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Los asesinatos, aunque no son desconocidos en el distrito rural de Westchester, Nueva York, donde está la casa matriz del Reader's Digest tampoco son frecuentes. Por ello, más estupefactos nos dejó el que una colega nuestra, la redactora Eleanor Prouty, que había trabajado con nosotros durante casi veinte años, fuese brutalmente asesinada en su hogar, el 25 de mayo de 1980.
En la narración de este caso, Lester Velie (que durante mucho tiempo ha sido redactor viajero del Reader's Digest) describe el asesinato de una mujer bella y talentosa. Pero nos ofrece algo más: al adentrarse en la vida de los criminales (el cuidado que recibieron de pequeños, los tribunales para menores, reformatorios y, por fin, las penitenciarías), descubre un hecho doloroso: en vez de recibir asistencia de las instituciones creadas para tal fin, los niños sufren graves daños.
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PARA ELEANOR Ryan Prouty, el sábado 24 de mayo de 1980, su último día de vida) empezó antes del alba. Le encantaban aquellas horas previas al amanecer. La vieja casa de los Prouty (construida hace más de 120 años) estaba en calma. Al menos por un rato, Eleanor Prouty se libraría de las faenas domésticas. Estaría libre, asimismo, para leer durante varias horas: recién jubilada como redactora del Reader's Digest, Eleanor había seguido colaborando amistosamente con la revista. Por las mañanas, leía montañas enteras de manuscritos, en busca de material publicable. Al salir el Sol, Eleanor se puso su uniforme de los fines de semana: zapatos de lona, unos viejos pantalones de mezclilla y una camisa de madrás, arremangada. Luego se lanzó a su carrera habitual de tres kilómetros, por los caminos de Somers, en el estado de Nueva York. A los 67 años, aún conservaba gran parte de la belleza con que había sido tan generosamente dotada. Su cabello rojizo, cortado al estilo "paje", apenas tenía canas. Sus ojos chispeaban con ávido interés en el mundo. Rebosaba energía y un entusiasmo que desafiaba todo registro cronológico. El reloj señaló más de las 8 de la mañana. Norman, el mayor de sus tres hijos varones, de 44 años, que vivía del otro lado de la calzada en un granero remodelado, pronto llegaría a ayudarla a plantar flores de primavera. Pero antes, toda una prueba la aguardaba en su casa. En el dormitorio, en la planta alta, yacía lo que quedaba del que había sido un hombre apuesto y vigoroso, ahora cruelmente deformado por la desconcertante enfermedad llamada esclerosis múltiple. La cabeza, única parte de su cuerpo que Norman Prouty podía mover, se revolvía inquieta sobre la almohada. Había perdido la visión del ojo izquierdo. Uno de sus hijos llegaría después a bañar a su padre. Mientras tanto, Eleanor pasó una esponja por el cuerpo de su esposo, y lo apoyó en dos cojines para darle el desayuno. Luego lo sentó en una silla de ruedas al lado de la cama, lo llevó hasta una silla con motor sujeta al pasamanos
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de la escalera y de ahí al piso de abajo, donde lo sentó en otra silla de ruedas. Por último, lo trasladó a la terraza que domina el jardín. La operación de sacar a su marido del dormitorio y ponerlo bajo la luz del sol sólo era una parte de la tarea que se había impuesto: conservar viva la única facultad que le quedaba a Norman (un cerebro alerta), interesado en el mundo que lo rodeaba. De este modo, a como dio lugar pudo llevar al inválido hasta apartados lugares de ultramar: a los museos de Francia o a los templos de Japón. Pocas semanas antes, habían regresado de un viaje a Filipinas y el Lejano Oriente. La esclerosis múltiple, enfermedad del sistema nervioso central, puede también tener efectos psíquicos. Había un lado bueno: a veces Norman disfrutaba de una especie de euforia, de ánimo. Pero también había un lado malo: esa incandescente irritabilidad que podía causar estridentes accesos de ira. Los arranques de furia de Norman podían estallar en cualquier momento, en cualquier parte, ante su familia, sus amigos, e incluso delante de desconocidos. En la cena, en su silla de ruedas, Norman solía armar "la trifulca" contra sus hijos, uno tras otro (Patty, su hija predilecta, por lo general se libraba). En los años sesenta, mientras Norman, hijo, John y Patty estudiaban el bachillerato y en la universidad, su padre concentraba algunas veces toda su ira en su tercer hijo varón, David. Jim, el menor, empezaba los estudios secundarios, mientras que David, en el bachillerato, estaba en la época en que debía tomar una decisión con respecto a la carrera que había de seguir. Era el año de 1963. La rebelión de los jóvenes agitaba a Estados Unidos. A David, apuesto muchacho de dieciséis años, con la gracia y el desenfado que un día tuviera su vigoroso padre, le encantaba ir con la corriente. En compañía de amigos igualmente desenvueltos recorría los caminos en viejos autos de apariencia y motor modificados. Se pasaban el tiempo con muchachas alocadas. Y, en contraste con sus hermanos mayores, que se encaminaban a universidades de prestigio, era un estudiante mediocre. 4
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Ante la cena, una noche, Norman se volvió a su hijo David: "Más te vale ir pensando en conseguir otros amigos", le dijo irritado, pero aun conteniéndose. Más aquello pronto se convirtió en una furiosa invectiva. Contra un adolescente sensible, víctima ya de las dudas de la transición a la edad adulta (y del sentimiento de culpabilidad que representaba el haberse quedado detrás de lo logrado por sus hermanos), las palabras de su padre cayeron como mazazos. David, cada vez más pálido, se levantó de la silla y se alejó con los ojos llenos de lágrimas. A la mañana siguiente, día laborable, se levantó temprano, y se dirigió en el auto de la familia a la iglesia católica de Santa María, en el pueblo de Katonah, Nueva York, donde siendo un niño a menudo había estado al lado de su madre, mientras ella tocaba el órgano durante la misa dominical. Allí, rezando, pidió perdón por lo que iba a hacer. A las 14 horas, de vuelta en casa, ante la mesa de la cocina, David puso fin a su vida disparándose un tiro en la sien izquierda. El legado que lodo suicida deja a quienes quedan atrás es un atormentador sentimiento de culpa. Durante años, su padre negaría que David hubiera muerto. AI llegar su primer nieto (hijo de su primogénito Norman), a menudo lo llamaría David, aunque se llamaba Brooks. Para Norman, su hijo David aún vivía. Mujer activa y responsable, Eleanor expió su culpa interesándose en otros adolescentes con perturbaciones, los cuales no faltaban. A sólo dos kilómetros y medio, por el mismo camino, se encontraba el Lincoln Hall, "centro para el tratamiento de jóvenes" de once a diecisiete años. Y así quedó dispuesto el escenario para una tragedia mayor aún. EL SUEÑO SE CONVIERTE EN PESADILLA "CENTRO para el' tratamiento de jóvenes" era una expresión de trabajadores sociales. El Lincoln Hall es, en realidad, un reformatorio. Fundado en la Ciudad de Nueva York en 1863 con el nombre de Correccional Católica de Nueva York, sirvió de refugio para huérfanos 5
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de la Guerra Civil de Estados Unidos. Lo administraba una orden que se dedicaba a la instrucción católica, los Hermanos Cristianos, y estaba dirigido por un consejo de legos. Cuando la institución se quedó sin huérfanos de la Guerra Civil, hizo realidad un sueño acariciado por muchos reformadores del siglo xix: salvar a chicos malos, apartarlos de los peligros de la ciudad, enseñarles agricultura en una limpia atmósfera rural. Un santo reformador llamado el hermano Barnabas McDonald, conocido a fines del siglo como experto en "muchachología", trasladó el antiguo orfanato a su actual ubicación en el valle Lincoln, 65 kilómetros al norte de la Ciudad de Nueva York, y lo rebautizó como Escuela Agrícola Lincoln. Al concepto agrícola, el Hermano añadió un sistema de cabañas, es decir, los muchachos ya no vivían en una institución gigantesca e impersonal, sino en cabañas "de tipo familiar", bajo la dirección de un "padre" de la cabaña. Pero en los últimos decenios del siglo xx, el sueño de aquel "muchachologo" ha estado convirtiéndose en pesadilla. Aunque se sabía que era una agencia particular relacionada con la Iglesia Católica, la institución subsistía casi exclusivamente a base de fondos públicos. Para mantenerse, el Lincoln Hall necesitaba un promedio de 220 muchachos, cada uno de los cuales (en 1981) aportaba 25,000 dólares anuales, en pagos diarios. El estado de Nueva York aún lo empleaba como familia sustituta para muchachos sin hogar, holgazanes y quienes habían cometido delitos menores; se les llamaba "Personas Necesitadas de Supervisión" (PINS, por sus siglas en inglés). Pero con frecuencia cada vez mayor, la institución tuvo que abrir sus puertas a delincuentes. Pronto, los PINS, que no eran criminales, estuvieron viviendo bajo el mismo techo con algunos de los jóvenes delincuentes más empedernidos que hayan recorrido las calles de una gran ciudad. A finales de los años setenta, los muchachos enviados al Lincoln Hall que habían cometido asaltos, allanamientos y robos a mano armada, superaban por diez a uno a los PINS, y crearon en la escuela una predominante subcultura criminal. 6
