LOS MARAÑONES

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MARATONES

no reno Echevarría


Jo sé M.a Moreno Echevarría

Los Marañones

Círculo de Lectores


Cubierta, Izquierdo

Edición íntegra Licencia editorial para el Círculo de Lectores por cortesía de Ediciones Marte Queda prohibida su venta a toda persona que no pertenezca al Círculo ($ Ediciones Marte by 1968 Depósito legal B. 27922-68 Compuesto en Garamond 9 Impreso y encuadernado por Primer, industria gráfica sa M olíns de Rey Barcelona


Capítulo primero

—Demos sobre ellos y muramos eximo romanos —le dijo el capitán Juan de Acosta. —No —contestó Gonzalo Pizarro— ; es mejor morir como cristianos. Francisco de Carvajal, «el Demonio de los Andes», no decía nada. Escéptico y burlón, contemplaba el desastre canturreando la misma cancioncilla que cuando intentaron, ante las constantes deserciones, pasar a Chile: Estos mis cabellicos, madre, dos a dos se los lleva el aire. ¡A y!, pobrecicos los mis cabellicos. Se hallaban frente a frente en el valle de Xaquixahuana, en el Perú, los dos mejores ejércitos que se habían visto en el Nue­ vo Mundo desde que comenzó la conquista de Indias: el ejérci­ to rebelde, mandado por Gonzalo Pizarro y dirigido por Carva­ jal, y las tropas reales a cuyo frente se hallaba el clérigo don Pedro de Lagasca. La batalla prometía ser encarnizada e in­ cierta. Allí iban a poner a prueba su pericia y su valor los más prestigiosos capitanes y los mejores soldados de Indias. Lagasca, hombre inteligente y de gran sentido común, sabía que no podía medirse en el terreno de las armas con Gonzalo Pizarro —la mejor lanza de Indias— y con Carvajal, el temible «Demonio de los Andes» para quien la guerra no tenía secretos. Y como no lo ignoraba, se rodeó de los mejores capitanes, como Pedro de Valdivia, Sebastián de Belalcázar, etc., dejándo­ les a ellos la labor de disponer y dirigir la batalla. Sin embargo, aunque Lagasca no era soldado disponía del arma más terrible y eficaz para resolver la lucha: las cédulas de perdón. La cédula de perdón era un papel, sellado con el sello

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real, por el que se concedía un perdón general a todo rebelde que se pasara a las filas reales. Y estas cédulas de perdón hi­ cieron más estragos en el ejército de Gonzalo que todas las espadas, lanzas y arcabuces con que contaba el ejército real. En realidad, no hubo batalla; la deserción en el ejército re­ belde fue general. E l primero que dio el ejemplo fue el capitán Garcilaso de la Vega —padre del cronista, el Inca Garcilaso— , quien espoleando su caballo se lanzó a la carrera hada el campo realista. Fue el prindpio de la desbandada. Al final se pasaban por compañías enteras. Hasta Diego de Cepeda, el ambidoso Presidente de la Audiencia y principal instigador de la rebelión, se pasó a Lagasca, gritando: «A l rey, caballeros, al rey». E stos m is cabellicos, m adre, dos a dos se lo s lleva el aire. Y el aire se los llevó todos. Gonzalo Pizarro y Carvajal caye­ ron prisioneros casi sin combatir. Las cédulas de perdón se bastaron para deshacer a aquel ejército que no conocía la de­ rrota y para aplastar la mayor rebelión que se había produddo en el Perú, convertido en tierra de rebeldes.

Todo dio comienzo cuando Frandsco Pizarro, el conquistador del Perú y su compañero, el Adelantado Diego de Almagro, re­ solvieron dirimir sus diferencias en el terreno de las armas. La batalla de Salinas, dada el 26 de abril de 1538 y en la que Hernando Pizarro, hermano del gran conquistador, derrotó com­ pletamente a Diego de Almagro, resolvió la contienda a favor de Pizarro. Hernando se mostró implacable y mandó ejecutar en el Cuzco a Diego de Almagro. Esta lucha fratricida fue el principio de las terribles y sangrientas guerras civiles y rebe­ liones del Perú. Por entonces llegaba al antiguo imperio incaico un joven aventurero que contaba alrededor de 25 años. Aunque tenía el aire marcial y un tanto fanfarrón, común a la mayoría de los conquistadores, ni aún con la mejor voluntad se le podía

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calificar como un tipo arrogante. De pequeña estatura, o según lo retratan los cronistas, «de cuerpo pequeño e ruin talle», no había nada que destacara su persona, a excepción de sus ojos y su voz. En su rostro descarnado sólo impresionaba el centelleo de su mirada; en sus accesos de ira sus pupilas titilaban como puntas aceradas. Y en cuanto a su voz, a todos sorprendía que aquel «hombrecillo», como muchos le llamaban, poseyera tal vozarrón que cuando gritaba «hundía la calle a voces». Se llamaba Lope de Aguirre y dejemos que él mismo, con un estilo que no desdeñaría ningún buen escritor de su época, nos dé su filiación en aquella increíble carta que escribió a Felipe I I: «Lope de Aguirre... cristiano viejo, de medianos pa­ dres y en su prosperidad hijodalgo, natural vascongado, en el reino de España, vecino de la villa de Oñate». Era, por consi­ guiente, guipuzcoano, de los Aguirre de Oñate, vieja y conocida familia, venida a menos, de la hidalguía guipuzcoana. Se ignora la fecha exacta del nacimiento de Aguirre, pero te­ niendo en cuenta que cuando murió, en 1561, se le calculaba una edad cercana a los cincuenta años, debió nacer entre los años 1512 y 1514. No puede afirmarse tampoco con exactitud el año en que pasó al Nuevo Mundo. El escritor venezolano, de pluma tan galana, Casto Fulgencio López, cree que formaba parte de los 250 hombres que embarcaron con'Rodrigo de Durán en 1534, desembarcando en Cartagena de Indias y haciendo Agui­ rre sus primeras armas en aquella región, en las «entradas» de Cenú y Fincenú, que organizaba el Gobernador don Pedro de Heredia, en busca de los tesoros enterrados en las sepulturas indias. El gran investigador Emiliano Jos, que tan meritoria y afano­ samente ha rebuscado cuantos datos puedan arrojar alguna luz sobre la vida de Lope de Aguirre, se inclina a creer que llegó a América en 1537. Esto se deduce también de la citada carta de Aguirre a Felipe II, escrita en 1561, y en la que le dice que llevaba 24 años sirviéndole en las Indias. De todas formas no tiene importancia primordial el año de su arribada al Nuevo Mundo, sabiéndose que en los comienzos del año 1538 llegaba al Perú provisto de una cédula real, por la que

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se le concedía el cargo de regidor en alguna localidad del gobier­ no de Nueva Toledo, que en la repartición del Perú que había hecho Carlos I entre Pizarro y Almagro, correspondía a la go­ bernación de Diego de Almagro. Aguirre llegó al Perú, por consiguiente, en el momento álgido de la lucha entre Pizarro y Almagro. Después de la batalla de Salinas y de la ejecución de Diego de Almagro, Pizarro decidió emplear tanto soldado desocupado en nuevos descubrimientos y conquistas, dando el gobierno de extensas regiones de la peri­ feria del Perú a sus principales capitanes, con la misión de ex­ tender el dominio español por nuevas y desconocidas regiones. A su hermano menor Gonzalo dio el rico gobierno de Quito, desde donde podía organizar expediciones en busca de los terri­ torios de la Canela y Eldorado. A Pedro de Valdivia encomendó la conquista de Chile. Pedro Ansúrez o Peransúrez fue a la «entrada» de los Chunchos y Diego de Rojas a la de Tarija. Lope de Aguirre parece que tomó parte en ambas, en la de los Chunchos y en la de Tarija. Aquellas «entradas», por regla general, sólo producían desastres; el oro quedaba atrás, en el Perú. En la malhadada expedición de Peransúrez a los Chunchos no se halló oro, pero en cambio aquellos infatigables conquis­ tadores pudieron conocer bien toda la dureza de aquella tierra inexplorada: selvas impenetrables, ciénagas, pantanos, hambre, fiebres y todas las penalidades imaginables. Regresaron —los que pudieron hacerlo— enfermos y maltrechos. Pedro de Valdivia marchaba en tanto a la durísima conquista de Chile y Gonzalo Pizarro, apenas llegado a Quito, comenzó a organizar con el mayor entusiasmo la expedición destinada a descubrir y conquistar los territorios de la Canela y Eldorado, de los que no se tenían más noticias que las muy vagas y confusas de que se encontraban al este de Quito, después de trasponer la cordillera andina. Gonzalo, en vez de quedarse a gozar de su rico gobierno, confiando la expedición a alguno de sus ambicio­ sos subalternos, ansiosos de señalarse en alguna renombrada empresa, decidió ponerse él mismo al frente de tan peligrosa aventura, no queriendo ceder a nadie la gloria de aquella con­ quista.

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Ya que no sus increíbles hazañas —que forman el más insu­ perable libro de caballerías— se ha tratado de menoscabar la gloria de los conquistadores españoles, afirmando que sólo les guiaba una insaciable avidez de oro, cometiendo, impulsados por su codicia, las más inauditas crueldades. E s una afirmación demasiado simplista para explicar una epopeya de tan extraor­ dinaria magnitud. Para el conquistador español el alcanzar fama y dar lustre y renombre a su apellido era un acicate mucho más fuerte que el del oro. La riqueza era el cebo, el estímulo primario que le hacía salir pobre de España hada un Nuevo Mundo pictórico de riquezas, soñando con regresar convertido en potentado, pero una vez empeñado en la grandiosa aventura, el sentimiento más fuerte en el conquistador era el de la gloria, la fama de su nombre, su «honra», como ellos decían. Pedro de Valdivia pudo quedarse en el Perú, rico y estimado, gozando de pingües en­ comiendas y lucrativos cargos. El oro ya lo había conseguido y en mayor cantidad que la soñada, pero lo desdeñó todo para lanzarse a la dura conquista de Chile, luchando sin descanso contra los belicosos araucanos hasta perder la vida en la con­ tienda. ¿Y qué necesidad de oro tenía el riquísimo Gonzalo Pizarro, cuando abandonaba su regalado gobierno de Quito, para mandar personalmente la expedición de la Canela, por los más inhóspitos terrenos tropicales, pasando hambre, fatigas y calamidades sin cuento? E l oto ya lo habían conseguido y si sólo les hubiera guiado la codicia, se hubieran retirado a gozar de sus riquezas, pero les aguijoneaba de manera más fuerte aún el alcanzar fama, el colocar su nombre a la altura de los mejores. Y era tal el exage­ rado concepto que tenían de su «honra» que, a veces, era causa de que perdieran una batalla y con ella la riqueza, el poder y hasta la vida. Como le ocurrió a Almagro el Joven en la batalla de Chupas, cuando el astuto Carvajal, simulando un ataque, le incitó a él a atacar. «¿Hemos de sufrir —gritó el joven Almagro a los suyos— que ataquen ellos y así nos ganen la honra?» Para aquellos broncos y duros conquistadores el honor de su apellido estaba por encima de todo. A veces d brillo de su

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nombre les volvía ridiculamente fanfarrones, como al hijo del famoso capitán de Gonzalo de Córdoba, Diego García de Pare­ des. Su hijo, llamado también Diego, pasó al Nuevo Mundo y daba constancia de su apellido con una prosopopeya que hoy nos parece francamente ridicula, diciendo que era «hijo de Diego García de Paredes, al que llamaban el valiente y como tal y en posesión de tal, ha sido y es, habido y tenido y comúnmente reputado». Mas con toda esta fanfarronería, el apellido obligaba a mucho y así lo demostró el propio García de Paredes a la hora de su muerte. Caído en una emboscada de indios, pudo escapar y salvar la vida, pero hubiera vivido avergonzado con esa mancha en su nombre y prefirió seguir luchando hasta mo­ rir, antes que abandonar a sus compañeros. Respecto a su tan cacareada crueldad, no pueden tomarse unos hechos individuales como norma de conducta general. Sería obrar con mala fe. Hubo actos de crueldad, pero ¿en qué guerra y en qué conquista no los ha habido? Y en aquel tiem­ po se procedía en Europa, corrientemente, con una crueldad no inferior a la que pudieran emplear los españoles en el Nuevo Mundo. Durante la conquista se vivía en un ambiente de extraor­ dinaria dureza, pero ésta no es razón para acusar a los conquis­ tadores de crueldad con los indios, pues la dureza de la con­ quista alcanzaba por igual a indios y a españoles. Eran tiempos ásperos y no se podía obrar con blandura. Durante la conquista, la vida de un hombre — indio o español— tenía poco valor, es cierto, pero hay que admitir que lo mismo rodaba la cabeza de Atahualpa, que la de Balboa, Almagro o Gonzalo Pizarro. A los conquistadores españoles se les acusa de crueldad, pero la misma acusación y con más fundamento puede hacerse a todos sus contemporáneos, pues precisamente en aquella época Europa se anegaba en torrentes de sangre y las torturas y los su­ plicios eran generales en todas las naciones europeas. A decir verdad, los indios salieron gananciosos con el cambio, pues los españoles los trataron con más humanidad que sus anteriores amos incaicos. Sólo espíritus corroídos por la envidia y la mezquindad pue­ den dejar de sentir respeto y admiración, por aquellos conquis-

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tadores que hacían gala de las más espléndidas cualidades hu­ manas: un valor más que temerario, un absoluto desprecio al peligro, un increíble espíritu de sacrificio y una indomable re­ sistencia a todas las fatigas, penalidades y obstáculos imagina­ bles. Llevaban a cabo marchas sobrehumanas, pasaban de las regiones tórridas a las heladas cumbres de los Andes, atravesa­ ban junglas impenetrables, se hundían en ciénagas y pantanos, atormentados por el hambre y la sed y consumidos por la fie­ bre. El cronista Pedro Cieza de León1, dice a este respecto: « ...e digo que no hallo gente que por tan áspera tierra, grandes mon­ tañas, desiertos e ríos caudalosos, pudiesen andar como los españoles, sin más ayuda que sus personas. Ellos en tiempo de setenta años han superado y descubierto otro mundo mayor que el que teníamos noticia, sin llevar carros de vituallas, ni gran recuaje de bagaje, ni tiendas para se recostar, ni más que una espada e una rodela e una pequeña talega que llevaban debajo, en que era llevada por ellos su comida e así se metían a descu­ brir lo que no sabían ni habían visto». Los conquistadores merecen algo más que esas mezquinas acusaciones de crueles y codiciosos. Porque es preciso reconocer que sus actos — tanto los buenos como los malos— se realizaron en un clima de épica grandeza.

Francisco Pizarro fue asesinado en su palacio de Lima por los almagristas, el 26 de julio de 1541. E l alzamiento almagrista fue la consecuencia directa de la guerra entre Pizarro y Almagro, que abrió el capítulo de las sangrientas guerras civiles entre los conquistadores del imperio de los Incas. Muerto Pizarro, los almagristas elevaron al poder a Diego de Almagro el Mozo, hijo del Adelantado Diego de Almagro, el vencido en la batalla de Salinas y ejecutado en el Cuzco por Hernando Pizarro. Almagro el Mozo se hizo dueño de Lima, pero el Cuzco permaneció fiel a los Pizarro y sus partidarios levantaron un ejército bajo el mando de Pedro Alvarez de Holguín o Perálvarez de Holguín. 1. P . Cieza de León. Historia de las Guerras Civiles del Perú. Guerra de Chupas.

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En este ejército obtuvo un pequeño mando Lope de Aguirre. Buena escuela para adiestrarse en el arte de la guerra, entre aquellos bravos y prestigiosos capitanes de la Conquista, pero mejor aún para doctorarse en alzamientos y rebeliones. Los pizarristas abandonaron el Cuzco y acamparon en Andahuaylas, en espera del Licenciado Cristóbal Vaca de Castro, Oidor de la Real Audiencia de Valladolid, que llegaba de Espa­ ña con plenos poderes para aclarar la muerte de Almagro el Viejo e informar sobre la conducta de Francisco Pizarro. Parecía extraño que la Corte española encomendara a un jurista, a un hombre civil, la delicada misión de imponerse a aquellos terri­ bles aventureros, pero todavía en aquella época la Ley estaba en España por encima de todo y la Justicia española era una máquina que procedía recta e inflexiblemente y juzgaba lo mis­ mo a un malandrín que al conquistador del Perú, al Justicia de Aragón, Lanuza o al secretario del Rey, Antonio Pérez. En Popayán — Nueva Granada (Colombia)— se enteró Vaca de Castro del asesinato de Pizarro y del alzamiento de Almagro el Mozo, que al frente de una lucida hueste se había adueñado del Cuzco. A principios de 1542 llegó Vaca de Castro a Andahuaylas y recibió la adhesión de las tropas allí acantonadas, cuya jefatura se disputaban Alonso de Alvarado y Perálvarez de Holguín. Vaca de Castro cortó la discusión asumiendo el mando supremo. Nombró Sargento Mayor — cargo muy importante entonces— a Francisco de Carvajal, veterano de las guerras de Italia, que había tomado parte en las batallas de Rávena y Pa­ vía y que aunque llegó al Nuevo Mundo en edad más que ma­ dura, demostró siempre un brío y una vitalidad realmente ju­ veniles. Sus infatigables y enérgicas campañas y la crueldad de que hizo gala le valieron el sobrenombre de el «Demonio de los Andes». Carvajal fue quien realmente dirigió la batalla de Chu­ pas y a sus acertadas disposiciones se debió, principalmente, la victoria alcanzada por Vaca de Castro sobre los almagristas. Al­ magro el Mozo se refugió en el Cuzco y allí fue detenido y eje­ cutado por el mismo verdugo que cortó la cabeza a su padre. Lope de Aguirre, aunque tenía un pequeño mando, no tomó parte en la batalla. El cronista marañón Francisco Vázquez lo

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dice en tono acusatorio, dando a entender que se dirigió a Huamanga por temor a participar en una batalla que prometía ser, y realmente lo fue, encarnizada. Pero no parece admisible esta acusación, ya que Lope de Aguirre dio siempre pruebas de valor y Vázquez muestra a lo largo de su relato una acusada parcia­ lidad contra Aguirre. ¿A qué obedeció entonces el hecho cierto de que Aguirre estuviese en Huamanga mientras leales y rebeldes combatían furiosamente en Chupas? Probablemente a simple previsión. Hasta entonces la Fortuna le había sido completamen­ te esquiva. Las «entradas» en que había tomado parte no habían podido ser más desafortunadas y a pesar de su buena voluntad para distinguirse en las más duras y penosas expediciones, se encontraba tan pobre como el día en que llegó a las Indias. Por otra parte en los cuatro años que llevaba en el Perú habían tenido lugar dos guerras civiles — la de Pizarra y Almagro y la de Vaca de Castro y Almagro el Mozo— y en medio de ambas, como una siniestra advertencia, el asesinato de Francisco Piza­ rra. Sin duda creyó Aguirre que lo más prudente en aquel caso era no comprometerse por ninguno de los dos bandos. Mas si la Fortuna ayuda a los audaces, era justo que en aque­ lla ocasión, a la hora de recompensar a los que más se habían distinguido, el nombre de Lope de Aguirre brillara por su ausen­ cia. Había nadado entre dos aguas y el resultado no pudo ser más decepcionante. Figuraba en el bando de los vencedores, pero sin obtener beneficio alguno. Fue una lección que no olvidaría jamás. En aquel Perú de la conquista, donde se daban cita los más audaces y temerarios aventureros, quien quisiera obtener algo tenía que arriesgarse y actuar con decisión.

Mientras Vaca de Castro recompensaba a los leales y dedicaba sus esfuerzos a pacificar y sosegar aquella convulsa tierra, se embarcaba en España para el Nuevo Mundo un caballero de Avila, llamado Blasco Núñez Vela, a quien Carlos I había nombrado primer virrey del Perú, con el especial encargo de hacer cumplir las Nuevas Leyes u Ordenanzas, relativas a la liber­ tad de los indios. El cometido del flamante virrey requería mu-

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dio tacto, pues, entre otras cosas, las Nuevas Leyes disponían lo siguiente: «Que por ninguna causa se pueda hacer esdavo indio alguno, sino que sean tratados como vasallos reales de la Corona de Castilla.» «Que ninguna persona se pueda servir de los indios contra su voluntad.» «Que no se cargue a los indios y si en alguna parte no se puede excusar, sea la carga moderada y que se les pague su trabajo y lo hagan voluntariamente.» Las Nuevas Leyes estaban inspiradas, evidentemente, en los más puros sentimientos de humanidad, pero no se había previs­ to que su inmediata aplicación acarrearía los más serios proble­ mas. Fádlmente se podía prever la más tenaz negativa de los conquistadores a dar libertad a los indios, que tenían trabajando en sus minas y encomiendas. Por otra parte, las Nuevas Orde­ nanzas repercutían muy desfavorablemente en las expediciones de guerra que se organizasen, puesto que prohibían que los indios fueran cargados. Ahora bien, estas expediciones estaban formadas por un corto número de soldados, que bastante trabajo tenían con marchar por selvas inexploradas, terrenos pantanosos y despobladas regiones, luchando al mismo tiempo contra todo lo que se presentase. Como no iban provistos de carros y apenas de bestias de tiro o carga, alguien tenía que encargarse de trans­ portar las armas, bastimentos e impedimenta y ésta era la misión que se encomendaba a los indios. La aplicación inmediata de las Nuevas Leyes en aquellas circunstancias, era incluso inoportuna para los mismos indios, pues a pesar de cuanto se ha escrito sobre los abusos y atropellos que con ellos se cometían, parece que a los indios no les des­ agradaba que los españoles los tomasen a su servicio; al fin y al cabo sus anteriores amos eran peores. Hablando en cierta oca­ sión Atahualpa — último monarca incaico— con Francisco Pi­ zarra, le dijo: «Tenéis el más hermoso reino del mundo y todos los servidores indios que queráis, pero para que estos indios os sirvan bien, habéis de matar cada tres años la tercera parte de ellos». Los cronistas hacen constar que cuando Blasco Núfiez

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Vela llegó a Panamá aplicando las Nuevas Leyes, costó gran trabajo convencer a los indios peruanos para que volvieran Ubres a su tierra. Si no fue muy acertado el momento escogido para poner en ejecución las Nuevas Ordenanzas, todavía hubo menos acierto en la elección del hombre que había de encargarse de su aplicadón. Es probable que Núñez Vela nunca hubiese sido un buen virrey, pero en aquellas circunstandas era el menos indicado para ejercer aquel cargo. De carácter soberbio y autoritario, visión mezquina y carente en absoluto de tacto, llegó al Nuevo Mundo con una idea clavada en su cerebro: la de hacer cumplir a rajatabla las Nuevas Leyes. Sabía que chocaría con los rudos hombres de la Conquista, pero en su estrechez de miras, esto, lejos de preocuparle, parece que le causaba un derto placer. Despredaba a los conquistadores — ¿envidia, tal vez, de corte­ sano?— hasta el punto de decir que le bastarían cincuenta caba­ lleros de Avila para tenerlos metidos en un puño. Desde el mismo momento en que llegó a Panamá comenzó a aplicar las nuevas disposidones, poniendo en libertad a todos los indios. Fue inútil que le aconsejaran los Oidores y Magis­ trados que, de momento, las dejara en suspenso y una vez llega­ do a Lima y pacificado y sosegado el Perú se viera la mejor forma de darles aplicadón. Pero una de las más destacadas cua­ lidades del virrey era la de no escuchar jamás los consejos de los demás. Las noticias volaron a través de mares y cordilleras y causaron en el Perú la más honda conmodón. Todos, sin embargo, abri­ gaban la esperanza de que el virrey, reconsiderando el problema, escuchara los consejos de la prudenda. Blasco Núñez Vela, como todos los engreídos, si además están dotados de escasa inteligenda, no era afidonado a rectificar sus decisiones. Para él, los despredables aventureros que alborotaban el Perú sólo tenían un camino: el de obedecer y cumplir sin reticencias las disposicio­ nes de la Sacra y Cesárea Majestad de Carlos I de España y V de Alemania. En la estrecha mente del virrey no cabía la posibili­ dad de pensar si sería o no el momento oportuno de aplicar las nuevas disposidones y a quien se negare a cumplirlas lo tra­

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taría como un rebelde, sobre el que caería, implacablemente, el peso de la Justicia. Pero aquellos duros conquistadores no opinaban lo mismo. Juzgaban que eran d ios y no los que se habían quedado en España alrededor de la Corte, quienes habían conquistado el Perú y después de conquistarlo se lo habían regalado a la Co­ rona de España. Por tanto, las minas, encomiendas y reparti­ mientos de indios que tenían, eran una merecida recompensa a las penalidades y riesgos sufridos y al valor y esfuerzo que ha­ bían derrochado. No estaban, por consiguiente, dispuestos a so­ meterse humildemente a las exigencias del virrey.

El rigor y la intransigencia con que procedió Núñez Vela hizo estallar el polvorín. E l virrey, de desacierto en desacierto, se empeñó contra viento y marea en hacer cumplir las Nuevas Le­ yes, redujo a prisión a Vaca de Castro, se atrajo la antipatía general y acogió desdeñosamente las consideraciones que se le hicieron. El choque era inevitable. Los descontentos se unieron en defensa de sus intereses, eligieron por jefe a Gonzalo Pizarro y le nombraron Procurador General del Perú, para imponer con las armas en la mano la suspensión de las Nuevas Leyes. La falta de tacto del virrey había provocado en el Perú la tercera guerra civil y la segunda rebelión, la más larga y san­ grienta de todas. Gonzalo Pizarro encontró la adhesión no sólo de los levantis­ cos aventureros, sino incluso de los Magistrados y hombres de Leyes. El Oidor Diego de Cepeda convenció a sus compañeros de la Real Audiencia de Lima para apoyar a Gonzalo Pizarro, levantar un acta sobre las alteraciones y el descontento produ­ cidos en el Perú por las Nuevas Ordenanzas, reducir a prisión al virrey, enviarlo a España y que asumiese la Audiencia la suprema autoridad, en espera de lo que decidiese Su Majes­ tad. El plan de Cepeda se llevó a cabo escrupulosamente. El virrey fue detenido, se levantó solemnemente Acta de los sucesos; y la Audiencia se hizo cargo del Poder. El Licenciado Cepeda se

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creyó dueño del Peni, no dudando que Gonzalo Pizarra se someterla a su Autoridad. Mas aquellos audaces conquistadores no eran muy amigos de Jueces, Oidores, Bachilleres y Licenciados. Gonzalo Pizarra, una vez lanzado por la senda de la rebelión, no estaba dispuesto a someterse a nadie. Sus inmensas riquezas — poseía las minas de plata más ricas de las Indias—, la fama de que gozaba y el prestigio que aureolaba su nombre como hermano del marqués Francisco Pizarra, hacían de Gonzalo el personaje más poderoso del Perú. Los aventureros corrían a alistarse bajo sus banderas, pero su éxito más importante consistió en atraer a su causa a Francisco de Carvajal, «el Demonio de los Andes», que ya había demostrado su pericia en la batalla de Chupas. Tenía Carvajal a la sazón más de setenta años y estaba excepcionalmente dotado para mandar un ejército y dirigir una campaña. En su carácter se amalgamaban la ironía, el escepticismo y la crueldad. Al con­ trario que la inmensa mayoría de los conquistadores, carecía de todo sentimiento religioso y hasta llegaba a hacer burla de la Religón. Incluso el más encanallado aventurero pedía con­ fesión a gritos a la hora de la muerte, pero él les privaba muchas veces hasta de ese consuelo. A un capitán a quien con­ denó a muerte y pedía confesión, se la negó didéndole son­ riente y con su acostumbrada ironía: «Si su merced quiere po­ nerse a bien con Dios, puede estar tranquilo, que yo haré que dentro de muy poco esté cara a cara con El, para que lo pueda hacer mejor». Sus mayores crueldades iban siempre acompaña­ das de bromas y cuchufletas. Detenido el virrey quedaban dos poderes frente a frente: el de la Real Audiencia, presidida por el licenciado Diego de Cepeda, y el de Gonzalo Pizarra. Carvajal se encargó de aclarar pronto la situación. Se presentó una noche en Lima con un destacamento, prendió a los principales enemigos de Pizarra y por la mañana colgó de un árbol, en las afueras de la dudad, a los tres más destacados. Al prindpal de ellos, Pedro del Barco, le dio a elegir la rama y como él le contestara que le daba igual una que otra, le mandó colgar de la más alta, «para hacerle merced de su categoría». Acto seguido amenazó a los Oidores de

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la Audiencia con hacer lo mismo con todos ellos, si no recono­ cían la autoridad de Gonzalo Pizarro. A la vista de tan irreba­ tibles razones, la Audiencia proclamó a Gonzalo Pizarro, Gober­ nador del Perú, «por unanimidad». No todos, sin embargo, abandonaron al virrey. Hubo muchos en quienes el sentimiento de lealtad fue más fuerte que la aver­ sión que sentían hacia Blasco Núñez y no tardó en fraguarse una conspiración para libertarle. En esta conjura de los leales participó Lope de Aguirre, sin que pueda saberse qué motivos le impulsaron a mostrarse fiel al virrey, cuando todos le abandona­ ron. Sería absurdo pensar que lo hizo en defensa de la libertad de los indios y porque se sentía identificado con el espíritu de las Nuevas Leyes. Aguirre jamás se preocupó de la libertad de los indios, ni mostró nunca el menor interés por ellos. Lo que probablemente influyó en la conducta de Aguirre fue la creen­ cia de que ganaría más apostando a favor de los leales que de los rebeldes. En d ejército de Pizarro difícilmente podría salir de la oscuridad en que transcurría su existencia, teniendo en cuenta la cantidad de prestigiosos capitanes y buenos veteranos que seguían las banderas de Gonzalo. En cambio, militando en d bando leal, si tenían éxito y lograban libertar al virrey y re­ ponerlo en el mando, Lope de Aguirre habría dado el gran salto. Saldría de la pobreza y de la oscuridad para convertirse en un importante personaje y tanto d virrey como la Corte de España recompensarían con largueza sus servidos. Aguirre, bajo su desmedrada figura, encerraba en su pecho una gran ambi­ ción. Aspiraba a mucho, no quería ser uno de tantos y aquella podría ser la gran oportunidad de su vida. Pero esta vez que se deddió a obrar, la Fortuna le volvió la espalda. La conspiradón fracasó y d Presidente de la Audien­ cia, Cepeda, la yuguló con algunos severos castigos. Entre los conjurados figuraba Mdchor Verdugo, conoddo capitán que había estado con Pizarro en los primeros tiempos de la Conquis­ ta. Verdugo huyó de Lima y con él Lope de Aguirre. Después de algunas andanzas por d norte del Perú, Verdugo se hizo con una nave, en la que se embarcó para Nicaragua con varios seguidores, entre los que figuraba Aguirre como oficial.

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A pesar de haber fracasado la conspiración a favor del virrey, a Blasco Núñez le facilitaron la huida por mar y se dirigió al norte del Perú, a fin de organizar un ejército contra los rebel­ des. Carvajal se encargó de desvanecer los sueños del virrey, persiguiéndole infatigablemente a través de las fragosidades de los Andes, hasta que le obligó a refugiarse en Popayán (Colom­ bia), en la gobernación de Sebastián de Belalcázar. Mientras las fuerzas de Gonzalo se hallaban en Quito persiguiendo al virrey, los partidarios de éste se levantaron en el Alto Perú (Cuzco y Las Charcas), mandados por Diego Centeno y Lope de Men­ doza. Pizarro se quedó en Quito para hacer frente al virrey y encargó a Carvajal la misión de combatir a Centeno y Mendoza. El Demonio de los Andes llevó a cabo otra insuperable cam­ paña de rastreo y persecución a través de la inmensa cordillera, recorriendo los Andes en todas direcciones, subiendo y bajando montes, deslizándose por los valles y atravesando ríos y torren­ tes, como un perro de presa, sin dar al enemigo un momento de respiro. Pero esta admirable campaña la afeó con su acostum­ brada crueldad. Por donde pasaba dejaba un rastro indeleble, colgando de los árboles a cuantos enemigos calan en su poder. Blasco Núñez Vela logró reorganizar sus fuerzas y con el re­ fuerzo que le llevó Sebastián de Belalcázar, el antiguo capitán de Francisco Pizarro, volvió a entrar en Quito, de la que habla salido Gonzalo Pizarro para librar batalla con el virrey. Esta tuvo lugar en Añaquito, el 18 de enero de 1546, y en ella alcan­ zó Gonzalo una espléndida victoria. Al virrey, malherido, le fue cortada la cabeza en el mismo campo de batalla, murieron mu­ chos buenos capitanes y Sebastián de Belalcázar fue hecho pri­ sionero. El triunfo de Gonzalo fue completo. Se encontró dueño absoluto del Perú y entró en Lima al son de trompetas, entre palmas y vítores, aclamándole como señor y Gobernador del Perú, mientras un heraldo gritaba: «Y quien no dijere amén, que muera por ello». Fue aquel un momento crítico para la soberanía de España en América. Gonzalo Pizarro dominaba absolutamente todo el recién creado virreinato del Perú, que comprendía virtualmente desde Panamá — en Panamá dominaba Pedro de Hinojosa,

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general de Gonzalo— a Chile. Y para afirmar su dominio con­ taba con los mejores capitanes y los más esforzados soldados de Indias. Nadie hubiera podido impedirle separarse de España y proclamarse soberano del Perú. Y esto era precisamente lo que no cesaba de aconsejarle Carvajal. El Demonio de los Andes le incitaba constantemente a crearse un reino en el Perú con sus condes y marqueses, a imitación de las monarquías europeas. Después de haber luchado — le insistía Carvajal— contra las banderas del rey y haber vencido al virrey en batalla campal, cortándole la cabeza, no se podía ya esperar el perdón de Su Majestad. Gonzalo debía proclamarse rey del Perú, creando con­ des, marqueses y duques, los cuales por conservar sus títulos y posesiones no le abandonarían nunca y le servirían con toda fi­ delidad. Y una vez con la corona en la cabeza, no tenía que preocuparse de las acusaciones de rebeldía y traición, pues, aña­ día Carvajal, «no hay ningún rey traidor». Gonzalo resistió tan halagüeñas incitaciones. Su lealtad a España y al rey fue más fuerte que su ambición. En realidad no se había rebelado contra el rey; se había alzado en armas para conseguir la suspensión de las Nuevas Leyes y por otra parte tenía una confianza ciega y absoluta de que Su Majestad le confirmara en su cargo de Gobernador del Perú. Pero en esto se equivocó. La máquina de la Justicia se puso en movi­ miento y para pacificar el Perú y solucionar aquel espinoso pro­ blema, el rey echó mano de un simple clérigo, el Licenciado don Pedro de Lagasca, a quien le fueron otorgados los más amplios poderes, confiada la Corte española en su prudencia, tacto y sagacidad. La elección esta vez fue un acierto; Lagasca era el polo opuesto de Blasco Núñez Vela.

Las peripecias de Melchor Verdugo, Lope de Aguirre y demás defensores de la causa real, fueron movidas. Con la nave de que se apoderaran en el norte del Perú fueron a Nicaragua y Pana­ má, a cuya Audiencia informó Verdugo de la situación, solici­ tando refuerzos para luchar contra los rebeldes. Embarcaron después en el lago de Nicaragua y salieron al Atlántico por el

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río Desaguadero, siendo los primeros en descubrirlo y recorrerlo en una navegación difícil y peligrosa. Con sus escasas fuerzas Verdugo atacó a los pizarristas de Panamá y consiguió apode­ rarse de la ciudad de Nombre de Dios, de donde fue arrojado inmediatamente por Pedro de Hinojosa, que mandaba las tro­ pas y la flota de Gonzalo en Panamá. Verdugo y su gente se refugiaron en Cartagena de Indias. Verdugo, Aguirre y los demás defensores de la causa real lucharon como buenos, debiendo tomarse este calificativo en el sentido de leales, pues, por lo demás, no dejaron de cometer bastantes fechorías, aun­ que en aquel ambiente de guerra civil y en aquellas circunstan­ cias los desmanes y tropelías eran moneda comente. Mas a pesar de haberse mantenido leales, no les acompañó la suerte. Por entonces había llegado a Panamá don Pedro de Lagasca y allí mismo había dado comienzo a su habilísima labor de captación. En vez de la soberbia y el despotismo de Blasco Núñez Vela, la labor de Lagasca rebosaba simpatía y persuasión. Manejando alternativamente las seguridades del perdón y las promesas de recompensas y tocando la fibra de la lealtad al rey, muy sensible en el duro corazón de aquellos conquistadores, Lagasca alcanzó un éxito rotundo. Pedro de Hinojosa y sus oficiales se pasaron al servicio del rey y entregaron a Lagasca la flota de Pizarro y el dominio y control de Panamá. Con respecto a Verdugo y los suyos, Lagasca quedaba en una comprometida situación. Lo lógico era que fuesen a engrosar las fuerzas que ahora obedecían a Lagasca, pero Hinojosa y los suyos no querían ni oír hablar de Verdugo, por los desmanes cometidos en Nombre de Dios y estaban dispuestos a luchar con ellos donde fuese. Por consiguiente aquel grupo de leales, lejos de constituir una ayuda para Lagasca, significaba un serio peli­ gro de que volviera a encenderse la guerra en Panamá. Lagasca cortó por lo sano, ordenando a Verdugo que entregase la nave de que se había apoderado y regresase a Nicaragua. Verdugo entregó la nave, pero poco amigo de imposiciones, contestó a Lagasca que no iría a Nicaragua, sino a España a informar al emperador. Lope de Aguirre y sus compañeros quedaron aban­ donados en Cartagena de Indias, sin más premios y recompen­

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sas por su lealtad, que la promesa de Verdugo de que expondría al emperador los servicios que le habían prestado. La Fortuna continuaba negando sus favores a Aguirre. Por mostrarse indeciso con Vaca de Castro, quedó olvidado a la hora de las recompensas. Ahora con Lagasca, después de haber corrido innumerables riesgos y peligros defendiendo la causa del rey, quedaba igualmente olvidado. Aguirre, por él contrario, no olvidaría estas duras lecciones. Conseguida la adhesión de Hinojosa y sus tropas y dueño de la flota pizarrista, Lagasca embarcó en Panamá y desembarcó en Tumbez, en el norte del Perú, donde comenzó a organizar las fuerzas realistas. La situación de Gonzalo Pizarra se hizo en­ tonces difícil. Por el norte, le amenazaba Lagasca y por el sur Diego Centeno, que había vuelto a reunir un ejército. Gonzalo y Carvajal trataron de pasar a Chile, ante las numerosas deser­ ciones que se producían en sus filas, pero en vista de las dificultades que encontraron, decidieron jugárselo todo a una carta y con fuerzas inferiores se dirigieron resueltamente contra Diego Centeno, a quien Carvajal derrotó completamente en la batalla de Huarina, en octubre de 1547. Este triunfo elevó enormemente la moral de los pizarristas, pero a Lagasca no le impresionó mucho. El no tenía prisa y dejaba pasar el tiempo esperando que se reforzara su ejército y confiando, sobre todo, en que las cédulas de perdón —de las que iba bien abastecido y con las que confiaba minar el campo re­ belde— surtiesen su efecto. Y el tiempo le iba dando la razón. Gonzalo Pizarra y Carvajal, que habían hedió morder el polvo de la derrota a los mejores capitanes, empezaban a sentir que la tierra perdía firmeza bajo sus pies. Lagasca estaba resultando más temible que los mejores soldados de Indias. Porque aquel clérigo que había desembarcado en el Nuevo Mundo sin más armas que su breviario, los poderes de la Corte y un extraño cargamento de papeles denominados cédulas de perdón, había sometido a Panamá, se había adueñado de la flota de Pizarra, y se encontraba en el norte del Perú con un ejército cada día más fuerte y numeroso. Los refuerzos le iban afluyendo de todas partes. Sebastián

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de Belalcázar llegó de Popayán, Pedro de Valdivia de Chile y Diego Centeno, repuesto de su derrota, del Alto Perú. Cuando Lagasca pudo contar con un lucido ejército de 1500 hombres —muy numeroso para aquella época en el Perú—, bien mandado por buenos capitanes, consideró que había llegado el momento de enfrentarse con los rebeldes. En Xaquixaguana se encontra* ron ambos ejércitos, pero no hubo necesidad de combatir, pues las tropas de Pizarro desertaron en masa. Y mientras el valiente Juan de Acosta quería morir como un romano y Gonzalo Pizarro, viéndolo todo perdido, prefería morir como cristiano, Carvajal, siempre zumbón, al ver que se quedaban sin gente, canturreaba la cancioncilla de los cabellicos que se los llevaba el aire. Gonzalo y Carvajal fueron hechos prisioneros y condenados a muerte y ambos murieron con toda entereza, sin que ninguno de los dos traicionara su carácter. Gonzalo se aprestó a morir como un caballero cristiano. Se puso su mejor ropa, dirigió unas palabras a los que presenciaban la ejecución, oró unos mo­ mentos de rodillas ante un crucifijo, no consintió que le venda­ ran los ojos y con serena resignación dobló la cabeza y ofreció su cuello al verdugo. Carvajal murió haciendo gala del desga­ rrado humor que le caracterizaba. Si a los demás enviaba a la muerte con gracias y donaires de la misma manera fue él a la suya. N i siquiera entonces perdió su acerada ironía. Al caer prisionero, algunos soldados, para vengarse de su crueldad, intentaron maltratarle, pero Diego Centeno lo impidió, afeando a los soldados su proceder. Carvajal le preguntó: — ¿Quién es vuesa merced, que tal favor me hace? — ¡Cómo! ¿No conocéis a Diego Centeno? —replicó éste ex­ trañado. Carvajal, aludiendo a las campañas que había sostenido con­ tra Centeno, derrotándolo siempre y persiguiéndole y acosán­ dole por todas las fragosidades de los Andes, exclamó, dándose una palmada en la frente: — ¡Válgame D ios!, que como siempre os había visto de espal­ das, ahora que os tengo de frente no os había reconocido. Se rió —contándole chistes— del sacerdote que intentó con­

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fesarle y como era grueso y no cabía en el serón en que, a lomos de un asno, se acostumbraba a llevar a los reos al patí­ bulo, se habilitó con tablas una especie de caja grande, pare­ cida a una cuna, y mientras le llevaban Carvajal iba cantu­ rreando: ¡Q ué fortuna! Niño en cuna y viejo en cuna. ¡Q ué fortuna!

Todos querían contemplar la muerte del Demonio de los Andes y se apretujaban de tal suerte alrededor del tablado, que llegaban a estorbar los movimientos del verdugo. Carvajal, que era el más sereno de cuantos allí había, advirtió cortésmente a los curiosos: —Apártense vuesas mercedes y dejen que se haga justicia. Así terminó la gran rebelión de Gonzalo Pizarro, la mayor de cuantas se produjeron en el Perú. La aversión que sentía Gonzalo a desligarse de España y negar la obediencia a su rey fue, sin duda alguna, la principal causa de su desastroso final.

Lope de Aguirre regresó al Cuzco,en el mismo estado de po­ breza en que había salido, sin que los servicios que prestara a la causa real, con Melchor Verdugo, le hubiesen proporcionado el más mínimo beneficio. Y en el Cuzco seguía vegetando, sin conseguir medrar en aquella tierra del oro y de la plata que a tantos enriquecía. Tenía de una india una hija mestiza, llamada Elvira, a quien quería con delirio. Para procurar su sustento se dedicaba a la extraña profesión de domar potros y amaestrar y quitar los resabios a caballos ajenos. Cansado de tan miserable existencia se trasladó a la muy rica villa de Potosí, la de las minas de plata más ricas del mundo, en espera, mientras tanto, de que se organizase alguna «entrada», como se llamaban las expediciones para descubrimientos y conquistas. La ocasión llegó en 1551 y en la expedición que salía de Potosí para el territorio

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de Tucumán, Aguirre figuraba como cabo o jefe de una cuadrilla o pelotón. A pesar de las Nuevas Leyes, en todas las entradas se llevaban indios para el servicio, pero la inflexible y rígida Justicia de aquel tiempo extendía sus largos brazos, en forma de Jueces, Oidores, Licenciados y Bachilleres, hasta los más apartados rincones del Nuevo Mundo. Y aquella mañana el Licenciado Francisco de Esquivel, que ejercía las funciones de Alcalde de Justicia en Potosí, se hallaba en las afueras de la villa para ver si se cumplían las disposiciones relativas al servicio de los indios. Al comprobar la transgresión, Esquivel dejó pasar las cuadrillas o pelotones y detuvo la última, que era la que man­ daba Aguirre y en la que iban dos indios de servicio. Aguirre fue detenido y condenado a pagar una multa y caso de no ha­ cerla efectiva a sufrir la pena de doscientos azotes. Alegó Agui­ rre que todos llevaban indios cargados en las entradas, pero el Juez no admitió tales descargos y confirmó la sentencia. Como Aguirre no tenia dinero para pagar la multa, tendría que ser azotado y entonces advirtió a Esquivel que él era hidalgo, «de solar conocido» y que prefería que lo ahorcasen antes que sufrir un castigo tan infamante, propio de esclavos, pero Esquivel se mantuvo inflexible. Se cumplió el afrentoso castigo y Lope, después de ser pa­ scado a la vergüenza pública montado en un asno y desnudo de medio cuerpo arriba, recibió los doscientos azotes, quedando su espalda de hidalgo «de solar conocido» marcada con los verdu­ gones y cortes sanguinolentos producidos por los latigazos. Durante los días que tardó en curar y reponerse, tuvo tiempo sobrado de rumiar su venganza. La infamante pena de los azotes causó en Aguirre la más profunda conmoción. Trece años llevaba en el Perú, trece años sirviendo abnegadamente a Su Majestad y no solamente no había hecho fortuna, sino que al final —y como una burla san­ grienta— había sido condenado, sin motivo, al más afrentoso de los castigos, a ser azotado como un esclavo. ¿Así era como el Rey recompensaba a sus servidores, que pasaban infinitas pena­ lidades y arriesgaban constantemente la vida por él? ¿Este

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era el concepto que tenían de la Justicia los Jueces, Oidores y Bachilleres? Mientras sanaba su sanguinolenta espalda, Aguirre tomó una decisión irrevocable. A partir de entonces se considerará desli­ gado de todo. Nada le atará ni nada le frenará. Arrojará lejos de sí toda dase de consideraciones morales, religiosas, patrió­ ticas e induso humanas. Para ¿1 no habrá en lo sucesivo nada sagrado. La Religión, la Patria, las Leyes, no tendrán ningún significado para él. Nada le han dado y nada debe a nadie. En su corazón se mantendrá siempre un odio inextinguible hada ese Rey que tan mal ha recompensado sus servidos y hada sus representantes y ministros: Oidores, Jueces, Licenciados y Ba­ chilleres. A partir de aquel momento sólo servirá a una ban­ dera: la suya propia, la bandera de Lope de Aguirre.

Lope juró vengarse costase lo que costase. Era una decisión inquebrantable tomada por un hombre de cuerpo desmedrado, pero de carácter de hierro y voluntad indomable. Cuando sanó de las heridas de los azotes, esperó pacientemente a que cadu­ cara el tiempo en que Esquivel había de ejercer de Alcalde de Justicia y entonces se dispuso a obrar. Era del dominio público que Aguirre pensaba vengarse del Licenciado y éste creyó lo más prudente poner mil setecientos kilómetros de distancia por medio, y se trasladó a Lima. Hasta que un día, cuando más descuidado estaba en la Ciudad de los Reyes, reconoció al indi­ viduo que le estaba observando con ojos de pupilas acera­ das. Esquivel, ni corto ni perezoso, se marchó a Quito, a dos mil kilómetros de Lima. En Quito vivió tranquilamente durante dos meses; los que necesitó Aguirre para trasladarse allí desde Lima. Porque Aguirre hacía las jornadas a pie, ya que decía: «que ningún hidalgo azotado debía montar a caballo, ni presentarse donde le viese la gente». Sólo podría hacerlo cuando hubiese vengado — con sangre, naturalmente— la afrenta recibida. Y esto era, precisamente, lo que él intentaba hacer ahora; lavar su afrenta con sangre y quedar de nuevo limpio en su honra.

