El Capital Social, motor de la participacion ciudadana

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FEDERACIÓN ESPAÑOLA DE MUNICIPIOS Y P ROVINCIAS

Acción Formativa: “Cómo construir una ciudad participativa” Málaga, 5 a 7 de octubre de 2005

“El capital social, motor de la participación ciudadana”

Enrique GIL CALVO [Universidad Complutense de Madrid]

Miércoles 5, 12:30 horas

Introducción A diferencia de la participación electoral, que sólo se puede realizar individualmente (pues el voto es personal y secreto), la participación ciudadana en los asuntos públicos de la ciudad ha de realizarse colectivamente, lo que precisa de canales asociativos de toda índole (clubes, sociedades, fraternidades, movimientos sociales, grupos de interés, organizaciones no gubernamentales), capaces de encauzar la actividad participativa. Por eso, en ausencia de un tejido social dotado de suficiente dinamismo y espesor, la participación decae y los ciudadanos tienden al absentismo. En cambio, si el movimiento asociativo es lo suficientemente activista y robusto, entonces es muy probable que los ciudadanos se sientan movidos a participar decididamente en la cosa pública, apoyando y controlando a las autoridades de su ciudad. Esta evidencia permite considerar al ‘capital social’ (expresión hoy más usada para referirse a las asociaciones libres y voluntarias) como el principal factor inductor de la participación ciudadana. Ahora bien, el concepto de capital social es tan ambiguo, problemático y equívoco que resulta muy discutido. Por ejemplo, las redes mafiosas o clientelares también pueden ser consideradas como tejido asociativo de ayuda mutua, pero desde luego no constituyen ningún motor de participación cívica sino, por el contrario, un freno que la reprime y hace imposible, generando un incivil cáncer social. De ahí que, al igual que sucede con el colesterol, que presenta dos versiones de signo opuesto, también se hable a veces de un capital social ‘bueno’ (constructivo, positivo) en contraposición de otro ‘malo’ (negativo, contraproducente). Lo cual hace que no se pueda establecer sin más una ecuación entre capital social y participación, como si ambas magnitudes fueran directamente proporcionales (a más de una, más de la otra y viceversa), pues las cosas son más complejas. En la exposición que sigue me propongo discutir los problemas que encierra el concepto de capital social, discutiendo las razones de su posible declive actual que tantos autores denuncian. Para ello distinguiré dos dimensiones del capital social diferentes entre sí: el civil


o asociativo y el cívico o participativo. A continuación discutiré los distintos problemas que presentan ambas dimensiones. Después abordaré los factores que explican el actual declive del capital social, haciendo hincapié en el más preocupante, que es el multiculturalismo. A partir de allí, analizaré las posibilidades de integrar a las minorías evitando el conflicto multicultural. Y finalmente concluiré pla nteando la necesidad de restaurar las virtudes participativas del capital social. Las dimensiones del capital social La generalización del concepto de ‘capital social’ se atribuye a la influencia de las obras del sociólogo político estadounidense Robert Putnam, que ha contribuido a extender su uso poniéndolo de moda. Pero como este mismo autor señala, en realidad su origen se remonta por lo menos hasta el vizconde Alexis de Tocqueville, cuando tras su célebre viaje de 1830 a los nacientes EE UU creyó encontrar la esencia de la democracia en el furor asociativo que caracterizaba a los estadounidenses. Desde entonces se tiende a identificar la solidez y la prosperidad de un país con el espesor y la densidad de su tejido asociativo (trama articulada de asociaciones libres y voluntarias), al que a veces también se le llama ‘tercer sector’, por ser el mediador entre gobernantes y gobernados y ser independiente tanto del mercado (relaciones asociativas con ánimo de lucro) como del Estado (la organización obligatoria por antonomasia). Y en consecuencia, se considera que tanto el éxito económico como la calidad de la democracia están fundadas en la frecuencia y variedad de las relaciones asociativas sin ánimo de lucro (sociales, culturales o cívicas) en las que libre y voluntariamente participan los ciudadanos de un país. Pero por ello mismo, el concepto de capital social designa algo más que el mero agregado de las asociaciones voluntarias socialmente existentes, con el que se suele identificar de manera reduccionista. Ya he comentado antes que relaciones asociativas voluntarias las hay de muchos tipos, unas favorecedoras del civismo (como los círculos de lectura) y otras perjudiciales (como las bandas juveniles), pues sólo generan incivismo. Así que bien puede darse la paradoja de que una sociedad con alto nivel de participación en asociaciones voluntarias intermedias caiga sin embargo en el fracaso económico y le regresión antidemocrática, como sucedió en la Alemania de entreguerras con la República de Weimar. Por lo tanto, para poder hablar de capital social, al mero agregado de las relaciones asociativas hay que añadirle un elemento catalizador adicional, y este fermento es la confianza pública: sólo cabe hablar de capital social si hay relaciones de confianza. El propio Putnam ha venido insistiendo en la confianza como criterio diferenciador del capital social, al que cabe definir como relaciones mutuas de confianza generalizada. Y a la inversa, las mafias (capital social negativo) son tanto la causa como el efecto de las relaciones de desconfianza pública: el efecto porque son un mecanismo


