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EL DESCUBRIMIENTO 24 de julio de 1911
El adusto explorador americano Hiram Bingham trepó por la empinada pendiente del bosque de nubes en el flanco oriental de los Andes, y se paró por unos instantes junto al campesino que le hacía de guía antes de quitarse el sombrero fedora de ala ancha para secarse el sudor de la frente. Carrasco, un sargento del ejército peruano, no tardó en alcanzarles y, sudando dentro de su oscuro uniforme de botones de latón y bajo su sombrero, se inclinó apoyando los brazos en las rodillas para recuperar el aliento. Bingham había oído que las viejas ruinas incas se encontraban en algún lugar mucho más arriba de donde estaban, casi en las nubes, pero también sabía que en esta región apenas explorada del sureste peruano los rumores sobre los restos proliferaban tanto como las bandadas de pequeños loros verdes que a menudo llenaban el aire con sus chillidos. Sin embargo, este norteamericano de 1,95 de estatura y 77 kilos de peso, estaba bastante convencido de que la ciudad perdida de los incas que estaba buscando no se encontraba más adelante. De hecho, ni siquiera se había molestado en preparar comida para su expedición, pues contaba con hacer un corto trayecto hasta la cumbre que presidía el valle para comprobar las ruinas que allí pudiera haber, y volver al campamento rápidamente. Por ello, cuando empezó a seguir a su guía por la senda, este americano desgarbado de cabello muy corto, moreno y de rostro delgado, casi ascético, no podía imaginar que en apenas unas horas fuera a realizar uno de los descubrimientos arqueológicos más espectaculares de la historia. El aire del entorno era húmedo y cálido y, al alzar la mirada, comprobaron que la cumbre de la cresta hacia la que se dirigían estaba todavía a trescientos metros, oculta tras pendientes verticales engalanadas con vegetación colgante. Sobre la cima, nubes arremolinadas iban ocultando
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