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Palabras preliminares

Nuestro primer «encuentro» tuvo lugar en junio de 1993, en el Museo Arqueológico Rafael Larco Herrera de Lima. La espléndida mansión situada en el número 1515 de la avenida Bolívar, transformada en museo de arte precolombino a finales de los años cuarenta, me permitió descansar durante unas horas del bullicio de una ciudad que veía entonces por primera vez. Durante los años siguientes retuve en mi memoria los altos estantes de vidrio llenos de obras de arte cerámicas. Un auténtico tesoro que reúne miles de vasijas antiguas, frágiles, pero en perfecto estado de conservación. Recuerdo que recorrí la exposición, entré en un almacén abierto a las visitas, y allí me quedé petrificado. Desde tres de las paredes de una de las habitaciones, cuatrocientos rostros estaban vueltos hacia mí. En los anaqueles, del suelo hasta el techo, estaban colocadas las imágenes de cientos personajes, jóvenes y adultos, sanos y lisiados, serios y sonrientes, imágenes que expresaban emoción, que rezumaban vida. Había individuos que presentaban diversos tipos de peinado, que usaban diferentes clases de gorros, gente con los rostros deformados y pintados según extraños patrones y con las orejas adornadas por pendientes y alfileres. Se hallaban allí imágenes de personajes de nariz aguileña o nariz ancha, labios carnosos o finos, de prominentes pómulos y también mofletudos. Cuatrocientos pares de ojos, sencillos unos, otros rasgados o guiñados o muy abiertos, miraban hacia donde yo me encontraba. Estaba, pues, frente a la colección más grande y, sin duda, la mejor expuesta en el mundo de los llamados «vasos escultóricos huacos retrato».1

1 El uso de la expresión «huaco retrato» puede causar extrañeza en su forma de plural, «huacos retrato», pero el autor ha decidido mantenerla por ser el término generalizado entre la comunidad científica. Gramaticalmente hablando, no resulta en castellano un término demasiado acertado. Atendiendo a la semántica de los dos vocablos que lo integran y al significado conjunto —el que tiene o más bien el que algunos le han querido dar—, lo más correcto, si debemos aprovechar estas dos palabras, habría sido la expresión «retrato huaco», esto es, un «retrato» —empleo aquí las comillas para ser fiel a las tesis de este libro— en forma de vasija, de recipiente, de huaco. Esta es la opción por la que, en cierto modo, se inclinan investigadores como K. Makowski, si bien solo se aprecia cuando usan el plural; es decir, este y otros autores utilizan el término «huaco retrato» en singular, pero en plural escriben «huaco retratos». Esta forma de plural es morfológicamente incorrecta, como se puede comprobar por las

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La cultura Moche, creadora de las obras que entonces estaba admirando, se desarrolló en la costa norte del Perú actual durante los primeros ocho siglos de nuestra era. Cobró renombre internacional a finales del siglo XX, gracias a los sorprendentes descubrimientos realizados en el sitio de Sipán, en el valle de Lambayeque. Anteriormente era conocida, principalmente, por las dos pirámides monumentales —la Huaca del Sol y la Huaca de la Luna—, erigidas en las inmediaciones de la actual ciudad de Trujillo, así como por su cerámica, técnicamente perfecta, extraordinariamente variada y magníficamente adornada, procedente sobre todo de sepulturas saqueadas por los huaqueros. Entre las ricas colecciones de vasijas reunidas en los museos de todo el mundo, dos grupos de objetos han llamado especial atención a los investigadores desde hace tiempo. El primer grupo es el de los llamados «huacos eróticos», vasijas que muestran, de manera impactantemente realista para un observador occidental, e incluso a menudo exagerada a modo de caricatura, diferentes aspectos de lo que durante mucho tiempo se consideró el ars amandi moche. En el curso de decenas de años, muchos artículos y varios libros ricamente ilustrados se han dedicado a estos objetos. Durante mucho tiempo constituyeron un apasionante tema de investigación para arqueólogos y antropólogos, e incluso para médicos y sexólogos. Rápidamente llegaron también a ser muy conocidos entre el gran público; durante años fueron considerados pornografía, y hasta material educativo de carácter moralista, esto último más bien difícil de creer en nuestros días. La «pornografía» de la Antigüedad, con un origen que se remonta a casi mil quinientos años, y expuesta además en numerosos museos, despertaba, y aún sigue siendo capaz de hacerlo, un escalofrío de emoción. No es por tanto extraño que cada año aparezcan miles de copias más o menos logradas de este tipo de vasijas, que después son repartidas por el mundo por la multitud de turistas que visitan el Perú. El segundo grupo por el que los expertos sintieron gran interés es el de las vasijas con forma de cabeza humana, por lo general de hombre, y que suele definirse con el nombre de «huacos retrato»; estos muestran, a menudo de manera sorprendentemente naturalista, los supuestos semblantes de los creadores de la cultura Moche. Al contrario que los «huacos eróticos», estos objetos normalmente no suscitan mayor interés entre los trotamundos contemporáneos. Raramente son copiados y la demanda de sus réplicas no es muy grande. Cuesta extrañarse de ello: se le puede regalar a alguien, aunque sea como una broma, la copia de una vasija que muestra a dos amantes de la Antigüedad, pero ¿merece la pena cargar por medio mundo con la imagen de un hombre sin nombre, con un grotesco gorro y con la cara pintada de manera extravagante, alguien de quien nada sabemos y con quien nada tenemos que ver?

analogías: coche cama – coches cama; hombre rana – hombres rana; niño prodigio – niños prodigio, etcétera. En cambio es semánticamente correcta, como ya hemos explicado —solo habría que cambiar de lugar las palabras—. No conocemos antecedentes para la expresión «retrato huaco» y tampoco desea el autor del libro introducir el término en la literatura. Por tanto, hemos elegido la forma clásica «huacos retrato», por analogía con las expresiones usadas en otras lenguas y también por ser el término con el que el autor se ha familiarizado durante sus investigaciones (nota del traductor).

