz Sarlo en Tiempo pasado, esta rememoración puede devolver la confianza a la primera persona que narra su vida y, en última instancia, “reparar una identidad lastimada” (Sarlo: 22). La necesidad de compartir el relato quizás responda, en parte, a la idea de construir un espejo en que otros también puedan lograrlo. Sarlo, entre otros críticos que en el Cono Sur se han ocupado de los problemas de la memoria colectiva, advierten que el testigo y su testimonio se invisten, inevitablemente, de una suerte de sacralidad, por la sola presencia de su voz y su relato en primera persona. Pero, en la vereda opuesta, hay también un desacomodo fundamental en esta figura central en las prácticas discursivas de la última mitad del siglo XX. Según plantea el filósofo Giorgio Agamben, “en latín hay dos palabras para referirse al testigo. La primera, testis, de la que deriva nuestro término “testigo”, significa etimológicamente aquel que se sitúa como tercero (terstis) en un proceso o un litigio entre dos contendientes. La segunda, superstes, hace referencia al que ha vivido una determinada realidad, ha pasado hasta el final por un acontecimiento y está, pues, en condiciones de ofrecer un testimonio sobre él (15). Aludiendo al problema del testigo en el caso de los campos de concentración, Agamben plantea las dificultades de erigirse como tales, cuando no se ha pasado efectivamente “hasta el final”: la reducción a la muerte o, en algunos casos en que los que él se detiene particularmente, la reducción hasta lo que ya no parece humano, lo que Primo Levi reveló como la existencia de los llamados 3
“Todo testimonio quiere ser creído y, sin embargo, no lleva en sí mismo las pruebas por las cuales puede comprobarse su veracidad, sino que ellas deben venir desde afuera” (Sarlo: 47).
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“musulmanes”, seres humanos enmudecidos y extraviados hasta el punto de no ser ya, prácticamente, humanos. Ser testigo es, pues, problemático. Porque no se vivieron las condiciones últimas del horror. Porque se regresó. Pero aunque fracturado por este dolor esencial, el discurso testimonial, tan discutido, reclama el reconocimiento público, el reconocimiento desde una nueva plataforma, distinta a aquella en que fue desmantelado el sujeto por obra de las corrientes postestructuralistas, cuyo apogeo vincula lúcidamente Edward Said con el del reaganismo norteamericano de los años 80. Por esos mismos años ya se alzaban críticas contra estas formas de pensamiento, acusadas de disolver “el yo en un texto y luego en aire diáfano”, rebajando el discurso autobiográfico a “un mero tartamudeo” y reduciendo su propia crítica a un “balbuceo sobre el tartamudeo”.4 Pero más allá de las críticas que haya podido erigir cierto conservadurismo, diagnósticos como el de LaCapra, de las melancólicas formas que adopta el pensamiento contemporáneo en una pérdida que no tiene fin –y que instala siempre en el centro de sus argumentos la forma de un vacío, una ausencia– parece necesario desde esta orilla del pensamiento, la orilla latinoamericana en que las luchas por el sujeto político y por la dignidad de la ciudadanía reclaman formas efectivas de justicia, formas de enfrentar memoria, escritura y subjetividad, sin apagar las bullas del sujeto y su experiencia, o lo que queda de ella en la sociedad mediatizada del espectáculo, la velocidad y la información.
BIBLIOGRAFÍA Agamben, G. (2005). El hombre sin contenido. Barcelona: Áltera. 4 Los
dichos son del crítico James Olney, citados por Paul John Eakin (80).
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VIDA Y OBRA: ROLAND BARTHES Y LA ESCRITURA DEL DIARIO ALBERTO GIORDANO Universidad Nacional de Rosario – CONICET
Resumen A partir de una lectura de los motivos teóricos y las decisiones éticas expuestas en la “Deliberación” que sostuvo Roland Barthes en 1979 sobre la conveniencia de llevar un diario de escritor con miras a su publicación, se propone un recorrido por el conjunto de otros ensayos y fragmentos de Barthes sobre el diario íntimo, y por sus propios ejercicios diarísticos (la mayoría publicados póstumamente), en el contexto de la búsqueda literarioexistencial, formulada en “Mucho tiempo he estado acostándome temprano” (1978), de un “tercer género”, ni ensayo ni novela, que posibilite la transformación de vida en obra. Además de discutir algunas afirmaciones críticas de Barthes sobre la inactualidad del diario de escritor, formuladas por primera vez en 1966, se evalúan los aciertos y las limitaciones éticas y literarias de sus “simulacros” de diario, con particular atención a “Noches de Paris” y Diario de duelo. Palabras clave: Roland Barthes, diario de escritor, literatura y vida, literatura y ética. Abstract From a reading of the theoretical basis and ethical decisions outlined in the "Deliberación" held by Roland Barthes in 1979 on whether to keep a writer’s diary with a view to its publication, we analyze a set of other Barthes's essays and fragments about the diary, and his own diarist's exercises (mostly published posthumously), in the context of literary-existential search, expressed in “Mucho tiempo he estado acostándome temprano” (1978), a "third gender”, neither novel nor essay, which enables the transformation of life into work. Besides discussing some of Barthes's critical statements about the lack of actuality of the writer’s diary, first raised in 1966, we assess the ethical and literary strengths and limitations of his “simulacra” of diary, with particular attention to “Noches de Paris” and Diario de duelo. Keywords: Roland Barthes, writer’s diary, literature and life, literature and ethics.
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¿Cuántas veces oímos decir que el discurso de la crítica literaria es uno de los más permeables al influjo de las modas intelectuales y que la obra de Roland Barthes, tomada en su desarrollo, es decir, en la sucesión de libros que la componen, se ofrece casi espectacularmente como ejemplo de esta sujeción? Habría en ella un primer momento, brechtiano, en el que la especificidad literaria se define en términos ideológicos, como compromiso formal determinado en última instancia por la Historia. A ese momento sociológico, signado por el encuentro de marxismo y existencialismo, lo seguiría otro con menos pretensiones políticas, en el que los términos que explican el funcionamiento discursivo de la literatura los proveen la lingüística y la semiología. El breve interregno estructuralista haría lugar en seguida a la teoría del texto, apuntalada masivamente por el psicoanálisis lacaniano y las filosofías de la diferencia (Deleuze y Derrida), en la que ya no se trata de lo específico sino de lo singular, de la literatura como acontecimiento irreductible. Del textualismo generalizado se desprendería el último momento, el del giro autobiográfico en clave nietzscheana: la literatura deviene el Otro, el interlocutor eminente y desconocido, de los ejercicios éticos que ejecuta el crítico cuando ensaya la microfísica de su estupidez. Todo esto es una ristra de generalidades desprovista de matices, de inflexiones sutiles, pero también la reconstrucción a grandes trazos de cómo se encadenaron efectivamente, siempre en sintonía con el aire de los tiempos, los contextos intelectuales en los que Barthes encontró cada vez las “abstracciones” que le permitieron encausar conceptualmente los “gestos” que su cuerpo de crítico literario hacía en ese momento.1 Sin desconocer las virtudes pedagógicas de este tipo de presentaciones, en las que hay un sujeto que se conserva idéntico a sí mismo a través de todos los momentos, aunque más no sea como sujeto a la moda de cada temporada, prefiero pensar la obra de Barthes sobre todo en términos de recomienzo e inactualidad, es decir, de insistencia y afirmación de lo anacrónico y lo indeterminado (fechada y al mismo tiempo sustraída de cualquier presente). La evidencia del desarrollo y de la sujeción a la ley del contexto disimula el movimiento espiralado y discontinuo, hecho de progresiones y desplazamientos imprevistos, de permanencias obsesivas y discretas transformaciones, que caracteriza la errancia de cualquier búsqueda esencial. Como todo lo que impone su interés, porque nos atrae hacia la experiencia de su ambigüedad, los ensayos de Barthes exhiben las huellas del horizonte cultural que los condicionó mientras señalan el advenimiento de posibilidades críticas que recién comenzamos a imaginar. Las entredicen, como una promesa de sentido que desprende cada libro del contexto que lo identifica para que lo podamos reescribir.
1 Ver “Los
gestos de la idea”, en Barthes ,1978: 108.
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Alguna vez hice girar la constelación de ensayos en los que Barthes dialoga con la literatura alrededor de un centro inestable, la interrogación por el poder y las potencias, mezclando los distintos momentos de su obra hasta impugnar las condiciones que sirvieron para delimitarlos.2 ¿Qué puede la literatura y cómo puede la crítica responder activamente a su afirmación intransitiva? Cada vez que la subjetividad del ensayista aparece tensionada por la coexistencia de dos impulsos heterogéneos, los que responden a lo intransferible de los afectos que despiertan ciertas lecturas (“¡esto fue escrito para mí!”) y los que obedecen a la necesidad profesional de atribuirle a esa ocurrencia que se quiere misteriosa un valor definido (“esto hace bien, porque nos enseña algo”),3 cada vez que los modos del ensayo barthesiano afirman simultáneamente “lo Irreductible de la literatura: lo que en ella resiste y sobrevive a los discursos tipificados que la rodean” (Barthes, 1982: 131) y los compromisos morales que el deseo de saber contrae con la cultura, asistimos al recomienzo de la crítica como búsqueda de la literatura, búsqueda determinada por la indeterminación de lo literario, que no niega, pero sí neutraliza y deja inoperante, después de reclamarlo, el ejercicio de la contextualización. Esta vez querría intentar una excursión mucho menos ambiciosa, plegándome a la insistencia de otras preguntas, las que atraviesan la deliberación que Barthes habría sostenido durante casi cuatro décadas sobre la conveniencia de llevar un diario de escritor. Por diario de escritor entiendo, cuando salto de la evidencia empírica a la arrogancia conceptual, un diario que, sin renunciar al registro de lo privado o lo íntimo, expone el encuentro de notación y vida desde una perspectiva literaria y desde esa perspectiva se interroga por el valor y la eficacia del hábito (¿disciplina, pasión, manía?) de anotar algo en cada jornada. Aunque por lo general la sitúen en el borde externo de los márgenes que delimitan su actividad, la práctica del diario plantea a los escritores problemas específicos de técnica literaria, ligados a la conciencia que han adquirido de los poderes y los límites del lenguaje cuando se propone representar o capturar de algún modo fragmentos de vida, como así también les plantea cuestiones más mundanas, ligadas a las posibilidades o los riesgos de la autofiguración (¿a través de qué imagen se lo reconocerá, la de un egotista impenitente, la de una moralista o la de un experimentador –según la trillada metáfora del diario como laboratorio?). Cuando hablo de perspectiva literaria, pienso entonces, a la vez, en exigencias institucionales determinadas históricamente, y en los requerimientos del 2 Ver Giordano,
1995. De las varias supersticiones morales que alejan al crítico de la afirmación de la literatura como ocurrencia intransitiva, la creencia en el valor pedagógico de lo que sucede en la lectura es tal vez la más resistente. El recurso al estereotipo “lo que la literatura nos enseña” (¿quién no cedió a sus encantos?), aunque refiere a algo que desconocen los saberes que la rodean, se impone, a la larga o a la corta, como un límite infranqueable contra el que se debilita cualquier tentativa de pensar críticamente una ética del acontecimiento literario. 3
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deseo de literatura (deseo de un encuentro inmediato entre vida y escritura) que liga secretamente al escritor con su obra. Tanto el primero como el último ensayo que Barthes publicó en vida tratan sobre la escritura del diario. Es solo una casualidad, ¿pero cómo no usufructuar de ella para darle al comienzo de la argumentación un golpe de efecto? En “Notas sobre André Gide y su Diario”, de 1942, el joven Barthes no duda en afirmar la continuidad entre escritura intima y obra de arte cuando las confesiones se autonomizan del ejercicio espiritual que las concita “por el placer que produce leerlas” (Barthes, 2003: 13). Todavía más interesante, más radical como gesto de lectura imaginativa, es la figuración del diarista como personaje literario. Los papeles personales de un escritor ofrecen claves para el desciframiento psicológico y la interpretación estética. Barthes no se priva de estas convenciones, pero además descubre en el diario potencias imaginarias que revierten sobre lo autobiográfico el orden ambiguo de la ficción. Por el estilo de sus notaciones, pero sobre todo por la fuerza, al mismo tiempo disciplinada e insensata, que lo lleva a recomenzar casi infinitamente el ejercicio, el Gide del Diario es tal vez la invención más fascinante de su literatura: un ser huidizo, hecho de contradicciones y simultaneidades anómalas, fluctuante por la firmeza de sus convicciones, un sabio que sin embargo no es razonable, porque se sostiene en el temblor antes que en la certeza.4 En el otro extremo de la diacronía, 1979, encontramos una “Deliberación” personal sobre el género, que al menos retóricamente tenía que ayudarlo en ese momento a tomar una decisión: “¿debería escribir un diario con vistas a su publicación? ¿Podría convertir el diario en una ‘obra’”? (Barthes, 1986: 366). Este ensayo, en el que coexisten la especulación crítica con la transcripción de algunas ejercitaciones prácticas (ocho entradas de un diario de 1977, más una de 1979), merecerá luego un comentario a partir de sus alcances éticos (no tan profundos como parecen a primera vista) y sobre el interés de algunos motivos teóricos examinados. Por el momento, recuerdo que Barthes no resuelve el problema, que no resolverlo es, en su caso, el resultado de habérselo planteado con rigor y coherencia, y anticipo que las razones que justifican ese final decepcionante ponen en manos del lector herramientas para prolongar, y acaso resolver, la deliberación en otras direcciones. Lo más sorprendente del primer ensayo es que Barthes ya había descubierto al escribirlo qué procedimiento y qué principio constructivo son los que mejor responderán en casi cualquier contexto a su sensibilidad crítica, el 4
Cuando en una de las sesiones del curso La preparación de la novela, la del 19 de enero de 1980, vuelva sobre lo que entonces llamará “modernidad” del Diario gidiano, Barthes expondrá la transformación del diarista-testigo en “actor de escritura” (lo que llamo personaje literario) a partir de la complejidad de niveles que supone la enunciación del Yo confesional: “1) Yo es sincero. 2) Yo es de una sinceridad artificial. 3) La sinceridad no es pertinente, se convierte en una cualidad del texto que debe ponerse entre comillas” (Barthes, 2005: 277). Más adelante volveré sobre la necesidad de entrecomillar el valor sinceridad en la práctica de los intimistas modernos, entre los que encontraremos al propio Barthes.
