Palabras de Presidente José Mujica en correspondiente al día 4 de febrero de 2014
su
audición
Un gusto, amigos, poder saludarlos en estos días de verano, de lluvia incesante, de amenazas del clima. Quiero señalar que hace varios años, varios…, luchando por mí vida en la cama de un hospital, en una sala general, contemplaba a mí alrededor alguna gente que moría, y aquella que sostenía creencias religiosas se iba de este mundo con un aire de paz y de tranquilidad en semejante trance. Desde entonces —y vaya que uno piensa, cuando anda rondando la muerte y vaya que uno piensa en la cama de un hospital—, y allí, aprendí que, como mínimo, las religiones, como mínimo, cumplen el piadoso papel de ayudar a bien morir a aquellas personas que creen, y esto, esto, tan aparentemente hondo y simple, merece un enorme respeto por aquellos que no podemos ser creyentes. Respeto. Pero además, porque soy de América Latina, en cuerpo, en alma, en manera de pensar; desde siempre, sin ser creyente, tuve una admiración política por la iglesia católica, por la sencilla razón de que junto con la lengua en la cual pensamos, la lengua y la presencia de la iglesia católica en la historia de esta América Latina constituyen dos especies de columna vertebral de la formación de nuestros dolores, de nuestra cultura, hasta de nuestro modo de ser. Y esto lo dice alguien que no es creyente y lo dice en una sociedad profundamente laica; pero no se debe ser superficial. Como a cualquier construcción humana —como un partido, como un cuadro de fútbol, como un hospital, como la corporación de los empleados bancarios, lo que fuere, cualquiera de las cosas que construye el hombre—, se les pueden señalar defectos, se les pueden señalar culpas, y vaya que las tiene la iglesia católica. Pero también, también, paralelamente, tiene un gigantesco haber entre otras cosas, la polea de transmisión, desde la cultura y el conocimiento, desde la antigüedad hasta hoy. Hay una obra gigantesca, y hay, también, en su seno, mártires, héroes, figuras conmovedoras, hablando en términos estrictamente humanos y reales. Hoy, esa iglesia nos sorprende con la aparición de un jefe, su papa actual, Francisco, que está planteando una revolución de ideas, revolución de ideas que no veíamos desde los tiempos, ya lejanos, de Juan XXIII. Allí está, señalando permanentemente la falta de solidaridad, la inequidad de este mundo, la violencia que impone la marginación, el egoísmo masificado. Ha aparecido en estos días un documento de línea interno para la obra de evangelización que no nos corresponde comentar,