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Luego podría cabalgar de nuevo y presentarse delante de quien fuese. Cuando Esquivel vio a Lope de Aguirre en Quito se conside­ ró hombre perdido y como era evidente que las distancias no le proporcionaban ninguna seguridad, determinó regresar al Cuzco, donde tenía amigos que le podrían proteger. Y detrás del Licenciado, olfateando el rastro de Esquivel como un sabue­ so, Aguirre llegó también al Cuzco. Había terminado la perse­ cución; ahora llegaba la hora de la venganza. Eligió el momento oportuno, el mediodía, cuando el sol pegaba redo; la hora de la siesta. Penetró sin ser visto en casa de Esquivel, atravesó silendosamente pasillos y salas, husmeó por toda la casa y descubrió finalmente al Licendado en un des­ pacho, sentado, durmiendo plácidamente sobre un libro abierto. Lo contempló un momento. Allí tenía en sus manos inerme, indefenso, a quien le había deshonrado con el infamante castigo de los azotes. Afloró entonces todo el odio contenido durante tanto tiempo y empuñando un largo puñal, fino como un esti­ lete, lo davó con furia en las sienes del Licenciado, dejándole la cabeza clavada en el libro. Se había cumplido su venganza. Ahora tenía que escapar. Buscó refugio en casa de unos amigos, donde permaneció escon­ dido varios días. Pero tenía que salir del Cuzco donde le busca­ ban afanosamente, registrando casa por casa. Disfrazado de ne­ gro, para lo cual le untaron la cara con el jugo de un fruto silvestre, sus amigos le sacaron del Cuzco, como si fuese un esclavo negro. La terrible venganza que había tomado corrió de boca en boca y dedan aquellos aventureros que hacían falta muchos Aguirres para frenar la insolencia de Jueces y Magis­ trados.

Aguirre acabó refugiándose en Las Charcas y entonces estalló otra rebelión en aquel Alto Perú que parecía el lugar de d ta de todos los descontentos, rebeldes y facinerosos del virreinato. Pero esta rebelión caredó de grandeza. Fue la más baja y menos justificada de todas y en manera alguna puede compararse con

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las grandes rebeliones y guerras aviles que ensangrentaron el Perú de aquellos años. No pasó de un simple motín, con todos los estigmas de la traición y de la cobardía. Como cabeza de la conjuración figuraba don Sebastián de Castilla, hijo del conde de la Gomera, un calavera que vivía rodeado de indeseables. Los verdaderos jefes del alzamiento eran Vasco Godínez, un redomado traidor, Egas de Guzmán, conocido como matón y espadachín, Garci-Tello, etc., toda la fauna de maleantes que vagabundeaban por tierras del Cuzco y Charcas. Mandaba en el Cuzco Alonso de Alvarado, hombre temible por su expeditiva manera de administrar justicia y era goberna­ dor de La Plata, Pedro de Hinojosa, aquel general de Gonzalo Pizarra que se había pasado al Rey entregando Panamá y la flota pizarrista a Lagasca. Don Sebastián de Castilla, temiendo a Alvarado, se dirigió a La Plata, donde estalla la rebelión en marzo de 1533. Lope de Aguirre se unió a ella sin titubear; si triunfaba podía salir de su condición de perseguido por la Justicia. Don Sebastián, al frente de un reducido grupo de conjura­ dos, penetró en el domicilio de Hinojosa, al que asesinaron de la manera más cobarde y alevosa. Pero aquellos facinerosos ni siquiera pensaban realmente en sostener una rebelión. Cuando Alvarado marchó sobre La Plata, pensaron que, incluso, po­ drían sacar ventajas del motín, traicionando al que habían ada­ mado por jefe, con lo que pensaban hacer méritos para obtener mercedes y recompensas. Y en efecto, en una reunión con don Sebastián, le abrazó Vasco Godínes y mientras le engañaba con aquel abrazo amistoso, le davó un puñal en la espalda. No les valió de nada su doble traición, pues Alvarado se mostró terri­ ble en la represión, condenando a muerte a cuantos cayeron en sus manos. Lope de Aguirre, que en el curso de su ajetreada vida se había acostumbrado a huir, andar y escapar por junglas, montañas, valles y vericuetos, logró ocultarse en las fragosida­ des de los Andes. Sobre Lope pesaban ya dos graves delitos: la muerte de Esquivd y d haber tomado parte en la rebelión de don Sebastián de Castilla. Cerca de un año llevaba oculto Agui­ rre, sin vislumbrar ningún rayo de luz en su negro porvenir,

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cuando se produjo la última guerra civil del Perú, motivada por la rebelión de Francisco Hernández Girón. Era éste uno de los capitanes que habían permanecido fieles al virrey Blasco Núñez Vela y uno de los que mejor habían luchado, a favor de la causa real, en la batalla de Añaquito. Creía que sus servicios no habían sido recompensados equitati­ vamente y siguieron su bandera gran número de capitanes y soldados igualmente quejosos y descontentos. En 1554 la rebe­ lión había adquirido tal auge que la Audiencia, que gobernaba por fallecimiento del virrey don Antonio de Mendoza, se vio obligada a publicar un perdón general para todos aquellos que se alistasen bajo el estandarte real contra el rebelde Hernández Girón. Aguirre aprovechó esta coyuntura para salir de su escon­ drijo roqueño y alistarse en las filas reales. Se enroló, pues, en las fuerzas de Alonso de Alvarado, que con harto sentimiento no pudo colgarle. Alvarado persiguió infructuosamente a Her­ nández Girón, que no le hizo frente hasta que se situó en una fuerte posición, en Chuquinga, en plenos Andes, donde consi­ guió desbaratar a Alvarado. Aguirre, siempre con su mala suerte a cuestas, recibió en Chuquinga dos arcabuzazos en la pierna derecha, quedándole una ligera cojera para roda la vida. Ahora, además de «pequeño de cuerpo e ruin talle» era también lige­ ramente cojo. A Hernández Girón no le sirvió de gran cosa su victoria. Las cédulas de perdón hicieron, como siempre, su efecto y Girón, debilitado por las deserciones, fue deshecho en Pucará. Condu­ cido a Lima, su cabeza rodó como habían rodado las de los dos Almagro, Gonzalo Pizarra y Carvajal. La tierra lo daba; ésta era la frase que corría por las Indias. En el Perú se daban las rebeliones con la misma abundancia que el oro y la plata. Aquellos duros conquistadores vivían en un ambiente de rebeldía, de guerras, de luchas y de muerte. Allí encajaba perfectamente la frase de morir con las botas puestas, pues era raro que alguno de aquellos violentos aventureros muriese tranquilamente en la cama. Durante aquellos revueltos años la vida de un hombre tenía muy poco valor y quien no moría en combate con las armas en la mano, sucumbía en la

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jungla tropical, cuando no terminaba sus dias apuñalado o muerto a garrote vil o colgado de la rama de un árbol, pu­ driéndose al sol si era en la cálida costa o meciéndose al viento helado si era en las sierras andinas. Después de la desbandada de Xaquixaguana, Carvajal, prisionero, preguntó a cuántos había mandado colgar ya el Presidente de la Audiencia don Pedro de Lagasca. —A ninguno —le contestaron. —Pues es muy bondadoso el señor Presidente —comentó Carvajal— . Si yo hubiese vencido, a estas horas habría mandado ya colgar a más de quinientos. En este clima de extremada violencia y absoluto desprecio de la vida se vivía en el Perú de los conquistadores. Heroicidades y crímenes, sacrificios y traiciones y siempre, como telón de fon­ do, la muerte violenta.


Capítulo segundo

Don Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, había sido nombrado virrey del Perú, a la muerte de don Antonio de Mendoza, fallecido en Lima. A la llegada del nuevo virrey a Panamá, estaba en todo su apogeo la insurrección de los negros cimarrones, que bajo el mando de Bayamo, a quien habían ele­ gido rey, habían extendido el terror por el istmo panameño, robando, saqueando, incendiando y cometiendo toda clase de tropelías. Las fuerzas enviadas contra Bayamo se habían estre­ llado ante la inexpugnable posición que ocupaba. El problema no deja de revestir cierta gravedad, debido a la amenaza que gravitaba sobre el intenso tráfico comercial que se realizaba a través del istmo. E l marqués de Cañete, antes de proseguir su viaje a Lima, quería dejar aquel problema, si no solucionado, al menos en vías de solución. Se presentó por entonces a él un capitán procedente de Nueva Granada (Colombia), llamado Pedro de Ursúa, solicitando que le llevara con él al Perú. Llegaba Ursúa precedido de cierto prestigio por sus campañas en Nueva Granada y el virrey deci­ dió aceptar sus servicios, encargándole, antes de su marcha, la reducción de aquel foco rebelde de los negros panameños. Ursúa penetró en el territorio de los insurrectos y al ver la bien fortificada posición que ocupaba Bayamo, comprendió que con las escasas fuerzas que llevaba, un ataque abierto constitui­ ría un nuevo fracaso. Decidió recurrir entonces a otros medios. Prometió a Bayamo todo lo que quiso, atrajo a un banquete a él y a los principales jefes cimarrones, los emborrachó a con­ ciencia y de esta forma se hizo dueño de la inexpugnable for­ taleza. A continuación llevando consigo a Bayamo, se presentó en Lima al marqués de Cañete, dándole cuenta de que la insu­ rrección de los negros cimarrones se hallaba totalmente so­ focada. Al marqués de Cañete le causó buena impresión aquel capi­

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tán que con tanta rapidez y contundencia (y con procedimientos no muy nobles, se podría añadir) había solucionado el problema del alzamiento de los cimarrones y desde aquel momento lo anotó como hombre de confianza, para cualquiera de los impor­ tantes asuntos que tenía que resolver en el revuelto virreinato. El más urgente era, sin duda, pacificar de una manera defini­ tiva el Perú, dando fin a las constantes rebeliones y guerras civiles que durante tantos años lo habían ensangrentado. Con­ sideró el marqués que el mejor medio de pacificación —y ya traía instrucciones de España a este respecto— era desconges­ tionar el país de tanto soldado ocioso y descontento como había. La conquista de Chile venia como anillo al dedo para sacar del virreinato a los turbulentos soldados peruleros, pero éstos esta­ ban ya maleados con tantos alzamientos y rebeliones y preferían el motín y el saqueo a las fatigas y riesgos de una dura campaña contra los bravos araucanos. Entonces tomó cuerpo el proyecto de organizar una expedición a Eldorado. Seria la mejor manera de acabar con aquella epide­ mia, ya endémica, de las rebeliones. Porque al solo nombre de Eldorado, acudirían los aventureros como las moscas a la miel. La quimera de Eldorado tenía su origen en la leyenda de un príncipe a quien todas las mañanas, al bañarse en una laguna, ungían su cuerpo con una sustancia aceitosa y a continuación le espolvoreaban con finísimo oro molido. Este príncipe reinaba en una región fértilísima, de jugosos pastos, innumerables gana­ dos y populosas ciudades y en la que abundaban extraordinaria­ mente los metales preciosos. Vivía en un palacio con paredes efe oro, ventanas de plata y esmaltado de piedras preciosas. La creencia en este maravilloso país era general y desde Panamá a Charcas muy pocos dudaban de su existencia. Hoy día nos pueden parecer pueriles estos relatos e incluso nos podemos asombrar de que hubiese gentes tan crédulas, pero si retrocedemos algunos siglos y nos situamos en aquella época, quizá podamos comprender que se admitiesen como verídicas tales fantasías. Ante el descubrimiento de América, las naciones europeas puede decirse que eran, en términos generales, pobres.

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Los europeos se maravillaban ante los relatos de los viajeros que les hablaban de las riquezas del Gran Khan, de las islas de las especias, de Catay y de Gpango. Al descubrirse el Nuevo Mundo la realidad vino a confirmar estos relatos. Hernán Cortés conquistó un riquísimo imperio en Méjico y las riquezas que atesoraba el imperio de los Incas superaron cuanto Pizarro y sus compañeros hubieran podido imaginar. E l rescate de Atahualpa fue sencillamente fabuloso. E l Inca, a cambio de su libertad, prometió llenar de oro y plata una habitación de 22 pies de largo y 17 de ancho hasta la altura marcada en la pared por su mano con el brazo extendido hada arriba. Increíble, pero real. Unos años después, persiguiendo a un guanaco (rumiante andi­ no) en una cacería, se descubrió una montaña de plata. Eran las famosas minas de Potosí, las más ricas minas de plata que han existido en el mundo. En Potosí llevaban los caballos herra­ duras de plata, porque hubo un tiempo en que este metal predoso era allí más barato que el hierro. La realidad había des­ bordado todas las fantasías. Aquellos pobres aventureros habían visto brotar a su paso el oro y la plata, en cantidades inimagina­ bles para un europeo. No debe extrañar, por consiguiente, que diesen crédito a todo lo que se contaba respecto a Eldorado y sus fabulosas riquezas. ¿Por qué no podía existir un país más rico aún que el Perú? Los indios afirmaban su existenda, aunque sin predsar el sitio exacto en que se encontraba tan maravillosa región. Ultima­ mente unos indios «brasiles» que, procedentes del interior del Brasil y remontando durante diez años el Amazonas, habían llegado al Perú por el río Huallaga, confirmaron cuanto se decía de Eldorado y de sus incontables riquezas. Antes de la expedidón que se estaba organizando, ya se habían llevado a cabo varias «entradas» con idéntico objetivo, pero todas habían tenido un final desastroso. La más importante fue la de Gonzalo Piza­ rro que además del país de la Canela pretendía descubrir y conquistar Eldorado y aunque tuvo un fin lamentable, como las demás, a ella se debió el gran descubrimiento del Amazonas. Al correrse ahora la voz en el Perú de que se preparaba una «entrada» para Eldorado, nadie quiso acordarse de los fracasos

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anteriores. E l marqués de Cañete había hallado un buen trabajo para los soldados desocupados; sólo faltaba nombrar el jefe de la misma y entonces se acordó el virrey de Pedro de Ursóa; él sería quien mandaría la expedición.

El nuevo General y Gobernador que iría al frente de la ex­ pedición, había nacido el año 1525 en la casa solar de los Ursóa, situada junto al pueblo de Arizcun, en el valle del Baztán (Na­ varra). Pasó al Nuevo Mundo al amparo de su tío don Miguel Díaz de Armendáriz, gobernador de Santa Marta, en Nueva Granada (Colombia). A llí realizó Ursóa unas campañas brillantes. Sometió a varias tribus de indios belicosos, fundando la ciudad de Pamplona, que todavía existe en el departamento de Santander-Norte (Colombia). Atacó después a los Muzos, los derrotó y fundó la ciudad de Tudela, posteriormente destruida en un alzamiento de los Muzos. Su carrera en Nueva Granada quedó cortada a causa de la destitución de su tío Armendiriz y enton­ ces fue cuando se presentó en Panamá al marqués de Cañete y éste le encargó sofocar la insurrección de Bayamo. Ahora, en premio a sus servicios, el virrey le confiaba lo que había sido la mayor ilusión de Ursóa desde su llegada al Nuevo Mundo: el mando de la expedición para el descubrimiento y conquista de Eldorado. Era Ursóa de mediana estatura, bien parecido y muy cuidado­ so de su persona, de gran valor personal, sencillo y afable con sus soldados y más inclinado a la benignidad que al rigor. Se le tachaba, en cambio, que era muy largo en promesas y muy corto a la hora de cumplirlas y que era excesivamente inclinado al bello sexo. En febrero de 1559 se firmaron las capitulaciones entre el virrey y don Pedro de Ursóa, en virtud de las cuales a éste se le nombraba Capitán General de la expedición y Gober­ nador de los territorios que se le señalaban para su descubri­ miento y conquista. Ursóa, por su parte, se comprometía a llevar un determinado número de hombres que no habían de bajar de 300 infantes, 120 arcabuceros y 200 caballos. Se le permitía también llevar 25 negros y 600 indios e indias para el servicio.

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Confirmado el nombramiento, Ursúa tenía que encargarse de sus gastos y de su organización. E l montaje de las expediciones para descubrimientos y con­ quistas era algo extraño y peculiar. Por regla general, la Corona se inhibía de toda clase de gastos, pero sin que por ello dejara de hacer sentir todo el peso de su Autoridad sobre la expedi­ ción. El monarca o sus representantes (virrey, Audiencia, o go­ bernador, etc.), autorizaba la expedición y nombraba al jefe de la misma y si estaba ya designado, confirmaba o rechazaba el nombramiento. La Corona no corría con los gastos, pero, en cambio, se reservaba el quinto de los beneficios; y el quinto real era intocable bajo las más graves penas. No obstante, todos los capitanes de Indias ansiaban el mando de una «entrada» que les diera la posibilidad de alcanzar gloria y fortuna. E l sistema hubiese podido resultar incluso beneficioso sin las interferencias y premiosidades (caso típico de Orellana) de la lenta, rígida y formalista burocracia de la Corte española. En el caso presente de la expedición a Eldorado, el inteligente marqués de Cañete, a quien urgía descongestionar el virreinato de soldados inactivos, adelantó de las arcas reales 15 000 pesos para hacer frente a los primeros gastos. La cantidad era muy corta, pues se calculaba el coste de la misma en más de 200 000 pesos, por lo que Ursúa habría de correr con la casi totalidad de los gastos. En algunos casos el jefe de la expedición disponía de la suficiente fortuna para sufragar personalmente los gastos de la misma, como Gonzalo Pizarro en la «entrada» de la Cane­ la. En caso contrario tenía que recurrir a amigos y mercaderes para que proporcionasen el dinero. Se abrían entonces suscrip­ ciones por cantidades determinadas, con pingües beneficios en caso de éxito, pero con muchas probabilidades de perder el dinero, si el jefe de la expedición no podía responder con minas o encomiendas de su propiedad. A Ursúa no le iba a resultar fácil llenar las suscripciones necesarias, porque el brillante Capitán General de la expedición a la maravillosa tierra de El­ dorado, no tenía más fortuna que su capa y su espada.

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La expedición partiría de la región de Chachapoyas, al nor­ deste del Perú, debiendo seguir la dirección marcada por Ore­ llana en el descubrimiento del Amazonas. Como la expedición se haría por vía fluvial (los ríos Marañón y Amazonas), Ursúa puso empeño en enrolar especialistas, sobre todo pilotos y gente práctica en la construcción de naves, como el armador Juan Corzo y el piloto Juan de Valladares, antiguo compañero de Francisco Pizarra. Como guía se alistó Alonso Esteban, que había tomado parte en la expedición de Orellana. Salió Ursúa de Lima para Chachapoyas y paró en Trujillo con el fin de allegar fondos y reclutar gente. Su prestigio, su simpatía y su afabilidad le abrieron todas las puertas, pero, para su desgracia, le abrieron también las de doña Inés de Atienza. Era doña Inés una joven mestiza de extraordinaria hermosu­ ra, hija del capitán Blas de Atienza, compañero de Francisco Pizarra, y viuda, desde hacía poco tiempo, de don Pedro de Arcos. E l buen nombre de doña Inés dejaba algo que desear, pues aún en vida de don Pedro parece que la joven y hermosa mestiza había tenido, según dicen los cronistas de la época, «ciertos dares y tomares» con don Francisco de Mendoza, pa­ riente del marqués de Cañete, que lo desterró a Panamá. Fue un mutuo flechazo. Ursúa se enamoró perdidamente de doña Inés y ésta le correspondió con la misma pasión. Pero Ursúa, muy a regañadientes, tuvo que separarse de su amante, por imperativos de la expedición. De Trujillo se dirigió a Santa Cruz de Capocovar (actualmente Saposoa, en el departamento de San M artín, Perú), pueblo situado a tres kilómetros escasos del río Huallaga, afluente del Marañón. Ese era el punto de partida, ya que por el Huallaga descenderían al Marañón*. El pueblo de Santa Cruz había sido fundado y se hallaba bajo la jurisdicción o gobernación del capitán Pedro Ramiro, hombre realista, serio y eficiente. A él, como conocedor de la región, se dirigió Ursúa para que le orientase. Como lo más urgente era la construcción de naves, fueron en busca de un ritió adecuado para establecer un astillero. Se decidieron por un lugar llamado1 1. Continuando par d Marañón hasta la anión de éste con el Ucayali («miel departamento de Loreto, Perú), de cuya confluencia noce el Amazonas.

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Topesana (la actual Lamas, en el departamento de San Martín, Perú), ochenta kilómetros más al norte, siguiendo el curso del Huallaga, cerca de unas salinas que explotaba el portugués Custodio Hernández, nombre que luego sonaría mucho en la expedición y uno de los futuros cronistas de la misma. En Topesana se habilitaron barracones para los trabajadores y Ursúa se dirigió a Lima para dar cuenta al virrey de la marcha de los preparativos de la expedición. Antes de partir a entre­ vistarse con el virrey, nombró a Ramiro su lugarteniente, enco­ mendándole los trabajos del astillero y de la construcción de las naves. En Lima tuvo que dedicarse de nuevo Ursúa a la ingrata labor de hacerse con dinero, empeño que cada vez le estaba resultando más dificultoso. E l reclutamiento de hombres era más fácil y como por el Cuzco y Charcas vagabundeaban muchos aventureros, envió allí a su paisano Lorenzo de Zalduendo, natu­ ral de Pamplona, con poderes para reclutar gente. A su regreso de Lima se detuvo Ursúa en Trujillo, donde le esperaba doña Inés y era tan grande el hechizo que la hermosa mestiza ejercía sobre él que tuvo que ordenarle el virrey que se trasladase con urgencia a Santa Cruz y a Topesana para activar los preparativos de la marcha. Ursúa obedeció, pero antes tomó la fatal decisión de invitar a doña Inés a que le acompañase en la expedición, a lo que la mestiza accedió entusiasmada. Convinieron ambos en que cuando la expedición estuviese dispuesta para la marcha, doña Inés se presentaría en Topesana, con el mayor secreto po­ sible.

Los procedimientos que estaba empleando Ursúa para hacerse con dinero entraban de lleno en la picaresca y hasta en el Código Penal. Para obligar a Juan Velázquez de Sahagún a desprender­ se de los pocos pesos que tenía, le nombró herrador y encargado de los caballos de la expedición, y no tuvo ningún inconvenien­ te él, Capitán General y Gobernador de Eldorado, en conver­ tirse en compadre de Velázquez, apadrinándole un hijo suyo. Al cura de Moyobamba, don Pedro Portillo pudo convencerle de

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que aportase 6 0 0 0 pesos que tenía ahorrados «a costa de su salud», pues, al parecer, el buen cura se quitaba de comer para ahorrar. Adelantó de momento 2 000 pesos, pero como luego se arrepintiese, negándose en redondo a dar un solo peso más, una noche se presentó en casa del cura el mulato Pedro Miranda, requiriendo sus servidos sacerdotales para un amigo suyo que se estaba muriendo en la iglesia, a consecuencia de las heridas redbidas. Cuando d cura iba a confesar al moribundo, que era Juan de Vargas, éste sanó de repente poniéndole al padre Por­ tillo un puñal en d pecho, al tiempo que le rodeaban varios hombres amenazándole con matarle, si no entregaba a Ursúa los 4 000 pesos que le había ofreddo anteriormente. E l padre Porti­ llo no tuvo más remedio que hacerlo y Ursúa, para consolarle, le prometió hacerle obispo en Eldorado y ayudar también a un hijo que el cura había tenido en sus andanzas por d Nuevo Mundo. Mas para evitar que fuera a quejarse al virrey, ordenó que lo llevasen a Topesana y no sólo se llevaron d cura, sino también todo lo que tenía, ropas, dectos, etc., hasta las ga­ llinas. Más gravedad revistió d incidente con d capitán Alonso de Montoya. Era éste alcalde de Santa Cruz, donde poseía un rico repartimiento o encomienda. A Ursúa le interesaba mucho la ayuda que podía aportar Montoya en víveres, efectos e indios servidores y consiguió convencerlo hasta d punto de que no solamente le propordonó ayuda Montoya, sino que se decidió a formar parte de la expedición como capitán. Mas luego, bien fuera porque no tuviese fe en d éxito de la misma o porque no le agradasen muchos de los que tomaban parte en ella, el he­ cho es que cambió de parecer y así se lo hizo saber a Ursúa. Este, que ya contaba con los recursos de Montoya, desplegó todas sus artes de persuasión para convencerle, mas en vista de la inutilidad de sus esfuerzos y tomando como pretexto que Montoya estaba soliviantando a los demás, lo redujo a prisión, advirtiéndole que lo tendría preso hasta que saliese la expedi­ dón y le obligaría a ir en la misma por la fuerza. Montoya, que no tenía nada de cobarde, le replicó que haría mucho mejor en matarle, pues de lo contrario él le matarla en la primera ocasión

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que se le presentase. Ursúa no hizo caso de la amenaza. Lo único que le preocupaba era hacerse con dinero. Mientras Ursúa iba allegando dinero como buenamente podía, a Topesana afluían gentes de todas las partes del Perú. Capita­ nes y soldados que habían quedado inactivos después de la ter­ minación de las guerras civiles; aventureros que soñaban con golpes de fortuna; veteranos escépticos y desengañados; y jóve­ nes soldados recién llegados a las Indias con la ilusión reflejada en sus ojos. Toda gente cruda, de pocos escrúpulos, reconocido valor y ánimo indomable. A llí se podía ver, siempre atento a los trabajos, al capitán Pedro Ramiro, en cuya seriedad confiaba ciegamente Ursúa; a don Femando de Guzmán, muy pulido y peripuesto, pero sin el aire marcial de los conquistadores; a Juan de Vargas, un madri­ leño ambicioso y reservado, a quien Ursúa haría su lugartenien­ te; al anciano comendador de la Orden de M alta, don Juan Núñez de Guevara, del que no se sabía qué podía buscar en aquella expedición; a Lorenzo de Zalduendo que había llegado con la gente reclutada en el Cuzco y Charcas; al veterano con­ quistador Pedro Alonso G aleas, compañero de Hernando de Soto; a García de Arce, que tenía fama de ser d mejor arcabu­ cero, navarro como Ursúa y muy amigo de éste; al capitán Juan Alonso de La Bandera, a quien por su carácter fanfarrón apo­ daban los soldados «L a Valentona»; a Pedro Arias o Pedrarias de Almesto, que destacaba entre aquella turbamulta por su cul­ tura y buenos modales, uno de los futuros cronistas de la expe­ dición; a Gonzalo de Zúñiga, un sevillano que había servido con Ursúa en las campañas de Nueva Granada y también con ribetes de escritor; al padre Alonso de Henao, con más vocación de capellán castrense que de regentar tranquilamente una parro­ quia y que ya había tomado parte, con d cargo de capellán y contador, en las peripecias de M dchor Verdugo y Lope de Aguirre por Nicaragua y Panamá. Allí se hallaba también el padre Pedro Portillo, pero éste a la fuerza, suspirando sin cesar por sus 6 000 pesos. En ocasiones se le veía, de rodillas, en la barraca que se había improvisado como capilla, rogando a Dios en voz alta:

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—Justicia, Señor, que en la tierra no la hay. Añoraba el sosiego y la tranquilidad de su parroquia, pero cuando, a veces, pensaba en el obispado que le había prometido Ursúa se quedaba más tranquilo.

Procedente del Cuzco había llegado también Lope de Aguirre, pero esta vez acompañado. Traía consigo a su hija mestiza E l­ vira, de dieciséis años, de rostro agraciado y grandes ojos negros de profundo y triste mirar y de un carácter sencillo, dulce y sumiso. Iba acompañada por su aya Juana Torralva, mujer re­ suelta y decidida, que quería a Elvira como si fuera su propia hija. Aguirre, que adoraba a Elvira, no quiso dejarla en el Cuzco y prefirió tenerla a su lado, aunque tuviese que convivir con aquel tropel de aventureros, pues, como decía, mientras él viviese estaría allí más segura que en la casa mejor guardada. En Topesana se encontró Aguirre con amigos y conocidos, muchos de ellos vascos como él. Pedro de Munguía, con quien había tomado parte en la rebelión de don Sebastián de Castilla; Juan de Aguirre su homónimo y compañero en la campaña de Melchor Verdugo; M artín Pérez de Sarrondo; Juan de Iturriaga; Sánchez Bilbao; Zozaya, etc. H abía gentes de toda clase y pro­ cedencia, como el mulato Pedro Miranda, el mestizo Francisco Carrión y hasta algunos portugueses, como Custodio Hernández y el zapatero Antón Llamozo. El astillero hervía de gente y para dar salida a esa aglomera­ ción dispuso Ursúa que el capitán Pedro Ramiro saliese con un destacamento en busca de alimentos, llevando como ayudantes a Diego de Frías, que había servido en casa del marqués de Ca­ ñete y a Francisco Díaz de Arlés, pariente lejano de Ursúa. Al atravesar un río, Ramiro esperó a que hubiesen pasado sus hom­ bres y cuando se quedó solo llegaron Arlés y Frías, con dos sol­ dados, a quienes habían engañado diciéndoles que Ramiro se había alzado contra Ursúa y que era menester matarlo antes de que llevase adelante su traición. A llí mismo dieron garrote a Pedro Ramiro. Hicieron esto Frías y Arlés porque tenían a menos estar a las órdenes de Ramiro. Era el primer darinazo,

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agudo y estridente, de lo que ocurriría a lo largo de la expe­ dición. Ursúa tuvo inmediatamente conocimiento, por un soldado, de la muerte de Ramiro y sin perder momento se dirigió perso­ nalmente al lugar del suceso. Mandó prender a Arlés y Frías y aunque no era cruel ni amigo de violencias, estaba decidido a mantener rígidamente la disciplina. Tras un juicio sumarísimo, ambos fueron condenados a muerte y ahorcados. Ursúa dio cuen­ ta al virrey de lo sucedido y del castigo impuesto a los asesinos y el marqués de Cañete, que no tenía una opinión muy favorable de aquellos turbulentos soldados peruleros, no sólo aprobó el castigo impuesto por el General, sino que le señaló a algunos a quienes debía echar de la expedición, entre los que figuraban Lorenzo de Zalduedo, Juan Alonso de La Bandera y Lope de Aguirre. Desde el asunto del juez Esquivel y de las heridas de la bata­ lla de Chuquinga, que le dejaron ligeramente cojo, Aguirre ha­ bía cambiado mucho, volviéndose agrio' y turbulento, con reac­ ciones extrañas y esto hacía que en todas partes se le conociese por Aguirre el loco. En vez de seguir el consejo del virrey, Ursúa llamó a los inte­ resados y les hizo saber lo que ocurría, advirtiéndoles, empero, que estuviesen tranquilos, pues él no pensaba separarlos de la expedición. D e esta forma pensó ganarse su voluntad y conver­ tirlos en hombres fieles y leales. Decididamente, Ursúa era un mal psicólogo.

Como la expedición iba a ser larga y por lugares inexplora­ dos, decidió Ursúa establecer bases de aprovisionamiento a lo largo del itinerario y con este fin envió a G arda de Arce con 30 hombres, embarcados en canoas y balsas, con la misión de reunir provisiones y esperarles en un lugar determinado. A l pro­ pio tiempo iba descongestionando de esta forma d astillero, don­ de la aglomeración de tanto aventurero ocioso sólo podía dar lugar a riñas, motines y conjuras. Poco después y con los mismos fines salió Juan de Vargas con 70 hombres, para hacerse igual­

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mente con provisiones, reunirse con García de Arce y esperarles en la confluencia del río Cocama (Ucayali) con el Marañón, es decir, en el mismo nacimiento del Amazonas. Llegó, entre tanto, dofia Inés a Topesana y su presencia causó en el astillero la más profunda sensación. Iba acompañada de su dueña M aría de Sotomayor y de algunas sirvientas, realzando su belleza con lujosas y rozagantes vestiduras. La impresión que causó no fue debida a que faltaran mujeres en la expedición. Había una docena de mujeres blancas, unas casadas y otras por casar. Y aparte de las mujeres blancas abundaban las indias sirvientes, fácil recurso para calmar las apetencias de hembra de los expedicionarios. Pero doña Inés era diferente. La bella mes­ tiza eclipsaba a todas y no era difícil prever la perturbación que provocaría su convivencia con aquellos rudos aventureros, read os a todo freno. Ursúa la presentó a sus capitanes, en algunos de los cuales hizo estragos la hermosura de la mestiza y sólo el hecho de que doña Inés pertenedera a su General, impidió que la acosaran como agresivos halcones a indefensa paloma. —Bien acompañado va a ir nuestro General — comentó Lo­ renzo de Zalduendo. — ¡Voto a tal! —murmuró Juan Alonso de La Bandera— que es muy afortunado don Pedro de Ursúa. A un veterano ducho ya en «entradas», hambres y fatigas, la presenda de doña Inés le dio mala espina. —Me parece — dijo— que d General se va a preocupar más de ella que de nosotros. Se había terminado ya la construcdón de los bergantines y de unas barcas anchas y planas, llamadas chatas, muy propias para la navegadón fluvial, pero la botadura de las naves, entre la alegría y la algazara general, terminó en un verdadero desas­ tre. La mayoría de las naves hideron agua, bien porque estu­ viesen mal construidas o porque los materiales no fueran ade­ cuados o se hubiesen echado a perder debido a la humedad y d clima. Sólo quedaron dos bergantines y tres chatas de las once que se habían construido, flota a todas luces insufidente para transportar la expedidón.

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Fue un momento critico para U tsúa, pues la construcción de nuevas naves suponía un retraso excesivo. Antes que exponerse a que el descontento y las quejas se hiciesen generales, prefirió correr el riesgo de salir en condiciones menos favorables y or­ denó que todo el mundo tomase parte en la construcción de balsas y canoas. Don Femando de Guzmán no quería creerlo. — ¿Vamos a partir en balsas y canoas? —preguntó a Utsúa— Sólo tenemos tres chatas y dos bergantines. —Partiremos —le contestó Ursúa— lo más rápidamente po­ sible en balsas, en canoas o en lo que sea. La mayoría de los que componen esta expedición han tomado parte en todas las rebeliones del Perú y no quiero tenerlos ociosos aquí, dándoles tiempo para urdir algún motín. En cuanto estén disponibles las balsas y canoas, y esto requiere poco tiempo, emprenderemos la marcha. Y os aseguro, don Fem ando, que con las dificultades y riesgos que presenta esta expedición no les va a quedar mucho tiempo para pensar en motines. —Por lo que estoy oyendo — intervino doña Inés— no va a ser éste un viaje muy agradable. —No tienes por qué preocuparte —se apresuró a tranquili­ zarle Ursúa— . Irás en un bergantín y convenientemente aprovi­ sionado y dispondrás de una cámara tan bien acondicionada, que no echarás de menos las comodidades de un palacio. Viajarás como una reina. —Como la reina de la expedición —apostilló galantemente don Fernando.

El embarcadero de Topesana se veía asaltado por una muche­ dumbre, en la que se entremezclaban los que iban en la expedi­ ción, los vecinos del poblado y los que habían acudido desde Santa Cruz y otros lugares para presenciar la partida y despedir a los embarcados. Era una algarabía de voces, gritos y colores. Capitanes dirigiendo el embarque de sus hombres; arcabuceros, curtidos en otras campañas, fanfarroneando su veteranía; solda­ dos bisoños brillándoles en los ojos la ilusión de tomar parte, por primera vez, en una gran empresa; marineros estibando los

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barriles en las naves; carpinteros y herreros dando los últimos toques; y los sirvientes terminando el acarreo de provisiones y materiales. La pérdida de las ocho chatas fue un golpe muy rudo, pues les obligaba a salir en condiciones muy precarias de abasteci­ miento. Hubo que dejar en tierra el ganado que se pensaba llevar y sólo se embarcó lo más imprescindible y no en gran cantidad: maíz, cazabe (pan de yuca) y algo de carne salada. Lo que más apenó a todos fue el tener que abandonar los caballos, tan apreciados y queridos por los conquistadores. Eran cerca de trescientos y tan sólo se pudieron embarcar treinta. Se habilitó espacio para ellos en una chata, robándolo a las provi­ siones. Vivirían de la caza y de la pesca; de lo que pudieran arrebatar al rio y a la selva. Ursúa y doña Inés subieron al bergantín principal, acomodán­ dose la mestiza en la confortable cámara que para ella había mandado acondicionar el General. Las mujeres de la expedición iban en las chatas, que parecían casas flotantes, con un pabellón con un toldo encerado por techo, para resguardo de la lluvia. En una de las chatas iba Elvira de Aguirre con su aya Juana Torralva. —Aquí iréis bien acomodadas —les dijo Aguirre— . Y tú, hija mía, no tienes que temer nada, pues yo cuidaré de ti y procuraré que nada te falte. Lope besó a su hija y salió de la chata para embarcar en una de las canoas. Como veterano que ya había tenido mando en algunas campañas, mandaba una de las canoas. La armada partió el 26 de septiembre de 1560 y estaba com­ puesta por dos bergantines, tres chatas y más de doscientas bal­ sas y canoas. Contando jefes y marineros componían la expedi­ ción unos 500 españoles (de ellos más de 300 soldados de espada y rodela y 120 arcabuceros), 25 negros y 600 indios e indias de servicio. Todo eran risas, canciones y parabienes. Los expedicio­ narios se mecían en las más dulces ilusiones, olfateando ya las riquezas de Eldorado. Sólo dos personas no compartían la alegría general: don Pedro de Ursúa y Lope de Aguirre. E l primero se daba perfecta cuenta de las desfavorables con­

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diciones en que se iniciaba la empresa; le había faltado dineto para disponer de buenas naves, caballos y abundantes provisio­ nes. En cuanto a Lope de Aguirre le faltaba, sencillamente, fe en la empresa. Era de los muy pocos que no creían en la exis­ tencia de Eldorado y en vez de riquezas sin cuento, sólo preveía penalidades, desgracias y sufrimientos. Se había enrolado en aquella expedición, porque un soldado sin fortuna no podía hacer otra cosa que tomar parte en cuantas «entradas» se presentasen, y, además, porque en su mente habían comenzado a bullir planes grandiosos, todavía imprecisos, pero que poco a poco se iban definiendo y no tardarían en tomar formas concretas y per­ filarse con toda nitidez. Preocupado Ursúa por la escasez de provisiones, ordenó a Lorenzo de Zalduendo que, al mando de algunas canoas, se ade­ lantase en busca de alimentos.


Capítulo tercero

£1 Huallaga es un río caprichoso, ancho y manso unas veces y otras estrecho y peligroso, desbocándose en impetuosas y difíciles corrientes. A estos angostos pasos se les llama «pongos» y en uno de ellos grabó Aguirre una inscripción y desde entonces se le conoce con el nombre de «pongo» de Aguirre. Al tercer día de navegación sobrevino el primer contratiempo serio. Uno de los bergantines hizo agua al chocar con la quilla en los bajos del río. Cundió la alarma entre los embarcados, pero Ursúa no le concedió importancia al accidente y continuó la marcha, dejan­ do a los del bergantín el cuidado de reparar por sí mismos la avería. Esta falta de interés causó mal efecto entre los expediciona­ rios y contribuyó a menguar el prestigio de Ursúa, algo quebran­ tado ya a causa de las poco halagüeñas condiciones en que habían partido, así como por su anterior proceder con Alonso de Montoya y el padre Portillo y, sobre todo, por la presencia de doña Inés en la expedición. Los del bergantín se dieron maña para taponar y reparar la vía de agua y consiguieron dar alcance a la armada. Esta ya había establecido contacto con la avanzadilla de Lorenzo de Zalduendo, pero la alegría que esto produjo se disipó pronto, pues Zalduendo apenas había podido hacerse con provisiones. Navega­ ban ya por el Marañón y Ursúa despachó con el bergantín repa­ rado a Pedro Alonso Galeas a la confluencia del Cocama (Ucayali), para dar aviso a Vargas de la próxima llegada de la ar­ mada. Como los víveres estaban prácticamente agotados, hacían alto al mediodía y desembarcaban para cazar, pescar y dormir el que quisiera, si se lo permitían el calor y los mosquitos. La Naturaleza castigaba con todo rigor a aquellos hombres audaces, empeñados en desvelar sus misterios. Cuando el día era claro, el sol quemaba sus cuerpos con implacables dardos de fuego y

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cuando las nubes, bajas y espesas, ocultaban el sol, se encon­ traban inmersos en el vaho asfixiante y bochornoso que despe­ día la selva. Al atardecer bajaban a la orilla en busca de comida y descanso. Cazaban, pescaban o se metían en la selva rebuscan­ do plantas y frutos y lo único que hallaban era un trópico extremadamente hostil. Algunos de los que penetraban en la selva no volvían jamás, devorados por la jungla misteriosa. Y los frutos y plantas que comían, no tardaban en producirles fiebres, cólicos y diarreas extenuantes. Ni siquiera podían gozar con tranquilidad del sueño reparador. Sin poblados indios donde refugiarse para dormir, buscaban un sitio seco en la ribera, pero entonces se lanzaban sobre ellos nubes de mosquitos para marti­ rizarlos con sus punzantes aguijones. Se defendían a manotazos, pero sin ningún resultado práctico. Mataban mosquitos a puña­ dos, pero las oleadas atacantes se renovaban sin tregua ni des­ canso. Y por la mañana, sin haber podido apenas descabezar un sueño, se volvía a emprender la marcha, para repetir al atardecer las mismas escenas del día anterior. Tras varios días de navegación llegaron al lugar en que los esperaba Juan de Vargas, con gran número de canoas y bastante cantidad de provisiones. Ursúa no estuvo acertado en el reparto, que fue muy desigual, dando con ello lugar a que hubiera nue­ vas quejas y fuera fermentando el descontento. Como indicio del malestar que reinaba en la expedición, Vargas informó a Ursúa que había tenido que reprimir un intento de motín entre su gente, cansada de tan larga espera. Respecto a García de Arce le comunicó Vargas que ni tenía noticias de él, ni había hallado la menor huella de su paso. Descansaron allí algunos días y al reanudar la marcha, el ber­ gantín de Vargas hizo agua y se hundió, repartiéndose la gente en balsas y canoas. Al cabo de cinco días de navegación tropeza­ ron con una gran cantidad de canoas, tripuladas por indios que estaban pescando y habían recogido ya más de den tortugas y gran cantidad de huevos. Al divisar a los españoles huyeron los indios en sus canoas, dejando abandonados los huevos y las tor­ tugas, que sirvieron para reparar los maltrechos estómagos de los expedicionarios. Navegaban ya por d Amazonas, que redbía

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este nombre desde el lugar en que los había esperado Vargas y empezaban a cruzarse con los caudalosos afluentes que llevan sus aguas al gran río. Por la orilla izquierda divisaron el desagüe del que llamaron río de la Canela, el actual Ñapo, por donde bajaron los hombres de Orellana al Amazonas. A partir de en­ tonces seguirían el mismo itinerario que siguió Orellana en su descubrimiento y exploración del Amazonas.

A los dos días de pasar frente a Ñapo avistaron en medio del río una gran isla poblada de indios. Fue ésta una agradable sor­ presa, pues era el primer poblado indio que encontraban. Pero la sorpresa fue mucho mayor cuando vieron que en la isla se encontraba G arda de Arce con sus hombres. Para perpetuar tan feliz acontecimiento la bautizaron con el nombre de isla de García con cuyo nombre se la sigue conodendo hasta la fecha. G arda de Arce tenía bastante que contar, pues él y sus hom­ bres las habían visto de todos los colores. Al descubrir la isla y observar su fertilidad, desembarcaron en ella, deádiendo espe­ rar allí al testo de la armada. Pero los indios de la isla eran belicosos y les atacaron desde el primer momento. Y a no pudie­ ron dejar las armas de la mano. Los salvajes atacaban todos los días y pasaron graves apuros para poder rechazar sus constan­ tes embestidas. Para evitar sorpresas y facilitar la defensa, cons­ truyó G arda de Arce una empalizada, tras la que resistían, im­ pávidos, los continuos ataques de los indios. A llí confirmó Gar­ cía de Arce su fama de extraordinario arcabucero. A pesar de que no perdía tiro, se ingenió para hacerlo aún más mortífero. Ligaba dos pesadas balas de arcabuz — que por su grosor llama­ ban «pelotas»— con un alambre algo largo, de forma que al dispararlas, entre las dos balas y el alambre causaban cuatro y hasta cinco bajas en la masa atacante. Llevaban los expedicionarios un mes de navegadón cuando llegaron a la isla de G arda y al ver que era fértil desembarcaron en ella para descansar y aprovisionarse. También bajaron a tierra a los caballos para desentumecerlos un poco, pues no habían pisado tierra desde que los embarcaron en Topesana.

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Los días que estuvieron en la isla de G arda fueron muy agra­ dables para los expedicionarios, teniendo en cuenta las penalida­ des que hablan pasado durante aquel interminable mes. Los isleños, escarmentados por García de Arce, habían dejado las armas y se habían hecho amigos, por lo que a los españoles no les faltaban ni bohíos donde dormir, ni alimentos en abundancia. Ursúa aprovechó la estancia en la isla para reorganizar las fuerzas y reforzar la disciplina, algo relajada. No ignoraba que la gente estaba descontenta y que muchos llegaban ya a dudar de la existencia de Eldorado, prefiriendo regresar al punto de partida y dar por finalizada una empresa que, en vez de las ri­ quezas soñadas, sólo les procuraba miserias y sufrimientos, sin que en su largo recorrido, de más de 1700 kilómetros, hubiesen hallado el menor indicio del fabuloso país de los Omaguas. En este ambiente derrotista era de temer cualquier motín y esto era lo que Ursúa trataba de evitar a toda costa. Necesitaba, por tanto, rodearse de personas de toda confianza, que se encar­ gasen de mantener la disciplina entre aquella gente descontenta y desengañada. Nombró lugarteniente, es decir, su segundo, a Juan de Vargas y Alférez General a don Fernando de Guzmán y así fue distribuyendo los demás cargos. A Lope de Aguirre nombró Teniente de Difuntos, cuyo misión consistía en llevar nota y encargarse de los bienes y documentos de los que morían en la expedición. Parecía una burla, pues a él, que presumía de muy soldado, le daban un cargo que más bien parecía propio de un escribano. Ursúa descansaba, sobre todo, en Vargas, que le informaba constantemente del ambiente que reinaba en la expedición. —Los soldados se hallan descontentos — informaba al Gene­ ral— y muchos no creen ya en Eldorado; dicen que todo es una mentira de los guías indios. Ursúa quedaba serio y pensativo y en el rostro de doña Inés se reflejaba la preocupación. —Parece — insistía Vargas— que se está tramando una con­ jura, pues incluso hay oficiales que fomentan el descontento entre los soldados. Sería conveniente tomar medidas antes de que fuera demasiado tarde.

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E l General trató de tranquilizar a Vargas. —Estoy sobre aviso —le dijo— y precisamente los nombra­ mientos que he hecho harán que se afiance la disciplina, evitan­ do todo intento de motín. O s he nombrado mi segundo, porque tenéis toda mi confianza y he dado el cargo de Alférez General a don Fernando de Guzmán, con quien me une una gran amis­ tad. Y lo mismo en lo que se refiere a los demás cargos impor­ tantes. d a to que también he tenido que distribuir algunos entre los quejosos para desarmarlos y tenerlos contentos, como a Lope de Aguirre. —Tened cuidado, señor —advirtióle Vargas—. A Lope de Aguirre lo considero como uno de los más peligrosos. E s un veterano que ha tomado parte, por uno u otro bando, en todas las rebeliones del Perú. —Lo sé —repuso Ursúa—, por eso le he nombrado Teniente de Difuntos. Desde ese puesto —añadió sonriendo— no podrá hacer mucho daño. —No es sólo Lope de Aguirre —replicó Vargas—, hay tam­ bién otros. N o olvidéis que Alonso de Montqya juró mata­ ros. — ¿Juró que os m ataría? —preguntó sobresaltada doña Inés. —Sí — dijo Ursúa sonriente— ; pero hay muchos juramentos que no se cumplen.