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fragmento y la estructura rapsódica, y cómo se puede argumentar el valor de estas preferencias en términos de rigor metodológico: más vale correr los riesgos de la incoherencia que reducir a sistema un proceso abierto a las contradicciones. Cuando el ejercicio de lo discontinuo ya sea un hábito legitimado, que se celebre sin necesidad de justificaciones, exaltará el isomorfismo entre el tema de aquel texto precoz, la escritura del diario, y el modo que eligió para exponerlo, la escritura del ensayo, dándole retrospectivamente a su devenir crítico la apariencia ligeramente irónica de un destino secreto en vísperas de su consumación. Con la coartada de la disertación destruida se llega a la práctica regular del fragmento; luego, del fragmento se pasa al ‘diario’. Entonces, ¿no es la meta de todo esto el otorgarse el derecho a escribir un ‘diario’. ¿No tengo razón en considerar todo lo que he escrito como un esfuerzo clandestino y obstinado para hacer que reaparezca un día, libremente, el tema del ‘diario’ gidiano? Quizá es sencillamente el texto inicial que aflora en el horizonte último […]
Sin embargo, el “diario” (autobiográfico) está hoy desacreditado. (Barthes, 1978: 104). Entramos de lleno en el clima espiritual de la “Deliberación”, un espesamiento que tiene lugar cuando la duda y el resquemor interfieren la realización de un deseo arcaico que de todos modos se obstina. El curso arremolinado que toma el pensamiento crítico del último Barthes desplegaría las ambigüedades de su transferencia con Gide. Las ganas de hacer literatura se habrían despertado leyendo el Diario pero para satisfacerse parcialmente, no a través de la escritura de una novela que abrace generosamente el mundo (esto será hasta el final lo imposible por definición y el súmmum de lo deseable), sino a través de otra forma fragmentaria y de estatuto incierto, la del ensayo. Desde este desplazamiento originario, que no dejará de ocurrir a lo largo de toda la obra, impregnándola de belleza e intensidad, hay que leer la voluntad programática, tan manifiesta en los últimos años, de que el ensayo se metamorfosee en diario para mostrar, más acá de las exigencias y las aventuras conceptuales, la vida como acontecimiento sutil. El problema es que los placeres y las convicciones del lector que pude descubrir literatura en una notación desprovista de intenciones estéticas no se proyectan sobre su metamorfosis en escritor-diarista. Los fantasmas del descrédito cultural (si hasta Proust se burló de los que practicaban el género) ensombrecen la peripecia. Una de las dos cimas que alcanzó la experimentación barthesiana con lo novelesco de la escritura ensayística, ese límite de la argumentación en el que la potencia indecible de los afectos intensifica y al mismo tiempo neutraliza la precisión conceptual, es la conferencia “Mucho tiempo he estado acostándome temprano”, dictada en el Collège de France el 19 de octubre de
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1978.5 Menos por un impulso vitalista, que por una necesidad extrema de supervivencia, Barthes afirma la voluntad de inscribir su trabajo a partir de ese momento bajo la divisa incipit Vita Nova. Este programa, al que ya había aludido en la Lección inaugural de la cátedra de Semiología Lingüística (Barthes, 1982: 150), tiene alcance existencial y se basa en una teoría de las “edades” como mutación y no como progresión de las posibilidades de vida. La exigencia de trabajar activamente sobre sí mismo para propiciar el advenimiento de lo nuevo no nace de un reclamo moral de perfeccionamiento, sino de la necesidad de recuperarse de la aflicción y la acedía. El trato cada vez más íntimo con los fantasmas de la impotencia amorosa y creativa habrán sido, cuando la vida recomience, condiciones casi negativas para su renovación. Como habría hecho Proust, con quien establece una identificación casi absoluta, mediada por la creencia en el valor absoluto de la literatura, Barthes encomienda su mutación al descubrimiento “de una forma que recoja el sufrimiento (que acaba de conocer de manera absoluta, con la muerte de su madre) y lo trascienda” (Barthes, 1987a: 329), una forma que no sería, en su caso, la del ensayo (porque siente, tal vez con razón, que ya agotó las posibilidades novelescas del género), ni la de la novela en su sentido convencional (porque sabe, con certeza, que no podría escribir una).6 A la “tercera forma” que serviría para representar el orden de los afectos con discreción, sin imponerla la fijeza de los lugares comunes sentimentales ni las imposturas del egotismo, Barthes la llama, de todos modos, Novela, porque entiende que sólo la Novela podría movilizar las potencias que corresponden a su edad: la fuerza impersonal del amor y el poder de la compasión. No es que esté pensando en un relato, ni siquiera en su versión fragmentada, sino más bien en un engarce aleatorio de notaciones capaces de conjugar la elegancia formal con la verdad del instante en el que se insinúa un afecto. La práctica de la notación registra contingencias e individualiza matices, “capta una viruta del presente, tal cual salta a nuestra observación” (Barthes, 2005: 141), es decir, tal cual
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La otra cima es La cámara lúcida, publicada en 1980, pero escrita entre el 15 de abril y el 3 de junio de 1979. Los dos cursos que componen La preparación de la novela (“De la vida a la obra”, dictado entre el 2 de diciembre de 1978 y el 10 de marzo de 1979, y “La obra como voluntad”, entre el 1 de diciembre de 1979 y el 25 de febrero de 1980) desarrollan, con luminosa pedagogía, los fundamentos éticos y el sentido de las decisiones retóricas tomadas para la escritura de los dos ensayos-límite. 6 Apuntes para un ensayo sobre continuidad y variaciones en la gran tradición francesa de los escritoresmoralistas: la primera razón que da Barthes para justificar la imposibilidad de escribir una novela, no sabe mentir (aunque quiera, aunque tampoco pueda decir la Verdad), es casi la misma que se daba Charles Du Bos en el Diario, cuando se lamentaba de su escrupulosa y muy literal concepción de la sinceridad: “aun cuando poseyera esa imaginación creadora que no tengo, no estoy absolutamente seguro de que consintiese en servirme de ella, de que llegara a imponer silencio a ese aspecto profundo y como intratable de mi naturaleza que se revela contra toda transposición, cualquiera que sea” (Du Bos, 1947: 246). Con el psicoanálisis de su lado, Barthes le añade al argumento moral un giro revelador: “el rechazo de ‘mentir’ puede remitir a un Narcisismo: no tengo, me parece, más que una imaginación fantasmática (no fabuladora), es decir, narcisista” (Barthes, 2005: 265).
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nos punza sutilmente, encegueciendo la comprensión (esa ceguera puntual recibe, entre otros, los nombres de goce, punctum y sentido obtuso). Barthes tenía presente la posibilidad de un texto que ligase “añicos de novela” (Barthes, 1987a: 272) sin forzar la continuidad, por lo menos desde mediados de los 60. En los ejercicios de un aprendiz anónimo que finalmente no se convirtió en escritor (la alegoría autobiográfica parece evidente), encontró fragmentos con impulso novelesco pero desprendidos de cualquier desarrollo, en los que la brevedad suponía un ritmo de interrupciones y recomienzos desplazados y no un repliegue a partir de la clausura sintáctica. Los llamó incidentes, “cosas que caen, sin golpe y sin embargo con un movimiento que no es infinito: continuidad discontinua del copo de nieve” (Ídem: 273). Bajo este título, entre sus papeles póstumos, los editores encontraron un texto listo para ser publicado en Tel Quel en el que Barthes recogió una serie heterogénea de apuntes casuales tomados en Marruecos, en 1968 y 1969. Son instantáneas al borde de la insignificancia, desprovistas de valor representativo (no apuntan a la reconstrucción del carácter del observador ni de la idiosincrasia de los seres observados), rastros evanescentes de algunos encuentros fortuitos con gestos o imágenes impregnados de sensación de vida y certeza de realidad. Cuando unos años después de aquel periplo encantador por Tánger y Rabat, Barthes asuma a desgano el compromiso de un servicio militante obligatorio, el viaje a la China de la Revolución Cultural en compañía de los amigos de Tel Quel, llevará, entre el 11 de abril y el 4 de mayo de 1974, un diario de viaje en el que registrará obsesivamente cada visitas tediosa de cada jornada extenuante (a fábricas, escuelas, exposiciones industriales, astilleros, hospitales, museos, parques y espectáculos deportivos), con miras a la escritura de un testimonio ideológico personal que publicará al regreso. (Como estos diarios fueron concebidos meramente como ayuda memoria para facilitar la redacción del testimonio, aunque también cumplen funciones de refugio y resguardo del el equilibrio sentimental del viajero, y registran aquí y allá el despuntar de lo curioso, no participan en absoluto de la búsqueda existencial-literaria de la “tercera forma” y están muy lejos de responder a las exigencias de la Vita Nova). La decepción y el fastidio que provoca, incluso en un barthesiano impenitente, la lectura del Diario de mi viaje a China, se corresponde con la decepción y el fastidio que experimentó Barthes a lo largo de toda la misión y a que no hizo mucho más que registrarlo. China le resultó insulsa y anegada por la reproducción de estereotipos políticos. Los huéspedes, aunque hospitalarios, actuaban como máquinas parlantes, insípidas, sin pliegues verbales, al servicio de las arrogancias estalinistas. La programación sin pausas ni fisuras a la que estuvo sometido el periplo, esterilizó la posibilidad de sorpresas e incidentes, sobre todo de los eróticos, que el viajero perseguía en vano, con obstinación adolescente (no habían pasado dos días del arribo a Pekín y ya se estaba lamentando por lo inalcanzable de unas 135
manos hermosas, por la imposibilidad de conocer al muchacho del cuellito blanco y limpio).7 La práctica del diario comparte con los cuadernos de incidentes el registro sin ataduras retóricas del matiz y la contingencia intransitiva (la ocurrencia discreta de lo que no tendrá proyecciones), pero añade además la posibilidad de figurar un yo pulverizado e incierto, sobre cuya discontinuidad se podría sostener la metamorfosis artística de la propia vida. Este es el único punto de sus especulaciones sobre la preparación de la novela en el que Barthes se aparta de Blanchot (celebro el desprendimiento, porque a veces me abruma la certidumbre, a la que sigo apostando en clase, de que el autor de El espacio literario siempre tiene la última palabra sobre cualquier problema de orden literario). Lo admiro [a Blanchot], pero me parece que fija demasiado las cosas en la oposición personal/impersonal → hay una dialéctica propia de la literatura (y creo que tiene futuro) que hace que el sujeto pueda ofrecerse como creación del arte; el arte puede ponerse en la fabricación misma del individuo; el hombre se opone menos a la obra si hace de sí mismo una obra (Barthes, 2005: 230)
¿Hace falta recordar que el futuro de este dandismo fue todavía más promisorio de lo que sospechaba Barthes? Según una tradición francesa tan arraigada y extendida como la de los cultores del intimismo, se la puede pensar como su contraparte reactiva, el diario sería la forma más inmediata en la que un escritor puede hacer de su vida una obra y, en consecuencia, la más abierta a los riesgos del egotismo, la pereza y la inautenticidad. No es raro que en la práctica de un mismo escritor coexistan humores identificables con cada una de estas tendencias. Lo raro, más bien, es encontrar un diarista que de tanto en tanto no impugne o reniegue del ejercicio que se impuso, mientras lo prosigue, porque dejó de confiar en sus virtudes o se pescó en flagrante delito de exhibicionismo y sobreactuación. El caso de Barthes es, si se quiere, anómalo, ya que cuestiona el ejercicio pero desde fuera, buscando justificaciones para saber si finalmente le convendría asumirlo. Como afirma Genette, después de darle varias vueltas a lo que juzga una anomalía sintáctica en la primera frase de “Deliberación”,8 “ce qui définit le diariste, c’est moins la constance de sa pratique que celle de son projet” (Genette, 1981: 317). Por falta de convic7
Demasiado acomodado a las facilidades del turisteo sexual en el norte africano, la impenetrabilidad de los chinitos lo decepcionó hasta el punto de la estupidez: “[Y con todo esto no habré visto la pija de un solo chino. ¿Y qué se conoce de un pueblo, si no se conoce su sexo?]” (Barthes, 2010: 114). A la luz de esta ocurrencia, me temo que Barthes sobreestimaba sus conocimientos del pueblo japonés y marroquí, lo mismo que la eficacia gnoseológica de la prostitución adolescente. 8 “Je n’ai jamais tenu de journal –ou plutôt je n’ai jamais su si je devais en tenir un” (“Nunca he llevado un diario, o más bien, nunca he sabido si debería llevar uno” (Barthes, 1986: 365).
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ción o exceso de prevenciones, Barthes nunca asumió el diario como proyecto existencial; con intermitencias simuló llevar uno, pero era nada más un experimento literario.9 El descrédito en el que habían caído, según su juicio, las funciones espirituales de la escritura diarística denunciaba la inutilidad de esta práctica. La única justificación posible para sostenerla sería entonces de orden estético: trabajar las notaciones según la poética de los incidentes (la de la suspensión del énfasis y la arrogancia) para que el simulacro de diario se convierta en obra. Esta exigencia moral encubre una distorsión a la que responden las debilidades éticas del experimento barthesiano. El devenir-obra del diario es un don de la lectura, jamás el resultado de una decisión de autor. Es el lector, cuando inventa al diarista como personaje a partir de los desdoblamientos que se desprenden del acto10 de la notación, el que opera un desplazamiento más allá del egotismo: la afirmación de la vida como potencia impersonal. Solo desde la perspectiva de un autor demasiado interesado en la imagen que podrían hacerse de él quienes lo lean (Barthes delibera emplazado en esta inquietud), el diario es “discurso” pero no “texto” (Barthes, 1986: 376), un juego de lenguaje codificado y no una experiencia de los descentramientos enunciativos. Cuando interviene la generosa disposición de lector, hasta en los bloques de narcisismo más compactos se pueden descubrir grietas por las que pasan soplos de vida desconocidos. Una de las certidumbres falsas en las que Barthes sostuvo su “Deliberación” de 1979, ya estaba enunciada, trece años antes, en la reseña de Le Journal intime de Alain Girard: “el intimismo del diario es hoy en día imposible” (Barthes, 2003: 159) porque los escritores modernos reniegan del estatuto psicológico del yo y se resisten a hablar de sí mismos en primera persona. La mención de los nombres de John Cheever, Alejandra Pizarnik, Rosa Chacel y Julio Ramón Ribeyro, cuatro diaristas extraordinarios, activos en 1966, desbarata de un solo golpe el carácter evidente y reivindicable de la supuesta caducidad del género. Los cuatro corrieron los riesgos de la autocomplacencia y la impostura, a veces con placer, a veces con espanto, porque creían en la necesidad del ejercicio autobiográfico aunque les sobraran razones para encarnizarse con sus virtudes espirituales y temerle a su prosecución. 1962: “El yo de mi diario no es, necesariamente, la persona ávida por sincerarse que lo escribe” (Pizarnik, 2003: 234); 1963: “Escribir un diario es disecarse como si se estuviera muerta” (Ídem: 345); 1969: “Acaricié el sueño de vivir sin tomar notas, sin escribir un diario. El fin consistía en trasmutar mis conflictos en obras, no en anotarlos directamente. Pero me asfixio y a la vez me marea el espacio infinito de vivir sin el límite del ‘diario’” (Ídem: 482); 1971: “Heme aquí escribiendo mi diario, por más que sé que no debe ser así, que no debo 9
A propósito de “Noches de Paris”, escribe Edmundo Bouças (2005: 94): “Ao simular um diário, mas fazendo de cada fragmento um ‘simulacro de romance’, a demanda do romanesco sugere ao diaristanarrador que se observe observando as próprias hesitações sobre a conduta do Desejo.” 10 Para una aproximación al concepto de “acto diarístico”, ver Giordano, 2009.
