En el corazon del amazonas

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EN EL CORAZON DEL AMAZONAS Publicado el sábado, noviembre 28, 2009

Por Alex Shoumatoff

La Amazonia, la enorme selva tropical de América del Sur, sigue siendo un continente perdido, envuelto en un manto de misterio y de leyenda. Hace poco el joven naturalista norteamericano Alex Shoumatoff realizó un extenso recorrido por la región, y aquí refiere una de las extraordinarias aventuras que le ocurrieron durante el recorrido por esta tierra desconocida, hermosa y salvaje, cambiante y eterna. 1


DEBIA confiar en aquel aborigen descalzo y de metro y medio de estatura, que se hacía llamar Peruano? Se había ofrecido para llevarme en su piragua durante diez días por un solitario afluente del Amazonas; decía que iba al lugar donde vivía, y que regresaría en seguida. Yo exploraba a la sazón el valle del Amazonas por encomienda del Sierra Club (una institución privada estadounidense, que se dedica a estudios ecológicos) y me parecía una buena oportunidad para enterarme de cómo vive la gente del interior de la selva amazónica. Estábamos sentados en una choza de techo de palma, en una isla situada en la desembocadura de un río llamado Catrimani, situado medio grado al norte del ecuador. A través de unos 640 kilómetros de longitud, el Catrimani desciende, impetuoso, desde las montañas de Venezuela hasta la selva de Roraima, el territorio más septentrional de la Amazonia brasileña. Desemboca en el río Branco, que a su vez da al río Negro, el mayor afluente del Amazonas. Peruano llegó a Roraima en 1943 a extraer caucho. Desde 1968 había vivido entre los indios aikas, tribu de los yanomamos, a orillas del Catrimani. Cazaba gatos monteses y vendía sus pieles en el mercado negro de Manaus, la gran urbe moderna que se levanta en la desembocadura del río Negro. Su padre era peruano y su madre una india tucana; él tenía unos 50 años, los pómulos salientes y el maxilar inferior protuberante, lo cual le permitía abrir fácilmente con los dientes las botellas de cachaza, aguardiente blanco y muy fuerte de melaza de caña. Aquella mañana ya estaba borracho, y eran apenas las 11. Aunque no había modo de determinar si aquel individuo era alguien a quien pudiera confiar mi vida, resolví correr el riesgo. Esa noche hubo una fiesta en la choza. Al son de discos de samba, que giraban en un pequeño fonógrafo portátil de pilas, los ciudadanos de Catrimani bailaron hasta el amanecer. Aunque Catrimani consta de sólo tres chozas, su nombre aparece en la mayoría de los mapas grandes de América del Sur, por la simple razón de que no existe otro poblado en 150 kilómetros a la redonda. Tomé mi guitarra y me uní al festejo. Después de tocar unas pocas canciones, observé que una indígena adolescente, que había estado 2


jugando con los niños, estaba absorta y taciturna. Le pregunté, en portugués, cuál era su nombre. Esto la avergonzó tanto, que se cubrió la cara con la falda. Más tarde hablé sobre el incidente con peruano, quien me dijo:

—Es mi mujer. Cuando hace nueve años murió mi esposa civilizada, los aikas me la dieron. Tenía entonces ocho años y le habían puesto nombre de animal. La enseñé a vestirse y a hablar portugués, y le di un nombre civilizado: María. — ¿Sabes por qué se avergonzó tanto cuando le pregunté cómo se llamaba? —Porque los aikas creen que cuando alguien conoce su verdadero nombre, esa persona puede ejercer poder sobre ellos. A la mañana siguiente cargamos una piragua de cuatro metros con talegos de azúcar, sal, pólvora, telas y regalos para los indios aikas amigos de peruano. Al terminar de cargar, el borde de la piragua quedaba apenas a 15 centímetros sobre el nivel del agua. Subimos luego y nos alejamos con rápidos golpes de remo. Peruano iba en la proa, acuclillado, metiendo en el agua su remo ancho y romboidal. Yo iba en el centro, y lo ayudaba en cuanto podía con uno más pequeño; atrás iba María, que cantaba en voz baja, se pintaba las uñas de los pies y, de cuando en cuando, achicaba con una vasija de madera la permeable embarcación.

