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PASAJES DE LA NOVELA
“La heladería estaba a unos minutos de distancia, pero Lola, en el asiento del pasajero del coche de Olivia, tomó el camino largo, pidiéndole a Olivia que rodeara el barrio mientras señalaba las casas recién remodeladas.
—¿Tienes idea de cuántos amigos he perdido por gente como tú? ¿Ves esa casa? Mi amiga Elisa vivió ahí por años. La echaron y ahora vive en Victorville, donde le alcanza para la renta. No la he visto desde que se fue.
Pasaron enfrente de otra casa con una fachada moderna.
—¿Ves esa? Era la de mi amiga Rosario. Ahora vive hasta Hemet. ¿Y esa otra de la esquina? Ahí vivía David. Un viejo novio. No lo volví a ver nunca. No es fácil ignorar todo esto y trabajar para ti.
Olivia guardó silencio todo el camino, asimilando el punto de vista de Lola, pero después de pedir el helado y encontrar una mesita para sentarse con las gemelas, dijo:
—Lo entiendo, Lola. No he puesto atención. Yo veo una casa donde otros ven un hogar. Lo siento mucho.
Lola ajustó el babero de Andrea y le dijo:
—No comas tan rápido, mi niña.
Sentó a la pequeña en sus piernas, sacó un pañuelo desechable de su bolsa y le limpió la boca. Luego se inclinó del otro lado de la mesa para subirle las mangas a Diana y limpiar un poco de helado de la mesa.
—Cuidado, preciosa —dijo—. No creo que quieras ensuciar este vestido tan lindo.
Olivia pensó en los incontables momentos en que encontró cariño y seguridad en los brazos de Lola. Primero fueron los raspones en las rodillas, los piquetes de abeja, los juguetes perdidos. Luego fueron las peleas con amigas y las traiciones de los novios, los castigos de sus padres y el constante bullying que Claudia le infligía.
—Yo te voy a cuidar a estas niñas —dijo finalmente Lola—, pero tú me tienes que prometer algo.
—Solo pídelo.
—No vas a remodelar nada al este de La Ciénega.”
“A lo largo de su matrimonio, Óscar había demostrado ser extraordinario para resolver problemas y pensar rápido […]. Pero ahora Keila esperaba encontrar a Óscar donde lo había dejado: sentado frente al televisor, viendo The Weather Channel, ignorante de la crisis que había tenido lugar a su alrededor. Se había pasado horas ponderando qué había podido cambiar en la vida de Óscar, pero no se le ocurría nada. Su descenso a la apatía había sido vertiginoso e inexplicable. Fue entonces que la palabra “divorcio” penetró en su mente como un anuncio de YouTube que no podía omitir.
Óscar bajó la vista hacia su ropa: una vieja mancha de café corría por el bolsillo de su pijama y su manga tenía un hoyo en el codo. Tenía un sabor amargo en la boca. ¿Se había lavado los dientes? No recordaba la última vez que se había cortado el cabello ni las uñas. Se rascó la barba crecida y se preguntó si esa punzada atrás del esternón era un nuevo problema de salud no diagnosticado, o algo peor: vergüenza.
—Quiero el divorcio, Óscar. —“Palabras extrañas de decir después de treinta y nueve años de matrimonio”, pensó Keila al hablar. Pero allí estaban, sus sentimientos vueltos palabras flotando con desgano en el aire atrapado de la habitación.
Óscar se sentó en su silla y no dijo nada al principio, pero, en un arranque de fuerza, logró murmurar:
—Haz lo que tengas que hacer.”