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escribir mi diario” (Idem: 504). Pizarnik delibera mientras actúa; sobreactúa la deliberación porque también apuesta a que el diario valga como obra. Lo conseguirá, como siempre ocurre, póstumamente (todos los diarios se leen como obra desde la perspectiva de la muerte del autor), cuando se revele que la forma y el ritmo del diario eran los que necesitaba esa vida para manifestarse como proceso de demolición en continuo recomienzo. La creencia del diarista en las potencias espirituales de su práctica (potencias siempre ambiguas, que tienen que ver con la conservación y el dispendio, con la esterilidad y la creación, con resguardarse y exponerse) es una conjetura del lector para explicarse la persistencia del ejercicio más acá de cualquier coartada razonable y la ocurrencia de lo que Barthes llama, en su aproximación a la Novela como tercer género, “Momentos de Verdad” (Barthes, 2005: 159), momentos en los que una notación transmite la verdad de un afecto como algo irrepresentable pero evidente, por la fuerza de las emociones que despierta. Se entiende que, en nombre del “psicoanálisis, la crítica sartriana de la mala conciencia [y] la crítica marxista de las ideologías” (Barthes 1986: 366) (¡hay que ver de cuántos ladrillos de distinta consistencia y formato esta hecho este muro supuestamente infranqueable!), Barthes declare perimidos los impulsos confesionales y la búsqueda de sinceridad, porque piensa en el diario que no querría escribir. Pero cuando el lector encuentra en el que llevó durante 1977, en la entrada del 13 de agosto, esta frase que irrumpe después del relato de un accidente banal: “De repente me resulta totalmente indiferente no ser moderno” (Barthes, 1986: 374), le parece estar en presencia de un acto de purificación, nacido de la necesidad de desprenderse de lo que hasta entonces era un valor profesional, para abrirse a las incertidumbres de la vida que recomienza bajo el aliento de lo anacrónico. No importa que no podamos evaluarlo en términos de sinceridad, el acto se impone como auténtico porque tiene la fuerza transformadora de una confesión: el escritor-diarista trabaja sobre sí mismo, se observa activamente, para fabricarse una verdad que convenga a los deseos de su edad. En otro diario que comenzó a llevar inmediatamente después de ponerle el punto final a “Deliberación”, el que los editores titularon “Noches de Paris”, Barthes profundiza su voluntad de anacronismo. No solo se desprende de la moral vanguardista, además cuestiona el valor de quienes la representan (¿Sollers?, ¿Sarduy?): “Siempre esta misma idea [al pasar de los textos supuestamente transgresores al “libro verdadero”, Memorias de ultratumba]: ¿y si los Modernos se hubieran equivocado? ¿Y si no tuvieran talento?” (Barthes, 1987b: 94). Tal vez sólo un crítico al que también lo entusiasme, en tiempos de culturalismo y “post-autonomía”, el futuro de la literatura como misterio inactual, pueda sentir que la confesión de este desencanto configura un “momento de verdad”. Hay otros registros, como las interferencias del duelo por la muerte de la madre a través de un acto fallido, o el repliegue infantil del cuerpo adulto cuando ve venir una reconvención, que podrían 138
conmover casi a cualquier lector por la sobriedad con la que envuelven una carga de afectos íntimos asociados a lo original y originario de las experiencias intersubjetivas. Como no llegó a publicarlo en vida y todavía le faltaban algunos retoques finales, ignoramos si “Noches de Paris” pudo significar para Barthes una tentativa lograda de convertir el diario en Novela. El lector queda insatisfecho porque la retórica demasiado conclusiva con la que se cierra la última entrada hace evidente la simulación. Después de anotar a lo largo de dieciséis jornadas la repetición desgastante de rechazos, fastidios y desilusiones, la mezcla de tedio y desesperación que preside los vagabundeos nocturnos, Barthes abusa de la lógica discursiva y pone punto final (al espesamiento de la vida y al registro de sus pormenores). He tocado un poco el piano para O., a petición suya, a sabiendas de que acababa de renunciar a él para siempre; tiene bonitos ojos y una expresión dulce, suavizada por los cabellos largos: he aquí un ser delicado pero inaccesible y enigmático, tierno y distante a la vez. Luego le he dicho que se fuera, con la excusa del trabajo, y la convicción de que habíamos terminado, y de que, con él, algo más había terminado: el amor de un muchacho (Barthes, 1987b: 130).
Si en los “momentos de verdad” el lector siente el paso imperceptible de la vida a través de la escritura, este sería un “momento de impostura”, porque reconocemos que la autofiguración en clave de serena asunción de las limitaciones existenciales está al servicio de un programa de renovación que, por demasiado declarado, se convirtió en moral. Ya que el interés prioritario de Barthes era retórico, para garantizar el efecto de autenticidad debió haber añadido por lo menos otra entrada, con el registro de una noche más en el Flore, expectante y al borde de la penúltima desilusión. Los verdaderos diarios se interrumpen, no se cierran, porque la vida no sabe de puntos finales. En los orígenes literarios del género, Amiel afirmó la incompatibilidad entre el diario íntimo y la vida matrimonial. Cuando no es célibe, el diarista lleva una doble vida, como Cheever o Gide. Barthes, que recuerda la rivalidad entre los cuadernos secretos y la figura de la esposa en su reseña del libro de Girard, es, desde esta perspectiva, un intimista clásico: recién cuando la muerte disolvió el vínculo amoroso que había contraído con la madre para toda la vida, llevó un verdadero diario. Más que la desaparición de un ser maravilloso, idealizado por la devoción (la recuerda generosa, noble e infinitamente buena, inmaculada de neurosis), lo que abrió en su corazón una herida irreversible y lo impulsó a escribir fue la desaparición de lo que eran mientras vivían juntos (siempre lo hicieron), el idilio que los mantenía inseparables. El Diario de duelo registra, preserva de infecciones sentimentales e intenta convertir en principio activo los desgarramientos de un proceso de
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viudez, más que de orfandad. Como revela un universo privado sometido a las tensiones inexpresadas de lo íntimo, y Barthes lo llevó sin propósitos de convertirlo en obra, se puede discutir, como hizo François Whal (2009), la legitimidad de su edición póstuma. El lector que ha venido siguiendo atentamente los experimentos de Barthes con la articulación entre escritura fragmentaria e impulso afectivo, lo recibe como un obsequio curioso e inesperado. “15 de marzo de 1979. Sólo yo conozco mi camino desde hace un año y medio: la economía del duelo inmóvil y no espectacular…” (Barthes, 2009: 244). La escritura secreta, clandestina, que registra los movimientos de una aflicción sustraída a las trivialidades de lo mundano, es la que corresponde a un ejercicio espiritual en el que está juego algo más exigente que la figuración de una imagen de escritor, la construcción de sí mismo como sujeto moral. Al margen de cualquier deliberación, la forma del diario se le impuso a Barthes como la más conveniente para un registro de las fluctuaciones anímicas que pudiese servir como técnica de cuidado y potenciación de lo intransferible (ese es el valor superior). Cernir el duelo en su rareza, examinar en detalle, hasta extrañarse de sí mismo, las alternancias y las simultaneidades de emotividad y reserva, de ligereza y desconsuelo, le permite vivir la aflicción activamente, no para hacer literatura (la idea lo atemoriza) sino para someter el dolor a la prueba de lo literario. “30 de noviembre. No decir Duelo. Es demasiado psicoanalítico. No estoy en duelo. Estoy afligido” (Ídem: 84). Para alcanzar la extenuación del sentido, la vivencia de la separación como desgarro íntimo, irrepresentable, hay que comenzar por resistirse a la desfiguración que provocan los lugares comunes. Este dolor es único, irrepetible, y tomo la palabra para decir que no hay palabra capaz de nombrarlo. La utopía de un duelo sin emotividad, pura aflicción incomunicable, es, como toda las utopías literarias, obra del exceso amoroso y del orgullo.
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FILOSOFÍA Y (POST)DICTADURA: A PROPÓSITO DE PATRICIO MARCHANT MIGUEL VALDERRAMA Universidad ARCIS
Resumen El presente texto ensaya una aproximación al carácter autobiográfico de la escritura de Patricio Marchant. En base a una relación con el último Nietzsche, se apuesta por la experiencia de la “muerte a medias” como experiencia articuladora de la escritura, como intensidad que imprime en ésta un carácter testamentario (póstumo). Se trataría de una escritura que registra tanto el temor a lo acaecido (lo que deja “medio muerto”), como a lo difuso de esos límites a los que va a dar ese sujeto: vida-muerte, razón-sinrazón, saber-nosaber. Palabras clave: escritura, Marchant, autobiografía, temor, muerte. Abstract This paper attempts an approach to the autobiographical nature of Patricio Marchant’s writings. On the basis of a link with the later Nietzsche, the experience of “incomplete death” is posited as the articulating principle of writing, which instills in it a testamentary (posthumous) character. Such writing would thus register the fear of both past events (which caused the incomplete death) and of the diffuseness of the boundaries awaiting the subject: life-death, reason-unreason, knowing-not knowing. Keywords: writing, Marchant, autobiography, fear, death.
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En un gesto que lo hermana al Nietzsche de Ecce homo, Patricio Marchant publica Sobre árboles y madres a la edad de cuarenta y cinco años, en la mitad sin sombra de lo que suele llamarse el mediodía de la vida. Refrendando el gesto autográfico nietzscheano, reclamándolo como lo más propio de su pensamiento, el filósofo sale del aterimiento de la escritura en el cenit de la vida. Tras casi una década obscura de silencio, hay, de pronto, la necesidad de escribir, la urgencia y la obligación de escribir. Fidelidad a la filosofía como “trabajo de escritura”, anota Marchant, como “deber de escribir nietzscheanamente” (Marchant, 1984: 81). Después de siete años “sin poder escribir nada”, de golpe el activo de un dolor se invierte: es el pasaje a la escritura. Si Platón comienza a escribir luego de la muerte de Sócrates, si la Commedia es la labor de una voz enlutada por la pérdida de un amor imposible, si los Ensayos de Montaigne son el monumento filial a la memoria de Étienne de la Boétie, habría que advertir, entonces, en la destinación de Sobre árboles y madres el lugar más propio donde se dan cita duelo y autobiografía en la filosofía nacional. Portador de un secreto que hace temblar, Marchant concibe este pasaje a la escritura como el trabajo de un duelo imposible, como el acto de una destinación incierta. Retomando una frase hurtada al psicoanálisis, podría decirse que la escritura marchantiana es la memoria de un temor inminente a “lo que ya ha tenido lugar”.1 Memoria que hace de Sobre árboles y madres un texto de duelo, una carta o tarjeta de amor ennegrecida en el correo aeropostal de la filosofía. En el linde de la vida y la muerte, más allá o más acá de la vida-la-muerte, Marchant no deja de escribir su vida. La escribe una y otra vez. Perdido en la selva oscura, avasallado por el fantasma del poema, por el encallamiento del duelo, el filósofo busca relatarse aquellas escenas inconscientes que organizan su escena de escritura. Para ello recurre a nombres propios y ajenos, a fechas y firmas diversas, a iniciales y abreviaturas, a erratas y tipografías. De ahí la apariencia “degenerada” de su escritura, la confusión joyceana de memorias y estilos que hacen de Sobre árboles y madres el Finnegans Wake de la filosofía chilena. Retenido en el umbral de Ecce homo, en la sombría cripta autobiográfica que el libro es, Marchant busca a su manera enterrar a un muerto. Al igual que Finnegans Wake, la operación hipermnésica que organiza y domina la escritura de Sobre árboles y madres no tiene otra finalidad que la de responder a la llamada de la muerte. En la mitad de la vida, se trataría de velar a un muerto, de pasar la noche en vela aferrado a la estela de su memoria. La fidelidad que se profesa a esta memoria de vida y muerte dictaría el mandato testamentario que la escritura marchantiana buscaría imponer a toda lectura presente de la filosofía. ¡Wake!, ¡vela!, aunque ya todo esté perdido, 1
La frase de Donnald W. Winnicott se encuentra en el diario de duelo que Roland Barthes lleva tras la muerte de su madre. Véase, R. Barthes, Journal de deuil: 26 octobre 1977 - 15 septembre 1979, Paris, Editions du Seuil, 2009 [Anotación del 10 de mayo de 1978].
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aunque el temor inminente a lo que ya ha tenido lugar vuelva imposible distinguir entre vida y muerte, entre la vida y la muerte. ¡Wake!, ¡sostén la vigilia de la escritura! El wake joyceano acompaña en todo momento la puesta en abismo que organiza la especulación autobiográfica en Sobre árboles y madres. El mandato testamentario que resuena en la memoria de este wake, y en la memoria de las múltiples máscaras que lo disimulan y encubren, es el de un duelo imposible que pone y depone a la vez la especulación autobiográfica sobre la vida y la muerte. Hacer el duelo de la propia vida, comparecer a la llamada espectral del más allá de la vida y la muerte, sería acaso la lección auto-bio-tanato-heterográfica que un Nietzsche moribundo legaría a la filosofía. Cuestión de aprender a leer a Nietzsche, advierte Marchant, sobre todo Ecce homo. Muerto a medias, y destinado en su otra mitad a un sacrificio que le vendría de Dioniso y el Crucificado, el firmante de Ecce homo querría sobrevivir a la muerte en el propio envío de su escritura, en la afirmación trascendental del doble “sí” de su firma. Entre el día y la noche, entre Ulysses y Finnegans Wake, entre la madre y el padre, Nietzsche buscaría despertar a la vida, despertar a la muerte, buscaría mantenerse en la vela de la razón ante la posibilidad de su anonadamiento o hundimiento. ¿Lectura joyceana de Ecce homo? ¿Lectura que se desprende de la interpretación marchantiana de los problemas de la firma, el nombre y la autobiografía? ¿Lectura que busca leer en Finnegans Wake el trabajo de duelo en la postdictadura, que insiste en advertir en esa “historia del mundo” la infinita tarea del lenguaje y de la memoria, del testimonio y la narración? ¿Lectura de una poética y de una política del testimonio elaborada en el límite de la experiencia, en el wake o estela de una experiencia literaria límite de la destrucción de la experiencia? Aprender a vivir, aprender a morir. No de otra cosa habla Nietzsche. Y sin embargo, en aquello que vela o vigila en el trabajo de reescritura marchantiana del último Nietzsche puede reconocerse también el temor a lo que ya ha tenido lugar. Temor a no poder distinguir claramente la vida de la muerte, el mediodía del atardecer, el día de la noche. Temor a abandonar la guardia, a confundir la vigilia con el sueño, la salud con la enfermedad, la razón con la sinrazón. Este temor está presente en Marchant como escena que falta, como lapsus y saber de la escritura. A partir de una tradición que lee a Sócrates con Nietzsche, y a Nietzsche con Sócrates, sabido es que este temor asedia toda transferencia testamentaria en filosofía, toda herencia o destinación por venir de las diversas historias de un nombre que se quiere póstumo. Así, en las escenas que faltan en la gran escena de invención de la filosofía cabría siempre observar la confesión de un secreto, el testimonio enloquecido y enloquecedor de una escena de pasión, transmisión y secreto. Escena de escenas, la gran escena político145
literaria de invención de la filosofía es bien conocida por Marchant. En un típico ejemplo nietzscheano de inversión platónica, el filósofo chileno presenta la escena de nacimiento de la filosofía en la estela del wake de la muerte (Marchant, 2000: 335-355). Retomando la lección nietzscheana del Fedón, Marchant vuelve con Nietzsche a las últimas palabras que Sócrates pronuncia a sus amigos antes de morir: “Oh, Critón, debo un gallo a Asclepio”. Palabras que recuerdan una deuda, el pago de una obligación. Palabras que parecen advertir que por salir de la vida el viejo filósofo está en deuda con el dios de la salud. Contra este deseo de muerte se alza la crítica nietzscheana: Esta ridícula y terrible ‘última palabra’ significa para el que tenga oídos: ‘Oh Critón, ¡la vida es una enfermedad!’. ¡Cómo es posible! Un hombre como él, que había vivido alegre y como un soldado a la vista de todos — ¡era pesimista! Había puesto simplemente sólo una buena cara a la vida ¡y a lo largo de su vida había escondido su último juicio, su más íntimo sentimiento! Sócrates, ¡Sócrates padeció la vida! Pero se vengó de eso — ¡con aquellas palabras veladas, espantosas, piadosas y blasfemas! ¡Tenía que vengarse además un Sócrates! ¿Había un grano de menos generosidad en su sobreabundante virtud? — ¡Ah, amigos! ¡También tenemos que superar a los griegos! (Nietzsche, 1990: § 340).