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Cuando Eleanor Prouty comenzó sus labores diarias aquella mañana de mayo, también empezaron a moverse los muchachos del Lincoln Hall. En una de las once cabañas, en la de Hillside, un supervisor de veintiocho años conocido como el "Prefecto" caminaba con sus noventa kilos entre dos hileras de camas, tirando de las sábanas para despertar a sus pupilos. El Prefecto vaciló ante un muchacho cuyo colchón estaba en el suelo. Tirar de las sábanas de aquel joven tenía sus peligros. Una vez, despertado así, se había lanzado con una estaca contra él. Pero esta vez el muchacho estaba completamente despierto, mirando al Prefecto, bajo su estrambótico peinado a la "afro" de color rojo. Terry Losicco era blanco, oriundo del norte del estado de Nueva York, pero admiraba a los negros que sabían desenvolverse en las calles de la Ciudad de Nueva York, y los imitaba en todo. A los dieciséis años, Terry Losicco, conocido como "T" por sus compañeros de cabaña, tenía el cuerpo macizo y desarrollado de un adulto. Sus hombros eran los de un levantador de pesas, anchos y musculosos. Tenía gruesas pantorrillas y sus brazos eran tan largos, que parecían llegarle casi a las rodillas. Según sus propias palabras, había estado "robando casas" desde los trece años. Ahora, a finales de mayo, estaba urgido de dinero. Saldría del Lincoln Hall en pocos días, rumbo a una especie de medio internado (sucursal del Lincoln Hall) llamado Camillus House, en el lirónx, uno de los cinco distritos de la ciudad de Nueva York, donde viviría; asistiría a una escuela, dependiente también del Lincoln Hall, en el distrito de Queens. Allí, Losicco sería más libre de ir y venir por las calles de la gran urbe, pero necesitaba dinero, y esa noche sería su noche. Había despertado por la mañana con una pregunta dándole vueltas en la cabeza: ¿Tienen perro en esa casa? El único capaz de responder a la pregunta era Gary, un muchacho de raza negra de dieciséis años que Terry Losicco había conocido en el Lincoln Hall.
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Gary era el último de una serie de muchachos del Lincoln Hall con los que Eleanor Prouty había trabado amistad después de la muerte de David. Mientras que otros vecinos también prestaban servicios de tiempo parcial para los jóvenes del reformatorio, ella no sólo los recompensaba con dinero. Preparaba verdaderos banquetes para los muchachos. Pasaba la hora de los alimentos escuchando sus problemas, dando consejos sobre las tareas escolares y escudriñando el futuro de cada uno. Para Eleanor, Gary no era un joven delincuente que (según confesión propia) a los quince años había asaltado cuatro casas. Sólo era otro adolescente en conflicto que necesitaba afecto y ayuda para llegar a ser un adulto responsable. Por su parte, para Gary, que sólo había conocido alojamientos miserables, en que se apiñaban sus cuatro hermanas y sus cuatro hermanos, la espaciosa casa de los Prouty significaba riqueza. Y como otra prueba del "dinero fácil" que abundaba en el lugar, la señora Prouty le daba cinco dólares por hora, siendo así que la paga habitual para los chicos del Lincoln Hall era de 2.50. Meses antes (en febrero), Losicco había abrumado a Gary con preguntas acerca de la "mansión" en que trabajaba. Y este no se negó a informarle. Cuando Losicco le pidió ser su "socio" (su cómplice) en el proyecto de robar en "la casona", Gary se excusó. Pero no hablaría. Losicco buscó a otros. Pronto, su plan de robo llegó a ser el secreto más compartido del Lincoln Hall. Aquella noche, Eleanor fue a cenar y a bailar a un club campestre local. Volvió a casa cerca de las 12:30 de la noche y la recibió su nieto, Brooks, de quince años, que había quedado a cuidar a su abuelo. Conversaron durante más de una hora. Para Brooks, su abuela era su pareja en los juegos de tenis y al irse a trotar, amén de confidente y "la influencia más importante en mi vida". Por último, Brooks se marchó a su casa, cercana, y Eleanor se fue a dormir.
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Camino abajo, Terry Losicco se levantó como a la una de la mañana. Despertó a dos muchachos, uno tras otro, quienes conocían sus planes; sin embargo, ahora ninguno quiso ir. Losicco se volvió a la litera contigua a la suya. Tenía razones para creer que aquel joven aceptaría. Sin embargo, no estaba seguro de que desempeñaría bien su papel de socio. "Dave, ¿quieres venir a robar una casa?", preguntó Losicco. El muchacho se movió. Dave Hollis estaba allí en calidad de PINS. Su madre había solicitado ayuda al tribunal para menores, ya que Dave no asistía a la escuela y llegaba a casa de noche, muy tarde. La policía tenía noticias de él por haber cometido delitos menores, sin violencia. A los quince años, no era ladronzuelo callejero, ni pendenciero. En efecto, le disgustaba pelear. En el Lincoln Hall pronto se había convertido en el blanco de bromas o maldades de sus compañeros de cabaña. Y cuando por fin se determinó a pelear, fue derrotado invariablemente. En defensa propia, buscó la amistad y protección de Losicco, el reconocido "hombre fuerte" de la cabaña de Hillside. Hollis dejó que la pregunta penetrara bien en su cerebro. Y una vez que Terry le aseguró que no habría nadie en casa, dijo: "Sí. Sale y vale", con lo que dio a entender que iría, y rápidamente empezó a vestirse. "Si el robo me dejaba algún dinero", explicó después, "eso aumentaría el respeto que me tuvieran. Me pondrían más atención".
A LLANAMIENTO Losicco y Dave, acomodaron las ropas de cama para que pareciera que había allí dos personas dormidas. Luego apartaron un mosquitero de la ventana y escalaron la pared. Rodearon una pequeña piscina, se ocultaron en un bosquecillo y, una hora después, salieron al camino que conducía a la casa de los Prouty. El corpulento Losicco corría pesadamente, agachado. Tras él, Dave, de largas piernas, trotaba sin dificultad. Llegados a su destino, Losicco, en camiseta color de rosa y blancos pantalones cortos, y Hollis con camisa de pijama amarilla y pantalones cortos azules, pasaron por debajo de una cerca de estacas, 9
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bordearon una piscina negra como la tinta y, con cuidado, pasaron por las azaleas y los cerezos florecientes, para llegar a la terraza de la mansión. "La casa parecía peligrosa", recordaría después Hollis. "Se asemejaba a una de esas mansiones solitarias, en medio del bosque, como en los cuentos de fantasmas. Era el tipo de casa en que puede ocurrir una tragedia". Terry, en cambio, no experimentó ningún sentimiento. Todos los robos que hice fueron de noche. Era algo fácil", afirmaría después. Losicco trató de entrar por la puerta del frente, pero estaba cerrada con llave. En rápida sucesión, él y Hollis, fueron a una puerta lateral, a una de atrás y a una del sótano. Cerradas todas. De una pila de leña que había a la puerta del sótano, Losicco escogió un reducido leño, con un nudo que sobresalía en un extremo. De unos diez centímetros de diámetro, podía servir como garrote. "Tal vez nos salga un perro", explicó. Los dos jóvenes rodearon entonces la casa, en busca de una ventana mal cerrada. Cerca de la puerta principal, Losicco descubrió una ligeramente abierta. Con ayuda de Hollis, apartó la tela de alambre que hacía las veces de mosquitero, penetró por la ventana abierta, y Hollis lo siguió. Recordó después Losicco: "Adentro", me dije, "¡vamos!, esta casa realmente es grande. Pensé: Si sólo fuera mía". Los ronquidos provenientes de arriba interrumpieron sus pensamientos. También Hollis los había oído y se dio cuenta de que (contra lo que Losicco había asegurado) alguien estaba en casa. —Terry, ¿qué hacemos? —No te preocupes. Subieron la escalera y, sigilosamente, penetraron en el dormitorio de donde salían los ronquidos. Cuenta Hollis: "Se podía ver que de un lado había un hombre y, del otro, una mujer. Losicco le dio al hombre un buen garrotazo, con el leño".