Vargas tenía razón al advertir a Ursúa que se estaba traman­ do una conjura. Entre las fantásticas ideas que iban germinando en el cerebro de Lope de Aguirre, sólo una —base y cimiento de sus todavía nebulosos planes— se había definido concreta­ mente: organizar un motín. M as para que le sonriera el éxito tenía que obrar con mucha cautela. Era preciso explorar los ánimos, procurarse amigos y fomentar el descontento. La labor disolvente la iba realizando en el círculo de amigos que se había creado y a quienes iba imbuyendo, día a día, la idea de que Ursúa los llevaba engañados, que la existencia de Eldorado era una pura fábula y que los habían sacado del Perú exclusiva­

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mente para evitar rebeliones, es decir, con el único fin de librar­ se de ellos, de forma que fueran muriendo todos en aquellos in­ hóspitos parajes. Al mismo tiempo que iba extendiendo con su palabra fácil y persuasiva el núcleo de amigos y simpatizantes, observaba Aguirre el carácter y las pasiones de los que creía que podrían secundarle en sus proyectos. Fijóse, desde un principio, en tres personajes, miembros relativamente destacados de la expedición: Alonso de Montoya, Lorenzo de Zalduendo y Juan Alonso de La Bandera. Referente al primero era público que la única idea fija que le dominaba era la de poder vengarse de Ursúa. A Lorenzo de Zalduendo lo habla conocido en el Cuzco, cuando fue con poderes de Ursúa para reclutar gente y pronto se dio cuenta Aguirre de que era un hombre ambicioso y falto en ab­ soluto de escrúpulos. Y en cuanto a Juan Alonso de La Bandera, muy pagado de sí mismo, nadie ignoraba que estaba perdida­ mente enamorado de doña Inés y esta pasión pensaba utilizarla Aguirre para atraer a La Bandera a la conjura contra Ursúa. Doña Inés sería el cebo que arrastraría a La Bandera, pues éste estaba convencido de que si moría Ursúa, nadie podría impedir que la mestiza fuese suya. La estancia en la isla se prestaba a conversaciones y reunio­ nes secretas y Aguirre decidió aprovechar esta coyuntura. Se en­ trevistó con La Bandera y Zalduendo. Con Montoya no pudo hacerlo porque a la sazón se hallaba sufriendo un castigo que le habla impuesto el General, por lo de siempre: por soliviantar los ánimos. Esto no extrañaba a nadie, pues ya se sabía que Alonso de Montoya haría a Ursúa todo el daño que pudiese. Aguirre, por consiguiente, ya contaba con él. Reunidos Zalduendo, La Bandera y Aguirre, éste tomó la palabra: —Caballeros —les dijo— , el motivo de que estemos reunidos es para ver de poner remedio a la situación en que nos encon­ tramos. Y la causa de que nos veamos en tan ruin estado se debe al olvido y abandono en que nos tiene nuestro General, quien sólo se preocupa de su amiga la mestiza, que no parece sino que le tiene hechizado.

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—Doña Inés —murmuró La Bandera— es tan hermosa, que es capaz de hacer perder la cabeza a cualquiera. —Señor don Juan Alonso —repuso Aguirre con enigmática sonrisa— parece que os gusta mucho doña Inés. — ¿Y a quién no? —replicó La Bandera. —A mí —dijo Aguirre con energía— . Porque la presencia de esa mujer en la expedición es la verdadera causa de nuestra ruina. Y entiendo, caballeros, que el primer deber de un Gene­ ral es preocuparse de sus soldados y no de sus amigas. Y si no lo hace así, se le debe quitar el mando por el bien de todos. —Es cierto —corroboró Zalduendo. —Tampoco yo lo niego —admitió La Bandera. —Entonces, caballeros —prosiguió Aguirre— puesto que don Pedro de Ursúa sólo vive para doña Inés y su mando resulta tan perjudicial por el abandono en que nos tiene, es menester que nos pongamos de acuerdo sobre la conveniencia de apartar­ le del mando. Ni La Bandera ni Zalduendo pusieron ninguna objeción y los tres convinieron que se hacía preciso, por el bien de todos, des­ pojar a Ursúa del cargo de General. Aguirre ya había ganado el primer asalto y no quiso forzar la marcha. H abía otros asuntos importantes que tratar, peto juzgó más prudente aplazarlos para otra entrevista. De momento había tres oficiales —la adhesión de Montoya era segura— dis­ puestos a rebelarse contra Ursúa. Se despidieron jurando guar­ dar el mayor secreto sobre lo que habían tratado.

Partió la armada de la isla de García, bordeando en su na­ vegación la orilla derecha del Amazonas. A diferencia de las riberas amazónicas que hasta entonces habían atravesado, era aquel un territorio habitado, aunque los poblados los encon­ traban vacíos, pues los indígenas los abandonaban acordándose de los continuos combates que habían sostenido con los hom­ bres de Orellana y escarmentados con los estragos causados por García de Arce en la isla de su nombre. Los expedicionarios desembarcaban en cuanto divisaban un poblado y arrambla­

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ban con todo lo que los indios no se hablan podido llevar, anotando como nota curiosa el hallazgo de gallos y gallinas blancos, testimonio del paso de la expedición de Orellana por los mismos parajes. Atravesaban un terreno fértil, donde la exuberancia tropical se manifestaba en todo su apogeo. Pero el clima era excesiva­ mente-húmedo y caluroso. Todo se regía bajo el signo de la humedad, una humedad espesa y sofocante y sujeta a bruscos cambios de tiempo. Después de una noche lluviosa, las nubes, densas y grises, desaparecían fundidas por los ígneos rayos de un sol de fuego. En aquel refulgente amanecer, la selva parecía despertarse esplendorosa y llena de vida, entre la alegre sinfonía de los pájaros multicolores y los estridentes chillidos de los mo­ nos, que jugaban y saltaban por los árboles en inverosímiles piruetas. Aquellos aventureros procedentes de la seca y pobre geografía española, se extasiaban ante la inconcebible grandio­ sidad de aquella naturaleza desbordante. La exuberancia tropical se manifestaba en la imponente ma­ jestad de la misteriosa selva, con sus árboles milenarios y gi­ gantescos; en la tupida malla de la intrincada maleza, entrela­ zando árboles y matorrales con lianas y bejucos que formaban una red intransitable; en las ciénagas y pantanos de aguas verdo­ sas y estancadas que, bajo la engañosa visión de las más bellas flores que alfombraban su superficie, ocultaban en su fondo las guaridas de miasmas letales y de venenosos reptiles; y en la policromía de una flora de increíble belleza que, en los claros de la selva, ofrecía, para deleite y regalo de la vista, toda la gama de los más espléndidos colores. Y el aire impregnado de un aroma sensual, fuerte y enervante, que emanaba de aquella vigorosa y pujante naturaleza, de aquella lujuriante vegetación tropical. Seguían viéndose poblados en los claros de la selva y dieron por fin con uno que no estaba abandonado por sus moradores. Se llamaba Carari y entraron en tratos con su cacique, entregán­ dole cuchillos y baratijas a cambio de pescado y tortugas. Pasa­ ron de este territorio al de Manicuri, haciendo de la misma ma­ nera un trato con los indígenas, pero sin detenerse para almace-

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nar provisiones, pues el lamentable estado en que se hallaban las embarcaciones hizo temer a Ursúa que se quedaran sin naves antes de llegar al país de los Omaguas o Eldorado, que era el objetivo de la expedición. Esta imprevisión del General acarreó funestas consecuencias. Pasados los territorios de Carari y Manicuri estuvieron nave­ gando durante nueve interminables días, frente a un territorio totalmente despoblado. H asta entonces, mal que bien, iban vi­ viendo al día. O hacían intercambios con los indios o rebañaban cuanto quedaba en los poblados abandonados. Pero frente a aquel territorio despoblado la falta de alimentos se hizo ago­ biante. Pescaban lo que podían mientras navegaban por aquel caudaloso Amazonas, semejante a una inmensa y ondulante cinta que se deslizaba entre unas riberas cada vez m is alejadas y re­ motas. Cuando hacían alto, bajaban a la orilla a cazar, a maris­ car y a recoger plantas y frutos que no les producían más que diarreas y enfermedades. E l número de enfermos aumentaba y algunos murieron. E l grupo de amigos de Lope de Aguirre se vio libre de enfer­ medades, porque él, ya veterano en «entradas» y conocedor de la selva, les había advertido que no probaran ninguna planta ni fruto desconocido. E l comía poco y podía hacerlo, pero para los demás no resultaba tan sencillo. —Entonces, ¿qué vamos a comer? — dijo Ltamozo. —Carne y pescado —le contestó categórico Aguirre— y así os veréis libres de fiebres y llagas. Se puede comer, cocido o asado, todo lo que vuele, todo lo que ande y todo lo que nade. Hay que seguir la ley de la selva: «Cómele tú a él, antes de que él te coma a ti». Y cuando no abunde la caza y la pesca, vale más pasar hambre que comer plantas, raíces o frutos ve­ nenosos.

Durante estos días de crueles privaciones, el descontento y las quejas aumentaron hasta hacerse generales. Todos acusaban a Ursúa de descuido y abandono, por no haber almacenado provi­ siones en la isla de García y en Carari y Manicuri, donde hubie-

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ran podido abastecerse coa relativa facilidad. Este descontento general favorecía los planes de Aguirre, que, como había previs­ to, contaba ya con la incondicional adhesión de Alonso Montoya. Pero en lo único en que estaban los cuatro de acuerdo era en despojar a Ursúa del mando; en lo demás, el criterio de Lope difería por completo del de sus compañeros. Estos tremolaban como pendón del airamiento el mejor servicio del rey. Se le despojaría a Ursúa del mando por su descuido y abandono de la empresa que se le había encomendado, pero una vez depuesto, el nuevo jefe que se eligiera continuaría la empresa de descubrir y conquistar Eldorado, para el mejor servicio de Su Majestad. Aguirre no estaba de acuerdo con estos planes. No creía en la existencia de Eldorado y en cuanto al servicio del rey, tenía opiniones muy arraigadas sobre este particular. Estaba convenci­ do de que si querían triunfar, lo primero que tenían que hacer era echar por la borda el servicio del rey y todo lo que repre­ sentara la menor sujeción a la autoridad real. Pero todavía no era tiempo de exponer estas ideas. D e mo­ mento lo más urgente era ponerse de acuerdo sobre quién habría de suceder a Ursúa en el mando. Durante aquellas noches en que hacía alto la armada y bajaban a dormir en los poblados abandonados, tuvieron los cuatro conjurados varias entrevistas y reuniones y Aguirre, indiscutible cerebro de la conjuración, convenció a sus compañeros de que el más indicado para suce­ der a Ursúa en el mando, era don Fernando de Guzmán. Don Fernando —les expuso Aguirre— reunía todas las con­ diciones necesarias para ser el jefe de la expedición. Era de fami­ lia perteneciente a la nobleza sevillana, estaba desempeñando el alto cargo de Alférez General y además le unía a Ursúa una gran amistad, con lo que se demostraría que el descuido y el desgo­ bierno del General habían llegado a tal extremo, que hasta sus mejores amigos, anteponiendo el servicio del rey a su amistad personal, habían tenido que abandonarle. A todos pareció acertada la elección, pero, no obstante, se reflejaba en sus rostros una grave inquietud. ¿H abía aceptado don Femando la sucesión de Ursúa? ¿Aprobaba el plan de los conjurados? Y sobre todo, ¿cómo se había atrevido Aguirre, sin

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consultarlo con sus compañeros, a poner a Guzmán al corriente de la conjuración, quebrantando así el juramento de guardarlo todo en el mayor secreto? ¿N o había pensado Aguirre en que don Femando, dada su estrecha amistad con Ursúa, le informa­ ría sin pérdida de tiempo del motín que se estaba tramando? La Bandera rompió el silencio y preguntó, mirando fijamente a Aguirre: — ¿Don Femando está de acuerdo? La contestación de Aguirre les dejó estupefactos. Con una calma imperturbable y una sensación de absoluta seguridad en sí mismo, respondió: —Don Fernando todavía no sabe nada —se sintieron alivia­ dos, como si les hubiesen quitado un gran peso de encima— pero yo me encargaré de convencerle de que, en bien de todos y por convenir así al mejor servicio de Su M ajestad, es preciso que acepte el mando de la expedición. Los tres tuvieron la sensación de que Aguirre era muy capaz de conseguirlo. —Ahora —prosiguió Aguirre— conviene ponemos de acuerdo sobre el rumbo que ha de tomar la expedición, después de despo­ jar a don Pedro de Ursúa del mando. —Mi opinión — se adelantó Montoya— es que abandonemos en la selva a don Pedro de Ursúa con los que quieran seguir y los demás regresemos al Perú. —No estoy de acuerdo —opinó Zalduendo—. Esta expedición se ha organizado para descubrir y conquistar Eldorado y si aban­ donamos la empresa, ¿cómo podremos justificar el habernos alza­ do contra nuestro General? Nos juzgarían como rebeldes y no podríamos alegar que lo habíamos hecho por el mejor servicio del rey. Mi parecer es que hay que continuar en el descubri­ miento de Eldorado. —Caballeros —intervino Aguirre— a pesar del tiempo que lle­ vamos navegando y de las muchas leguas que hemos recorrido, no hemos encontrado mayor vestigio de ese reino de Eldorado, lo que demuestra que es una fábula de los guías indios y no pa­ rece cuerdo que sigamos corriendo tras esa quimera hasta no quedar ni uno con vida.

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— Mi opinión — repuso La Bandera— es que se deben tener en cuenta las razones expuestas por Lorenzo de Zalduendo. Si no se prosigue la empresa, nos acusarían de rebeldes y traidores por habernos alzado contra nuestro General y no podríamos alegar que lo habíamos hecho en servicio del rey. —Ese es también mi parecer — convino Montoya— y, cierta­ mente, nadie más interesado que yo en regresar al Perú a disfru­ tar de la hacienda que allí poseo. —De acuerdo, caballeros — asintió Aguirre— hágase como vuesas mercedes quieren, aunque yo sea de parecer contrario.

Tras varios días de navegación llegaron a un pueblo llamado Machifaro, el mayor que hasta entonces habían visto. Con el na­ tural anhelo de resarcirse de las hambres pasadas, se dispusieron los expedicionarios a desembarcar en el pueblo, pero hallaron a los indígenas dispuestos a cerrarles el paso en son de guerra. Resurgió entonces el Ursúa de todos conocido, valiente como el que más y dando personalmente ejemplo de valor a los suyos. Había que subir una barranca y se adelantó Ursúa, seguido de una reducida escolta, con un arcabuz en una mano y un paño blanco en la otra. M ientras Ursúa subía por la barranca, los in­ dios hicieron ademán de atacarle y la escolta del General se dis­ puso a contestar, pero Ursúa, con admirable serenidad, ordenó a los arcabuceros que nadie disparase sin su expreso mandato. Mientras avanzaba lentamente, agitaba el paño para que los in­ dios se acercasen. Estaban estos sorprendidos de tan sereno valor y al fin el cacique se acercó y cogió el paño, siguiéndole algunos indios que no temieron ya mezclarse con los españoles. Por medio de los guías, por señas y por la experiencia adquirida ya en su trato con los indígenas, Ursúa convenció al cacique para que les cediera como alojamiento la mitad del poblado, prometiéndole que respetarían la otra mitad, a la que podrían trasladar los naturales sus fam ilias y efectos. La entrada en el pueblo no pudo ser más prometedora. Aque­ llos indios, si no más civilizados que los que habían encontrado hasta entonces, puesto que iban completamente desnudos, tenían

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al menos el sentido práctico mucho más desarrollado. Vieron los expedicionarios, con la natural sorpresa, que junto a las casas habla uno o varios estanques o pozos anchos y poco profundos, con una valla alrededor. Dichos pozos estaban llenos de tortugas y constituían una estimable reserva de carne para los naturales. Calcularon que habría en el poblado de cinco a seis mil tortugas. Asimismo tenían gran abundancia de yuca y de maíz. A los fa­ mélicos y depauperados aventureros les pareció que entraban en el paraíso. Ursúa volvió a tener otro grave fallo; en vez de almacenar víveres, dejó que se malgastasen aquellas preciosas reservas. Los aventureros se dedicaron a resarcirse copiosamente de las ham­ bres pasadas. Uno de los cronistas marañones, testigo presencial, dice textualmente: «...porque con mucha manteca y huevos que de las tortugas sacaban y con la carne de ellos y mucho maíz que había, comían ordinariamente buñuelos, pasteles y mucho género de comida de potajes y más era lo que se desperdiciaba que lo que comían». Se detuvieron en este poblado treinta y tres días, hasta pasar la Pascua de Navidad y fue tan grande el desbarajuste que aca­ baron con todos los víveres y al primero que faltaron fue al pro­ pio General. L a increíble despreocupación y el grave abandono de sus deberes de jefe de la expedición, inconcebible en el dili­ gente y animoso Ursúa, sólo puede atribuirse a la presencia de doña Inés. E l carácter de Ursúa había sufrido tan profunda trans­ formación, que sus soldados, no encontrando para ello una expli­ cación razonable, lo atribuyeron, de acuerdo con el supersticioso ambiente de la época, a los hechizos que le había dado la hermo­ sa mestiza. E l jefe animoso, afable y conversador se había con­ vertido en un hombre retraído, brusco y absolutamente despreo­ cupado de las necesidades de sus soldados. Siempre solo y aparta­ do, no anhelaba más compañía que la de doña Inés «a fin — dice un cronista— de que nadie le estorbase en sus amores y embe­ becido en d io s paseda que las cosas de guerra y descubrimiento las tenía olvidadas; cosa, derto, muy contraria de lo que siem­ pre había hedió y usado». N o se daba cuenta de que él mismo estaba labrando su ruina.

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La descuidada conducta de Ursúa favorecía de tal modo los planes de los conspiradores, que éstos apenas tenían que moles­ tarse en soliviantar los ánimos. Las quejas eran tan generales que ya se hablaba sin rebozo de que la existencia de Eldorado era una patraña y que lo mejor era regresar al Perú, puesto que no tenía sentido ir en busca de un país que no existía. Ursúa salió de su amoroso letargo para hacer saber a todos que «nadie pensase en regresar al Perú, pues los que entonces eran mucha­ chos se harían viejos continuando el descubrimiento». Palabras imprudentes que no ayudaron, ciertamente, a que Ursúa reco­ brara un prestigio que se iba desmoronando definitivamente. El bando de los conspiradores engrosaba día a día. Un nuevo hecho, liviano en apariencia, vino a agravar aún más la situación. Ursúa impuso un leve castigo a un criado de don Fernando de Guzmán y los conspiradores aprovecharon la ocasión para indisponer a Guzmán con Ursúa. H abía observado Aguirre en el mozo sevillano una ridicula vanidad junto a una desmesurada ambición y decidió explotar estos defectos para sus fines. Bajo el pretexto de que como Teniente de Difuntos le era preciso entrevistarse con el Alférez General, tuvo frecuentes entrevistas con él. En estas conversaciones Aguirre cargaba las tintas sobre la lamentable situación en que se encontraban, debi­ do al abandono en que los tenía el General, pendiente tan sólo de su adorada doña Inés. Con acento de sincero pesar hacía hinca­ pié en la urgente necesidad de que se hiciese cargo del mando otro jefe que mirase más por sus soldados, acabando siempre por insinuar que nadie más indicado para ello que el que ya desempeñaba el alto cargo de Alférez General. Don Fernando prestaba oídos de buen grado a las insinuantes palabras de Aguirre y el incidente del castigo impuesto a su criado acabó de decidirle a unirse a los conspiradores. Cuando Aguirre le prometió formalmente que sería elegido General en sustitución de Ursúa, Guzmán entró a formar parte, sin reservas, en la conjura, pasando a ser uno de los jefes de la conspiración.

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Celebrada la fiesta de Navidad partió la armada de Machifaro, llegando al día siguiente a otro poblado abandonado por los indios, en el que desembarcaron. Dispuso Ursúa que de dicho poblado saliese el capitán Sancho Pizarro, con treinta hombres, para explorar el territorio, esperando su regreso en el mismo lugar. Aquel poblado abandonado en el que se podía disponer de todas las chozas y la ausencia del leal Sancho Pizarro con sus treinta hombres, constituían dos circunstancias en extremo favo­ rables para los conjurados, que decidieron aprovecharlas y actuar sin más dilaciones. Aguirre, que con su facilidad de palabra y avasallante perso­ nalidad se había ido imponiendo a todos los conjurados, desea­ ba, antes de dar el golpe, ultimar todos los detalles y a tal efec­ to convocó a los principales conspiradores para ponerse de acuer­ do sobre un punto esencial: qué habría de hacerse con Ursúa después de despojarle del mando. Opinaban algunos que, una vez destituido, abandonasen en la selva a Ursúa, a Vargas y a los adictos que quisieran seguirles, pero Aguirre se opuso rotunda­ mente a este parecer. —Caballeros —les dijo con voz profunda y grave— me extra­ ña que nadie pueda sustentar esa opinión. N o se puede apresar al General a la vista de todo el ejército. Muchos capitanes y soldados permanecen fieles a él y se opondrían con las armas en la mano a que se le despojase del mando y más aún a dejarle abandonado en la selva. Para el buen éxito de este negocio es menester que se haga todo por sorpresa, sin dar lugar a que los amigos de don Pedro salgan en su defensa y esto sólo puede lo­ grarse dando muerte al General, de forma que no se le de tiem­ po a defenderse ni a recibir ayuda de nadie. Y no hay más que pensar, sino que se trata de su vida o de la nuestra. Este razonamiento de Aguirre convenció a todos y se acordó, sin discrepancias, la muerte de Ursúa. Aguirre no había exagerado al advertir a sus compañeros que se estaban jugando la vida, pues a pesar del descontento general, Ursúa contaba con muchos leales, que aunque no sabían nada en concreto olfateaban el motín. Sólo la apatía de que daba

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muestras Ursúa últimamente, ya sea porque estuviese enfermo —lo que era derto— o porque se hallase embebido en el amor de doña Inés — lo que igualmente era verdad— hizo posible la libertad con que pudieron moverse los conjurados. Sus amigos no dejaron de advertirle y ponerle en guardia contra posibles motines, pero no quiso escucharles. Pedrarias de Almesto, al que utilizaba como secretario y a quien distinguía con toda su con­ fianza, le dijo un día claramente que cortara media docena de cabezas, si quería evitar mayores males. Pero a Ursúa le desa­ gradaba recurrir a la violenda. La armada no partiría hasta d regreso de Sancho Pizarra y así llegó d día d d Año Nuevo de 1561. Mientras Ursúa descan­ saba en su bohío, sin guardia ni escolta y sin más compañía que la de Pedrarias de Almesto, en una de las chozas d d poblado se había reunido un grupo en el que se podía distinguir o don Fernando de Guzmán, Lope de Aguirre, Juan Alonso de La Ban­ dera, Lorenzo de Zalduendo, Alonso de Montoya, M artín Pérez de Sarrondo, Alonso de Villena, el mulato Pedro Miranda, el canario Juan Vargas, homónimo d d lugarteniente de Ursúa y algunos más. Juan Alonso de La Bandera, que quería disputar a Aguirre la primacía que la fuerte personalidad de éste le daba entre los conjurados, reclamó la atención de todos. —Esta noche —dijo— hemos de dar remate a este negocio. Nos dividiremos en dos grupos. E l primero irá al mando de Lope de Aguirre y su misión será impedir que nadie se acerque a la casa del General. E l otro grupo es d que irá a la casa de Ursúa. Aguirre hizo señas a algunos de los presentes y salió con d io s de la choza. Inmediatamente se les reunieron otros que estaban esperando fuera. Caminando entre las sombras se dirigieron a casa de Ursúa y una vez allí, Aguirre fue colocando sus hombres para vigilar los alrededores. Salió después d otro grupo, que se encaminó directamente a la casa que ocupaba Ursúa. Se hallaba éste descansando en una hamaca y en otra estaba su secretario y amigo Pedrarias de Almesto. Irrumpieron los conjurados en la vivienda d d General y éste,

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sorprendido al ver entrar aquel grupo a hora tan intempestiva, volviendo el rostro hada ellos, preguntó: — ¿Qué es esto, caballeros, a tal hora por acá? —Ahora lo veréis —contestó Juan Alonso de La Bandera. Y empuñando la espada con las dos manos se la clavó en el pecho, pasándole de parte a parte. Los demás conjurados acaba­ ron de rematarle. Pedradas intentó hacer frente a los asesinos y empuñando su espada, les gritó: — ¿Qué traición es ésta, caballeros? N o le dieron tiempo a manejar la espada. Rodeado por todos, le conminaron a entregar las armas si quería salvar la vida y tuvo que rendirse. Arrastraron los conjurados el cadáver de Ursúa fuera del bohío y lo dejaron allí tendido en el suelo. Muerto el General no había ya necesidad de guardar el secreto de la conjura y en la noche tropical comenzaron a retumbar los gritos que ya eran tradicionales en esos casos: «¡V iva el Rey! ¡Muerto es el Tirano!» Pedradas aprovechó la confusión general para escapar, temien­ do que le mataran por ser hombre de confianza de Ursúa. Se destacó un grupo en busca de Juan de Vargas, el lugarte­ niente de Ursúa. Se toparon con él en el camino, pues Vargas, al oír el alboroto, se había levantado y se dirigía al lugar de don­ de procedían los gritos. Llevaba puesto un escaupil o ropa acol­ chada de algodón que usaban los indios para protegerse de las flechas, y empuñaba la vara de mando. Al preguntar qué pasaba, se echaron sobre él arrebatándole la vara y desarmándole, y mientras su homónimo el canario Juan Vargas le estaba quitan­ do el escaupil, Martín Pérez de Sartondo le tiró una estocada por la espalda con tal furia, que no sólo le atravesó de parte a parte, sino que también le alcanzó al canario y en poco estuvo que no mató a los dos. Habían muerto ya el General y su lugarteniente y, en princi­ pio, el éxito de la conjuración podía darse por descontado, pero Lope de Aguirre no quería dejar nada al azar. Sin abandonarse al entusiasmo y la exaltación del momento y no ignorando que Ursúa contaba con muchos partidarios, se presentó a don Fer­ nando de Guzmán pidiéndole licencia para recorrer el campamen­

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to a fin de desarmar a los sospechosos y dominar y controlar a los seguidores del difunto General. Produjo muy buen efecto en Guzmán el cuidado y la previsión de Aguirre y éste, al frente de los suyos, comenzó a hacer regís* tros en todas las casas, deteniendo a cuantos le infundían sos­ pecha. A Pedrarias de Almesto le hallaron escondido en un bo­ hío, negándose a entregarse si no le aseguraban su vida. Aguirre le dio seguro, ordenándole que se presentara a don Fernando y no le pasaría nada. Nada, efectivamente, le sucedió, extrañan­ do a todos tan sorprendente generosidad.


Capitulo cuarto

Llegó el nuevo día y todo era confusión en el campamento. Unos se alegraban por lo sucedido, otros temían por sus vidas y la mayoría presagiaban infinitas desgracias a consecuencia de lo ocurrido. Los jefes de la conjuración se reunieron para designar los nuevos mandos. Se nombró General a don Fernando de Guzmán, Maestre de Campo a Lope de Aguirre, capitón de la Guardia a Juan Alonso de L a Bandera, Alférez General a Alonso de Villena, capitón de a caballo a Alonso de Montoya, a Loren­ zo Zalduendo capitón de infam aría, Alguacil Mayor al mulato Pedro Miranda, Pagador a Pedro Hernández, etc. Para atraerse a los indecisos, dieron también cargos importantes a muchos que no habían entrado en la conjuración, como a Pedro Alonso Ga­ leas, al comendador de M alta don Juan Núñez de Guevara, a Enríquez de Orellana, a Miguel Bovedo, a Diego de Valcózar, etc. No anduvieron remisos en dar cargos y Francisco Vázquez dice en su relación que «hicieron más capitanes y oficiales de guerra que soldados había en el campo». Continuaban todavía tirados en la calle los cadáveres de Ursúa y de Vargas, hasta que se presentó un grupo en el lugar en que yacían inertes los dos cuerpos. Componían el grupo doña Inés, su dueña María de Sotomayor y dos criados. Al ver el cadáver de don Pedro la mestiza se arrojó sobre él entre lágrimas y sollozos del más penetrante dolor. Le brazaba y besaba como queriendo devolverle la vida, llorando inconsolablemente sobre el acuchilla­ do cuerpo de su amante. Esta escena desgarradora soliviantó a algunos de los presentes, que comenzaron a insultar a la exreina de la expedición. —Fuera esa maldita mestiza. Entre los más groseros insultos, se oyó también el grito fatí­ dico: —Que muera también ella. El capitán Juan Alonso de La Bandera, que desde la muerte de

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Ursúa consideraba ya suya a doña Inés, creyó que era el momen­ to adecuado para que él interviniese, a fin de ganarse la volun­ tad de la hermosa mestiza. Acercándose a ella la separó con suavidad del cadáver de don Pedro, la ayudó con toda delicadeza a levantarse y le dijo tratando de consolarla: —Serenaos, señora, y decidme si puedo serviros en algo. Doña Inés le miró sorprendida; eran las primeras palabras que le dirigían sin insultarla. Agradeciendo aquel ofrecimiento, le dijo entre sollozos: —O s ruego que me permitáis dar cristiana sepultura al cadá­ ver de don Pedro. O s lo pido en nombre de Dios. —O s doy mi palabra — le aseguró La Bandera— que dentro de un momento vendrá el capellán. Los dos criados, seguidos de doña Inés y de su dueña, lleva­ ron los cadáveres de Ursúa y de Vargas a un lindero de la selva, donde cavaron una fosa para enterrarlos. Llegó entre tanto el padre Henao y terminada la corta ceremonia religiosa, ente­ rraron los cadáveres y volvieron todos al poblado. A la entrada del mismo esperaba La Bandera a doña Inés y la acompañó hasta su bohío prodigándole toda clase de atendones.

Se hizo llamada general para dar cuenta a los soldados de lo ocurrido. La muerte del General se trató de justificarla como una necesidad indudible, para la salvadón de todos. Se les hizo saber que don Fernando de Guzmán había sido elegido su­ cesor de Ursúa en el mando, dándoles a conocer, acto seguido, los nuevos nombramientos. El acto terminó con los vivas de rigor. A los dos días llegó el capitán Sancho Pizarro, de regreso de la • expedidón que le había sido encomendada. Los amotinados sa­ bían que Sancho Pizarro era enemigo de motines y conjuras y para atraerlo a su causa le dieron el importante cargo de Sar­ gento Mayor. Comenzaron entonces a perfilarse las primeras diferencias en­ tre los conjurados. Querían unos, capitaneados por Lope de Aguirre, abandonar la empresa del descubrimiento y regresar al

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Perú, pero otros deseaban proseguir en el objetivo de la expedi­ ción, que era descubrir y conquistar Eldorado. Este segundo bando lo acaudillaban don Femando de Guzmán, Alonso de Montoya y Juan Alonso de La Bandera. Los tres veían satisfe­ chos sus deseos y aspiraciones y, por consiguiente, deseaban jus­ tificar y, si fuera posible, legalizar su nueva posición. La vanidad de Guzmán estaba colmada con el nombramiento, a sus veinti­ séis años, de General en Jefe; Alonso de Montoya había podido realizar su más ardiente deseo: vengarse y dar muerte a Ursúa; y Juan Alonso de La Bandera, convertido en uno de los más importantes personajes de la expedición, veía llegado el momen­ to de que se realizaran sus más vehementes ilusiones, al haber desaparecido el único obstáculo que se interponía entre él y doña Inés. Al objeto de dar forma legal a la nueva situación se acordó abrir una información, en la que se hicieran constar las causas y motivos que les obligaron a alzarse contra Ursúa y obrar en la forma en que lo hicieron. A presencia de todo el ejército, el escribano Melchor de Villegas levantó el acta correspondiente con todas las formalidades de rigor y después de leerla en alta voz, se invitó a todos a firmar el documento, el cual se guarda­ ría como descargo para el caso de que las circunstancias lo re­ quiriesen. Todos, salvo unas pocas excepciones, estuvieron de acuerdo en hacerlo. E l primero que lo firmó, como General en Jefe, fue Guzmán. E l escribano leyó su firma en alta voz: Fer­ nando de Guzmán, General. La segunda firm a, como Maestre de Campo, correspondía a Lope de Aguirre. Aguirre, con la eliminación de Ursúa, había dado el p rim a paso para el logro de sus proyectos, pero todavía no estaba el terreno preparado para que pudiera asumir el mando de la expe­ dición, que era la secreta ambición que encerraba su pecho. Te­ nía que ir avanzando paso a paso, hacer que aquellos aventure­ ros fuesen asimilando y aceptando sus ideas e ir atrayéndose los ánimos de todos hada los fines que perseguía. Todavía no tenía el sufidente prestigio para hacerse cargo del mando y tenía que ir adquiriéndolo a golpes de sorpresas, que fueran dejando en el ánimo de aquellos rudos soldados una fuerte impresión de su

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recia personalidad. Con el acta que se acababa de levantar se pretendía justificar y, en cierto modo, legalizar el alzamiento de los conjurados, la muerte del General y los nuevos nombra­ mientos realizados. Aguirre quiso llevar a los expedicionarios al terreno de la realidad, haciéndoles ver que todo aquello no jus­ tificaba nada y no era más que una fantasía. Debían saber todos que para aquella rebelión y aquellas muertes no había justifica­ ción legal y , por lo tanto, todos, ante la Justicia Real, eran reos de gravísimos delitos que implicaban la pena de muerte. Firmó el documento, pero no quiso que lo leyese el escribano y se encargó de hacerlo él mismo. En vez de la firma que todos esperaban: Lope de Aguirre, Maestre de Campo, leyó con su potente vozarrón la firma que había estampado y que llenó a todos de estupor: Lope de Aguirre, traidor. Se levantó un murmullo general que no tardó en convertirse en acalorada discusión. —No somos traidores —gritaban unos— , que hemos obrado en servicio del rey. —Traidores somos —vociferaban los amigos de Aguirre— que hemos matado al General y Gobernador del rey. Aguirre acalló el tumulto. Subiéndose a la mesa del escribano, dirigió la palabra a los presentes, con el acta en la mano. — ¿Qué necedad —les dijo— y qué locura es ésta, caballeros, que habiendo dado muerte a un General y Gobernador del rey que representaba su persona, crea nadie que con firmar este pa­ pel se va a ver libre de culpa? Todos hemos sido traidores y ninguno haga cuenta de los servicios que haya prestado al rey, que mayores se los prestaron Gonzalo Pizarro y otros famosos capitanes conquistando el imperio de los Incas y a pesar de ello les cortaron las cabezas por rebeldes. De manera que aun cuan­ do nosotros conquistáramos el país que andamos buscando y éste fuese mejor aún y más rico que el Perú, el primer Bachiller de la Audiencia que allá fuere nos cortaría la cabeza a todos. Por lo tanto, mire cada uno por sí y trate de vender cara su vida antes de que se la quiten. Buena tierra es el Perú y buena joma­ da la de regresar allí y esto es lo que conviene a todos. Bajó Lope de la mesa y el nuevo Alférez General, Alonso de

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Villena, se mostró de acuerdo con lo expuesto por Aguirre, sin que nadie se atreviera a contradecirle. Pero Juan Alonso de La Bandera, que veía un rival en Aguirre y quería poner coto al ascendiente que iba adquiriendo entre los soldados, se adelantó para decir con su habitual fanfarronería: —M atar al General Pedro de Ursúa no ha sido traición, sino servicio al rey, porque no queda buscar la tierra con tanta y tan buena gente como traía y quien a él, Juan Alonso de La Ban­ dera, la llamare traidor, mentía y se lo haría bueno y se mataría con él. Estas palabras levantaron un tremendo desconcierto. Los partidarios de Lope quisieron responder en forma airada y ya se iban a enzarzar unos con otros, cuando los capitanes lograron apaciguarlos. Juan Alonso de La Bandera, «L a Valentona», se echó para atrás, diciendo que hiciesen lo que mejor les pare­ ciese, pero antes quiso dejar bien sentada su fama de valentía, diciendo a todos: —Que nadie pensase que lo que había manifestado lo había dicho por miedo, pues tan buen pescuezo tenía para una soga de esparto como el que más. Eran las primeras escaramuzas de los dos bandos que desde aquel mismo momento lucharían por el poder. Un poder, en realidad, inexistente, que no tenia más base que unas cuantas canoas y balsas que se deslizaban por un inmenso río, en medio de la jungla tropical. Y , sin embargo, aquellos aventureros se lo disputarían a zarpazos, entre torrentes de sangre, como si en vez de estar perdidos en un rincón del trópico, se hallasen luchando por la victoria en el más sólido y mejor organizado rei­ no de Europa. Lope de Aguirre pudo comprobar, satisfecho, que, contaba ya con un respetable núcleo de adictos.

Cinco días después de la muerte de Ursúa pardó la armada en condiciones cada vez más precarias, pues ya no quedaba ningún bergantín y solamente una chata. Llegaron a un poblado aban­ donado por los naturales y como era lugar abundante en madera

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decidieron hacerse con nuevas embarcaciones. Se pensó en cons­ truir nuevas balsas y canoas, pero esto contrariaba los planes de Aguirre, ya que como la idea de éste era regresar al Perú, le inte­ resaba más construir bergantines que pudieran no sólo navegar por el Amazonas, sino también por el mar. Procuró imponer este criterio en la reunión que para tratar este asunto convocó don Femando de Guzmán. — Señor — expuso Aguirre— si me permitís dar mi parecer, he de decir que la construcción de canoas no remedia en nada nuestra necesidad y ya que en este lugar disponemos de buena madera, sería conveniente construir dos bergantines, en los que se pueda embarcar la gente y llevar provisiones, lo que no puede hacerse en las canoas, que no son adecuadas para una empresa como ésta. Se impuso, como ya iba siendo costumbre, el criterio de Agui­ rre e inmediatamente dio comienzo el trabajo para establecer un astillero donde se pudiesen construir los bergantines. Dio principio entonces para Lope una etapa de trabajo ince­ sante y constante vigilia. Apenas descansaba y casi no dormía. Aunque su cargo de Maestre de Campo se circunscribía a los asuntos de carácter estrictamente m ilitar, él lo interpretaba en el sentido de que todo tenía que pasar por sus manos. Y así era, en efecto; de la noche a la mañana se había convertido en el verdadero jefe de la expedición. Por el día inspeccionaba asi­ duamente los trabajos del astillero, acuciando a los remisos y recompensando a los diligentes y al llegar la noche, las horas que podía dedicar al descanso transcurrían en intensa vigilia, despierto, preparado siempre para responder a cualquier golpe de sorpresa de sus enemigos, que eran muchos y peligrosos. Por las noches apenas descabezaba un sueño; por el día dormía dos o tres horas, en cualquier sitio, bajo la vigilancia de algunos ami­ gos suyos. E l principal rival de Lope era Juan Alonso de La Bandera, que ya se había convertido en el amante de doña Inés. Ahora La Bandera no descansaba viendo que el cargo de Aguirre —Maes­ tre de Campo— era superior al suyo, de capitán de la Guardia y no dejó de instar a don Fernando hasta conseguir que éste le

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nombrase su lugarteniente general, equivalente en categoría y mando al de Maestre de Campo. Pero a Lope no le preocupaba —todavía— Juan Alonso de La Bandera. Le veía satisfecho con ser el amante de doña Inés y muy ufano con su cargo de lugar­ teniente general. Otros, de momento, le proporcionaban mayores quebraderos de cabeza, como aquel valiente y leal amigo de Ursúa, García de Arce, tan buen arcabucero que nunca fallaba un tiro, lo que significaba que su vida estaba pendiente, exclusiva­ mente, de que cualquier día se decidiese García de Arce a ju­ garse el tipo, largándole un arcabuzazo. Y aquel Diego de Valcázar, tan decidido partidario de la causa real, que al ser nombra­ do después de la muerte de Ursúa, Justicia Mayor, no tuvo em­ pacho de declarar ante los asesinos del General, que aceptaba el cargo y recibía la vara en nombre del rey. Jam ás podría Valcázar inspirarle a Aguirre la más mínima confianza. Y aquel de­ salmado M ulato Pedro Miranda, dispuesto siempre a quitar de en medio a cualquiera. Aguirre había dado el primer paso —y el más importante— con la eliminación de Ursúa y de su segundo Juan de Vargas. Ahora tenía que ir desbrozando el camino, limpiándolo de todo obstáculo y de todo elemento peligroso. Era una ludia impla­ cable entre aventureros que sólo concebían una guerra a muerte; para los que nada significaba una vida humana. Y Aguirre ni dormía ni se confiaba, porque sabía que en este duelo mortal, él también arriesgaba su vida todos los días. García de Arce, que había tenido la hombría de defender en varias ocasiones la memoria de Ursúa, apareció una mañana muerto en su lecho. E l comentario de Aguirre fue sarcástico. D ijo que como era tan amigo del General, tal vez hubiese muer­ to de pena por el fallecimiento de Ursúa. Cuando los esbirros de Aguirre fueron a matar a Diego de Valcázar, éste pudo saltar del lecho y salir corriendo d d bohío, perseguido por sus asesi­ nos, hasta conseguir esconderse en el monte. A l día siguiente, enterado don Femando de lo ocurrido, le envió a buscar y le aseguró la vida. Estos procedimientos no eran exclusivos de Lope de Aguirre; eran moneda corriente entre aquellos desalmados y crudos solda­

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dos peruleros. Al mulato Pedro Miranda, Alguacil Mayor y al Pagador Pedro Hernández se encargó de liquidarlos Juan Alonso de La Bandera. Celoso porque cortejaban a doña Inés, les acusó ante Guzmán de que conspiraban contra él y don Femando, que vivía con el constante temor de que hubiese un alzamiento y le asesinaran, accedió a condenarles a morir agarrotados. Más tarde se supo que la acusación era falsa. Juan Alonso de la Bandera parecía que había ganado por completo la confianza de Guzmán y en la sorda pugna que había entablado con Aguirre ganó unos buenos puntos a su favor, cuando consiguió que don Femando le nombrara su lugartenien­ te general. Y a no era, jerárquicamente, inferior a Aguirre; si éste era Maestre de Campo, él era el segundo del General. Pero esto habría de traer, inevitablemente, graves fricciones.

La obligada espera que imponía la construcción de los bergan­ tines, retuvo a los expedicionarios durante tres meses en aquel poblado. Esta larga permanencia en un mismo sitio, aunque éste fuera un lugar perdido en la selva amazónica, dio pie al naci­ miento de una especie de vida de sociedad, necesarimante muy limitada. Las mujeres se veían cortejadas y acompañadas por los hombres; los soldados, mientras consumían las últimas reservas de aquel vino de maíz que habían aprendido a hacer de los in­ dios, trabajaban, cortejaban, jugaban y cantaban. Y hasta la dul­ ce Elvira, la inocente hija de Aguirre, parece que empezó a mirar con buenos ojos al joven Pedradas de Almesto, que por su cultura, educación y buenas prendas destacaba favorablemen­ te entre aquel tropel de aventureros. Y todos estos aspectos de una vida sedentaria y social se veían presididos por el febril trabajo en el astillero. La única nota discordante era la falta de comida, que comenzaba a escasear de forma alarmante. Como lo que más acuciaba entonces era la construcción de los bergantines, Aguirre expuso a don Fernando que, para poder continuar los trabajos en el astillero, era preciso sacrificar los caballos para dar de comer a la gente. Acababan de matar los indios a seis soldados — entre ellos el piloto Sebastián Gómez—

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que se habían adentrado en derra en busca de comida y no hubo más remedio que acceder a la propuesta de Aguirre. Se sacrifi­ caron los caballos y hasta los perros que llevaban. Doña Inés no era ya la reina de la expedición, como en vida de Ursúa, pero, no obstante, su belleza seguía imponiéndose. De los brazos de Ursúa había pasado a los de La Bandera, pero la fascinante mestiza, tan apasionadamente enamorada de Pedro, no sentía ningún amor por su sucesor, limitándose a aceptar aquella situación como impuesta por las circunstancias. A veces le mostraba tal despego que La Bandera se marchaba abiertamen­ te disgustado y hasta furioso. L a dueña M aría Sotomayor temía por doña Inés. — ¿Qué pretendéis con disgustarle? — ¿Qué pretendo? —respondía exaltada doña Inés—. ¿Toda­ vía no lo comprendes? Vengarme. Vengar a mi adorado don Pedro. Vengar la horrible y cobarde muerte que le dieron. ¿H as sido capaz de creer por un solo momento que pueda yo amar a ninguno de estos miserables asesinos? N o; mi corazón ya ha muerto para el amor. Ahora sólo vive para la venganza. — ¿Y no será éste un juego demasiado peligroso? —Peligroso para ellos, no para mí. A mí no me puede pasar nada, porque todos me Sesean, todos quieren ser mis amantes. Y yo iré enfrentándolos unos a otros hasta que mueran todos los asesinos de don Pedro. Haré que se maten entre sí como lo que son, como fieras salvajes. ¿H as visto qué furioso ha salido este fanfarrón? Yo le he puesto así. Le he humillado, le he herido en lo más profundo de su orgullo. Le he dicho sin rodeos que él no es nadie, que el único que manda es el Maestre de Campo Lope de Aguirre. Ahora chocará con él, se enfrentarán como dos perros rabiosos y tenlo por seguro, M aría, uno de los dos caerá.

La Bandera, azuzado por la hermosa mestiza y por su ambi­ ción, se lanzó a una lucha abierta contra Aguirre. Mediante la consabida acusación de que Lope conspiraba contra don Feman­ do, trató de arrancar a éste una sentencia de muerte contra

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Aguirre. N o lo consiguió, pero sí logró que don Fernando quita­ se a Aguirre el cargo de Maestre de Campo y se lo diese a él. A Lope le nombró capitán de caballería, a Lorenzo de Zalduendo capitán de la Guardia y La Bandera se convirtió en el personaje más importante al ostentar los dos cargos principales: Maestre de Campo y lugarteniente general. Don Fernando, por agradecimiento — y también por temor—, no quería disgustar a Aguirre y le aseguró que más tarde volve­ ría a reintegrarle al cargo de Maestre de Campo y para congra­ darse más con él y tenerlo por completo a su favor, le prometió casar a su hija Elvira con su hermano don Martín de Guzmán. Y para rubricar con hechos sus palabras, regaló a Elvira joyas y ropas lujosas y la trató como si fuera ya su cuñada. Pero desde el momento en que Juan Alonso de La Bandera le arrebató el cargo de Maestre de Campo, Aguirre sólo pensó en vengarse. Porque ese era el único puesto que ansiaba Lope. No le importaba doña Inés, ni le preocupaba ser lugarteniente general, pero el Maestre de Campo tenía bajo su control las tropas ▼ eso era precisamente lo que a él le interesaba; poder disponer de las armas y de los soldados. Para Lope de Aguirre, su cargo de Maestre de Campo era sagrado, intocable. Por lo tanto era abso­ lutamente predso quitar de en medio a aquel Juan Alonso de La Bandera que de tal modo se interponía en su camino y obs­ truía sus planes. Aguirre comenzó a preparar el terreno. La «Valentona» no sabía lo peligroso que era Aguirre, que cuando tomaba una de­ cisión no cejaba hasta verla realizada. Por el campamento comenzó a extenderse el rumor, cada vez más insistente, de que La Bandera, no contento con ser lugar­ teniente general y Maestre de Campo, aspiraba a más y preten­ día eliminar a don Fernando y ocupar su lugar. Nadie podía asegurar si el rumor se basaba en algo cierto, pero las murmu­ raciones y hablillas corrían por el campamento. Decidido ya a eliminar a La Bandera, utilizando todos los me­ dios a su alcance, juzgó Lope que Lorenzo de Zalduendo podía serle muy útil. Le constaba que Zalduendo abrigaba un odio mortal contra La Bandera por causa de doña Inés; esto ya lo

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había previsto Aguirre desde la muerte de Ursúa. H asta la muerte de don Pedro, Zalduendo había tenido que refrenar su pasión por la mestiza, pero una vez desaparecido aquel infran­ queable obstáculo, no podía sufrir que doña Inés hubiese pasado a ser la amante de La Bandera. No sabiendo, sin embar­ go, cómo deshacerse de su afortunado rival, por la mente de Zalduendo pasó, respecto a Aguirre, la misma idea que éste había tenido respecto a él. Juzgó que nadie podía servir mejor a sus propósitos que Lope de Aguirre, quien forzosamente ha­ bría de estar ofendido y despechado por haberle arrebatado La «Valentona» su cargo de Maestre de Campo. Se dirigió, pues, un día al bohío de Aguirre y éste, al verle entrar, sospechó desde el primer momento que aquella visita no era de pura cortesía. Se saludaron y Zalduendo, para iniciar la conversación, le preguntó: — ¿Cómo os va en el nuevo cargo de capitán de la caballería? —Bien — respondió Aguirre— . Como nos vamos comiendo los caballos, es un cargo que no da mucho trabajo y cuando los hayamos comido todos será más descansado todavía. —En cambio —le atacó Zalduendo— Juan Alonso de La Bandera anda muy ufano con sus dos cargos de lugarteniente general y Maestre de Campo. —Y por si fuera poco —contratacó Aguirre, clavando su mi­ rada en Zalduendo— tiene también a doña Inés. —Y aún parece —dijo Zalduendo, sin darse por aludido— que no está satisfecho, pues corren rumores de que aspira a ocu­ par el puesto de don Femando de Guzmán. Lope, desconfiado por carácter, no estaba dispuesto a since­ rarse abiertamente con Zalduendo y esperaba que fuera él quien aclarara el motivo de aquella visita. Se lim itó, por tanto, a con­ testar: —Muy altos pensamientos tiene el lugarteniente general. Zalduedo no pudo contenerse por más tiempo. — ¿Y hemos de sufrir — estalló— su soberbia y ambición? Para incitar más aún a Zalduendo, fingió Aguirre no estar interesado en el asunto. —Yo — dijo simulando indiferencia—, ahora que me han

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quitado el cargo de Maestre de Campo, puedo hacer muy poco. Zalduendo no estaba dispuesto a ceder. Quería asegurarse la colaboración de Aguirre a toda costa. —Todos saben — replicó— que tenéis un gran ascendiente sobre los soldados. —He procurado siempre mirar por ellos. —E s preciso, por lo tanto, que hagáis algo. Aguirre no estaba dispuesto a comprometerse, mientras Zal­ duendo no fuera más explícito. Quería obligarle a confesar lo que traía entre manos. —Cierto —se lim itó a decir— que me gustaría evitar que Juan Alonso de La Bandera llevara adelante esa gran traición que decís, pero desde el cargo que me han dado ahora, no sé qué podría hacer para impedirlo. Zalduendo no necesitó más. Vio que, en principio, Lope es­ taba dispuesto a actuar y acercándose más a él, le dijo confiden­ cialmente: —He hablado con Gonzalo Duarte, el mayordomo de don Fernando y está de acuerdo en que hay que prevenir a su sefior contra la ambición de Juan Alonso y yo, por mi parte, estoy también en la obligación de hacerlo como capitán que soy de su Guardia. Mañana, si os parece, podemos ir los dos a hablar a don Fernando y Gonzalo Duarte apoyará cuanto nosotros digamos al General. Y ya sabéis la gran confianza que don Fernando tiene en su mayordomo. —De acuerdo — asintió Lope— . Me parece muy acertado prevenir a don Femando.

