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Cuento

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Robate el flop

Robate el flop

UN CUENTO DE HERNÁN PUEYRREDON

Cassata camina por el barrio de La Boca. Y aunque en los bolsillos del pantalón lleva la responsabilidad del azar y la fortuna, el silbido que improvisa lo muestra más terrenal, tan solo un levantador de apuestas con ganas de tomar en el bar una cerveza bien fría. Pero sabe que debe resistir, porque podría perder la concentración que mantiene desde la mañana, o peor, desencadenar un tsunami en el que se le ahoguen la niña bonita, el loco y el dentista, los piojos, la sorpresa, el cuchillo, y el encargado este siempre se la juega. —¿Un numerito, maestro? —Jugame al veinticinco. Cuarenta pesos, a la cabeza y a los diez. No te olvides, eh… Cassata esquiva la aclaración, casi un insulto para su memoria. Podría anotar los números en el celular, pero si lo atrapan, cada número lo dejaría en evidencia. Camina hasta un bar donde pide agua y disfruta del aire acondicionado. Le alcanzan uno de esos microvasitos destinados al acompañamiento del café. Se muerde los dientes para no mandar a todos a la mierda. El mozo, hipnotizado, se deja tentar por el aroma de la suerte. —Te tiro un par de números: jugame al pescado, los vicios y la carne. —¿Cuánto? —Doce, treinta y uno y ciento cuatro. —Más complicado no podés, ¿no? —Ah sí, sí, jugame trece pesos a la desgracia. El mozo muestra la sonrisa y, con un rápido movimiento de lengua, gira su escarbadientes de un lado al otro de la boca, después abre la billetera de plástico con el logo de Cinzano y le entrega el dinero. Cassata lo acepta y al salir con más

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figuritas en su mente, el mozo le dice: —No te vayas a olvidar, eh. Cassata, del otro lado, tiene toda la mafia del Rolo y la advertencia y la amenaza de la última vez en que olvidó números y montos. Hay que cuidar la imagen del negocio, la gente desconfía cuando uno se olvida. Así que él asimiló lo que le decían sus clientes: quince pesos a la niña bonita del guardia del hospital, el loco y el dentista con cincuenta y tres pesos del quiosquero, los piojos con setenta pesos de la que cuida la plaza, la sorpresa y el cuchillo del vecino del chalet marrón con veintisiete pesos, la gallina con cuarenta pesos del amargo del encargado, y el pescado con doce pesos, los vicios con treinta y un pesos, la carne con ciento cuatro pesos y la desgracia con trece pesos que le hierven en la cabeza. Cuando en la puerta de un supermercado distingue a una chica con una cerveza bien helada y la camiseta del club de sus amores atada sobre el ombligo, empieza a desconfiar de la realidad y desconfía todavía más cuando ella le dice: —Cassata… El quinielero improvisa una visera con la mano y, al cubrirse del sol, encuentra la sonrisa de la hija de un excliente que hace años dejó de apostar. Ella lo saluda y le estira la mano, le alcanza la botella mientras él observa las gotas en caída libre que siguen la curvatura del cristal. El quinielero estira un dedo para tocarla y asegurarse de que es real. Cassata bebe y deja que el frío se deslice por su garganta, arrase con las agujas y se lleve los temores de una posible pérdida de memoria. El quinielero piensa en excliente, su hija es mucho más hermosa. Cuando terminan la primera cerveza piensa:

CASSATA, DEL OTRO LADO, TIENE TODA LA MAFIA DEL ROLO Y LA ADVERTENCIA Y LA AMENAZA DE LA ÚLTIMA VEZ EN QUE OLVIDÓ NÚMEROS Y MONTOS. HAY QUE CUIDAR LA IMAGEN DEL NEGOCIO, LA GENTE DESCONFÍA CUANDO UNO SE OLVIDA.