reactivo de protección y defensa contra la desconfianza, y la causa porque su misma existencia es generadora de desconfianza. Por otra parte, esta cuestión de la confianza pública resulta esencial, porque de ella depende tanto el éxito económico impulsado por la confianza empresarial (según señala Fukuyama a partir de Putnam) como la calidad de la democracia, que también depende de la confianza de los ciudadanos en las autoridades (según insiste Bernard Manin). Y a partir de esta evidencia, el capital social se vincula hoy en mayor medida con los índices de confianza pública que con los índices de asociatividad. Pero a partir de aquí cabe reconocer la existencia de dos clases diferentes de confianza ciudadana. Cuando los ciudadanos confían mucho unos en otros, tienden a asociarse entre sí, contrayendo relaciones mutuas de reciprocidad asociativa. A esto podemos llamarlo capital social horizontal o capital social civil (en lógica referencia al concepto de ‘sociedad civil’ que resulta afín), en la medida en que vincula paritariamente a los conciudadanos entre sí. Pero además de esta confianza horizontal entre los conciudadanos, también debe haber otra clase de confianza vertical que vincule recíprocamente a los ciudadanos con sus autoridades. A esta otra dimensión de la confianza pública cabe llamarla capital social vertical o capital social cívico (en referencia al concepto de cultura cívica propuesto por Almond y Verba), que es el favorecedor de la participación ciudadana. En sus estudios de cultura cívica, el sociólogo estadounidense Ronald Inglehart ha venido insistiendo en la estrecha interdependencia que de forma inherente se establece entre ambas dimensiones del capital social. Aquellas sociedades, como las nórdicas protestantes, en que los conciudadanos confían más entre sí, son también las que exhiben puntuaciones más altas de confianza en las autoridades y en su país (a la vez que puntúan muy alto en satisfacción con la vida y sentimiento de felicidad). Mientras que en cambio aquellas otras sociedades, como las católicas mediterráneas, en que los conciudadanos confían menos entre sí, son también las que ma nifiestan menos confianza (o más desconfianza) tanto en sus autoridades como en su mismo país (mientras que exhiben índices más bajos de felicidad y satisfacción vital). De modo que ambas dimensiones del capital social, la civil u horizontal y la cívica o vertical, son afines entre sí implicándose mutuamente por relaciones de causalidad circular: puede darse el círculo virtuoso de que ambas se potencien y amplifiquen mutuamente o por el contrario también puede aparecer un círculo vicioso por el que cada una frena y anula a la otra. Pero aunque desde esta perspectiva ambas dimensiones sean complementarias, desde otro punto de vista resultan contradictorias entre sí. Es lo que sucede si contemplamos la cuestión desde la óptica liberal que demanda la primacía de la Sociedad Civil con respecto al Estado mínimo. Así que, para el liberalismo, el desarrollo del capital social civil debería hacerse en detrimento del capital social cívico. Y viceversa, para un estatalista socializante o jacobino,


la primacía del capital cívico debería obtenerse a costa de la relativa disminución del capital civil. De este modo tenemos cuatro modelos distintos. Primero, el modelo nórdico, típico de Escandinavia y los Países Bajos, que presenta elevados niveles tanto del capital cívico como del capital civil. Después dos modelos opuestos, que exhiben elevados niveles de una forma de capital social y bajos niveles del otro; es lo que sucede con el modelo liberal o anglosajón, típico de Norteamérica y el Reino Unido, que es rico en capital civil y pobre en capital cívico; pero frente a ello tenemos el opuesto modelo burocrático o jacobino, típ ico de Francia o Alemania, rico en capital cívico y pobre en capital civil. Y finalmente está el modelo latino- mediterráneo, típico de Italia y España, que presenta bajos niveles tanto de capital cívico como de capital civil. Modelos de capital social Dimensiones CAPITAL SOCIAL Capital CIVIL (horizontal)

Alto nivel Bajo nivel

Capital CÍVICO (vertical) Alto nivel Bajo nivel Modelo Nórdico Modelo Liberal Modelo Jacobino Modelo Latino

Resumiendo, podemos entender el capital social como un espacio de confianza pública que se puede descomponer en dos dimensiones o ejes de coordenadas: el eje horizontal del capital civil, consistente en las relaciones de confianza mutua que emergen de las vinc ulaciones simétricas establecidas entre los ciudadanos, y perpendic ularmente el eje vertical del capital cívico, consistente en las relaciones de confianza recíproca que se derivan de los vínculos asimétricos establecidos entre las autoridades y los ciudadanos. Por lo tanto, dada esta divergencia entre la simetría paritaria del capital civil y la dispar asimetría del capital cívico, aunque ambas dime nsiones del capital social sean afines entre sí, también presentan sin embargo una gran autonomía relativa, lo que hace que cada una de ambas presenten de forma diferencial sus propios problemas y riesgos específicos. Problemas del capital civil Comencemos por los riesgos que amenazan al capital civil horizontal. El principal de todos ellos es el de su fractura en particularismos fragmentarios (tal como ya denunció Ortega y Gasset en su España invertebrada), lo que destruye la confianza en los demás, genera un clima de sospecha y desconfianza generalizadas e impulsa a los ciudadanos a encerrarse en grupos cerrados de interés sectario o a someterse a la protección expoliadora de redes clientelares o de notables caciquiles. De ahí que haya podido hablarse, como he señalado antes, de dos formas de capital social, una positiva o constructiva, generadora de confianza mutua (clubes filatélicos, ateneos populares,


