Otro cuento de Navidad

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Otro cuento de Navidad por Carlos Franco

Estela estaba bien muerta, ciertamente. No había duda posible. Ana aún la recordaba de cuando la velaron el año pasado, rodeada de una legión de flores en el recién inaugurado tanatorio de Toledo. ¡Qué chica Estela! Había sido capaz de imaginar las locuras más inauditas y de compartirlas con ella, ante el estupor de casi todo el mundo, que no creía que dos ángeles como aquellos fueron capaces de semejantes barrabasadas. Fue su mejor amiga durante veinte años. No había negocio de amor, y de los otros, en el que no hubieran participado a la par. Ni secreto que no compartieran, por escabroso que pudiera parecer. Por lo que no cabría duda alguna en afirmar que Ana, independientemente de análisis de fichas dentales o confirmaciones genéticas, era la más cualificada para poder afirmar que la Estela que estaba justo enfrente de ella se tratara de su mismísimo fantasma. Más aún cuando se conservaba mucho mejor que ella. "¿Cómo lo hará...?", pensó, porque no tenía ni una arruga. La muerte, definitivamente, le estaba sentando muy bien. -Las cosas de la muerte, Ana -la respondió adelantándose a sus pensamientos-, ya sabes que cuanto más duermes mejor estás. -Ya. Y has venido a eso, claro. A explicarme lo bien que se te está dando. Estela no pudo evitar dejar de escapar una pequeña sonrisa. -En cierto modo sí. Dormía plácidamente, y no sola…, hasta que desperté contemplando una catástrofe. Te veía en Navidad, en esta misma habitación, sola. Y era verdad. Estaba sola. Ana no recordaba un solo día de su vida sin que hubiera estado acompañada por un hombre. Los había tenido rubios, morenos, pelirrojos, altos, bajos, jóvenes, maduros, silenciosos, hermosos, tiernos, enjutos, redichos, proverbiales, altaneros, ricos, pobres, inteligentes, vanos, calvos, bajitos, enormes, oscuros, blancos, negros como el tizón. Incluso los había disfrutado a pares, en compañía de otras mujeres, Estela la que más, naturalmente. Pero esta Navidad había decidido pasarla sola. Cumplir cincuenta años le había hecho sentirse cansada. -Un error, cielo -se adelantó de nuevo Estela-. No puedes ser tan egoísta. Tienes un don. Y estás obligada a disfrutarlo con los demás hasta que te encuentres en el mismo sueño en que yo me encuentro, bueno, o en otro parecido. -Bobadas. -No tanto, sólo que yo no me expreso bien. Sabes que esto del pico nunca fue lo mío. En realidad sólo soy la mensajera. El equilibrio del universo depende de las sonrisas que aún están por nacer encima de ese colchón viscolástico que tanto suena. Para que puedas comprenderlo en toda su magnitud, en cuanto desaparezca, recibirás la visita de tres espíritus. Ellos, mejor


que yo, te harán ver el sentido último de la Navidad. Y además, son tan ricos... ¡Qué no se puede ser tan egoísta, guapa!

Y dicho esto, tras dirigirla una sonrisa enorme, desapareció sin más. Ana se dio la vuelta y dirigió sus pasos hacia su enorme cama de matrimonio. No tenía edad ni para asustarse ni para alegrarse por estas cuitas paranormales. Pero sí para estar cansada. En todo el día no había hecho otra cosa que esquivar invitaciones, esconderse de amigos y más amigos empeñados en acordarse de ella, cuando lo único que deseaba era encaramarse en su cama y, por primera vez en mucho tiempo, dormir a rienda suelta a ser posible un mes. Estela, aún muerta, seguía siendo una chica concienzuda y entregada. Habría podido con sus cincuenta años y tal vez con unos cuantos más. Claro que ahora jugaba en desventaja, con ese cutis tan suave y luminoso. No se había ni quitado las zapatillas para ponerse el pijama, cuando alguien llamó a la puerta de su habitación. Era el primer espíritu de la Navidad. El espíritu de las navidades pasadas, nada menos.

-Y tan pasadas –se dijo Ana-, como que eres Heidi. Y en blanco y negro y todo, claro, como mis padres hasta el mundial de futbol del 82 no se cambiaron al color… -¡Uy…!-respondió el dibujo animado-, ¿tan tarde…? Pues para entonces ponían al naranjito. Vaya estreno que tuviste. -Peor fue lo del osito Misha, pero eso es otra historia…, a lo que vamos… ¿Qué tienes tú que ver en todo esto? Porque lo de Estela, aunque esté bien muerta, tiene un pase. Todos sabemos por Iker Jiménez que de vez en cuando alguno aparece con ganas de molestar, o por presumir, como es el caso. Pero tú… Tú ni siquiera existes. -Pues sí, Ana, para que te voy a engañar. Pero todo tiene su aquél. Acompáñame y lo verás.

Y Heidi salió corriendo alocadamente, porque para eso era Heidi, claro, tirando de una Ana un tanto circunspecta que no veía muy bien en que podría acabar este dislate. En concreto una Navidad muy lejana de su infancia, que ni siquiera recordaba.