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Durante varios días viajamos a través de selvas totalmente vírgenes. Unos delfines rosados de agua dulce, que daban vuelta juguetonamente a la piragua, y salían a resoplar, seguían nuestra embarcación. Estaban al alcance del arpón de peruano, pero él los dejaba tranquilos. La gente del interior de la selva considera a los delfines casi humanos, y teje en torno a ellos muchas supersticiones. Su carne, además, es aceitosa y dura, y sólo los cazan algunas personas que del ojo izquierdo, molido, del cetáceo, sacan un brebaje para enamorar. Era la estación seca y el nivel del río era tres metros más bajo de lo que estaría en julio. Las aguas corrían por largos y rectos cauces bordeados de árboles enhiestos y densamente agrupados. Arrimados a la pared perpendicular de arcilla de una de las orillas, remábamos bajo raíces salientes, bejucos y ramas. A veces el río formaba una curva en forma de U, y entonces cruzábamos un trecho a pie para mantenernos a la sombra. En los frecuentes bancos de arena arrastrábamos a pie la piragua, y a nuestro paso saltaban al agua verdosa grandes pastinacas de agua dulce, que se hallaban medio ocultas en la arena. Bastaba que nos hubieran tocado con su cola, que es dentada, para causarnos durante días enteros unos dolores tremendos, pero por fortuna parecían tenernos miedo. María se interesaba principalmente en las tortugas. Estaba por terminar la temporada en que anidan estos grandes quelonios del Amazonas, y, siguiendo sus huellas hasta el lugar donde habían puesto, desenterraba hasta cien huevos, ricos en proteínas y deliciosos al mezclarlos con tapioca. Las tortugas se hallan protegidas por la ley brasileña, pero ello no impide que la gente del interior de la selva las mate o saque sus huevos. Los animales más sorprendentes eran los capibaras, roedores del tamaño de un mastín. Pardos y de hocico rectangular, embisten desde la maleza, saltan al agua y desaparecen. Tiempo después me explicaría un científico que pueden contener el aliento durante 30 minutos. Peruano aseguraba que tenían cuevas subacuáticas para esconderse de sus enemigos. Peruano me señalaba los pájaros. Los tucanes, aves multicolores de pico largo y corvo, chillaban desde las copas de los árboles. Los gansos del Orinoco, en formaciones veloces y disciplinadas, nos sobrevolaban, y el 4


firmamento a veces se llenaba con gritos de guacamayos rosados o de loros verde-esmeralda, que volaban de una orilla a otra del río, haciendo ondear sus largas y vistosas colas. Pude identificar, en total, unas 80 especies de pájaros. Las aves más extrañas eran las oropéndolas, que se apoderan de los árboles hasta saturarlos de nidos, que, con forma de calcetín, miden 1,20 metros. Su canto es un gorgoteo como de agua, seguido por un "cucú" exactamente como el de los relojes de pared suizos.

Vimos, además, muchos otros animales: nutrias que se perseguían a lo largo de la margen, serpientes de tres metros enroscadas en las ramas, y diminutos murciélagos que, al pasar nosotros bajo el lado sombreado de un tronco, se dispersaban, asustados, en todas direcciones, para volver a posarse unos segundos más tarde en apretadas masas pardas que se confundían con la corteza. TIERRA DESCONOCIDA CADA MAÑANA, a eso de las 11, cuando el calor se hacía insoportable, nos introducíamos en uno de los muchos riachuelos que alimentan el 5