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El "buen garrotazo", según descubrieron los médicos después, le partió en dos lugares el pómulo a Norman Prouty, y fracturó, abajo, el hueso al que están fijos los dientes. El ojo derecho se desplazó hacia abajo. "El tipo dio un gemido", dijo después Hollis, "pero no se levantó. La mujer despertó, y Losicco pasó a mi lado y la atrapó". Habían arrancado a Eleanor del sueño y la mujer se vio ante una terrible aparición nocturna: una enorme figura apenas vestida, con un garrote en la mano derecha, la cabeza envuelta en una masa confusa de cabellos rojos. Eleanor dio un grito. Losicco y Hollis, según afirman, le aseguraron: "No queremos hacerle daño. Sólo queremos el dinero que tenga. Necesitamos dinero". A los pies de la cama, Hollis había encendido una lámpara. "Vengan abajo", dijo Eleanor, "y les daré algún dinero". "Habló con voz calmada", afirmaría después Hollis, "como si todo fuera normal". Eleanor salió del dormitorio seguida de los dos asaltantes, y se detuvo ante la silla de ruedas de Norman, sujeta al pasamano. Estaban allí unos pantalones de su esposo: buscó en el bolsillo posterior derecho y sacó una cartera. De allí tomó diez dólares en varios billetes y los tendió a Hollis, cuando llegaron al piso de abajo. "Salgan por la puerta principal", pidió Eleanor a los dos intrusos, "y les arrojaré el resto". Pero Losicco ordenó a Hollis volver al dormitorio, a ver qué encontraba y, de paso, a investigar "qué estaba haciendo el viejo". Obediente, Hollis subió las escaleras. "El viejo seguía en la cama, sin moverse", recordó Hollis. Revolvió en los cajones de dos cómodas, lanzando ropas violentamente por toda la habitación. Pero en los cajones no había dinero ni joyas. En una silla, 11
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descubrió un pequeño portamonedas de mujer, en el que había veinte dólares. Revisando más cuidadosamente los cajones de la cómoda, también descubrió un reloj de pulseras Se embolsó el dinero y el reloj y corrió hacia la escalera.
"E LLA PODRÍA IDENTIFICARNOS" ABAJO,
por la orden de Losicco a Hollis, de volver al piso superior, Eleanor comprendió que los intrusos no estaban por abandonar la casa. Súbitamente se zafó de la mano de Losicco y encendió las luces del vestíbulo. Corrió después al comedor, encendiendo y apagando las luces y pidiendo auxilio. Un gran ventanal del comedor quedaba frente a la casa de su hijo Norman. Tal vez alguien allá viera las luces encenderse y apagarse. Losicco siguió a Eleanor al comedor gritando "¡Apague las luces!" Ella tomó de la mesa un pesado cuenco de cristal y lo arrojó contra su atacante, pero falló. El diario levantamiento de pesas había dado a Losicco el poderoso busto de un atleta profesional. Un mes antes de cumplir diecisiete años, ya pesaba cerca de los ochenta kilos. Así, fue fácil para él apoderarse de Eleanor, que se debatía, y la arrojó violentamente unos tres metros, al otro lado de la habitación. En un momento estuvo sobre ella, le rodeó el cuello con el brazo y la sacó por la fuerza. Como recordó después Losicco: "La aferré, tiré de ella hasta el vestíbulo y la arrojé al suelo. La golpeé con el palo. Yacía en el suelo, y le di muchos puntapiés". Hollis, que venía bajando la escalera, le gritó a su cómplice: "¿Qué haces?" Recordaría después: "No me contestó, sino que me ordenó apagar las luces. Apagué la del vestíbulo, pero no pude encontrar el interruptor del candelabro colgante del comedor. Tomé un candelero de vidrio que estaba en un mueble, lo arrojé contra el candelabro y así rompí todas las bombillas.
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"Cuando regresé del comedor, la mujer yacía en el suelo, arrojando sangre por nariz y boca". Losicco dejó de golpear a su postrada víctima y ordenó a Hollis "revisar" el comedor y el saloncito de la televisión, del otro lado del vestíbulo. Obediente, Hollis fue a ver. Su cómplice pasó entonces sobre la víctima y buscó en un escritorio y una cómoda, en una pequeña habitación situada al lado del vestíbulo. Se embolsó algunos billetes y monedas que encontró en una mesa. Salió de ese cuarto con unos veinticinco dólares; luego revisó también el saloncito de la televisión, donde ya había estado Hollis. "Hasta donde yo sé, no encontró nada", dijo Hollis. "Sé que yo no hallé nada. Los dos estábamos otra vez cerca de la mujer, en el frente de la casa, y le pedí a Losicco: Vámonos de aquí". "Cortamos terreno, bordeando la piscina", afirmó después Losicco. "Atravesamos por el césped, y llegamos al camino. Empezamos a correr". "La señora que estaba en la casona", torturada y sangrante, no se apartaba de la memoria de Hollis, mientras corría y caminaba al lado de su cómplice. Cuando recobró el aliento, le preguntó a este por qué había actuado así, "por qué golpeó y pateó a la señora". Según el propio Dave, obtuvo la siguiente respuesta: "Dave, la señora estaba encendiendo las luces: podría reconocernos, y si la policía nos pesca, ella podría identificarnos". Y Dave añadió: "Por eso la golpeó". Hollis y Losicco llegaron a la cabaña cerca de las 4 de la madrugada. Camino abajo, tras ellos, Eleanor Prouty había muerto de estrangulación. El botín de sus asaltantes fue 55 dólares y un reloj.
U NA VIDA DESPREOCUPADA PUESTO que
muchos asesinatos los cometen parientes o conocidos de las víctimas, las primeras sospechas recayeron sobre Norman, hijo, y su familia. Además, la forma en que se había perpetrado el homicidio parecía indicar una ira incontenible. Se desechó la posibilidad de un
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asalto. La policía halló que el televisor, el aparato de música y la cuchillería (Botín preferido de los ladrones) estaban intactos. Eleanor aún tenía puestas varias alhajas de valor. Y la cartera de Norman, padre, descubierta cerca del cadáver de su esposa, contenía 65 dólares. Al comienzo de las investigaciones, la policía interrogó solamente u un joven del Lincoln Hall: Gary, quien hacía poco trabajara para Eleanor. No dijo nada. Según los registros, no había ningún muchacho ausente sin permiso, y los vigilantes en sus rondas no informaron de nadie que faltara en el dormitorio. Losicco, por su parte, aunque exhausto, se hallaba ese día en un estado de agitación febril. Al parecer, no podía esperar para relatar su hazaña. Primero habló a uno de los muchachos que se habían negado a acompañarlo, confesando abiertamente haber golpeado a Eleanor con "el garrote" y afirmando que él y Hollis se habían llevado de doscientos a trescientos dólares. También Dave, Hollis se sintió movido a contárselo a un par de amigos, y estos muchachos se lo dijeron a sus compañeros. Al cabo de pocos días, cerca de veinte internos del Lincoln Hall sabían del crimen, pero nadie delató a los autores. Los siguientes días significaron para Terry Losicco la salida del Lincoln Hall y la asignación a Camillus House. La idea era que este hogar, en el Bronx, continuaría la educación de los rehabilitados meritorios y los prepararía para su liberación como ciudadanos autosuficientes. La Camillus House, es un estrecho edificio de ladrillo, que forma parte de una hilera de casas similares en un barrio obrero. A Losicco, le agradó la perspectiva de su inminente libertad. Aparte de las horas de escuela, de 9 de la mañana a 3 de la tarde entre semana, y la hora de la cena, de 6 a 7 de la noche, podría ir y venir a su antojo. Según un folleto publicitario que anunciaba unas posadas en el Lincoln Hall: "Los jóvenes logran avances aprendiendo a vivir en unidades familiares y a participar con la comunidad, en sus respectivos barrios. 14
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Al llegar a Camillus House, Losicco, se aprestó a "participar con la comunidad", y realizó una expedición exploratoria al vecindario. A la hora de la cena, ya sabía dónde conseguir cerveza y licores, mariguana, mezcalina y "polvo de ángel". También se había librado de otra preocupación vital: dónde merodeaban las mujeres de noche. Se pagaba de ocho a dieciséis dólares semanales a los muchachos, dependiendo de la edad, pero como esto no daba para mucho, Losicco participó mucho más en la comunidad. Vendió "un poco de mariguana en la calle" y volvió a "robar unas cuantas casas". El socio de Losicco en estas empresas fue una recién adquirida amistad, hecha en Camillus House, un muchacho de dieciocho años, llamado Larry, con amplia experiencia en las calles. Allá, en el Lincoln Hall, la vida era más difícil para Dave Hollis. Al entrar el mes de junio, el miedo le pesaba en su interior como una carga insoportable. Estaba seguro de que lo detendrían. En busca de alivio, trató de fatigarse practicando deportes en la cabaña. El cambio no pasó inadvertido, pues Hollis siempre había sido huraño y poco dispuesto a cooperar. Según sus prefectos, estaba mejorando. A los muchachos que tenían casa adonde ir, se les permitió visitarlas el "largo fin de la semana" del 4 de julio, día de la independencia en Estados Unidos. También la madre de Hollis notó el cambio ocurrido en él. Al despedirse, David la abrazó intensamente, como nunca. Cuando el prefecto dio a David una palmada en el hombro el lunes siguiente, este sintió que la penosa espera había terminado, el hermano Leo, encargado de la "vida de la cabaña", deseaba verlo. Tras una espera de media hora en que (insólitamente para él) el hermano Leo no dijo una palabra, tres hombres entraron en la oficina. El más alto de los tres se acomodó a un extremo del escritorio del hermano Leo, y se identificó como el investigador Robert Lowell, de la policía del estado; contempló un rato al muchacho agachado, y luego le dijo, no sin bondad: "Te han puesto de cabeza, ¿verdad hijo?"