-Anda, el año que fuimos al pueblo de mis padres -descubrió de repente en cuanto recolocó cada una de las imágenes que se iban sumando delante de ella-. Pues vaya evocación más sin sustancia, Heidi. Es verdad que era sábado y que, según acababa el telediario, me precipitaba frente a la tele para verte dando esos saltitos que, a lo que veo, aún acostumbras. Pero no entiendo que tiene que ver todo esto con el espíritu de la navidad. O con el tema este de pasarlo sola. De hecho creo que ese año también me quedé bien sola, mientras todo el mucho se fue por ahí de villancicos y aguinaldos. Menuda nochebuena, y menuda navidad. En la cama,


con unas anginas así de grandes, que no pude ni tomar el arroz con leche de mi abuela, con lo que me gustaba… - Ya, es cierto, ¿y no te acuerdas de nada más…? -A ver…

En un instante se vio en metida en aquel camastro gigantesco de la abuela Teodosia, de cinco colchones y unos herrajes dignos del castillo de if; ya mucho mejor de la fiebre, a medio camino entre el disgustado y el aburrido, cuando apareció por la puerta un chaval moreno, de ojos obscuros y profundos como el fondo del mismísimo océano.

-Qué bueno, Heidi, ¡si fue cuando me desvirgué! El Juáncar, qué chico, si ya ni me acordaba. Todo tímido. Traía una liebre para que preparara la abuela para el día siguiente. Como había confianza se metió hasta la mismísima habitación y… El pobre… No sabía nada de nada y, además…, estaba tan solo… Pues no me lo pasé tampoco tan mal… ¿Eh? ¿No te parece…?

Pero Heidi no respondió porque ya no se encontraba allí, ni ella tampoco, ni siquiera el camastro y, a lo que parecía, estaba hablando a una silla de su propio piso. La verdad es que por un momento dudó de si todo aquello era una ilusión. Hacía mucho que no llevaba una vida normal y era normal que el cansancio causara alucinaciones o peores cosas. Ya se iba a echar sin más en la cama, relamiéndose aún de ese encuentro breve pero intenso con su ex amiga Estela, cuando descubrió que le habían levantado la plaza. Encima de su edredón se encontraba un extraño ser azulado, mitad pitufo, mitad figurita de rol warhammer 40.000, mitad ser espiritual exótico, sonriente tras un enorme bigote moreno. Se trataba de Shivá, el de los tres ojos, el que sostenía las tres virtudes del tiempo: el pasado, el presente y el futuro.

-Buenos días señorita, no me extraña que se extrañe. No es normal que una divinidad se te aparezca y, menos aún, que te sonría. Yo también me extraño como el que más. Bueno, probablemente lo que quería decir es que me extraño como todos. No sé que me pasa últimamente que me veo metido en las cuitas de ustedes y más para estas fiestas bárbaras. El año pasado sin más ya las tuve con un señor que me quería arrebatar este magnífico bigote. Inconcebible.

Ana no daba crédito. Porque lo de Heidi tenía un pase... Vamos, su infancia y todo eso. Pero aquel ser extraño con una luna en cuarto creciente sobre su frente y una serpiente alrededor de su cuello, a la par que un collar de calaveras, pues no tenía sentido. Es cierto que


le gustó mucho la peli de E.T., pero aquello ni se parecía a aquel bichillo extraterrestre. De hecho no se parecía a nada medianamente razonable.

-¿Y tú quien eres? -terminó por espetarle, sin que acabara de ver su relación con toda aquella historia. -Señorita, entiendo su confusión total, pues como le habrá explicado una señorita rubia... -...Estela... -Eso es, la señorita Estela -y el Shivá, Nīla-kantha, la gran garganta azul, carraspeó, algo azorado- ...dicha señorita, le explicaba anteriormente, como no, le habrá puesto sobreaviso de la visita de varios espíritus didácticos que le explicarían su papel de importancia en la fiesta de ustedes, que sigo sin entender, la navidad creo que la llaman, pero que parece habrá que salvaguardar por el bien de la humanidad. Y todo por algo de sexo, eso me dijo, que tampoco entiendo. - Y usted es.... - Esa es otra, señorita. Me recomendaron que le dijera algo absurdo, "el espíritu de las navidades presentes", que no sé yo qué significa, algo sin sentido, sin duda, como todo lo que veo por aquí. Ustedes, tienen una religión de lo más aburrida. No digo más. En realidad, señorita mortal, soy Shivá-Rudra, el dios destructor en la Tri-murti, mucho más importante que Visnú o Brahmá, otros seres tan tediosos como los de ustedes, salvando las distancias. Ellos visten mucho mejor. Dónde va a parar. Y eso sin hablar de que clase no les falta. -Seguro que ninguno gasta un bigote como el suyo. -Ah, se dio cuenta. Veo que se encuentra bien dotada para las artes estéticas: nos llevaremos bien. Y ahora acompáñeme.