Catrimani, y allí nos demorábamos varias horas. Me hubiera gustado nadar, pero peruano no lo juzgaba prudente, pues había pastinacas, anguilas eléctricas capaces de lanzar descargas de 600 voltios, anacondas y cuatro especies de pirañas. La mayor de estas, la negra, puede arrancarle a uno un buen trozo de pierna. El animal más diabólico era el candirú, pez no mayor que una astilla, que se introduce serpenteando por los orificios del cuerpo humano, y se eriza dentro con púas como agujas, de modo que no puede ser desalojado sino con cirugía. La ciencia conoce apenas unas dos terceras partes de los peces que existen en la cuenca amazónica. Hay entre 1300 y 1400 especies conocidas en total, según el biólogo que uno consulte. Esta falta de conocimientos es tan sólo parte de la gran ignorancia que existe respecto al valle del Amazonas. Con un poco menos de 7.824.959 kilómetros cuadrados, esta región es la última gran extensión de selvas vírgenes que queda en la Tierra. Hasta ahora se han clasificado 25.000 especies de plantas, más o menos la mitad del total existente. Han sido analizados los constituyentes químicos de tan sólo un diez por ciento de la flora. Nadie sabe cuántas otras drogas maravillosas como el curare (enredadera con que los indios envenenan sus flechas) quedan aún por descubrirse. Los indígenas mismos no se conocen en su totalidad, y ni siquiera se han descubierto todos los ríos importantes. En 1976 un avión de la Fuerza Aérea brasileña tomó sobre la Amazonia sudoccidental varias fotografías infrarrojas, las cuales revelaron un río de más de 600 kilómetros de longitud, completamente oculto por los árboles. Al anochecer, solíamos internarnos por una cañada, encallar la piragua, abrir un claro a fuerza de machete y colgar las hamacas. María hacía fuego con astillas de madera y algunas ramitas, hasta que la lumbre era suficientemente brillante para espantar a los jaguares. Al cabo de varios días logramos establecer una rutina. Nos levantábamos a las 3:30, y una hora después estábamos en el río. Cuando amanecía, ya habíamos recorrido un buen trecho. "Otros diez tantos como este, hoy", decía Peruano, mirando los tres kilómetros y pico que habíamos dejado atrás. Por delante teníamos la parte más ardua y recta del viaje. En los tres días siguientes no encontramos riberas. El río se angostaba y la corriente se hacía rápida. A veces era tan fuerte que, aun remando vigorosamente, 6


apenas avanzábamos. Peruano no se veía bien de salud. "He tenido muchas enfermedades", confesó. Pronto entramos en Sao Sebastiáo, un tramo largo y recto, de 50 brazos de hondo, según peruano. "En la estación lluviosa", decía, "el agua pasa por aquí con tal rapidez, que es imposible avanzar río arriba en canoa. Aquí es donde vive la cobra grande". Esta es un monstruo mítico que devora a la gente, hunde las piraguas y mide más de 30 metros. "Jamás la he visto", aclaró peruano, "pero aseguran que tiene los ojos brillantes como luciérnagas".

A ESTE NO LO MATEN PEDÍ A Peruano que me hablara de la tribu de María, y me dijo que se había topado con los aikas por primera vez en 1948, cuando extraía caucho. Eran unos 200 y vivían a orillas de otro río. Pero poco antes de 1960, muchos de ellos, inclusive su cacique, habían muerto a raíz de una "fiebre" contraída de un poblador de los confines de la selva. La palabra fiebre abarca un sinnúmero de dolencias, desde el paludismo hasta la tuberculosis. Los naturales del Amazonas, tan bien adaptados a 7