“Escribió el último mensaje manejando a dieciocho millas por hora y guardó rápidamente su teléfono justo antes de que una patrulla pasara a su lado a toda velocidad con la torreta encendida y la sirena aullando. Se sintió aliviada cuando el oficial detuvo a otro conductor. Ya la habían multado por usar el teléfono manejando, pero, como cualquier otro angelino, no podía acatar esa ley en particular. Era imposible estar incomunicado durante los largos trayectos en el coche. La regla se tendría que actualizar para cubrir las necesidades cambiantes de la sociedad. Eso, o la tecnología se tenía que apurar para ofrecer los tan anticipados autos que se manejan solos, no solo para la élite sino para las masas; para que la gente se pudiera enfocar en otras tareas mientras iba de un lugar a otro. Esto, por supuesto, no era un concepto tan novedoso para la gente que vivía en ciudades como Nueva York, donde el transporte público había permitido hacer varias cosas a la vez mucho antes del boom tecnológico. Patricia imaginaba un futuro muy próximo en que la transportación se realizaría a través de servicios corporativos, no privados, de flotas de autos sin conductores que uno podría solicitar. Podrías pedir un viaje a través de una aplicación y llegaría un vehículo sin conductor que se adaptara a tu necesidad específica en dicho momento: un pasajero, dos, cuatro o más. ¿Vas a transportar algo pesado? ¿Será una distancia larga, o solo unas cuantas cuadras? Los automóviles particulares serían tan obsoletos como las máquinas de escribir. Los estacionamientos se volverían departamentos, ya que los autos estarían operando 24/7 sin descanso.”
“Para cuando llegó a Vermont Avenue —donde casi todos los letreros comerciales estaban escritos en coreano y español— juró nunca usar tales palabras inexactas y trilladas como “fusión”, “global” o “local”, “sincrético”, “nicho”, “asimilado”, “mezcla” y, la peor de todas, “gastronomía californiana”, que era tan amplia y tan manoseada que ya no significaba nada. En su eterna búsqueda de los mejores alimentos sin importar la tradición culinaria, explorando la vasta cornucopia a su disposición, se había dado cuenta de que en los restaurantes manejados por parejas en locales dentro de pequeños centros comerciales se encontraba la mina de oro de la exquisitez. ¿Por qué? Porque los operaban inmigrantes. Habían traído los sabores de su tierra en maletas y los añadían al experimento gastronómico interminable que se daba a diario en Los Ángeles. Claudia amaba observar, pero, sobre todo, participar en la superposición frecuente de distintas gastronomías, dando como resultado un continuum infinito de delicia y sorpresa. Multiplícalo por más de ciento cincuenta países, y tienes la cocina angelina.”
“Nadie va a Death Valley entre semana, así que estaba segura de tener todo el desierto para ella sola. Esperaba ver los grises y marrones de su textura perenne, las rocas y la arena de la tierra árida y el limo agrietado en la superficie de la playa; un paisaje al que se había acostumbrado después de años de visitar el parque. Sin embargo, se encontró rodeada de un mar amarillo. Las flores silvestres del desierto —variedades que Olivia no sabía identificar— miraban hacia el sol, luciendo pétalos morados y rosas y anaranjados. Recordaba cuando su padre le contó de una súper floración, inusitada en Death Valley, que había visto de niño durante unas vacaciones familiares; y aquí estaba de nuevo, tantos años después. Qué irónico, pensó, que mientras los frondosos jardines de Los Ángeles se secaban, drenados por la sequía, el lugar más seco del planeta florecía de manera exuberante. ¿Podía ser efecto de El Niño, el fenómeno meteorológico del que hablaba su padre, o simplemente un regalo de la naturaleza para calmar su dolor? Desaceleró el coche para contemplar aquella vista. Le parecía como si un arco iris de vidrio soplado se hubiera estrellado en millones de pedazos y se hubiera regado por la tierra. Más abajo, el viento suave levantaba pequeñas nubes de arena de las crestas de las dunas blanqueadas por el sol. Olivia había subido por esas dunas y había rodado las suaves pendientes arenosas varias veces cuando era más joven, pero estas montañas en constante movimiento significaban mucho más para ella ahora... ahora que sus hijos se habían vuelto parte de ellas. […]Ahora, de pie en la cima de la duna en Death Valley, en el preciso lugar donde cinco años atrás había venido en secreto a esparcir las cenizas y los diminutos fragmentos de hueso de sus hijos, Olivia se preguntaba si podría reconfigurar los eventos dándoles otra perspectiva, una realidad distinta, como la arena del desierto, cambiando su historia con el más ligero soplo de viento. Pero no podía. Su historia parecía estar escrita en otra parte del desierto, cincelada sobre bloques macizos en las montañas que rodean el valle. Esos, pensó, no se han movido ni lo harán.”