sociedades de amigos del país), y otra perversa y contraproducente, destructora de la confianza pública y generadora de desconfianza mutua (sociedades secretas, redes terroristas, sectas destructivas). Pero desde este punto de vista de la confianza o la desconfianza en los demás, muchas redes asociativas pueden ser a la vez tanto positivas como negativas. Cuanto más se confía en los nuestros, más se desconfía de los otros. Es lo que ocurre con los clubes futbolísticos, cuya capacidad de generar cohesión social es constructiva hacia dentro y destructiva hacia fuera, pues a veces siembran el odio xenófobo y desatan explosiones de violencia agresiva, como sucede con el calcio italiano y el tristemente célebre hooliganismo británico. De esta evidencia se deriva lo que podemos entender como el riesgo latente mas insidioso de todos, que es el de caer en el etnocentrismo y la endogamia como perversa reducción al absurdo del capital social. La endogamia es un regalo envenenado porque, a primera vista, parece reforzar hacia dentro el capital social. Pero sólo lo hace al precio de impedir la exogamia, que es la mejor forma de extender el capital social hacia fuera. Como veremos después, la exogamia es el mejor indicador que utilizan los sociólogos para verificar la asimilación de los inmigrantes; y a la inversa, la endogamia es la principal barrera social que impide la integración de las minorías étnicas. Pero este principio podemos generalizarlo para extenderlo a todas las formas de capital social. Hace mucho tiempo que la etnología demostró que la exogamia (tabú del incesto y prescripción del matrimonio hacia fuera) se halla en la base del orden social, lo que fue confirmado por Lévi-Strauss al hacer del intercambio de muj eres entre los grupos de linaje (o más en general, entre los grupos étnicos), la base de su teoría de la circulación de bienes culturales como intercambio generalizado. Pues bien, en este mismo sentido, el capital social horizontal se basa en el intercambio no sólo de parejas matrimoniales (exogamia) sino en general de toda clase de bienes y servicios. Y ponerle barreras endogámicas o etnocéntricas al intercambio entre los grupos es la peor forma de reducir, devaluar o anular las reservas de capital social. Es verdad que el etnocentrismo no se puede evitar por completo, pues las relaciones de intercambio (matrimonial, económico, social o cultural) se facilitan mucho cuando se plantean entre grupos segmentarios culturalmente homogéneos. De ahí que el tejido comunitario más tradicional o premoderno tienda a encerrarse en sí mismo mediante barreras etnocéntricas y endogámicas, destinadas a excluir cualquier posible intercambio con los extraños. El caso más extremo (al decir de Putnam e Inglehart) lo constituye el localismo provinciano sometido al caciquismo clientelar y generador del llamado familismo amoral que predomina en la Italia meridional (donde campan por sus respetos las mafias siciliana, sarda, calabresa y napolitana), cuyo único capital social digno de este nombre se reduce al extremado partic ularismo de las redes de parentesco local. Y algo parecido sucede con


las redes familiares de inmigrantes que ocupan los barrios degradados de las grandes ciudades, cons tituyendo auténticos ghettos segregados como compartimentos estancos por su extremado comunitarismo endogámico. Pero conforme abandonamos ese tejido social excluido y carente de recursos, para adentrarnos en sectores sociales más integrados y desarrollados, la endogamia que podemos llamar natural o espontánea tiende a verse sustituida por una creciente capacidad de intercambio exogámico entre culturas distantes entre sí. En este sentido, la variable esencial es el nivel de estudios, pues cuanto más escolarizado esté un grupo social, mayor será su capacidad de mantener relaciones de intercambio con extraños. Y conforme ascendemos por la escala social nos encontramos con aquellos sectores de formación universitaria que ya son capaces de mantener relaciones cosmopolitas con extraños situados a gran distancia social: gente de otra identidad cultural, otra pertenencia étnica, otra formación profesional, otra afiliación política u otras creencias religiosas. Y en este tejido social cosmopolita, la endogamia apenas existe, al estar ya sustituida por una exogamia generalizada. Por desgracia, estos sectores son todavía minoritarios, pues la mayoría de los ciudadanos carecen de suficiente experiencia intercultural, por lo que todavía dependen de su preferencia endogámica como un hábito adquirido. Problemas del capital cívico Respecto al capital cívico vertical, el principal riesgo que se plantea es el de que se abra un abismo insalvable entre las autoridades y los ciudadanos, de tal modo que éstos se desentiendan por completo de la cosa pública que tan directamente les concierne. Sólo puede hablarse de una cultura cívica auténticamente participativa cuando los ciudadanos se corresponsabilizan de la buena marcha de los asuntos colectivos que les atañen, vigilando y cont rolando la acción de las autoridades pero prestándoles también su sincero apoyo desinteresado en la medida de sus posibilidades. El modelo ideal es por supuesto el de la democracia ateniense (o de la primitiva república romana), donde todos los ciudadanos se sentían llamados a cumplir su deber de prestar sus servicios a la ciudad participando activamente en el debate colectivo del ágora o del foro. Este mismo espíritu participativo es el que se manifestó en las ciudades-estado italianas del Renacimiento, como Florencia, y por eso es ahí donde Robert Putnam ha creído encontrar las muestras más evidentes y significativas de capital social que sobreviven todavía. Pero en nuestras democracias representativas la ciudadanía tiende a reducirse a la participación electoral, cundiendo por lo demás un absentismo generalizado mientras se delega cualquier responsabilidad en unas autoridades cada vez más distantes y tecnocráticas que tienden a escapar fuera del control ciudadano. En este sentido, el mayor peligro de absentismo tiene dos manifestaciones extremas que se realimentan mutuamente hasta formar


