EltapizdeIris
María Laura Dedé
Hace más que mucho tiempo existió una bella princesa. Se llamaba
Iris. Y al igual que todas las princesas vivía en un inmenso castillo lleno de jardineros, peinadoras, cocineros y soldados.
¿Cómo desaburrirse? ¿Acaso saliendo del castillo? ¡Imposible! El rey, su padre, le había dicho mil veces que no se podían cruzar sus anchísimas murallas.
Por suerte para Iris, el castillo tenía una torre, y la torre del castillo, una ventana. Un día Iris subió y descubrió que desde la ventana se llegaba a ver el pueblo. Por eso empezó a subir todas las tardes.
Desde la torre, Iris observaba a las lavanderas lavar la ropa en el río, conoció las verduras y las frutas que vendían en el mercado, veía cómo los chicos jugaban a la mancha y cómo los enamorados recogían flores o paseaban a caballo.
Y mientras tanto, bordaba. Un tapiz. Un tapiz gris como su tristeza, pero lleno de dibujos: una manzana por acá, un perro, un caballo, un nene, una flor y una mariposa.
El primer mes el tapiz llegó hasta el pie de la torre, el segundo cruzó los bosques del castillo y el tercero ya traspasaba sus murallas, el cuarto mes bordeó el valle, el quinto cruzó el río, donde los cisnes y los sapos jugaron con él mientras las lavanderas lo lavaban un poco.
A los seis meses ya había llegado hasta el pueblo. Allí rodó con las frutas del mercado, los chicos lo colorearon con sus juegos y los enamorados lo pintaron con sus flores.
Mientras tanto, desde la torre, Iris no dejaba de bordar. De vez en cuando movía un poco su tapiz, y si sentía que alguien tiraba de la otra punta, empezaba a temblar de emoción. Una vez tembló tanto que se le cayó la corona.
¿Imposible?, pensó Iris. Y una idea tan poderosa como el mismísimo rey se coló entre sus suspiros. Se decidió: ató la punta del tapiza a la reja del balcón de la ventana y se tiró como si fuera un tobogán. Pasó los bosques y las murallas para aterrizar en el valle, se bañó en el río con los cisnes y los sapos y saludó a las lavanderas. Luego siguió patinando por el tapiz hasta llegar al mercado, donde probó las frutas y jugó a la mancha con los chicos. También paseó a caballo, recogió flores y les tiró ramas a los perros para que las fueran a buscar.
Fue entonces cuando se oyó un trueno: era la voz del rey que la llamaba. Tan fuerte gritó el rey que el tapiz se infló como un arco por los aires.
¿A dónde se fue Iris?, se preguntaban todo. Algunos cuentan que está en el horizonte, que es ella la que sacude el tapiz para consolar al cielo cuando llueve. Porque su tapiz ya no es más gris. Esa tarde, en el pueblo, lo llenaron de colores.