Estas imágenes, fieles y realistas de rostros humanos, no son nada extraordinario en nuestro mundo actual; al contrario: es difícil imaginar algo más corriente, por no decir trivial. Imágenes y retratos llenan nuestro mundo, dominado por la fotografía y el cine. Muchos de nosotros portamos fotos propias o de nuestros allegados. En casa guardamos imágenes de familiares y amigos. Reconocemos sin problema los rostros de cientos de personas que, en general, nunca hemos visto en vivo: gente del mundo de la política, de la cultura, de la religión o de los deportes. Los iconos contemporáneos, las personas conocidas a través de los medios de comunicación, viven en nuestra conciencia. Además de ellos, a diario contemplamos las reproducciones de otros cientos y hasta miles de rostros de gente que nos es desconocida por completo; sus imágenes nos las traen la prensa, la televisión, el cine y la publicidad. A pesar de que los huacos retrato representan a figuras anónimas, para arqueólogos e historiadores del arte constituyen un fenómeno mundial. Y es que nos presentan, con una maestría poco común, las caras de los antiguos habitantes de nuestro planeta, los semblantes de antepasados y creadores de una civilización muerta hace ya mucho. Reflejan su aspecto físico, su edad y su estado de salud, e incluso, sus sentimientos. Es toda una rareza, en especial si pensamos que surgieron en una cultura que no nos ha dejado ninguna fuente escrita. Por estas razones, los huacos retrato se cuentan entre los objetos más preciados de la cultura Moche, depositados en colecciones estatales y privadas de todo el mundo y cuyas fotografías, las de los más espléndidos de ellos, aparecen publicadas en casi cualquiera de los trabajos importantes dedicados al arte no solo del Perú prehispánico, sino de todo el Nuevo Mundo. Aun siendo anónimos, los huacos retrato resultan fascinantes, sorprendentemente modernos. Son algo así como cabezas preparadas para algún museo de figuras de cera antiguo, o como fotografías de hace un millar y medio de años. Pero a pesar de que son conocidos por cualquiera que se interese por el arte precolombino, siquiera como aficionado, a pesar de que sus fotos han adornado las portadas de muchos libros y revistas, sabemos realmente poco sobre ellos. Se los menciona prácticamente siempre que se escribe sobre la cultura Moche, pero rara vez se los describe con detalle. Las breves caracterizaciones insertadas en las diversas publicaciones han sido por lo común muy superficiales, hechas al hilo de consideraciones más generales acerca de la estructura social, la religiosa o la organización política moche. A lo largo de cien años de investigaciones, la mencionada categoría de vasijas nunca fue objeto de un estudio profundo, cuando menos alguno que diera como fruto un texto científico amplio, minucioso y bien documentado.2

2 Hasta el momento han aparecido dos trabajos a los que sin duda se debe atribuir un puesto destacado en la historia de las investigaciones sobre los huacos retrato de la cultura Moche. El primero de ellos fue un artículo crucial escrito por A. M. Hocquenghem en el año 1977, modestamente ilustrado, redactado en base a una muestra de unas quinientas vasijas —incluidas ilustraciones procedentes de la literatura—. La segunda publicación fue el libro que C. B. Donnan dedicó a este tema (2004), basado en el análisis de más de novecientas vasijas, el trabajo más amplio y mejor ilustrado hasta ahora.

En 1998, cinco años después de mi primera visita a Lima, volví al museo de la avenida Bolívar y esta vez pasé mucho más tiempo en él. Durante varios meses, tuve en mis manos, día tras día, esas vasijas en forma de cabeza humana. Las fotografié, las medí y las describí. Copié los complicados motivos pintados en los rostros, elaboré la primera tipología detallada de gorros y de adornos de nariz y orejas. Descubrí increíbles similitudes y sutiles diferencias entre las diversas reproducciones. Identifiqué vasijas que procedían de los mismos moldes. Tomé nota de los sitios y los valles en los cuales fueron halladas. Leí los nombres de sus descubridores o los apellidos de sus anteriores dueños escritos con tinta o a lápiz en sus desgastadas bases. Repetí estas mismas tareas durante los siguientes años en museos de Perú y Europa, documentando en total casi 800 vasijas de esta clase. Sintiéndome aún bajo la fuerte impresión experimentada en nuestro primer «encuentro», busqué respuesta a varias preguntas que no me dejaban tranquilo. Las primeras dos eran bastante obvias: ¿quiénes eran las personas en ellas representadas? y ¿con qué objetivo se fabricaron estas vasijas? Sin embargo, durante la investigación aparecieron otras, mucho más sutiles e interesantes. Este libro constituye mi intento por responder a dichas cuestiones.

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