A Sócrates se “le soltó la lengua”, protesta Nietzsche. No importa qué, nada justifica esta última palabra. Nietzsche querría callar al moribundo, querría que se llevara con él el secreto a la tumba. Acompañando esta queja, identificándose como quien dice con ella, Marchant lee en la condena nietzscheana de Sócrates una condena de la filosofía. Condena que parece exponer, asimismo, en su insistencia o reiteración, la doble negación de una escena de secreto y muerte, de duelo y traición. Por la complejidad de las identificaciones y denegaciones que están en juego en esta intriga enlutada, por el juego de máscaras que exhuman y velan a la vez los distintos nombres de Nietzsche y Marchant, no habría que olvidar el secreto temblor que se anuncia en el estremecimiento de Nietzsche con Sócrates, no habría que descuidar el secreto que se expone en la escena de transferencia amorosa que anuda el nombre de Nietzsche al nombre de Sócrates. Así, y a contrapelo de cierta interpretación vitalista de la querella de Nietzsche con Sócrates, habría que reconocer en el odio amoroso que Nietzsche le profesa a Sócrates el secreto saber de un terrible secreto. Nietzsche, que deseó ser el cantor de la alegría de existir y vivir, acabaría sospechando, y temiendo, que la vida sólo sea una enfermedad. Sócrates, al borde del poso sepulcral, habría revelado a Nietzsche este sombrío secreto. Sócrates sileno, portador de una verdad atroz, terminaría al final de su hora por confesar lo que pensaba de la vida terrenal. Nietzsche, pensador del embarazo, paridor de centauros, querría, sin embargo, formar parte de aquella “clase superior de espíritus” que sabrían pese a todo silenciar este funesto 146
saber. Nietzsche hubiera querido que Sócrates fuera en su hora final “igualmente grande en el callar”. Nietzsche querría que ese “monstruo burlón y enamorado” hubiese permanecido silencioso en el último instante de su vida. Tal vez si así hubiera sido, Sócrates habría formado parte de un “orden todavía más elevado de espíritu”. En este deseo manifiesto de Nietzsche, puede advertirse una secreta identificación de Nietzsche con el secreto de Sócrates. Identificación de un drama común de la existencia, de un secreto saber de la vida y la muerte que bien puede identificarse con la razón de la filosofía, con el partido de Platón. Nietzsche, en este punto, no parece estar demasiado lejos del Sócrates moribundo. Las alocuciones al sacrificio presentes en textos como Ecce homo, el Crepúsculo de los ídolos o El Anticristo, encierran el presentimiento de que muerto en vida, sólo se puede concebir la propia muerte bajo la forma del sacrificio, el legado y la inmortalidad. Si Platón hizo de la filosofía el velorio inacabable del cadáver de Sócrates (Oyarzún, 1996: 377), Nietzsche hizo de Sócrates moribundo el arconte mayor de un secreto-saber de la filosofía como saber de la vida, de una vida (no) consagrada y aun (no) sacrificada al saber. Nietzsche habría buscado identificar la filosofía con la vida y la sobrevivencia, y, en el límite, en ese límite imposible de un saber más allá de la vida y la muerte, habría buscado oponer secretamente a la mortalidad de la vida, la inmortalidad de la filosofía. Los extremos se tocan. Death is the highest form of life, observa Joyce. La muerte es la forma más plena de la vida. Desdiciéndose, contradiciéndose, Nietzsche no se cansa de repetirlo, no cesa de identificarse una y otra vez con el drama del moribundo. La enfermedad de la que Sócrates va a sanar no sería la vida a secas, sino la clase de vida que llevaba Sócrates. Esta vida no sería otra que la filosofía como propedéutica mortificante, como ascesis o terapéutica espiritual: “Sócrates no es un médico, se dijo en voz baja a sí mismo: únicamente la muerte es aquí un médico… Sócrates mismo había estado únicamente enfermo durante largo tiempo” (Nietzsche, 1998: 50). La filosofía, como denegación del secreto, se organizaría así sobre el desconocimiento de que hay secreto, y de que este es inconmensurable con el saber, el conocimiento y la objetividad. El odio amoroso que Nietzsche le profesa a Sócrates se identificaría por completo con el odio amoroso que Nietzsche se profesa a sí mismo. Este odio encontraría en las figuras del testimonio, el secreto y la muerte las metáforas-conceptos de un saber de la filosofía que horrorizaría al firmante de Ecce homo. Saber marrano, si es cierto que se llama marrano, figuradamente, a cualquiera que permanezca fiel a un secreto que no ha elegido, allí mismo donde habita, en casa del habitante o del ocupante, allí mismo en donde reside sin decir no pero sin identificarse con la pertenencia o la habitación (Derrida, 1996: 140). Saber organizado en torno a lo que Jacques Derrida llama el motivo fenicio en Nietzsche, y que se establecería sobre el velamiento del supuesto de que la destrucción de la vida 147
no es más que apariencia, destrucción de la apariencia de vida. Saber testimonial, de una palabra testimonial, que es ya siempre palabra de sobrevida, sobrevivencia. Desde el punto de vista de la autobiografía, este saber de un no-saber es un saber de la muerte. Nadie más que el muriente puede testimoniar sobre aquello que está en relación con la muerte, con lo que la muerte porta consigo y que por ende es la vida misma. De ahí que si la autobiografía puede ser el duelo por la perpetua pérdida del nombre (“¡Escuchadme!, pues yo soy tal y tal. ¡Sobre todo, no me confundáis con otros!”), ella también puede presentarse al mismo tiempo como el autoanálisis interminable de un “yo” en el borde de la vida y de la razón, en ese borde o final que no pertenece ni a la vida ni a la muerte, ni a la razón ni a la sinrazón. El derrumbe de Nietzsche, diagnosticado como parálisis, no consistió simplemente en un cese, una anulación o una destrucción, ha observado recientemente Avital Ronell. El derrumbe de Nietzsche es la muerte misma, presentándose y precediéndose en la parálisis. “Desplomado, vacío, mudo, Nietzsche después de 1889 es el lugar en el que la muerte se precede infinitamente a sí misma” (Ronell, 2005: 298). Y sin embargo, agrega Ronell, podría decirse que la muerte ha atravesado a Nietzsche desde muy temprano, obligándolo a presentarse, en cierto modo, como “ya muerto” antes de la muerte. Las identificaciones con el padre muerto, y con la madre decadente, con que se inicia el primer capítulo de Ecce homo tendrían por objeto multiplicar las escenografías del quiebre final, pluralizar y repetir las nombradías del confín y del límite, haciendo imposible el establecimiento de una frontera que separara claramente la vida de la muerte. La figura de un Nietzsche marrano, de un Nietzsche “guardián” y “prisionero” del secreto de la filosofía, terminaría por revelar finalmente la presencia de un testigo que, en el juego infinito de máscaras y velamientos, de exhumaciones y sepultamientos, parecería velar la agonía de Sócrates, prolongándola infinitamente, precediéndola y anulándola en las figuras del derrumbamiento y la parálisis, del sacrificio y el suicidio, de la razón y la sinrazón, del cálculo y la donación. La filosofía sería el testimonio vacilante de la memoria de este testigo, la “vigía” o “rehén” (phroura) de una vida puesta a su custodia y cuidado, según la clásica expresión del Fedón. Lo sepa o no, lo quiera o no, en la terrible noche del duelo, en el trance de la agonía y la locura, la memoria de este secreto conserva al marrano que es Nietzsche, antes incluso de que este conserve o guarde esta memoria de vida y muerte. Ninguna lectura posible es una mala lectura. Se borra escribiendo, anota Marchant. De ahí que ante la máscara mortuoria de este Nietzsche-Sócrates, cabría retener por una vez las preguntas que un Marchant criptomarrano insiste en formular a la institución de la filosofía. ¿Qué sucede cuando ya no es posible oponer a la enfermedad de la vida el remedio de la filosofía? ¿Cómo distinguir entre sacrificio y suicidio, entre vida y sobrevida? ¿La enfermedad 148
de Sócrates no es también la enfermedad de Nietzsche? ¿Acaso el problema de Sócrates no es el problema de un hombre que se quiere póstumo, de un “yo” que busca por todos los medios “sucederse a sí mismo”, según la variación de una expresión de Lope de Vega que Nietzsche gustaba tanto citar? Si el problema de Nietzsche con Sócrates es el de un gran educador que no creía en la vida, el problema de Marchant con Nietzsche es el de un profesor de filosofía que busca aferrarse a la vida y a la filosofía “cuando ya todo está perdido”. Problema de leer ante todo en esa identificación criptofórica del profesor de filosofía con el filósofo, una identificación fantasmática entre vida y filosofía, entre un saber de la vida y un saber de la muerte. Problema de estilo. Problema de la filosofía, de su sobrevivencia. En otras palabras, más afines quizá al registro autobiográfico de la escritura marchantiana, ¿cómo continuar enseñando, pensando, cuándo se cae en la cuenta de que la filosofía no es una terapéutica de la vida? ¿Cómo seguir filosofando cuando la propia distinción entre la vida y la muerte, entre vida y muerte, es trastornada por la experiencia del mal absoluto? ¿Cómo testimoniar, cómo responder a ese secreto saber de la filosofía, cuando ya todo está perdido, cuando el único deber es sobrevivir, más allá de las habladurías y la muerte, del platonismo y el suicidio? En un juego de inversiones e identificaciones interminables con las firmas de Nietzsche y Derrida, Marchant no deja de retomar esta cuestión una y otra vez, no deja de inscribirla y enviársela entre esos dos duelos que son Glas y Ecce homo. Sin orden ni precedencia, la escritura de Sobre árboles y madres marcha piadosamente bajo el wake de la muerte. No se trata, por cierto, de la muerte del padre, ya sea el de Nietzsche, el de Derrida o el de Freud. El padre, precisamente, es aquello que la madre tacha en la escritura de Sobre árboles y madres. No se trata, análogamente, de la muerte de la filosofía, entendida ésta en su determinación metafísica o en su posibilidad historial. No. La muerte que sobrevuela todo el pensamiento de Marchant es la muerte de la madre. El filósofo llora la pérdida de la madre, se identifica a cada paso con ella, y como ella, se pregunta si la vida no será una enfermedad de la cuál sea preciso liberarse. De ahí que si Sócrates, en tanto “nombre eterno”, es “el nombre de todos los filósofos”, lo es sólo a condición de poner en acto en su agonía una escena de sobrevida que es preciso interrogar con urgencia. La escena de Sócrates moribundo, que Marchant insiste en caracterizar como la escena de un gran y compulsivo rito de muerte y sobrevivencia, es la escena de un secreto encriptado cuyo código es necesario descifrar. La escena en cuestión habla de la vida y la filosofía, y en su relación parece oponerlas. Atento a aquello que la escena sustrae a la representación de la escena, a la escena que falta en la gran escena vocacional de la filosofía, Marchant busca llamar la atención sobre “lo no escrito de lo escrito” que habita 149
en el texto filosófico. Para ello, propone leer la gran escena socrática de la pasión, muerte y sobrevivencia de la filosofía a partir de esa otra escena de lectura luctuosa que es El testamento filosófico de Charles Renouvier (Marchant, 2000: 338). Releyendo la historia de la filosofía a través de la memoria fúnebre del personalismo de Renouvier, Marchant interroga la vocación y el destino de la filosofía, y, más allá, interroga la operación del platonismo como “operación de la historia de la filosofía”. Las escenas se repiten retornando en un juego sin fin. Renouvier actúa en su lecho de muerte el guión del Sócrates moribundo. Las escenas se miman y consienten. “Renouvier no hace sino repetir, en pequeño, lo que Sócrates-Platón hicieron en grande”. “Sócrates muere para vivir, para que su filosofía –su política– sea la ‘filosofía’ misma, sea la verdad misma. Sócrates, nombre eterno, nombre de todos los filósofos. ‘Sócrates’, nombre propio de Sócrates” (Marchant, 2000: 339). En la escena de fundación de la filosofía, anota Marchant, hay en acto una economía política del nombre propio. Honrando el nombre de Sócrates se honra el nombre de cada uno de los nombres en que se expone la historia de la filosofía. Honrando la muerte de Sócrates se honra la sobrevida de la filosofía. Muertos los filósofos, queda siempre el ritual de honrar, nombrándolos (Marchant, 2000: 340). Escena nietzscheana, concluye Marchant, escena trabajada como negación de toda escena. Sin embargo, la “lastimosa compasión” que Marchant siente por el libro de Renouvier deja entrever la supervivencia de una poderosa “vocación filosófica” que, pese a todo, buscará sobrevivir a la locura y la muerte. A partir de cierta insistencia de La carte postale, cercana a la retórica inconsciente de Sobre árboles y madres, podría observarse que esta vocación de testimonio y sobrevivencia encuentra en la memoria de duelo del Sócrates “moribundo” del platonismo la conjura de la muerte en filosofía. Conjura de lo más propio de la muerte propia que acaso sea la muerte voluntaria, “el morir por mano propia”. En efecto, a propósito de la muerte de Freud, y justo un momento después de descubrir en Finnegans Wake aquel pasaje donde se hace mención al inflado parloteo del platonismo (“the babbling pumpt of platonism”), Derrida vuelve una vez más sobre la escena de Sócrates moribundo. Escena de testimonio, muerte y sobrevivencia, escena de secreto y vigilia, de duelo y traición: “Sobrevivir […] nada peor hay, ¿no es así? Imagínate a Sócrates falleciendo después de Platón. ¿Y quién juraría que eso no llega a suceder? Y siempre, incluso” (Derrida, 1980: 257). El inflado parloteo del platonismo, su interminable balbuceo, no tendría otra razón de ser que la de conjurar la posibilidad del suicidio en filosofía. La muerte voluntaria, como lo más propio de la apropiación de la vida, como la cuestión que abre a todos los problemas de la propiedad y la posesión, del don y el intercambio; la muerte voluntaria, como la cuestión que enlaza el problema del nombre propio y la muerte propia, sería aquello que se en-
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contraría sofocado o reprimido en la escena fundacional de la filosofía. “El platonismo vino a detener la catástrofe”, observa Derrida. Identificándose con Nietzsche, haciendo del tiempo de Nietzsche su propio tiempo, Marchant busca responder a la pregunta de la vida y la muerte. Aferrándose a la filosofía, encriptando su secreto como secreto saber del no saber de la filosofía, Marchant se da razones para sujetarse a la vida y al pensamiento en la época de la desaparición. Razones que advierten, sin duda, de la necesidad de salir del aterimiento de la escritura. Razones que notifican un giro testimonial en la filosofía. Parafraseando a Nicolas Abraham, podría decirse que el “yo” filosófico marchantiano reclama “la tarea de describir lo indescribible”, demandando para sí el lugar inexpresado de la lengua: “Sólo yo puedo recordar por él, puesto que antes de ser este poema, él era otro…” (Abraham, 2002: 336). Marchant se aferra a esta cita de Abraham, convirtiéndola en la ley que organiza la retórica inconsciente que trabaja en el fondo del texto: “La necesidad de mi escritura, mis reiteraciones, mis elipsis; imposibilidad de escribir de otra manera; escribiendo de otra manera, otra cosa sería lo que diría y no podría dejar oír, como lo no dicho, lo que quiero que se oiga y no podría, creo, o lo espero, dejar de oír, eso, que no sé qué es, lo que no quiero que se oiga” (Marchant, 1984: 47). Este deber de testimonio, esta imposición testamentaria de escribir cuando las “palabras faltan”, se ofrece a la filosofía como una ofrenda de vigilia y duelo, de testimonio y escritura. Respondiendo a este deber, aferrándose a él como a la vida, a una vida de sobrevivencia que es desde ya sobrevida en la-vidala-muerte, Marchant parece conjurar en la escritura un tiempo de “desolación y suicidio” (Marchant, 1984: 249). Vacilante, prendido de un secreto saber, de un oculto saber, el filósofo busca motivos para sobrevivir a la muerte. Identificándose con las firmas de Nietzsche y Derrida, dedicando su trabajo “a la amistad de Jacques Derrida”, al “ejemplo de ese trabajo”, Marchant se demora en excusas y pretextos, en justificaciones y coartadas. Pues, siempre se podría argumentar, a modo de defensa y salvaguardia, que hay algo o alguien que invita a los filósofos a suspender el wake de la muerte, que los emplaza a interrumpir la gran tradición socrática y sacrificial del ser-para-lamuerte, exhortándolos a no esperar demasiado y llevar por una vez su discurso más allá, un paso más allá: […] un joven estudiante (muy bello) creyó provocarme y, supongo, seducirme un poco preguntándome por qué no me suicidaba. A su juicio, era la única manera de ‘llevar más allá’ [‘faire suivre’, (en sus palabras)] mi ‘discurso teórico’, la única manera de ser consecuente y de producir un acontecimiento. En lugar de argumentar, de remitirlo a esto o aquello, respondí con una pirueta, ya te contaré, devolviéndole su pregunta, dándole a entender que debería de saborear, junto conmigo, el interés que visiblemente mostraba, en ese mismo momento, por esa cuestión que de hecho atendía con otros, entre ellos yo. En privado. ¿Y qué pruebas tiene, le dije, si recuerdo bien, de que no 151