los rigores de la selva, no tienen resistencia a dichos males del mundo exterior. Solamente en el presente siglo, su número se ha diezmado de 250.000 a 75.000 habitantes. Los aikas se trasladaron al río Catrimani, y peruano se fue a vivir con ellos en 1959. Habitaban tres familias en el arroyo de la Nuez de Brasil, nuestro lugar de destino. Otros 30 indios, más o menos, moraban en una montaña que quedaba a seis horas de distancia, y unas pocas familias más en el río Pacú, afluente del Catrimani, y que estaba a cinco días de la casa de peruano. Todos so-lían reunirse para celebrar fiestas. Eran gente alegre, que solía tirarse en sus hamacas a contar chistes durante toda la noche. Acaso uno de ellos se levantaba a ejecutar una danza o a relatar un cuento, y todos lo escuchaban. "Les gustará conocerte", observó peruano; "será la primera vez que oigan una guitarra". Al décimo día llegamos al arroyo de la Nuez de Brasil. Peruano lanzó un aullido al ver su terruño, y tres indios acudieron a la orilla a la carrera. Al bajar di a peruano un apretón de manos, como si fuera un guía que me hubiese conducido a la cima de una montaña. Ya imaginaba yo un fácil viaje de regreso, todo río abajo, mas apenas habían comenzado mis aventuras. — ¿Sabes? —Me enteró peruano— Me parece que no volveré a Catrimani en seguida; y no creo que Vaya a ninguna parte por lo pronto. Me duele la espalda y deseo sembrar tapioca. Nos mecíamos en unas hamacas dentro del cuarto principal de la choza elevada de Peruano. Este había repartido los regalos (pantalones cortos, cachaza y un puñado de cartuchos de escopeta) a sus tres amigos indios, y todos masticábamos lonjas de cerdo salvaje seco. Se llamaban Ruby, Manoel y Pedrinho, nombres que peruano les había puesto. Bien sabía yo que no debía averiguar sus nombres verdaderos. Tratando de mantener la calma, pregunté: — ¿Cuándo crees que volverás? —Oh, amanhá —dijo. Amanhá significa mañana, pero en la práctica es un plazo entre el siguiente día y el año entrante. 8


— ¿No me podrías decir algo más preciso? ¿Cuándo crees que podrás emprender el viaje de regreso a Catrimani? —Quizá dentro de dos o tres meses. Aún no perdía yo el aplomo. —Bien sabes que si no regreso pronto, allá en Estados Unidos comenzarán a preocuparse por mí. Peruano me respondió que no veía cómo era posible, si mi país quedaba a cuatro años de distancia por canoa, como le había explicado, que dos o tres meses fuesen a significar gran cosa. Tan bien pensado fue su argumento que no insistí. Sin embargo, no estaba en condiciones de abandonar todo y pasarme varios meses, ocioso en el arroyo. Aún me faltaba mucho terreno por cubrir. Además, el lugar me parecía deprimente. La casa estaba infestada, por dentro y por fuera, de enormes cucarachas, y hedía a carne putrefacta. —Bien, ¿cómo voy a salir de aquí? —balbucí por fin. —El viaje por río a la misión de Catrimani dura una semana, pero existen 22 cataratas que hay que sortear por un lado cargando la canoa, lo cual no me llama la atención en este momento. Por tierra, atravesando las montañas, se tarda uno más o menos el mismo tiempo. — ¿No quieres venir conmigo?—No; es demasiado para mí. Quizá los muchachos te lleven. Dales algo, e irán con gusto. Manoel quería mi linterna de mano, Ruby mi nuevo machete, y Pedrinho se conformaba con una camisa de manga corta. Manoel, de unos 18 años, tenía enormes pies y el cabello cortado en forma de escudilla. Ruby, de 17, sabía unas 100 palabras de portugués; poco antes, esa tarde, le había visto desollar un ocelote. Tenían sus ojos una mirada insulsa e insensible que infundía pavor. Pedrinho parecía muy afable. Una vez negociada la paga, Peruano les dio las instrucciones finales: "A este no lo maten. Es persona muy importante y si lo matan, vendrá un avión y les lanzará bombas".