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Durante el mes de junio, la investigación policiaca no había avanzado. El detective Lowell y sus hombres interrogaron a más de mil personas, sin encontrar ninguna pista. Luego, en el fin de semana del 4 de julio, Gary, telefoneó al cuartel de policía del estado. Se hallaba en su hogar, en la Ciudad de Nueva York, pasando las vacaciones, pero Lowell hizo una cita con él. Una vez reunidos, Gary relató con detalle el crimen, aunque diciendo que él se había enterado del asesinato sólo unos días antes. A finales de junio, Losicco y su socio, Larry, se habían ido sin autorización de Camillus House, llevándose el botín de su último robo, unos doscientos dólares. En el tren subterráneo fueron a Queens, y allí establecieron su residencia en un parquecito. Durante cinco días, los socios llevaron una vida despreocupada. Se drogaban por las tardes, "robaban algunas casas" por las noches. . . y entre unas actividades y otras tenían relaciones sexuales con muchachas que pasaban la noche con los dos amigos "en un refugio bajo los árboles". Al octavo día, Losicco decidió que era hora de separarse. Larry volvería a su casa, o a donde quisiera. Losicco, por su parte, iría a los muelles del Bajo Manhattan, a ver si podía irse de polizón a Italia. Una de sus muchas ideas fantásticas era que si se iba a Italia llegaría de algún modo a ser un hampón de los grandes. Volvieron a los alrededores de Camillus House, donde la policía ya estaba buscando a Terry. Rezumando droga y sucios después de cinco días de desenfreno, pidieron a un amigo de la calle que los llevara a casa para asearse. Allí Losicco, fue detenido por tres policías. Terry y David confesaron inmediatamente; en realidad, parecían impacientes por contarlo todo, en especial el primero. Dijo un policía: "Fue como si estuvieran hablando del estado del tiempo".
S ÓLO UN JUGUETE TERRY Losicco, que había vivido en catorce hogares (adoptivos o de otro tipo) y tres instituciones de rehabilitación juvenil, afirma: "Nunca vi a mi padre. No me acuerdo de mi verdadera madre". Recordó, sin embargo, 16
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que en un tiempo vivió “cerca de Glens Falls, en el distrito de Warren", zona situada unos ochenta kilómetros al norte de Albany, capital del estado de Nueva York. Con este dato, no fue imposible reconstruir su pasado. La madre de Losicco, Betty, tuvo su primer hijo sin casarse, cuando sólo tenía doce años de edad. Por ello, su padre la echó de su casa, y se fue a vivir con una hermana. Entregó el niño en adopción. Vivió después con un hombre, y con él tuvo siete hijos más, el sexto de los cuales fue Terry, nacido el 29 de junio de 1963. La hija mayor que Terry, Mary Ann, de seis o siete años por entonces, recuerda haber vivido "en un pequeño remolque, de unos tres metros y medio de largo. Teníamos electricidad, pero no agua corriente ni sanitarios en el interior".
Durante un tiempo llevaron una vida normal, aunque pobre. Pero después del nacimiento del séptimo hijo el padre ya no volvió a su casa. Pronto, la madre se lió con otros hombres, y empezó a dejar solos a los niños durante días enteros. Con el tiempo, los abandonó. Las niñas, Mary Ann y otra mayor, alimentaban a los pequeños tan bien como podían. Cuando les fue imposible atender a Debbie, la niña nacida 17
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después de Terry, Mary Ann habló con unos vecinos, que notificaron a la agencia local de beneficencia. La familia se desintegró, y sus miembros perdieron todo contacto entre sí. Al ocurrir el asesinato, hacía trece años que Mary Ann no tenía noticias de Terry. En cierto sentido, Terry fue afortunado. Poco antes de que la agencia de beneficencia desmembrara la familia, su madre lo entregó a la "tía" Pearl, lejana prima política, que vivía en West Glens Falls. Pearl era mujer laboriosa e independiente a ultranza, que juraba no acudir jamás a la beneficencia, "aunque tuviera que mendigar por las calles". Estaba criando a sus seis hijos y ya había recogido en su casa a una hermana de Terry y a otra niña. Aunque Terry sólo tenía dos años y aún no avisaba cuando quería ir al sanitario, ella aceptó encargarse también de él. "Era un niñito hermoso", recuerda, "de cabello rojo y rizado; una cosita rechoncha". Durante un tiempo, Terry vivió con la cuñada de Pearl, pero las cosas salieron mal, por lo que el niño regresó. Pearl tenía unos vecinos, llamados Verna y Martin Myers. Cada vez que Pearl pasaba en compañía de Terry frente a la casa de ellos, decía Verna: "¡Qué hermoso es! ¡Quisiera que fuese mío!" Pearl pensó que quizá Verna pudiese criarlo mejor, y decidió dárselo. Verna era una mujer frágil, con un gran deseo de dar un hijo a su marido. Y ello le convino perfectamente a Martin, quien adoró a Terry. Así lo recuerda: "Era un niño encantador; muy cariñoso. Se quedaba sentado en mis piernas durante horas enteras, viendo la televisión. Cuando yo reparaba el coche, él me pasaba las herramientas, íbamos en coche hasta el lago, a ver las lanchas. Nada presagiaba dificultades para el futuro". Pero al cabo de cinco años, Verna Myers falleció. Terry estaba inconsolable y el viudo quedó doblemente deprimido. Siguió en juego la fatalidad: trascurridos seis meses Martin volvió a casarse. La nueva señora Myers tenía una hija a la que, naturalmente, prestaba más atención que a Terry. A su vez, este, aún afligido por la muerte de su 18
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"mamá", consideró como una intrusa a la nueva mujer de la casa. Por si todo esto fuera poco, Martin Myers empezó a beber mucho. "Mi esposa y yo tuvimos más y más disputas, más y más fricciones por causa de Terry", dijo Myers. "Le contestaba con insolencia, le hacía gestos. Estaba muy resentido contra ella". Y Terry encontró una manera extravagante de demostrarlo. Iba al cuarto de baño y ensuciaba las paredes con sus excrementos. La nueva señora Myers, viendo que su matrimonio se desplomaba sin remedio, exigió a su esposo deshacerse del chico. Consternado por ello, Myers empezó a dejar al niño con amigos, parientes y vecinos, por unas semanas cada vez. Por fin, no sabiendo ya a quién recurrir, lo llevó de regreso con su vecina, Pearl, donde su primera esposa, Verna, había encontrado a Terry casi seis años antes. Tampoco esto resultó bien. La tía Pearl abrió sus amplios brazos y su pecho a Terry; pero a la esposa de Martin Myers, mirando a través de su jardín al de Pearl, no le hacía gracia ver vagabundear a su marido, de quien ya estaba separada, el cual iba todas las noches a ver a Terry y no a ella. Finalmente, cumplió con la amenaza de "llamar a las autoridades". Así, una impersonal oficina se hizo cargo de Terry, que por entonces tenía nueve años; el niño se convirtió en una hoja de papel en los expedientes de los trabajadores sociales, la cual ocasionalmente cambiaría de lugar según las regulaciones del Departamento de Servicio Social. "Yo sólo tenía ocho o nueve años", recordó Terry, "pero ya me estaba avivando al ver cómo la gente me mandaba de aquí allá. ¿Qué diablos pasaba? ¿Era yo sólo un juguete que recogían y luego volvían a abandonar?" Su desempeño escolar, que nunca fue bueno, empeoró. Sus profesores notaban que no sabía leer bien, que era perezoso, sin confianza en sí mismo y que todo el tiempo trataba de llamar la atención.
