Revista Pokerface Ed 62

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TECNOLOGIA TENDENCIA FIEBRE DE DONAS POR VALENTÍN CACAULT

Según una nota de dudosa procedencia, las donas tal y como las conocemos fueron inventadas por Hanson Gregory, un marinero estadounidense que en 1847 reversionó una receta de su madre, que a su vez había modificado la receta original de una tarta holandesa con el detalle de agregar, en el centro de la preparación, un puñado de nueces y almendras tostadas. Con un inminente viaje por delante, Hanson le pidió a su madre una buena cantidad de tartas para él y para su tripulación, un hecho incomprobable que linda con los edípicos campos de estudio de Freud y con algunas actitudes un tanto tiranas del flamante capitán. La cuestión es que a Hanson Gregory, una persona bastante caprichosa para ser marinero, no le gustaban ni las almendras ni las nueces, por lo que antes de comer una tarta se tomaba el trabajo de extirpar el centro, dejando el famoso

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agujero que años después haría de las donas un símbolo nacional, al parecer nunca reclamado por los holandeses. Si bien esta historia es un tanto simplista, no podemos negar que el mar, el amor de madre, las recetas ready made y las harinas leudantes le dan un toque de romanticismo a un postre al que, por lo menos en América del Sur, estamos acostumbrados a consumir a través de los ojos, en especial en las maratones de Los Simpson o bien en las típicas películas de policías y detectives, que en el imaginario colectivo conforman la principal fuente de ingresos para los productores de donas. Ahora bien, para escribir esta nota tuve que hacer un arduo trabajo de campo que consistió en buscar mi teléfono, que había dejado cargando en el living, y pedir en (espacio abierto a canje, la ciudad es un hervidero de negocios del rubro) tres clases distintas de donas. Aquí va la ex-

periencia, narrada en presente para potenciar el efecto descriptivo: Anticipando la ingesta de materia grasa y azúcares, decido bajar en pijama (remera vieja y pantalón blanco y negro a cuadros) ocho pisos por la escalera. Antes de salir, elijo un tapabocas negro con lunares blancos. En el pasillo común hace siete grados menos que en el departamento, por lo que, entre cada suspiro, puede escucharse una versión unplugged del tema de Rocky. Hago lo mismo que Cortázar en su cuento de las escaleras pero para abajo y con un ritmo atlético, como si tuviera una regresión a la secundaria en la que estoy a punto de rendir el test de Cooper. Los rellanos se suceden y yo todavía no escupo ninguno de los pulmones. Aumento la velocidad, siempre girando hacia la derecha, hasta que de pronto la puerta del tercero se abre y yo clavo los talones justo al filo del portazo. La música de Rocky sufre una breve interrupción. El vecino, asustado, dice disculpame, casi te mato. Como estoy vivo lo disculpo, y sigo mi camino, la melodía de Rocky que vuelve a sonar. En planta baja, el encargado del edificio, los ojos que asoman entre el gorrito y el tapabocas, me saluda con un qué hacés de remera. Error de cálculo, digo, y con los brazos cruzados sobre el pecho voy hacia la puerta, que él abre con un gesto cordial. La chica del delivery me recibe con una bolsa de donas y un alegre buen día, aunque a sus espaldas el


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