A la mañana siguiente Zalduendo y Aguirre se presentaron a Guzmán. Lope quería evitar que su intervención en aquel asun­ to se achacara a un sentimiento de venganza contra quien le había quitado el cargo de Maestre de Campo y decidió situarse en un segundo plano, dejando que Zalduendo, impulsado por su odio hacia La Bandera, llevara la voz cantante. Les recibió don Fernando con su acostumbrada amabilidad, estando presente en la entrevista el mayordomo Gonzalo Duarte.

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Zalduendo, casi sin preámbulos, comenzó a desgranar en los oídos de Guzmán las más graves acusaciones contra el lugarte­ niente general, asegurando a don Fernando que estaba conspi­ rando contra él para asesinarle y alzarse con el mando. Guzmán no salía de su asombro, convencido de la fidelidad de La Ban­ dera, a quien tan largamente había favorecido. —Ahora podéis ver —insistió Zalduendo— el engaño con que ha procedido el lugarteniente general. Acusó falsamente a Lope de Aguirre, para de esta forma reunir en su persona los dos car­ gos más importantes: Maestre de Campo y lugarteniente general y de esta manera, teniendo todo el poder en sus manos, nadie pueda impedirle alzarse con el mando. Intervino Gonzalo Duarte para apoyar a Zalduendo. —Y tan seguro está de triunfar — afirmó el mayordomo— que tiene ya designado el nuevo Maestre de Campo, que será su gran amigo, el capitán Cristóbal Hernández. —Mirad, señor —remachó Aguirre— de poner remedio a esto, pues os va en ello la vida. Guzmán, atemorizado, se agitaba en un mar de confusiones. —No puedo creer — murmuró— que así me pague don Juan Alonso las mercedes que le he hecho. —Don Juan Alonso —replicó Zalduendo— sólo atiende a su ambición y no piensa sino en quitaros la vida para ocupar el puesto de General. — ¿E s cierto eso? — interrogó Guzmán a su mayordomo. —Señor — respondió este— harto sabéis que siempre os he servido fielmente, y digo a Vuestra Señoría que es muy cierto cuanto os dicen estos caballeros. Don Femando no dudó ya de la traición de La Bandera. La rotunda afirmación de su mayordomo, hombre de su máxima confianza, disipó sus últimas dudas. Lo único que le preocupaba en aquel momento era la manera de yugular rápidamente, antes de que fuera demasiado tarde, aquella conspiración. Mirando al­ ternativamente a sus interlocutores, preguntó con la ansiedad reflejada en su pálido semblante: —En tal caso, ¿qué es lo que convendría hacer? Zalduendo se dio cuenta de que la partida estaba ganada; se

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vio ya en posesión de doña Inés y, levantándose, dijo cx>n én­ fasis: —Como capitán de la Guardia es mi deber velar por la segu­ ridad de vuestra persona. Dadnos licencia y pondremos remedio a esto, de forma que nunca más os tengáis que preocupar. Don Fernando respiró. Le acababan de asegurar que podría estar tranquilo; que seguiría disfrutando de la vida y del mando. Era lo único que deseaba. —Tenéis mi licencia, caballeros, y obrad como lo juzguéis más conveniente para impedir esa traición. Tomó de nuevo la palabra Aguirre. A Lope le gustaba fijar bien los detalles, atar todos los cabos, no dejar nada al azar. Era la mejor manera de que no fallaran los golpes. —En ese acaso —dijo a don Femando— invitad esta tarde a una partida de naipes a Juan Alonso de La Bandera y a Cris­ tóbal Hernández y por si ofrecieran resistencia cuando vaya a prenderlos el capitán de la Guardia, tened ocultos dos arcabu­ ceros en el aposento. — Yo mismo — se adelantó Gonzalo Duarte— estaré escon­ dido con dos arcabuceros de confianza. Salieron Zalduendo y Aguirre y tal como se había acordado, don Fernando invitó aquella tarde a una partida de naipes a La Bandera y a Hernández. Nadie hubiera podido sospechar, que aquella partida que se estaba jugando en el aposento de don Femando encerraba una sentencia de muerte. Era una partida sosegada, en la que ni siquiera se veía a los jugadores excitados por la pasión del juego. N i voces destempladas ni puñetazos en la mesa. Lo único, al parecer, que pretendían era matar el abu­ rrimiento en aquel perdido rincón del mundo. Iba pasando apa­ ciblemente el tiempo, cuando llamaron a la puerta y entró en la estancia Lorenzo de Zalduendo seguido de dos arcabuceros. Lope de Aguirre, con dos más, había quedado vigilando la en­ trada de la casa. Don Fernando se levantó para recibir a Zalduendo y La Ban­ dera y Hernández se limitaron a volver la cabeza, sin que pu­ diera inspirarles el menor recelo que el General recibiera al capitán de su Guardia. Pero antes de que se cruzara una sola

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palabra entre don Fernando y Zalduendo, a una seña de éste, los dos arcabuceros hicieron una descarga a quemarropa sobre La Bandera, que cayó fulminado. Sin dar tiempo a que los sol­ dados volviesen a cargar los arcabuces, Cristóbal Hernández, con felina agilidad, es abrió paso con su espada hasta la puerta, y salió corriendo, perseguido por los dos hombres que tenía apostados Aguirre y por otros más que se fueron reuniendo rápi­ damente. Hernández, manejando desesperadamente la espada, consiguió a duras penas librarse de aquella jauría, aunque no sin recibir varias heridas. Acosado por todas partes, buscó su salvación en el río, arrojándose al agua. Pero tampoco allí encon­ tró refugio. Los perseguidores le atisbaban desde la orilla y cada vez que sacaba la cabeza fuera del agua para respirar, recibía una lluvia de tiros y pedradas. Era una escena repulsiva ver cómo se cazaba despiadadamente a un ser humano como si se tratara de una horrible fiera. Cristóbal Hernández tenía mala fama. Se había distinguido en el Perú por su crueldad y nadie se compadecía de él. Hundido en el agua, sacaba solamente la cabeza para respirar, agarrándose desesperadamente a la vida, en­ tre arcabuzazos y pedradas. Finalmente, muy malherido, pudo llegar desangrándose a la orilla, donde se dejó caer moribundo, pidiendo confesión. Muerto La Bandera, recuperó Aguirre su cargo de Maestre de Campo, quedando vacante el de lugarteniente general. Para sustituir al capitán Cristóbal Hernández, nombró don Fernando capitán a su amigo y paisano, el sevillano Gonzalo Guiral de Fuentes.


Capítulo quinto

Con la muerte de La Bandera, había logrado Aguirre hacer desaparecer otro de los principales obstáculos que se oponían a la realización de sus planes. Ahora tenía las manos relativa­ mente libres y podía arriesgarse a montar las sorprendentes es­ cenas teatrales que pensaba representar. Al día siguiente de la muerte de La Bandera se celebró una ceremonia que fue pre­ sidida por don Fernando rodeado de sus oficiales. Quiso Lope que el acto revistiera toda la solemnidad y toda la brillantez que se pudiera pedir en aquel inexplorado lugar del infierno verde. Comenzó la impresionante ceremonia con una corta alocución de Aguirre. —He de decir a vuesas mercedes —y paseó su mirada por todos los concurrentes— que el lugarteniente general y Maestre de Campo, Juan Alonso de La Bandera, había formado una con­ jura con algunos amigos suyos, para matar a nuestro General don Fernando de Guzmán, a mí y a otros varios, pero fueron descubiertos y han pagado con la vida la traición que prepara­ ban. Y ahora os va a hablar, para un asunto muy importante nuestro General don Fernando de Guzmán. Se adelantó éste y adoptando un aire de gravedad, dijo: —Hace tiempo que deseo tratar con vuesas mercedes lo que ahora voy a hacer y es que yo tengo este cargo de General y no sé si es contra la voluntad de algunos, por lo cual y para que no haya entre nosotros divisiones, yo ahora dejaré el cargo de Ge­ neral y lo mismo harán — dijo señalando a sus oficiales— estos caballeros que desempeñan otros cargos, para que vuesas merce­ des elijan libremente a quien mejor les pareciere y sea en prove­ cho y conformidad de todos. Diciendo esto, hincó en el suelo una partesana que llevaba en la mano y lo mismo hicieron con sus espadas Lope de Aguirre y los demás oficiales. Aguirre había dispuesto aquella farsa con todo detalle, repar­

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tiendo a sus adictos entre los concurrentes con consignas preci­ sas sobre lo que debían hacer, de manera que cuando Guzmán hubo terminado de hablar, los partidarios de Aguirre atronaron el espacio con sus gritos: «Queremos a don Fernando de Guz­ mán por nuestro General». «Viva don Femando de Guzmán.» Don Fernando fue elegido por aclamación. Aceptó Guzmán la elección y dio las gracias a todos muy emo­ cionado. Pero aún no había terminado la comedia. Toda aquella farsa había sido montada por un director de escena genial, para hacer saber a todos que se daba por finalizada la empresa de descubrir y conquistar Eldorado. A partir de aquel momento, el objetivo que se fijaba la expedición era salir al mar en cuanto estuviese terminada la construcción de los bergantines, subir a Panamá y desde allí volver al Perú, del que se harían dueños con las armas en la mano. Esta decisión la anunció don Fernando solemnemente, dicien­ do: «Q ue habían determinado hacer la guerra en el Perú, pero que si algunos quisieran seguir en el descubrimiento de Eldora­ do, que lo dijeran sin temor, que él les dejaría allí con el capi­ tán que ellos mismos eligiesen y que no se les causaría por esto el menor daño». Todos aseguraron que querían ir al Perú, aunque muchos lo dijesen contra su voluntad, por temor a posibles consecuen­ cias, a pesar de las seguridades dadas por don Femando. Al día siguiente tuvo lugar la representación del segundo acto, en el que el papel principal correspondió al padre Henao. Ante los soldados formados, presididos por el General, el Maestre de Campo y los demás oficiales, el padre Henao, después de celebrado el santo sacrificio de la misa, tomó a todos los jefes y oficiales juramento solemne «sobre un ara consagrada —dice el soldado testigo Francisco Vázquez— y un libro de los Evangelios, en que pusieron sus manos y juraron que unos a otros se ayudarían y serían unánimes y conformes en la guerra del Perú que tenían entre manos y que no irían unos contra o tro s...». Juró el primero don Femando, a continuación Lope de Aguirre y seguidamente los demás. También este segundo acto resultó brillante, pero faltaba el

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tercero, el definitivo, el que debía cerrar la representación. Y en éste el papel principal tenía que correr, naturalmente, a cargo de Aguirre, del extraordinario director que tan admirablemente había sabido montar aquella escena en plena selva amazónica. A los pocos días se convocó de nuevo a todos y Lope de Agui­ rre lanzó, por fin, la bomba que desde hacía tiempo tenía pre­ parada. —Ya sabéis — les dijo— cómo por unánime consentimiento hicimos a don Fernando de Guzmán nuestro General y cómo todos estuvimos conformes en hacer la guerra en el Perú. Pero es menester que para que la guerra lleve mejor fundamento y más autoridad, hagamos y tengamos desde ahora por nuestro Príncipe a don Fernando de Guzmán, al cual coronaremos rey en llegando al Perú y para esto es necesario que nos desliguemos de los reinos de España y neguemos nuestro vasallaje al rey don Felipe II y así, desde ahora, yo digo que no lo reconozco ni lo tengo por rey y sólo tengo y reconozco por Príncipe a don Fer­ nando de Guzmán y como tal voy a besarle la mano y que todos me sigan y hagan lo mismo. Se dirigió hada donde estaba don Fem ando y primero él y luego todos los demás fueron a besarle la mano. Guzmán no ca­ bía en sí de gozo y les iba abrazando a todos. Mandó Aguirre que se reunieran todos de nuevo y mostrando en alto un papel, les dijo: —Esta es la dedaradón hecha ante el escribano Melchor de Villegas de que nos separamos de la obedienda del rey de Espa­ ña y no reconocemos más soberano que a don Fernando de Guz­ mán, a quien hemos' de coronar en llegando al Perú y todos los que estén conformes han de firmar este escrito. Dejó el papd sobre la mesa y fueron estampando sus firmas casi todos los expedicionarios. Algunos modificaron sus nombres y otros —entre ellos d soldado cronista Francisco Vázquez— se dieron maña para que en d documento no figurasen sus firmas, pero fueron pocos. Cerca de dosdentas firmas avalaban el do­ cumento.

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Lope de Aguirre acababa de demostrar que era un director y un actor portentoso. Sabía montar una escena y sabía represen­ tar su papel. Y conseguía que también los demás — siempre di­ rigidos y llevados de la mano por él— representaran sus papeles a la perfección. Porque nada en aquella asombrosa farsa era pro­ ducto de la improvisación. Aguirre tenía por costumbre madurar pacientemente sus planes y estudiarlo todo minuciosamente. Por eso cuando llega el momento de actuar, lo realiza todo sin una duda, sin una vacilación. Y sin precipitaciones. Porque tiene que obrar con absoluta seguridad y sin fallar un solo golpe, ya que un solo fallo, uno sólo, tendría como consecuencia inmediata no solamente el derrumbamiento de sus planes, sino la pérdida de su vida. E s una guerra a muerte y el mismo fin que Aguirre prepara a sus enemigos, le tienen reservado ellos a él. N o puede, por consiguiente, dar un paso en falso; y no lo da. E s un pa­ ciente y cruento trabajo, durante el cual ha de ir eliminando todo lo que represente un obsáculo para el logro de sus planes, largamente meditados en sus noches de insomnio y Aguirre —todos lo saben— apenas duerme. E s cierto que hay que elimi­ nar muchas vidas, pero ¿qué valor tiene una vida humana en la jungla amazónica y entre aquellos crudos soldados peruleros? ¿No han costado torrentes de sangre las guerras civiles del Perú? La mayoría de los que salieron con Ursúa están acostumbrados a ver colgar a los rebeldes por racimos y han visto rodar las cabezas más altas, virreyes, gobernadores, presidentes de Reales Audien­ cias... Amamantados con sangre, ¿qué puede significar para ellos una vida humana? Aguirre irá eliminando fríamente a todo el que se interponga en su camino hasta conseguir el logro de sus fines. Porque su rebelión no es el producto de un golpe audaz, sino —como los eslabones de una cadena— de una serie de golpes que han de ser, forzosamente, todos certeros, puesto que en cada uno de ellos se juega la vida. Y lo hace con una precisión, con una me­ ticulosidad que demuestra lo detallada y serenamente que los ha preparado. Primero Ursúa y Vargas, luego García de Arce, se­ guidamente La Bandera. Todavía el camino no se halla completa­ mente despejado, pero los principales obstáculos ya han desapa­

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recido. Los que quedan ya los irá apartando cuando las circuns­ tancias lo hagan necesario. Todavía hay alguien por encima de él: el Príncipe don Fernando, mas a pesar de ello, Aguirre puede actuar, en realidad, como un jefe efectivo. Y lo acaba de demostrar. Ha manejado a todos aquellos indó­ mitos aventureros a su gusto y capricho. Primero les hizo elegir «librem ente» por General a don Fernando de Guzmán. Luego les hizo jurar en una impresionante ceremonia religiosa —un sacerdote oficiando la misa, aras consagradas, juramento con las manos sobre los Evangelios— que estarían todos unidos y se ayudarían unos a otros, desistiendo de la empresa de Eldorado para hacer la guerra en el Perú. Y , finalmente, el golpe decisivo, lo increíble: la separación de España. Y les hizo firmar que se desnaturalizaban de España y que no reconocían como rey y ne­ gaban la obediencia a Felipe II y que sólo acataban como sobe­ rano al muñeco que él había elegido, a don Femando de Guz­ mán. Nadie, ni los hombres de mayor fama y prestigio se habían atrevido a hacer algo semejante en el Nuevo Mundo. Y Aguirre lo había logrado sobre unos indómitos soldados que anteponían a todo su orgullo de ser españoles y que al margen de sus rebel­ días demostraron siempre la más acendrada lealtad a su sobe­ rano. ¿Cómo pudo conseguirlo? ¿Cómo había logrado transfor­ mar la mentalidad y los sentimientos de aquellos hombres que se habían lanzado a conquistar un mundo en nombre, precisa­ mente, de España y exponían constantemente su vida en servicio de su rey? El influjo, la autoridad y el dominio de Aguirre sobre aquel tropel de torvos aventureros sólo puede explicarse por su avasa­ llante personalidad. Carecía de un físico que impresionara —algo cojo, descarnado, «pequeño de cuerpo e ruin talle»— y tampoco contaba con la aureola de guerrero, que tanto efecto causaba en aquellos intrépidos conquistadores. No era ningún capitán famo­ so, ni su nombre estaba inscrito en las grandes gestas de la con­ quista de Indias. Hasta entonces su historial se había reducido, en realidad, a ir dando bandazos por el Nuevo Mundo. Y este influjo no podía atribuirse al terror, puesto que no disponiendo

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aún del mando absoluto, no había podido instaurar todavía su sangrienta jefatura. Y , sin embargo, con tan escuálido bagaje pudo manejar a su gusto a aquellos rebeldes e indomables aventureros, haciéndoles cambiar hasta sus más hondos sentimientos de amor a la Patria y de lealtad a su soberano. Porque el documento que firmaron no dejaba lugar a dudas. Estaba redactado por el escribano Mel­ chor de Villegas, con todo el formalismo y la premiosidad de la más rígida Cancillería. «En la provincia de Machifaro (así llamaban a aquel perdido rincón de la selva amazónica), que será setecientas leguas de los reinos del P erú... en veintitrés días del mes de Marzo de mil quinientos y sesenta y un años... y siendo don Fernando de Guzmán Capitán General y Lope de Aguirre su Maestre de Campo y los demás espitantes y oficiales que tenía nom brados... eligie­ ron por su Príncipe y Señor al dicho don Fernando de Guzmán para que vaya a los reinos del Perú y los conquiste y quite y desposea a los que agora lo tienen y poseen... y porque para ir desde donde están al presente a los reinos del Perú, es el derecho camino por el Nombre de Dios y Panamá y por allí no les darán pasaje, le piden y suplican que con mano armada vaya a los dichos pueblos y pase por fuerza de armas y que le prometían y le prometieron de le tener por tal Príncipe y Señor y le seguir y hacer aquello que les mandase y serle siempre leales vasallos... y así uno a uno le besaron la mano a su Príncipe y Señor y fir­ máronlo de sus nombres.» En este documento se ponen al desubierto los planes que Lope había ido madurando concienzudamente en sus noches de insomnio. Se abandonada definitivamente el descubrimiento y conquista de Eldorado, para salir al mar y dirigirse a Panamá. Esta era la piedra angular sobre la que descansaba todo el plan de Aguirre. Panamá era por entonces el lugar de paso de todos los rebeldes y descontentos y Aguirre no dudaba que se unirían gustosamente a su causa. Contaba también con atraerse a los negros cimarrones cuya insurrección había sofocado Ursúa en otro tiempo y como pensaba presentarse de improviso en Pana­ má, confiaba en apoderarse por sorpresa de la flota real, embar­

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car en ella con todos sus seguidores y caer sobre el Perú, donde se le unirían los numerosos descontentos que allí había. Al fren te de todas estas fuerzas, no le sería difícil adueñarse del Perú y entonces se gobernarían por si propios, independientemente de España. Todo esto lo explicó más tarde detalladamente a sus marañones. Se ha considerado este plan como absolutamente irrealizable y, no obstante, si se estudia el proyecto de Aguirre objetiva­ mente, se verá que no carece de base real. Todo el plan estaba supeditado a lo que ocurriese en Panamá. Si Aguirre lograba apoderarse del istm o —Verdugo, yendo con Aguirre, lo consi­ guió, aunque por contar con escasas fuerzas lo perdió seguida­ mente— y adueñarse de la flota real, mediante un golpe de sor­ presa —la sorpresa era uno de los factores con que contaba— entonces el plan no tenía ya nada de fantástico, pues su fuerzas engrosarían considerablemente y unidas a los numerosos descon­ tentos que había en el Perú, era probable que pudieran enseño­ rear al antiguo imperio incaico. Más difícil hubiera sido mante­ nerse independientemente en el Perú, pues desde España y des­ de las demás posesiones del Nuevo Mundo, hubieran acudido fuerzas para dominar y sofocar aquella prematura independencia. Mas al margen de la posibilidad de su realización, se ha de admitir que el proyecto de Aguirre, además de ser extraordina­ riamente ambicioso, encerraba una grandeza épica indudable. En un perdido lugar del Nuevo Mundo, en un inexplorado rincón amazónico, Lope de Aguirre, al frente de poco más de doscientos españoles, se desligaba de España, desconocía la real autoridad del monarca más poderoso del mundo, Felipe I I , y proclamaba su decisión de conquistar el Perú y gobernarse independiente­ mente bajo un soberano por ellos elegido. Lope de Aguirre, en pleno siglo xvi acababa de lanzar el primer grito de indepen­ dencia de América.


Capítulo sexto

Don Fernando de Guzmán tomó muy en serio su nombramien­ to de Príncipe y desde el primer momento comenzó a compor­ tarse como un auténtico soberano. Nom bró.pajes, coperos y de­ más cargos palaciegos, como si en vez de estar perdidos en la jungla se hallasen en la más refinada corte europea. Se hacía llamar: «Don Femando de Guzmán, por la gracia de Dios, Príncipe de Tierra Firme y del Perú y Gobernador de Chile». Generoso y despilfarrador de un dinero que no tenía, señalaba a sus capitanes sueldos fabulosos que, naturalmente, no los po­ drían cobrar hasta que no se hubiesen hecho dueños del Perú. Aguirre, por el contrario, iba derecho a su objetivo, procu­ rando por todos los medios afianzar su posición. Posesionado de nuevo del cargo de Maestre de Campo, fue designando para los puestos vacantes únicamente a partidarios suyos, en los que pudiera depositar su confianza. No tuvo en cuenta la jerarquía ni el nacimiento; podían ser simples soldados, calafates o barbe­ ros. Por su penetrante vista sabía distinguir las aptitudes de cada uno de ellos. Algunos, ciertamente, sólo servían para esbi­ rros y para verdugos, pero también estos le hacían falta. Esco­ gió principalmente a dos. Dos fieras humanas que le profesaban la más sumisa adoración, dos hombres carentes de sentimientos humanos y dispuestos a servirle con la lealtad de dos perros de presa: el zapatero portugués Antón Llamozo y el mestizo Fran­ cisco Camión. Pero de esta clase había varios más; tenía donde escoger. Mas no solamente necesitaba verdugos; precisaba igualmente de mandos idóneos, seguros y leales. Aquí era más difícil selec­ cionar. Por lo general, la oficialidad de aquel ejército errante le era contraria. Tenía, por consiguiente, que ir creando unos man­ dos que le fueran adictos. A este efecto nombró Sargento Ma­ yor —una espcie de ayudante del Maestre de Campo— a Mar­

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tín Pérez de Sarrondo. Quería también captarse a los indecisos y aún a los enemigos que no habiendo desempeñado ningún cargo importante, era presumible que no abrigasen hacia él sentimientos de envidia o rivalidad. Puso especial empeño en atraerse a Pedrarias de Almesto, el que se hallaba en compañía de don Pedro de Ursúa al ocurrir el asesinato de éste. Era Pe­ dradas un joven soldado culto y educado y , al mismo tiempo, valiente y leal, como lo demostraría repetidamente. El caso de Pedradas constituye una excepción en la trágica epopeya de los Marañones. Es el único que fue reiteradamente perdonado por Lope de Aguirre, usando con él de una clemencia y una genero­ sidad que no la tuvo ni para sus más Intimos amigos. Pedradas desempeñó a veces con Ursúa las funciones de Secretario y Agui­ rre le llamó para encargarle el mismo cometido. Probablemente había motivos ocultos en el sorprendente com­ portamiento de Aguirre con Pedradas, aparte de la favorable im­ presión que las encomiables prendas de éste pudieran causarle. Aunque sobre este punto nada puede afirmarse con exactitud, pues a los autores de las diferentes relaciones de la tragedia marañona les ahoga la sangre en su relato, para detenerse a mencionar detalles sentimentales, todo hace sospechar que exis­ tió un inocente y romántico idilio entre Pedradas y Elvira, la hija de Aguirre. Sólo así se pueden explicar hechos que de otra forma resultan inexplicables. Solamente dando por sentadas es­ tas relaciones sentimentales se llega a comprender, que cuando se trataba de Pedradas de Almesto —y únicamente cuando se trataba de él— Aguirre aflojara su puño de hierro e hiciera gala de una dem enda y una generosidad que nunca la tuvo por nadie. Ateniéndonos a que Elvira intercedió siempre, induso en d desesperado caso de su última deserción, y siempre alcanzó de su padre d perdón de Pedradas, cabe suponer que su afecto fue profundo y sincero. Entre aquella turbamulta de veteranos con­ quistadores, torvos aventureros y soldados sin escrúpulos, era lógico que un soldado joven, culto y educado causara una favo­ rable impresión en aquella inocente muchacha de 16 años. Mas por lo que respecta a Pedradas todo hace sospechar que sus sentimientos hada la hija de Lope se guiaban únicamente por el 92


interés. Y no, probablemente, por causa de Elvira que, al decir de todos, era una agraciada mestiza de carácter dulce y sencillo, sino por su padre. A Pedradas — leal por encima de todo a la causa real— se le hacia, sin duda alguna, muy cuesta arriba en­ trar a formar parte —y nada menos que como hijo político— de la familia de Aguirre, del hombre a quien consideraba como un rebelde contumaz y un monstruo sediento de sangre. Pero, en cambio, no ignoraba que unas relaciones poco comprometedoras con Elvira, constituirían para él un auténtico seguro de vida, dado el cariño que Aguirre profesaba a su hija. En aquella lote­ ría de la muerte que fue la odisea de los marañones, la hija de Aguirre podía ser el escudo protector del antiguo secretario y amigo de Ursúa; como, en efecto, así fue. Parece que Aguirre ni ignoraba ni autorizaba este romántico idilio y dada la benignidad con que se comportó siempre con Pedrarias, se ha de inferir, lógicamente, que no lo veía con malos ojos. Parece que no le desagrada que en medio de aquel tropel de aventureros fuese Pedrarias, culto, educado y valiente, quien hubiese logrado atraer las miradas — tímidas y furtivas— de su hija. No obstante y a pesar de las buenas prendas que le adorna­ ban, Pedrarias demostró al final de la tragedia muy poco agrade­ cimiento y ésta es una nota muy fea para una persona. Peto no solamente procuraba Aguirre atraerse amigos — como por ejemplo, Pedrarias— para ir reforzando el núcleo de sus partidarios, sino que con más interés aún estaba atento a desha­ cerse de sus enemigos. Ahora le tocó el turno al antiguo Alguacil Mayor de Ursúa, un tal Pedro Alonso Casco, por ciertas pala­ bras que dijo, que aunque fueron pronunciadas en latín —o, tal vez por esto— le parecieron a Aguirre que despedían cierto tufi­ llo a conspiración. Comenzó por entonces Aguirre a adoptar la costumbre de colgar un cartel en el pedio de los ajusticiados, para hacer saber a todos el motivo de la ejecución. Del pecho de Alonso Casco colgaba un cartelito que decía: «Por hablador».

Llevaban cerca de tres meses en aquel poblado y ya se había dado fin a la construcción de los dos bergantines, a los que sólo

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faltaba poner las cubiertas para estar totalmente terminados. Aguirre propuso a don Femando que partiesen en busca de un lugar en que hubiese madera adecuada para ello. Reanudaron la marcha y al cabo de varios días de navegación llegaron a un pueblo de pocas casas y muchos mosquitos, que estaba abandona­ do por los naturales. En este lugar pasaron la Pascua de Resu­ rrección y Aguirre, firme en su propósito de que nadie que no fuera uno de sus incondicionales ocupara un cargo de importan­ cia, hizo que don Femando destituyese de su puesto de Alférez General a Alonso de Villena. E l pretexto que se adujo fue, desde luego, bastante sorprendente. Se alegó que Villena habla sido en el Perú mozo de servicio, es decir, criado y que no podía ocupar un puesto tan principal quien había ejercido tan baja profe­ sión. Indudablemente, este argumento era válido sólo para Alonso de Villena, pues Lope de Aguirre, que había sido domador de caba­ llos, podía ostentar a la vista de todos el cargo más importante: el de Maestre de Campo. Pasada la Pascua partieron de nuevo y al día siguiente llega­ ron a un gran poblado, abandonado apresuradamente por los in­ dios dejando abundante comida. Estaba el pueblo en una barran­ ca del río y detrás del poblado había una laguna, de forma que parecía que el pueblo se asentaba en una isla larga y estrecha y con arreglo a esta situación del terreno, las casas estaban cons­ truidas en hileras, unas detrás de otras. E l campamento se ordenó tal como lo dispuso Aguirre, que de nuevo volvió a demostrar que jamás obraba improvisadamente. Preparó el campamento de forma que él pudiera tener siempre el absoluto control del mismo y esto tuvo, poco después, una importancia primordial. En un extremo del largo poblado fue­ ron aposentados don Femando y algunos oficiales, el centro lo ocupó Lope con sus adictos, y en el otro extremo aposentó a los demás. De esta manera dividió en dos el grupo de los que no eran amigos suyos, colocándolos, separados, en los dos extremos del largo poblado; él, desde el centro, podía acudir donde fuese necesario. H abía en este lugar buena madera de cedro y acorda­ ron poner allí las cubiertas a los bergantines, a los que bautiza­

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ron con los nombres, tan corrientes en la época del imperio, de Santiago y Victoria. Tardaron cosa de un mes en termi­ narlos. La preponderancia adquirida por Aguirre le iba creando mor­ tales enemigos, siendo los principales Alonso de Montoya y Lo­ renzo de Zalduendo, que ya habla logrado convertirse en amante de doña Inés. A la bella mestiza ya no le preocupaba quien pu­ diera ser el amante de turno, soñando únicamente en su vengan­ za. No pensaba descansar hasta que viera muertos a todos los asesinos de don Pedro de Ursúa y juzgó que Zalduendo, como capitán de la Guardia, podía serle útil en sus vengativos propó­ sitos. Estando en este poblado comenzaron a deslindarse los dos gru­ pos en que se había dividido la expedición. Por un lado Aguirre y sus partidarios y por el otro don Femando y sus amigos Gon­ zalo Duarte, Montoya y Zalduendo, siendo éste quien en realidad dirigía el grupo y el que más animosidad mostraba contra Aguirre. El menos temible era don Femando, príncipe de opereta que a nadie imponía respeto. Aparte de atiborrarse de frutas y de los buñuelos que le preparaba su mayordomo, su única preocupación era bienquistarse con todos, concediendo cuantas mercedes le pedían por disparatadas que fuesen. Se presentaba ante él cual­ quier soldado y sin más preámbulos le espetaba: —Señor, vengo a suplicar una merced a Vuestra Excelencia y quiero que se me conceda antes de decir cual es. En vez de arrojarlo a puntapiés y mandar detenerlo por seme­ jante insolencia, don Fernando le contestaba muy afable: —Hable sin temor, que a soldados tan buenos como vuesa merced nada se les puede negar. Animado por tanta condescendencia, el desvergonzado solici­ tante exponía sus deseos con el mayor desparpajo. —Ya sabe Vuestra Excelencia lo mucho que yo haré en su servicio y a ello la razón me obliga. Y es el caso que yo soy afi­ cionado a vivir en tal pueblo del Perú, en el que reside un ve­ cino que tiene una buena hacienda y una hermosa mujer y la merced que yo le pido y que Vuestra Excelencia me ha otorgado

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es que, en llegando al Perú, yo me encargaré de hacer de menos al tal vecino y sean para m i su hacienda y su mujer. Don Fernando, como si acabase de escuchar la petición más natural del mundo, le contestaba sonriente: —A sí se hará, y téngalo vuesa merced por hecho. Con tan solemne majadero, Lope de Aguirre tenía las manos libres para poder desarrollar libremente sus planes. Pero esta misma condescendencia de Guzmán vino a ser la causa del pri­ mer choque importante entre ambos. Gonzalo Duarte, el mayor­ domo de Guzmán, solicitó de éste que le eximiese de recibir órdenes de nadie, fuera de las suyas. Don Fernando se lo conce­ dió gustosamente, sin sospechar, en su inconsciencia, las conse­ cuencias que esto pudiera acarrear. El conflicto estalló en cuan­ to Gonzalo Duarte se negó a obedecer las órdenes de Aguirre. Este, que quería imponer a toda costa su autoridad de Maestre de Campo, se propuso hacer un escarmiento ejemplar y fue en persona a prender al mayordomo del Príncipe y condenarlo a muerte. Tuvo que intervenir personalmente don Fernando y le costó no poco trabajo salvar la vida de su mayordomo después de una escena circense de Lope, en la que éste se arrojó al sudo y ofreciendo su espada a Guzmán, le dijo que si no le entregaba a su mayordomo pata hacer la debida justicia, prefería que le cortase a él la cabeza. Don Fernando le apaciguó y terminaron abrazándose Lope y d mayordomo. Aguirre era un enamorado de las escenas teatrales.

Eran estas las primeras escaramuzas de la última batalla que se estaba librando para adueñarse d d mando y Lope se estaba preparando concienzudamente. Frente a la Guardia de opereta de don Fernando, había organizado una espede de guardia per­ sonal suya; una compañía de cuarenta hombres, los mejor arma­ dos y aderezados d d campo. Al mismo tiempo sus confidentes le tenían al corriente de cuanto se hada y hasta se deda en el campamento. Tampoco sus enemigos dormían. Don Femando comenzó a recelarse de Aguirre desde d inádente con su mayordomo, dán­

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dose cuenta de que, en realidad, Lope ejercía un poder mayor que el suyo. Por su parte, Lorenzo de Zalduendo, azuzado por doña Inés y por Gonzalo Duarte, se había convertido en el más implacable enemigo de Aguirre. Y a ellos se hablan unido el ca­ pitán Alonso de Montoya, el almirante Miguel Bovedo y varios más; incluso el padre Henao, según se decía. Los jefes de este grupo tuvieron una reunión, presidida por don Fernando, en la que se propuso abiertamente quitar la vida a Lope de Aguirre. Todos estuvieron de acuerdo en esto y la ma­ yoría opinó que debía hacerse inmediatamente, para no dar tiem­ po a Aguirre a defenderse. Pero Alonso de Montoya no estuvo de acuerdo, diciendo que Lope contaba con muchos partidarios y no serla posible sorprenderle, por lo que se entablaría una lucha en la que correrla mucha sangre y el resultado sería incierto. A su juicio era preferible que, una vez terminados los bergantines, estuviesen navegando y como Aguirre, en su calidad de Maestre de Campo, tendría que pasar frecuentemente al bergantín de don Fernando, no faltarla entonces ocasiones de deshacerse de él sin ningún peligro. Prevaleció la opinión de Montoya y asi que­ dó pendiente de ejecución la sentencia de muerte dictada contra Aguirre. A punto de partir los bergantines, tuvo lugar un incidente en­ tre Aguirre y Zalduendo. Quería éste llevar al bergantín en el que iría doña Inés unos colchones para que la mestiza fuese más cómoda, pero Aguirre se opuso rotundamente, diciendo que no había espacio para eso. Zalduendo, ciego de ira, cometió la im­ prudencia de proferir frases amenazadoras contra Aguirre. Tam­ bién doña Inés, enterada al parecer por Zalduendo de cuanto se estaba tramando contra Lope, dejó correr la lengua con ocasión de la muerte de una criada suya, que falleció por entonces. Cuan­ do la estaban enterrando, la mestiza pronunció estas enigmáti­ cas palabras: «D ios te perdone, h ija; dentro de pocos días ten­ drás muchos compañeros». Todo esto llegaba indefectiblemente a oídos de Aguirre, quien juzgó que debía obrar con la máxima rapidez, si no quería verse sorprendido por sus enemigos. G tó , pues, a varios de los suyos para una determinada hora de la noche y distribuyó por el cam­

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po a sus confidentes para que le informasen del lugar en que se encontraba Zalduendo a la hora indicada. Pero tampoco ahora pudo guardarse un secreto absoluto y enterado don Fernando de que Aguirre preparaba un golpe contra el capitán de su Guardia, mandó llamar a Zalduendo y le hizo quedarse en su aposento, juzgando que esta era la única manera de salvarle la vida. Cuando le informaron a Aguirre de que Zalduendo se hallaba en el aposento de don Fernando, tuvo un momento de vacila­ ción. Le parecía muy fuerte matar a Zalduendo en casa del Prín­ cipe y en la misma presencia de éste. ¿Cómo podría justificar ante Guzmán la muerte del capitán de su Guardia? Si sus rela­ ciones con don Femando, desde el incidente con el mayordomo, eran muy tensas, a partir de entonces se harían insostenibles. Le preocupaba también el efecto que causaría en el campamento, al enterarse de que el mismo don Fernando no había podido librar de la muerte al capitán de su Guardia, asesinado en su aposento y en su misma presencia. Esto, probablemente, le res­ taría muchas sim padas y lo que él procuraba a toda costa era extender el área de sus partidarios. Mas acabó por rechazar estas consideraciones, juzgando que su prestigio y su autoridad sufrirían una merma considerable, si don Fernando conseguía arrebatarle una segunda presa de entre las manos. Primero fue Gonzalo Duarte; ahora Lorenzo de Zal­ duendo. Sería una evidente demostración de que había alguien más fuerte que Aguirre y en lo sucesivo cualquiera que contase con la amistad o el amparo de Guzmán se atrevería a desobede­ cerle y a desconocer su autoridad. Un acto de debilidad en aque­ llas circunstancias podía hacer, incluso, que muchos de sus parti­ darios se apartaran de su bando. Esto acabó de decidirle; Lo­ renzo de Zalduendo tenía que morir.

Aquella noche Aguirre, al frente de un grupo de los suyos, se dirigió resueltamente a la casa de don Femando, que se hallaba en compañía de Zalduendo y del capitán Gonzalo Guiral de Fuentes. Como ya se conocía el propósito de Aguirre de matar a Zalduendo, éste suplicó al débil don Femando que hi­

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riera algo para evitarlo. Todo lo que se le ocurrió a Guzmán fue mandar a Guiral de Fuentes para que tratase de aplacar a Lope. Guiral tropezó con Aguitre y los suyos en el camino, pero Lope no quiso ni escucharlo. H abía decidido ya la muerte del capitán de la Guardia y no pensaba volverse atrás. A l punto a que hablan llegado las cosas entre Zalduendo y él, uno de los dos tenía que caer y Aguirre no estaba dispuesto a hacer de víc­ tima. Sabía que si quedaba con vida, Zalduendo le mataría a él en cuanto pudiese. Entre aquellos aventureros perdidos a i la jungla amazónica, regía la misma ley que entre las fieras de la selva: «M átale a él, antes de que él te mate a ti». Sin hacer caso de Guiral de Fuentes, prosiguieron su marcha hasta la casa de don Femando, en la que, sin cuidarse de lla­ mar, entraron en tropel. Una vez dentro y sin ningún respeto por la presencia del Príncipe, Lope, M artin Pérez y Juan de Agui­ rre se abalanzaron sobre Zalduendo y lo cosieron a estocadas y lanzadas. Don Femando, con el rostro demudado, comenzó a dar vo­ ces: — ¿Qué es esto, señor Maestre de Campo? ¿Qué atropello es éste? Aguirre, con los ojos centelleantes y presa de violenta excita­ ción, le contestó: —Señor, vuestro capitán de la Guardia había conspirado para matarme a mí y a otros fíeles servidores vuestros, peto yo no le he dado tiempo para realizar tan m ines pensamientos. Y tam­ bién os digo que de aquí en adelante no me he de fiar de ningún sevillano (don Femando era de Sevilla) y siempre que me llaméis he de venir acompañado de cincuenta hombres armados. Y mire su Señoría por sí, no le vaya a pasar lo mismo. Don Fernando quedó aterrado. Salieron de la casa y Aguirre, llamando aparte a Antón Llamozo y a Francisco Carrión, les dijo: —Ahora, hijos míos, es conveniente que, en la forma que os tengo dicho, acabéis con el maleficio que trae sobre todos doña Inés, pues esa maldita mestiza es la causa de todas las muertes y desgracias.

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Llamozo y Cam ón se separaron del grupo y se encaminaron a casa de la mestiza. Como dos fieras en acecho, entraron sin hacer ruido, llegando hasta el lecho en que se hallaba durmien­ do. Se abalanzaron sobre ella tapándole la boca para que no pu­ diese gritar y cogiéndola en vilo entre los dos, la sacaron de la y la llevaron fuera del poblado. La mestiza se retorcía de­ sesperadamente entre los brazos de los dos esbirros, que tuvieron que echar mano de todas sus fuerzas para sujetarla e impedir que gritase. Una vez en la entrada de la selva, Llamozo hundió su puñal en la garganta de doña Inés y seguidamente aquellas dos fieras clavaron repetidamente sus armas en aquel hermoso cuerpo, hasta dejarlo sin vida. A llí quedó tendido el cadáver de la exreina de la expedición y Cam ón y Llamozo regresaron a dar cuenta a Lope de que doña Inés no traería ya más maleficios al campamento.

Las muertes de Zalduendo y doña Inés causaron en todos el efecto de un rayo, pero el más afectado era, sin duda alguna, don Fernando. Nunca, como entonces, se dio perfecta cuenta de su falta absoluta de autoridad. Se sentía inerme e indefenso ante su terrible Maestre de Campo, que parecía poseído de una furia homicida. Tuvo una reunión aquel mismo día con Gonzalo Duarte y Alonso de Montoya, en la que también estuvo presente el padre Henao. Se deliberó sobre lo que convenía hacer y todos estuvieron de acuerdo en que era absolutamente preciso deshacerse de aquel Maestre de Campo que les hacía vivir con la muerte suspendida sobre sus cabezas. Gonzalo Duarte, que no veía el momento de librarse de la constante amenaza de Aguirre, opinaba que sin perder un solo instante debían reunir todas las fuerzas y caer sobre Aguirre y los suyos hasta acabar con todos. Cada hora que dejaran pasar era correr el riesgo de que Lope hiciese con ellos lo que acababa de hacer con Zalduendo y doña Inés. De nuevo Montoya, como en la noche anterior, estuvo discon­ forme con este parecer. —No creo —dijo— que al punto que hemos llegado sea tan

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fácil acabar con Aguirre, como dice Gonzalo Duarte. Para ello tendríamos que hacerlo por sorpresa, pero Lope está prevenido y no hay que pensar en que lo cogeríamos descuidado. Habría, por tanto, que atacarle abiertamente y como Lope de Aguirre tiene muchos partidarios y están bien armados, la lucha sería en­ carnizada, por lo que, además de correr mucha sangre, el resul­ tado sería muy incierto. Por otra parte, no creo que por ahora corramos peligro, pues si Aguirre hubiese querido matarnos, esta noche pasada lo hubiera podido hacer, al mismo tiempo que a Zalduendo y doña Inés. Estas razones me llevan a pensar que lo más acertado es esparar a que estemos navegando, que será den­ tro de muy pocos días, y entonces, cuando Aguirre pase al ber­ gantín de don Fernando, lo tendremos a nuestra merced y lo po­ dremos matar sin que corra la sangre y sin riesgo alguno. A don Fernando y al padre Henao les parecieron aceptables las razones que expuso Montoya y de nuevo quedó aplazada la muerte de Aguirre. Pero también Lope examinaba minuciosamente la situación en que le habían colocado los sucesos de aquella noche. Vio con meridiana claridad que entre él y don Fernando se había abierto una sima insalvable. Comprendía que don Femando, por muy pusilánime que fuese, se vería obligado a actuar, pues ya nunca podría dormir tranquilo hasta no verse libre de aquel Maestre de Campo, que tenía en tan poco su Autoridad y hasta su perso­ na, que en su misma presencia había dado muerte al capitán de su Guardia. E igualmente estaba Lope convencido de que Gon­ zalo Duarte, Montoya y todos sus enemigos no cesarían de inci­ tar al Príncipe a deshacerse de una vez de Lope de Aguirre. Se hallaba, por consiguiente, en una situación más crítica aún que la víspera de la noche anterior. Se veía obligado imperiosamente, por lo tanto, a volver a ac­ tuar. No le quedaba otra solución. Lanzado por aquella san­ grienta senda, tenía necesariamente que llegar hasta el final. Si no se adelantaba a sus enemigos, estos acabarían con él. Pero de igual modo que lo había visto Montoya, Lope percibió con claridad el gravísimo riesgo que corría si se embarcaba sin haber solucionado aquel problema de vida o muerte. Y que la única

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probabilidad a su favor era la de aprovechar el tiempo que per­ maneciesen en tierra. En tierra el tanto por ciento de probabilidades le era neta­ mente favorable, pero una vez embarcados todas las ventajas pa­ sarían íntegras a sus enemigos. Y los bergantines estaban a pun­ to de partir. En consecuencia tenía que obrar con la máxima rapidez. Pasó aquella noche estudiando el plan de acción y lle­ gado el día reunió un numeroso grupo de los suyos y les explicó con todo detalle lo que tenían que hacer. —Esta noche —les dijo— es la ocasión de acabar con nues­ tros enemigos. La muerte del traidor Lorenzo de Zalduendo y de su maldita mestiza les ha encendido la sangre y han acordado caer sobre nosotros y matamos a todos. Por tanto nos hemos de adelantar si queremos salvar nuestras vidas. Si no les matamos nosotros a ellos, ellos nos matarán a nosotros. Paseó su acerada mirada por los circunstantes, que con sem­ blantes graves escuchaban atentamente sus palabras. Nadie hizo la menor objeción. Al llegar la noche, Aguirre fue colocando gente en los pasos angostos de aquella estrecha isla, fáciles de guardar, con la orden terminante de no dejar pasar a nadie. E l, con unos cuantos, se dirigió a casa de Alonso de Montoya. Se vio entonces el acierto de la previsora medida de Aguirre en la colocación del campa­ mento. E l con los suyos ocupaba la parte central de la isla, de forma que sus enemigos quedaban separados en los extremos de la misma. Montoya se hallaba en el extremo opuesto de don Femando. No quiso Aguirre que llevasen arcabuces, explicándoles que había de hacerse todo silenciosamente para no alborotar el cam­ pamento. Penetrarían bruscamente en la casa y matarían a esto­ cadas a Montoya y a cuantos esuviesen con él, pero de forma que nadie se enterase de lo ocurrido. E l plan se ejecutó al pie de la letra. Entraron en la casa por sorpresa, hallando a Montoya en compañía del almirante Miguel Bovedo y antes de que intentaran defenderse, ya estaban muer­ tos los dos. Cuando regresaron, Lope dividió a los suyos en varios grupos, indicándoles con todo detalle lo que tenían que

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hacer y a quienes debían matar, pero advirtiéndoles que por nin­ gún motivo hiciesen el menor daño a don Fernando. Todos se mostraron dispuestos a ejecutar las órdenes recibidas, pero hicie­ ron presente a Lope que, siendo la noche tan cerrada, si había lucha se matarían los unos a los otros, al no poderse distinguir, por lo que Aguirre decidió esperar a las primeras luces del alba. En cuanto a que no hiciesen el menor daño a don Fernando, lo dijo Lope por temor a que algunos se negasen a matar a su Príncipe o fuesen de mala gana a hacerlo, ya que don Fernan­ do, condescendiente en demasía, no se había ganado la animad­ versión de nadie. Sólo Martín Pérez de Sarrondo y Juan de Agui­ rre estaban en el secreto. Al amanecer se puso Aguirre en camino al frente de un grupo de los suyos y a cuantos encontraba por el camino les obligaba a unirse a ellos, didéndoles que iban a reprimir un motín. Al pasar frente a la casa del padre Henao, se separó Aguirre con otros dos y entraron en el bohío. Estaba el padre Henao pro­ fundamente dormido en el fresco de la madrugada y sin desper­ tarlo, levantó Aguirre su espada y se la clavó en el corazón con tal fuerza, que traspasó el cuerpo y la cama. E l capellán no tuvo tiempo ni de encomendarse a Dios. Aguirre debía encontrarse en un estado de tremenda excita­ ción, al dar muerte por sí mismo al padre Henao, ya que tenía por costumbre no matar personalmente a nadie; para eso tenía a sus esbirros y verdugos. Pero aquella noche se ventilaba el ser o no ser de Aguirre. Tenía que deshacerse de don Fernando, del padre Henao, de Alonso de Montoya y de varios oficiales más y esto, probablemente, le hizo perder el control de sus ner­ vios. Muerto el padre Henao, se unió Aguirre al grupo y se dirigie­ ron directamente a casa de don Fernando. Se hallaba éste acos­ tado, pero como ya recelaban todos de Lope, se hallaban en la estancia dándole guardia su mayordomo Gonzalo Duarte, el capi­ tán Cristóbal Serrano y el piloto Baltasar Toscano. Al ver pene­ trar a los asaltantes en su aposento, se levantó Guzmán de la cama, diciendo a Aguirre: — ¿Qué es esto, padre mío?

