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Tecno y tendencia

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Cuento

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TECNOLOGIA TENDENCIA

FIEBRE DE DONAS

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POR VALENTÍN CACAULT

Según una nota de dudosa procedencia, las donas tal y como las conocemos fueron inventadas por Hanson Gregory, un marinero estadounidense que en 1847 reversionó una receta de su madre, que a su vez había modificado la receta original de una tarta holandesa con el detalle de agregar, en el centro de la preparación, un puñado de nueces y almendras tostadas. Con un inminente viaje por delante, Hanson le pidió a su madre una buena cantidad de tartas para él y para su tripulación, un hecho incomprobable que linda con los edípicos campos de estudio de Freud y con algunas actitudes un tanto tiranas del flamante capitán. La cuestión es que a Hanson Gregory, una persona bastante caprichosa para ser marinero, no le gustaban ni las almendras ni las nueces, por lo que antes de comer una tarta se tomaba el trabajo de extirpar el centro, dejando el famoso

agujero que años después haría de las donas un símbolo nacional, al parecer nunca reclamado por los holandeses. Si bien esta historia es un tanto simplista, no podemos negar que el mar, el amor de madre, las recetas ready made y las harinas leudantes le dan un toque de romanticismo a un postre al que, por lo menos en América del Sur, estamos acostumbrados a consumir a través de los ojos, en especial en las maratones de Los Simpson o bien en las típicas películas de policías y detectives, que en el imaginario colectivo conforman la principal fuente de ingresos para los productores de donas. Ahora bien, para escribir esta nota tuve que hacer un arduo trabajo de campo que consistió en buscar mi teléfono, que había dejado cargando en el living, y pedir en (espacio abierto a canje, la ciudad es un hervidero de negocios del rubro) tres clases distintas de donas. Aquí va la experiencia, narrada en presente para potenciar el efecto descriptivo: Anticipando la ingesta de materia grasa y azúcares, decido bajar en pijama (remera vieja y pantalón blanco y negro a cuadros) ocho pisos por la escalera. Antes de salir, elijo un tapabocas negro con lunares blancos. En el pasillo común hace siete grados menos que en el departamento, por lo que, entre cada suspiro, puede escucharse una versión unplugged del tema de Rocky. Hago lo mismo que Cortázar en su cuento de las escaleras pero para abajo y con un ritmo atlético, como si tuviera una regresión a la secundaria en la que estoy a punto de rendir el test de Cooper. Los rellanos se suceden y yo todavía no escupo ninguno de los pulmones. Aumento la velocidad, siempre girando hacia la derecha, hasta que de pronto la puerta del tercero se abre y yo clavo los talones justo al filo del portazo. La música de Rocky sufre una breve interrupción. El vecino, asustado, dice disculpame, casi te mato. Como estoy vivo lo disculpo, y sigo mi camino, la melodía de Rocky que vuelve a sonar. En planta baja, el encargado del edificio, los ojos que asoman entre el gorrito y el tapabocas, me saluda con un qué hacés de remera. Error de cálculo, digo, y con los brazos cruzados sobre el pecho voy hacia la puerta, que él abre con un gesto cordial. La chica del delivery me recibe con una bolsa de donas y un alegre buen día, aunque a sus espaldas el

viento sacude los árboles y el cielo está encapotado de nubes grises. La saludó, después al encargado y voy hacia las escaleras. Dos pisos después decido llamar al ascensor. Entre el piso cuatro y el cinco abro la bolsa: rosa, blanco y chocolate. Sonrío, mientras suena la dulce melodía de Woudn’t it be nice de los Beach Boys. De pronto soy Homero o el jefe Gorgory. En el departamento dejo el pedido sobre la mesada de la cocina, el tapaboca en el perchero de los tapabocas y activo el protocolo de desinfección, es decir, lavarme las manos con el jabón de la paloma (el que tiene un cuarto de crema humectante) mientras canto el estribillo de Oops!...I did it again de Britney. De la bolsa hago llover las tres donas que, con la gracia de una hoja seca, caen sobre el plato (entiéndase la frase anterior como un efecto especial). Configuro la pava eléctrica en temperatura mate, setenta grados que minutos después hacen titilar una luz naranja. El chorro de agua hace espuma en la yerba. Desde el living, mi coequiper (toda prueba necesita una segunda opinión) me pregunta cuánto falta. Llevo el desayuno, cargado de expectativas, a la mesa baja. Como con mi coequiper vimos el final de Bake Off, también llevo un cuchillo Tramontina que le dará a la experiencia un halo de profesionalismo. Propongo empezar por la dona rosada salpicada con granas de colores, es decir, la imagen que uno se

hace de una dona cuando piensa en donas. Los dientes del cuchillo rasgan el glaseado y empiezan a cortar la masa espumosa del anillo. Índice y pulgar presionan, dejando un sutil hundimiento a los costados. Mitades separadas, con mi coequiper nos miramos a los ojos. El glaseado estalla bajo la presión de los dientes y la textura esponjosa se disuelve en el agua de la boca. Movimientos suaves de la mandíbula. La panadería del barrio y un resabio de culpa. Cuando terminamos no hacen falta palabras, solo un gesto de aprobación. Es el turno de la dona bañada en chocolate. ElTramontina avanza como ciego por la superficie lisa, brillante, que se resquebraja a su paso. En el centro (esta dona tiene centro) un corazón de crema pastelera cae hacia el plato como un magma de dulzura. Pensamos en la madre de Hanson Gregory, en Hanson Gregory y en una posible conexión con el jefe Gorgory. Nos ponemos contentos de que Máxima sea la reina de Holanda, aunque los holandeses nunca hayan reclamado la receta como propia. Le pregunto a mi coequiper de dónde es la crema pastelera y ella dice que debe ser de Francia. No chequeo. Debe ser. Tengo ganas de hacer un posteo en Facebook para transmitir los pormenores

de la experiencia, pero la tercera dona, enfundada en un angelical velo blanco, irradia una suerte de resplandor que me lleva a tomar el cuchillo y repetir el movimiento pendular, la muñeca firme, los dedos de la otra mano que mantienen la dona quieta. Mi coequiper contiene la respiración, la bombilla del mate suspendida a centímetros de su boca. Un alud de dulce de leche, mestizaje y globalización, inunda nuestros sentidos. Los mordiscos se superponen, y un debate entre el dulce de leche y la crema pastelera toma lugar en mis pensamientos. ¿A quién querés más, a mamá o a papá? Tomo un mate, limpio con la boca cada uno de mis dedos y me dejo caer en el sillón, la consciencia empalagada que me hace pensar en Homero y el infierno de donas, en una mesa de poker en la que yo, en el centro, apuesto una montaña de donas y el jefe Gorgory, Homero y Hanson Gregory tiran las cartas a un costado, en tanto Máxima, con su típica sonrisa de reina, no solo acepta mi apuesta sino que la dobla, y el paño verde se vuelve un enchastre pegotado de crema pastelera que, con un poker de cincos coronados con un as, pierdo en un profundo sueño

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