un auténtico círculo vicioso. De un lado, las autoridades tienden a caer en el autoritarismo burocrático que aleja al ciudadano para tratarle desde arriba como a un súbdito privado de derechos. Es la patología confiscatoria del civismo que podemos llamar el síndrome de la ve ntanilla, cuya denuncia más famosa es el célebre artículo de Larra sobre el ‘vuelva usted mañana’. Pero por el extremo opuesto está la apatía y pasividad de los ciudadanos que prefieren autoexcluirse de la cosa pública volviéndole la espalda con incivil desinterés. Y así es como la pescadilla se muerde la cola, pues ante unos ciudadanos que hacen dejación de sus responsabilidades cívicas, las autoridades tienden a responder expropiando dichas responsabilidades ciudadanas para poder ampliar así sus competencias burocráticas. El resultado es el despotismo incivil, por ilustrado que se pretenda, que excluye cualquier participación cívica con la excusa de la eficacia administrativa. De ahí que para restaurar el espíritu de la democracia participativa se hayan propuesto una serie de medidas institucionales susceptibles de rehabilitar el civismo de los ciudadanos. En este sentido, el ejemplo reciente que más se suele citar es el de los famosos presupuestos participativos que se han instaurado en muchas ciudades siguiendo el célebre modelo de la ciudad brasileña de Porto Alegre. Pero en la misma línea hay otras muchas propuestas, como la de crear centros cívicos de proximidad para acercar los servicios públicos a los ciudadanos, tratando de que se erijan en foros cívicos o espacios de participación y deliberación donde los usuarios puedan relacionarse de igual a igual con los servidores públicos que han de atenderles. Pero para que todos estos intentos de suscitar la participación ciudadana se desenvuelvan satisfactoriamente, hace falta desarrollar la dimensión cívica del capital social. Es lo que viene conociéndose bajo el rótulo de ‘empoderamiento’ (empowering), entendiendo por tal la capacidad del tejido social de asumir sus propias responsabilidades de autoafirmación colectiva. Pero en la medida en que este proceso de transferencia y adquisición del poder social está diseñado, inducido y dirigido desde arriba, resulta enormemente ambivalente, pues contradice el sentido en que históricamente se ha venido produciendo la toma del poder por parte de los ciudadanos, que ha sido como un fenómeno que emergía desde abajo en lugar de otorgarse desde arriba. Por lo tanto, dadas estas ambigüedades del apoderamiento (empowering), existe el riesgo de que aparezcan diversos efectos perversos. El primero de todos es la caída por parte de las autoridades en un mal disimulado paternalismo que pretende tutelar a los ciudadanos tratándolos como menores de edad a los que se puede engañar fácilmente con un demagógico populismo espectacular: panem et circenses, arquitectura de diseño, eventos mediáticos... También existe el riesgo de caer en un clientelismo neoliberal que privatiza en la práctica los servicios públicos para poder tratar a los ciudadanos no como a sujetos titulares de derechos sino como a meros objetos de marketing