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—Estaos quedo, señor —le respondió Aguirre— y volveos a la cama, que estoy reprimiendo un motín. A todo esto, los hombres de Aguirre se habían lanzado sobre Gonzalo Duarte, Baltasar Toscano y Miguel Serrano y, mientras los remataban, Lope hizo la seña convenida a M artin Pérez y Juan de Aguirre y éste disparó su arcabuz a don Fernando que, tambaleándose, cayó de bruces en la cama, donde Martin Pérez le remató clavándole su daga en la espalda. Lope de Aguirre acababa de desembarazarse de todos sus ene­ migos, después de aquel sangriento golpe que había costado la vida a siete hombres: don Fernando de Guzmán, el padre Henao, Alonso de Montoya, Miguel Bovedo, Gonzalo Duarte, Baltasar Toscano y Cristóbal Serrano. Aquellos siete asesinatos no le pro­ ducían ningún remordimiento de conciencia. Sólo se trataba de un duelo a muerte en el que había salido victorioso. Simplemen­ te, se había adelantado a sus enemigos. La terrible tensión ner­ viosa de aquellos días comenzaba a ceder... Porque tras la matanza de esa noche, Lope de Aguirre queda­ ba dueño absoluto de la situación; nadie podría oponerse ya a sus planes. Todavía tenía bastantes enemigos, pero era gente de poca significación. Bastaría vigilarlos atentamente y, si preciso fuera, hacer un escarmiento de cuando en cuando, para tenerlos a raya. Como en la leyenda de la campana de Huesca, había ido cortando, al igual que Ramiro I I el Monje, las ramas más altas y ya nadie podía hacerle sombra. Ahora solamente él, Lope de Aguirre, sería el General y el Gobernador de la expedición, con­ duciéndola y llevándola con arreglo a los planes que se había trazado.

Estaba sereno, imperturbable, frente a aquellos aventureros que le contemplaban con asombro y estupor. Todos los ojos se clavaban en él, como queriendo adivinar las ideas que bullían en su cerebro y los sentimientos que agitaban su corazón. H asta para aquellos desalmados aventureros resultaba excesi­ vamente fuerte, la expeditiva forma con que Aguirre se des­ embarazaba de sus enemigos. Generales, Príncipes, capellanes,

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oficiales, mujeres, nada ni nadie detenía su brazo homicida. Aquellos crudos soldados, al verle frente a ellos, sentían una mezcla de admiración y repulsión. Les había reunido para diri­ girles la palabra. Pero, ¿qué podía decirles como pretexto y jus­ tificación de aquella matanza? Pero Aguirre no pensaba dar excusas ni pretextos. Trataría de justificar lo sucedido, pero lo que se proponía, más bien, era calmar los ánimos, quitando importancia a aquellas muertes. Paseó su mirada por todos y con voz serena y gesto tranquilo, les dijo: —Nadie debe alborotarse por lo que ha ocurrido, pues éstas son cosas que trae la guerra. Don Femando y sus amigos nos esta­ ban haciendo traición, pues ya no querían llevamos al Perú como lo tenían jurado, por lo que ha sido menester hacer en ellos la justicia que se merecían y sobre esto podría decir mu­ cho, pero al presente no quiero tratar más de ello. Sólo pido a vuesas mercedes que me tengan por amigo y que tengan confian­ za en mí, que, si me son fieles y no me traicionan, yo les pro­ meto llevarles al Perú, donde seremos nosotros los que goberna­ remos y serán para nosotros las riquezas de aquellos reinos, sin estar sujetos al rey de España ni a sus virreyes y gobernadores. Y ahora, marañones, yo soy vuestro Fuerte Caudillo y es ahora cuando irá la guerra derecha. También os he de decir que he nombrado mi Maestre de Campo a Martín Pérez y así os iré dando cuenta de los demás nombramientos que se hagan. Entonces los llamó por primera vez marañones, como les nom­ braría en adelante, didéndoles que les llamaba así, porque ve­ nían del río Marañdn, en el Perú. Los partidarios de Aguirre se encargaron de que los vivas a la libertad y a Lope de Aguirre atronaran el espado de aquel per­ dido rincón del infierno verde y sandonaran, por adam adón, la nueva jefatura de la expedidón, que ya no estaría mandada ni dirigida por ningún General, Gobernador ni Príndpe, sino por uno de ellos, Lope de Aguirre, que a partir de aquel momento sería el «Fuerte Caudillo» de los marañones. Era la rebelión más extraordinaria que se pudiera concebir y parecía, más bien, cosa de locos. Sin embargo, nadie en la expe-

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(lición lo consideró como una locura. Unos estaban de acuerdo y otros no, pero de lo que todos estaban convencidos era de que el nuevo jefe, el «Fuerte Caudillo», como él mismo se había bautizado, no retrocedería ante nada para llevar a la realidad aquellos grandiosos proyectos.


Capítulo séptimo

Dos días permanecieron aún en aquel pueblo que llamaron de la Matanza, y Aguirre los empleó en distribuir en los bergantines el personal, las armas y los bagajes y en nombrar los restantes cargos del ejército. A Juan López Cerrato quitó la vara de Algua­ cil Mayor para dársela a su incondicional esbirro, el mestizo Francisco Cam ón. A Antón Llamozo le hizo sargento, a Enri­ ques de Orellana capitán de munición, a Juan Gómez, simple calafate y hombre de carácter siniestro, le nombró almirante y a Juan González, carpintero, le hizo Sargento Mayor. A Gonzalo Guiral de Fuentes, amigo y paisano de Guzmán y a quien éste había hecho capitán, le quitó la capitanía para dársela a Diego Trujillo. Pero no solamente repartió cargos entre sus amigos. A veces tenía en cuenta las cualidades más que la amistad. A Die­ go Tirado le nombró capitán de a caballo, a pesar de que Tirado no quería aceptar el cargo y éste fue uno de los nombramientos que más a gusto hizo. A sí se lo dijo al nuevo M aestre de Campo, Martín Pérez de Sarrondo. —H e nombrado a Diégo Tirado capitán de a caballo y creo que con eso le he hecho justicia. ¿No lo creéis así, Martín Pérez? —A si lo creo yo también, pues Diego Tirado vale mucho y según tengo entendido ya fue capitán en el Perú. —E s cierto —le aseguró Aguirre— . Era uno de los buenos capitanes que conocí y ¡por vida de tal!, que había muchos bue­ nos por aquel tiempo en el Perú. — Sólo que no se ha hecho notar — advirtió M artín Pérez— como amigo vuestro. —Cierto también —reconoció Lope— pero tampoco como amigo de don Pedro de Ursúa ni de don Fernando de Guzmán. Diego Tirado es hombre de guerra, no de bandos ni partidos. Mucho confío en él y sí se mantiene leal, todo se nos hará fácil y llano.

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Una vez hechos los nombramientos y embarcada la gente en los bergantines, dio el mando del «Victoria» a M artín Pérez y él quedó mandando el «Santiago». Abandonada ya la idea del descubrimiento de Eldorado, partieron buscando la salida al mar, primera etapa para llegar al Perú, que constituía ya su única meta. Al cabo de algunos días de navegación divisaron un gran poblado indio. Envió Aguirre treinta hombres en unas canoas para que se hiciesen con víveres y, como no tenía intención de perder el tiempo explorando aquellos parajes, les dio orden de que, si fuese preciso, se apoderasen del pueblo a viva fuerza. Antes de desembarcar vieron un numeroso grupo de indios de­ lante del poblado, pero no pudo saberse si en son de paz o de guerra, pues los marañones, desde las mismas canoas, Ies man­ daron unas andanadas de arcabucería que mataron a algunos in­ dios e hicieron huir a los demás. Solamente pudieron coger un indio y para saber si usaban flechas envenenadas, mandó Agui­ rre que le hiriese con una de las que llevaba y a las veinticua­ tro horas murió el indio entre convulsiones. Se hicieron los marañones dueños del pueblo y vieron claros indicios de que lo habitaban indios caníbales. Hallaron mucha cantidad de maíz y yuca, pero lo que más les alegró fue encon­ trar sogas y cordeles en abundancia, por lo que se quedaron allí para proveer a los bergantines de jarcias y velamen. Permanecie­ ron en este poblado, que llamaron de las Jarcias, quince días y en él parece que se urdió una conspiración contra Aguirre, yu­ gulada por éste sin contemplaciones. Desde que se ha adueñado del mando, los dos sentimientos que dominan a Aguirre son el temor a un motín o un atentado y la necesidad de mantener inflexiblemente su autoridad sobre aquellos torvos aventureros. Conoce perfectamente a sus maraño­ nes y no ignora que son muchos los que desean quitarle la vida. Unos por lealtad al rey y porque son enemigos suyos y otros —los más— por alcanzar el perdón de sus crímenes y ganar las mercedes y recompensas que recibirían por ese servicio prestado a la Corona. E l, que a tantos enemigos ha eliminado violentamente, tiene que vivir —ahora que es el jefe absoluto— en una constante

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vigilancia para que no le eliminen a él. Y está plenamente con­ vencido de que sólo podrá conseguirlo mediante el terror. Comienza entonces lo que podría denominarse como «una or­ gía de sangre». Son los nuevos — e incontables— eslabones que se van a unir a la cadena de crímenes que comenzó a forjarse con la muerte de Ursúa. Sólo hay una diferencia; hasta entonces era Aguirre quien organizaba motines y conjuras para eliminar a otros; en lo sucesivo ha de evitar que otros los organicen para eliminarle a él. Antes mataba para atacar; ahora ha de matar pa­ ra defenderse.

En este pueblo de las Jarcias dio comienzo la oigía de sangre que ha de marcar con sello indeleble la etapa de la vida de Aguirre, en que ostentó la jefatura y el mando absoluto de la expedición. La primera víctima fue un tal Monteverde, alemán o flamenco que castellanizó su apellido y que una mañana apare­ ció muerto con un cartel en el pecho que decía: «por amotinadorcillo». Se le tachaba de luterano, y a juzgar por el cartel, su delito no debía ser muy grave. Entre los conspiradores figuraban dos de los favorecidos últimamente por Aguirre, Diego Trujillo, a quien había hecho capitán, y Juan González, al que había nombrado Sargento Mayor, lo que afirmó en Aguirre la absoluta convicción de que no debía fiarse de nadie. Ambos fueron ajustidados y para sustituirlos nombró a Cristóbal García y Juan Tello. Al salir del poblado mandó ajusticiar a Juan de Cabañas y, reanudada la navegación, cayó una nueva víctima: el comen­ dador de la orden de Malta, el anciano don Juan Núñez de Guevara. Aguirre ordenó a Llamozo que lo matara y, estando el comendador asomado a la borda del bergantín, Llamozo le dio por la espalda varias puñaladas y lo arrojó al agua estando aún con vida, mientras Aguirre contemplaba la escena satisfecho. Fue un asesinato repugnante, pues aquel anciano ni tomaba parte en conjuras ni jamás había pensado en atentar contra Aguirre. Este, sencillamente, quiso quitar de en medio a un posible y molesto testigo de sus crímenes. Prosiguieron la marcha hacia el mar, cuya cercanía se hacía

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patente por las fuertes mareas. Vefan en la orilla, a lo lejos, hu­ maredas que denotaban la existencia de poblados indios, pero no se detenían, puesto que la obsesión de Aguirre era alejarse cuan­ to antes de aquellos parajes. Antes de salir al mar decidió aban­ donar, en una de las infinitas islas de la desembocadura del Amazonas, a den indios e indias sirvientes. La medida era fran­ camente inhumana, pues lo más probable era que muriesen de necesidad o devorados por los caníbales de aquella región. Pero fueron inútiles todos los ruegos y consideradones que se le hi­ cieron. Se mantuvo inflexible, alegando que no había sitio en los bergantines para tanta gente y menos aún agua y comida para todos. En esto último, por lo que se vio después, tenía razón. A veces le gustaba imitar al «Demonio de los Andes» Fran­ cisco Carvajal y, en esos casos, a su desvarío de sangre unía la burla sangrienta. Había condenado a muerte por entonces a Diego Palomo y a Pedro Gutiérrez y el primero de ellos creyó poder salvar la vida, didendo a Lope que él se ofreda para quedarse con los indios que se iban a abandonar y de esa forma los mantendría en la religión cristiana. M as Aguirre consideraba una merma de su prestigio y autoridad el rectificar una senten­ cia, por lo que mantuvo la condena, didendo a Palomo con acerba ironía: — Puesto que queréis enseñar a estos indios el camino de D ios, yo haré que vayáis delante y así vuesa merced se lo podrá enseñar mejor. Le dieron garrote y dejaron allí a los indios. Cada día se hada más dificultosa la navegadón, conforme iban llegando a la desembocadura del Amazonas. E l choque entre el inmenso caudal de agua amazónico y la fuerza del Océano, le­ vantaba tremendas olas que zarandeaban a aquellas pequeñas naves como si fuesen cáscaras de nueces. A veces la marea cre­ ciente les arrastraba con fuerza irresistible río arriba, retroce­ diendo en un momento lo que tanto les había costado avanzar. Otras veces las corrientes les empujaban a los bajos del río, arrastrando las quillas por el légamo, afortunadamente blando. Lo peor era que, faltos de guías y prácticos, nevagaban a ciegas

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por el laberinto que formaban las innumerables islas y brazos del rio. Los pilotos iban desorientados y las corrientes les lleva­ ban en todas direcciones. Por fin la misma fuerza del Amazonas los empujó al mar, entre olas inmensas que ponían espanto en el corazón de aquellos rudos soldados.

Al ver a sus dos bergantines navegando por el ancho océano, le pareció a Lope de Aguirre que había recobrado k libertad, tras haber estado encerrado tantos meses en el verde y asfixian­ te infierno amazónico. Los soldados respiraban a pleno pulmón los frescos aires marineros y por primera vez en tanto tiempo pudieron dormir con tranquilidad, mecidos por el suave oleaje, libres de mosquitos, fiebres y alimañas. Una vez en el Atlántico, pusieron los bergantines proa al No­ roeste, rumbo al mar Caribe y las naves, empujadas por vientos favorables, dieron vista a los cuatro días a k isk de k Trinidad, pasando de largo en dirección a k is k M argarita. Atrás quedaba el señuelo de Eldorado con toda su carga de ilusiones, que a tan alto precio había pagado k expedición. Al salir al mar, los marañones tiraron por k borda todas las espe­ ranzas que habían puesto en el áureo país de insospechadas ri­ quezas. Ahora sus sueños se proyectaban en distinta dirección; su ambición tenía otra meta. En vez de k quimera de Eldorado, a cambio de k s fábuks del príncipe que se bañaba revestido de oro, Lope de Aguirre les señalaba una rotunda realidad: E l Perú con sus riquezas. Pero no todo pudieron tirarlo por la borda; había algo de lo que no se podían desprender. Más tarde, al narrar sus aventuras, llegarían incluso a sentir orgullo y satisfacción al rememorar las fatigas, los sufrimientos, los infinitos obstáculos y las constantes penalidades que habían sabido superar, pero jamás podrían apar­ tar de su memoria los recuerdos macabros de k s sangrientas jom adas, los fantasmas de los muertos, que siempre les acompa­ ñarían, donde quiera que estuviesen. Ursúa y doña Inés, Guzmán y el padre Henao y Zalduendo y La Bandera y Montoya y García de Arce y ... ¿cuántos? Una lista espantosa, interminable.

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H asta el implacable Lope de Aguirre se vería perseguido por el recuerdo de tanta sangre derramada y tanto crimen cometido. Aunque él, el «Fuerte Caudillo de los marañones», rechazaría desdeñosamente estos negros pensamientos. N o eran sino obs­ táculos que había tenido que apartar, para poder seguir el cami­ no que se había trazado. O para decirlo con una de sus rotundas frases: «Eran cosas que traía la guerra».

A Lope le corría prisa llegar a la isla M argarita para dar des­ canso a sus marañones, avituallar su armada, reponer armas y municiones y hacerse, si fuera posible, con buen golpe de caba­ llos que sustituyeran a los que se habían comido y a los que no pudieron embarcar en Topesana por falta de espacio. De la rapi­ dez dependía el éxito de la sorpresa. Pero allí se les acabó su buena fortuna. Azotados por las tormentas, estuvieron varios días sin rumbo, dando bandazos por el mar. La situación llegó a hacerse crítica, pues sólo disponían de alguna yuca y poco maíz. Lope tuvo que racionar a su gente a razón de den gramos dia­ rios de maíz por persona. Pronto dieron comienzo las quejas y las murmuraciones, cargando todas las culpas sobre el piloto Juan de Valladares, de quien dedan los marañones que quería poner rumbo a Santo Domingo, para entregarlos a la Real Au­ diencia. Finalmente, acabaron por pedir la cabeza de Valladares. Aguirre no se la cortó, pero advirtió al piloto que si no llegaban pronto a la M argarita, no tendría más remedio que dar satisfacdón a sus marañones. Por fortuna para Valladares, al día siguiente avistaron la isla, situada frente a las costas de Venezuela. E l mal estado del mar había separado a los dos bergantines. E l «Santiago» de Aguirre, andó frente a una pequeña ensenada, apta para poder desembar­ car; d «V ictoria», que mandaba Martín Pérez, lo hizo algo más al norte. La pequeña isla M argarita, de 1100 km1, está a menos de cincuenta kilómetros de la costa venezolana y en aqud entonces era su Gobernador don Juan de Villandrando. E s famosa por sus criaderos de perlas, de donde le viene d nombre de Margarita.

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Habitaban en ella, por entonces, muchos colonos españoles que, aunque la isla no fuese el paraíso que nos describe el clérigo poeta Juan de Castellanos, llevaban una existencia desahogada y pacífica, sin más preocupación que el temor a los piratas fran­ ceses, que de vez en cuando se sentían inclinados a visitar la isla. Para los marañones, veteranos la mayoría de ellos de las san­ grientas guerras civiles del Perú, no hubiera constituido ningún problema asaltar la isla por sorpresa, pero Aguirre les había di­ cho muchas veces que, en realidad, no daría más que una sola batalla, la última, y en todas las demás ocasiones vencería valién­ dose exclusivamente de ardides de guerra, en los cuales, según él, era maestro insuperable. Sobre ardides de guerra tenía Lope un criterio muy personal, pues, a decir verdad, sus estratagemas bélicas tenían poco de ver con el arte m ilitar. Consistían más bien en cínicas mentiras y burdos engaños, reñidos con el más elemental sentido de la nobleza. Y así es como pensaba proceder en esta ocasión. Anclaron frente a la isla el 20 de junio de 1561 y aquella misma tarde envió Aguirre, por tierra, con guías indios, a uno de los suyos para dar aviso a M artín Pérez, que había andado dos leguas más al norte d d lugar exacto en que se encontraba, ordenándole que se le reuniese por la noche, dejando alguna gente para guardar el bergantín y que, una vez en tierra, diese muerte al capitán Sancho Pizarro. Sabía Aguirre que Sancho Pizarra no era amigo de motines y atentados, pero conocía su acendrada lealtad y estaba convencido de que le abandonaría en la primera oportunidad que se le presentase y quería evitar a toda costa d ejemplo de las deserciones. E l, en su bergantín, mandó dar garrote a Gonzalo Guiral de Fuentes, d amigo y pai­ sano de don Fernando, y a Diego de Valcázar, d que había dicho cuando le dieron la vara de Justicia, que la tedbía en nombre d d R ey . Antes de que anocheciera desembarcaron algunos de los hom­ bres de confianza de Lope, quien les ordenó que se adentraran en la isla e hirieran correr la voz de que eran los restos de una

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expedición del Perú que llegaban a la Margarita enfermos y ham­ brientos. A guine los proveyó de algunos regalos para los colo­ nos, a fin de que inspirasen más confianza. La presencia de aquellos dos bergantines alborotó a las auto­ ridades y vecinos de la isla, por creer que se trataba de piratas. Para salir de dudas enviaron a algunos vecinos a la playa, a fin de que se cerciorasen de la clase de gente que eran aquellos forasteros. Mientras llegaban los vecinos de la villa del Espíritu Santo, que era entonces la capital de la isla, y que se encontraba a unos veinte kilómetros de distancia, Lope de Aguirre iba disponiendo una de sus estratagemas de guerra. Todos los que estaban enfer­ mos fueron bajados a tierra y a los demás ordenó, bajo pena de muerte, que quedasen ocultos en el bergantín. El desembarcó con Diego Tirado y algunos de su confianza y a los heridos y en­ fermos los fue colocando en la playa, de forma que estuviesen bien visibles e inspirasen lástima a los visitantes. Cuando llegaron los colonos les rogó Lope de Aguirre, des­ pués de narrarles sus vicisitudes y desgracias, que les propor­ cionasen comida, la cual — añadió— pagarían en todo su valor y para convencerles mejor les hizo algunos regalos, entre ellos un capote con franjas y pasamanos de oro y una copa de plata so­ bredorada. El efecto fue inmediato. Los visitantes regresaron a la capital, haciéndose lenguas de las desgracias y de la generosidad de aque­ llos soldados del Perú y antes de que llegara la noche ya habían regresado con comida en abundancia.

Conforme A guine lo había previsto, aquellos generosos regalos movieron la codicia de los habitantes y hasta de las autoridades de la isla, que no dudaron ni un momento de que, efectivamen­ te, se trataba de soldados del Perú enfermos y hambrientos, pero que poseían oro y joyas en abundancia. Decidieron, por lo tanto, visitarles en la playa donde se encontraban y al objeto de poder llegar allí por la mañana, aquella misma noche se puso en camino un grupo, a cuya cabeza iban el Gobernador don Juan de Villan-

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drando, el alcalde Manuel Rodríguez, el regidor Andrés de Sala­ manca, etcétera. Aguirre esperaba su llegada en compañía de Diego Tirado y con una fuerte escolta de toda confianza. A l amanecer llegó el Gobernador con su comitiva y adelantándose Lope saludó al Gobernador con el mayor respeto y como un consumado actor, hincó la rodilla en tierra e hizo ademán de querer besarle los pies. Al mismo tiempo algunos soldados de la escolta, con gran cortesía, se hicieron cargo amablemente de los caballos del G o­ bernador y su comitiva. Don Juan de Villandrando contestó con la mayor amabilidad a tanto cumplido, ofreciéndose para todo. Aguirre le contó una bonita historia acerca de las penalidades y desgracias que habían tenido que soportar y le pidió licencia pa­ ra que bajasen sus soldados a tierra, a lo que accedió inmediata­ mente el Gobernador. Se apartó Lope un trecho en dirección a la nave y gritó a sus soldados que se preparasen a desembarcar. Los soldados que esta­ ban ocultos en la bodega del bergantín salieron a cubierta y volviéndose Aguirre al Gobernador, le dijo: — Señor, los soldados del Perú siempre se han preciado y precian más de buenas armas que no de ropas y vestidos, aunque los tienen en harta abundancia y suplican a vuesa merced les de licencia para que lleven sus armas y arcabuces. Don Juan de Villandrando, que con la codicia de las joyas quería comportarse con la mayor amabilidad, accedió a la peti­ ción de Lope y éste, volviéndose hada el bergantín, gritó con su potente vozarrón: —Ea, marañones, limpiad vuestros arcabuces que los traéis muy húmedos y maltratados del mar, que ya tenéis licenda para ir con vuestras armas. Acto seguido atronaron unas cerradas descargas de arcabucería que retumbaron por toda la ensenada. Este alarde no causó buen efecto en las autoridades de la isla, al advertir que, prácticamen­ te, estaban en manos de los marañones. Juzgó Aguirre que había llegado el momento de quitarse la careta y acercándose de nuevo al Gobernador, acompañado de

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Diego Tirado y rodeado por su fuerte escolta, le dijo sin ninguno de los acatamientos anteriores: —Señor, nosotros vamos al Perú, donde tenemos noticia que hay muchas guerras y alzamientos y nos han informado que aquí ni nos darán vuesas mercedes buen trato, ni nos dejarán pasar al Perú. Por tanto conviene que vuesas mercedes entreguen las ar­ mas y se den presos, hasta tanto que nos proveamos, a la mayor brevedad, de todo cuanto necesitamos para continuar nuestra El Gobernador se negó a entregar las armas y echándose hacia atrás, exclamó: — ¿Qué es esto, señores? ¿Qué es esto? Pero la escolta de Aguirre maniobró con rapidez y al ver el Gobernador que le apuntaban algunos arcabuces y al sentir en el pecho y los costados las puntas de varios estoques, comprendió que serla inútil toda resistencia. Fueron desarmados tanto Villandrando como su comitiva y despojados de sus caballos que montaron los marañones. Aguirre ordenó a Tirado que se pusie­ se en marcha con un destacamento y se apoderase de la capital y, sobre todo, de la fortaleza de la villa. Emprendió la marcha Tirado en medio de la desbordante ale­ gría de los marañones. Después de tantas penalidades sufridas en la selva amazónica, por fin iban a convertirse en los dueños y señores de una isla rica y civilizada. Era verdad cuanto les había prometido Lope de Aguirre y esto, indudablemente, no era más que un anticipo de lo que ocurriría en el Perú. Obrando como si fuesen ya los amos de la isla, los soldados de la compañía de Tirado avanzaban rápidamente hacia la villa del Espíritu Santo, deteniendo y desarmando a cuantos encontraban en su marcha, arrebatándoles las viandas y quitándoles las ca­ balgaduras. En el colmo de su euforia atronaban el camino, gri­ tando: «A tomar vamos la isla, que hemos preso al Gobernador y toda la tierra es nuestra». Mientras Diego Tirado se dirigía a tomar la capital de la Mar­ garita, Aguirre, habiendo desembarcado ya sus fuerzas, montó en el caballo del Gobernador, invitando a éste a que cabalgase a la grupa, a lo que Villandrando se negó, considerándolo como un

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desprecio. Aguirre, que estaba de buen humor por lo bien que le iban saliendo las cosas, se apeó del caballo, diciendo soca­ rrón: —Bien; marchemos todos a pie. A poco de ponerse en camino se les unió M artín Pérez con la gente de su bergantín. Ordenóle Aguirre que se adelantase con todos los que pudiesen disponer de un caballo y el Maestre de Campo emprendió la marcha al galope, alcanzando a Diego Tira­ do poco antes de llegar a la villa. En el camino a la capital Aguirre volvió a montar de nuevo y repitió la invitación al Go­ bernador para que lo hiciese en la grupa del caballo y Villandrando accedió, viendo que de nada le servia hacer alardes de dignidad.

Para los pacíficos habitantes de la villa del Espíritu Santo, la aparición de los marañones en su tranquila isla constituyó un acontecimiento que rompió la sosegada rutina de sus días. La llegada de una expedición procedente del Perú, que había explo­ rado, entre peligros y penalidades sin cuento, extensas regiones salvajes y desconocidas, era una novedad sólo comparable, aunque de opuesto significado, a las visitas que algunas veces les hacían los piratas franceses. E l nombre del Perú estaba ya nimbado por una doble leyenda. Era, por una parte, el áureo imperio de los Incas y, por otra, la tierra donde los mejores soldados de la Conquista resolvían sus diferencias, a golpe de lanza y tiro de arcabuz, en las más sangrientas batallas del Nuevo Mundo. A los soldados peruleros les acompañaba siempre la fama de poseer oro y valor en abundancia. Los colonos de M argarita se las prometían muy felices con la arribada de aquella expedición. Los regalos de Aguirre y de los marañones que el primer día se internaron en la isla, desperta­ ron la codicia de los margariteños, que se veían dueños de los tesoros de aquellos aventureros que llegaban necesitados de todo. Para los hacendados y comerciantes de la isla, la estancia de los marañones suponía la oportunidad de fáciles ganancias, muy sustanciosas, enmarcadas con la agradable perspectiva de unos

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días alegres, en los que abundantes cenas y opíparos banquetes darían ocasión de escuchar los emocionantes relatos de aquellos animosos soldados. Mayor era aún la emoción de las mujeres. La llegada de la ex­ pedición significaba para ellas la convivencia con unos bravos conquistadores, que por un tiempo serían huéspedes de la isla. Ninguna ponía en duda que se trataba de soldados muy apuestos y gallardos, de acreditado valor y, por descontado, galantes y generosos con las damas. Todas se sentían ilusionadas con el ali­ ciente de unos días felices que transcurrirían entre fiestas, bailes y galanterías. Pero en un instante se derrumbaron con estrépito tan bellas ilusiones. Todos, hombres y mujeres, que habían salido de sus casas para recibir a los soldados peruleros, se quedaron atónitos al ver que los marafiones, atropellándolo todo, tomaban la villa por asalto, a los gritos de: «¡Libertad! ¡Libertad! ¡Viva Lope de Aguirre! ¡Vivan los marañones!» Mientras los colonos, llenos de pánico, echaban a correr hu­ yendo de aquella soldadesca, Diego Tirado y M artín Pérez se dirigieron rápidamente, con un grupo de soldados, a la fortaleza de la villa que, sin sospechar el menor peligro, no había adopta­ do ninguna medida de defensa. Se hicieron dueños de ella sin ha­ llar la menor resistencia, prendiendo a cuantos la ocupaban. Llegó después el resto de la tropa con Aguirre a la cabeza, que entró en la capital llevando preso al Gobernador. Al llegar a la plaza observaron que se elevaba en medio de ella el clásico rollo de la Justicia, donde se ejecutaba a los reos. Inmediata­ mente ordenó Aguirre que se hiciera pedazos el rollo, mas por muchos hachazos que le dieron no pudieron romper aquel duro tronco de guayacán, como un siniestro presagio de que todo el furor de Aguirre y sus marañones sería impotente contra la fé­ rrea dureza de la Justicia Real. Estando en la plaza le llegó aviso a Lope de que ya eran due­ ños de la fortaleza. Notificáronle también de que en una de las casas de la plaza se encontraba la caja real y allí se dirigió in­ mediatamente. Nadie de la villa sabía dónde estaban las llaves del arca, pero Aguirre, soltando una carcajada, dijo a sus soldados:

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—Estos bellacos no nos quieren dar las llaves. ¿Pero creen que los marañones nos paramos por tan poca cosa? Traed hachas y romped el arca, que este dinero del rey nos pertenece a noso­ tros y así nos iremos cobrando los servicios que él no nos quiso pagar. Trajeron las herramientas y después de echar abajo la puerta de la cámara en la que se encontraba la caja con el tesoro real, rompieron esta a hachazos, desparramándose por el suelo dinero, documentos y libros de las cuentas reales. E l dinero y los obje­ tos de valor los guardó en su propia arca, diciendo a sus sol­ dados: —Esto pertenece al tesoro de los marañones. Ordenó a continuación que se hiciera en la plaza una gran hoguera, para quemar públicamente todos los libros y documen­ tos reales. —Mirad —gritaba Aguirre a sus soldados— qué caso hacemos los marañones de las órdenes y de los escritos del rey. Echad todos esos libros y papeles al fuego. Se dirigió seguidamente a la fortaleza, en la que mandó ence­ rrar al Gobernador y demás autoridades. Luego, para celebrar el triunfo, ordenó que llevasen de casa de un comerciante un tonel de vino y a las dos horas los marañones lo habían vaciado con­ cienzudamente.

Al apoderarse de la isla M argarita, Lope de Aguirre había dado un gran salto en la realización de sus planes, aunque el he­ cho, en sí mismo, no lo considerase él como de importancia ca­ pital. Podía tenerla para sus marañones, que después de los su­ frimientos pasados, podían juzgar como la mayor fortuna el que­ darse dueños y señores en aquella isla paradisíaca, que les com­ pensaba con creces todas las penalidades sufridas. Pero a él nun­ ca se le pasó por la imaginación fijar su permanencia en la isla. Esta figuraba en sus planes únicamente como un punto de apo­ yo, un trampolín que le sirviera para realizar con éxito el salto siguiente. En la isla permanecería tan sólo el tiempo preciso pa­ ra proveerse de armas y municiones, dar un descanso reparador

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a sus hombres y hacerse, si fuera posible, con una nave de gue­ rra. Y, acto seguido, saltar a Panamá. Le acuciaba, sobre todo, la necesidad de contar con un buque de guerra. Los dos bergantines construidos en la selva amazó­ nica le habían prestado un gran servicio llevándole hasta la isla, pero no podían hacer frente a ningún navio artillado que les sa­ liese al paso y era muy probable que en la travesía hasta Nom*bre de Dios tropezasen con algún buque de la armada real. Sólo podría aventurarse con sus dos bergantines —y desde luego con excesivo riesgo— si lograba mantener en secreto el asalto a la isla, pues de lo contrario la Real Audiencia de Santo Domingo organizaría inmediatamente una armada para atacarle. En la isla no había encontrado ningún buque provisto de artillería, pero, no obstante, el destino le ofrecía la posibilidad de hacerse con uno. Al llegar a la M argarita se le habían unido varios soldados que había en la isla, atraídos por el afán de aventuras y más que nada por la certeza — que a tan boca llena proclamaban los marañones— de hacer fortuna en el Perú. Por ellos se enteró de que en la costa de Tierra Firme, en Maracapaná, había un navio grande y bien artillado al mando de un fraile dominico, el padre provincial Fray Francisco de M ontesinos, en­ cargado de evangelizar y colonizar aquella región. Era precisa­ mente lo que él necesitaba y le pareció que no sería difícil apo­ derarse de la nave por sorpresa. En uno de los pequeños barcos que había en la isla despachó, sin perder tiempo, al capitán de su guardia Pedro de Munguía con dieciocho hombres a Maracapaná, con la misión de apoderar­ se por sorpresa, valiéndose de los medios que fuesen, del navio del Provincial. Partió Munguía y en el camino hizo una buena presa: la nave del comerciante Gaspar Plazuela, que acababa de llegar de España cargada de mercancías y que había huido de la M argarita al asaltarla los marañones. E l portugués Custodio Her­ nández, alférez de Munguía, se hizo cargo con cuatro hombres de la nave, para entregarla a Aguirre y Munguía continuó su tra­ vesía. Contaba ya Lope con la nave del padre M ontesinos, pues es­ taba convencido de que a Munguía no le seria difícil sorprender

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a su tripulación que no podía sospechar que iba a ser asaltada por los mismos españoles, y contando ya con ella, lo que más le interesaba de momento, era mantener por el mayor tiempo posi­ ble el secreto de su llegada a la Margarita. A tal efecto mandó destruir sus dos bergantines y todas las embarcaciones, grandes y pequeñas, que había en la isla, de forma que nadie pudiera salir de la misma y llevar la noticia a Venezuela y Santo Domingo. Mientras esperaba el regreso de Munguía en la nave de guerra, dictó una serie de disposiciones que regulasen el gobierno de la isla, durante su permanencia en la misma. Se ordenó, por medio de bando, que todos los habitantes hiciesen entrega de cuantas armas tuviesen en su poder. Mandó asimismo requisar todas las fYistenrias de alimentos que hubiese en la villa y para hacer efectiva esta disposición, ordenó hacer registros en todas las ca­ sas; los géneros que no se requisaban, quedaban en depósito en las mismas casas bajo inventario. Con el asalto a la villa y los subsiguientes desmanes de los marañones, la población se había atemorizado y muchos vecinos huyeron al campo. Aguirre les requirió, por medio de un bando, a que regresasen a la villa, amenazándoles en caso contrario con confiscarles todos sus bienes e, incluso, derribarles sus casas. La comida y el alojamiento no constituyó para Lope ningún problema. Repartió a sus marañones por las casas de la villa, obligando a sus moradores a cuidar de su manutención. En cam­ bio, les evitó la molestia de tenerlos que soportar por la noche. La innata desconfianza de Aguirre no le permitía tener desperdi­ gados, de noche, a sus hombres por las casas de los vecinos. Los marañones dormían reunidos en un lugar cercano a la fortaleza. El y los principales oficiales se alojaban en ella. Allí instaló tam­ bién a Elvira y a Juana, en una habitación contigua a su despa­ cho. Tomó, en fin, todas las medidas que le parecieron más eficaces para tener en sus manos el control de la isla. H abía algo, sin embargo, que escapaba a la previsión de Agui­ rre y era la traición. Se había apoderado del mando eliminando implacablemente a cuantos obstaculizaban su camino y vivía con el constante recelo de que otros abrigasen las mismas ideas

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homicidas respecto a él. H abía enseñado a sus marañones la for­ ma expeditiva de hacerse con el poder y sabía, sin ningún género de dudas, que aquellos desalmados no tendrían inconveniente en ponerla en práctica con él mismo. Se rodeaba de los amigos que creía más fieles, pero, en realidad, no se fiaba de nadie. Temía siempre una traición y vivía en una continua zozobra, dejándose guiar por corazonadas que, según decía a sus maraño­ nes, no le fallaban nunca, advirtiéndole la preparación de mo­ tines y conjuras. Los marañones llegaron a creerlo y de acuerdo con el supersticioso ambiente de la época, decían que tenía fa­ miliar, esto es, pacto con el diablo, que era el que le avisaba de los motines y conjuras que se tramaban. Y cada corazonada era una sentencia de muerte. O varias, según. H abía también otro peligro de traición que no se refería a motines o asesinatos. Era la deserción, la huida para pasarse al servicio del rey. En el Amazonas esto no constituía un problema para Aguirre, por cuanto era imposible huir en aquellas selvas impenetrables, pero una vez fuera de aquellas inhóspitas regiones, las deserciones constituían uno de los mayores peligros, que amenazaban con echar por tierra todos los proyectos de Aguirre. El mismo día del asalto a la Margarita le comunicaron la deser­ ción del capitán Pedro Alonso Galeas y de cinco soldados, en­ tre ellos Pedrarias de Almesto. Aguirre bramó de furor e inmediatamente se dirigió al aposen­ to de la fortaleza donde tenía encerrados al Gobernador y de­ más autoridades de la isla, diciéndoles que se le habían escapa­ do media docena de traidores y que los vecinos de la isla, como conocedores de la tierra, podrían encontrarlos, así que diesen las órdenes necesarias para que los trajesen en seguida. —Y miren bien que los encuentren — les amenazó— que si no los traen para que haga justicia en ellos, haré la justicia en vuesas mercedes, cortándoles la cabeza. A sí que vean lo que les conviene. Estaba decidido a cortar las deserciones como fuera, aunque tuviese que anegar la isla en sangre.


Capítulo octavo

En la seguridad de que pronto llegaría Pedro de Munguía con la nave del padre Montesinos, quiso Aguirre tener preparado el avituallamiento de la armada y a tal fin exigió de los margariteños la entrega de 600 carneros, algunos novillos, cazabe y maíz. Las deserciones le traían inquieto y desasosegado y pagó su malhumor Enríquez de Orellana, su capitán de munición, a quien mandó ahorcar sin confesión por simples sospechas. Dio el cargo vacante a su esbirro Antón Llamozo. Y para acabar con las de­ serciones, ofreció a los colonos de la M argarita doscientos pesos por cada desertor que le entregaran. La cuestión de los víveres tampoco era muy satisfactoria. A pesar de las amenazas de Aguirre, los margan teños ocultaban todos los géneros alimenticios que podían, y aunque la villa del Espíritu Santo estaba bien abastecida y de momento no les amenazaba el fantasma del hambre, el ocultamiento de víveres impedía a Aguirre almacenar los alimentos suficientes para salir de la M argarita bien abastecido. V isto que las amenazas no surtían el efecto apetecido, decidió cambiar de táctica. Dictó un bando haciendo saber a los vecinos de la isla que los víveres para la tropa se pagarían en todo su valor. Muchos colonos se dejaron convencer y Aguirre, que, natural­ mente, no pensaba pagar nada, pretendió deslumbrar a los la­ briegos con formalidades de escribanos, haciendo anotar y llevar cuenta de las compras que se hacían. Lope intervenía personal­ mente de cuando en cuando, a fin de inspirar más confianza a los colonos. — ¿Cuánto vale esa gallina? —preguntaba al que se presen­ taba a venderla. —Dos reales, señor — contestaba aquel tímidamente. —Me parece muy barata — replicaba Aguirre con la mayor seriedad— . A este buen hombre — ordenaba al escribano— se

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le han de pagar tres reales por su gallina. Anotadlo en su cuen­ ta. A sí se fueron comprando gallinas, cerdos, ovejas, etc. Sin que en realidad pagase Aguirre ni un solo maravedí por aquellas compras. Un labriego que no estaba muy conforme con las ano­ taciones, se atrevió a preguntar a Lope: —Y dígame vuesa merced, estos dineros, ¿cuándo se cobra­ rán? Con el gesto de un príncipe ofendido por haberse puesto en duda su generosidad o buena fe, Aguirre le contestó con én­ fasis: —Cuando seamos dueños de las riquezas del Perú, que lo seremos muy pronto. Y aún os digo más, que os daremos muy buenas recompensas por el servicio que ahora prestáis a los marañones. Este burdo engaño tuvo poca vida y los colonos margariteños, muy poco entusiasmados con el dinero y las recompensas que habrían de cobrar en el Perú, volvieron a ocultar sus víveres y a esconder sus ganados. Pedrarias de Almesto fracasó en su intento de desertar. Herido en un pie, lo llevaron a presencia de Aguirre y éste, furioso, le dijo que le iba a mandar ahorcar por traidor, por haber huido para pasarse al servicio del rey. —Yo no huí, señor, sino que me causé una grave herida en este pie —se excusó Pedrarias, mostrando la herida emponzañada— y por este motivo no pude seguir al ejército. Aguirre sabía que eso era mentira; se había herido al preten­ der escaparse. — Pues a fe —le dijo con su habitual ironía— que ahora se os va a curar el pie para siempre, cuando estéis colgado en el rollo de la plaza con media lengua fuera. La sentencia era inapelable, pues Lope castigaba con la pena de muerte hasta la simple sospecha de deserción. Pero entonces ocurrió el milagro. Enterada Elvira de que iban a ejecutar a Pedrarias, voló a interceder por él. Lope, que adoraba a su hija, accedió a perdo­ narle la vida.

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—Por esta vez —dijo a Pedrarias— pase. Pero en lo suce­ sivo, mire vuesa merced por sí. Las amenazas al Gobernador Villandrando y las recompensas ofrecidas a los colonos surtieron su efecto. Los margariteños dieron con dos de los soldados desertores, llamados Luis Sánchez Castillo y Juan de Villatoro y los entregaron a Lope. Inmedia­ tamente fueron ejecutados y colgados del rollo de la plaza. Los otros dos soldados desertores Francisco Vázquez y Gonzalo de Zúñiga, ambos futuros cronistas de la expedición, no pudieron ser hallados y lograron mantenerse ocultos hasta que los marañones abandonaron la isla.

Una semana después de la llegada de los marafiones a la isla, ocurrió un hecho que ensombreció más aún el ánimo de Aguirre. Contaba éste entre sus mayores amigos a Juan de Iturriaga, vasco como él, y a quien como amigo de toda confianza había hecho capitán. Era Iturriaga aficionado a la buena mesa y en la isla procuraba desquitarse ampliamente de las hambres pasadas en el Amazonas. Su carácter franco y abierto («hombre de bien», según los cronistas) le granjeó pronto muchos amigos en la isla, con los que se reunía en alegres cenas, en las que campea­ ba el apetito y el buen humor. Un tipo de vasco muy co­ rriente. Alguien fue a Aguirre con el soplo de que Iturriaga estaba tramando una conjura y que sus cenas eran sólo un pretexto para urdir un motín y asesinarle. Otro hombre menos desconfiado que Aguirre y tal vez el mismo Lope en otras circunstancias, hubiese rechazado como absurda tal acusación, pero entonces Aguirre creyó ciegamente en ella. Su innata desconfianza se veía ahora agravada con la obsesión de las traiciones. No ignoraba que la mitad, por lo menos, de sus marafiones estaban prestos a aban­ donarle en la primera coyuntura favorable y que incluso los que le eran adictos se mostraban reacios a luchar contra las bande­ ras del rey. En tales circunstancias no podía permitirse un mo­ mento de debilidad, ni dejarse mecer por la duda. La empresa a que se había lanzado no daba cabida a los sentimentalismos.