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Había información sobre su familia natural, pero Terry había permanecido en hogares adoptivos, lejos de sus hermanos. Durante un tiempo estuvo a cargo del niño un matrimonio, que, casi como Pearl, había acogido a otros niños, incluso a una de las hermanas de Terry. Pronto apareció una trabajadora social para transferirlo. La razón era que los niños algún día podrían ser adoptados (dos ya lo habían sido) y que, mientras tanto, no convenía dejarlos encariñarse entre sí. Pearl Carpenter trató de recuperar a Terry, pero se lo negaron. Ya tenía demasiados niños. En cambio, enviaron al chico a otro hogar que, por varios motivos, esa vez pareció el ideal. Los padres eran amorosos y considerados. Tenían ya una hija, Amanda, pero ningún varón; el marido, que disfrutaba irse de pesca y de campamento, deseaba ardientemente tener un hijo. "Al principio", aseveró la madre, "Terry fue un niño cariñoso y servicial. Mi esposo quedaba encantado con él en los viajes al campo. Era un hermano mayor para nuestra Amanda y muy atento con ella". Pero un cáncer parecía estar devorando a Terry. "Era inseguro. Empezó a envidiar a nuestra hija, que se sabía querida y segura, Siempre sería parte de nuestra familia, y él tal vez no". Comenzaron a suscitarse terribles escenas. Una vez, en una disputa con su madre adoptiva, Terry se apoderó de unas tijeras y se fue con ellas, gritando y blandiéndolas. El incidente terminó pacíficamente. Pero después, en otra disputa, hirió a su padre con una navaja; pudo suponerse que había sido por accidente. La situación no podía continuar. Entonces, milagrosamente, Terry fue adoptado.
"QUERÍA SER LIBRE " A LOS 35 años de edad, Anthony Losicco (que se había abierto paso por sí solo) era hijo de un inmigrante italiano que había triunfado. Su padre había llegado a Estados Unidos junto con otros once hermanos. Anthony 20
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había trabajado mientras estudió el bachillerato. Gracias a una ley que favorecía a los veteranos de guerra, pudo obtener un diploma de comercio y un empleo que lo llevó a la vicepresidencia de una compañía de productos químicos. Tenía dos pasiones en la vida: su carrera y su cruzada contra los establecimientos de atención a los niños, a los que llamaba simplemente "el sistema". Terry fue el símbolo de una victoria sobre el sistema. Las semillas de la cruzada de Anthony Losicco quedaron sembradas cuando él aún era sargento de infantería durante la guerra de Corea. Deprimía al sargento Losicco la vista de aquellos chiquillos morenos con enormes ojos implorantes, errando sin hogar por caminos bombardeados. Colectó dinero entre sus hombres, compró ropa para los huérfanos de guerra e hizo por ellos todo lo que pudo. Al retornar a su patria a terminar sus estudios y comenzar una carrera de negocios, se desvanecieron los recuerdos de aquellos niños coreanos sin hogar. Pero revivieron cuando Losicco, de 32 años de edad (ya con un buen empleo y con un matrimonio que había durado un año), visitó un centro comercial cerca de su hogar. Allí, tirando de él, otra vez, vio chiquillos sin hogar, unos ochenta, de una institución, hoy desaparecida, llamada Hogar y Escuela para Muchachos Santa Inés. Estaban cantando villancicos navideños. "Les compré helados a los ochenta muchachos", recordó después Anthony Losicco, "y antes de darme cuenta ya estaba yo participando en los asuntos de Santa Inés. Les daba yo dos veces por semana sesiones de lectura terapéutica, e hice buena amistad con los chiquillos, y también con las monjas que dirigían aquel lugar". De pronto, las relaciones se enfriaron: Losicco preguntó a las religiosas si podía adoptar a uno de los chicos a los que enseñaba, a 'lo cual respondieron que no estaban autorizadas a dar jóvenes en adopción. Losicco recuerda: "Tuve la sensación de que ya no me querían ni me necesitaban. Al hacer trabajos voluntarios para una institución, se da uno cuenta de que esa gente está dirigiendo un negocio. 21
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Comercian con cuerpos, y las adopciones los harían quebrar. Las monjas empezaron a verme como a un secuestrador". Era un negocio en que las "agencias voluntarias" (sostenidas por organismos de caridad) y las públicas recibían del Estado pago diario por cada niño que alojaran y alimentaran. Muchas de tales agencias, dice furioso Anthony Losicco, "escondían a los muchachos y no mostraban ninguna prisa al buscar a los padres naturales o dejar que adoptaran a los muchachos". Anthony Losicco, ayudó a fundar el Consejo de Nueva York sobre Niños Adoptables, para facilitar las adopciones. Contrató a un abogado y demandó a varias instituciones dedicadas a la asistencia de niños. Gastó 10,000 dólares combatiendo un sistema que se oponía a que una persona soltera fuera padre adoptivo. Pero la victoria creó un precedente, y él había dado un hogar a dos muchachos. Tres años después, cuando el mayor iba acercándose a la edad en que se marcharía, Anthony Losicco encontró a un sustituto: Terry. Para Terry, los años siguientes a su adopción fueron así: "Nosotros, mi padre y yo, nos llevamos bien durante un tiempo. Quería que yo siempre estuviera en casa cuando él llegaba, para cenar juntos. Por la noche, venía a mi dormitorio, se sentaba en la cama y hablaba conmigo. ¿Qué tal estuvo el día?, me preguntaba. Luego me abrazaba. "Después, cuando ya llevaba más o menos un año con la familia Losicco, las cosas empezaron a estropearse. "Todo comenzó con uno de mis hermanos mayores y supongo que con la escuela. Mi hermano mayor acostumbraba tomar drogas, fumaba mariguana y cosas de esas. Me decía: Toma un poco, y empezaba a fumar. A veces me ponía en onda, y me iba a la escuela como en una niebla. Y empezaron las dificultades en la escuela. Enviaron a casa un informe sobre lo que había hecho, que faltaba a la escuela y que no cumplía con los deberes, y entonces mi padre vino a hablar conmigo. Se sentó y me preguntó: ¿Por qué te metiste de pronto en líos? ¿Qué pretendes? Después me amenazó, diciendo: Si sigues haciendo esas cosas, vas a parar en la cárcel. 22
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"Luego se fueron mis dos hermanos. Y de repente me quedé solo. Recorría yo todo el camino para ir a ver a mis amigos al pueblo, donde estaban los demás. Mi padre siempre fue estricto (eso era lo único de él que no me preocupaba mucho). Yo tenía unos catorce años y él quería que yo estuviera de vuelta a las 9 en punto, pero todo el mundo se quedaba fuera hasta las 11. "Poco a poco empecé a no ir a casa y tampoco a la escuela. Y luego me fugué, y no asistí a la escuela durante todo un año. Quería ser libre. Libre. "Mis amigos tenían una cabaña a la que llamaban el fuerte. Y yo solía quedarme allí. Me quedé allí todo el verano y el invierno. Robaba comida del supermercado, y mis amigos me llevaban alimentos. Luego empecé a robar casas. Por lo menos, unas 150, con mis amigos. "Mi padre no sabía qué hacer conmigo. Se hartó de mí, y me llevó al tribunal para menores. Como seguí robando casas, me mandaron a un refugio, en Spring Valley. No nos encerraban ni nos hacían nada. "Después de que huí varias veces del refugio de Spring Valley, me mandaron a un centro de detención llamado Highland, donde nos encerraban por la noche. "Tenían allí a varios tipos por faltas graves. Estaba allí un muchacho que había violado a una anciana. Otro había herido a alguien con una pala, y todo lo que yo había hecho era robar una casa, y pensé: Dios, estoy con un montón de criminales. "Y de Highland me mandaron al Lincoln Hall". A LGO GRAVE Losícco, recuerda así sus cuatro años con Terry: "Cuando adoptamos a un niño o nos hacemos cargo de él, pasamos por lo que llamo un periodo de luna de miel. Tratamos de ser agradables, no le exigimos nada. Este periodo se acaba después de un tiempo, y el chico se convierte en parte de la familia. Esperamos entonces que ponga algo de ANTHONY
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su parte; pero cuando le tocó su turno a Terry, no mostró ningún entusiasmo. "Cuando empezó a portarse mal en la escuela, traté de mantenerlo bajo mi control. Le dije que hacerse el rudo era una manera fácil y barata de probar su machismo. Es aquí arriba (señalándose la cabeza) donde de veras puedes probarlo, donde sí cuenta. "Creí que Terry tenía algún impedimento para aprender, y que por ello no iba bien en la escuela y faltaba a clases. Pero cuando fui a ver al orientador escolar y empezamos a revisar las cosas, era quizá demasiado tarde. Estaba faltando a la escuela y metiéndose en líos con la policía, y tuve que enfrentarme a problemas mucho mayores. "Y luego se enredó con el tribunal para menores. Se volvió para él como una puerta giratoria. Aprendió que a él no le pasaba nada, y siguió faltando y siendo detenido por sus robos. "Estuve con el psicólogo de la escuela de Terry, y examiné su informe. Era una sensiblería. Creía que Terry había padecido todos aquellos infortunios, y que todos los demás tenían la culpa; había circunstancias que él no podía dominar. Pero uno tiene que asumir la responsabilidad por sus actos. "Por último, intervino el tribunal para menores, y se me puso ante una disyuntiva: o una cárcel para menores, como la de Coxsackie, o un lugar como el Lincoln Hall. ¿Qué iba a escoger un padre? No le gusta ver a su hijo ir a prisión. Me dijeron que el Lincoln Hall tenía todos esos programas de rehabilitación. Pero cuando vino a casa por primera vez, después de varios meses en aquel lugar, quedé atónito. Llevaba ese peinado a la afro con rizos, y hablaba en la jerga de los negros. Yo no estaba acostumbrado a esto. Algo grave había ocurrido con Terry allá en el Lincoln Hall".