lo hago, y más de una vez? Te hago la misma pregunta, a través del mismo correo. Mira, ya ni siquiera me lo mandan a decir, esa idea (de que debería suicidarme, y sin esperar demasiado, sin hacerlos esperar demasiado) parece estar bastante difundida hoy en día, me atrevería a decir que en el mundo, en los periódicos (fíjate en ciertos titulares), en todo caso en la literatura: acuérdate de Lord B., la proposición es explícita (Derrida, 1980: 19).
La literatura trabaja, sin duda, en la separación y en el paso de este más allá de la sobrevivencia. Ella se demora en el secreto de su purgatorio. Secreto de un derrumbamiento, de la publicidad de un testimonio imposible y necesario. La filosofía, en cambio, pareciera no sobrevivir a la pregunta del aferramiento, la separación y la sobrevivencia. No al menos, en la época de lo insepulto. Pues, ¿cómo llevar la filosofía “más allá” de la filosofía en un tiempo de terror que ha oscurecido la línea entre la vida y la muerte, cómo llevar la filosofía “más allá” de la filosofía, cuando el único deber posible no es otro que sobrevivir? Sobrevivir, en la desolación y el abandono. Sobrevivir, en la mitad de la vida. Sobrevivir […] nada peor hay, ¿no es así?
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BIBLIOGRAFIA Abraham, N. (2002). Pour introduire l’ “instinct filial”, Nicolas Abraham & Maria Torok, L’Écorce et le noyau, Paris: Champs-Flammarion. Barthes, R. (2009). Journal de deuil: 26 octobre 1977 - 15 septembre 1979, Paris: Editions du Seuil [Anotación del 10 de mayo de 1978]. Derrida, J. (1980). Envois. La carte postale. De Socrate à Freud et au-delà, Paris: Flammarion. ____________ (1980). La carte postale. De Socrate à Freud et au-delà. Paris: Flammarion. ____________ (1996). S’attendre à l’árrivée. Apories. Paris: Éditions Galilée. Marchant, P. (1984). Cuestiones de estilo. En: Sobre árboles y madres, Santiago de Chile: Ediciones Gato Murr. ____________ (2000). Pierre Menard como escena. En: Escritura y temblor, edición de Pablo Oyarzún y Willy Thayer. Santiago de Chile: Editorial Cuarto Propio. Nietzsche, F. (1990). La ciencia jovial (“La gaia scienza”), Caracas: Monte Ávila Editores. ____________ (1998). El problema de Sócrates. En: Crepúsculo de los ídolos. Madrid: Alianza editorial. Oyarzún, P. (1996). La búsqueda del hombre y el saber de la amistad. En: El dedo de Diógenes. La anécdota en filosofía. Santiago de Chile: Dolmen Ediciones. Ronell, A. (2005). Testing Your Love or: Breaking Up. The Test Drive. Chicago: University of Illinois Press.
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DOCUMENTOS
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PRESENTACIÓN DE LOS RECURSOS DEL RELATO CONVERSACIONES SOBRE LA FILOSOFÍA DE LA HISTORIA Y TEORÍA HISTORIOGRÁFICA DE PABLO ARAVENA N.
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CHRISTIAN MIRANDA COLLEIR Quisiéramos aludir a una imagen para comenzar esta breve presentación. Una imagen que pertenece al programa de televisión Los 80 y que hallamos casi al finalizar su primer capítulo. Sin embargo, antes de hablar específicamente de ella, no está de más recordar, también de manera muy breve, lo que presumo conoce una parte importante de los presentes. Como sabemos la serie nos cuenta la vida de una familia de clase media durante la década que le da nombre a dicho programa. El relato nos hace mirar la historia de Chile a partir de la experiencia que tiene cada uno de los personajes que conforma el núcleo familiar. Es decir, no están en el centro del argumento los acontecimientos en propiedad, sino más bien los efectos que estos acarrean a individuos comunes y corrientes. De cierta manera, se nos aparecen los estragos de la historia, en medio de la cotidianeidad de quienes no encarnan, por así decirlo, personajes históricos, figuras a las se les suele atribuir la participación en momentos esenciales de nuestro pasado. Es como si estuviéramos ante una narración que intenta asumir una escala diferente de la historia, ya no como un proceso de gran magnitud, sino en una dimensión particular que enfatiza un componente social. La forma en que comparece el pasado tampoco es secundaria, porque junto con inscribirlo a escala del individuo, se lo exhibe bajo una apariencia que recrea las condiciones de la época, en rigor no para desarrollar un relato épico. Con la finalidad de lograr mayor verosimilitud se pone en escena una voluntad de reconstruir un espacio apropiado, siguiendo, quizás sin intención, el principio que la experiencia del tiempo requiere ser espacializada para poder generar su representación, tal como lo afirma Giorgio Agamben.2 Asimismo se intercalan imágenes de televisión extraídas de los archivos de un noticiario. Cuestión que supone un 1 Texto leído el 27
de mayo de 2010 en la Universidad Viña del Mar en la presentación del libro Los recursos del relato. Conversaciones sobre la Filosofía de la Historia y Teoría Historiográfica de Pablo Aravena N, Programa de Magíster en Teoría e Historia del Arte, Departamento de Teoría de las Artes, Facultad de Artes, Universidad de Chile, Santiago de Chile, 2010. 2 Giorgio Agamben, “Tiempo e historia. Crítica del instante y del continuo” en Historia e infancia, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2007, pág. 132
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aspecto envejecido de las mismas, por el deterioro que han sufrido con el correr del tiempo, básicamente, reconocible a través de su forma granulada y el tono un tanto borroso que las caracteriza. Es sintomático esto último cuando se trata de la imagen del pasado, el que su apariencia sea difusa, ya que el desenfoque que las afectas instala una distancia entre el espectador y lo visto por él. Ciertamente, podría interpretarse lo anterior como una suerte de mirada nostálgica, basada en un tono anacrónico que hace de la imagen y del tiempo representado una realidad extemporánea. Pero, por otro lado, puede asociarse además a la reinstalación de recuerdos que nos interpelan y necesitan adquirir una mayor nitidez, para así ser dilucidados en su sentido o lograr ser reinterpretados. Tal como lo entiende Didi-Huberman cuando reivindica el concepto de anacronismo en su libro Ante el tiempo.3 De ahí que enfrentarnos a una producción como ésta implique, si se quiere, volver a preguntar por las condiciones sociales e históricas de la época, ahora que, a cierta distancia, volvemos a ellas eventualmente por los requerimientos de sentido a los que nos somete nuestro presente. La escena que queremos recordar nos muestra a la familia (salvo la madre que anda de viaje), un día cualquiera en la tarde, preparándose para cenar. El padre y sus dos hijos miran televisión en un aparato a color que el primero compró hace poco, luego de endeudarse a crédito. En eso están, cuando de repente las transmisiones se interrumpen por una cadena nacional. El que habla no es quien ustedes están pensando, sino el ministro de economía de la época, el cual se dedica a informar que el peso va a ser devaluado a consecuencia de la inflación. Apenas se interrumpe la programación diaria, los personajes se quejan, porque no pueden seguir viendo lo que hasta ese momento los mantenía entretenidos. El cambio de programa parece alterar su vida, la que muestra no estar en sintonía, por lo menos en apariencia, con el curso de los acontecimientos que se dan en el país. La historia, entonces, irrumpe en la cotidianeidad de manera intempestiva, como si perteneciera a otro orden y quienes la ven asomar no quieren hacerse cargo de ella. Por el contrario, sus actitudes delatan un malestar que puede ser leído a partir de algo más que un gesto de desagrado pasajero. No resulta demasiado aventurado notar en la molestia una incapacidad de afrontar las condiciones históricas del presente. Por eso, la desazón de los protagonistas, más que ser causa del aburrimiento, digamos sólo del simple tedio, significa algo de mayor calado. Quizás tenga que ver con la emergencia de una desafección política y ciudadana, asimismo con la reducción de la dimensión pública, que en dicho periodo, y en algún sentido, comenzó a vivir el principio de su fin. Un dato no menor es la presencia del televisor en plena escena: los acontecimientos, parte de ellos al menos, se muestran por medio de la televisión, 3 Georges
Didi-Huberman, Ante el tiempo, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2008, pág. 31ss
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gracias a la función mediadora que esta ejerce, porque de otra manera se haría imposible soportar su intensidad, según lo delata el rechazo inicial que causa en los personajes. Desde luego, se nos hace patente que los medios resultan gravitantes para traducir, aunque sea como espectáculo y con un sesgo ideológico, el presente y los acontecimientos que, como dice uno de los entrevistados del libro a presentar, se transforman en eventos. Se hacen digeribles, se dosifican en tanto son reelaborados para hacerlos entrar en la cotidianeidad de un modo fragmentado. De otra manera, implicaría una permanente desproporción insalvable entre quienes son espectadores (o sea, los individuos) y la historia entendida a gran escala. El ejemplo que acabamos de mencionar nos sirve para introducir una cuestión que determina la manera en que se ejercita el preguntar en el libro que presentamos. Se trata de una cuestión alusiva al interés acuciante por comprender la historia: las condiciones del presente suscitan, deben suscitar, la revisión comprensiva y crítica del pasado. En este caso, el malestar no se traduce en un puro rechazo, como sucede con los personajes de la serie de televisión; por el contrario, tendría que movilizar, porque lo que está en juego es la comprensión y transformación del presente. Así despuntaría en la incomodidad que mencionamos el asomo de una cierta condición contemporánea: el malestar estaría vinculado con la falta o carencia de un sentido que explique el presente y su relación con el pasado, de tal forma que de cabida a la propia existencia en la actualidad, que no deja de estar tensionada por una serie de determinaciones que luchan por apropiarse del espacio que se halla vacío de significado. Precisamente, la pregunta por el sentido nos remite ya a una dificultad que hace aflorar en el presente una condición trepidante. Como decía Nietzsche a propósito de la emergencia del nihilismo, cuando se busca en, o más bien bajo, todo acontecer el sentido, es porque ya ha devenido el influjo nihilista, justo cuando se tiene conciencia de un cierto predominio del devenir. Entonces volver sobre la historia desde el presente no resulta ser tarea fácil, toda vez que la trama que debe articularse exige reponer un sentido que ha perdido pie, cuando su naturalización se hecho evidente. De esta manera, preguntar a partir de su demanda, parece hacer trastabillar todo intento de consolidar un orden de comprensión y un discurso que lo avale, especialmente, cuando ya sabemos de la famosa frase con la cual Lyotard sentenció los grandes relatos. Este asunto tendrá un nuevo giro, uno de tantos, que vuelve más compleja la necesidad de narrar el pasado; luego que Jameson nos hiciera ver el intento por liquidar lo histórico, a manos del postmodernismo, que colaboraba con la consolidación de una industria cultura funcional al capitalismo avanzado. De acuerdo a lo que hemos sugerido hasta ahora, el ejercicio que conllevaría el desarrollo de las entrevistas del libro Los recursos del relato. Conversaciones sobre la Filosofía de la Historia y Teoría Historiográfica, consiste no sólo en someter a un escrutinio a quien es interrogado, es ante todo una forma de 159
poner a prueba el pensamiento sobre la historia. Es decir, se trata de exigir los supuestos de la teoría y filosofía que dieron origen a la dilucidación de su sentido, pero que ahora pasan por una crisis que tendió a desactivarlos, junto con el descrédito político que instaló la idea de su retroceso. En este sentido, nos parece que en Los recursos del relato, no se trata simplemente de generar preguntas que se mantengan en un ámbito erudito. Por el contrario, expone un modo de reflexión que se obliga a sí mismo a hacer comprensible el pasado, partiendo de la exigencia de repensar el presente, su condición en constante devenir, a través de una manifiesta clave política. Por eso las intenciones declaradas por el autor en la presentación del libro, nos ponen en alerta de los objetivos del mismo: Pero al menos añádase como aviso que la perspectiva en la cual hablamos de Filosofía de la Historia y Teoría Historiográfica tiene que ver siempre con los desafíos que nos plantea “la vida histórica” (para usar un concepto de José Luis Romero). No se trata de una actualización de las recetas para comprender la “historia-proceso” o de consideraciones de método para un “conocimiento objetivo”. Se trata en cambio de restituir la preeminencia del presente en todo discurso histórico. No como mero contexto del texto, sino como el lugar en que se habita (siempre con otros), como el cruce entre distintos sentidos, como campo de alta tensión, en fin, como la cantera de la que extraen –historiadores y filósofos– sus problemas.4
La cita da luces sobre el afán que mueven a sus preguntas, uno que no se reconforta por la erudición del saber histórico. Más bien busca con gran esfuerzo, al igual que sus entrevistados, hacer conscientes las condiciones de la teoría y filosofía en torno a la historia, considerando la posibilidad de su vigencia y potencial público. De ahí que esta vuelta, este retorno, pueda importunar a quien lee el contenido de las entrevistas. Una de las razones para ello es la de estar familiarizados con un historiografía que por mucho tiempo resultó ser predominante y que apostaba por mantenerse en una especie de atalaya academicista, en el supuesto que debía conservar su objetividad, no sólo en el tipo de documentos que utilizaba, digamos en el modo en que estos eran considerados, también en la actitud neutral (científica) del investigador. Mencionábamos recién el título del libro que hoy presentamos: Los recursos del relato. Un enunciado que sugiere lo que ya decían las palabras de Pablo: remite a los medios y las mediaciones que harían posible narrar la historia, dando pie a formas de tramar el pasado, en consonancia con la exigencia que pone el presente, la de comprenderse a sí mismo. Dicha voluntad 4
Pablo Aravena Núñez, Los recursos del relato. Conversaciones sobre la Filosofía de la Historia y Teoría Historiográfica, Programa de Magíster en Teoría e Historia del Arte, Departamento de Teoría de las Artes, Facultad de Artes, Universidad de Chile, Santiago de Chile, 2010, pág. 8
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de responder por el sentido de la actualidad, es una forma de preguntar que requiere ir hacia atrás en el tiempo, para convocar las condiciones históricas que puedan explicar por qué se conformó de tal modo. Sin embargo, tal aspiración de sentido no asegura la conformidad de quien pregunta, porque instala un problema que acompaña al ejercicio de pensar la historia, sobre todo cuando asume un interés preponderante por el presente, por su devenir: nos encontraríamos con un desfase constante entre pensar y acontecer. Tal vez por eso Pablo decía en la presentación de Los recursos del relato que el ámbito de la reflexión histórica, así como el presente, plantea un campo de tensiones, de alta tensión. En otro de sus libros, en el cual ejerce como articulista y editor (Nombrar el devenir), había mencionado esta cuestión: La filosofía de la historia –junto con ser uno de los productos intelectuales más característicos de la modernidad– quizá sea donde con mayor evidencia se muestra aquella tensión que prevalece en nuestra relación con lo real: el desfase entre el pensamiento y el acontecer.5