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Tenia que ir con las espaldas seguras, cayese quien cayese, fueran amigos o enemigos. Aquella tarde llamó a M artín Pérez, su Maestre de Campo, y estuvieron hablando de diversos asuntos. De pronto, con sem­ blante grave y preocupado, le dijo Aguirre: — Ahora, Martín Pérez, vais a tener que dar muerte a uno que nos está haciendo traición. — ¿Quién es el traidor? —preguntó el Maestre de Campo. —Juan de Iturriaga. Martín Pérez no lo quería creer. — ¿Siendo tan amigo vuestro? —Ahora no hay paisanos ni amigos, M artín Pérez, sino leales o traidores. Iturriaga se ha hecho con muchos amigos en la isla y está preparando un motín. Esta misma noche habéis de darle muerte, antes de que lleve adelante la conjura. Aquella noche, cuando más alegre se hallaba Iturriaga cenan­ do con sus amigos, penetró en la estancia M artín Pérez acompa­ ñado de dos arcabuceros. Iturriaga se levantó para recibir a su superior, invitándole a cenar, pero a una señal de M artín Pérez, los arcabuceros dispararon sus armas a quemarropa y Juan de Iturriaga cayó muerto sobre la mesa. Los comensales se levanta­ ron aterrorizados de sus asientos buscando una salida, peto el Maestre de Campo, con gesto autoritario, les contuvo, diciéndoles: —Nadie se mueva, que no ha pasado nada. Solamente se ha hecho justicia en un traidor. Vuesas mercedes pueden seguir cenando. A Lope, no obstante, le dolió la muerte de su gran amigo y decidió enterrarlo con la mayor pompa. Con ello quería demos­ trar a sus marañones que sabía apreciar a sus amigos, pero que ni aún los más puros y fuertes sentimientos de la amistad, serían capaces de quebrantar su férrea decisión de castigar implaca­ blemente a los traidores. Nunca se vio en la M argarita un entierro tan impresionante. Aguirre montó la escena como él sólo sabía hacerlo. Ordenó llevar el cadáver de Iturriaga a la fortaleza y a la mañana siguien­ te el párroco de la villa, padre Alonso Contreras, ofició un solem­

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ne funeral ante los marañones formados. Aguirre en persona pre­ sidió el entierro, que atravesó las calles de la villa a paso lento y con los estandartes inclinados, hasta llevar al cementerio el cadáver de Iturriaga, que fue enterrado entre sordos redobles de tambores y fúnebres tañidos de campanas.

Dos o tres días después llegó a la M argarita un negro proce­ dente de Maracapaná, con la noticia de que Pedro de Munguía se había pasado con todos sus hombres al servicio del rey. E l mestizo Carrión, su Alguacil Mayor, que le dio la noticia, le comunicó también que el padre Montesinos, con el navio de gue­ rra y buen golpe de soldados, se dirigía a atacarles en la isla. Aguirre quedó anonadado. Aquella noticia significaba el de­ rrumbamiento de sus planes, pues ya no le serta posible ir a Panamá. Era la peor noticia que le podían haber dado. Le inva­ dió de repente un acceso de furor. Se levantó y comenzó a pa­ sear nerviosamente por la estancia, desfogando a gritos su cólera. —Tú también me has traicionado, Pedro de Munguía. Eras mi amigo, te hice capitán de mi Guardia y, sin embargo, te has pa­ sado al servicio del rey. ¡Im béciles! ¿Qué os da el rey? ¿Qué te dio a ti, Pedro de Munguía? Nada. No te dio nada. N o eras nadie en el servicio del rey. Yo, en cambio, te hice capitán y conmigo hubieras sido gobernador en el Perú. Y a pesar de todo me has traicionado. ¡Traidor! —gritó con gesto amenazador—. Ten cuidado de no caer en mis manos. Paseó unos momentos en silencio y dirigiéndose a Carrión que, atemorizado y sin decir palabra, presenciaba desde un rincón aquella explosión de ira, le ordenó: —Que se reúnan los soldados en el patio de la fortaleza y pon grilletes al Gobernador y a todos los presos de la isla. Salió Carrión y Aguirre quedó nuevamente solo. Parecía más calmado y empezó a reflexionar en alta voz, sobre la difícil si­ tuación en que le había colocado la traición del capitán de su Guardia.

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— No sabes — murmuraba— el daño que me has hecho, Pe­ dro de Munguía. No me importas tú, ni los hombres que lleva­ bas, aunque no estoy sobrado de gente. Pero esa nave de guerra me bacía mucha falta. Era lo que necesitaba para ir a Panamá, donde encontraría a todos los que no quieren continuar en el servicio del rey y a los negros que están deseosos de insurrec­ cionarse. Allí hubiese reunido un ejército tan fuerte, que nadie nos hubiese podido resistir. Pero ahora —añadió con desaliento— nada de esto es posible. Paseó unos momentos pensativo. Se resistía a darse por ven­ cido. H abía quedado encerrado en aquella isla, como en una ra­ tonera, pero tenía que encontrar una salida. De pronto se paró, levantó la cabeza y en su dura mirada brilló de nuevo la esperanza. —S í — exclamó, dibujándose en su boca una sonrisa—; tam­ bién hay otros caminos para ir al Perú. Si no puedo ir por Pana­ má iré por Tierra Firme. H aré que se termine rápidamente la nave que se estaba construyendo en esta isla y embarcados en ella podremos llegar a Venezuela, que está a una paso de la M argarita. De Venezuela iremos a Nueva Granada, de allí a Quito y de Quito al Cuzco. E l recuerdo de los años vividos en el Perú le reanimó. Amaba aquella tierra; se le habla metido en el alma. Se sintió invadido de nuevo por la fiebre del entusiasmo. —Y en el Cuzco — siguió meciéndose en sus sueños— se me unirán todos los descontentos que hay en el Perú, que son mu­ chos. Todos los valientes, todos los rebeldes que no quieren do­ blegarse a las injusticias ni a los atropellos, no estos ruines y traidores marañones... Le sacó de sus sueños la entrada de Carrión, comunicándole que los soldados esperaban en el patio. Salió Aguirre para aren­ garlos. — ¡Marañones! —les dijo— . Habéis de saber que el padre Montesinos viene con su nave de guerra a atacarnos en la isla y esto lo habéis de mirar como una gran suerte, pues en vez de tener que ir a buscarle nosotros, viene él a ponerse en nuestras manos. ¡Animo, marañones! Ahora vais a tener ocasión de de­

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mostrar vuestro valor; el fraile y sus soldados son poca cosa para vosotros. A l día siguiente apareció el navio del padre Montesinos fren­ te a un lugar denominado Punta de las Piedras. Se ignoraba por dónde atacaría el Provincial, así que Aguirre, como medida de seguridad, apostó retenes de caballería desde la villa hasta la Punta de las Piedras. Después visitó al Gobernador y demás auto­ ridades de la villa que tenía encerrados en la fortaleza, diciéndoles que no temiesen que les pasase algo por la llegada del fraile con su nave y que él les aseguraba y les daba su palabra que, aunque el padre Montesinos trajese más soldados que cardones había en la isla, a ellos nada les ocurriría. Los detenidos quedaron bastante tranquilos y contentos con las palabras que les había dicho Aguirre, no sospechando que la intención de Lope era opuesta en absoluto a cuanto les había manifestado. Estaba preocupado por la prueba a que iban a ser sometidos sus marañones, no por la lucha en sí misma, pues en este aspec­ to confiaba plenamente en que sus soldados, veteranos del Perú, saldrían airosos del choque con la gente del padre Montesinos. Lo que le inquietaba era el temor a las deserciones. Era la prime­ ra vez que sus marañones iban a combatir abiertamente contra las tropas reales y temía que durante la lucha se pasaran a las banderas del rey. Sabía que éste era su punto flaco; el tendón de Aquiles de su empresa. Llegó a la conclusión de que sólo había una manera de ligar definitivamente a los marañones a su causa y era hundirlos en tal número de crímenes y delitos, que ellos mismos tuvieran que convencerse de que ya no podían, de ninguna forma, esperar el perdón del rey. La idea era monstruosa, mas para Aguirre, en­ callecido ya en el crimen, carecía de importancia quitar unas cuantas vidas más. Al anochecer mandó al mestizo Carrión, con cuatro soldados de su guardia, a dar garrote al Gobernador y restantes autorida­ des de la isla. Fue inútil que protestaran diciendo que Lope de Aguirre les acababa de dar palabra de que no les pasaría nada. El Gobernador don Juan de Villandrando, el alcalde Manuel

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Fernández y tres más fueron agarrotados. A medianoche convo­ có Aguirre a sus soldados para que, con velas encendidas, con­ templasen el macabro espectáculo. Señalando los cinco cadáveres, les dijo: —Mirad, marañones, lo que habéis hecho y esto después de lo que hicisteis en el rio Amazonas, matando a vuestro General Pedro de Ursúa y a su lugarteniente Juan de Vargas y a otros muchos y eligiendo y jurando por nuevo soberano a don Feman­ do de Guzmán y firmándolo con vuestros nombres, a quien lue­ go también quitasteis la vida y todas las demás muertes de capi­ tanes y gente principal que allí hicisteis y asaltasteis luego esta isla de la Margarita y os habéis hecho dueños de ella contra el rey y ahora habéis dado muerte al Gobernador, alcalde y justicias de la isla, que vedlos aquí, bien muertos están. Por tanto, cada uno de vosotros que mire por sí y pelee por su vida, que, cier­ to, después de haber cometido tantos crímenes y delitos, en ninguna parte podéis estar seguros ni alcanzar perdón, si no es estando conmigo. Mandó luego hacer dos hoyos en la misma estancia donde esta­ ban los cadáveres y ordenó que los enterrasen allí.

Marchó Aguirre con ochenta arcabuceros a la Punta de las Piedras, para hacer frente a un posible desembarco de la gente del Provincial, dejando encargado del mando de la Plaza a su Maestre de Campo, Martín Pérez. Quiso éste celebrar la nueva prueba de confianza que Aguirre le había dado y para festejarlo cual correspondía, invitó a sus amigos a una alegre cena en la que el vino, incautado a los comerciantes de la isla, corrió sin tasa. Se comió, se bebió, se habló y hasta hubo música de trom­ petería. Sobre lo que allí se habló hubo varias versiones en el cam­ pamento, porque entre los marañones nadie podía verse libre de que le pusieran una traidora zancadilla, por muy alto que fuese el puesto que ocupaba. Aquellos desalmados aventureros se dis­ putaban los puestos importantes con la misma ferocidad con que las fieras se disputan una presa codiciada y para poder aspirar al

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cargo, lo más práctico era quitar de en medio al que lo estaba desempeñando. Bajo la férula de Aguirre esto era bastante sencillo; bastaba con señalar como traidor a un enemigo o a un competidor, acu­ sándole de estar preparando un motín para asesinar al Fuerte Caudillo. Nadie sabría jamás si estas acusaciones eran falsas o verdaderas; entre los marañones todo era posible. Después de haber inspeccionado la playa, regresó Lope a la villa, donde se le recibió con salvas de arcabucería. No bien hubo llegado solicitó hablarle Cristóbal García, aquel calafate que él habla hecho capitán y ante el asombro de Lope le comu­ nicó que su Maestre de Campo estaba conspirando para matarle y que Antón Llamozo estaba también en la conjura. A pesar de su característica desconfianza, Aguirre se negaba a dar crédito a aquellas palabras. No era posible que Martín Pérez y Antón Llamozo le traicionasen. Clavó su acerada mirada en el rostro de García, tratando de leer hasta sus más ocultos pensamientos. — ¿Cómo sabéis que M artín Pérez y Antón Llamozo están conspirando para matarme? —Martín Pérez — respondió García sosteniendo la mirada— ha dado una comida a sus amigos cuando fuisteis a la playa con los arcabuceros y durante la comida dijeron algunos que éramos muy pocos para hacer la guerra en el Perú y que las tropas del virrey pronto nos ahorcarían a todos y que lo mejor sería ma­ tar a vuesa merced y pasam os al servido del rey. «Entonces M artín Pérez dijo que no podíamos pasar al servido del rey, por las muchas muertes que se habían hecho y que él se encargaría de mataros y huir luego a Francia con el botín. Llamó entonces García a un muchacho que estaba allí cerca y era criado suyo y lo presentó a Lope, didéndole: —Este muchacho es testigo de lo que digo, pues estuvo en la comida sirviendo el vino y lo oyó todo. E l muchacho confirmó cuanto había dicho su amo. Despidió Aguirre a García y al muchacho y quedó sumido en un mar de confusiones. No quería dar crédito a la traidón de su Maestre de Campo y, sin embargo, todo lo que le había dicho

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Cristóbal García era muy verosímil. No tenía nada de extraño que Martín Pérez estimase que eran muy pocos para vencer a los soldados del virrey y adueñarse del Perú. Recordaba que en algunas ocasiones en que él había ordenado la muerte de algu­ nos marañones, M artín Pérez había hecho patente su disconfor­ midad, diciéndole. «M irad lo que hacéis; que si matáis a todos, ¿con quién vamos a hacer la guerra?» S í; era probable que Martín creyese que eran muy pocos, para una empresa tan grande y arriesgada como derrotar a las tropas del virrey y adue­ ñarse del Perú y más ahora que no podían ir a Panamá a reco­ ger gente y engrosar sus fuerzas. Y tampoco le sorprendía que su Maestre de Campo estuviese convencido de que no podría alcanzar el perdón del rey, después de haber sido protagonista en tantas muertes y delitos y en tal caso era natural que Martín Pérez creyese que lo más acertado era embarcarse y huir a Fran­ cia con el botín. Pero sabía que esto no podría hacerlo mientras él, Lope de Aguirre, estuviese con vida. Todo cuanto le había dicho Cristóbal García era lógico y cuanto más reflexionaba, más se convencía de la verdad de la acusación. Por consiguiente había que obrar con toda rapidez. Envió con Cam ón un aviso a M artín Pérez para que fuese a verle a su despacho. A l mismo tiempo apostó cuatro soldados de su Guardia junto a la puerta y a uno de ellos, el de más confianza, llamado Chaves, le ordenó que tuviese el arcabuz preparado y cuando le hiciese la señal que entonces le indicó, disparase el arcabuz sobre la persona que estuviese hablando con él, fuese quien fuese. H abía llegado Lope a la villa sudando y preocupado con las graves noticias que le había dado Cristóbal G arcía, todavía no se había despojado ni siquiera de la cota. Llegó M artín sin de­ mostrar el menor recelo y al ver a Aguirre le dijo con la mayor naturalidad que se quitase la cota y se pusiese una camisa lim­ pia, pues la llevaba sudada. Lope, sin contestarle, hizo la señal convenida y Chaves disparó su arcabuz, hiriendo a M artín Pérez en la espalda. E l Maestre de Campo se tambaleó, pero impo­ niéndose su fuerte naturaleza, intentó salir del despacho abrién­ dose paso con la espada. Se abalanzaron entonces sobre él los

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soldados que Lope había dejado allí apostados y se trabó una terrible lucha por los pasillos de la fortaleza. M artín Pérez lu­ chaba ferozmente con los cuatro esbirros, recibiendo cuchilladas por todas partes. Fue una pelea salvaje, acompañada de juramen­ tos, gritos y blasfemias. E l Maestre de Campo se defendía como fiera acorralada, vendiendo desesperademente su vida. Chaves logró, finalmente, sujetarle la cabeza y se la abrió de un tre­ mendo tajo. M artín Pérez cayó moribundo, pidiendo confesión. Fueron tales los gritos, ruidos y carreras de la desesperada lucha, que los vecinos de la M argarita —hombres y mujeres— que, más que detenidos, se hallaban recluidos en la fortaleza, creyeron llegada su última hora y, llenos de pánico, echaron a correr atropellando a los soldados, que tampoco sabían lo que pasaba. La mujer de uno de los regidores de la villa se tiró por una ventana y dos de los vecinos detenidos, Domingo López y Pedro de Angulo, se arrojaron desde las almenas del fuerte. Tu­ vieron la suerte de no descalabrarse y aprovechando la confusión que reinaba huyeron al monte. La gente de la villa, alborotada, se agrupó al pie de la forta­ leza y Aguirre tuvo que asomarse para calmarlos. Lo hizo con aquella tranquilidad que en él era habitual en circunstancias se­ mejantes, gritándoles con su potente voz: —No alborotarse, que no ha pasado nada. Solamente que he dado muerte a mi Maestre de Campo, porque quería hacer un motín para asesinarme. Y esto es todo. Volvió Aguirre al interior del fuerte y en aquel momento se presentó Antón Llamozo. Al verlo, Aguirre se le encaró y mi­ rándole fijamente, le dijo: —Y tú, hijo Antón Llamozo, ¿también dicen que querías matar a tu padre? Llamozo se revolvió como si le hubiese picado una víbora y entre reniegos y juramentos empezó a gritar: — ¿Quién dice que yo quería matar a mi padre? Echando llamas por los ojos se volvía hada los presentes, desafiándolos: — ¿Quién lo ha dicho? Vio el cadáver de M artín Pérez tirado en el suelo y en un

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acceso de vesanía, se arrodilló junto a él y cogiéndole por los hombros, comenzó a zarandearlo, apostrofándole como si estu­ viera vivo y le pudiese oír. — ¿Tú? ¿Tú eras el traidor? ¿Tú querías matar a mi padre? A este traidor —gritó— le he de beber la sangre. Y acercando su boca a la cabeza llena de heridas de Martín Pérez, comenzó a chupar la sangre y hasta parte de los sesos que se salían por alguna de ellas. La escena era tan repulsiva que hasta los desalmados que la contemplaban, volvieron la cabeza hada otro lado con repugnanda. Aguirre se fue, convenddo de la inocencia de Llamozo.


CapUtdo noveno

La muerte de Martin Pérez habia dejado vacante el cargo de Maestre de Campo, el más importante del ejército, pero Aguirre no designó a nadie para ocuparlo. En unos no tenía confianza y otros, como Llamozo y Carrión, en quienes confiaba plenamente, no reunían condiciones para desempeñarlo. Diego Tirado hubiera podido sustituir ventajosamente a Martín Pérez; nadie más capa­ citado ni más apto que él para ocupar tan elevado puesto. Pero Tirado había estado alejado de toda clase de motines y Lope no lo consideraba suficientemente comprometido en aquel rosario de crímenes, para confiarle un cargo de tal importancia. No tenía a nadie. Todos le habían traicionado y apenas podía disponer de capitanes dignos de este nombre. Si Diego Tirado se mantuviera fiel... Tenía también a Jerónimo de Espinóla, aquel genovés que ya era oficial cuando fue a las Indias a probar fortuna. Aguirre le mantenía en el puesto de capitán, porque creía que no siendo español, no se sentiría tan obligado a guardar fidelidad al rey. Sentía una creciente preocupación al ver que a su lado sólo iban quedando los esbirros, los verdugos. Y tenía que valerse de ellos porque eran los únicos en quienes podía confiar. Lla­ mozo, capitán de munición; Juan Gómez, almirante; Francisco Carrión, Alguacil Mayor; Bartolomé Sánchez Paniagua, Pagador. Ahora, tras la traición de Munguía, había nombrado capitán de su Guardia a un barbero: Roberto de Zozaya. Tuvo que abandonar sus preocupaciones para dirigirse a la playa, pues el navio del padre Montesinos, después de levar an­ clas, se había situado frente a la villa. Entre los cardones, cerca de la playa, estaban ocultos los marañones, esperando el desem­ barco de la gente del Provincial. Dispuso éste que fuesen algu­ nos soldados en dos piraguas a hacer un reconocimiento en la playa, pero antes de saltar a tierra recibieron una descarga de arcabucería que les hizo desistir de su intento, por lo que se

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limitaron a cruzar con los marañones una serie, bien contestada por estos, de abundantes insultos, a completa satisfacción de las dos partes. A continuación hubo un duelo de disparos entre los cañones del navio y algunos falconetes que tenia Aguirre, pero sin ninguna consecuencia para nadie. Viendo Aguirre que el Provincial no se atrevía a desembar­ car regresó a la fortaleza, donde escribió una carta al padre Montesinos. En ésta —como en todas las de Aguirre— curiosa carta, a veces usa Lope frases rebuscadas y de sentido poco cla­ ro, pero cuando deja correr libremente su pluma, hace gala de un donoso estilo preñado de ironía. Le saluda con el mayor respeto, manifestándole que preferiría recibirle con ramos de flores antes que con arcabuces y artillería. Insinúa al fraile que no tienen miedo a morir, ya que después de los peligros y pe­ nalidades pasados en el Amazonas y con los cuerpos «con más costuras que ropas de romero», puede decirse que la vida que todavía tienen es un regalo, viven «de gracia», así que los que vayan a combatirles «hagan cuenta que van a pelear con los es­ píritus de hombres muertos». Hace luego al Provincial la más sorprendente recomendación: « ...s i los soldados de vuestra paternidad nos llaman traidores, los debe castigar, que no digan tal cosa, pues hacer la guerra a don Felipe, rey de Castilla, no es de traidores, sino de hombres generosos y de gran ánimo». Por otra parte, ellos tienen que hacer la guerra, que es su oficio, « ...s i tuviéramos oficios ruines — para Aguirre la única profesión noble es la de las armas— pudiéramos poner orden en nuestras vidas, pero no sabemos sino hacer pelotas —balas de arcabuz— y afilar lanzas, que es la moneda que corre por acá. Si por ahí tienen necesidad de este menudo, todavía los podemos proveer». Pasa luego lista a los que desertaron y los retrata con cuatro rasgos certeros. «Rodrigo Gutiérrez, cierto, hombre de bien es, si no mirase siempre al suelo, que es nota de gran traidor»... No sale mejor librado Gonzalo de Zúñiga, uno de los futuros cro­ nistas de la expedición y que según Lope «es hombre que a la hora de comer está diligente y al tiempo de la pelea siempre

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huye». «A Munguía y a Axteaga —dice despectivamente— Dios los perdone.» Y cierra la carta con un rasgo genial: invitando al padre Montesinos a que se una a los marañones, «...sien do vuestra paternidad nuestro Patriarca». No parece que la carta de Aguirre causara mal efecto al Provincial, ya que le contestó en términos muy comedidos, ofreciéndole el perdón si volvía al servicio del rey. El padre Montesinos abandonó la costas de la isla y fue a dar cuenta a la Real Audiencia de Santo Domingo de la situa­ ción de la M argarita, en poder de los marañones.

La marcha del padre Montesinos frustró aún más los planes de Aguirre. En la situación en que le había colocado la traición de Munguía, hubiera deseado que el Provincial desembarcase en la isla, convencido de alcanzar sobre el fraile una completa victoria y con la esperanza de que en la confusión del combate, lograran los marañones apoderarse de algunas canoas, con las que se pudiera intentar el abordaje d d navio. L a partida del Provincial desvaneció su última esperanza de hacerse con un navio de guerra. M as, por otra parte, ya ni con un buque de guerra podrían dirigirse a Panamá, pues la deserción de Munguía había dado a conocer sus planes y, por lo tanto, no hallaría en Panamá soldados prontos a unírsele, sino a las tropas reales apercibidas para hacerle frente. Reunió, pues, a sus espitantes y les expuso su nuevo plan. —Caballeros — les dijo— la traición de Pedro de Munguía nos impide ir a Panamá, como yo lo tenía pensado, pero es tan fuerte nuestro ánimo, que no por eso hemos de renunciar el ir al Perú y así lo haremos por Tierra Firme, de manera que des­ embarcaremos en la gobernación de Venezuela y por Nueva Gra­ nada y Quito llegaremos al Perú, donde nos están esperando, como vuesas mercedes muy bien lo saben, tantos amigos nues­ tros, que formaremos un ejército que nadie podrá resistir y en­ tonces alcanzaremos di premio que en justicia nos corresponde.

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Y ahora he dispuesto que se termine a la mayor brevedad, la □ave que se estaba construyendo en esta isla y con dos o tres más pequeñas que hay aquí, en ellas iremos a Venezuela. No pido a vuesas mercedes sino que me sean fieles, que estando bien unidos y hermanados, yo les prometo hacerles dueños del Perú. Y quien, por querer pasarse al servido del rey, conspire contra mí, bien cierto puede estar de dos cosas: la primera, que le haré matar; y la segunda, que el rey no vendrá a resucitarle. E l rey ni da vidas ni sana heridas. \

Acababa Aguirre de regresar del puerto, donde había estado inspeccionando y metiendo prisa para que se terminase la embarcadón que les habría de transportar a Venezuela, cuando en­ tró Carrión en su despacho, notificándole que había otra con­ jura. — ¿Quién es el traidor? —Alonso de Villena — respondió Carrión—. Y los conjurados se reúnen en casa de una de las prindpales señoras de la isla: doña Ana de Rojas. —Coge una docena de soldados — le ordenó Lope furioso— y tráeme a Alonso de Villena vivo o muerto. Y dile a Llamozo que venga. Salió Carrión y Aguirre quedó solo en su despacho, desfogan­ do su cólera. —H asta las mujeres de la Margarita se atreven ya a cons­ pirar contra mí. ¿Tan poco miedo me tienen? Pues, ¡por vida de tal!, que voy a hacer un escarmiento que se acordarán para siempre de mí en esta isla. Y tú, miserable Villena, ¿esperas el perdón del rey después de haber tomado parte en la muerte de tu General don Pedro de Ursúa? ¿O crees que es más dulce la muerte que te va a dar el rey, que la que te voy a dar yo, si caes en mis manos? En aquel momento entró Llamozo. —Coge a Chaves —le dijo Aguirre— y a otros cuatro solda­ dos de la Guardia y trae presa a doña Ana de Rojas. Y encié­ rrala con grilletes en los pies.

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Llamozo se dirigió inmediatamente a cumplir la orden. Doña Ana de Rojas era una de las principales damas de la Margarita y al ser detenida se comportó con la dignidad y el orgullo de una reina, sin lanzar gritos ni proferir ninguna queja. Se dejó conducir a la fortaleza sin que de sus labios saliese una protes­ ta, pero cuando intentaron ponerle grilletes en los tobillos, esta­ lló su dignidad ofendida, llenando de insultos y denuestos a aquellos miserables. Cuando Aguirre fue a verla, doña Ana le apostrofó con dureza: — ¿No os avergonzáis de encerrar en prisiones a una débil mujer y encadenarla con grilletes? — ¿Y por qué habéis conspirado contra m í? —replicó Lope. —Matadme —le gritó doña Ana— si también os atrevéis a asesinar mujeres indefensas, pero no me encerréis en esta in­ munda prisión con grilletes en los pies, como si yo fuese una mala mujer. Quedó Aguirre perplejo por un momento; nadie se había atre­ vido a hablarle así. Pero su cólera estalló cuando doña Ana, lanzándole una mirada llena de desprecio, le desafió: — ¿O es que no os atrevéis a matarme? — ¡Voto a tal! —tronó Aguirre con su vozarrón—. Puesto que así lo queréis, nadie podrá decir que no he cumplido vues­ tros deseos. Que la ahorquen en medio de la plaza — ordenó a Cam ón. E l castigo se cumplió sin pérdida de tiempo y allí, en la plaza de la villa del Espíritu Santo, quedó colgando el cuerpo de doña Ana de Rojas, mecido por la suave brisa tropical. Uno de los marañones insinuó que podía servirles de blanco para ejercitar su puntería. Nadie afeó una proposición tan canallesca y al momento unos cuantos de aquellos miserables llenaron de arcabuzazos el cuerpo de aquella dama, que había sido el ornato de la isla. Esta conspiración desató el furor homicida de Aguirre. Juró que terminaría con todas las conjuras y con todos los conspira­ dores, aunque tuviera que anegar en sangre toda la isla y habién­ dose enterado que el esposo de doña Ana de Rojas se encontraba en una casa de campo, convaleciendo de una enfermedad, des­

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pachó a Panlagua con dos soldados para que le dieran garrote. Llegó Panlagua a la casa de campo y halló al marido de doña Ana en compañía de un fraile dominico. Fueron muy bien recibidos y después que hubieron comido, dijo Paniagua a Diego Gómez, que así se llamaba el esposo de doña Ana, que encomendara su alma a Dios, pues tenía que darle garrote. Al principio no lo creyó el infeliz, pero al ver los instrumentos de muerte, pidió que, al menos, le dieran tiempo para confesarse. Paniagua le dijo que no había tiempo para eso, ya que era tarde y tenían que regresar a la villa y como el fraile protestara enérgicamente, les dieron garrote a los dos. Regresaron a la villa, después de robar cuanto había en la casa de campo, y Paniagua dio cuenta a Aguirre de cómo había cumplido la orden. E l primer impulso de Lope fue castigar seve­ ramente a Paniagua, por haberse excedido en el cumplimiento de la orden, pues él no le había ordenado matar al fraile. — ¿Por qué mataste al fraile dominico? — le preguntó. Paniagua, con lógica marañona, le contestó con la mayor na­ turalidad: —Porque pertenecía a la misma Orden que el padre Monte­ sinos, que vino con su nave a atacamos en la isla. Lope quedó un momento pensativo. Quizá la mejor manera de mantener fieles a aquellos marañones sería amoldarse a su mentalidad. De todas formas una vida más o un fraile menos no tenían ninguna importancia para Aguirre. A sí que en vez de cas­ tigar a Paniagua, le dijo empleando una lógica parecida: — Puesto que has matado a ese fraile dominico, mata también al otro que hay en la isla. E l otro era Fray Francisco de Totdesilla, religioso que gozaba de gran veneración y a quien, en cierto modo, podía conside­ rársele como su confesor, ya que se había confesado una vez con él, aunque decían que lo hizo por salvar las apariencias. De todos modos, nada de esto parece que hizo mucha mella en su ánimo. Partió Paniagua con sus dos compañeros y los instrumentos de dar garrote, en busca del padre Tordesillas. Cuando lo hubie­ ron detenido, le llevaron a una casa deshabitada y le hicieron

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saber que tenía que morir y que se encomendara a D ios, porque no había tiempo para ir a buscarle un confesor. Se echó enton­ ces el fraile en el suelo, boca abajo, y comenzó a rezar sus ora­ ciones, mas como aquellas fieras le metieran prisa, se levantó, didéndoles que ofrecía su vida a Dios y que teniendo en cuenta los grandes sufrimientos que Jesucristo había padecido en su Pasión, les rogaba que le diesen la muerte más cruel que pu­ dieran. Le contestaron que en eso podrían complacerle y en vez de pasarle el cordel por el cuello, se lo pasaron por la boca, para hacerle sufrir más. Se le desgarraron al fraile las comisuras y quedó la boca destrozada, pero a pesar de los insoportables dolores no acababa de morir, por lo que tuvieron que sacarle el cordel de la boca y pasárselo por el cuello para que muriese. Era una orgía de sangre en la que nadie estaba libre de caer víctima de la vesanía de Aguirre. Y a no necesitaban denuncias ni acusaciones; los más allegados caían por una simple sospecha y así, sin causa determinada, mandó dar muerte a un alférez y a un soldado de su propia Guardia. El vecindario estaba aterrorizado y eran muchos los que aban­ donaban la villa del Espíritu Santo, para esconderse en las casas de campo o simplemente se iban al monte para ocultarse en cuevas y quebradas.

Había quedado Aguirre convencido de que la sangre derra­ mada infundiría tal pánico, que nadie se atrevería ya a pensar en nuevas conspiraciones. Ahora quería inyectar en sus marañones la moral y el entusiasmo que les impulsara a luchar con ar­ dor contra las tropas reales. E l inminente desembarco en Vene­ zuela les llevaría a enfrentarse con los soldados del rey y quería Lope que los marañones tuvieran plena conciencia de lo que eran y de los fines que perseguían: un ejército rebelde, lanzado a una lucha a muerte contra la autoridad del Rey, que se había fijado como objetivo el adueñarse del Perú. Era preciso que surgiera de nuevo el gran director de escena y Aguirre montó una realmente insuperable. A los marañones les faltaban banderas y estandartes propios, es decir, los símbo­

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los o emblemas de rigor en todo ejército organizado. Decidió, por consiguiente, dotarles de una bandera propia, diseñada por él mismo. La bandera que ideó era negra, con dos espadas rojizas y llameantes cruzadas oblicuamente. El negro, el rojo y las llamas representaban la muerte, la sangre y el fuego. Quería que la vista de estas banderas recordase constantemente a sus marañones que tenían que luchar sin desmayo, llevándolo todo a sangre y fuego. Para la entrega de las banderas dispuso una solemne ceremo­ nia el día 15 de agosto, festividad de la Asunción. Se levantó un altar en la plaza de la villa y el padre Contreras ofició la misa mayor, a la que asistieron los marañones en correcta forma­ ción, divididos en compañías al mando de sus respectivos capi­ tanes, con Lope de Aguirre a la cabeza. Terminada la misa, el padre Contreras bendijo las banderas, una por cada compañía, que Aguirre fue entregando a los capitanes. Concluida la solemne ceremonia y cuando Aguirre cruzaba la plaza para arengar a sus soldados, vio en el suelo un naipe con la figura de un rey. Estaba en vena de actor y le pareció que aquel naipe podía servir para dar más colorido a aquella magnífica representación. Simulando haber m oñudo en cólera, se agachó, cogió el naipe y mostrándolo a sus soldados, gritó con su vozarrón: —Aquí veis, marañones, un rey por los suelos y mirad lo que hago con él, que lo mismo haría con el rey Felipe si aquí estu­ viera. Lo rompo, lo escupo y lo pisoteo. Y acto seguido rompió el naipe, tiró los pedazos al suelo, los escupió y los pisoteó con rabia. Después de esta escena de teatro, arengó a sus soldados: — ¡Marañones! —les dijo— . EsU s son las banderas que habéis de seguir y no las del rey, que tan mal ha pagado vuestros servi­ cios. Ahora podéis luchar defendiendo vuestra propia bandera y así, en adelante, no pelearéis para nadie, sino para vosotros mismos. Si sois buenos soldados y lucháis con valor, estas ban­ deras os llevarán al Perú, donde recibiréis con largueza el premio a vuestros esfuerzos. Terminada la arenga, los marañones, con aire de veteranos,

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desfilaron mardalmente entre agudos sonidos de trompetas y rotundos redobles de tambores. El vecindario de la villa que en otras circunstancias hubiese asistido con alegría y entusiasmo al vistoso desfile, contemplaba ahora aterrorizado el paso marcial de los marañones, preguntándose cuándo se marcharían de la isla aquellos desalmados soldados. En esto, en abandonar la isla, Aguirre coincidía con los mar* gariteños. Le corría prisa dejar la Margarita y pasar a Tierra Firme, pero tenía que aguardar a que estuviese terminada la nave que se construía en el puerto. Mientras tanto, habilitó tres embarcaciones pequeñas y fue haciendo acopio de armas y bas­ timentos. Pero cuanto más se acercaba el momento de partir, peor era su estado de ánimo. La fría realidad se imponía a las exaltadas ilusiones y con rabia impotente tenía que reconocer que la estancia en la Margarita había constituido un fracaso. Aquella isla no había significado en sus planes más que un punto de apoyo para saltar a Panamá, donde se le habrían de unir todos los descontentos que huían del Perú y todos los negros ansiosos de romper sus cadenas y alcanzar la libertad. A llí, en Panamá, era donde organizaría un ejército y se haría con naves para marchar sobre Lima y entrar triunfante en la capital del virreinato. Ahora tenía que abandonar definitivamente este grandioso plan. Ya no iría a Panamá, sino a la gobernación de Venezuela. ¿Y qué podía esperar en Venezuela? Nada. Todo lo más, hacer­ se con algunos caballos. Y emprender un marcha agotadora a través de los Andes, acosado por las tropas reales, pasando por los territorios de Nueva Granada y Quito, en noches y días de interminable caminata. Y ni aún le quedaba la esperanza de que en esta agotadora marcha pudiera reforzar sensiblemente su pe­ queño ejército. Sin duda que no faltarían descontentos en aque­ llos territorios; en todas partes los había. Pero, ¿quiénes podían ser? Gentes de tres al cuarto. G erto que tampoco allí habían faltado revueltas, pero no podían compararse con las grandes re­ beliones y las cruentas y enconadas guerras aviles del Perú. Allí es donde se forjaban los grandes rebeldes y los buenos sol­ dados. Y estos, cuando tenían que huir del Perú, no iban a

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Nueva Granada ni a Venezuela, sino a Panamá, donde él no podía ir ahora a recogerlos. Era difícil, por tanto, que pudiera reforzar su ejército, pero, en cambio, ¿cómo podría evitar las deserciones durante aquella larguísima marcha? A pesar de su ánimo indomable, que ante nada se doblegaba, el propio Aguirre comenzaba ya a dudar del éxito de su em­ presa.

Aquellos días, los últimos de su estancia en la M argarita, era peligroso acercarse a él. Sus reacciones eran extremadamente vio­ lentas. Repetía una y otra vez que no quería dejar enemigos a sus espaldas y esta fue la única razón que dio para ordenar la muerte de M artín Díaz de Armendáriz. Era éste primo de don Pedro de Ursúa y desde su muerte estuvo M artín Díaz en la situación de desarmado y semidetenido. Como nunca dio moti­ vos de queja, al llegar a la Margarita le permitió Lope que fue­ ra a vivir a una casa de campo. M as al acercarse el día de la par­ tida de la isla y diciendo que no quería dejar enemigos a sus espaldas, ordenó que le dieran garrote. Al asaltar la isla se habían unido varios soldados que en ella habla y algunos vecinos de la M argarita, pero la mayoría esta­ ban ya pesarosos de haberlo hecho y trataban a toda costa de evitar el acompañarle a Venezuela. Algunos huyeron al monte por este motivo. Aguirre mandó dar muerte a Ana de Chaves, porque uno de ellos, que estaba en su casa, desertó y ella no dio aviso de la huida. Uno de estos, llamado Somorrostro, ya viejo, se presentó a Aguirre diciéndole que no le podía seguir, que le diera licencia para quedarse. Lope le miró de arriba abajo y le dijo: —Vuesa merced se ofreció a unirse libremente a nosotros, que yo no le obligué a ello, ¿y ahora dice que quiere quedarse? Pues, ¡por vida de tal!, que le voy a dar licencia para que se quede, y por mucho tiempo. Y ordenó que le dieran garrote. Nadie se atrevió ya a decirle que no le quería seguir.

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Andaban huidos por el monte los desertores que habían logrado ocultarse a las pesquisas de sus perseguidores y uno de ellos, el capitán Pedro Alonso G aleas, pudo llegar a la costa de Venezuela en la barca de un colono margariteño, donde dio cuenta de todo lo referente a Lope de Aguirre y sus maraño­ nes. A la vista de estos informes y de las noticias que había co­ municado el padre Montesinos, un capitán mestizo, llamado Francisco Fajardo, desembarcó en la M argarita con indios fle­ cheros, con ánimo de hostigar cuanto pudiese a los marañones. Se situó en un monte a media legua de la villa del Espíritu Santo, entre las estancias de los colonos. Aguirre no quiso per­ der tiempo ni fuerzas para atacarle, considerando que el vencer a Fajardo no le solucionaba ningún problema y en cambio la lucha por aquellas quebradas se prestaba a facilitar las desercio­ nes. Fajardo, por su parte, se limitaba a hostilizarle, pues caren­ te de fuerzas, no podía atacarle abiertamente. Terminada ya la nave que se estaba construyendo, se hicieron a toda prisa los preparativos de marcha. Tan escasa era la con­ fianza que tenía Aguirre en la fidelidad de sus soldados, que ante el temor de que muchos aprovecharan la confusión del embarque para desertar, mandó abrir una puerta falsa en la parte de la fortaleza que daba al mar y por aquella puerta y ante su presencia fueron desfilando todos hasta las embarcaciones. E l tener que recurrir a este medio agrió aún más su carácter, con el consiguiente peligro para el primero que se acercara a hablarle. La víctima fue esta vez uno de sus más incondiciona­ les aduladores, un tal Alonso Rodríguez, a quien había nombra­ do Almirante, para cuando tuviesen barcos. Al desgraciado al­ mirante le perdió en esta ocasión su desmedido afán de mostrar­ se obsequioso con el «Fuerte Caudillo». Estando ya embarcada toda la gente y cuando sólo quedaban en la playa Aguirre y al­ gunos de sus más allegados, se le acercó Alonso Rodríguez para decirle que se retirara un poco, que le iban a mojar las olas. Por toda contestación, Aguirre le dio con su espada tal cuchilla­ da en el brazo, que por poco se lo corta. E l mismo Aguirre quedó avergonzado de su proceder y ordenó que le curasen, pero, de repente, con una de aquellas extrañas reacciones suyas y di­

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riendo que Alonso Rodríguez ya nunca podría ser amigo suyo, en vez de curarle, ordenó que le dieran garrote. Partieron de la isla d día 31 de agosto de 1561. E l ejército con que contaba Aguirre al salir de la M argarita y con d que se proponía llegar hasta d Perú, lo componían 160 hombres, con 100 arcabuces, 6 falconetes, 3 caballos y un mulo. Teniendo en cuenta los efectivos com entes de un ejército por aquella ¿poca en d Nuevo Mundo y considerando la magnitud de la empresa a que se había lanzado — abrirse paso a través de Venezuela, Colombia y Ecuador y adueñarse del Perú— puede decirse que d ejército con que contaba Lope de Aguirre al iniciar la campaña, ya que su estancia en la M argarita fue sólo un compás de espera, cuyo objetivo fracasó, era excesivamente reducido — 160 hombres— fuerte, en cambio, en arcabucería — 100 arcabues— corto en piqueros y rodeleros — 60 hombres— débil en artillería —media docena de viejos falconetes, de poco resultado práctico— nulo en caballería — 3 caballos— e inexis­ tente en bagajes —ningún carro y un solo mulo para tan larga marcha. Evidentemente era una locura emprender tal campaña con tan escasos medios, pero Aguirre esperaba hacerse con caballos en Venezuela, a cuyo efecto hacen constar los cronistas que salió de la M argarita, «con muchas sillas de montar y gran cantidad de arreos». Por otra parte, no entraba en los planes de Aguirre conquistar ni posesionarse de Venezuela, Nueva Granada y Qui­ to, sino únicamente abrirse paso, de grado o por fuetza, por estos territorios hasta llegar a pisar el suelo peruano. Una vez en el Perú y esto sí que entraba de lleno en sus proyectos, hasta d punto de constituir la base de los mismos, Lope estaba con­ vencido de que se le unirían gran número de aventureros y de soldados y capitantes quejosos y descontentos, con lo que su ejército se reforzaría considerablemente. Este plan, realmente grandioso y digno del guerrero más audaz y temerario, tenía un fallo básico y era que Aguirre, en su larga marcha hasta d Perú, tendría que enfrentarse a fuer­ zas diez veces superiores a las suyas, aun sin contar con las de­ serciones, que constituían el punto débil de Aguirre, su talón de

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Aquiles. ¿Cómo, entonces, se atrevió a embarcarse para Vene­ zuela con tal penuria de medios? L a respuesta es obvia; porque no le quedaba otra solución. Tenía dos caminos: permanecer en la Margarita o huir. E l primero tenía que rechazarlo forzosa­ mente, pues quedarse en la M argarita significaba quedar encerra­ do en una ratonera, donde caerían sobre ¿1, para aplastarlo, todas las fuerzas reales. Y en cuanto a huir, eso no entraba en el ca­ rácter de Aguirre. ¿H uir? ¿Cómo y adónde? Ya había huido bastante en su vida. Demasiados años tuvo que andar escondido, huyendo de la Justicia. Y no lo volvería a hacer más. Prefería morir con las armas en la mano en un acto de suprema rebeldía y en una empresa que consideraba digna de su inmenso orgullo y desmedida ambición. No había cometido tantos crímenes y derramado tanta sangre para huir como un co­ barde. Seguiría adelante, aunque desde que tuvo que desistir de ir a Panamá, desconfiaba ya del éxito de su empresa. Pero no huilla. M oriría con las armas en la mano, como un rebelde. No ignoraba que lo que ahora intentaba era un recurso deses­ perado. Desde que salió de la M argarita, preveía el fracaso y la muerte.

Salieron de la Margarita en cuatro naves, las que habían ter­ minado de construir en la isla y tres más pequeñas y antes de embarcar obligó al padre Contreras, párroco de la villa, a que fuese con ellos en calidad de capellán, a pesar de la rotunda oposición del clérigo. Aguirre, para acallarlo y dejarle contento, le prometió que le haría obispo en el Perú. Se dirigían a Borburata, pequeño puerto de la costa venezolana, y como los vien­ tos no fueran favorables, la travesía que normalmente se hada en mi par de días, se fue alargando, con lo que se contrariaban aún más los planes de Aguirre, que deseaba llegar rápidamente a Venezuela, antes de que se organizaran fuerzas contra él. Para desfogar su cólera, la emprendió con Dios y sus santos. —Dios —gritaba mirando al délo—, si algún bien me has de hacer, lo quiero ahora y el délo guárdalo para tus santos. Los días avanzaban sin que las embarcadones lograran avan­

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zar en medio de aquella calma chicha. Aguirre empezó a incre­ par a pilotos y marineros, aun sabiendo que éstos no tenían culpa y que no estaba en su mano hacer cambiar la fuerza y dirección del viento. Les llenaba de insultos, diciendo que la gente de mar no servía para nada. — Si Dios ha hecho el cielo —vociferaba— para esta gente tan ruin, prefiero no ir allá, si he de estar con marineros y pes­ cadores. Después de odio días de navegadón llegaron, por fin, a Borburata y hallaron en el puerto una nave que parecía en peligro de hundirse. Mientras desembarcaban, despachó Aguirre algunos hombres para que averiguasen de quién era la nave y qué transportaba. Regresaron con la noticia de que se trataba de la nave de un mercader, con muchas barricas de vino y algunas muías. E l patrón y la marinería habían abandonado la embarcadón con las mercancías, abriendo el fondo de la nave para que ésta se hundiese. —Desembarcadlo — ordenó Aguirre— con cuidado, sobre todo las muías, que nos harán mucha falta. Y puesto que el mercader —añadió riendo— no quiete venir a cobrar su mercancía, le quedo muy agradecido por el regalo que nos hace. Una vez vaciada la nave, mandó Aguirre que la prendieran fuego. Pasaron la noche en la playa y al amanecer envió unas patrullas de reconocimiento que regresaron con la noticia de que el pueblo de Borburata había sido abandonado por sus vecinos.


Capítulo diez

Entraron los marañones en Borburata, alojándose cómodamen­ te en las casas vacías. Lope nombró patrullas para que recono­ ciesen los alrededores del pueblo, con la misión, especialmente, de hacerse con cuanto ganado caballar fuese posible. Antes de entrar en Borburata, mandó Aguirre, a imitación de Hernán Cortés, prender fuego a las embarcaciones que les habían trans­ portado desde la isla M argarita. E l mismo día de su entrada en Borburata se le presentó uno de los soldados de Munguía, di­ ciendo que éste les había engañado a todos cuando se pasó al padre Montesinos, pero que él había huido para volver con Aguirre y que había otros que también lo deseaban hacer y andaban huidos, muertos de hambre y medio desnudos, por los montes. Fue una de las pocas alegrías que recibió Aguirre. Acostum­ brado a las deserciones, se sintió reconfortado con la fidelidad de aquel Francisco Martín. Le dio ropas y escribió una carta «muy amorosa» para los que habían abandonado al padre Mon­ tesinos, entregándosela a M artín para que fuese a buscarlos y los trajese. Regresaron las patrullas con cerca de treinta caballerías, casi todas yeguas salvajes, sin domar. Una de las patrullas trajo al alcalde de Borburata, Francisco de Chaves y a su yerno Julián Mendoza, que era el Alguacil Mayor; los habían encontrado ocultos en una cabaña del monte. Chaves y Mendoza eran dos típicos caciques de pueblo, dispuestos a medrar de la forma que fuese. En realidad, se habían dejado prender, pensando que po­ drían sacar algún provecho de la conmoción producida por la llegada de los marañones. De momento, Aguirre los retuvo en calidad de rehenes o detenidos. Transcurrían los días en Borburata entre la doma de las ye­ guas cerreras y los servicios de reconocimiento. Francisco Martín regresó al cabo de dos o tres días, diciendo que no había halla­

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do a ninguno de los que, según ¿1, querían volver al servido de Lope. La vida era fácil en Borburata. No les faltaba comida, que habían dejado abandonada los vecinos en su huida y las barricas de vino que desembarcaron de la nave les propordonaban bebida en tal abundanda, como nunca lo pudieron soñar. Viviendo al día, como buenos aventureros, echaban mano del vino para todo y hasta cocían la carne y hacían sus guisos con vino y lo despil­ farraban de tal manera, que no faltaron algunos que destapando una de las barricas se metieron dentro, para bañarse en vino. A pesar de esta vida tan regalada, no cejaban muchos en su idea de desertar. Aguirre hacía frecuentes salidas por los alre­ dedores del pueblo y en una de ellas encontró a un soldado, llamado Diego Pérez, tumbado junto a un arroyo. Al pregun­ tarle qué hacía allí, le respondió que se hallaba muy enfermo. —Pues pronto hemos de partir de aquí — le dijo Lope— y de esa manera, señor don Diego Pérez, no podréis seguir la jor­ nada. Bueno será que os quedéis. —Sea lo que mande vuesa merced —contestó el soldado con voz lastimera. Al regresar Aguirre al pueblo, mandó a dos soldados de su guardia que trajeran al enfermo. —Traed acá a Diego Pérez que ha quedado enfermo en las afueras, junto a un arroyo, y lo hemos de curar y hacer un regalo. Desde el primer momento había observado Aguirre que Pérez no tenía aspecto de enfermo y que, sin duda alguna, su simula­ da enfermedad no era sino un pretexto para quedarse rezagado y poder desertar. En cuanto lo trajeron ordenó que le diesen garrote. A los mismos capitanes de Aguirre, acostumbrados a su expe­ ditiva justicia, Ies pareció excesivo el castigo y le rogaron que perdonase la vida a Diego Pérez, pero Lope se mantuvo infle­ xible, advirtiendo a sus oficiales que nunca le pidiesen nada en favor de quien se mostrase tibio y desganado en la guerra. Diego Pérez fue agarrotado y de su pecho colgaba un rótulo que decía: «Por inútil y desaprovechado».