"ALCORNOQUES" de David Hollis, fue totalmente distinto. Sólo conoció a un padre y a una madre. El padre natural de David era un jovial obrero de EL CASO
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una línea de, montaje, y había sido un padre modelo, según palabras del propio David y su madre. Jugaba a la pelota con David en el jardín de la casa; le enseñaba a andar en bicicleta y lo llevaba a los partidos de fútbol americano. En cambio, era algo menos que un administrador modelo: faltaba a la fábrica los lunes, y sacaba de los ahorros de la familia para prestar dinero a amigos que rara vez pagaban. Cuando gastó varios miles de dólares para comprar un motor de automóvil que hizo explosión al ser probado, junto con él se deshizo en humo su matrimonio. Se mudó de casa, y el pequeño David, de nueve años, esforzadamente pedaleaba casi cinco kilómetros para estar al lado de su padre los fines de semana. Más cuando este volvió a casarse y se fue a vivir quince kilómetros más lejos, quedó fuera del alcance de David. El niño culpaba a sus progenitores y juzgaba que su madre era incapaz de tratar a un hombre, pues ni siquiera podía con un chiquillo.
Patricia Hollis, no contradice a su hijo. "Me siento mal", reconoce. "Creo que toda la culpa fue mía. Si hubiese yo dado a David más cariño y más atención, tal vez él habría triunfado".
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Los tres divorcios de su madre habían hecho a David, a los catorce años, un muchacho perturbado y perturbador. En lo físico estaba pasando por una etapa de crecimiento que lo llevaría a medir casi 1.85 metros. Aparte de unos ojos muy juntos, que le hacen bizquear ligeramente, se le podría considerar bien parecido. Pero en su interior, Hollis era tímido y solitario. Para hacer amigos entre los muchachos que "estaban en la esquina", David les regalaba cervezas. Lo malo es que las compraba con billetes de cinco y diez dólares que tomaba del bolso de su madre. Como David, también llegaba tarde a casa ebrio y no reaccionaba a los "gritos y chillidos" de su madre (frase de ella), Patricia turnó sus responsabilidades al Estado, en este caso al tribunal para menores de Búfalo, Nueva York. No podía dominar a su hijo, declaró. Firmó una petición para que interviniera el tribunal, y David (a los catorce años) se convirtió legalmente en "Persona Necesitada de Supervisión" (es decir, en un PINS), una supervisión que desde entonces corrió por cuenta del Estado. Hollis a menudo pensaba en otro adulto que le había fallado. Pese a todas sus ausencias, David logró ingresar en el bachillerato, y le gustó. Tenía un nuevo gimnasio, una nueva alberca y amigos de mayor edad y más responsables. Y, lo mejor de todo, había dos sesiones diarias de taller de maquinaria, donde el joven Hollis se ganó los elogios y la amistad del maestro. Faltar a la escuela era un hábito ya arraigado, difícil de quitar, pero Hollis iba a la escuela cuatro días de cada cinco. Sus estudios terminaron al cabo de dos semanas. "Te falta medio punto", le dijo el director. También había fallado, pues no cumplió con ciertos cursos de verano. Tendría que regresar a la secundaria. Rogó que se le diera una oportunidad de "pagar" el medio punto. Fue inútil. Su maestro de taller intercedió por él, también infructuosamente. Recordando su vida, Hollis juzgó que este era un punto crítico. Con lágrimas de frustración (primeras que derramó por no tener acceso a la escuela) y lleno de ira contra los "alcornoques" adultos, David retrocedió un grado en sus estudios. 26
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Allí, furioso y aburrido, pronto empezó a faltar, a veces durante dos semanas seguidas. También se vio envuelto en dificultades con la policía. En una de ellas, él y varios compañeros fueron atrapados cuando se llevaban unas máquinas de escribir de una oficina del Gobierno. Sin embargo, aún no se habían hecho cargos al tribunal cuando el Estado decretó la "solución" a los problemas de David. Esta consistió en arrancarlo de su hogar, de su madre, de su abuela y de su comunidad, y colocarlo en una institución. El encargado de asignaciones del tribunal para menores que escogió el Lincoln Hall como la institución apropiada, sabía del lugar en parte por la propaganda. Esta prometía el triunfo académico y de comportamiento por medio de la intervención de "un dedicado equipo de prefectos que actúan como sustitutos de padres, maestros y consejeros", todo ello en un ambiente "que recuerda el de una escuela preparatoria campestre". David Hollis, furioso al verse arrancado de su casa, y temeroso por lo que pudiera encontrar en el Lincoln Hall, llegó allí en el otoño de 1979.
MÁS QUE UN MODELO Losicco había ingresado en el Lincoln Hall pocos meses antes, y no tardó en ganarse una reputación. Veterano de dos centros de detención juvenil, había llegado a ser un consumado peleador callejero. En las riñas todo vale: mordidas, piquetes en los ojos, puntapiés en las partes blandas. Así como las prisiones, para mantener el orden y enseñar las reglas a los recién llegados, dependen de los reclusos más vigorosos, también los reformatorios tienen un muchacho que domina una cabaña o un dormitorio después que ha demostrado (a golpes) ser "el tipo más valiente del lugar". Como dijo un prefecto en el Lincoln Hall: "Los fuertes y rudos nos ayudan a dirigir la cabaña. Tratamos de ganarnos al muchacho más fuerte". Los puños que impusieron respeto allí llevaron a Losicco al 27
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dominio de su propia cabaña de Hillside. Se le llegó a temer por sus arranques de ira. Solía estallar por nada, y luego apaciguarse con la misma rapidez, no sin antes poner en grave peligro a alguien. Una vez un prefecto, media cabeza más alto que él y con dieciocho kilos más de peso, dio una bofetada a Pedro, un pequeño amigo de Losicco, este lanzó al prefecto contra la pared, le echó las manos al cuello y empezó a apretar; el hombre ya tenía los ojos en blanco cuando Losicco súbitamente lo soltó, y empezó a llorar. Tal era el lugar al que fue a aparar Hollis. Pronto descubrió que entre sus otros compañeros de cabaña había un piromaniaco y un medio psicótico; también un homosexual con dos "protectores" que lo compartían; varios bravucones que vivían de los ''gallinas" (o sea, de los que no querían pelear), a los que despojaban de sus zapatos de lona y cigarrillos y los obligaban a lavarles la ropa. Había además una gran variedad de asaltantes, ladrones de coches, rateros y traficantes de drogas. Al proponer el envío de David a una institución, el psicólogo del tribunal para menores explicó que el joven necesitaba "un sistema de apoyo emocional" que su madre no podía darle. Poco después de que Hollis llegó a la cabaña de Hillside, recibió el apoyo emocional de sus compañeros. Empezó la primera vez que fue a las duchas. A los catorce años, por alguna deficiencia hormonal, David tenía los pechos pequeños, pero visiblemente abultados. Y esto, en las duchas, fue causa de un alegre descubrimiento por parte de los nuevos compañeros de Hollis y, para este, el principio de un cruel periodo de duda y humillación. Eric, uno de los primeros en notarlo, inició el escándalo con un grito: "¡Ey! ¡Miren nada más eso!" Otra media docena de muchachos se unieron al jolgorio y rodearon al intimidado Hollis, gritando: "¡Déjame pellizcarlas! ¡Déjame pellizcarlas!" En la cabaña y en los patios de juego, sus compañeros y otros dieron en llamarlo "marica" y "raro".