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ENCUENTRO CON EL HECHICERO A la mañana siguiente salimos los cuatro a través de hierbas de cinco metros de altura. Los labios inferiores de mis tres acompañantes se abultaban con cilindros de hojas de tabaco. Manoel llevaba una canasta de tapioca, la guitarra y una escopeta cargada; Ruby, una escopeta y mi morral, invertido, usando el cinturón como faja de cabeza; Pedrinho, una olla de cocina y un racimo de plátanos; yo, mi maletín lleno de cuadernos y de equipo de fotografía y grabación. Caminamos por la selva, a lo largo del río, hasta salir a una sábana, prado arenoso y salpicado de arbustos retorcidos. Hacia el distante horizonte se recortaban los riscos dentellados de la sierra de Tabatinga. El más alto formaba un triángulo perfecto. Al pie de los montes estaba una aldea aika. "¿Qué distancia hay de aquí al caserío?" pregunté. Pedrinho estiró la mano hacia donde estaría el Sol a las 5. El sendero que atravesaba la sabana era una débil línea blanca de 10 centímetros de ancho. La razón era que los indígenas acostumbran, al andar, poner un pie directamente delante del otro. Moviéndose a un paso entre caminar y correr, agarrando el suelo con los dedos de los pies extendidos, recorrían unos 65 kilómetros al día. Por querer mantener el paso, a menudo me enredaba en raíces y bejucos, y caía de bruces. Al incorporarme, ya mis guías habían desaparecido y yo no lograba distinguir la trocha. Emitía entonces un arrullo como de paloma hasta que ellos respondían en la misma forma. Me aguardaban, impacientes, con las manos en jarra. En su mundo, una persona tan torpe como yo hubiese perecido mucho tiempo atrás. Al otro extremo de la sabana, penetramos de nuevo en la maleza y comenzamos a escalar las montañas. Ruby trepó a un árbol de cacao y tomó algunas frutas blandas y espinosas. Su pulpa blanca era deliciosa. Ruby era un excelente trepador. Se agarró del tronco con las manos y subió los pies a la altura de los puños; luego buscó un punto de apoyo más alto y repitió el procedimiento, paso a paso, hasta llegar a la cima. A las 5 de la tarde, como si obedeciéramos a un programa, llegamos a la aldea. Estaba desierta. Todos, seguramente, estaban trabajando sus huertos. La casa comunal era un magnífico edificio de hojas de palma tejidas sobre un esqueleto de postes. Medía 45 metros de diámetro y 12 10


de alto y albergaba a ocho hombres, seis mujeres y seis niños. Cada familia tenía demarcado su territorio, en forma de una rebanada de pastel, con su propia lumbre y postes para colgar hamacas, alimentos y pertenencias. En torno de algunos fogones había ollas metálicas, los únicos artefactos de nuestra civilización que vi. Eran adquisición de peruano. Después del anochecer, a la luz de la Luna, regresaron los aikas. Los hombres eran, dentro de la estatura común de los indígenas, altos; tenían dientes resplandecientes y el cabello cortado en forma de escudilla; se adornaban el cuello y el brazo con sartas de pequeñas cuentas blancas, y llevaban arcos de dos metros y medio, y flechas. Las mujeres eran tímidas y pequeñas, y usaban unos delantales de fibra, que por el frente parecían minifaldas. Los niños portaban ramilletes de plumas de tucán en los lóbulos de las orejas y alrededor de los brazos. Chagas, hermano mayor de Manoel y jefe de la tribu, me recibió amablemente. Se las arregló para comunicarme que la población de los aikas había sido de 120 hacía sólo tres años; casi todos habían muerto de fiebre. Más tarde hube de enterarme que peruano sufría de tuberculosis. Este, tal vez sin saberlo, y sin sospecharlo los aikas, había sido quizá el causante de la muerte de muchos indios, cuando lo tenían por su benefactor. A la tarde siguiente, Leonca, el hechicero de la aldea, regresó de una caminata solitaria por la selva. Andaría por los 40 años. Tenía cara de niño y musculatura de bailarín. Dejó a un lado las flechas y el arco, quitó a la aljaba el forro de cuero de cerdo, un cilindro de bambú de unos 45 centímetros de largo. Adentro llevaba tres clases distintas de puntas de flecha: unas, anchas y de bambú, para tapires y cerdos; otras, de hueso erizado de mono, para pájaros; y otras, rectas y de madera, en forma de aguja, para monos. Las puntas se trataban con la resina pulverizada de un árbol, la cual actúa como veneno, y en Otros casos como alucinógeno. Leonca sacó varias puntas y se puso a frotar unas con otras sobre una hoja de plátano, hasta obtener un pequeño montón de un polvo entre pardo y rojizo, que luego alzó y absorbió por la nariz. Entonces se retiró a su hamaca. A los 15 minutos se levantó y comenzó a cantar, a escupir, a gemir y danzar con largos y graves movimientos de los brazos y miradas implorantes al cielo. 11