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Estos terribles castigos no producían, por lo general, el efec­ to que Aguirre buscaba. Tales métodos de terror eran excesivos hasta para aquella banda de aventureros sin conciencia. Muchos que le hubieran seguido con agrado se apartaban de él, temero­ sos de que en cualquier momento pudieran ser víctimas de su vesania. Y a los que nunca fueron partidarios suyos, aquella fuña homicida les incitaba a buscar afanosamente una oportuni­ dad para abandonarle. A estos últimos pertencía Pedrerías de Almesto, a quien Lope había perdonado la vida dos veces: la primera, la noche del ase­ sinato de Ursúa y la segunda, cuando desertó al desembarcar en la Margarita. Pecharías debía la vida a Elvira, pero ni su inocen­ te idilio con ésta, ni el figurar como secretario de Aguirre le disuadían de buscar una oportunidad para pasarse al servicio del rey. Por el contrario, ambas circunstancias le forzaban a desertar, pues convencido del fracaso y ruina de los marañones, si caía prisionero de las fuerzas leales, le horrorizaba pensar el efecto que produciría en los funcionarios de la Justicia real, el saber que había sostenido unas románticas relaciones con la hija de Aguirre y que había sido secretario de éste. Por lo tanto, tenía que pasarse, en cuanto le fuera posible, a las filas reales. Dieciocho días llevaban en Borburata y ese tiempo lo habían aprovechado los marañones para domar yeguas cerreras y acabar con todas las provisiones que hallaron en el pueblo. Aquella plaga vivía al día. Aguirre no podía encargarse de todo y le preo­ cupaban mucho más las deserciones, las armas y los caballos, que el almacenar provisiones. E sto, a decir verdad, no le propor­ cionaba ningún quebradero de cabeza. Sabía que en este aspecto su gente era sufrida y que en todo caso, por muy mal que lo pa­ saran no serla peor que en los angustiosos días transcurridos en la selva amazónica. Domadas las yeguas, dejaron las mejores para monturas y las restantes las utilizaron como bestias de carga. Aguirre dio la orden de partir para Nueva Valencia y Pecharías juzgó que aque­ lla era una buena ocasión para desertar. No ignoraba el dolor que le iba a causar a Elvira, pero no eran momentos para mos­ trarse sentimental. Por otra parte, no estaba realmente enamora­

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do de la muchacha. Sus relaciones podían considerarse como obra o fruto de las circunstancias. Se había sentido inclinado hada ella, principalmente, por el violento contraste que ofrecía la presencia de aquella muchacha candorosa y virginal, en el crudo y desgarrado ambiente de aquella turba de broncos sol­ dados, aventureros sin condenda y mujeres que nada tenían que perder. Tal vez al marcharse hidera un bien a Elvira. Así quedarían segados en flor aquellos indpientes amores. Se puso, pues, de acuerdo con un tal Diego de Alarcón y aprovecharon ambos los momentos de confusión de los prepa­ rativos de marcha para huir a los montes. Alguien, sin embargo, se dio cuenta y le faltó tiempo para dar la notida a Aguirre. Inmediatamente ordenó éste que se suspendiera la marcha hasta nueva orden. Con quien primero descargó su cólera fue con Elvira. —Ha vuelto a huir tu enamorado — le increpó— ¿Qué dices ahora? A pesar de que le perdoné la vida me ha vuelto a trai­ cionar. Pero ¡por vida de tal! que en cuanto lo traigan no le han de salvar tus súplicas ni tus lloros. Elvira quedó anonadada con la notida. La bella ilusión que mecía sus sueños se desvanecía ahora entre las silenciosas lágri­ mas que resbalaban por sus mejillas. Lope amaba con delirio a su hija y rara vez la reprendía, pero al verla llorar no pudo con­ tenerse. — ¿Y aún lloras —le gritó— por los que traicionan a tu padre? Elvira no pudo más. Le abandonaba Pedradas y le reprendía su padre con dureza; era demasiado para la pobre muchacha. Sintiendo que le faltaban las fuerzas, se dejó caer en un asiento, mezdando sus lágrimas con profundos sollozos.

Aguirre mandó buscar al alcalde de Borburata, Chaves, y a su yerno Mendoza, el Alguacil Mayor. Cuando estuvieron en su presenda, les dijo sin rodeos: —Han huido a los montes dos traidores, llamados el uno Pe­ dradas y el otro Alarcón. Vuesas mercedes conocen esta tierra y

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han de saber donde encontrarlos. De manera que si en el términa de dos días no me los traen, me llevaré a sus mujeres y a sus hijos. Conque vean lo que les conviene. Esperó los dos días convenidos y como no trajesen a los dos huidos, dio nuevamente la orden de marcha, dejando allí a Chaves y Mendoza, pero llevándose consigo a sus mujeres y a sus hijos. En el transcurso de la marcha tuvieron que atravesar una sierra árida y pedregosa, de empinadas cuestas, sin aguas y sin árboles que ofrecieran una sombra bienhechora, para resguardar­ se de los abrasadores rayos del sol. La ascensión fue haciéndose cada vez más difícil. Como las caballerías iban sobrecargadas, hubo que quitarles peso para que pudiesen avanzar por cuestas tan pronunciadas, repartiendo la carga de las bestias entre los soldados, cuya marcha ya era de por sí penosa con el embarazo de la armadura y el peso de las armas. Aguirre caminaba dando aliento a todos, más aún con el ejem­ plo que con las palabras. Su energía causaba admiración hasta a sus mismos enemigos y nadie comprendía cómo aquel cuerpo tan desmedrado podía encerrar tanta vitalidad. Si caía una muía era el primero en ayudar a levantarla, cargaba cualquier peso como un simple soldado e infundía ánimos a todos, quitando importan­ cia a la dureza de aquella jornada. —Ea, marañones — les gritaba—, que esto es cosa menuda para nosotros. Estamos acostumbrados a vencer fatigas mucho mayores. La falta de agua unida a un sol de justicia convertían la ascen­ sión en un auténtico suplido. Las sedientas y derrengadas bestias de carga se negaban a seguir subiendo y hubo que abandonar aquellos seis faloonetes que constituían la única artillería de que disponía Aguirre. Pero éste no estaba dispuesto a cejar. Podía haber ordenado un descanso y reparar la ascensión en mejores condidones, pero teniendo en cuenta la dificilísim a campaña que les esperaba, quería acostumbrar a sus marañones a no ceder ante ningún obstáculo y a no retroceder jam ás. Coronarían la tíma costase lo que costase. Los marañones en esta ocasión, como siempre que se trataba de superar dificultades, se comportaron admirablemente. Todos

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pusieron a contribución su esfuerzo, acuciados por el ejemplo de Aguirre, que en vez de limitarse a dar órdenes como general, tra­ bajaba personalmente como un acemilero. Y se coronó la cima. Los primeros que llegaron a la cumbre se lanzaron en todas direcciones en busca de algún manantial y pronto llenaron el aire los alegres gritos de ¡Agua ¡Agua! Había también, aunque pocos, algunos árboles que ofrecían acogedora sombra a los extenuados cuerpos. Todos se dispusieron a gozar de un descanso tan bien ganado. Mejor dicho, todos no. Hubo uno que en cuanto llegó a la cima ni fue en busca de agua, ni se acogió a la sombra de nin­ gún árbol. Se despojó de sus armas, se quitó la cota y la celada y se dejó caer en tierra con el rostro desencajado. Era Lope de Aguirre. La terrible tensión nerviosa en que había vivido aquellos días y el tremendo esfuerzo realizado en aquella jornada habían que­ brantado su resistencia física. Sin quejarse, sin pedir ayuda a na­ die, quedó allí tendido, devorado por la fiebre, con los labios resecos y la respiración jadeante. Inmediatamente corrió la voz de que Aguirre estaba enfermo y sus amigos volaron a su lado. Con las banderas y algunas mantas levantaron una especie de toldo que le resguardara de los rayos del sol. Cuando la gente hubo descansado, ordenó que con­ tinuasen el avance hacia Nueva Valencia, que ya estaba cerca. Mientras el grueso de la fuerza reemprendía la marcha, se habi­ litó, a modo de ambulancia, una hamaca sostenida por palos para transportar a Lope y de esta forma fue llevado el enfermo a hombros de sus servidores. Descendieron de la sierra y al ano­ checer llegaron al valle, a la vista de Nueva Valencia. Detenidos por la enfermedad de Aguirre, descansaron allí veinticuatro horas y seguidamente entraron en Nueva Valencia, que también había sido abandonada por sus vecinos. El estado de Aguirre era más satisfactorio. La fiebre había remitido y aquellas veinticuatro horas de descanso le habían de­ vuelto toda su indomable energía. No pensaba en su enfermedad, ni en su debilidad y menos aún en una posible recaída. Aquel cuerpo convaleciente y demacrado, con los acerados ojos hundi­

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dos en lo profundo de las órbitas, rechazaba el descanso y se negaba a permanecer inactivo. Sólo le dominaba un pensamien­ to: marchar, avanzar, llegar al P erú... Le sostenía únicamente el fuego de su rebeldía. Era un rebel­ de que no quería doblegarse ante nada; ni ante la desproporción de fuerzas contra las que se había enfrentado, ni ante la enfer­ medad que amenazaba acabar con su descarnado y desmedrado cuerpo. Esta llama rebelde que ardía en su pecho le empujaba constantemente hacia adelante. Sano o enfermo había que pro­ seguir la marcha.

En tanto que los marañones entraban en Nueva Valencia, Pe­ charías y Alarcón andaban huidos por los montes. Apretados por el hambre, decidieron presentarse en Boiburata, donde su­ ponían que habrían regresado ya los vednos, tras la marcha de los marañones. Tenían intendón de animar a los vecinos a em­ puñar las armas contra Aguirre y levantar la bandera por el rey. Bajaron, pues, a Borburata y en medio de la plaza comenza­ ron a dar voces para que acudieran los vecinos. —Salgan todos a servir al Rey —gritaban— que a eso veni­ mos y álcese bandera para combatir al Tirano Lope de Aguirre. Pronto se les unieron varios vecinos que parecían inclinarse a lo que proponían Pecharías y su compañero. A los gritos y voces acudieron también el alcalde Chávez y su yerno el Algua­ cil Mayor, ambos empuñando las varas de su cargo. Cuando vieron a Pecharías^ y a Alarcón no creían en su suerte. Los ha­ bían estado buscando por todos los sitios, pues los dos deserto­ res constituían d rescate que les había exigido Aguirre a cambio de sus mujeres e hijos y ahora los tenían allí, en sus manos, en medio de la plaza. Se acercaron a ellos y d alcalde les dijo: —Caballeros, ¡viva d rey! que por él tenemos estas varas y ha de hacerse como vuesas mercedes dicen. A Pecharías y a Alarcón les llenaron de confianza las pala­ bras del alcalde y creyeron logrado su propósito, pero cuando

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más confiados estaban, se abalanzaron sobre ellos para desar­ marlos, didéndoles: —Daos presos, traidores, y viva el General Lope de Aguirre. Pedradas empezó a defenderse como pudo, dando tajos con su espada a derecha e izquierda y entonces cargaron todos sobre Alarcón, a quien desarmaron, prendieron y encerraron en un ca­ labozo con una cadena al cuello y grilletes en los pies, mientras Pedradas huía de nuevo al monte. Anduvo cuatro días perdido, sin comer y sin saber adonde dirigir sus pasos. Acuciado por el hambre penetró una noche en una cabaña en la que encontró alimento. Mientras comía, el Alguacil Mayor Mendoza y cuatro hombres, que habían estado siguiendo sus pasos, se arrojaron sobre él, lo amarraron y lo encerraron con su compañero Alar­ cón. El alcalde y su yerno explicaron a los detenidos que si tenían tanto interés en entregarlos a Lope de Aguirre, era porque éste tenía presas a sus mujeres y sólo se las devolvería a cambio de sus cabezas. E l pánico que infundía Lope de Aguirre era tan grande que cuando Pedradas y Alarcón, seguros ya de su muer­ te, pidieron confesión a un clérigo que se encontraba a la sazón allí, éste, por miedo, rehusó confesarlos y a duras penas consi­ guieron que lo hiciera. Era inconcebible en aquella época que un sacerdote se negara a confesar a un condenado a la última pena, pero hasta estos extremos llegaba el terror que infundían Lope de Aguirre y sus marañones. Mendoza, con cuatro vecinos, se encargó de entregar los dos detenidos a Lope de Aguirre. En el camino a Nueva Valencia intentó Pedradas forzar la suerte. Les llevaban sujetos con una cadena y con su correspondiente collera al cuello y Pedradas llamó a Mendoza para que le arreglara la collera, con intención de quitarle la espada mientras se la estuviese arreglando. Había podido explicarle, en voz baja, su plan a Alarcón, seguro de que si desarmaban a Mendoza podían considerarse libres, pues con la espada de Mendoza se atrevía fácilmente con los cuatro pacífi­ cos vecinos, que nada tenían de soldados. Pero cuando Mendo­ za se disponía a arreglarle la collera, Alarcón lo echó todo a rodar, diciendo:

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— ¿Para qué todo esto? M ejor es morir de una vez como cris­ tianos. Pedrarias no tenia inconveniente en morir como cristiano; lo que no quería de ninguna manera es que le llevaran a presencia de Aguirre. Al fin y al cabo, Lope se había portado siempre bien con él y ya le había perdonado la vida dos veces. Luego estaba E lvira... N o; prefería morir antes que presentarse vivo en el campamento. Lo tenía firmemente decidido. Se echó en el suelo y le dijo a Mendoza que le cortase la cabeza, pues no pensaba dar un paso más. Y puesto que Aguirre les había dicho que para rescatar a sus esposas tenían que en­ tregar a los desertores vivos o muertos, para el caso el mismo valor tenía su persona viva que con la cabeza separada del cuerpo. Al ver la decisión de Pedrarias que, echado en el sue­ lo, se negaba terminantemente a caminar, Mendoza y los veci­ nos acordaron darle muerte allí mismo y para demostrarle su buena voluntad y que no tenían deseos de hacerle daño, sino que obraban obligados por las circunstancias, le preguntaron qué clase de muerte prefería. Pedrarias les respondió que, para acabar cuanto antes, afilasen bien una espada y le cortasen el pescuezo. Mendoza pasó la espada por una piedra y como no se sentía muy animado a cortar ninguna cabeza, le dijo a Pedrarias que lo pensase bien, que mientras había vida, había esperanza. —No hay más esperanza — repuso Pedrarias— sino que me suelte vuesa merced, pues lo que está haciendo es una gran traición. ¿E s así como vuesa merced sirve al rey? —Yo quiero y deseo el servicio del rey —replicó Mendoza— pero también quiero a mi mujer y a mis hijos. —Pues haga lo que tenga que hacer —acabó Pedrarias. Mendoza, viendo que era inútil seguir discutiendo, cogió a Pedrarias por la barba y le dijo que rezase el credo. —Creo en Dios —dijo Pedrarias— y creo también que sois un gran traidor. Y se dispuso a morir. E l Alguacil Mayor de Borburata no era hombre de guerra. H abía ido a las Indias, no a conquistarlas, sino a probar fortu­

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na aprovechándose, a ser posible, de los esfuerzos y riesgos de los demás. Nunca había matado a nadie y ahora tenía que ma­ tar a Pedrarias y además a sangre fría. Mendoza no las tenía todas consigo. Cogió la espada y, temblándole la mano, se la pasó dos veces a Pedrarias por la garganta, sin que apenas le hiciera más que un ligero rasguño. Apretó más en el tercer intento, pero al ver sal­ tar la sangre se echó para atrás, creyendo que lo había degolla­ do como a un ternero y dejó allí a Pedrarias con una buena herida en el pescuezo. Pedrarias se taponó la herida como pudo y como Mendoza y los vecinos que iban con él no se sentían con arrestos para rebanarle el cuello, pudieron convencerle entre todos para que continuase la marcha.

La primera reacción de Lope de Aguirre al saber que traían presos a los dos desertores, fue enviar a Carrión con algunos soldados para que los hiciesen cuartos. Pero el mestizo Carrión había aprendido mucho en su oficio de Alguacil Mayor de los marañones. N o es que le importase gran cosa una vida más o menos; habían pasado muchas por sus manos. Pero en este caso podía estar por medio Elvira y no ignoraba el profundo cariño que Aguirre profesaba a su hija. Carrión no se dio prisa en cumplir la orden y en esta oca­ sión acertó el mestizo. Aguirre cambió de opinión y en vez de una muerte corriente, quiso que la de aquellos dos desertores revistiera cierta solemnidad. Envió, pues, un recado a Carrión para que llevara a su presencia a los dos huidos. Los recibió en la plaza, rodeado de sus marañones. Al llegar a su presencia se encaró con ellos: — Ah, señor Pedrarias, ¿ o s habéis dejado engañar por este bellaco de Alarcón? ¿Y preferíais servir al rey mejor que a mí? Pues, ¡por vida de tal!, que llegáis los dos en buena hora. Hace tiempo que prometí hacer un tambor con la piel de dos mara­ ñones traidores y ahora voy a poder cumplir mi promesa. Y ve­ remos si el rey don Felipe, a quien queríais servir, es quién para impedirlo.

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Pata dar más realce a la ceremonia de la ejecución, se dirigió a su casa para ponerse la cota y la celada. Al entrar en el apo­ sento vio a Elvira y con ceño adusto le dijo: —Ya han traído preso a tu enamorado Pedrarias y esta vez nadie le salvará. Elvira se quedó sin respiración. Sabía que ahora sus ruegos serían inútiles, pero, no obstante, quiso hacer una última ten­ tativa. —Padre mío, perdónalo. No ordenes que lo maten. — ¿Todavía pretendes que le perdone? —Hazlo por mí, te lo ruego. Cayó Elvira de rodillas delante de su padre y Aguirre la levantó cariñosamente. —Levántate, hija mía —le dijo— . Ese traidor no merece que mi hija esté de rodillas por él. — Pues prométeme, padre mío, que le perdonarás. —N o puedo — protestó Aguirre, apartándose a un lado— . No puedo hacerlo. Todos los desertores son castigados con la pena de muerte y a él ya le perdoné una vez. ¿Qué dirían los demás si volviera a perdonarle? Elvira comprendió que tenía razón. Se separó de su padre y se apoyó en la pared, con la cabeza baja y deshecha en llanto. Lope no pudo resistirlo. Aquella honda aflicción, aquel llanto silencioso de su hija, le conmovieron. Se acercó a ella, la cogió suavemente por los hombros y le dijo: —Elvira, hija mía, ¿tanto le quieres? Elvira le miró con sus grandes ojos anegados en lágrimas. —Bien sabes, padre mío, que nunca me ha cortejado nadie y que no me gustan los galanteos. Pero en el mundo sólo os tengo a ti y a él. —Mientras yo viva, hija mía — trató de consolarla Lope— nada tienes que temer. — ¿Y si tú murieses? En la guerra nadie sabe lo que puede pasar. Si faltáis los dos, ¿qué sería de mí entre todos estos soldados? Elvira acertó a tocar la fibra más sensible del corazón de Aguirre. Se estremeció al imaginarse a su hija, a su adorada El­

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vira, sola y abandonada, entre aquella turba de aventureros sin conciencia. Quedó un momento pensativo. Elvira vio que tenía el perdón al alcance de la mano y no quiso dejarlo escapar. Cayó de nuevo de rodillas y cogiendo las manos de su padre, volvió a insistir: — Padre mío, prométeme que le vas a perdonar. Aguirre levantó a su hija murmurando: —Voy a hacer una cosa que no debía hacerla: perdonar la vida por dos veces a un desertor. Pero mi hija está por encima de todo. Lo haré por ti, hija mía.

Mientras Aguirre se dirigía a la plaza, iba pensando en las razones que podría dar a sus soldados para perdonar por segun­ da vez la deserción de Pedrarias, pero su fértil ingenio siempre encontraba recursos para todo. Estaba la plaza llena de solda­ dos, que habían acudido para contemplar la ejecución de los dos desertores. Al llegar Aguirre le abrieron paso y una vez junto a los reos, se dirigió a los suyos, diciéndoles: — ¡Marañones! Ahora vais a ver un acto de justicia muy singular y que en tiempo de los gentiles ya lo usó un empera­ dor romano y es que los jueces deben mirar no sólo los hechos, sino también el alma y las intenciones de los acusados, para saber si obraron por propia maldad o fueron arrastrados por malos consejos. Y así — dijo señalando a Pedrarias y a Alarcón— yo hago diferencia entre estos dos, pues Diego de Alarcón es un traidor que, como bien sabéis, siempre me quiso mal y Pedrarias, en cambio, nunca me ha sido enemigo, pues hartas ocasiones tuvo de hacerme daño siendo secretario mío, de ma­ nera que se ha de tener por cierto que ha sido arrastrado por los malos consejos de este bellaco de Alarcón. Y o, como buen juez, he de apreciar los hechos y la maldad de cada uno y así a Pedrarias lo dejo en libertad y a este traidor de Alarcón mando que se le haga cuartos, para escarmiento de traidores. Paseó su mirada por los circunstantes para ver si percibía gestos de desagrado, pero todos escucharon sus palabras con el mayor silencio.

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Quedó Pedrarias en libertad y Carrión se dispuso a ejecu­ tar la sentencia dictada contra Alarcón, pero Aguirre le envió a decir que quería que la ejecución revistiera las mayores for­ malidades, como si tuviese lugar en la propia Castilla, en la misma corte de Felipe II. Y así se llevó a efecto. A golpe de pregón y con las formalidades de rigor. Montaron a Alarcón en un mulo a falta de un burro, que era la cabalgadura destinada para los reos, y lo pasearon por la ciudad y por las tiendas del campamento, precedido por un pregonero que de cuando en cuando se paraba, para anunciar en alta voz: —Esta es la justicia que manda hacer Lope de Aguirre, Fuer­ te Caudillo de los marañones. Manda que este hombre sea de­ gollado y descuartizado por traidor. Quien tal hizo, que tal pague. Lleváronlo finalmente a la plaza y allí le cortaron la cabeza y le descuartizaron, quedando los miembros colgados de unos palos que colocaron alrededor del rollo de la justicia, en él que­ dó expuesta la cabeza. Faltaba el golpe de efecto que pusiera fin a aquella trágica escena, tan aparatosamente montada. Colocándose frente al ajus­ ticiado y teniendo a su lado a Pedrarias, gritó Aguirre a sus ma­ rañones: —Mirad, caballeros, qué necio quedaría Pedrarias si estuvie­ se esperando, como Alarcón, a que venga el rey de Castilla a resucitarle. Y volviéndose a Pedrarias, le advirtió con énfasis: —Abrid bien los ojos y mirad lo que hacéis, que el rey ni da vidas, ni sana heridas. Cierto que Pedrarias no debía su vida al rey, sino a la ino­ cente Elvira. Los marañones no ignoraban la causa de esta sin­ gular sentencia, perdonando a uno y condenando a otro por el mismo delito, pero nadie protestó, porque todos apreciaban el carácter sencillo y humilde de Elvira, que siempre retirada al lado de su aya, jamás hizo valer su condición de hija idolatrada del Fuerte Caudillo. Pedrarias, desagradecido y calculador, oculta en la relación

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que escribió su romántico idilio con la hija de Aguirre, temero­ so de las consecuencias que de este hecho se pudieran derivar, en el proceso que posteriormente se le abrió, como a todos los marañones. El, mejor que nadie, conocía el verdadero motivo de la increíble magnanimidad de Aguirre, pero no tuvo el valor de proclamarlo y se limita a decir en su relación: «...fu e cosa de gran milagro que Dios había inspirado en el tirano para no usar de su gran crueldad y cosa que es insólita y que hasta allí el tirano no había usado con otro ninguno». Es una mancha que afea las indudables buenas cualidades de Pedrarias y en su descargo sólo se puede alegar el respeto o, mejor dicho, el temor que a un pobre soldado de Indias pu­ diera inspirar la inflexible justicia española de aquel tiempo, que sin tener en cuenta posición, riquezas, ni jerarquías lo mismo procesaba y condenaba a un desconocido aventurero que a Gonzalo Pizarro, conquistador de inmenso prestigio, a Lanuza, Justicia de Aragón o a Antonio Pérez, todopoderoso ministro de 'Felipe II.


Capitulo once

La rebelión de Lope de Aguirre había sacudido, con la vio­ lencia de un terremoto, la ordenada administración política de los territorios de Indias, instaurada según el modelo del rígido y formalista gobierno de la España de Felipe I I. Especialmente las gobernaciones del área del Caribe, colocadas bajo la superior autoridad de las Reales Audiencias de Santo Domingo y Santa Fe (Nueva Granada), se sintieron presas de la más viva conmo­ ción, como más directamente amenazadas, al tener noticia del asalto de la Margarita por los marafiones. La traición de Munguía, al pasarse a las fuerzas que mandaba el padre Montesinos, había dado a conocer los planes de Aguirre, es decir, su proyecto de dirigirse a Panamá, adueñarse de la flota y desembarcar en el Perú, con el supremo objetivo de apoderarse del mismo por la fuerza. Ninguna de las grandes rebeliones del Perú, ni siquiera la de Gonzalo Pizarro, había producido aquella especie de pánico co­ lectivo, que se apoderó de todos los territorios amenazados de una posible invasión de los marañones. En las pasadas guerras civiles se mataba, se degollaba y se ahorcaba sin excesivos mira­ mientos, pero era entre el acontecer de encuentros, ataques y batallas. Nadie, a pesar de la dureza de aquel clima de enconada lucha, impuso como sistema el terror. Ahora era diferente. E l ejército que acaudillaba Lope de Aguirre no podía compararse como fuerza m ilitar, a los ejérci­ tos de Almagro, Gonzalo Pizarro o Hernández Girón. Sin em­ bargo, éstos nunca llegaron a inspirar el terror que infundían los marañones. La fuerza principal de la horda que mandaba Aguirre estribaba no en sus efectivos, ciertamente escasos, ni en su específica potencia m ilitar, en realidad muy pequeña, an o en el terror que inspiraban por doquier. Para los territo­ rios amenazados de una invasión de los marañones, era una reproducción, en pequeño, de los angustiosos días que vivió el

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mundo romano bajo la pavorosa amenaza de la invasión de los hunos. Lope de Aguirre, al igual que A tila, había logrado crear un clima de espanto colectivo, en todos los territorios po­ tencialmente amenazados de una invasión marañona. Nadie se sentía seguro, nadie sabía en qué lugar descargaría la tormenta y todos temían caer bajo los zarpazos de aquella fiera sedienta de sangre y de venganza. Y el miedo colectivo, al correr las noticias de boca en boca, aumentaba monstruosamente el número y la potencia de aquel pequeño ejército errante. Para los vecinos de aquellas nacientes ciudades de las nuevas gober­ naciones, los marañones constituían un ejército numeroso, fuerte y bien armado, bajo el mando de un jefe sanguinario e implaca­ ble, llamado Lope de Aguirre. H abía que conjurar el peligro y poner coto a aquel pánico colectivo. Las Reales Audiencias comenzaron a actuar. En Santo Domingo se habilitaron cuatro navios bien artilla­ dos, con 200 soldados a bordo. En Santa Fe comenzó a organi­ zarse una fuerza, con efectivos superiores a 1 000 hombres, bajo el mando supremo de Jiménez de Quesada. En Panamá se formó una fuerza de 500 hombres y como, según los informes reci­ bidos, era el punto más directamente amenazado, se intensifi­ caron los preparativos de defensa, mediante ejercicios y adiestra­ miento de los movilizados, incluso con una falsa alarma para comprobar el grado de preparación de los mismos. La falsa alar­ ma no pudo dar peor resultado. Creyendo que en realidad esta­ ban atacando los marañones, sobrevino un desorden y una con­ fusión que nadie supo atajar, en medio de gritos, carreras y un desconcierto general. Si se hubiese producido realmente el ataque, no le hubiera sido difícil a Lope de Aguirre adueñarse del istmo. Pero ésta era la única esperanza que le quedaba a Lope; im­ ponerse por el terror. Si encontraba en su camino a alguien dispuesto a hacerle frente, la marcha de su pequeño ejército, con tantos desertores en potencia, quedaría cortada en seco.

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La monótona tranquilidad del Tocuyo, capital de la goberna­ ción de Venezuela, se veía sacudida por noticias sumamente in­ quietantes. Lope de Aguirre y sus marañones, procedentes de la isla Margarita, en vez de dirigirse a Panamá, habían desembar­ cado en Borburata y avanzando tierra adentro, se habían apode­ rado de Nueva Valencia. £1 gobernador don Pablo Collado juzgó que había llegado el momento de adoptar medidas radica­ les, para hacer frente a tan delicada situación. Don Pablo no era hombre de armas, sino un Licenciado de reconocida energía, cuando se trataba de castigar a cualquier infeliz que hubiese tenido la desgracia de infringir la Ley, aunque muchos dudaban que diera pruebas de la misma energía, a la hora de solucionar un caso en que las armas tuviesen que decir la última pala­ bra. Las vigorosas medidas que hasta el momento había adoptado para conjurar la amenaza que representaban Lope de Aguirre y sus marañones, consistían en solicitar urgentes refuerzos de la Audiencia de Santa Fe y de la de Santo Domingo e incluso del Gobernador de Panamá. Aquella mañana parecía que se encon­ traba algo nervioso. — ¿Qué refuerzos nos manda la Audiencia de Santo Domingo? — preguntó a su secretario. —Hasta ahora, ninguno. — ¿Y el gobernador de Panamá? —Tampoco. — ¿Y la Audiencia de Santa Fe? — Se han recibido noticias de que en Nueva Granada se están organizando fuerzas para combatir a Lope de Aguirre. —Se están organizando... se están organizando... ¿Y a qué esperan para acabar de organizarías? En aquel momento entró un correo, que hizo entrega al gober­ nador de una carta del alcalde de Nueva Valencia, en la que le comunicaba que, ante el avance de Lope de Aguirre, él y todos los vecinos con sus fam ilias habían abandonado la ciudad. — ¿Y dónde se han puesto a salvo? —preguntó don Pablo al correo— . ¿En Barquisimeto? — Los vecinos de Barquisimeto, señor, han hecho igual que los

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de Nueva Valencia; han abandonado la ciudad huyendo de los marañones. — ¿Pero es que han llegado ya a Barquisim eto? —preguntó alarmado el gobernador. —Todavía no. Pero los vecinos no han creído prudente espe­ rar a que lleguen. — ¿Y adónde han ido? —Tanto los vecinos de Nueva Valencia como los de Barquisimeto se dirigen aquí; a el Tocuyo. — ¿Y qué voy a hacer yo en el Tocuyo con todos los vecinos de Nueva Valencia y de Barquisimeto? —Yo creo, señor gobernador —intervino el secretario— que lo más acertado es hacer lo que han hecho ellos; abandonar la ciudad. — ¿Abandonar el Tocuyo? ¿Y adónde vamos a ir? —A Trujillo, que está más lejos — respondió convencido el secretario. Don Pablo quedó pensativo un momento. Luego, mirando al secretario, murmuró: — S í; creo que en estas drcuntandas es lo más acertado. Ire­ mos a Trujillo y así daremos tiempo a que lleguen los refuerzos de Nueva Granada y Panamá. Convoque a los vecinos —ordenó al secretario. £1 Tocuyo no era grande; estaba aún en vías de poblarse y mientras don Pablo estudiaba la situación con el secretario, los vecinos se fueron reuniendo en el patio de la residencia del go­ bernador. Todas las conversadones y todos los comentarios versa­ ban sobre el avance de los marañones, cuyas fuerzas, al correr de boca en boca, iban aumentando de forma pavorosa. La aparidón del gobernador en el balcón del palado impuso silendo a los concurrentes, que se aprestaron a escuchar con la mayor atención las palabras de don Pablo. —He redbido noticias —les dijo— de que el tirano Lope de Aguirre está en Nueva Valencia y ahora se dirige a Barquisime­ to y luego aquí. De forma que, para d mejor servido de Su M ajestad, es menester que todos se preparen para abandonar la ciudad con sus familias y sus bienes, como han hecho los vecinos

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de Nueva Valeoda y Barquisimeto, de manera que si el tirano viene a el Tocuyo, no encuentre nada en la ciudad. De aquí ire­ mos a Trujillo. En ese momento un hombre que, cerca del balcón y apoyado indolentemente en la pared, escuchaba las palabras del goberna­ dor, preguntó con voz firme y tranquila: — Y desde Trujillo, ¿adónde huiremos? Era el capitán Gutierre de la Peña, a quien don Pablo había sustituido en el gobierno de el Tocuyo. —No se trata de huir, señor capitán — replicó con altivez el gobernador— sino de poner a salvo a los vecinos de el Tocuyo de esa plaga de demonios. ¿O es que a vuesa merced, caballero, se le ocurre algo mejor? —Tal vez sí. Don Pablo Collado se dio cuenta de que su prestigio estaba quedando en entredicho. Aunque había recalcado con firmeza que no se trataba de huir, era en realidad lo que iban a hacer al abandonar la ciudad; huir de Lope de Aguirre. Y aquel veterano capitán se oponía a abandonar la ciudad. ¿Se atrevería a comba­ tir contra Lope de Aguirre? Don Pablo lo dudaba, pero si era esa su idea, ¿1 le apoyaría con todas sus fuerzas. Era el mayor favor que le podía hacer Gutierre de la Peña. Si el Tocuyo era la pri­ mera ciudad que se aprestaba a combatir a Lope de Aguirre, su prestigio de gobernador quedaría en lo más alto. Pasad a mi despacho, señor capitán — invitó a Gutierre de la Peña— y allí veremos qué medidas son más acertadas para hacer frente a este peligro. Y que esperen todos — añadió dirigiéndose a los vecinos— para comunicarles lo que sea más conveniente para el servicio de Su M ajestad. Subió Gutierre al despacho del gobernador y éste le preguntó con visible ansiedad: — ¿Qué creéis lo más acertado para hacer frente al tirano Lope de Aguirre? —Levantar bandera por el rey — respondió con firmeza Gutie­ rre de la Peña— y reunir a todos los hombres disponibles para la guerra. — ¿Y cuántos se pueden reunir?

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—Aquí no llegarían a cincuenta, pero pronto irían llegando fuerzas de las demás dudades de la gobernadón. —Estoy de acuerdo con vuesa merced, señor capitán, y creo que sois d más indicado para llevarlo a buen término. Por tanto, como gobernador de este territorio, os nombro Capitán General de las fuerzas que van a luchar contra el tirano Lope de Aguirre y os autorizo a que alcéis bandera por d rey, convo­ cando a todos los hombres disponibles para la guerra. Mientras d secretario extendía d nombramiento, don Pablo Collado apareció de nuevo en d balcón para dirigir la palabra a los vecinos: —He nombrado —les dijo— al capitán Gutierre de la Peña, General de las fuerzas que van a luchar contra el tirano Lope de Aguirre y le he autorizado a que alce bandera por d rey, así que nadie —y recalcó las palabras— abandone la ciudad, bajo pena de vida. Se retiraron los vecinos y el gobernador y d nuevo General volvieron al despacho. Al poco tiempo entró el secretario, didendo: Corren rumores de que los capitanes García de Paredes y Bra­ vo de Molina vienen con algunas fuerzas. —Falta nos harán —sonrió Gutierre— pues ambos son buenos capitanes. Mientras tanto procuraré reunir d mayor número posi­ ble de soldados. Se despidió de don Pablo y éste se sintió aliviado al observar d buen sesgo que comenzaban a tomar los asuntos. Realmente hubiese sido vergonzoso que él, todo un Gobernador, hubiera huido a Trujillo por temor a Lope de Aguirre. Ahora, con un poco de astucia, hasta podría evitar d riesgo de enfrentarse con las armas en la mano a aquellos endemoniados marañones; dele­ garía tan honroso cometido en Gutierre de la Peña y los demás capitanes. El nuevo General reunió cuarenta hombres de a caballo y se dirigió con ellos a Barquisimeto, cuyos habitantes habían huido atemorizados por d avance de Lope de Aguirre. Los vecinos de las localidades de la gobernación respondieron al llamamiento

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de guerra y a los pocos días de estar en Barquisimeto, Gutie­ rre de la Peña había triplicado el número de sus soldados, no muy entrenados, ciertamente, pero con la ventaja de que la casi totalidad eran plazas montadas. N o pensaba atacar a Aguirre, sino simplemente estorbar su marcha, hasta que la llegada de refuer­ zos le permitiera enfrentarse a los marañones en mejores condi­ ciones. Su actitud era lógica, ya que ignoraba en absoluto los efectivos con que contaba Aguirre. Según los rumores que corrían, Lope disponía de un fuerte ejército, constituido por veteranos de las guerras civiles del Perú, que a nada temían y todo lo arrasaban. Sobre todo, era creencia general que los marañones formaban un bloque compacto, sin fisuras, en torno a su jefe Lope de Aguirre. La misma falta de noticias existía en el campo real respecto a los movimientos de Lope, sabiéndose únicamente que había entrado en Nueva Valencia, pero ignorándose en absoluto el punto exac­ to donde se encontraba, ni el lugar bada donde se dirigía. Se vivía, en suma, en el campamento real en un ambiente de incerti­ dumbre y de temor, provocado por aquel Lope de Aguirre, que se había convertido ya en un personaje de leyenda. De esta zozobra vino a sacar a los realistas un tránsfuga de los marañones: el capitán Pedro Alonso Galeas. Era Galeas hom­ bre de edad, curtido en muchas campañas y enemigo de motines y rebeliones. H abía estado con Hernando de Soto en Florida y con Vaca de Castro en las guerras del Perú. Era uno de los que habían desertado en la isla Margarita y después de estar un tiempo escondido, pudo huir en tina pequeña embarcación, poco más grande que una canoa, llegando sin tropiezos a las costas de Venezuela. No quiso darse a conocer a nadie, sin fiarse de ved­ nos ni personas desconoddas, pues sabía de sobra cómo las gasta­ ba Aguirre. De esta forma anduvo ocultándose hasta dar con sus huesos en Nueva Valenda, donde estuvo hasta la llegada de los marañones. Siguiendo a los vecinos que huían, fue a Barquisi­ meto y allí se presentó en el campamento real y se dio a conocer. E l redbimiento que le hideron no fue muy halagüeño: le tomaron por un espía de Aguirre, pero su sinceridad y su hom­ bría de bien acabaron por desvanecer las sospechas. Enviado a

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presencia de Gutierre de la Peña, dio a éste toda clase de detalles sobre el número exacto de los marañones, las armas de que dis­ ponían y los planes de Aguirre. Las declaraciones de Pedro Alonso Galeas tenían una impor­ tancia excepcional. Se había desvelado el misterio. Para Gutierre de la Peña fue un alivio saber que sólo tendría que hacer frente a unos doscientos hombres mal contados, que si bien eran fuertes en arcabucería, estaban en cambio desprovistos de cañones y disponían de muy pocos caballos. Pero aún revestía mayor im­ portancia el otro informe que le dio Galeas. Los marañones, contra la creencia general, lejos de formar un núcleo apretado y homogéneo alrededor de su jefe, estaban profundamente dividi­ dos, hasta el punto de que más de la mitad de ellos esperaban tan sólo una ocasión favorable para pasarse a las filas reales. Galeas aseguró al General que si muchos no se pasaban era por temor a los castigos que les pudieran imponer, pero que si se distribuyesen cédulas de perdón, como había hecho don Pedro de Lagasca en el Perú, la mayoría de los marañones abandonarían a Aguirre y se pasarían a las banderas del rey. Por fin en el campo realista se tenían informes concretos y fidedignos. H asta entonces habían vivido de rumores, pues los desertores o bien estaban todavía en la isla M argarita o andaban huidos por los montes, temerosos del castigo que les pudiera so­ brevenir; y los que hubieran podido informar, como Pedro de Munguía y sus compañeros, habían sido llevados en la nave del padre Montesinos a Santo Domingo, a responder de sus cargos en el juicio que se les seguía, o como entonces se decía a hacer sus «probanzas». Los informes de Galeas dieron a Gutierre de la Peña no sólo la seguridad de la victoria, sino que ésta se conseguiría de una manera fácil y sencilla. Le bastaban algunos hombres y muchas cédulas de perdón. Montó a caballo y se dirigió a el Tocuyo, donde halló a don Pablo Collado hecho una pena: La verdad era que el pobre Licenciado no descansaba, sin poder apartar de su imaginación la pavorosa figura de Aguirre, arrasándolo todo al frente de aquellos terribles marañones. Las inesperadas noticias que le traía el General tuvieron la

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virtud de devolverle, en parte, el sosiego que le habla abando­ nado. Prometió a Gutierre que tendría muy pronto todas las cédulas de perdón que hicieran falta y animado por tan bellas perspectivas, hasta le aseguró que pronto se presentaría en el campamento, para luchar junto a los soldados en servicio de Su M ajestad. Regresó el General a Barquisüneto y al día siguiente le comu­ nicaron la llegada del capitán García de Paredes, hijo del famo­ so «Sansón de Extrem adura» Diego García de Paredes, compañe­ ro de armas de Gonzalo de Córdoba en las guerras de Italia. E l capitán García de Paredes gozaba de mucho prestigio y, aunque no era grande el refuerzo que traía —veinte hombres a caballo— su llegada llenó de satisfacción al General, porque suponía que su presencia aumentaría la moral de sus no muy aguerridas tro­ pas. Le invitó a pasar a su tienda y una vez dentro, el recién llegado le preguntó: — ¿Cómo van las operaciones contra Lope de Aguirre? —Mientras no lleguen más refuerzos — explicó Gutierre— no podemos atacarle. — ¿Dónde se encuentra ahora? —Parece que todavía no ha salido de Nueva Valencia. — ¿Vamos a esperarle aquí, en Barquisimeto? —En Barquisimeto precisamente, no —aclaró Gutierre de la Peña— ; más bien en los alrededores. Un capitán de los marago­ nés se ha pasado a nuestro campo y me ha informado sobre el número de los marañones y el armamento con que cuentan. No llegan a doscientos, en su mayoría arcabuceros, carecen de artille­ ría, disponen de pocos caballos y tampoco cuentan con suficien­ tes piqueros para contener nuestra caballería. Quiere decir que toda la fuerza de Lope de Aguirre radica en su imponente arca­ bucería. Nosotros, en cambio, tenemos muchos caballos y muy pocos arcabuces y en estas condiciones no sería acertado que nos hiciéramos fuertes en Barquisimeto, donde nuestra caballería no podría maniobrar, mientras ellos, amparados en las casas, podrían hacernos mucho daño con los arcabuces. Por lo tanto, defendere­ mos ligeramente la ciudad, pero sin comprometer nuestras fuer­ zas. Lo que hemos de hacer, por ahora, es hostigar a Lope de

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Aguirre y entorpecer su marcha, procurando, en todo lo posible, embarazar sus movimientos. —De eso, si os parece —se ofreció García de Paredes— me puedo encargar yo. —E s precisamente lo que pensaba proponeros —repuso muy complacido el General— . O s podéis situar con un piquete de caballería entre Nueva Valencia y Barquisimeto. ¿Son buenos soldados los que habéis traído? —Todavía — respondió con un gesto ambiguo García de Pa­ redes— no he tenido ocasión de verlos combatir. —Tampoco se puede confiar demasiado —confesó el Gene­ ral— en los que yo he logrado reunir; unos son bisoños y otros hace tiempo que no combaten. Venid — añadió— voy a presen­ taros a las tropas. Se convocó a los soldados y una vez formados, el General hizo la presentación del recién llegado. — ¡Soldados! —les dijo— . H a venido a nuestro campo di ca­ pitán Diego García de Paredes y sepan todos que le he nombra­ do mi Maestre de Campo. También están en camino otros capitantes con gente de refuerzo, por lo que muy pronto hemos de alcanzar una victoria completa sobre el Tirano. Se rompió la formación con los vivas y mueras de ritual. Pero esta vez se daban vivas al rey y mueras a Lope de Aguirre.

