Bogotá no tiene mar, pero sí tiene montañas...

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Bogotá no tiene mar, pero sí tiene montañas…



Bogotá, desde su fundación hispánica en 1538, ha vivido siempre de espaldas a sus cerros. Gonzalo Jiménez de Quesada y quienes lo siguieron en la colonización de la sabana entraron a ella desde el Rio Magdalena y la atravesaron hacia el oriente ubicándose sobre los Cerros Orientales, en el sector de La Candelaria, mirando con nostalgia hacia el occidente como ese cordón umbilical que los unía con la madre patria España. Fue así como, a diferencia de sus antecesores los muiscas, desde ese entonces empezaron a valorar más lo plano y a ignorar la montaña. Durante años los cerros fueron vistos como una fuente de leña para los fogones de las casas de los santafereños. Hoy son percibidos como una frontera de la ciudad, un lugar externo a ella, un telón de fondo que la enmarca. Son vistos con temor, como un espacio inseguro. Ni los gobernantes, ni las autoridades de policía, ni la gran mayoría de los ciudadanos los incluyen dentro de su cotidianidad. Cuando ha habido problemas de seguridad en los cerros, en lugar de buscar la manera de garantizar las condiciones para el disfrute por parte de los caminantes, muchas veces la reacción de los administradores de la ciudad ha sido la de cercarlos y prohibir el acceso.


Los visitantes que conocen experiencias de otras ciudades en el mundo, no entienden por qué los bogotanos no los recorremos y disfrutamos. La ciudad no sabe todavía lo que tiene en sus cerros, no los valora lo suficiente, y no encuentra todavía como relacionarse con ellos. Mientras que la Organización Mundial de la Salud recomienda 15 metros cuadrados (mínimo 10) de espacio verde por habitante para centros urbanos, Bogotá tan solo dispone de 4,93. Sin contar los Cerros Orientales, la ciudad tiene un árbol por cada seis habitantes, menos de la mitad de los que debería tener. En los últimos años, en la localidad de Chapinero y con el apoyo de la Empresa de Acueducto de Bogotá, se ha venido desarrollando una relación diferente entre los habitantes de la ciudad y los Cerros Orientales. Ha ido tomando forma nuestra comunidad de los Amigos de la Montaña, constituida hoy por más de 900 caminantes, la mayoría residentes de la localidad, que madrugamos cada mañana a caminar, a disfrutar del sonido de la Quebrada La Vieja, a oír el cantar de las innumerables especies de aves, a ver el colorido de los arboles, a respirar el aire puro, en fin, a disfrutar de lo maravilloso que nos ofrecen los Cerros Orientales en esta parte de la ciudad.


Los Amigos de la Montaña, en un dialogo constante y profundo de varios años, nos hemos dejado tocar y hemos sido tejidos y moldeados por esta, y en esa relación la montaña nos ha enseñado a amarla y a cuidarla. Sentimos que, mientras durante el día la ciudad en su trajín y en su dureza nos desnaturaliza, temprano en la mañana la montaña, en su generosidad, nos vuelve a naturalizar. Hoy la concebimos como un lugar sagrado. Hablamos con emoción de ella como si se tratara de una persona amada. Hemos desarrollado un sentido de pertenencia en el que nos duele profundamente ver que alguien se lleve una flor, y nos mortifica encontrar un papel o una botella en el suelo. Desde nuestra experiencia, los Amigos de la Montaña consideramos que no es necesario adaptarla a los miedos y necesidades del citadino, y que puede ser disfrutada tal y como ella es. Sentimos que las montañas de Chapinero y la Reserva Forestal de los Cerros Orientales en toda su extensión pueden convertirse también en una reserva para construir comunidad y construir ciudadanía. Estas son algunas expresiones de Amigos de la Montaña que reflejan ese sentimiento que compartimos por los cerros de la ciudad y por nuestra comunidad de caminantes:


Marta: “Yo subo a la montaña porque es una manera de meditar, de sentirme viva y saludable, y porque es un oasis de paz, silencio y armonía en medio de la ciudad. Los días en los que subo son más productivos y felices. “ Eduardo: “La montaña es cátedra de civilidad urbana, en el que la apropiación del espacio público se hace con respeto por un bien que se sabe colectivo y que se debe conservar para todos.” Juan Jacobo: “Es tanta la identidad que tenemos, y es tanto el amor que le tenemos a esta montaña que se ha convertido en una comunidad, en un grupo de amigos que nos queremos, nos estimamos, nos apreciamos, y nuestro único vínculo real es la montaña.” Carlos Arturo: “…. que localmente se puedan construir senderos como este, donde la gente pueda tener ese contacto, se beneficie del sendero y le quede cerca en su movilidad. Si la gente no conoce que tiene esto en la ciudad, y constantemente están imbuidos en sus rutinas, pues tampoco vamos a aprender a cuidarlo. Somos ocho millones, pero hay que sectorizarnos y repartirnos y que cada quien asuma la responsabilidad de lo que tiene cerca …….” Luz Marina: “Es increíble que cerca de Bogotá existan este tipo de lugares. Es un lugar que puede ser de todos. No es un