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Así humillado, Hollis se ponía rojo de ira, pero lograba contenerse y se retiraba con toda la dignidad que lograba salvar. Pero a veces, como recordó uno de sus compañeros de cabaña, "se ponía como loco, tirando golpes y gritando". En realidad, durante algunos meses, el pelear con sus compañeros fue la única relación que David pudo establecer con ellos. Con su problema del pecho, su timidez y falta de facilidad para ganarse amigos, David pronto se encontró aislado, como un paria. Atormentado, bombardeó al trabajador social con solicitudes de que se le permitiera volver a su casa. Pero siempre se le exponían complicados razonamientos en contra. "Así, dejé de hacerles caso", recordó Hollis. Si quería salir del pozo de aislamiento y verse libre del acoso, tenía que ganarse el respeto de sus compañeros. Y en Losicco, encontró Hollis más que un modelo. Sintió que, si Losicco se hacía su amigo, tendría también un protector. Hollis se alistó a congraciarse con Losicco. En el comedor, donde sus compañeros de cuarto se sentaban a la misma mesa, invariablemente podía verse a Hollis junto a Losicco. Y también en las funciones de cine de los sábados y domingos por la tarde. Asimismo, por las noches, pues Hollis se las había arreglado para hacer que su cama estuviera al lado de la de Losicco. Losicco era el mandarrias, y Hollis su ferviente y ciego seguidor. . . aun si lo despertaba de un sueño profundo para invitarlo, sin advertencia previa, a ir a "robar una casa". PROCESO Y VEREDICTO Losicco, había confesado tres veces: primero, cuando la policía lo detuvo; después, al trasladarlo del Bronx al cuartel Somers; y, por último, a un detective que mecanografió su declaración para que él la firmara. El abogado asignado para defender a Losicco decidió que lo juzgara sólo el juez, renunciando al derecho de tener un jurado. Esto apartó su caso del de Hollis, que seguiría el procedimiento habitual. 29
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Había diecisiete cargos en la acusación, desde homicidio intencional y homicidio con alevosía, hasta asalto, allanamiento de morada y robo. Se llevó a cabo el proceso en cuatro días, con testimonios de Brooks Prouty, el último pariente que vio con vida a Eleanor; de Honor Prouty, de diez años, que fue a la casa de su abuela a la mañana siguiente para ir con ella a la iglesia y descubrió el cadáver; de Norman, hijo, y su padre. El juez encontró a Losicco culpable de catorce delitos, y pronunció sentencia cuatro semanas después: "En toda mi carrera no recuerdo un crimen más sanguinario y brutal que este, en que un pobre anciano inválido, y su esposa, en la seguridad e inviolabilidad de su casa, fueron brutal y sádicamente atacados". La sentencia consistió en un mínimo de veintisiete años y medio de cárcel; y como máximo, la cadena perpetua. El proceso de David Hollis, fue más complejo. También él había hecho una confesión completa; pero no de homicidio. Sin embargo, las leyes de Nueva York establecen que es culpable de asesinato en segundo grado el que participe en un delito donde haya ocurrido un homicidio, aun si este es cometido por otro. La Ley sólo ofrecía una escapatoria, llamada la "defensa afirmativa". Esta exigía convencer de cuatro puntos al jurado: Que Hollis, no era el asesino. Que Hollis, no llevaba un arma mortal. Que Hollis, no sabía que el asesino, Terry Losicco, portaba un arma mortal. Que Hollis, no sabía ni tenía razones para creer que Losicco emplearía esa arma mortal. Como en el juicio de Losicco, la familia Prouty volvió a rendir testimonio, esta vez ante un jurado. El efecto fue devastador, especialmente cuando Norman, padre, fue llevado en una silla de ruedas a describir los acontecimientos de aquella noche, con voz susurrante, audible apenas. 30
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No sólo se conmovió el jurado. Por primera vez en once meses, Hollis comprendió que por su causa otras personas sufrían, y habían arruinado una parte de su vida, amén de ser tan víctimas como la mujer asesinada. De vuelta a la prisión del distrito de Westchester, después del segundo día de juicio, Hollis, se acercó a Losicco, ya convicto y aguardando sentencia. Hollis, había hablado con su defensor. Si Losicco, subía al estrado y se culpaba del asesinato, ello ayudaría a Hollis. Pero este tenía otra razón oculta para pedir a Losicco que diera testimonio. Deseaba que la familia Prouty supiera que él, David Hollis, no era directamente responsable del daño que todos ellos habían sufrido. Losicco, cansadamente, bajó la cabeza y musitó: "No". La negativa enfureció a Hollis. Dando gritos de ira, se lanzó contra Losicco, que era más atlético, hasta que unos guardias corrieron a separarlos. Encerrado en su celda, Hollis no dejó de gritarle obscenidades a Terry, que se hallaba a cinco celdas de la suya, durante gran parte de la noche. Pero amenazas y ruegos fueron vanos. Hollis, no pasó a declarar. En su defensa, el abogado arguyó que David no había cometido el asesinato, ni portaba un arma mortal; que ignoraba que Losicco sí llevaba un arma mortal (con el leño no se había dado muerte a Eleanor, sino que había perecido por asfixia, estrangulada); que Hollis, no tenía razones para creer que Losicco se proponía cometer un asesinato, pues antes del robo le había dicho que los Prouty no estaban en casa. El juicio duró tres días, al cabo de los cuales el juez dio sus instrucciones a los jurados, quienes se retiraron a deliberar. El testimonio dado y las discusiones de los miembros del jurado indicaban que estos se hallaban confusos respecto a la cuestión de la "defensa afirmativa". En las horas siguientes, seis veces pidió el jurado aclaraciones al juez. En esencia, las instrucciones de este fueron: si se encuentra al acusado culpable de asesinato durante la comisión de otro delito, puede tenerse entonces en consideración su defensa afirmativa. 31
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Pero considerar culpable de homicidio a alguien y después exonerarlo del homicidio era excesivo para el cerebro de un lego. El jurado se retiraba cada vez más confuso. Por fin, al cabo de ocho horas, el jurado volvió con un veredicto: culpable de todos los cargos. Pero, como recordó uno de los miembros del jurado, "se vertieron hacia el fin muchas lágrimas en esa sala de jurados. Nadie quedó satisfecho con el veredicto; nadie". Al salir del tribunal los miembros del jurado, después del veredicto, se encontraron con el juez. Una mujer del jurado evocaría después: "El juez sabía que estábamos molestos. Dijo que sabía que David era distinto de Losicco, y nos aseguró que lo tomaría en cuenta al sentenciarlo. Me quedé pasmada al leer el fallo, al cabo de un mes". La sentencia obligatoria por homicidio durante la comisión de otro delito es de un mínimo de quince años a cadena perpetua, y un máximo de veinticinco años a cadena perpetua. David Hollis fue sentenciado: de veinte años a cadena perpetua. No se consideraría ninguna solicitud de libertad condicional hasta que David hubiese pasado cuando menos veinte años en la cárcel. *
LAS PAUTAS Los DOS jóvenes fueron enviados a una prisión de seguridad máxima conocida como la Instalación Correccional y Centro de Admisión Elmira, al norte del estado de Nueva York, que durante un tiempo fue un reclusorio modelo, pero que hoy está atestado y en el que abundan la violencia y las drogas. Después de pasar dos años allí, los muchachos se han avenido a las circunstancias mostrando reacciones características. "Pensé: Parece que voy a quedarme aquí", dijo Losicco. "Así, me senté a observar. Quise saber cómo funciona una prisión".