“Se levantó, se sacudió la ropa y dejó el panteón, deteniéndose brevemente en la tumba del ídolo musical Pedro Infante. Seguía siendo tan famoso que todos los años, durante sesenta ya, justo el día de su cumpleaños, incluso si este caía entre semana, la administración tenía que tirar tres toneladas de basura de los fanáticos que le llevaban flores, hacían picnics, cantaban sus canciones y celebraban. Qué raro es trascender, pensó Keila. En cien años —ni un triste pestañeo en la historia de la humanidad— a nadie le importaría su suplicio ni lo recordaría. Era fundamental permanecer humilde y sencilla. Al ser hija única, se tenía que recordar a sí misma que no todo giraba en torno a ella. Sintió unas ganas terribles de regresar a su casa.”
“—Hay gente por todo el país que lo cree. La gente de la costa este, la gente del medio oeste. Dicen, ‘No hay clima en Los Ángeles. Siempre están a setenta y dos grados y soleado’, pero no es cierto. Pocas personas consideran que nuestras cinco estaciones no se parecen, pero así es. Tú lo sabes. Yo lo sé, porque hemos vivido aquí desde siempre. Ah, pero dile eso a alguien de la costa este. Nuestra época de lluvias en invierno se sobrepone con nuestra primavera templada y soleada, luego con la época de jacarandas, nuestro verano terriblemente caluroso, y la temporada de los vientos de Santa Ana. Nada más ahí hay cinco estaciones. Claro, algunas personas de la ciudad incluirían la temporada de premios, pero esa no está relacionada con el clima a menos de que les llueva en la alfombra roja de los Óscares. Y luego, ¿qué hay de la sequía, los vientos, la bruma, los incendios, los megaincendios, los deslaves, los deslizamientos, las inundaciones, los ríos atmosféricos, los domos de calor, los anticiclones persistentes, la posibilidad muy real de una megatormenta ARk, El Niño, La Niña, La Nada?”
“¿Era ese un sentimiento profundo de amor filial brotando en el interior del pecho de Olivia? De pronto comprendió que detrás de esa plática hollywoodense por lo demás banal, se sentía el peso de las preocupaciones de su padre. Todo giraba en torno al clima. La forma como la Tierra extendía el calor y el agua sobre toda su superficie podía salvarte o matarte, determinar dónde vivías, si la casa de tu vecino, y no la tuya, se salvaba de las llamas, si salía volando en un huracán contigo adentro, o si te electrocutaba un rayo. Recordó la clase de historia en la preparatoria sobre la misteriosa caída del imperio de Teotihuacán, al parecer causada por la sequía, seguida del hambre. ¿Cuántas civilizaciones colapsaron por causa del clima?
¿Cuántas migraciones humanas han sido provocadas por hambrunas? ¿Cuántas culturas aniquiladas por inundaciones? Y ahora esto en Los Ángeles, en pleno siglo XXI. El barómetro glorificado de su padre, sus constantes registros en su libreta del clima de pronto cobraron sentido y un nuevo significado. Mirar The Weather Channel sin cesar no era el comportamiento de un lunático. Lo que hasta ese momento había comprendido como una excentricidad inexplicable, una obsesión que estaba poniendo en riesgo el matrimonio de sus padres, en realidad era una alarma perfeccionada y justificada. Una vez que las reservas que mantenían a la ciudad viva se acabaran, ¿el agua se volvería un preciado lujo que nada más los ricos podrían permitirse pagar a precios exorbitantes y conservar en sus albercas ahora transformadas en tanques de almacenamiento? ¿Acaso habría un éxodo masivo? ¿A dónde?