Y ante el asombro de Ana se encontró en una habitación de estudio. Estaba llena de fotos suyas en todas las posiciones posibles. Las había tamaño póster, en blanco y negro., de todas sus edades. Hasta había una de cuando hizo la comunión. La pantalla plana del ordenador de la única mesa que había, lucía un protector de pantalla construido con su mirada de diosa vikinga.

-¿Pero esto qué es? ¿Me has traído a la casa de un acosador? ¿De un acosador que me acosa? ¿No serás tú...? -Oh, querida Suśrī, se me conoce como el gran gran destructor, pero también como el gran regenerador. Y estos atributos no los tengo por poner imágenes de dudoso gusto en las paredes de mi morada, que por cierto nunca pondría aquí, para empezar porque apenas


quepo. En fin, señorita. Todo esto no puede ser obra más que de un ser absurdo, como son casi todos ustedes, y seguramente tímido. Toca mi celestial piel y lo verás ahora.

Ana se arrojó hacia su divino brazo y, en cuanto sintió su tacto, ante sus ojos vio a un hombre que estaba sentado en un banco frente a su edificio, mirando las ventanas de su casa -unas ventanas en las que no se veía nada, por altas y por sucias-, con cara de lelo. Al acercarse más cerca comprobó que lloraba. También que era su vecino de planta, el de la puerta C. Sin que pudiera remediarlo, un "oh" desinteresado se le escapó de su garganta. Así como un breve pero intenso escalofrío que, desde sus órganos femeninos, fueron explotando todas y cada una de las costuras sensitivas de su espalda. -Ya lo voy entendiendo, qué rico el Pepe, está enamorado de mí. -...Y no se atreve a decirte nada. Es infeliz para no ser más infeliz. Y además virgen, creo. Ahí se pasa horas y horas imaginando historias muy extrañas. En una de esas, les vi a los dos paseando en una inadecuada barcaza con los picos doblados por una ciudad más incongruente aún. Usted, señorita Ana, llevaba unas flores. -Qué rico, mírale como pasa frío el pobre. Me dan hasta ganas de calentarlo. -respondió sin hacer caso al ente, ni siquiera a su propia conciencia.

Shivá se sonrió satisfecho. Era lo menos que podía hacer por ese chico. Menos mal que la señorita delgada y ceñuda, por fin se expresaba con palabras razonables. De hecho era lo único razonable que había escuchado en latitudes tan frías como septentrionales. Sin duda aquella religión cristiana era bien absurda. A quién si no se le habría podido ocurrir que el sexo era malo. Hombres y mujeres desatinados, perdidos en la necesidad que no podría reparar con las bondades de su tercer ojo. Igual que quemó en su momento a Kāma, el deseo, el alado dios del amor, quien mientras se dedicaba a una severa meditación, ahora que estaba incorpóreo le instaría a disparar sus flechas de flores para que todos se enamoraran y satisfacieran sus necesidades a lo largo del tiempo, mucho tiempo, tanto como le aguantara su paciencia. Ana no supo que decir y cuando se volvió para ver si era él quien la decía algo, Shivá, Śambhú, el dador de felicidad, le sonrió y, mientras rozaba con sus labios el divino y vasto mostacho, desapareció dejando una muesca de azul en el aire de su habitación. Una retirada vaporosa de la que Ana jamás fue consciente pues, sin que le diera tiempo a pensar, se abalanzó a la calle para envolver a su vecino con un abrazo monumental, y luego tirar de él a través de su mano. Pepe no sabía qué hacer, porque los milagros suelen dejarnos patidifusos y con cara de tonto. Sobre todo si te arrebata un sueño con cara de ángel y cuerpo de diablesa contrastada, con el rumbo puesto en aquella habitación que tantas veces había soñado. Desde una esquina de nube, justo la que traía la nieve y que, a partir de entonces, comenzó a manchar de blanco toda la ciudad de Toledo, Estela suspiró. Ana nunca lo sabría, pero la fuerza de su amor había sostenido el único baluarte de occidente contra la tontería y la


memería de dichas fechas y, por ende, de la reserva de razocinio y buen juicio, tan necesarios para sobrevivir por estos lares ideológicos. Por lo que la gracia persisitiría, una vez más. El único que se quedó con un par de narices fue el tercer espíritu, el silencioso agorero de las navidades del futuro. A ver a quien explicaba ahora como acabaría de mal la cosa. La verdad es que no era un papel agradable. No era el trabajo que uno deseara si no fuera porque tenía que ganarse la voz, perdida por sus malos caminos en su otrora vida humana. Decir que ésto y aquello no iba a funcionar, o presentarse en los funerales de sus clientes, no era plato de gusto para nadie. Le habían prometido que si la cama de Ana sonaba y, como bien había dicho Estela, sonaría muchísimo, recuperaría la voz y ya no tendría que ir explicando las cosas con gestos y signos más o menos bruscos. Así que el tercer espíritu comprendió que había venido allí para expresar la soledad y, finalmente, asumió que era parte del paisaje en el que viajaba. Por lo que había visto tendría su voz. Incluso unas alas, si la cosa durara un par de días. Y no podría decírselo a nadie porque estaba solo. Muy solo. Como todas las navidades que había visto en el futuro. Por lo que no pudo remediar deprimirse muchísimo.


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