comercial, fomentando su consumismo en tanto que meros clientes o usuarios de los servicios públicos así privatizados. Todo lo cual ind uce como respuesta en los ciudadanos una suerte de reflejos condicionados que les convierte en adictos pasivamente dependientes de las subvenciones entendidas como derechos adquiridos. Y aún existe un tercer efecto perverso que se da cuando las asimetrías de información y capacidad organizativa y movilizadora que se dan entre unos grupos y otros de ciudadanos hace posible que algunos de éstos se impongan sobre los demás, expropiando en su propio beneficio el control cuasi monopólico del acceso a los servicios públicos. Es lo que ocurre en aquellos experimentos de gestión participativa (como los célebres Presupuestos de Porto Alegre) que son susceptibles de degenerar en un mal entendido asamblearismo donde las facciones más sectarias acaban por imponerse sobre las demás. Lo cual produce entre los grupos excluidos tanta frustración, al verse víctimas de semejantes agravios comparativos, que acaban por abstenerse de participar alimentando un rencoroso resentimiento reactivo. El declive del capital social Al decir de autores como Robert Putnam o Francis Fukuyama, las reservas de capital social comenzaron a decaer por todo Occidente a partir de la década de los 60, en la que habían alcanzado lo que parecen entender como su máximo histórico. Es lo que se viene llamando el declive del capital social: una presunta tendencia regresiva en las relaciones de confianza mutua entre los ciudadanos (capital civil) y entre éstos y las autoridades (capital cívico). Conviene adve rtir, antes que nada, que esta presunta tendencia es muy discutida, pues no parece haber ningún acuerdo metodológico sobre cómo medir las reservas de capital social que atesora una sociedad. Según qué indicadores ut ilicemos, obtendremos tendencias progresivas o regresivas. Por ejemplo, Putnam le concede un interés sobresaliente al índice de lectura de prensa, que sin duda está declinando de modo insistente en muchos países occidentales (no así en España, donde ha crecido levemente desde sus bajos niveles históricos). Pero a cambio está creciendo sostenidamente la conexión ciudadana a redes telemáticas como Internet, lo que para los creyentes en el determinismo tecnológico es un indicador del incremento del capital social. ¿A quién creer? Y si hay desacuerdo sobre la tendencia progresiva o regresiva del capital social, lo mismo cabe decir sobre las causas a las que atribuir su declive, caso de aceptarse éste. Por ejemplo, Fukuyama lo explica a partir de la destrucción del tejido familiar (que para él se halla en la base del capital social), causada por el declive de la autoridad paterna y el incremento de la participación laboral femenina. En cambio Putnam, tras repasar diversos factores posibles (el impacto corrosivo de la televisión, el tamaño de la cohorte de babyboomers), se inclina por atribuir el declive a la socialización interiorizada por la gene-


ración que hizo la guerra de Vietnam, mucho más desertora de sus compromisos cívicos en comparación con el elevado civismo de la que participó en la II Guerra Mundial. Así, la contracultura de los años 60 sería la culpable directa del declive del capital social... Aquí no voy a entrar en ninguno de ambos debates. Respecto a la polémica sobre si el capital social declina o no lo hace, voy a situarme en la peor de las hipótesis, por ser la única problemática. Pues el solo hecho de que haya incertidumbre sobre la existencia o no del declive, aconseja prevenir la alternativa peor, de acuerdo al principio de precaución. En cuanto a las causas de ese posible declive, tampoco voy a entrar en ellas, al ser todas imposibles de confirmar o de refutar. Y en su lugar, me detendré en los tres fenómenos o factores de corrosión a través de los cuales parece manifestarse la declinación del capital social en toda su gravedad: el descrédito de la política, el impacto de la globalización y sobre todo el conflicto multicultural. Respecto al primer punto, el descrédito de la política, sus repercusiones sobre el declive del capital cívico resulta evidente. Desde los años setenta, y tras el impeachment del presidente Nixon, el recurso a la denuncia mediática de los escándalos políticos de corrupción o abuso de poder se ha convertido por todo Occidente en el instrumento de lucha política por antonomasia. Y en consecuencia, tal como señala Thompson, el creciente desprestigio de los gobernantes se ha extend ido a los políticos profesionales, a las instituciones públicas (el Parlamento, los Tribunales, etc) y en general a toda la clase política, empezando por partidos y sindicatos y acabando por afectar al cuarto poder mediático de la prensa audiovisual y escrita que conforma la opinión pública: la institución central de la democracia que también ha terminado por quedar finalmente desprestigiada. Lo cual ha significado, según denuncia Fukuyama, la destrucción de la autoridad institucional sobre la que se funda el imperio de la ley como base del orden social. Y sin llegar a tanto catastrofismo, también Bernard Manin apunta los riesgos que este descrédito de la política representa para la democracia representativa, que se basa en las relaciones de confianza entre los ciudadanos y sus representantes electos. Pues bien, la creciente desacreditación que están sufriendo en las democracias actuales tanto los gobernantes como los demás componentes de la clase política no hacen más que corroer y socavar la confianza de los ciudadanos en las instituciones representativas. De ahí el clima de desconfianza generalizada que se ha impuesto por doquier hasta impregnar a la opinión pública, arruinando el capital cívico del que tratamo s aquí. Pues cuando los ciudadanos aprenden a desconfiar de sus instituciones civiles y políticas, terminan por retirar la adhesión y el apoyo que les prestaban, renunciando en consecuencia a participar en la cosa pública. Algo parecido ocurre con la llamada ‘globalización’, que está erosionando igua lmente tanto el capital social como la participación cívica. Por lo que respecta al capital social de tipo ‘civil’ u horizontal,