lugar que sea exclusivo, que la gente no pueda entrar…. Porque la idea es que la gente tenga ese sentido de pertenencia y la cuide, y cuando se mantiene ese sentido de pertenencia pues aseguramos que esto se va a mantener como un paraíso por muchísimos años, por las generaciones a venir, nuestros nietos…. Yo creo que eso es lo que hay que lograr……” Juan Carlos: “El sentido de pertenencia se adquiere es viniendo acá, tomando conciencia de lo que hay, integrándolo a nuestras formas de vida.” Eduardo: “Subir a la montaña nos permite creer que sí es posible vivir mejor en Bogotá.” Juan Jacobo: “Yo creo que vamos bien, y debemos mejorar, y evidentemente tenemos que ser paradigma de otros lugares que rodean la ciudad. Debemos ser el ejemplo de otras comunidades para que protejan la montaña.” Para garantizar su conservación hacia el futuro se necesita entonces que haya una comunidad que ame y respete la naturaleza, y ese amor y ese respeto pasan necesariamente por un contacto y un conocimiento de ésta. Es por eso que se hace necesario y urgente generar las condiciones a lo largo de los Cerros Orientales para que las


14.000 hectáreas de la Reserva Forestal se abran a la ciudad, para que las comunidades, y en especial los niños y los jóvenes, al igual como ocurrió con los Amigos de la Montaña, la puedan disfrutar y tengan la oportunidad de dejarse tocar y moldear por esta y puedan llegar así a conocerla, amarla y respetarla, y al mismo tiempo puedan mejorar su calidad de vida. Aunque desde algunas entidades de la administración distrital se han hecho esfuerzos en reconocer la riqueza, en el sentido amplio de la palabra, que guardan los Cerros Orientales y sus comunidades, es muy importante que las autoridades de policía cambien su visión, y en lugar de pensar en dificultad y en prohibición se sintonicen con la nueva realidad que se vive en las montañas de la ciudad y comprendan que el camino es brindar acompañamiento a la cantidad creciente de caminantes que hoy las recorren, brindando las condiciones de seguridad necesarias para cuidarlas e integrarlas realmente a la ciudad. Los Amigos de la Montaña buscamos incidir para que haya un cambio en esa mirada que la ciudad tiene de sus Cerros Orientales construyendo un vinculo nuevo y distinto, y para emprender acciones y apoyar iniciativas de conservación y pedagogía provenientes del Estado, que contribuyan a la transformación de los ciudadanos para que cuiden sus


cerros, los enriquezcan y puedan hacer que cumplan una función en la construcción de comunidad y en la construcción de ciudadanía. Se trata entonces de una formación de otros valores, en una ciudad que aprenda el lenguaje de la montaña.

Texto escrito a varias manos de Amigos de la Montaña www.amigosdelamontana.org @AmigosMontana



Hay ciudades con mar y hay ciudades con cerros.


Entre las ciudades con mar se podría incluir a las ciudades con río. Pero no con río muerto y oloroso a muerte, sino con corriente de peces y playas y frutas colgadas de árboles. Estas ciudades con agua son urbes de clima caliente que refrescan sus frentes con brisas marinas o con las brisas del Pamplonita. Hay ciudades con mar y ciudades con cerros. Las ciudades con mar por lo general viven de frente a las aguas y las aprovechan para el turismo o para la venta de cocos y sandías. En cambio las ciudades con cerros duermen de espaldas a estas moles pardas a las que el escritor Andrés Caicedo llamaba rodillas de negro. Las ciudades con cerros les temen a los cerros, nunca suben a explorarlos, creen que en ellos acechan los maleantes y las fieras. Las ciudades con mar no son iguales a las ciudades con cerros. Los cerros de las ciudades con cerros sirven para colgar casitas que se sostienen de milagro. O para hacerles troneras con buldózeres y sacar de sus entrañas arena, piedra y gravilla. También sirven los cerros para subir descalzos unas escaleras de piedra ruda en pos de alguna imagen de la religión que otorga milagros a quienes viven en las casitas sostenidas de milagro.


Las ciudades con cerros no aman el mar como sí lo aman las ciudades con mar. Es que el mar de las ciudades sin mar son precisamente los cerros, cuando esas ciudades sin mar en compensación tienen cerros. Para los habitantes de las ciudades con cerros, los cerros son únicamente paisaje, frontera, signo de orientación en el mapa sin norte de las calles. Los cerros son más temidos que queridos, son literalmente invitados de piedra. Así que las ciudades con cerros desperdician su mar que son los cerros. Ignoran que allá adentro de los cerros hay una segunda ciudad primitiva y perfumada, cruzada de quebradas con cascadas, musicalizada de pájaros, empedrada en caminos de indios y silenciosa en las elevadas varas de los árboles o en las enanas ramificaciones del bosque que alguna vez fue primario. Esta otra realidad de monte, pegada a la realidad de asfalto, permanece enigmática en su inmensidad de océano de sombra. Porque hay ciudades con mar y ciudades con cerros, que son el mar de las ciudades sin mar. Arturo Guerrero Escritor, periodista y Amigo de la Montaña.


Amigos de la MontaĂąa Quebrada La Vieja, BogotĂĄ D.C. Febrero de 2012


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