La desavenencia entre pensamiento y acontecer tendría que ver entonces con una inherente dificultad de ponerse al día, justo porque se toma el riesgo de aprehender lo que no admitiría de por sí una fijación de sentido, una (sola) determinación de significado. Esto no quiere decir necesariamente que se deba perder de vista una historia de mayor alcance y junto con ello la inteligibilidad de la experiencia del tiempo. Más bien, apunta a otra cuestión, a una insistencia en volver sobre las condiciones del presente a riesgo de constatar que todo esfuerzo tiene un resultado diferido. No es extraño, entonces, que el intento por entender la historia desde el ahora, equivalga a un ejercicio que no se detiene y debe retomarse inevitablemente, como el curso de la memoria en un individuo. El desfase más que una imposibilidad, viene a ser un acicate para correr los límites de la comprensión. Así toda veneración del pasado, todo intento de convertirlo en una instancia ejemplar o de glorificación, es decir, otorgarle una condición suprasensible, pasa a ser uno de los síntomas del exceso de historia a la que apuntaba la crítica del joven Nietzsche en su conocido texto Sobre la utilidad y perjuicio de la historia para la vida. 6 El pensador del nihilismo tendría en mente con esto, un pensamiento que se vuelca sobre la historia desatendiendo, sin embargo, el presente (su remisión a la vida) y, por tanto, fosilizaría el contenido del pasado, para asimilarlo a una comprensión de cuño metafísico y de por sí extemporánea.
5 Pablo Aravena Núñez
(ed.), Nombrar el devenir, Ediciones Escaparate, Concepción, 2009, pág. 1 Friedrich Nietzsche, Sobre la utilidad y perjuicio de la historia para la vida, Alción Editora, Córdoba, 1998, 25ss. 6
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PRESENTACIÓN DE ANALECTA: REVISTA DE HUMANIDADES N° 4 1
ISMAEL GAVILÁN MUÑOZ En mi doble calidad de académico de la Escuela de Educación de nuestra universidad y de director responsable de la revista Analecta quisiera comenzar esta presentación agradeciendo a las personas y autoridades que han permitido esta nueva edición de nuestra revista. Agradecer en primer término al equipo de académicos reunido bajo el alero del Centro de Estudios Humanísticos Integrados donde los profesores Pablo Aravena Núñez, Christian Miranda Colleir y quien les habla, hemos persistido con porfía en la realización de esta quimera, no tanto por tozudez , sino por la necesidad imperativa de otorgar un significado a la gratuidad del diálogo fluido, interesante y académico que hacen de esta instancia y su plasmación en obra – representada en esta revista– un permanente recordatorio de lo que se ha entendido y entendemos como una verdadera vida universitaria centrada en la reflexión, el análisis y la crítica. A través y desde el Centro, agradecer asimismo al profesor Pierino Forno Grimaldi su dedicación y colaboración desinteresada en la producción de Analecta que, visualmente, es producto de su innegable talento como diseñador y diagramador. En segundo término, agradecer al director de nuestra unidad académica, profesor Miguel Díaz Flores, sin cuyo interés sincero y gestión permanente para apoyar la realización de Analecta, ésta no habría tenido asidero formalizado al interior de la Escuela de Educación. En tercer lugar, agradecer el interés y apoyo suscitado para esta publicación y la potenciación de su proyecto a nuestras autoridades superiores, representadas en esta oportunidad en el vicerrector académico, profesor Juan Pablo Prieto y en la rectoría del profesor Julio Castro. Pero sin duda es pertinente agradecer y no necesariamente en último lugar a los destinatarios naturales de esta publicación: el estudiantado de las carreras de la Escuela de Educación y por ende de la universidad toda Desde su primer número, la revista Analecta se declaró como una publicación de carácter multidisciplinario en el área de las humanidades. En aquel entendido, la revista acoge temas referidos a Historia, Literatura, Filosofía, Estética y Teoría del Cine, sin prejuicio de ir, paulatinamente, recibiendo colaboraciones desde otras disciplinas humanistas como pueden ser la Antro1 Texto leído el 7
de abril de 2011 en la Universidad Viña del Mar en la presentación de Analecta: revista de
humanidades N° 4.
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pología o las Ciencias Políticas. Si bien toda producción académica posee su propios rituales para establecer coordenadas de su legitimidad al interior de la comunidad universitaria que la sustenta, creo que siempre vale la pena volver a manifestar el o los sentidos posibles que convergen en la asunción programática de una política editorial y que implica, ciertamente, una postura dentro del concierto universitario actual. De aquella manera, no es superfluo volver a revisar fundamentos y motivos, pero no tanto para constatar una posible idea o concepto de identidad, sino más bien para esclarecer de forma pertinente, la posición que esta publicación y el equipo que la articula, manifiesta en la comunidad universitaria. ¿Qué sentido tiene plantear Analecta entonces como una publicación multidisciplinaria en el área de las humanidades? Esta pregunta es todo un desafío, pues escapa a la comprensión tradicional que ha forjado el mundo universitario actual cuando le exige a sus cuadros académicos el enrolamiento en una pretendida especialización en pos de un virtual manejo de saberes con miras a una legitimación de carácter científico. Por ello, para intentar responder esta pregunta, no puedo sino desplegar lo que denominaría una estrategia de lectura que, tal vez, abra más incertidumbres e interrogantes que sancione una tajante definición aclaratoria. Desearía encontrar apoyatura para esto en un texto relativamente poco conocido, pero altamente sugerente: la lección inaugural que la ensayista y crítica argentina Beatriz Sarlo efectuó en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires a fines de 1984 en el contexto de refundación del espacio universitario argentino concluida la dictadura militar en el país trasandino. En lo fundamental, Sarlo expone en su lección, sus dudas acerca de la efectividad e incluso la utilidad del trabajo crítico de las humanidades. Y ello no por desconocer la necesidad histórica y epistemológica que le corresponde a las humanidades para ampliar el horizonte de comprensión de nuestra mismidad humana, fundada en la memoria y el otorgamiento de sentido. En absoluto, para Sarlo era pertinente hablar o referirse críticamente a la crítica de las humanidades como posibilidad discursiva, interrogarse y cuestionar las condiciones de esa misma posibilidad en un contexto académico y con la seria conciencia de la aparente y casi incontestable restricción de la función social que significa el ejercicio de tales saberes. Ciertamente en el diagnóstico de Sarlo resuenan en sordina las opiniones y consideraciones críticas de un intelectual de la talla de Edward Said que apunta sus dardos hacia la efigie de intelectual que se denomina corrientemente especialista. Tanto para Sarlo como para Said, el intelectual se debilita políticamente, pierde poder de contestación en tanto cede a las presiones del profesionalismo, lo que traería como consecuencia una incapacidad para plantear preguntas que susciten un interés colectivo más allá de los ámbitos académicos. Esto, según Sarlo, se debe fundamentalmente a la radical espe-
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cialización del discurso, a la fetichización de lo específico gracias a lo cual, el lenguaje crítico se vuelve iniciático. Sin duda que la especialización y la tecnificación de los saberes humanistas –como una variante más del amplio y complejo proceso de modernización que han padecido, al menos en América Latina y en Chile, desde la década de los 60–, determina a fin de cuentas una crisis de la forma en que tales saberes pretenden su legitimación o, más puntualmente, ello habla de una crisis de la escritura, llevando esto de modo consecuente a una crisis de la lectura: si no hay comunidad de lecto-escritura que se reconozca en la transversalidad de sus discursos, todo afán crítico sufre una deflación y el sentido sufre una derrota. Para saltar el cerco de las jergas especializadas sin caer en las trivialidades del impresionismo, para poder imaginar desde la propia experiencia crítica un lector interesado por la articulación de tales saberes en contextos ideológicos y políticos adversos, pues hace falta o se vuelve imperioso volver la mirada hacia la escritura. Es en ésta donde es posible hallar la fundamentación de toda interrogante que suscita sobre sí, la necesidad de articular una estrategia de resistencia a los poderes reductores de la academización. No se trata que la ausencia de una tecnología de análisis –o de poder dicho en clave de Foucault– vaya en desmedro del rigor de la interpretación, para nada. Se trata de otra cosa, se trata de ver en la escritura la doble faz del recurso y del fin que de modo apropiado puede resolver los problemas de inteligibilidad de los saberes humanistas: menos que una forma conveniente de experienciar el saber tal como lo conceptualiza la tradición crítica que encarnan un Lukács, un Benjamin y un Adorno, se trata de advertir en ella el organon que posibilita la mediación como portadora de una retórica que supera su propia instrumentalidad. La asimilación de la escritura como despliegue de un pensar cuya lógica es, no sólo distinta, sino contraria, a la del pragmatismo de la funcionalidad y la eficacia señala el vínculo estrecho entre pensamiento crítico y escritura, vínculo que lleva incluso a su más que posible identificación. Pero hay que hacer una salvedad para evitar cualquier apaciguamiento: la compulsión de pensar –y escribir- para los pares, es decir, para los integrantes de las diversas instituciones del reconocimiento académico, relega con frecuencia el interés por aquello que se trata. Es por eso que en este punto, el entender la escritura como pensamiento crítico significa estar a favor de una transformación de las condiciones éticas de la escritura crítica, cosa que implica, en primer lugar, el cuestionamiento del utilitarismo presentista como medida de todas las cosas. En ese plano, lo que buscaría esa escritura crítica no es la posibilidad del establecimiento de pactos de lectura, sino más bien la búsqueda por ampliar y potenciar las posibilidades críticas, liberándolas de la exigencia de justificarse por el consenso: el cuestionamiento desde la escritura se halla dirigido a la institucionalidad gobernada por la departamentalización que reproduce lugares comunes y redunda en el eclecticismo 165
desapasionado de una serie de normalizaciones genéricas que se traducen en la asunción de su propio shibboleth: el paper, la monografía. La mal entendida escritura académica, convertida en una lengua de minorías deviene transparente y homogénea, volviéndose, irónica y paradojalmente, indistinta de los medios masivos de comunicación, pues intenta realizar, como ellos, el ideal espurio de un lenguaje entendido como mera mediación extrañada de su destino exploratorio. Es en este contexto –que me he permitido someramente esbozar– y que relata la crisis de las humanidades al interior del mundo universitario chileno y universal, donde se vuelve posible inscribir la gestión y la política editorial de Analecta. Se hace evidente que el carácter multidisciplinario con que se pretende articular este proyecto no es gratuito ni menos antojadizo: obedece a una seria concientización del sentido y el lugar que ocupan los saberes humanistas en el mundo universitario chileno actual. Y eso no es menor, pues si bien es cierto que estos saberes son una de las columnas vertebrales de una pretendida cultura que se pretende crítica tanto de sí misma como de su entorno, entonces es pertinente aceptar las actuales reglas del juego y poseer una mirada atenta para con su propia legitimación de sentido. Porque ésta se logra no como una mera posta más en el camino que lleva hacia la producción tomada como valor en sí misma y, por ende, hacia su autorreferencialidad alienante, sino más bien plantea en su propio signo marcado por lo diverso, la necesidad de articular encuentros, cruces, contradicciones y desplazamientos. Una revista de humanidades que no dé cuenta de ello, que no se atreva en aquel ámbito a arriesgarse y a perder, pero nunca cediendo a la derrota, sino que simplemente repita una pauta de éxito seguro y premeditado, pauta otorgada por la sanción académica del deber ser, pues se halla a las antípodas del proyecto que se ha querido mantener con esta revista hasta ahora y con no pocas dificultades. Analecta, como proyecto académico, como proyecto escritural, cree en la escritura crítica asumida como contradicción y desplazamiento del significado y por ello no se plantea como una instancia de saberes estancos. Esto que ha reflexionado profusamente el Centro de Estudios Humanísticos Integrados, sin duda le debe al filósofo chileno y académico de la Universidad de Chile, Sergio Rojas su impronta y su huella. Por eso, desde el número 3, publicado en 2009, la revista se organiza en cuatro apartados: Artículos, Dossier, Documentos y Reseñas. El primer apartado hace mención a una serie de textos de la más diversa temática que, siguiendo las normas de publicación, establecen una visión abierta de lo que implica el cultivo de las humanidades en la actualidad. En el número de la revista que estamos presentando, se hace en cuatro artículos un recorrido desde la transformación del relato cinematográfico y televisivo en la representación del pasado, hasta el acercamiento crítico del arte moderno representado por la figura de Marcel Duchamp, pasando por la recepción en Chile del pensamiento de José 166
Carlos Mariátegui y el devenir de la crítica literaria en el periodo de la transición fijándose en las figuras de Enrique Lihn e Ignacio Valente. El segundo apartado obedece a una serie de artículos que se organizan en torno a un tema o motivo en común, pero dejando una amplia libertad interpretativa y compositiva para su ejecución: justamente ahí es donde se juega la peculiaridad del proyecto, es decir, el modo en que las diversas escrituras críticas se asumen en contacto y se intercambian, pero no se identifican, evitando su eventual anulación. En el número tres, el tema o motivo fue Los recursos del relato. En el número presente, el tema o motivo es Las retóricas del ensayo. Para el número siguiente, el n° cinco que se halla en pleno proceso de edición y que espera ver la luz en el transcurso del presente año, el tema o motivo es Escritura y subjetividad donde esperamos contar con colaboraciones de académicos de universidades chilenas y extranjeras. El tercer apartado se refiere a otorgar visibilidad a ese tipo de texto que las convenciones académicas relegan por considerarlas impresionistas o poco rigurosas. En ese entendido y creyendo totalmente lo contrario, este apartado recepciona entrevistas, presentaciones de libros, traducciones, fragmentos de obras escriturales en proceso, etcétera. En el presente número, este apartado acoge las presentaciones de dos libros efectuadas el año recién pasado: la del libro del profesor Pablo Aravena Memoralismo, historiografía y política efectuada por Luis Corvalán Márquez y la del libro del académico de la Universidad Alberto Hurtado Matías Ayala Lugar incómodo: poesía, sociedad y política en Parra, Lihn y Martínez efectuada por Fernando Pérez Villalón. El cuarto y último apartado está dedicado a comentar y reseñar algunos de los libros publicados en el último periodo, otorgando una visión panorámica y valorativa de tales publicaciones. En esta oportunidad, Jorge Polanco Salinas reseña el libro de Adán Kovacsics Guerra y lenguaje; Diego Alfaro Palma reseña el libro de Olga Grau Tiempo y escritura. El Diario y los escritos autobiográficos de Luis Oyarzún y Horacio Cruz reseña el libro de Fernando van de Wyngard Un nudo más en la red. Informe sobre la poiesis. En la diversidad de los temas abordados y en las distintas filiaciones académicas, tanto a nivel disciplinar como institucional, que convocan participaciones de profesores y académicos de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, Universidad de Valparaíso, Universidad de Chile , Universidad Alberto Hurtado y Universidad Viña del Mar, se palpa justamente la necesidad de presentar un proyecto multidisciplinario y diverso. Analecta: revista de humanidades se presenta a la comunidad universitaria de la Universidad Viña del Mar. Ciertamente como proyecto se plantea desafíos para su futuro inmediato, pero por el momento se levanta como una posibilidad para escrutar o entrever una visión crítica y reflexiva desde la escritura sobre nuestro entorno, convertido en un espacio ágrafo y espectacular.