los efectos que está experimentando como consecuencia de la desestructuración social causada por la globalización neoliberal, son ambivalentes. Por una parte, el nuevo empleo flexible que se está creando en el sector emergente de los servicios personales y las nuevas tecnologías de la comunicación parece estar multiplicando la densidad, el espesor y la movilidad de las interacciones sociales (sobre todo virtuales) conectadas en red, tal como señala Manuel Castells. Pero al mismo tiempo, la precariedad laboral de este mismo empleo flexible, con los efectos desestructuradores del trabajo temporal, el outsourcing, las subcontratas, la deslocalización y el despido generalizado, está destruyendo severamente el viejo capital social que venía articulando la sociedad industrial: movimiento obrero, tejido asociativo, movimiento vecinal, redes de amistad y compañerismo... Todo eso se está viniendo abajo, según denuncian aquellos autores como Beck, Sennett o Carnoy que mejor han expuesto la desvertebración social y el desarraigo urbano que están causando las nuevas relaciones laborales de carácter efímero, temporal y precario. El balance entre ambos efectos de la globalización, el creador de nuevo capital social de tipo flexible, virtual o postindustrial, y el destructor del viejo capital social de tipo urbano e industrial, no es fácil, ni mucho menos puede hacerse aquí. Pero si tenemos en cuenta que las relaciones de confianza creadas por el capital social precisan del suficiente paso del tiempo para que puedan arraigarse y fructificar, comprenderemos que el nuevo empleo postindustrial difícilmente las creará, y menos todavía las consolidará, a falta del tiempo y la cont inuidad que resultan necesarios para poder hacerlo. Hoy es difícil hacer amigos duraderos en los que poder confiar, pues la movilidad social es tan elevada que los pierdes a la misma velocidad a la que abandonas los empleos viejos para sustituirlos por otros nuevos. Pero los efectos de la globalización sobre el capital social no se reducen a la desestructuración del tejido civil asociativo. Además de esto, también erosiona el capital cívico o participativo. En efecto, la globalización económica está suponiendo tanto la pérdida de soberanía política de las entidades a escala estatal (los Estados nacionales, cada vez menos independientes y más interdependientes entre sí) como la pérdida de autonomía de las entidades locales a escala regional. Según señalan Borja y Castells, municipios y provincias están cada vez más integrados pero también cada vez más disueltos en redes territoriales interurbanas que les abarcan y les superan, condiciona ndo su libertad de acción y su capacidad de maniobra. En consecuencia, los ciudadanos se sienten cada vez más desposeídos de su propia ciudadanía política y municipal, en la medida en que su teórica titularidad de la soberanía popular se ve desmentida por una globalización que la desnaturaliza privándola de su anterior sentido político. En lugar de sentirse un ciudadano-sujeto, dueño de su capacidad de participar en


el gobierno de su Estado y de su ciudad, ahora se siente un ciudadanoobjeto: un juguete de fuerzas globales que ya no puede dominar. Pero probablemente, la fractura más severa que está sufriendo el capital social en ambas dimensiones es la causada por el impacto del conflicto multicultural, también derivado en última instancia de la globalizació n. Los flujos migratorios están transformando y distorsionando la composición étnica y cultural de las poblaciones que habitan los países más desarrollados, afectando especialmente a las grandes ciudades y concentraciones urbanas que se reparten por los cinco continentes. Y al hacerlo, están fracturando y quizás arruinando las reservas de capital social con que contaban estas poblaciones, sedimentadas a lo largo del tiempo. Pero el impacto del multiculturalismo sobre el capital social es triple cuanto menos. Primero aparece la cuestión de la seguridad ciudadana, puesta en peligro por el incremento tanto de la delincuencia y la criminalidad como del terrorismo, elementos todos ellos que están más o menos indirectamente relacionados con determinadas comunidades de inmigrantes o de minorías étnicas o culturales. Y al crearse un clima de inseguridad y desorden público, los ciudadanos comienzan a desconfiar, afectados por la incertidumbre. Empiezan a desconfiar tanto de las autoridades, por su incapacidad de mantener el orden, como unos de otros, pues el vecino pasa a ser sospechoso. Y así se devalúa tanto el capital cívico que permite confiar en las autoridades como el capital civil que hace confiar en los demás conciudadanos. En segundo término aparece la competencia por el acceso a los servicios públicos: educación, sanidad, vivienda, servicios sociales... Como es lógico, la mayoría de los inmigrantes y de los miembros de las minorías son demandantes insolventes de los servicios públicos. Pero al reconocerse su derecho a hacerlo así, pasan a competir con los usuarios autóctonos de unos servicios que comienzan a masificarse, resultando incapaces de atender a un incremento tan conflictivo de la demanda de protección social. El resultado inevitable es la apertura de un conflicto por el acceso a unos servicios públicos cada vez más escasos y cada vez más precarios. Ahora bien, como la protección de los derechos sociales es el mayor incentivo que existe para suscitar la participación ciudadana en la cosa pública, el que los servicios públicos se deterioren implica que la participación cívica haya de declinar. Y finalmente emerge el peor efecto del impacto multicultural, que es la fragmentación del capital social. Como he señalado antes, el capital social de tipo horizontal se basa en las relaciones de confianza recíproca establecidas entre los ciudadanos. Pero la llegada al mismo nicho urbano de redes familiares procedentes de distinta procedencia étnica amenaza con fracturar y fragmentar las redes de confianza preexistentes, cuarteándolas como si entre sus fibras se introdujeran cuñas de distinta madera. De suceder esto así, la confianza previa pronto se torna en desconfianza nueva, al igual que la mala moneda siempre