La washaharua, nombre que los aikas daban a aquel rapé, era ingerida sólo por los hombres y, en especial, por los hechiceros. "Lo transporta a uno a otro mundo", decía Ruby. "Se ven anacondas nadando en el firmamento, y, por entre los matorrales, el centelleo de unos ojos de jaguar". Los aikas creen que la muerte y las enfermedades nunca son accidentales, sino que las causa un espíritu malévolo o algún enemigo humano. Para saber quién es el culpable, el hechicero inhala la washaharua, que le ayuda a percibir las causas ocultas de los acontecimientos.

LA LABARIA RUBY Y Manoel convencieron a Leonca de que nos acompañara a la misión. Pedrinho, para quien la caminata era demasiado agotadora, se quedaría. Leonca no tardó en demostrar sus habilidades de arquero. Al oír el reclamo de un guaco en un grupo de árboles, escogió una flecha, la ensartó y rápidamente se movió hacia el sonido sin hacer el menor ruido, con largos pasos, encorvado y, antes que el ave pudiera percatarse de su presencia, el cazador estaba ya sobre ella soltando la cuerda. El pájaro 12


rechoncho y negro, ensartado a la altura del pescuezo, cayó por tierra. Comíamos de todo lo que mis guías podían coger. Una noche fue tortuga; otra caimán. Pregunté a Ruby si había algo que no comieran los aikas. "No comemos venado, ni pantera negra ni jaguar", repuso, "porque son sagrados. Los espíritus de los muertos viven en ellos". Esa noche, tendido en la hamaca, pensaba en que había alcanzado el objetivo de mi viaje al Amazonas: dejar la civilización y adentrarme en un tiempo anterior, cuando la gente vivía más cerca de la naturaleza. En Leonca había hallado al hombre natural que buscaba; y a través de su apacible esplendor podía percibir su sentido de unidad con todas las cosas vivas que lo rodeaban. Al mismo tiempo, al verme completamente apartado de mi cultura, me sentía aislado y con un poco de miedo. Comenzaba a sentirme confinado por el insípido y monótono verdor de la selva tropical. Estaba harto del insistente zumbido de los insectos y de los impredecibles ataques de disentería. Mi cuerpo comenzaba a tomar el hedor dulce y rancio del organismo que exuda continuamente. Estaba obsesionado por mantenerme afeitado y con las uñas limpias, con tal de recordar que era un ser civilizado. Al día siguiente salimos a un repecho pardo, desde donde se divisaban, en una extensión de muchos kilómetros, las copas de los árboles y, al fondo, la cima de un empinado picacho. Era la primera vez en tres días que veíamos el Sol, y su brillantez me deslumbraba. Descendimos nuevamente a la selva oscura. Comenzó a llover. Corrimos bajo la lluvia durante una hora y, al escampar, levantamos el campamento. "Después de la lluvia", informó Ruby, "salen las serpientes. Si te pican, te mueres". Al día siguiente llegamos al río Pacú, de unos 45 metros de anchura, que corre por entre grandes pedruscos negros y lisos que resplandecían con el rocío. Por primera vez en el curso de muchos días lavamos la ropa, que ya estaba impregnada de sudor, golpeándola contra las piedras. Mientras se secaba tomamos el sol. Pero a la media hora Ruby, Manoel y Leonca reemprendieron la marcha a su paso agotador. Tambaleándome por el cansancio —había pasado la noche en vela a causa de la diarrea— los seguía como un beodo. De súbito, Leonca, que 13


