Érase que se era un muchacho que vivía junto a sus hermanastros y su padrastro en una gran casa a las afueras de una enorme ciudad. Su padre trabajaba mucho y casi nunca estaba en casa, y sus hermanastros, muy ruines los tres, le obligaban a hacer todas las tareas del hogar…¡y no le ayudaban! En su lugar se iban a hacer fitness, jugar al paddle, a clases de baile flamenco, o de manualidades.
El caso era que Ceniciento, que era así como se llamaba el desafortunado muchacho, nunca tenía tiempo para sí mismo, sólo tenía tiempo para arreglar la casa: hacer la comida, lavar y planchar, coser, fregar, limpiar el polvo,… Un día, revisando el buzón del correo, vio que se celebraba una magnífica fiesta en el centro de la ciudad y decidió que quería ir. Como no tenía traje de fiesta pensó en hacerse uno él mismo. Cuando ya lo tenía casi terminado uno de sus hermanastros (uno muy alto), se lo rompió presa de la envidia ( y es que el traje era más bonito que el suyo y además le había costado un dineral).
Entonces el triste Ceniciento recibió la visita de un gato mágico que hizo un conjuro fantástico: -“¡Miau, miau, maramamiau!
Y de repente Ceniciento tuvo un elegante traje y una limusina en la puerta.
Se fue al baile que era en un centro comercial muy antiguo. Allí se encontró con una chica que lo invitó a bailar, pero Ceniciento era muy bruto y la hartó de pisotones. La chica le aconsejó que tomara clases de baile.
Al día siguiente ya estaba en la escuela de baile y allí se encontró con uno de sus hermanastros que le dijo: -Y tú, ¿qué haces aquí? ¿No tienes que hacer las tareas domésticas? -Creo que a partir de ahora haremos las cosas de casa entre todos, ¿vale?- dijo Ceniciento. Y así fue como todos colaboraron en casa, fueron felices y con la fregona me dieron en las narices.