acaba por desplazar a la buena. Y una vez instalada la desconfianza pública, el capital social se arruina, siendo sustituido por el miedo, la incertidumbre, la xenofobia y el pánico social. El gran desafío del capital social ¿Se puede integrar a inmigrantes y minorías multiculturales? Éste es el gran desafío que se le abre al capital social. Los optimistas, como los filósofos canadienses defensores del derecho al reconocimiento de las identidades colectivas multiculturales (Taylor, Kymlicka), sostienen que sí, que basta con buena voluntad por parte de ciudadanos y autoridades para que minorías e inmigrantes se integren a todos los efectos en nuestras sociedades sin grandes rechazos. Pero los pesimistas como Sartori sostienen que no: resulta imposible integrar a todos aquellos grupos étnicos cuyas señas de identidad colectiva resultan incompatibles con las nuestras, como sucede según él con los musulmanes. ¿Quién tiene más razón? Sartori, probablemente, aunque sus propuestas más provocativas sean políticamente incorrectas. Veamos lo sucedido en las democracias anglosajonas (EE UU, Canadá, Australia y Nueva Zelanda), que desde su fundación se han constituido como sociedades de acogida de inmigrantes. Tal como señalan Glazer y Huntington, en Norteamérica se ha logrado un cons iderable éxito para lograr la asimilación completa en una o dos generaciones de casi todos los inmigrantes, con dos o tres excepciones notables. La primera excepción es la de los nativos aborígenes o indígenas, que no han podido ser asimilados. La segunda excepción, privativa de EE UU, es la de los afroamericanos descendientes de los antiguos esclavos, que se resisten con éxito a ser asimilados por el racismo estadounidense. En estas dos excepciones coinciden Glazer y Huntington. Pero este último añade una tercera excepción, que es la de los latinos o hispanos, que cada vez se resisten con mayor éxito a ser asimilados. ¿En qué consiste la asimilación para estos autores? Utilizan varios indicadores, entre los que destacan cuatro: la ciudadanía, la integración escolar y laboral, la integración residencial y la exogamia. Todas las etnias ven muy pronto reconocida la ciudadanía completa, incluso los afroamericanos, desde que se integraron en el ejército profesional. En cambio, las demás vías de integración escolar, laboral, residencial y familiar son más lentas y difíciles de lograr. Pero todos acaban por conseguirlo más pronto o más tarde con la notable excepción de los afroamericanos (y quizá de los latinos). Mientras las demás etnias cruzan con éxito en un par de generaciones la barrera exogámica del matrimonio cruzado, los afroamericanos se niegan a ello, persistiendo en mantenerse encerrados en sus ghettos endogámicos. ¿Qué sucede mientras tanto en Europa? Nuestros indígenas y nuestros negros han venido siendo desde siempre los judíos y los gitanos, que se han resistido con éxito a ser asimilados por el racismo europeo manteniéndose encerrados dentro de sus ghettos endogámicos.


Pero desde hace unos lustros han venido a añadirse los musulmanes (los turcos en Alemania, los pakistaníes en el Reino Unido, los argelinos en Francia, los marroquíes en España), que también se resisten con éxito a ser integrados por el etnocentrismo europeo mediante el cierre endogámico de sus redes comunitarias de parentesco. ¿Cómo enfrentarse a este problema que al parecer carece de solución? John Gray ha propuesto aceptar la imposibilidad de resolverlo por completo. El conflicto multicultural es inevitable y hay que comenzar por acostumbrarse a ello. Sencillamente, los musulmanes están en su derecho, como cualquier otra etnia o grupo disidente, a ser integrados por el asimilacionismo oficial. Es el más elemental derecho a la disidencia que asiste a todas las minorías, con tal de que por lo demás cumplan con el imperio de la ley (lo que incluye respetar el derecho a la no discriminación por razón de etnia, religión o género). Y la mayoría tiene el deber democrático de respetar los derechos de las minorías. Ahora bien, no basta con limitarse a esto, pues además hay que enfrentarse de alguna manera con el inevitable conflicto multicultural, que siempre seguirá permaneciendo abierto. ¿Qué hacer? John Gray propone alcanzar un modus vivendi que se limite a buscar la conversión del conflicto abierto en coexistencia pacífica. En lugar de enfrentarnos con agresiva hostilidad, aprendamos a convivir pacíficamente. Pero para ello, y como sucede con todo proceso de pacificación de hostilidades, habrá que recurrir a instituciones y procedimientos de intermediación, capaces de poner a amabas partes de acuerdo para que acepten de buen grado ese modus vivendi o marco común de coexistencia pacífica, hecho de acuerdos limitados y provisionales que siempre se pueden reconstruir y rectificar. Pero claro está, para eso hacen falta instituciones mediadoras, capaces de intermediar entre la mayoría asimilacionista y las minorías que se resisten a integrarse en defensa de su identidad amenazada. Es lo que ya sucede hace tiempo con los mediadores gitanos, precisame nte encargados de tender puentes interculturales mínimamente practicables, a fin de que los gitanos puedan integrarse sin tener que asimilarse. Bien, pues con los musulmanes hay que hacer otro tanto. En suma, para enfrentarnos a la fractura del capital social, abierta por el impacto multicultural, hay que crear instituciones mediadoras capaces de tender puentes que salven las fisuras abiertas en el tejido civil del capital social, de tal modo que los ciudadanos multiculturales puedan cruzarlos en uno y otro sentido. ¿En qué tipo de instituciones mediadoras hay que pensar? Pueden distinguirse cinco tipos distintos pero simultáneos y complementarios entre sí, para componer lo que bien podríamos llamar el pentágono integrador. Ante todo están las propias instituciones públicas, que además de prestar sus servicios como tales bien pueden ejercer además una función mediadora: centros cívicos, escuelas, ambulatorios, tribunales, servicios sociales. A continuación aparecen las instituciones privadas,