—Me olvidé todos los números, me van a matar… —¿Otra vez? Asiente con fastidio y cae en la cuenta de que ella también sabe de las otras veces en que él se olvidó. —Preguntales otra vez o devolvés la guita. Cassata no responde. No es un problema de dinero, es un problema de confianza. Y se le ocurre una idea: comprarla, a la confianza. Los presentimientos deben ser atrapados antes de que busquen otro lugar en donde hacer gloria, y por eso se apura a llegar lo más rápido que puede a un local de quiniela oficial a jugar el dinero recaudado. —Todo al treinta y dos, Nacional, Provincia, Montevideo y jugame también Santa Fe. Todo vespertina, a la cabeza y a los diez. En la ventanilla, una montaña de billetes arrugados que la vendedora se encarga de acomodar. A cambio le entrega una serie de papelitos impresos. —Te la van a volar, Cassata —le dice Angie. —El treinta y dos sale siempre —le responde de mala gana. En la puerta de un almacén compran otra cerveza y, sentados en la vereda, sintonizan en el celular de Cassata el sorteo de la tarde. Cantan números que no, todo se oscurece, salvo porque Angie apoya la cabeza en su hombro y lo acaricia. Si pierde, tendrá que fugarse, pero si se fuga con Angie, nada puede salir mal. Al fin, en la de Montevideo cantan su presentimiento y salta con un grito que detiene a todos los caminantes de la zona. —¡Ganamos, Cassata! —Le dice Angie y se dan un beso de victoria. Pero él tiene que terminar su trabajo, la saluda a Angie y le dice que después se ven. Tal vez porque la vida lo tiene acostumbrado a perder, Cassata se asegura otro beso y luego retorna al sendero de las imágenes. Camina, y las baldosas lo llevan hasta la ventanilla en la que

LOS PRESENTIMIENTOS DEBEN SER ATRAPADOS ANTES DE QUE BUSQUEN OTRO LUGAR EN DONDE HACER GLORIA, Y POR ESO SE APURA A LLEGAR LO MÁS RÁPIDO QUE PUEDE A UN LOCAL DE QUINIELA OFICIAL A JUGAR EL DINERO RECAUDADO.

trueca el comprobante por una prolija pila de billetes, esta vez, ordenados y con gomita. Se apura a salir antes de que la envidia empiece a preguntar sobre la cantidad de apostadores y montos. En la calle se da cuenta de que nunca ganó tanto. Mete una mano en el bolsillo y siente un calor compañero, un calor amable para enfrentar los diablos de cada día. Si quiero, me voy al garito y la triplico al póker, piensa. Pero no abandona el plan original y al llegar hasta el primer bar del recorrido le indica al mozo con una seña que pase al fondo, y ahí, rodeado de las botellas de vino que las mesas no supieron terminar, le da la plata. —¿Qué haces, Cassata? —Salió el treinta y dos, esto es lo tuyo. El mozo mira el dinero con desconfianza. El quinielero podría tenderle una trampa. ¿O será que Cassata se volvió loco? Al fin el mozo se seca la transpiración con un pañuelo y dice: —Bien, no te olvidaste. Cassata visita al encargado del edificio, al vecino del chalet marrón, a la cuidadora de la plaza, al quiosquero y al guardia del hospital, que tampoco tienen problema en intercambiar sus gallinas, cuchillos, sorpresas, piojos, dentistas, locos y niñas bonitas por un poco del dinero que Cassata les alcanza. Todos intuyen que se despiden para siempre de un perdedor, y todos, sin darse cuenta, ingresan en la inquebrantable confianza de un pacto de silencio.

BIO DEL AUTOR HERNÁN PUEYRREDON

Buenos Aires,1982.

En la actualidad trabaja en su tercera novela y su segundo libro de cuentos. Sus cuentos fueron publicados en revistas, diarios y antologías de Sudamericana, Clásica y Moderna y la Universidad de Lanús. Entre 2011 y 2012 dirigió el ciclo de lectura El Viento; y entre 2018 y 2019 codirigió el ciclo Golos. Es licenciado en Publicidad, y además de escribir, también trabaja como guionista y creativo en publicidad, televisión y cine.

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