*Ambas sentencias fueron apeladas. 32
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Como entre pandillas callejeras, también las disputas en la prisión se resolvían, si no a base de pistolas verdaderas, sí mediante navajas o pistolas fabricadas en la cárcel, o tubos de hierro. Si se quiere sobrevivir lo bastante para imponer respeto, se debe imitar la vida del hampa, hay que organizar una pandilla o ingresar en una. "Ya estoy en una buena pandilla", afirmó Losicco. "Si entra uno en la pandilla debida, nadie se mete con uno". Como en la calle, dentro de la prisión se conquista el respeto según "se porta uno", lo que, traducido, significa la disposición de pelear. Losicco sabía pelear, y se peleaba, y mantenía en buena condición su vigoroso cuerpo mediante ejercicios. "Si alguien le dice a uno algo malo respecto a su madre, y uno se queda allí y no pelea, es un gallina. Si uno le da ahí mismo una bofetada y lo echa a puntapiés, se es un hombre. Pensará usted que soy un tipo violento, pero si una vez se muestra uno como gallina y deja que le hagan algo, volverán una y otra vez". En dos años, Losicco se había vuelto un zorro de la prisión. Podía hacer favores, y traficar con mariguana y otras drogas. "Tengo influencias. Poder. Si me quedo aquí más de diez años, seré un gran criminal, ¡con lo que aprendo aquí! "Todo el mundo se aprovechó de mí, toda la vida. Soy alguien que tiene que ser suyo y de nadie más. Si estuviese yo afuera en este momento, ¿sabe cuánto dinero tendría? Tendría mi propio negocio. Yo no robaría: tendría a otros robando para mí. Sería lo que siempre quise ser: un Don. Un Don de la Mafia. Un jefazo". Para sobrevivir, David Hollis siguió un camino distinto de la actitud provocativa de Losicco. "Lo que hay que hacer", explicó, "es no ponerse en una posición en que lo vayan a apalear o violar a uno. No hay que andar hablando demasiado. Lo que hay que hacer es moverse como en penumbra". 33
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Pero con la penumbra vino la soledad. Hollis se dedicó entonces al estudio, y estudió cuanto pudo para obtener un diploma equivalente al de bachillerato, el cual ganó con una calificación de noventa por ciento. Descubrió la lectura, empezando con Agatha Christie y pasando a Mark Twain y otros narradores de cuentos que se había perdido cuando niño. Pidió que lo suscribieran a revistas y compartió el Times de Nueva York con un erudito compañero de una celda cercana; consiguió un diccionario para estudiar las "palabras difíciles" que encontraba allí. Obtuvo un puesto de supervisor de tiempo completo en el taller de máquinas de la prisión, y luego lo dejó con objeto de seguir un curso universitario de dos años, para presos calificados. Y queriendo combatir la depresión y mantener su cordura hasta el remoto día en que será libre, se volvió hacia la religión. "Esto me sucedió leyendo más la Biblia", afirmó. "Si estoy de mal humor, tomo la Biblia y trato de encontrar algunas respuestas, y allí están. Si se buscan con ahínco, se las encuentra. "En el Lincoln Hall, mi relación con Dios no era muy buena. Pero aquí empecé a sentir que había alguien que trataba de hacerme llegar su mensaje. Al principio me negaba a dejarlo llegar. Luego me lo entregó. Me ha devuelto la confianza. Sabemos que está allí y no dejará que nos pase nada". Bryan Carty era uno de los Hermanos Cristianos del Lincoln Hall cuando residieron allí Losicco y Hollis. Explicó: EL HERMANO
"En 1977 y 1978, estábamos recibiendo muchachos que eran muchísimo más duros que todos los que yo había conocido: muchachos de un mundo cada vez más violento, que había cometido delitos con violencia "Estábamos tratando con muchachos más y más retrasados en el aspecto educativo, y de inteligencia subnormal". ¿Cómo puede una institución controlar esta subcultura delictuosa y al mismo tiempo redimir a los desechos de la clase ínfima de la sociedad? 34
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"Orábamos y pasábamos largas horas reflexionando sobre el curso que debíamos seguir", dijo el hermano Bryan. "Hurgábamos en nuestra alma para saber si la institución estaba haciendo una labor en muchos casos". . El hermano Bryan y sus compañeros Hermanos Cristianos decidieron que no la estaban haciendo. La razón era que quienes establecían las políticas del Lincoln Hall, su consejo directivo, sólo tenían los idealistas e imperfectos instrumentos del pasado. Por ejemplo, el padre o prefecto de cada cabaña había sido (en la visión del santo hermano Barnabas) el fundamento humano en que se edificaría la rehabilitación. Pero los padres de las cabañas del Lincoln Hall iban y venían con las estaciones. En 1980 la institución pagaba salarios modestos, y quienes ocupaban los cargos tenían un pie en el estribo, en busca de trabajos que les dejaran más dinero. El Lincoln Hall, concluyó el hermano Bryan, era "un anacronismo, el ejemplo clásico de una institución cuyo tiempo había pasado". Cuando los Hermanos Cristianos pidieron cambios (un personal mejor preparado, mayor supervisión posterior, todo lo cual imponía más gastos), el consejo del Lincoln Hall se negó a hacerlos. Así, en enero de 1981, los Hermanos Cristianos salieron de la institución. Y, sin embargo, los tribunales para menores de todo el estado de Nueva York siguen enviando hoy a sus pupilos al Lincoln Hall. En el tribunal para menores del distrito de Erie, el juez que envió a David Hollis al Lincoln Hall y el encargado de asignaciones que recomendó esto, confirmaron que al Lincoln Hall iban a parar los PINS, como, por ejemplo, estudiantes faltistas o muchachos que llegaban muy tarde a sus casas... así como delincuentes juveniles, ladrones y asaltantes. Sí, dijo el encargado de las asignaciones, el Lincoln Hall había sido un "nido de víboras". Pero ahora había nuevos administradores, nuevos prefectos. El Lincoln Hall, dijo, había cambiado. He aquí algunos de los cambios allí ocurridos: Un muchacho del Lincoln Hall fue convicto de asesinato durante 1982. Con Hollis y Losicco, ya son tres condenas por homicidio contra muchachos de esta institución en dos años. 35
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De los diez jóvenes que compartieron el lugar con Hollis y Losicco, siete se han visto en líos con la justicia. Un compañero de cabaña de Hollis y Losicco, hoy de diecinueve años, persiguió a otro adolescente por una calle de la Ciudad de Nueva York, disparándole como un loco (según la policía), y una de las balas alcanzó a un bebé de once meses; por fortuna, sólo fue una herida en la pierna. Todavía a principios de 1983, este ex pupilo del Lincoln Hall estaba aguardando juicio para responder de cinco cargos de asalto, posesión y uso ilegal de armas de fuego y conducta irresponsable. Seguían fugándose estudiantes del Lincoln Hall, a un ritmo de uno cada tercer día. Durante los meses de septiembre y octubre de 1982, veintiséis se fueron sin autorización, según la policía del estado. Algunos fueron directamente a la Plaza Times de la ciudad de Nueva York, donde, según dijo un ex prefecto, “estaban acosando a turistas y vendiendo droga”. Los prefectos, contratados por una paga de 11.500 dólares anuales desde julio de 1981, aún continuaban buscando empleos. La tumba de Eleanor Prouty se halla al amparo de una colina que sirve de fondo a un cementerio con lozas erosionadas, en las que figuran fechas anteriores a la Guerra Civil norteamericana. En esta tumba, Jim Prouty (el menor de los hijos de Eleanor) ha tratado de conservar, en la muerte, una tradición que su madre había conservado en vida. Eleanor Prouty amaba la primavera. Cada otoño, plantaba muchos tubérculos, y cada primavera su graciosa, antigua casona, estaba rodeada de una exultante alfombra de azafranes, de jacintos azules, blancos y rojo, de narcisos dorados. Por ello, Jim plantó tubérculos de azafrán junto a la tumba de su madre. Pero las primeras lluvias de primavera causaron torrentes colina abajo, que arrastraron los tubérculos. Jim Prouty empezó a buscar unas flores más resistentes.
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Hoy, la losa de m谩rmol blanco se destaca como una viva isla de paquisandra siempre verde entre las otras losas grises, como recuerdo de la insensata violencia que impera en nuestro tiempo.
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