que por propia iniciativa pueden ejercer funciones de intermediación: el trabajo, la empresa (recuérdese su reciente papel en la regularización de los trabajadores informales inmigrantes), los servicios profesionales, las redes de compañerismo y amistad, la propia exogamia, como libre acuerdo entre partes privadas. También intervienen por activa o pasiva las instituciones mercantiles que congregan en común a ciudadanos pertenecientes a distintas identidades culturales: ocio, consumo, vivienda, turismo, transporte... En cuanto a las instituciones festivas (deporte, música, cine, moda y demás espectáculos públicos), su papel parece más relevante por cuanto su poder de convocatoria atraviesa con mucha facilidad las barreras culturales (piénsese si no en el ritual del fútbol, único fervor común a cristianos y musulmanes). Y tenemos finalmente a las instituciones cívicas propiamente dichas (partidos, sindicatos, fundaciones, movimientos sociales, organizaciones no gubernamentales...), precisamente encargadas de entrenar a la ciudadanía en el difícil arte de agregar y articular intereses e identidades potencialmente contrapuestos y contradictorios entre sí. Pero cuando hablo de un pentágono integrador, estoy pensando en instituciones multilaterales y pluralistas que sean capaces de actuar con una lógica polivalente, a la vez pública, privada, mercantil, festiva y cívica. Como las bibliotecas públicas, por ejemplo, círculos de lectores que pueden hacer de auténticos centros cívicos encargados de traducir unas a otras las más diversas identidades colectivas. O como las fiestas populares: espacios públicos donde los ciudadanos celebran a la vez el amor por su ciudad y el amor por sus propios conciudadanos, sea cual fuere su identidad colectiva originaria. Y esta misma es, en definitiva, la mejor manera de regenerar y revalorizar el capital social: la de enseñar a los ciudadanos a amar a su ciudad, que es la única forma de conseguir que aprendan a amar a sus conciudadanos. Y ello tanto con un amor platónico, centrado en los símbolos urbanos y festivos que identifican a su ciudad, como con un amor carnal, deseoso de hacer de la exogamia ciudadana la promesa más fecunda de respeto mutuo y convivencia colectiva. [E. GIL CALVO : 19-09-05]

Referencias citadas Gabriel ALMOND y Sidney VERBA, La cultura cívica, Euramérica, Madrid, 1970. Ulrich BECK y Elisabeth BECK-GERNSHEIM , La individualización, Paidós, Barcelona, 2003. Jordi BORJA y Manuel CASTELLS , Local y Global, Taurus, Madrid, 1997. Martin CARNOY, El trabajo flexible en la era de la información, Alianza, Madrid, 2001.


Manuel CASTELLS, La era de la información, Vol. 1, La sociedad red, Alianza, Madrid, 1997. Francis FUKUYAMA, La Confianza (Trust), Ediciones B, Barcelona, 1998. Francis FUKUYAMA, La Gran Ruptura, Ediciones B, Barcelona, 2000. Nathan GLAZER, “Multiculturalismo y excepcionalismo estadounidense”, en Soledad GARCÍA y Steven LUKES (eds.), Ciudadanía: justicia social, identidad y participación, pp. 195 a 214, Siglo XXI, Madrid, 1999. John GRAY, Las dos caras del liberalismo, Paidós, Barcelona, 2001. Samuel HUNTINGTON , ¿Quiénes somos? Los desafíos a la identidad nacional estadounidense, Paidós, Barcelona, 2004. Ronald INGLEHART , El cambio cultural en las sociedades industriales avanzadas, Centro Investigaciones Sociológicas (CIS), Madrid, 1991. Will KYMLICKA, Ciudadanía multicultural, Paidós, Barcelona, 1996. Bernard MANIN, Los principios del gobierno representativo, Alianza, Madrid, 1998. Robert PUTNAM , “La comunidad próspera, El capital social y la vida pública, en la revista Zona Abierta , núm. 94/95, monográfico sobre “Capital Social”, pp. 89 a 104, Fundación Pablo Iglesias, Madrid, 2001. Robert PUTNAM , Solo en la bolera, Círculo de Lectores, Barcelona, 2002. Robert P UTNAM (ed.), El declive del capital social, Círculo de Lectores, Barcelona, 2003. Giovanni SARTORI, La sociedad multiétnica, Taurus, Madrid, 2001. Richard SENNETT, La corrosión del carácter, Anagrama, Barcelona, 2000. Charles TAYLOR, El multiculturalismo y la política del reconocimiento , Fondo de Cultura Económica (FCE), México, 1993. John THOMPSON, El escándalo político, Paidós, Barcelona, 2001.


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