Olivia se estiró para tomar la mano de su padre por encima de la mesa del desayuno y la apretó con fuerza.
“Cuando [Óscar] estaba en la preparatoria se había prometido a sí mismo caminar por todos los barrios de Los Ángeles para ser capaz de comprender su ciudad en toda su complejidad. A medida que continuaba cumpliendo su objetivo con los años, se dio cuenta de que el ejercicio era imposible. En cada zona por la que deambulaba, confirmaba lo que ya antes sospechaba: había cientos de ciudades dentro de su ciudad, cada una contando una historia diferente. Necesitaría varias vidas para comprender sus múltiples encarnaciones. Una de ellas, la más obvia, perpetuada por muchos foráneos, era la de la meca del entretenimiento, con calles y parques con nombres de estrellas de cine, locaciones conocidas y vecindarios que estaban prohibidos por la industria cinematográfica pues ya se habían filmado demasiado. La gente que sabe poco de L.A. imagina a todos caminando por ahí con un guion húmedo de sudor bajo el brazo. Después, de todo, esta ciudad era la cuna de Hollywood. Pero lo cierto es que Los Ángeles era lo que tú quisieras que fuera, y eso se debía al constante flujo de migrantes que llegaban con sueños, no solo de otros países, sino de otros estados de la nación. Hasta sus famosas palmeras venían de otra parte. Se imaginó a un presentador de un reality show vendiendo Los Ángeles a un público en vivo: ‘¿Eres un surfero en busca de olas? Este es tu lugar. ¿Qué tal un hípster lanzando una marca de galletas sin gluten o una nueva religión? Por supuesto. ¿Y hay lugar para una familia joven criando niños pequeños? Sin duda. ¿Qué tal una pareja retirada que quiere jugar bingo todo el día? Claro. ¿Ejecutivos de alto rango? ¡Sí! ¿Abogados, doctores, agentes y mánagers? El mejor lugar para triunfar. ¿Fanáticos del ejercicio, jóvenes estrellas, chefs, maestros de yoga, estudiantes, escritores, sanadores, inadaptados, entrenadores, enfermeros? Por aquí, por favor. ¿Te interesa el cosplay, el improv, el porno, el Roller Derby, el voyerismo, las proyecciones de películas en cementerios, carreras de taco trucks, AA, recaídas, rehabilitación, micrófonos abiertos, cirugías plásticas, catas de vinos, encuentros de motociclistas, karaoke, ir a clubes, S y M, o las salas de escape? ¡Vente!’”.
“Algunos lo llamaron un remolino de fuego. Otros, un tornado de fuego. Pero lo que provocó la evacuación de ocho mil personas a las afueras de Los Ángeles en realidad se conoció como el incendio Blue Cut. Óscar miraba las noticias horrorizado mientras el restaurante histórico de la Ruta 66, el Summit Inn, quedaba reducido a cenizas y los residentes de la zona huían. Se necesitaron mil trescientos bomberos, cuatro aviones para combatir incendios —conocidos por la gente común como aviones cisterna—, tres aviones anfibios y quince helicópteros para contener las llamas. Óscar pensó en todos los evacuados, dejando atrás sus álbumes de fotos y sus pasaportes y sus mascotas. Era fácil juntar a los perros, pero ¿y los gatos? En el último simulacro de evacuación familiar, unos cuantos días atrás, Velcro se escondió detrás de la estufa, un lugar imposible de alcanzar, ni siquiera con una escoba. Si hubiera sido una verdadera emergencia, lo hubieran tenido que abandonar para quemarse junto con la casa. No puedes correr por todas partes buscando al gato cuando las llamas están abrasando tu techo.”
“¡Lluvia!
El agua golpeando el techo le sonó a Óscar como una ovación de pie en una sala de conciertos. Pensó en los bomberos que seguían apagando pequeños incendios y persiguiendo chispas en los vecindarios circundantes. La sequía había matado más de sesenta millones de