iba inmediatamente delante de mí, se quedó inmóvil. Una labaria de 75 centímetros estaba en el camino. Es la serpiente más común de la Amazonia; inyecta a su víctima una cantidad extraordinaria de veneno amarillo mortífero, y tiene fama de ser excesivamente agresiva; pero esa vez no hizo la menor señal de resistencia cuando Leonca la alzó con la punta de la flecha y la depositó suavemente al lado de la trocha. Probablemente debo la vida al hechicero. Si este no hubiese descubierto el reptil entre la hojarasca, yo la hubiese pisado y hubiera recibido su mordedura. Llevaba conmigo seis ampolletas de antiveneno, pero aun así las oportunidades de sobrevivir a la mordedura de la labaria son apenas de un 50 por ciento. FIN DE LA SENDA VARIAS horas más tarde arribamos al asentamiento de los aikas en Pacú. Consistía en cuatro o cinco cobertizos en medio de un platanar. Como no había nadie, Leonca, Manoel y Ruby salieron de cacería. Regresaron una hora más tarde, sin carne, pero con algunos tubérculos dulces de tapioca. Durante los últimos dos días apenas si habíamos comido, y esa noche sólo teníamos raíces. Ruby anunció que estaban fatigados y que a la mañana siguiente emprenderían el viaje de regreso a donde estaba peruano. Tendría que seguir yo solo hasta la misión. Lleno de pánico, pregunté cómo me sería posible hacer eso, ya que ni siquiera tenía idea de dónde quedaba. "Tendrás que llegar", dijo sencillamente Ruby, "o te morirás de hambre". Mi temor se convirtió en indignación. Si no pensaban cumplir su compromiso, no les daría el machete ni la linterna ni las demás cosas que les había prometido. Luego comprendí que nada les impediría matarme y tomarlas. De los tres, Manoel parecía el menos reacio a continuar el viaje. No tenía hamaca y había estado durmiendo en una improvisada de trozos de corteza. "¿Si te diera mi hamaca, irías?" Manoel convino. La misión quedaba sólo a tres horas. Hacia las 10 de la mañana siguiente alcanzamos a escuchar el rumor de unos camiones en el valle. Mientras bajábamos a las vastas plantaciones de plátanos y tapioca, Manoel se detuvo a ponerse su mejor camisa y sus mejores pantalones cortos. Se echó, además, en la cara un poco de jugo de bija, que tiene un color vivo 14


anaranjado, y se colocó una pluma en cada oreja. "En la misión hay mujeres de pueblos distantes", explicó. "Quizá hallaré alguna para mí". Pronto llegamos a una gran casa circular que tenía el techo a más de 20 metros de altura. Dentro, algunos hombres meneaban con paletas una masa caliente de plátano en una artesa de madera. Al vernos, se les iluminaron los rostros de emoción. Los indígenas me condujeron al hospital, donde conocí a una bella mujer blanca de unos 40 años: Claudia Andujar, una de las más conocidas fotógrafas de aborígenes de Brasil. Ella me presentó a un italiano barbado, Cario Zaquini, sacerdote secular que llevaba ocho años dando atención médica a los indios yanomamos, e intentando descifrar su mitología. Estos, que suman unos 10.000, forman una de las más numerosas colectividades primitivas que quedan en el mundo.

