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Isa Gómez, Pág
una forma violenta de existir? ¿O más bien debemos hablar de formas de existir dentro de un entorno violento? Como dijimos, las representaciones moldean los territorios, los territorios afectan a los cuerpos que los habitan; y la imagen y la palabra moldean la percepción. Por fin, la percepción influye sobre los deseos de alejarse o de acercarse, ya sea física o emocionalmente a una situación. Hoy en día, la percepción que tenemos de lo ajeno se encuentra cada vez más atravesada por lo virtual: imágenes del violento, de la violentada, del asesinado, del encarcelado, aparecen como las únicas representaciones que nos llegan de situaciones donde habitan personas con una existencia más amplia, con más matices. Dichas imágenes, repetidas una y otra vez en medios, series y películas se vuelven características hasta devenir prácticamente sinónimos de estos lugares: la sola mención del nombre de alguna zona postergada trae aquellas imágenes al primer plano, en una activación inmediata que refuerza la sensación de ajenidad. Es probable que, por una u otra contingencia, avance la imposibilidad de acercarnos al otro. Pienso que esto podría traer como consecuencia la imposibilidad de formarnos una opinión que parta de un encuentro con el otro o con lo que nos resulta desconocido. Esta imposibilidad de acercarnos y formarnos una opinión propia y mejor fundada tiene como consecuencia la conformación de un imaginario colectivo cada vez más reduccionista. Por eso, a la hora de discutir el trabajo cultural en contextos de riesgo, considero de vital importancia intensificar la observación sensible para posteriormente poder explorar las dimensiones del lenguaje con el que daremos visibilidad a ese contexto. Cabe decir que en tiempos de distanciamiento obligatorio por la pandemia este trabajo de representación multiplicó su importancia hasta volverse fundamental.
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Los refugios para migrantes, los espacios fronterizos, las zonas periféricas de la ciudad, los conurbanos, las villas de emergencia, las favelas, suelen acarrear como estigma la puesta en primer plano de la violencia como material narrativo o de reflexión. Pero ¿qué pasaría si pensáramos estos contextos trazando un paralelismo con la teoría del color? Recuerdo cuando empezamos a trabajar con las mujeres costureras de San Miguel Topilejo en un proyecto textil llamado “Geografías”, un proyecto de elaboración de colchas con retacería de tela, mediante la técnica de costura conocida como patch-work o quilt. Mientras investigábamos juntas cuál sería la mejor manera de sistematizar la producción, las mujeres me plantearon: “¿sabes?, nos gusta cómo resolvemos nosotras las costuras de las formas geométricas, pero nos gusta más cómo tú combinas los colores. ¿Nos puedes enseñar? ¿Sabes hacer mejor eso por lo que estudiaste, verdad?” Yo contesté que sí, que era algo que había aprendido en la carrera, donde existía un estudio sobre el color, una teoría de composición para distribuir a manera de porcentajes los colores en un plano buscando la armonía. Pero de inmediato les aclaré que no creía necesario darles una clase, ya que esta teoría era el resultado de la observación detallada que algunos pintores habían hecho sobre la distribución de los colores en la naturaleza. Estos pintores habían encontrado que en cualquier piedra, hoja, flor, manto acuífero o atardecer existía un 50 por ciento de un color predominante, un 40 por ciento de un color de transición y un 10 por ciento de un color diferente a la gama de los anteriores. Este último funcionaba como un acento o destello dentro de la composición. Las costureras trabajaban con un gran diversidad de colores de tela y vivían en un entorno rural, por lo que esta explicación les resultó más que suficiente para comenzar a combinar los colores por cuenta propia.
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Esta experiencia de colaboración resulta significativa desde múltiples ángulos, pero ahora la menciono para valerme de la teoría del color como un ejemplo sencillo para pensar una forma, sus componentes y su carácter multidimensional (o no): ¿qué pasaría si pensáramos en esos porcentajes de distribución planteados por la teoría, pero para analizar el lugar que ocupa la violencia en los textos, artículos y películas que hacen referencia a estos ámbitos? Planteo esta pregunta con la intención de resaltar esa imagen que aparece tatuada en el primer plano del imaginario. Esa imagen que se activa cuando se menciona, por ejemplo, la palabra “Irak”: de inmediato se piensa en guerra y en personas armadas en un desierto. Pero ¿alguien piensa en una planta también? ¿O en un color, una escultura, un tejido o un diálogo? Es probable que sí, que esas imágenes también ocupen lugares, pero no como lo dominante. De la misma manera, podríamos hacer un ejercicio con otros contextos afectados por la violencia. Nombrar el lugar, cerrar los ojos y observar qué aparece como primera imagen: Conurbano Bonaerense, Ciudad Neza, Santa Clara Ecatepec, Tecámac. En general, esa activación de una única imagen en primer plano aparece cuando no hemos estado presentes en ninguno de esos contextos, es decir, cuando no tenemos un referente formado por una experiencia propia. Estos clichés o imágenes arquetípicas provienen mayoritariamente de la comunicación masiva y de la industria del entretenimiento, grandes factores en la construcción de visiones parciales y automatizadas sobre estos contextos y sus habitantes. La pregunta que cabe hacernos es cómo generar procesos de desactivación de esas imágenes. Recuerdo uno de mis primeros acercamientos a una zona periférica. Como promotora cultural comunitaria de la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México, fui asignada al Centro Richard Wagner ubicado en las cercanías de la esta-
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ción de metro Calzada de los Misterios (por cierto, una sublime combinación de nombres). La noche anterior a la sesión de trabajo, busqué en internet la mejor manera de llegar, dado que el lugar estaba fuera de mis itinerarios habituales. De paso, busqué también un poco de información sobre la zona. El buscador de Google me mostró una serie de imágenes distorsionadas, grabadas por cámaras de seguridad, donde lo que se alcanzaba a entrever eran principalmente armas y cuerpos violentados: ninguna imagen que pudiera sugerir algún contenido diferente. Recuerdo que me resultó difícil dormir. A la mañana siguiente, al llegar al Centro Cultural, siempre acompañada de otros colegas, sentí, observé y escuché a los vecinos de la zona. Conversé con Manuel, un vecino de sesenta años de edad que llevaba cuarenta viviendo en el barrio. Era músico guitarrista, y consideraba que el problema local más significativo era el de las adicciones entre los jóvenes. Manuel sostenía que los jóvenes que habían experimentado carencias de amor y contención en sus casas caían en adicciones más fácilmente y a más temprana edad. Entre los vecinos habían detectado este problema y decidido cobijar a los jóvenes para que no terminaran con un problema mayor. Las palabras exactas de Manuel fueron: “nos organizamos para brindarles ese amor que no les ha tocado”. Les hacían comidas, les celebraban los cumpleaños, los llevaban a conciertos, organizaban partidos de fútbol, los acompañaban para que acabaran de cursar la secundaria. Manuel me dijo que -gracias a ese conjunto de acciones y prácticas- habían logrado que al menos diez jóvenes no cayeran en adicciones, situación que mencionaba con orgullo y que yo escuchaba con admiración. En ese momento, pensé que lo que allí habían desarrollado era una estrategia efectiva/afectiva en materia de reducción de daños. Ya que, mientras lo habitual es marginar a quien tiene
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