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3.Los interminables premios a los vencedores de Junín y Ayacucho

los genuinos propietarios, las comunidades indígenas. Otro artículo inaceptable para un ejército victorioso decía: “El Estado del Perú reconocerá la deuda contraída hasta hoy por la Hacienda del Gobierno español en el territorio.” Este artículo equivaldría a que Elizabeth de Inglaterra hubiese tenido que pagar a Felipe II el fracaso de su Armada Invencible o, en tiempos más recientes, como si los norteamericanos hubiesen compensado a los japoneses los gastos de su derrota en la Segunda Guerra Mundial.

Ese artículo no fue el peor. Lo más increíble del Tratado de Ayacucho es la última condición que impone Canterac: “Toda duda que se ofreciere sobre alguno de los artículos del presente Tratado se interpretará a favor de los individuos españoles.” No fue suficiente el anodino reparo que consiguió Sucre a esta condición: Concedido; esta estipulación reposará sobre la buena fe de los contratantes.

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Bolívar no intentó rectificar las concesiones de Sucre a los españoles, cuando bien pudiera haberlo hecho, ya que las autoridades virreinales tomaron su tiempo para acopiar todo lo posible antes de regresar a su patria.

3.LOS INTERMINABLES PREMIOS A LOS VENCEDORES DE

JUNÍN Y AYACUCHO

El 12 de febrero de 1825 el Congreso —a escasos dos días de haber sido reinstalado por Bolívar— dedicó su sesión a premiar a los vencedores con el Libertador a la cabeza. Este Congreso Constituyente, cuya Constitución nunca estuvo en vigor por haberla suspendido Bolívar, estaba formado en principio por 79 diputados titulares, pero en su reinstalación muchos de ellos no asistieron por diversos motivos, incluyendo la falta de garantías. Sólo participaron 56, la mayoría suplentes. También hay que puntualizar que nueve diputados del congreso peruano eran colombianos y no se podía esperar de ellos sino una exaltación por Bolívar muy por encima de las posibilidades económicas de un tesoro en bancarrota como era el peruano.

Además de honores vitalicios y nuevos títulos, como “Padre y Salvador de la patria”, el Congreso ordenó toda una serie de medidas para reforzar el culto al Libertador. Así, se acuñaron efigies y medallas con su busto, se ordenó que en las plazas mayores de todas las capitales de departamento se coloque una placa de agradecimiento al Libertador y que todas las municipalidades tengan su retrato en el salón principal. Este sumiso y estéril Congreso, pretendiendo que las futuras generaciones creyesen que Bolívar fue defensor del Parlamento, ordenó que se erigiera su estatua ecuestre y fuese colocada en la plaza situada frente al edificio del Congreso, donde está hasta hoy. Si algún sitio era inapropiado para acoger la estatua de un hombre que suspendió la Constitución aprobada legalmente y que impuso la suya con artimañas y que intimidó, encarceló y expatrió a los congresistas

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que se le oponían, era precisamente esa plaza. Cualquier otro lugar, la Pampa de Junín o el Palacio de Gobierno, hubiera tenido más significado y menos sarcasmo.

La quiebra del erario no fue razón para que el Congreso dejase sin recompensa económica al Libertador y se le otorgó un millón de pesos como “una pequeña demostración de reconocimiento”. Felizmente reconocieron que el Perú no estaba sobrado de fondos porque si no la “pequeña demostración” hubiera sido imposible de pagar. Un millón de pesos era una cantidad enorme, algo así como una tercera parte del presupuesto anual de todo el país. Para dar una idea de los precios de ese tiempo, el buque “Monteagudo” costó 80,000 pesos, y todas las propiedades, minas, casas y haciendas expropiadas a los españoles y a los criollos que se refugiaron en el Real Felipe tenían un valor de un millón de pesos, según informe de Larrea, ministro de Hacienda de Bolívar el año 1826.

Como era habitual, Bolívar rechazó este premio varias veces pero al final lo aceptó en favor de su familia. Los acontecimientos que precipitaron su salida no permitieron que se pagase a tiempo este premio, aunque finalmente lo cobraron sus herederos durante el gobierno de Echenique.

Los regalos a Bolívar fueron abrumadores. El Congreso también le obsequió una espada de oro con 1,374 piedras preciosas, entre ellas rubíes y diamantes, obra del célebre artista Chungopoma. Otras ciudades y pueblos que recorrió Bolívar tras el triunfo forzaron al límite sus mermadas economías para obsequiar al Libertador. Cusco, por ejemplo, le entregó una corona, que está ahora en el Museo Nacional de Colombia, compuesta por 47 hojas de laurel en oro, 49 perlas barrocas, 283 diamantes y 10 cuentas de oro.

Lo que también se pagó fue otro millón de pesos que se le dio a Bolívar para que lo entregase a los vencedores de Junín y Ayacucho de acuerdo a su criterio. En algunos casos, como en el de Sucre, se dieron propiedades de la nación. Bolívar a nombre del Perú regaló al vencedor de Ayacucho la extensa hacienda La Huaca, en Chancay, que, según Basadre, valía mucho más de los doscientos mil pesos que en teoría le correspondía.

No se sabe a ciencia cierta cuánto fue lo que realmente recibieron los colaboradores de Bolívar, hubo muchas excepciones y mucha arbitrariedad, por ejemplo, se incluyó en el reparto al ministro J. Faustino Sánchez Carrión que no peleó en ninguna batalla, aunque es cierto que contribuyó con eficacia al acopiamiento de dinero y bienes para la campaña hasta el extremo de sacar las alcayatas y clavos de los portones de las casas, según comenta Basadre.

Además de todos los premios anteriormente mencionados el Congreso autorizó al Libertador a “instituir y señalar cualquier otra clase de premios honoríficos y pecuniarios como compensación de los servicios prestados o estímulo para los que pudiera necesitar

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