Ambos se asombraron al verme. Era extraño que alguien apareciera de improviso en la misión de Catrimani, que estaba a 143 kilómetros del Perimetral Norte, la nueva carretera que, con el tiempo, bordeará por el norte la Amazonia. En el kilómetro 49 la Fundación Nacional India había 15


erigido una barrera más allá de la cual no se permitía pasar a personas no autorizadas. Tiempo atrás hubo una invasión de buscadores de minas a raíz de un rumor de que había uranio en la región, y 20 yanomamos murieron de sarampión. Cario me detalló las reglas de la misión con respecto a los nativos: "Nunca les regales algo, si no es a cambio de trabajo o de algún objeto que ellos hayan confeccionado". La razón de ser de esto era evitar que se convirtieran en mendigos y así perdieran su cultura. Cario les daba tarjetas punteadas de colores, que eran canjeables por cuchillos, espejos y utensilios de aluminio. Lo único gratuito era la atención médica, que él y Claudia dispensaban durante la mayor parte del día. Impugnaba a todo trance la influencia de gente como peruano, que instaba a los indios a abandonar los quehaceres básicos de su cultura — como la horticultura— y dedicarse, en su lugar, a cazar jaguares para trocarlos por un par de pantalones. El sistema de recompensas de la misión, bien lo comprendía Cario, se derrumbaría en cuanto estuviese abierto el Perimetral Norte. Los aborígenes comenzarían a establecerse a su orilla y empezarían a introducir aguardiente, vestidos, escopetas y enfermedades. Esperaba el sacerdote que para entonces, familiarizados ya con el sistema de tarjetas, pudieran comprender "el valor del dinero", un concepto ajeno a su cultura. Aun así, no veía el futuro con optimismo. La escopeta haría superfluas todas esas habilidades que habían adquirido a lo largo de un milenio, y destruiría a los yanomamos. Cuando la carretera quedase abierta a la colonización, Cario se trasladaría a otra parte. Me contó que los yanomamos creen que el universo consta de tres niveles: la tierra, la tierra superior y la tierra inferior. Todo se había iniciado en el estrato superior, del que una parte había caído sobre la tierra dejando un enorme agujero en el firmamento; otra parte había atravesado la tierra y caído al mundo del subconsciente. Tras la muerte, algunos espíritus regresaban por medio de una planta trepadora al nivel superior, lugar alegre y abundante en comida y bellas mujeres. Allí se reunían las familias separadas. Otros espíritus eran trasformados en animales en castigo de sus malas acciones. El primer varón fue Omama. Este se copuló con otro hombre, que quedó preñado en la pierna. La primera mujer fue pescada del río, o, al decir de 16


otra versión, salió de una roca. En la cultura yanomama la mujer parece ser una idea tardía. Su función consiste en acarrear plátanos y leña, y en ser robada. Cada determinado tiempo apalean los hombres a sus esposas, o las queman con carbones encendidos. Ellas esperan el maltrato, y por el número de azotainas saben hasta qué punto se interesa por ellas el marido. La mayor parte de las guerras entre los yanomamos se originan a causa de mujeres. Al robar las hembras de una aldea rival, no sólo eliminan sus futuras generaciones, sino que aumentan las propias; y al introducir nuevos genes en el grupo evitan inconscientemente la endogamia. Existen cerca de 100 aldeas yanomamas en Roraima y el sur de Venezuela, según me dijo Cario, y a sólo la mitad de ellas han entrado extraños. La nueva carretera cambiará todo para siempre. A LA mañana siguiente llegó en avión un grupo de misioneros italianos que visitaban sus instalaciones de América del Sur. Volé con ellos. Esa misma tarde saboreaba una cerveza fría en Boa Vista, capital de Roraima. Había dos individuos al mostrador, y alcancé a oír que uno se quejaba de que los aborígenes estaban ocupando terrenos de grandes recursos minerales que podrían hacer de Brasil un país rico. "Si yo tuviese el mando", comentaba uno, "los mataría a todos". La tierra de mis amigos indígenas parecía quedar perdida en el tiempo y el espacio.

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