Antes de proseguir el avance y salir de Nueva Valencia, con­ vocó Aguirre a sus soldados, para ofrecerles una de aquellas esce­ nas teatrales a las que ya les tenía acostumbrados. A Lope, mag­ nífico actor, le gustaba representar, de cuando en cuando, pape­ les que causaran fuerte impresión en aquellos aventureros. Y no se podía negar que las escenas representadas hasta entonces habían estado bien montadas. H asta entonces todas las escenas habían sido fuertes, dramáticas y algunas, incluso, trágicas. La de ahora, no. E l calificativo más apropiado para la escena que se iba a representar ahora, era el de absolutamente imprevisible. Por­ que cualquier cosa podían esperar los marañones de su Fuerte Caudillo, menos que les convocara para leerles cartas. Y en eso

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iba a consistir la escena que ahora les brindaba; en leerles una carta. Pero, a decir verdad, aquella no era una carta corriente. Me­ recía la pena de que la conocieran. Y a juicio de Aguirre en­ cerraba una importancia extraordinaria. Contribuiría no sólo a aumentar su prestigo entre los marafiones, sino, principalmente, a borrar de la mente de sus soldados todo lo que significase res­ peto y veneración hada la sagrada y augusta persona del monar­ ca. Se trataba de una carta que A guine había escrito a la pode­ rosa majestad del rey Felipe I I , el rey en cuyos dominios no se ponía el sol, el soberano m is poderoso del mundo. Cuando estuvieron reunidos, Aguirre les dirigió la palabra: — ¡Marafiones! Vais a escuchar la carta que he escrito al rey, para que conozca nuestras razones y sepa las causas que nos han obligado a luchar contra él y quitarnos de su obedienda. Hizo una pausa, paseó su mirada pene los concurrentes y, se­ guidamente, con fuerte voz y gran prosopopeya dio comienzo a la lectura de la carta, cuyo prindpio no podía ser más grave e impresionante: «Rey Felipe, natural español, hijo de Carlos invendble: Lope de Aguirre, tu mínimo vasallo, cristiano viejo, de medianos pa­ dres, hijodalgo, natural vascongado, en el reino de España, vecino de la villa de Oñate. En mi mocedad pasé al Perú y en veinti­ cuatro años te he hecho muchos servidos, en conquistas de indios, en poblar pueblos y en batallas y reencuentros... Bien creo, excelentísimo rey y señor, que para mí y mis compañeros no lo has sido, sino al contrario, erad e ingrato a tan buenos servidos como has redbido de nosotros... Avisóte, rey español, que he salido de hecho con mis compañeros de tu obedienda, desligándonos de nuestra tierra que es Espafia, para hacerte en éstas la más cruda guerra que nuestras fuerzas puedan sustentar y su frir... y esto por no poder soportar los grandes abusos e in­ justos castigos que nos dan tus ministros, que es lástim a, ¡oh rey!, el mal tratamiento que se nos ha hecho... »Cojo estoy de la pierna derecha, de dos arcabuzazos que me dieron en Chuquinga, luchando bajo tu bandera contra Frandsco Hernández Girón, rebdde a tu servido, como yo y mis com­

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pañeros lo somos ahora y lo seremos hasta la muerte, porque ya hemos conocido lo cruel que eres y quebrantados de la fe y de la palabra y así no damos ningún crédito a tus perdones... »M ira, mira, rey español, que no seas cruel ni ingrato con tus vasallos, pues mientras tu padre y tú estabais sin zozobra alguna en Castilla, ellos te han dado, a costa de su sangre, tantos reinos y señoríos como aquí tienes... Y mira que no puedes llamarte rey justo en estos reinos donde no arriesgaste nada, sin que primero sean gratificados los que en ellos han trabajado... Y tengo por cierto que si vais pocos reyes al infierno es porque sois pocos, que si fuerais muchos ninguno podría ir al cielo, porque allí seríais peores que Lucifer; tanta es la ambición y la sed de sangre que ten éis...» La carta era larga y Aguirre alternaba la lectura con las pau­ sas, para ver el efecto que iba causando en sus marañones. Estos no salían de su asombro y no concebían que pudiera escribirse una carta semejante a un monarca que tenía sometido a medio mundo. Se mete a continuación con frailes y funcionarios. « ...E s tan grande la disolución de los frailes en estas provin­ cias, que conviene que venga sobre ellos tu ira y tu castigo, por­ que no hay ninguno que presuma de menos que de gobernador. No les creas lo que te dijeren, pues las lágrimas que echan ante tu real persona, es para venir acá a mandar. Son enemigos de pobres, incaritativos, ambiciosos, glotones y soberbios, de mane­ ra que por mínimo que sea un fraile, pretende mandar y gober­ nar todas estas tierras. Están aposentados en los mejores repar­ timientos del Perú y la penitencia que tienen es tener en sus cocinas una docena de mozas y no muy viejas y otros tantos muchachos que les vayan a pescar y todo el repartimiento ha de ir a matarles perdices y traerles frutas y te juro, rey y señor, que si no pones remedio en las maldades de esta tierra, te ha de venir azote del cielo y esto lo digo por avisarte de la verdad, pues yo y mis compañeros no queremos ni esperamos de tu mi­ sericordia. .. »...P u es tus Oidores tienen de sueldo al año cuatro mil pesos y ocho mil de costas, pero al cabo de tres años cada uno tiene

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ahorrados sesenta mil pesos y heredamientos y posesiones y con todo, si se contentasen con servirlos como a hombres, menos tra­ bajo sería el nuestro, pero quieren que cuando los topemos, nos hinquemos de rodillas; cosa, cierto, insufrible. No te fíes de estos letrados, que no entienden sino en casar hijos e hijas y su refrán es: ” A tuerto y a derecho, nuestra casa hasta el techo” *. Pasa luego a narrar las vicisitudes de la expedición de Eldorado, sin ocultar ninguno de los crímenes cometidos, en los que fue principal protagonista. Ya se sabe que para Aguirre la sangre derramada no tenía excesiva importancia; eran cosas que traía la guerra. «...F u e este Gobernador (Ursúa) tan perverso, ambicioso y mi­ serable, que no lo pudimos sufrir y no diré más, sino que le matamos; muerte, cierto, bien breve. Y luego a don Fernando de Guzmán lo alzamos por nuestro rey y lo juramos por tal y a mí me nombraron por M aestre de Campo y porque no consentí en sus insultos y maldades, me quisieron matar y yo maté al nuevo rey y al capitán de su guardia y teniente general y a cuatro ca­ pitanes y a su mayordomo y a un capellán, clérigo de misa y a una mujer de la liga contra mí, y a un comendador de Rodas y a un almirante y dos alféreces y otros cinco o seis aliados suyos y con intención de llevar la guerra adelante y morir en ella, por las muchas crueldades que tus ministros usan con nosotros, nombré de nuevo capitanes y sargento mayor, y me quisieron matar y yo los ahorqué a todos. Pasa luego lista a los capitanes y oficiales que le siguen, para que tenga, sin duda, conocimiento de sus nombres y termina tan singular carta, deseándole mucha prosperidad contra turcos y franceses, «y los demás que en esas partes te quisieran hacer la guerra; y en éstas nos dé Dios gracia para que podamos alcanzar con nuestras armas el precio que se nos debe, pues nos han nega­ do lo que de derecho se nos debía». «H ijo de fieles vasallos en tierra vascongada, y rebelde hasta la muerte por tu ingratitud.» Y firma la carta con un nuevo y sorprendente sobrenombre: Lope de Aguirre, el Peregrino. Ya no es Aguirre el Loco, ni Aguirre el Traidor; ahora es

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Aguirre el Peregrino. Son sobrenombres adaptados con admirable propiedad a determinadas circunstancias y épocas de su vida. £1 Loco, cuando con la paciencia y terquedad de un maniaco per­ sigue sin descanso, a lo ancho y a lo largo del Perú, al juez Esquivel, atravesando una y otra vez la inmensa cordillera de los Andes, siempre andando, porque el infamante castigo que ha recibido le impide montar a caballo, mientras no lave con sangre su deshonra. E l Traidor, cuando proclama a los cuatro vientos su rebeldía, vuelve sus armas contra las banderas que hasta en­ tonces había defendido, niega la obediencia a su rey, se desnatu­ raliza de su patria y presta juramento a un nuevo soberano. Ahora el Peregrino, el que anda por tierras extrañas, el que ca­ mina noche y día hada un punto determinado. Eso es él ahora. Un peregrino que camina sin descanso en larga, en interminable marcha, por tierras extrañas, desconocidas — algunas inexplora­ das— en pos de un lugar concreto, de una tierra que se le ha metido en el alma, del Perú, de esa tierra, sin embargo, que su corazón le dice — ese mismo corazón que con tantas «corazona­ das» le ha prevenido de motines y conspiraciones— que no volverá a ver jamás. Porque de esta carta, tan atrevida y arrogante, se desprende un hálito de muerte. Aguirre sabe que está venddo, que ha fra­ casado. No lo confesará y seguirá luchando e inyectando moral a sus soldados hasta morir. Pero no puede engañarse a sí mis­ mo. Al faltarle el elemento esencial de la sorpresa, el resultado está escrito. ¿Qué puede hacer él, con su horda de marañones, contra la imponente y sólida administración política que la rígi­ da ordenadón de la España de Felipe I I ha estableado ya en el Nuevo Mundo? Su inquebrantable energía se estrellará ante las fuerzas de las Gobernaciones, de las Reales Audiencias y de los Virreinatos. Esa carta, en realidad, es su testamento. ¿Y qué puede dejar Aguirre en un testamento, si nada posee? Sin embargo, deja algo. Deja constancia de su rebeldía y de las causas que le han impul­ sado a ser rebelde. Y deja también constancia de su orgullo, al no querer acogerse a la posibilidad de un perdón. Seguirá siendo rebelde hasta el fin, hasta la muerte. E l orgullo de Aguirre es

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tan grande al rechazar un posible perdón, como el de Felipe II al estrujar la carta entre sus manos, después de leerla. Porque Aguirre no había escrito aquella increíble carta con el solo objeto de leerla a sus marañones, sino que se había pro­ puesto, realmente, que llegara a manos de Felipe II. M as, ¿de qué medios se valdría para conseguirlo? Porque ningún secre­ tario, ni funcionario real se atrevería a entregar al monarca, en propias manos, un escrito tan atrevido e irrespetuoso. No obs­ tante, Aguirre había demostrado repetidamente que su cerebro era fértil en recursos y también en esta ocasión supo ingeniarse para lograr su propósito. La solución la halló en el padre Alonso Contreras, al que ha­ bía obligado a seguirles desde la Margarita, en calidad de cape­ llán de los marañones. Lope no ignoraba que, a pesar de haberle prometido un obispado en el Perú, el padre Contreras estaba suspirando por abandonar a aquella banda de energúmenos y volver a su parroquia. Le llamó a su presencia y le dijo que estaba dispuesto a dejarle regresar a la isla, siempre que le pro­ metiese cumplir una misión muy sencilla que le iba a enco­ mendar. E l padre Contreras se echó a temblar, pues le inspiraban muy poca confianza las misiones y los encargos de Aguirre, mas como también era peligroso el negarse, se mostró dispuesto a hacerlo. Aguirre entonces le manifestó que la condición que le imponía para regresar a la M argarita, era que la carta que había escrito al rey, la entregase en manos de Su M ajestad. Creyó el padre Contreras que el asunto debía meditarlo un momento. Le hacía poca gracia que fuera él, precisamente, el en­ cargado de entregar aquel desvergonzado escrito al soberano. Pero entre el monarca y el rebelde, después de pensarlo bien, optó por el primero. Le pareció que Felipe II comprendería que se había visto forzado a hacerlo y que respetaría su carácter sacerdotal, mientras que de Lope de Aguirre no se atrevía, ni mucho menos, a esperarlo. A si que acabó por aceptar la pro­ puesta de Lope. M as Aguirre no se fiaba de simples promesas y quiso obligar al sacerdote con los más sagrados juramentos. Llevó al padre

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Contreras a la iglesia de Nueva Valencia y allí le hizo jurar por D ios, por la Virgen M aría y por los Santos Evangelios, que entregaría la carta en manos del rey y que si faltaba a juramen­ tos tan sagrados, se condenaría por toda la eternidad en el in­ fierno. E l padre Contreras lo juró todo y Aguirre le entregó la carta — de la que ya se habían sacado varias copias— y le envió a la isla Margarita, desde donde prosiguió el viaje a España, cumpliendo fielmente lo jurado. Lope de Aguirre respiró satisfecho. La carta llegaría a manos del rey y Felipe II se enterarla de quiénes eran los marañones y su Fuerte Caudillo Lope de Aguirre.


Capítulo doce

Después de haber permanecido varios días en Nueva Valencia, Aguirre levantó el campo en dirección a Barquisimeto. La noche antes de su salida mandó dar muerte a tres de sus soldados, de quienes sospechaba que se querían pasar al enemigo, pero estos crueles castigos ya no causaban efecto en sus marafiones, habi­ tuados a las muertes violentas. En aquella horda que manejaba Lope de Aguirre, lo que resultaba ya extraño y sorprendente era que alguien muriese de muerte natural. Aquellas tres ejecucio­ nes hicieron tan poca mella, que el primer día de marcha deser­ taron ocho soldados, ocultándose en los montes. Lope bramaba de rabia. Su siniestro almirante Juan Gómez —antiguo calafa­ te— le instigaba a que arreciase los castigos. —Oh, qué acertado hubiera estado vuesa merced el otro día, si como fueron tres los ahorcados hubiesen sido treinta. Y , ¡pese a tal!, señor, que hay por aquí muy buenos árboles para colgar traidores. Para evitar, en lo posible, las deserciones, ordenó Aguirre que detrás de los sospechosos fuesen soldados de confianza con órdenes rigurosas. A los dos días de marcha comenzó a llover, al tiempo que tenían que subir una loma. Era la cuesta empinada y arcillosa y con la lluvia se puso tan resbaladiza que las caballerías, sobre­ cargadas de peso, resbalaban y caían. Aguirre, como siempre, fue el primero en arrimar el hombro. Sostenía a los animales, ayudaba a levantarlos, cargaba con el peso y a todos animaba con sus palabras y su ejemplo. Pero los esfuerzos resultaban bal­ díos; las bestias resbalaban y no podían subir. Aguirre, que nunca se daba por vencido, halló una solución. Ordenó que con los picos que llevaban se hicieran escalones en la montaña y se cubrieran con ramas, para evitar que resbala­ sen los animales. El procedimiento dio resultado y las caballerías continuaron la ascensión.

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Satisfecho y orgulloso por haber superado aquel nuevo obs­ táculo, y ante el espanto de sus marañones que, pese a su alma endurecida, eran profundamente religiosos, Aguirre se encaró con D ios, de quien decía que le había abandonado y se había pasado a sus enemigos. Levantando la vista al cielo, que no cesaba de descargar agua, gritó con su potente vozarrón: — ¿Piensa D ios que porque llueva no he de ir al Perú? Pues bien engañado está conmigo. Conforme se iban acercando a Barquisimeto, Aguirre dio orden de que se avanzase con precaución, pues suponía que los realis­ tas no estarían lejos. Y , efectivamente, al trasponer una pequeña loma, la vanguardia dio de manos a boca con un piquete de caballería de unos quince hombres, que al mando de García de Paredes había salido a hacer un reconocimiento. Los marañones, sorprendidos, dieron la alarma, pero los realistas, creyendo que habían caído en una emboscada, volvieron grupas y embarazán­ dose unos a otros en el estrecho sendero de la loma, abandonaron en la huida dos lanzas y tres caperuzas de algodón, viejas y gra­ sicntas. Acudió Lope y quiso aprovechar aquel pequeño éxito para elevar la moral de sus soldados. —Ya veis, marañones— les decía, mofándose del enemigo— cuánta es vuestra suerte, que tenéis que pelear con unos enemi­ gos que se asustan sólo de veros. Y qué medrados — añadía, se­ ñalando las caperuzas viejas y raídas— están los servidores del rey de Castilla. Estos son los enemigos que tenéis que comba­ tir, que cada uno de vosotros vale por una docena de ellos.

García de Paredes entró hecho una furia en la tienda de Gu­ tierre de la Peña. — ¿Qué ha ocurrido? —le preguntó el General con gesto de preocupación al verle tan excitado. — ¿Qué ha ocurrido? Vergüenza me da decirlo. H abía salido con quince hombres para un reconocimiento, sin ánimo de atacar a Lope de Aguirre, sino vigilar su campo y hacerle algún daño por sorpresa, si fuera posible. Esto no ofrecía ningún peligro, ya

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que la gente de Aguiire es de a pie y nosotros, a caballo, po­ díamos atacar o retiram os, según nos conviniera. De repente apareció en lo alto de una loma la vanguardia de los marañones y mis soldados, al verlos, huyeron despavoridos, me arrastraron con ellos en aquel estrecho camino y no me dieron tiempo ni siquiera para contenerlos. A medida que García de Paredes hablaba, iba desapareciendo del semblante de Gutierre de la Peña la preocupación que antes le dominaba. Cuando terminó, le dijo a Gutierre muy tranquilo: —Calmaos, señor Maestre de Campo. Si sólo se trata de eso, no es gran cosa. García de Paredes, buen soldado, valiente y fanfarrón, se sublevó. — ¿Que no es gran cosa? E s lo más vergonzoso que me ha ocurrido en la vida. H uir sin dar cara al enemigo. Hablaba excitado, con el rostro congestionado por la cólera y la vergüenza. —Con soldados de esta clase —continuó— no se puede pensar en vencer a Lope de Aguirre. Los marañones son veteranos de las guerras del Perú y sólo su nombre ya pone espanto en la gente que tenemos aquí. Mi opinión es que abandonemos Barquisimeto y hasta el Tocuyo, si es preciso, y esperemos que vengan de Nueva Granada y Panamá soldados que no teman luchar contra los marañones. —No pienso hacer tal cosa — repuso, sonriendo, Gutierre de la Peña— . A Lope de Aguirre le venceremos sin necesidad de combatir. — ¿Cómo? —preguntó extrañado García de Paredes. —De la misma manera que se han vencido las rebeliones del Perú. Gonzalo Pizarro tenía el mejor ejército que hasta ahora se había visto en las Indias, los mejores capitanes y los mejores soldados de la Conquista y además aquel ejército estaba dirigido por Carvajal, el Demonio de los Andes, conocedor como nadie del arte de la guerra, el capitán más duro, más infatigable y más astuto que os podáis imaginar. Sus batallas se contaban por vic­ torias y cuando el propio virrey Blasco Núñez Vela atacó en Añaquito al ejército de Gonzalo Pizarro, para éste resultó un

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juego de niños el vencerle; el virrey perdió la batalla y la vida. Y sin embargo, Gonzalo Pizarro y Carvajal fueron vencidos por un cura, por don Pedro de Lagasca, y a los dos les cortaron la cabeza. A Lagasca, para vencerlos, le bastaron las cédulas de per­ dón, unos papeles sellados en los que se hada constar que todo el que se pasara al ejérdto del rey llevando una de dichas bulas, se le perdonaría el delito de rebelión y todos los demás delitos que hubiesen cometido. Los soldados y espitantes de Gonzalo se pasaron a bandadas y lo mismo le ocurrió a Francisco Hernán­ dez Girón. Está comprobado que los capitanes y soldados rebel­ des, por muy valerosos que sean, pierden el ánimo al tener que luchar contra las banderas del rey y se pasan a ellas a la primera oportunidad, si se les ofrece el perdón. Y esto es lo que pienso hacer ahora. García de Paredes quedó pensativo. Lo que acababa de decir Gutierre de la Peña era cierto. — ¿V éis ese cofre? — continuó el General, sañalando un arca que había en un rincón de la tienda—. Estaba lleno de cédulas de perdón y todas se han repartido por las casas y calles de Barquisimeto. Después de una ligera defensa, dejaremos que Aguirre entre en la ciudad. Los marañones no encontrarán en la 'abandonada ciudad absolutamente nada, sino cédulas de perdón. Y estas bulas harán su efecto, téngalo vuesa merced por seguro. Lope de Aguirre se quedará solo, lo mismo que Gonzalo Pizarro, Carvajal y Hernández Girón.

Cuando los marañones dieron vista a Barquisimeto, observa­ ron que al otro lado de la ciudad, en una barranca, se encontra­ ban las tropas realistas. Los marañones avanzaron para tomar la ciudad y el ejército real fue a su encuentro, entablándose una escaramuza dentro de las calles de Barquisimeto. Pero la caba­ llería realista renunció a combatir entre las casas y se retiró a su campo. Los marañones, según su costumbre, se dispusieron a saquear la ciudad, pero no hallaron nada; al abandonarla se ha­ bían llevado todo lo que tenía algún valor. En cambio, encon­ traron la ciudad inundada de papeles; de cédulas de perdón.

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Aguirre reunió a los marañones para arengarles: —Ya veis, marañones, de qué se valen los soldados del rey para venceros. Como no se atreven a pelear con vosotros, su única esperanza es que os paséis a su campo. Pero yo os digo que esto no es más que un engaño. Lo mismo hicieron en el Perú y a los que se pasaron, cuando terminaron las luchas, lue­ go los ahorcaron a todos, sin que les valieran para nada las bulas de perdón. Y lo mismo harían con vosotros. Luego ordenó a Carrión: —Que se eche un pregón diciendo, que todo el que coja una cédula de perdón será ahorcado. A continuación se nombraron las guardias y centinelas y una vez montados los servicios, se repartieron los marañones por la ciudad en busca de alojamiento. Al día siguiente de la entrada de los marañones en Barquisimeto, llegó al campo realista el gobernador don Pablo Collado, a quien, por lo visto, el favorable cariz que presentaba la situa­ ción había curado sus múltiples dolencias. Su presencia no pro­ vocó el menor entusiasmo en el General Gutierre de la Peña, que, en cambio, mostró gran satisfacción por la llegada del capi­ tán Pedro Bravo de Molina, con veinte hombres a caballo. Este refuerzo, sobre todo por el prestigio de que gozaba Bravo de Molina, levantó mucho la moral de los realistas. Tres días estuvieron ambos ejércitos observándose mutuamen­ te, Aguirre con sus arcabuceros en la ciudad y la caballería rea­ lista en el campo. En este tiempo y a pesar de las rigurosas medidas tomadas por Lope, dos marañones lograron pasarse a las banderas del rey. Acuciado, al fin, por la imperiosa necesi­ dad que tenía de caballos, decidió Aguirre romper aquella calma. Envió por la noche una sección de sesenta hombres, al mando de Roberto de Zozoya y Cristóbal García, para dar una sorpresa en el campo enemigo y aprovechando la confusión apoderarse de cuantos caballos pudiesen. Mas la suerte, que ya se mostraba esquiva con Aguirre, le jugó en esta ocasión otra mala pasada. Caminaba la sección de noche sin ser vista, con muchas probabi­ lidades de lograr la sorpresa que intentaban, cuando un suceso totalmente casual e inesperado vino a desbaratar aquel golpe de

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mano. Desde un pueblo de la gobernación llegaba un pequeño tefuerzo de diez hombres al mando de un capitán y antes de llegar al campamento, tropezaron por azar, en la oscuridad de la noche, con los marañones y corriendo a rienda suelta dieron la voz de alarma en el campo. Inmediatamente se tocó a rebato para rechazar el ataque de los marañones, pero éstos, al ver que habian sido descubiertos y no podían llevar a cabo la sorpresa, desistieron de su intento y se ocultaron en la maleza. Gutierre de la Peña, al ver que no atacaban los marañones, destacó a García de Paredes, con sesen­ ta hombres a caballo para localizar a los soldados de Aguirre y los atacase si las circunstancias fueran favorables. Las sombras de la noche protegieron a los marañones, que no pudieron ser descubiertos hasta que aparecieron las primeras luces del día. Todo el ejército realista se había puesto en movi­ miento y los marañones tomaron posiciones en una barranca alta y pidieron refuerzos a Aguirre. Lope salió en su auxilio con cuarenta arcabuceros con banderas desplegadas y al son de trom­ petas y tambores. Pensaba dar allí la batalla a los realistas y quería despertar en sus marañones el espíritu guerrero. Juntos todos, se trabó en la barranca una fuerte escaramuza, pero los realistas querían llevar a los marañones al llano, donde su caballería podía maniobrar libremente y con tal fin comenza­ ron a ceder terreno, acosados por los soldados de Aguirre. Una vez en el llano, la caballería hizo frente a los marañones, y se entabló un vivo combate. La infantería de Lope trataba de con­ tener las cargas de la caballería, que trataba a toda costa de en­ volver a los marañones, sin que Aguirre, que apenas tenía caba­ llos ni piqueros, pudiera impedir esta maniobra. La mayoría de los caballos montaraces que habían domado, los había tenido que utilizar como bestias de carga y solamente una docena se habían aprovechado para monturas. Aguirre puso sus escasos caballos bajo el mando de Diego Tirado y éste, pro­ tegido por los arcabuceros, sostenía bien el encuentro. Esperaba los momentos oportunos y entonces atacaba con furiosas cargas los puntos más débiles de los realistas, para volver otra vez al amparo de la arcabucería.

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Se mantenía el combate indeciso, cuando en una de las arre­ metidas de Diego Tirado, éste continuó la carrera al galope de su yegua y se pasó al enemigo dando vivas al rey. La deserción de Tirado derrumbó la moral de los marañones. Aguirre temió una desbandada general y comenzó a recorrer las filas gritando: —Reportaos, caballeros, que Diego Tirado no se ha pasado al enemigo, sino que va con mi licencia, para tratar un negocio que nos conviene a todos. Aunque esta burda patraña no podía contener la desmoraliza­ ción de las tropas, la presencia de Aguirre recorriendo las filas y dando ejemplo de valor mantuvo la disciplina y ya comenzaban a reanimarse los marañones, cuando un tiro de arcabuz mató la yegua que montaba Aguirre, arrastrando a éste en su caída. Al ver caer a su Fuerte Caudillo se produjo un revuelo entre sus soldados y varios de ellos aprovecharon la confusión para pasar­ se al enemigo. Lope, para evitar un desastre, ordenó la retirada, que se hizo en buen orden. De la falta de espíritu combativo de los marañones y de su baja moral, a pesar de todos los esfuerzos de Aguirre, da idea el hecho de que con una fuerza de cerca de cien arcabuceros no causasen una sola baja al enemigo, mientras que los realistas que sólo contaban con cinco arcabuceros, mataron la yegua de Agui­ rre e hirieron a dos marañones.

E l combate sostenido con los realistas y la defección de Diego Tirado, su mejor oficial y en el que más confiaba, le convencie­ ron a Aguirre de la im posibilidad de llegar al Perú a través de Venezuela y Nueva Granada. Decidió, por tanto, variar los pla­ nes, ya que en su ánimo no entraba la idea de huir ni de rendir­ se. Desandaría el camino recorrido, regresaría a la costa y allí embarcaría en cualquier clase de naves para dirigirse a Panamá, donde trataría de levantar un ejército. Pero antes eliminaría a todos los sospechosos, a todos los trai­ dores que con su ejemplo arrastraban a los demás. Se quedaría solamente con los adictos, con los leales, aunque fuesen pocos. Tendría que eliminar a unos cincuenta, pero lo haría sin titu­

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beos. Reunió a sus capitanes y les expuso su nuevo proyecto de regresar a la costa, dando muerte antes a todos los sospechosos de traición. La idea de ahorcar a la tercera parte de las tropas horrorizó a los capitanes. Trataron de disuadirle y Juan Jerónimo de Espi­ nóla, el genovés, le hizo ver que si no había pruebas no se podía asegurar quiénes eran los traidores y dejándose guiar únicamente por sospechas, pudiera darse el caso de matar a muchos leales y dejar con vida a los que no lo eran. Y para acabar de conven­ cerlo le pusieron el ejemplo de Diego Tirado, en quien tanto con­ fiaba Aguirre y de quien nadie sospechaba que fuera a pasarse al enemigo. Pudieron, al fin, disuadirle y así se evitó aquella degollina, contentándose con desarmar a los sospechosos, pero sin desistir de su propósito de regresar a la costa. Su autoridad y su presti­ gio se hallaban en franco declive. Para evitar las deserciones dio órdenes rigurosas de que nadie saliera de la ciudad y así permanecieron tres días encerrados en Barquisimeto y como carecían de víveres tuvieron que comerse un muleto y varios perros. Los realistas, por su parte, no se atre­ vían a atacarle en la ciudad y se contentaban con desplegar su caballería en tom o a la misma. Lope de Aguirre los contenía sólo con el terror que rodeaba a su nombre, pues era tal la des­ moralización o, más exactamente, la descomposición de su cada vez más reducido ejército, que un ataque a fondo de los realis­ tas a la ciudad les hubiera proporcionado la más completa vic­ toria. Hubiera sido un bello final para la alucinante odisea de los marafiones, pero hasta esta satisfacción quiso negarle el destino a Lope de Aguirre. Viendo Lope que el rigor no surtía efecto, apeló a los halagos y a las amabilidades. Como primera providencia, devolvió las ar­ mas a los que habían sido despojados de ellas y anunció solem­ nemente que en adelante no mataría a nadie y no tomaría ningu­ na decisión sin consultarlo con todos. Aplacados, al parecer, los ánimos, comenzaron los preparativos para la marcha hacia la costa, pero las cédulas de perdón hacían estragos entre los marañones y dos de ellos, no obstante la es*

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trecha vigilancia, lograron pasar al campo realista, dando cuenta de los preparativos que hacía Aguirre para regresar a la costa. García de Paredes y Bravo de Molina tantearon un ataque a la ciudad. El último se acercó tanto que le mataron el caballo de un tiro de arcabuz y los realistas se retiraron. Al día siguiente volvieron al ataque y ante la pasividad de los sitiados se adelantaron tanto, que se oían perfectamente sus voces animando a los marañones a pasarse al estandarte real. Juan Jerónimo de Espinóla pidió licencia a Lope para salir con una sección a castigar semejante insolencia y Aguirre se la dio muy gustoso, viendo que todavía quedaban marañones valientes y leales. Aguirre los contempla orgulloso, viendo cómo avanzan en perfecto orden y se dirigen resueltamente a atacar al enemigo. Pero al llegar a la altura de los realistas, bajan las armas y se pasan en bloque. Aguirre, con el rostro desencajado, bajó la cabeza y se volvió, pero lo que vio en la ciudad acabó con sus últimas esperanzas, si es que todavía le quedaba alguna. Los marañones corrían por las calles y saltando tapias huían al campo, unos para ocultarse en los montes y otros para pasarse a las tropas del gobernador. Tenía que darse prisa. Aquella misma noche saldría de Barquisimeto con los que le quisieran seguir. Faltaba todavía algo para el mediodía, así que tenía que aprovechar aquellas pocas horas para ultimar la marcha. Cuando se dirigía a su casa, vio a Antón Llamozo. — ¿ Y tú, hijo Antón, por qué no te vas también? —le dijo Lope. La respuesta de aquel marañón sin entrañas, de aquella fiera que tanta sangre y tantas vidas tenía sobre su conciencia, hubie­ ra conmovido a Aguirre en otra ocasión. — Porque habéis sido un padre para mí —le respondió con mirada leal— y estaré con vuesa merced hasta que nos hagan pedazos. Era la fidelidad del perro dogo hacia su amo. Al volverse Aguirre para proseguir su camino, vio algo que le llenó de estu­ por; allí estaba también Pedrarias. Aguirre no lo podía creer. Aquel Pedrarias que había desertado dos veces, se mantenía

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fiel y no se pasaba al enemigo. Sin duda le retenía el amor de Elvira. Este pensamiento le inundó de alegría. Y a no pensaba en la catástrofe que se venía encuna. En aquel momento lo olvi­ dó todo; que estaba vencido, que sus grandiosos planes se ha­ bían derrumbado y que la muerte llamaba urgentemente a su puerta. Sólo se acordó de Elvira, de su hija idolatrada. Todo no se habla perdido. E l podía morir, pero allí estaba Pedrarias y Elvira quedaría en buenas manos. Aguirre se acercó a Pedrarias y le dijo con el corazón en la mano: — Señor Pedrarias, aguardad un momento y quedaos aquí, que antes de morir quiero daros un documento en el que diré quié­ nes han sido leales al rey, y haré constar que siempre habéis sido mi enemigo y que por dos veces huisteis para pasar al servicio de Su M ajestad y que siempre os he retenido vigilado y desarma­ do para que no os pasarais. Este documento os valdrá más que una bula de perdón. Esperad un poco, señor Pedrarias, que todo lo arreglaré muy a vuestro favor, no como los que se dan prisa en pasarse ahora que después de todo lo que han hecho, creen que se les perdonará con echar una carrera hasta el campo del rey. Aguirre entró en su casa, pensando en la mejor manera de hacer una declaración en favor de Pedrarias, pero a éste no le habían hecho ninguna mella sus palabras. Creyó que, sin duda, Aguirre pensaba retenerlo a su lado y juzgó que para conservar su vida, mejor que una declaración de Aguirre era pasarse a las tropas leales. Como figuraba entre los sospechosos de deserción y estaba por tal motivo desarmado, aprovechando aquellos mo­ mentos de desconcierto, se apoderó de una lanza y salió por una puerta de la dudad, arrastrando consigo a los dos centinelas y a los negros que servían a los marañones. Se presentó Pedrarias con los centinelas y los negros a G arda de Paredes y le informó con todo detalle de la verdadera situadón de Aguirre y de que podía apoderarse fácilmente de la dudad, mandó apear a uno de los suyos d d caballo, se lo dio a Pedrarias y puestos los dos al frente de unos quince hombres, se dirigieron a la dudad.

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Salió Aguirre de su domicilio y al no ver a Pedradas, pregun­ tó a Llamozo dónde estaba. — Se ha pasado también al campo del rey — contestó éste. Aguirre quedó anonadado, como si la tierra se hubiese abierto bajo sus pies. Ahora sí que todo había terminado; ya nada tenía importancia. Le quedaban pocas horas de vida, pues ante la de­ serción general, ya no podía pensar en regresar a la costa y sabía que de un momento a otro se produciría el ataque a la ciudad. Pero todo esto ya no tenía importancia para él. Lo único que en medio de aquel desastre le preocupaba era su hija. £1 mise­ rable Pedradas, a quien él había perdonado la vida dos veces por su intercesión, la había abandonado, y Lope se horrorizaba al imaginarse a su idolatrada hija sola y abandonada entre aque­ lla soldadesca, que querría vengar en Elvira las culpas de Lope de Aguirre. Pero eso no ocurriría jam ás. E l había velado siempre por Elvira y lo haría hasta el final. —No la ultrajaréis —murmuró— rufianes, bellacos. M i hija no os servirá de juguete, para que hagáis burla de ella. Cogió un arcabuz y entró en la estancia de Elvira, que se hallaba, como siempre, en compañía de su aya Juana Torralva. Aguirre estaba ahora tranquilo; su lucha interior, su terrible ten­ sión nerviosa había terminado. Actuaba ya con la sangre fría de quien ha tomado una decisión irrevocable. Se acercó a Elvira y con aquel acuito de ternura con que siempre la trataba, con voz firme pero tranquila, sin gestos ni aspavientos, le dijo: —H ija mía, encomiéndate a D ios, que te voy a matar. Elvira quedó sorprendida y confusa, sin que la inocente mu­ chacha acertara a comprender las palabras de su padre, pero Juana Torralva le había comprendido perfectamente y le creía muy capaz de hacer lo que había dicho. Al ver que Aguirre se disponía a encender la mecha del arcabuz, Juana se arrojó sobre él, gritándole: —Asesino, loco, criminal. ¿V as a matar a tu propia hija? En el forcejeo por arrebatarle al arcabuz, cayó el arma al suelo y entonces Aguirre, con un violento empujón, derribó a Juana contra la pared. Elvira se había dado cuenta, al fin, de que su padre la quería

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matar y en vez de gritar e intentar huir, se abrazó a su padre, llorando: — Padre mío —le decía—, no hagáis eso. E l diablo os en­ gañó. Mientras Elvira, con la cabeza apoyada en el hombro de su padre, le abrazaba sollozando, Aguirre sacó un puñal y con in­ concebible sangre fría lo fue hundiendo repetidamente en aquel tierno e inocente pecho. —No me matéis, padre mío —gritó Elvira— . ¡Basta ya! ¡Bas­ ta ya! La pobre niña —tenía 16 años— , abrazada al cuerpo de su padre, fue deslizándose hasta el suelo, donde quedó tendida en un charco de sangre. Aguirre, convencido de que acababa de salvar a su hija del oprobio y la ignominia, contemplaba con infinita ternura el ensangrentado cuerpo de Elvira, murmu­ rando: — ¡H ija mía! ¡H ija m ía!; no te ultrajarán.

García de Paredes entró sin resistencia en Barquisimeto y Pedrarias le llievó a la residencia de Aguirre. Penetraron en la casa, seguidos de algunos de los hombres del pelotón que con­ ducían, la mitad de ellos antiguos marañones. A l llegar al apo­ sento en que se encontraba Aguirre, vieron a Elvira en el suelo, muerta y bañada en sangre. García de Paredes preguntó quién era y Pedrarias le dijo que era Elvira, la hija de Aguirre. . — ¿H abéis matado a vuestra propia hija? —le dijo García de Paredes—. De todas las cosas que habéis hecho, ésta es la que más me sorprende. —S í; yo la maté —respondió Aguirre, mirando fijamente a García de Paredes— . Lo pude hacer, porque era mi hija y es la mejor cosa que hice. Mi hija no servirá de burla a tantos rufianes y a tanta gente ruin como hay por estas tierras. Al ver que se le acercaba Pedrarias para desarmarle, Aguirre se encaró con él. — Ah, señor Pedrarias, ¿qué malas obras os he hecho yo? Pedrarias por toda contestación le despojó de un capote par­

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do, con pasamanos, que llevaba sobre las armas. G arda de Pa­ redes le intimó a que entregara las armas y asi lo hizo Aguirrc, mientras le deda: —Señor Maestre de Campo, pido que se me concedan los tres dias que marca la Ley, para hacer mi dedaradón ante el Gober­ nador y el Capitán General, sobre cosas que convienen mucho al mejor servido d d rey. Y a fe, que va a ser una brava decla­ ración. Y no permita que ninguno de estos marañones me mate sin confesión. Si aludia, no a la declaración ante la Ju stid a, sino al sacra­ mento de la confesión, debió hacerlo para ganar tiempo y evitar que lo mataran sus marañones antes de prestar dedaradón, pues ni siquiera en el momento de expirar se dirigió a Dios, ni pidió confesión. Entraron algunos para ver a quien tanto terror habia inspira­ do y uno de ellos, Tomé de Ledesma, al ver la figura seca y des­ medrada de Lope, quiso fanfarronear: — ¿Este es Lope de Aguirrc? — dijo en son de burla—. ¿E l que todos tienen tanto miedo de él? ¡Vive D ios!, que si me lo encontrara, se iba a acordar de mí. Aguirre lo miró de arriba abajo y le replicó con el más pro­ fundo despredo: —Andad de ahí, hombrecillo, que si afuera estuviere, a vos y a veinte como vos diera yo de zapatazos. Los marañones cuchicheaban. Temían la dedaradón de Lope y decidieron evitarla a toda costa. Entraron en d aposento Cus­ todio Hernández y Cristóbal Galindo, ambos con los arcabuces preparados, y el primero, sin mediar palabra, le disparó un tiro que pasó rozando la cabeza de Aguirre. Este ni se agachó ni intentó huir y sin el menor gesto, con la seriedad de quien está presenciando unos ejerddos militares, comentó: —Mal tiro; demasiado alto. Galindo disparó a continuación y dio a Lope en medio del pecho. Aguirre se dobló. — Este sí es un buen tiro —murmuró, mientras caía al sudo, junto al cuerpo de Elvira. Murió el Fuerte Caudillo de los marañones hadendo gala

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de la más increíble sangre fría. «Cayó muerto — dice una de las relaciones— sin encomendarse a Dios, sino como hombre mal cristiano... porque le pareció a él que en aquello consistía su bienaventuranza, en que le tuvieran más por animoso que por cristiano.» No logró morir en el Perú, como él quería, pero consiguió una de las cosas que más deseaba: inmortalizar su nombre. «Y ya que mi ánima — decía algunas veces— arda en los infiernos, haré tales cosas que mi nombre subirá hasta el noveno cielo.» Una vez muerto Aguirre, el mismo Custodio Hernández que, sin duda, quería hacer méritos para aliviar los cargos que tenía en contra, le cortó la cabeza y fue con Pedrarias a presentarse al Gobernador y a Gutierre de la Peña, que llegaban a la d u ­ dad. El Gobernador respiró al ver la cabeza de Lope de Agui­ rre. Aquel Gobernador que en aquel tiempo en que tanta impor­ tancia se daba al linaje y a los nombres sonoros, sólo se llamaba Pablo Collado, de lo que tan despectivamente se burló Aguirre en la carta que le escribió, llamándole «gobernadorcillo y bachillerejo de sólo dos nominativos» (Pablo Collado). Murió Aguirre el 27 de octubre de 1561. Su cuerpo fue hecho pedazos y los pusieron en postes, por los caminos alrededor de Barquisimeto. La mano derecha fue llevada a Mérida y la izquier­ da a Nueva Valencia, «como si fueran las reliquias de algún santo», dice una de las relaciones. La cabeza la llevaron al To­ cuyo y, metida en una jaula de hierro, fue puesta en medio de la plaza, en el rollo de la Justicia. A sí acabó el Fuerte Caudillo de los marañones: «hedió cuartos». Le hubiese gustado morir en el Perú, en «aquella gloriosa tie­ rra» que se le había metido en el alma. Un último deseo que con tan bellas palabras había sabido expresar: « ...y ya que muera, moriré en aquella gloriosa tierra donde gozarán y descan­ sarán mis huesos, lo que el cuerpo tanto trabajó y ha padeddo». Pero él, que había sabido morir con tan pasmosa serenidad, sin contraer un músculo de su angulosa cara, no se quejaría por aquel desastroso final, con su cabeza en una jaula y sus miem­ bros repartidos por la gobem adón de Venezuela. Esto no tenía importancia. O para decirlo con palabras suyas: «Eran cosas que

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traía la guerra». Y además ya lo proclamaba la sentencia: «Quien tal hizo, que tal pague». La infeliz Elvira, que había sabido captarse el respeto y el aprecio de la horda de desalmados con los que tuvo que convi­ vir, logró también inspirar, con su trágico fin, la más honda y sincera compasión en los vencedores y el gobernador don Pablo Collado mandó dar a su cuerpo honrosa sepultura en Barquisimeto. Su falda y su corpiño, con las señales de las heridas causadas por el puñal, se conservaron durante largo tiempo en el Tocuyo.

En principio, los marañones fueron todos perdonados por el gobernador don Pablo Collado y de esto se aprovecharon los más culpables para escapar. Algunos de los marañones fueron, incluso, enrolados para una expedición de castigo contra unos indios venezolanos. Pero el nuevo gobernador, Alonso Bemáldez de Quirós, ordenó la detención de todos los marañones, a fin de que fuesen procesados, sin que apenas haya noticias de las sanciones impuestas a la mayoría de ellos. Parece que se tuvo como norma el destierro de por vida del Nuevo Mundo, a los que no se habían distinguido por sus crímenes. E l Capitán Gene­ ral Ojeda llevó a Santo Domingo en su armada, para entregarlos a Real Audiencia, a unos cincuenta marañones. Los más culpa­ bles parece que trataron de ocultarse en Nueva Granada (Colom­ bia). Sólo de muy pocos se sabe el final. Antón Llamozo, el perro dogo de Aguirre y el último que estuvo a su lado, logró escapar a favor de la desbandada final y huyó a Nueva Granada, siendo detenido, ejecutado y descuarti­ zado en Pamplona, la ciudad fundada por Pedro de Ursúa. En M érida, el capitán Bravo Molina dio el mismo castigo a Bartolo­ mé Sánchez Paniagua, otro de los criminales esbirros de Agui­ rre. En Santa Fe estuvo preso el mestizo Francisco Carrión, Al­ guacil Mayor y ejecutor de los asesinatos ordenados por Aguirre y aunque no consta el castigo que sufrió, puede presumirse que sería idéntico al de Llamozo y Paniagua. Juan de Aguirre, gran amigo y compañero de Lope en las andanzas de Nicaragua y que fue su segundo después de la muer­

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te de Martín Pérez de Sarrondo, se sabe que huyó también a Nueva Granada, sin que posteriormente se volvieran a tener no­ ticias de él. Diego Tirado, el capitán de caballería de Aguirre, que se pasó a los realistas en el combate entablado con éstos en Barquisimeto, se presentó a la Audiencia de Santa Fe, coa la pretensión de ser recompensado, pero fue entregado al nuevo gobernador Bernáldez de Quirós, instruyéndosele un largo pro­ ceso. Pedrarias de Almesto fue declarado inocente y pasó a Es­ paña para solicitar recompensas y mercedes por su actuación. Francisco Vázquez, el autor de la mejor —aunque muy parcial— de las relaciones de la expedición, fue declarado también ino­ cente y únicamente se sabe que volvió al Perú. Otro de los cro­ nistas, Gonzalo de Zúñiga, a quien tan duramente acusa Agui­ rre en su carta al padre Montesinos, fue enviado a España a prestar declaración, principalmente por delitos anteriores a la expedición. Pedro Alonso Galeas pasó también a España en solicitud de recompensas y regresó después al Nuevo Mundo, figurando en algunas campañas contra los indios de Vene­ zuela. También el gobernador don Pablo Collado, que tan apocado ánimo demostró ante la invasión de los marañones, fue proce­ sado por Bernáldez de Quirós y todavía en 1563 estaba en Ma­ drid, apelando contra la sentencia que se había dictado contra él, de suspensión por cuatro años del oficio de justicia, destierro de Venezuela y sanción de algunas penas pecuniarias. Gutierre de la Peña y García de Paredes estuvieron querellán­ dose entre si, por la posesión de las banderas de Aguirre. A García de Paredes se le concedió la gobernación de Popayán, en Nueva Granada. Gutierre de la Peña fue nombrado mariscal de Venezuela y regidor del Tocuyo, siéndole concedido un escudo de armas. De Pedro Bravo de Molina se sabe que solicitó la con­ cesión de un escudo de armas y que fue nombrado regidor en Tunja, en Nueva Granada.

La rebelión de Lope de Aguirre tuvo la virtud de acabar con las convulsiones del Perú, que parecían ya endémicas. Aguirre

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fue el último gran rebelde del Perú en la época de la conquista y a él le cuadra, como a ninguno, tal calificativo. A Lope de Aguirre se le ha podido llamar —y pudo parecerlo en diversos períodos de su vida— loco, traidor o peregrino, pero siempre rebelde y un rebelde íntegro, total, absoluto. Rechazó desde el primer momento las medias tintas de las rebeliones precedentes —las de Almagro el Mozo, Gonzalo Pizarro y Hernández Girón, para citar las principales— , las cuales, enarbolando diversas cau­ sas como justificación de su rebeldía, estaban acordes en un mis­ mo punto: en atacar la suprema autoridad real. Lope de Aguirre, fue m is lejos. Su rebeldía no sólo fue m is radical, sino, incluso, también más lógica. Se había demostrado en los alzamientos precedentes, que nada se adelantaba con rebelarse contra un virrey o una Real Audien­ cia, mientras se siguiera acatando la autoridad del monarca, pues éste enviaba otro virrey u otro Presidente de Audiencia que, m is h ibil o más afortunado, sofocaba la rebelión y restablecía el orden existente en el virreinato. Lope de Aguirre, al rebelarse, fue derecho al nudo de la cuestión y se alzó no sólo contra el estado de cosas existente bajo la administración política del vi­ rreinato, sino contra el mismo rey, ya que era de éste de quien emanaba la autoridad de virreyes y gobernadores. Con Lope de Aguirre se dio el caso insólito e inconcebible de que, en plena época de la conquista, un español se rebelase contra el dominio de España en América, negase la obediencia a su soberano y le declarase la guerra, se desnaturalizase de España y se proclamase independiente, eligiendo un nuevo soberano. Algunos han pretendido negar este aspecto fundamental de la rebelión de Aguirre, afirmando que su rebeldía no constituyó ningún acto de independencia y que tampoco proclamó un nuevo soberano, alegando que don Fernando de Guzmin no fue nom­ brado rey, sino príncipe, significando con esto que se hallaba supeditado a la superior autoridad del monarca español. Son ra­ zonamientos débiles y de poca consistencia, pues Lope de Aguirre afirmó siempre con toda claridad, y sin velos ni subterfugios, que negaba la obediencia al rey de España, que se desnaturalizaba de su patria y que proclamaba y reconocía a un nuevo soberano,

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para gobernarse por sí mismos. Esto constituye, sin duda alguna, un auténtico grito de independencia. Ahora bien, este intento de emancipación americana era, evi­ dentemente, prematuro y carecía de la base y amplitud que tuvo dos siglos y medio más tarde y aun cuando Aguirre, por una se­ rie de circunstancias favorables, hubiese logrado adueñarse del Perú, su intento de emancipación estaba condenado al fracaso. Pero no puede menos de admirarse el que un hombre solo y en tal época, concibiese planes tan grandiosos y temerarios y que con tan escasos medios y en circunstancias tan increíblemente difíciles se enfrentase contra el p o d a de la España de Felipe II. Su gesta, en cambio, quedó oscurecida por su falta de huma­ nidad, sus crímenes y sus delitos; la sangre le ahoga. E s difícil separar en Aguirre las virtudes y los defectos; aparece siempre como el monstruo sediento de sangre, como el hombre para quien la vida humana no tiene ningún valor; sus crímenes le abruman e impiden ver sus grandes cualidades: su audacia, su capacidad de trabajo y de sufrimiento, su espíritu indomable, sus innegables dotes de conductor de masas, etc. H a habido otros monstruos tan sanguinarios como Aguirre, que aparecen como grandes figuras de la Historia. Pero Aguirre fue un fracasado. Tal vez si hubiese triunfado, el juicio de la posteridad no hubie­ se sido tan inexorable y no hubiese pasado a la historia solamen­ te como un personaje de leyenda, ahíto de sangre.


B i b l i o g r a f ía

Obras principales consultadas: RELACIONES escritas por los cronistas marañones Francisco Vázquez, Gonzalo de Zúñiga, Pedradas de Almesto, Custodio Hernández, y Pedro de Munguía. La mejor y más completa es la de Francisco Vázquez. JORNADA D EL R IO MARAÑON de Toribio de O rtigu e». GUERRAS C IV ILES D EL PERU por Pedro Cieza de León. H ISTO RIA D E LAS GUERRAS C IV ILES D EL PERU Y DE OTROS SUCESOS D E LAS IN D IA S por Pedro Gutiérrez de Santa Clara. COM ENTARIOS REALES por el Inca, Garcilaso de la Vega. LA EXPED ICIO N D E URSUA A L DORADO, LA REBELIO N D E LO PE D E A GUIRRE Y E L ITIN ERA RIO D E LO S MARAÑONES por Emiliano Jo s. (Obra fundamental para el estudio de Lope de Aguirre.) LO PE D E A GUIRRE, E L PEREGRIN O . Primer Caudillo de América, por Casto Fulgencio López. LA AVENTURA EQ UIN O CIAL D E LO PE D E AGUIRRE por Ramón J . Sénder. Y otras más que haría muy extensa la relación. Quien desee documentarse sobre la gesta de Lope de Aguirre y los Marañones, encontrará una extensa y, a nuestro juicio, completísima relación bibliográfica, al final de la obra del escritor venezolano, de pluma tan galana, Casto Fulgencio López, LO PE D E AGUI* RRE, E L PEREGRIN O . Primer Caudillo de América.


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