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RESEÑAS
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LA HISTORIA QUE SE PIENSA CONFERENCIAS, CLASES Y CONVERSACIONES EN CHILE Josep Fontana (Edición e introducción de Pablo Aravena) Concepción, Carrera de Pedagogía en Historia y Ciencias Sociales Universidad Viña del Mar/Ediciones Escaparate 153 pp.
Este libro es el resultado de las conferencias dictadas en el año 2008 por el historiador español más importante de la actualidad, Josep Fontana, en su última y única visita a Chile. En tal ocasión los estudiantes, profesores e intelectuales tuvimos la oportunidad de escuchar, dialogar y debatir con quien ha sido sindicado –por el historiador francés Pierre Vilar– como el heredero de los humores de Febvre y Marx. Hoy, luego de tres años, la Carrera de Pedagogía en Historia y Ciencias Sociales de la Universidad Viña del Mar, en conjunto con Ediciones Escaparate, nos permite tener la versión escrita de aquellas conferencias, clases y conversaciones, las que son presentadas por una inteligente introducción de Pablo Aravena. La lectura del texto evoca, por lo tanto, la templanza intelectual y la indignación teórica que Josep Fontana dejó en los salones de Santiago y Valparaíso. Esto porque Fontana ha iniciado hace ya varios años una cruzada para desmantelar los supuestos naturalizantes e ideológicos que cubren el sentido y la función del saber historiográfico. Contra la idea de hacer pasar a la historiografía como un conjunto de saberes coleccionables para lucir al borde de una cita de café, Fontana establece el carácter público del saber histórico y la función social de aquella historiografía, “que en última instancia nos ayuda a comprender el tiempo en que vivimos y a plantear la forma de abordar sus problemas”. Es así que en los capítulos que integran este libro, Fontana pondrá en perspectiva histórica los dispositivos ideológicos que han posibilitado el surgimiento y el establecimiento de esta historiografía-objeto, develando y poniendo en encrucijada aquellas corrientes “críticas” tan ostentosas como el posestructuralismo, el deconstruccionismo, el posmodernismo, el feminismo y el postcolonialismo, entre otras, que han puesto en crisis a la historia social, y han dado el espacio para instalar una historia culturalista y discursiva, que irá despojando de sentido y relevancia la actividad del historiador e impondrá una reflexión academicista y en extremo abstracta. Tal desplazamiento de la matriz historiográfica, ha sido justificado – según el autor– por la apelación a toda una serie de cambios en la economía,
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en la cultura y en la política internacional, tales como el desengaño que la intelectualidad de izquierda sufrirá desde los años 60’ del siglo pasado, el aplastamiento (implosión) de la Unión Soviética, la crisis económica iniciada con el alza de precios del petróleo, el surgimiento de figuras en la política internacional –tales como Margaret Thatcher y Ronald Reagan– que tenían por objetivo la destrucción de la organización obrera y el aniquilamiento de los avances que el Estado estaba produciendo en políticas sociales. Todos estos cambios tendrán como corolario el aplastamiento de “las ideas avanzadas en que se habían inspirado los movimientos hasta los años sesenta” y la vuelta de espalda a esa historiografía social, crítica, explicativa y política, a la que Josep Fontana reivindica pertenecer. La crítica que Josep Fontana realiza no le impide pensar en una práctica historiográfica que le permita combatir a estos saberes culpables, y este es un segundo aporte del libro. Luego de denunciar a esta historia academicista y desenmascarar su presunta inocencia, Fontana formulará una serie de aportes que servirían para la reconstrucción teórica y política de la historia social. Dicha reconstrucción el autor la pensará como una ruptura con respecto a los dispositivos ideológicos y teóricos que confabularon en la constitución de aquellas metanarrativas que dominaron en la cultura occidental del siglo XIX y XX. Tales dispositivos son pensados bajos dos dimensiones fundamentales: el espacio vinculado al eurocentrismo y el tiempo vinculado a la idea de progreso. Ante estas consideraciones sobre el tiempo y el espacio, Fontana ejercerá una crítica donde pondrá en evidencia que estos conceptos preformulados operan como categorías de análisis en investigadores que se sitúan tanto en perspectivas de izquierdas como de derechas, funcionando como un residuo ideológico que la historiografía no puede pretender pasar por alto. La perspectiva que propone Fontana para traspasar estos conceptos universalizantes y a-históricos es la de abordar el tiempo y el espacio en un entrecruzamiento perpetuo, entre lo local y lo general, en la que domine la problemática del presente en el cuestionamiento del pasado. Por ello ya no debe ser pensado el progreso en los falsos supuestos del universalismo y linealidad hegeliana, sino que debe ser pensado como “una encrucijada, lo cual ha de ayudarnos a entender que, al igual que ocurría en el pasado, cada momento del presente no contiene tan sólo la semilla de un futuro predeterminado, sino el de toda una diversidad de futuros predeterminados” (p. 96). Esta presentación de los problemas, en la cual la perspectiva del presente debe primar por sobre los conceptos universalizantes y las reflexiones abstractas, es lo que justifica el título del libro. La historia que se piensa, es una invitación para reflexionar los problemas del presente en una perspectiva histórica, en donde no se clausure la posibilidad de constituir un futuro posible, y es esta función lo que le otorga 172
el carácter público al saber historiográfico. En este sentido, tal carácter público no es sólo la condición colectiva de él mismo conocimiento, sino la posibilidad de constituir colectivamente una utopía que salde las necesidades del presente. Tal como sostiene el autor en las últimas páginas: Quienes seguimos considerándonos de izquierda –lo que, para mí, significa fundamentalmente que creemos que hay muchas cosas que no están bien y que se pueden, y deben, mejorar– pensamos que el estudio de la historia debería servir para ayudarnos a refundar la utopía, porque, como se ha dicho, ‘en un tiempo de resignación política y de cansancio, el espíritu utópico es más necesario que nunca. (p. 118)
JOSÉ ANTONIO RAMÍREZ
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LIBERALISMO Y PODER LATINOAMÉRICA EN EL SIGLO XIX Iván Jaksić y Eduardo Posada (eds.) Santiago de Chile, 2011 Fondo de Cultura Económica 340 pp.
Recorrer el camino del pensamiento político latinoamericano desde el término del dominio español hasta nuestros días, es sin duda una tarea compleja, más si esto conlleva cuestionamientos al orden actual de la sociedad, en la diversidad de aspectos que la conforman. Es este el marco en que se sitúa Liberalismo y poder. Latinoamérica en el siglo XIX. Planteándose como “un intento de retomar el hilo revisionista” de David Bushnell con respecto al liberalismo como ideología hegemónica durante el siglo XIX, los autores de este libro nos introducen en el liberalismo latinoamericano a través de diez ensayos, colocando como centro de la discusión las ideas y políticas liberales durante el siglo antepasado. Desistiendo, sin embargo, del análisis de los supuestos económico de dicha ideología, inscribiéndose en una postura historiográfica opuesta a las que sostienen que el liberalismo es inseparable del surgimiento del capitalismo. Con la limitación antes expuesta, el libro nos introduce, primeramente, en una identificación general de la concepción inglesa y francesa del liberalismo, así como del primer liberalismo español y su proyección a los territorios hispanoamericanos. Explorando posteriormente el desarrollo nacional del liberalismo decimonónico en Venezuela, Perú, México, Chile, Argentina, Colombia y Brasil. Trazando un recorrido desde el pensamiento ilustrado hasta el positivismo, delineando paralelamente, una frontera entre quienes priorizaron el orden institucional de quienes se inclinaron por la libertad política. En cuanto a su metodología y exposición, ésta serie de ensayos se enmarcan en tres áreas que permiten la mixtura de lo expuesto por los diversos investigadores seleccionados para realizar tal labor. En primer lugar, el ofrecer una panorámica de los ritmos y lugares del liberalismo latinoamericano. En un segundo lugar, confrontar las arraigadas nociones sobre el carácter exótico del liberalismo en la región. Y, en tercer lugar, considerar los impactos de las ideas liberales en los procesos políticos nacionales durante el siglo XIX. En último lugar, y a manera de conclusión, se realiza un balance del legado liberal, analizando las razones de sus frecuentes fracasos y continuidades.
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De manera general, se logran los objetivos planteados, principalmente por el alto nivel de complejidad que es necesario para exponer, de manera acotada, las circunstancias en que en cada país se desplegaron dichas concepciones. No obstante, las limitaciones de los análisis producto del enfoque seguido por los autores. En un plano más particular, se destaca el interesante ensayo incluido de Roberto Breña: “El primer liberalismo español y su proyección hispanoamericana” (pp. 63-88), quien expone de manera sintética las problemáticas referentes al concepto “liberal”, en un marco tanto europeo como americano, realizando una aproximación a la diversidad de factores diferenciadores entre ambos continentes. Presentando de ésta manera, las peculiaridades de los mismos, y las bases históricas en que se pretendieron aplicar. Sin lugar a dudas, el texto reseñado ingresa en una problemática que continúa hasta el día de hoy, principalmente cuando nuevos actores sociales en Chile y el resto de Latinoamérica cuestionan conceptos como Nación, Estado o ciudadanía. Sin embargo, creo que la exclusión del liberalismo económico del análisis de ésta investigación, promueve la supresión de enfoques que sitúan el cambio postcolonial como político y no social. Lo cual conlleva, necesariamente, a un replanteamiento de lo expuesto en la obra reseñada, sobre todo en lo que dice relación a la praxis de la ideología liberal en nuestro continente. Es así como es posible plantear cuestionamientos que apuntan a la inexistencia de una revolución burguesa, la que tuviera por propósito la transformación de la organización económica y de propiedad del continente, viabilizando no la fractura, sino la persistencia de instituciones y relaciones sociales existentes desde el período colonial, posibilitando y permitiendo la subsistencia de líneas familiares de poder verificables hasta nuestros días. La autoprotección constitucional y normativa de los sectores oligárquicos, liberales o conservadores, mediante mecanismos de exclusión, como el voto censitario, trasformará al régimen postcolonial decimonónico en una amalgama de cuerpos normativos destinados a garantizar la mínima o casi nula participación social. Y a la mantención en el poder gubernamental de grupos minoritarios que no asumieron un rol revolucionario que modificara de manera profunda y sustancial la composición y organización económica, política, social y cultural de nuestros países. Por todo lo expuesto anteriormente, al instalar la igualdad jurídica como eje del orden social, los teóricos liberales decimonónicos, quedaron cautivos en una doble disyuntiva: por una parte el de la desigualdad, ya que la ley no puede garantizar igualdad de derechos si se aplica a sujetos desiguales (lo propio de una sociedad en que la propiedad funda la diferencia de clases). RUBÉN VALENCIA MORENO
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DEL CONSENTIMIENTO Geneviève Fraisse (Traducción de Manuela Valdivia) Santiago de Chile, 2011 Palinodia, Colección Archivo Feminista, 109 pp.
Este nuevo libro del Archivo Feminista de Editorial Palinodia –colección dirigida por Alejandra Castillo– es una “historia filosófica” (así lo formula Fraisse) de las transformaciones de estatuto social de la mujer en la sociedad europea. Lo novedoso está dado en este caso por el método adoptado: una historia conceptual del “consentimiento”. Aunque Fraisse no lo plantee así de claro, sus procedimientos guardan estrecha relación con los estrenados por Reinhart Koselleck. Nos encontramos con una elaboración del devenir de un mismo significante que va variando su significado según la superposición de matrices culturales, luchas sociales, florecimiento (o estancamiento) de expectativas de futuro, etc. Todo esto va cubriendo el significante como con capas de sedimento, y es precisamente la especificidad resultante lo que lo convierte en un “concepto”, claro que en una acepción bien alejada de lo que ha entendido por tal la metafísica tradicional. Se trata de una genealogía desplegada audazmente por Fraisse a partir de una dificultad, o una provocación presente, en la cual sin duda la autora ha reparado durante su desempeño como Diputada del Parlamento Europeo: el hecho de que los significados “oficiales” del término aun denotan, fundamentalmente, una acción femenina: es la mujer la que mayormente consiente algo, “el acto de consentir no ha suprimido la disimetría entre los sexos” (p. 51). El texto está estructurado en base a “tres historias”, en las que el consentimiento se va cargando de distintos sentidos: la primera historia se remonta a la evolución del matrimonio y luego al divorcio (historia que va del consentimiento de los padres al consentimiento mutuo del divorcio –s. XVIII–, en que paradojalmente a la mujer se le reconoce una soberanía impensable en el acto del matrimonio). La segunda es la del “contrato social”, en la que se registra la discusión entre Rousseau y Chordelos de Laclos, teniendo como sustrato el axioma principal del contractualismo: el contrato más bien es el resultado de una cesión antes que de un consentimiento, se cede solo para sobrevivir, teniendo como resultado un orden social desigual, que las mujeres revierten mediante la seducción de los hombres… “la naturaleza armó al débil para someter al fuerte”, sostendrá Rousseau en su Carta a D’Alembert.
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La tercera historia es la de la transformación del consentimiento de un acto contractual a un argumento político, al acto de “madurez democrática” y del “dominio se sí mismo”. Pero como el consentimiento siempre implica al otro… “¿se trata de pura libertad o de inevitable relación de fuerza?”. Cuestión que es dable plantear no solo por el carácter interpersonal del acto de consentimiento, sino a partir de los supuestos que lleva el concepto en el ideal democrático: el consentimiento como fruto de una informada toma de conciencia (su carácter ilustrado). Evidentemente en este punto queda trascendida la problemática de la disimetría entre los sexos, para pasar a una “disimetría” de otro rango, digamos, en la que incluso los “sexodominantes” figuran como dominados (y ciertamente encerrados en un mecanismo de reproducción de tales relaciones). En otro lugar he advertido sobre la utilidad de introducir el concepto de “totalitarismo suave”, (propuesto por el historiador chileno Luis Corvalán Marquez), más que el de “democracia de baja intensidad”, para referirse al tipo de sociedades en que vivimos. La pregunta es ¿decidimos? Y con Fraisse: ¿consentimos? O mejor: ¿cómo y para qué consentimos? Pues “¿qué historia, qué tiempo histórico se dibuja con la política del consentimiento? Ninguna, si consideramos que no hay política verdadera sin una imagen del porvenir posible. “El tiempo presente no compromete al tiempo futuro. Se hace como si el uso del velo o el servicio sexual no durara más que el tiempo de la vida de un individuo” (p. 105). El argumento “es mi elección” también se revela excluyente. “Como eco, aparece esta frase bien conocida por las feministas, y que resume esta dificultad histórica: ‘El día en que una prostituta me diga que le desea el mismo oficio a su hija, reflexionaré…’. Sin proyecto, sin transformación futura, la política del consentimiento es justamente una posición existencial. Saber si es un proyecto de buena vida o una estrategia de supervivencia poco importa. Es una política sin historia” (p. 106). PABLO ARAVENA NÚÑEZ
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ANALECTA, REVISTA DE HUMANIDADES NORMAS DE PUBLICACIÓN
1. En referencia a arbitraje y evaluación de artículos 1.1. La evaluación de artículos recibidos en Analecta consiste en el envío en forma anónima a un árbitro, quien puede aprobar su publicación, desestimarla o solicitar modificaciones. Si el resultado de su evaluación es negativo el artículo será sometido a la evaluación de otro árbitro. Si ambos coinciden en rechazar el artículo este no será publicado. No obstante, si el segundo árbitro considera que el artículo puede ser aceptado, se pedirá la colaboración de un tercer árbitro que dirimirá la publicación final del artículo. 1.2. El Comité Editorial, puede solicitar artículos a investigadores de reconocido prestigio, los cuales estarán exentos de arbitraje. 1.3. El tiempo de evaluación de los artículos recibidos no sobrepasará los cuatro meses. 1.4. La revista no devolverá los originales. La decisión final sobre la publicación del artículo será informada al autor vía carta o correo electrónico especificando las razones en caso de que sea rechazado. 1.5. Los artículos aprobados serán publicados en el número inmediatamente siguiente después de su aprobación. 1.6. Los autores al enviar sus artículos dan cuenta de la aceptación de entrega de los derechos para la publicación de los trabajos. 1.7. Los autores de artículos publicados recibirán dos ejemplares de la revista y un ejemplar quien elabore una reseña. 1.8. Las opiniones son de exclusiva responsabilidad de sus autores y no representan necesariamente el pensamiento de la Universidad Viña del Mar 2. En referencia a la presentación de los artículos y reseñas 2.1. Tanto artículos como reseñas deben ser inéditos. 2.2. Los artículos deben incluir título, resumen en español e inglés y tres a cinco palabras clave (también en versión bilingüe) y la dirección electrónica del autor. 2.3. La extensión de los artículos no debe sobrepasar las 25 páginas formato Word incluidas las referencias bibliográficas y las notas, a 1 ½ espacio, fuente Arial o Times New Roman 12. Las reseñas no deben sobrepasar las 4 páginas formato Word incluidas las referencias bibliográficas y las notas, a 1 ½ espacio, fuente Arial o Times New Roman 12. 2.4. Para garantizar el anonimato de los autores en el proceso de arbitraje, los artículos enviados a Analecta no deben contener datos referentes a los autores. Esta información debe ser enviada en un documento/archivo aparte, el que debe incluir una biografía mínima del autor que contenga sus grados académicos, su actual filiación académica o institucional, sus últimas publicaciones y su correo electrónico. 2.5. Las imágenes, si las hubiera, deben ser enviadas como archivos independientes, en formato .jpg o .gif y en una resolución que permita su impresión a 150 ppp. 2.6. En el caso de reseñas, deben adjuntarse la imagen de portada y la ficha bibliográfica del libro reseñado. 3. En referencia al envío y recepción de los artículos y reseñas 3.1. Los artículos deben enviarse vía correo electrónico, en formato Word (.doc, .docx), a la dirección de la revista (analecta@uvm.cl/igavilan@uvm.cl), adjuntando las imágenes, si las hu-
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biera, como archivos .jpg. Además, deberán enviarse dos copias impresas a la dirección postal del Centro de Estudios Humanísticos Integrados de la Escuela de Educación de la Universidad Viña del Mar (Agua Santa 7055, Sector Rodelillo, Viña del Mar). 3.2. Los artículos y reseñas deben ser enviados hasta fines de marzo, en el caso del número que se publica en agosto (primer semestre de cada año); y fines de julio en el caso del que se publica en diciembre (segundo semestre). Los artículos que lleguen después de esa fecha serán evaluados para el número del semestre siguiente. 3.3. El envío de artículos implica la aceptación de nuestras normas editoriales. 4. En referencia al sistema de citas 4.1. Los títulos de libros, novelas, poemarios, antologías, pinturas, películas, libros de fotografía, de pintura, de esculturas, revistas, diarios van con letra cursiva, tanto en el texto como en el listado de referencias. 4.2. La fórmula general para citas dentro del texto es mencionado entre paréntesis el apellido del autor, al año de publicación y el número de página si la cita es literal, según la siguiente fórmula: (Foucault, 1997: 143). 4.3. Si en el cuerpo del relato se menciona al autor, su apellido puede aparecer seguido del año de publicación del título entre paréntesis, y con el número de página si la referencia lo amerita: Michel Foucault (1997: 143) afirma que... 4.4. Si el relato no supone ambigüedades respecto al autor y al título que se está citando, sólo hace falta mencionar entre paréntesis el número de página: (143). 4.5. Si dos o más títulos de un mismo autor citado en el relato tienen el mismo año de publicación, en la lista de referencias deben ordenarse alfabéticamente y deberían ser citados en el cuerpo del texto como 1997a, 1997b, 1997c, etc. 4.6. Las citas literales de menos de 40 palabras pueden ir entre comillas en el cuerpo del relato. Las citas literales más extensas deben separarse como un párrafo distinto y justificado a 10 puntos del margen derecho. Si la cita supone un énfasis, indique si pertenece o no al original. Ejemplo: Según Heidegger: únicamente donde haya palabra habrá mundo; esto es, un área circular, con radio continuamente variable, de decisión y obras, de actos y responsabilidades y aún de arbitrariedad y alborotos, de caídas y extravíos. Y solamente donde haya mundo hay historia (1994: 27; el énfasis es nuestro). 4.7. Si la cita se extiende por dos o más páginas en el original, puede utilizar la siguiente fórmula: (288-9). Esto significa que la cita está entre las páginas 288 y 289. 5. En relación a notas al pie y lista de referencias 5.1. Las notas al pie de página con referencias bibliográficas de los textos citados no son pertinentes. Toda información bibliográfica va al final del artículo en un listado de referencias. 5.2. Una nota al pie de página se justifica sólo en el caso de aclarar algún concepto o contexto que pueda desviar la temática y forma del artículo. 5.3. El listado de referencias final sólo debe incluir aquellos títulos efectivamente citados en el cuerpo del relato. 5.4. La manera de citar los títulos varía según el tipo de obra citada: novela, cuento, artículo, texto leído desde Internet, video, etc. El orden general de la información es el siguiente:
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Apellido, iniciales del autor (año de publicación). Título. Nombre del editor, traductor o compilador. Edición consultada. Volumen consultado. Lugar de publicación: nombre de la editorial.
Los siguientes son algunos ejemplos para distintos tipos de obra: Libro de un solo autor: Simenon, G. (1995). La amargura del condenado. Trad. de Joaquín Jordá. Barcelona: Tusquets. Libro con más de un autor: Miller, T. y Yúdice, G. (2004). Política cultural. Barcelona: Gedisa. Para libros con más de tres autores, se registran los nombres de todos los autores o el nombre del primer autor seguido de “y otros” (et al.) Libro de autor desconocido: Poema de Mío Cid, (1983). Buenos Aires: Colihue. Libro con un autor y un editor: Campbell, G. (1988). The Philosophy of Rhetoric. Ed. L. F. Bitzer. Carbondale: Southern Illinois UP. Libro compilado o editado por uno o varios autores: Espinosa, P. (comp.) (2003). Territorios en fuga. Santiago: Frasis. Herlinghaus, H. y Walter M. (eds.) (1994). Postmodernidad en la periferia. Enfoques latinoamericanos de la nueva teoría cultural. Berlín: Langer Verlag. Dos o más libros del mismo autor Cánovas, R. (1997). Novela chilena, nuevas generaciones: el abordaje de los huérfanos. Santiago: Universidad Católica de Chile. ————— (2003). Sexualidad y cultura en la novela hispanoamericana: la alegoría del prostíbulo. Santiago: Lom. Artículo en una compilación: Burke, P. (1989). History as social memory. En Butler, T. (ed.) Memory, history, culture and the mind (pp. 97-113). Oxford: Blackwell. Cuento o poema en una antología Borges, J. L. (1990). Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. En Hahn, Ó. (selecc.) Antología del cuento fantástico hispanoamericano siglo XX. Santiago: Universitaria. Artículo en revista académica Bickford, L. (2000). Human Rights archives and research on historical memory: Argentina, Chile and Uruguay. Latin American Research Review 2: 160-82. Artículo en diario Domínguez, C. (2003). Un acto de reconocimiento: Roberto Bolaño y literatura mexicana. Diario El Mercurio (Suplemento Revista de Libros), 19 de julio, p. 5.
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Reseña, comentario o crítica Massmann, S. (2003). Reseña de La máquina de pensar de Borges. Taller de letras 33: 1368. Introducción, prefacio o prólogo Hahn, Ó. (1990). Introducción. Antología del cuento fantástico hispanoamericano siglo XX. Santiago: Universitaria. Traducción Dostoiewsky, F. (2001). Crimen y castigo. Trad. de Rafael Cansinos Assens. Barcelona: Planeta. Tesis o disertación Sanfuentes, O. (2003). Las primeras imágenes del caníbal americano. Tesis para optar al grado de Doctor en Historia. Universidad Católica de Chile. Programa de televisión o radio Savater, F. (1995). Entrevista a Fernando Savater. La belleza de pensar. Director Francisco Vargas. Conductor Cristián Warnken. Canal ARTV. Santiago: VHS. Recurso electrónico Díaz Gajardo, V. (2002). Fragmentación cultural y memoria histórica. Obtenido el 6 de mayo desde http://www.naya.org.ar/congreso2002/ponencias/victor_diaz.htm Un sitio web Universidad Nacional de Quilmes (2004). Sitio web de bibliotecas. Consultado el 23 de agosto desde http://biblio.unq.edu.ar 6. En referencia a resúmenes y palabras clave 6.1. El resumen debe contener la información básica del documento original y, dentro de lo posible, conservar la estructura del mismo. No debe sobrepasar las 15 líneas. El contenido del resumen es más significativo que su extensión. 6.2. El resumen debe empezar con una frase que represente la idea o tema principal del artículo, a no ser que ya quede expresada en el título. Debe indicar la forma en que el autor trata el tema o la naturaleza del trabajo descrito con términos tales como estudio teórico, análisis de un caso, informe sobre el estado de la cuestión, crítica histórica, revisión bibliográfica, etc. 6.3. Debe redactarse en frases completas, utilizando las palabras de transición que sean necesarias para que el texto resultante sea coherente. Siempre que sea posible deben emplearse verbos en voz activa, ya que esto contribuye a una redacción clara, breve y precisa. 6.4. Las palabras clave deben ser conceptos significativos tomados del texto que ayuden en la indexación del artículo y a la recuperación automatizada. Debe evitarse el uso de términos poco frecuentes, acrónimos y siglas.
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