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Mi trasplante espiritual de corazón

Después tomó el pan en sus manos y, habiendo dado gracias a Dios, lo partió y se lo dio a ellos, diciendo: “Esto es mi cuerpo, entregado a muerte en favor de ustedes. Hagan esto en memoria de mí.” Lo mismo hizo con la copa después de la cena, diciendo: “Esta copa es la nueva alianza confirmada con mi sangre, la cual es derramada en favor de ustedes.” (Lucas 22, 19-20)

En la Última Cena, Jesús nos dio el mayor de los regalos: Su propio Cuerpo y Sangre en la Eucaristía. Cuando le dijo a los discípulos “Hagan esto en memoria de mí”, les estaba prometiendo que él estaría presente en el altar cada vez que el sacerdote pronuncia las palabras de consagración sobre el pan y el vino. Esto significa que cada Misa es una oportunidad para que revivamos la Última Cena. Es una oportunidad para que regresemos al aposento alto y seamos testigos de cómo Jesús se ofrece a sí mismo a nosotros de forma total.

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El don de Jesús de sí mismo en la Eucaristía va más allá de su presencia en el altar, a pesar de lo maravilloso que esto es. El Señor nos invita a recibirlo en nuestro propio cuerpo. Cada vez que recibimos la Comunión, estamos recibiéndolo a “Él mismo, que se ha ofrecido por nosotros” (San Juan Pablo II, Sobre la Eucaristía en su relación con la Iglesia, 16). Así que dediquemos unos minutos a meditar en este gran don y a pedirle al

Espíritu Santo que nos conEncuentra a ceda una mayor gratitud por la Eucaristía. Cristo en la

Eucaristía 1. Imagina la escena de la Última Cena. También puedes leer al respecto en la Biblia (Lucas 22, 14-20). Trata de imaginar que tú estás ahí: ¿Qué ves, hueles y escuchas? ¿Cómo te sientes estando con Jesús y sus discípulos? Mira con atención el rostro de Jesús. ¿Qué crees que él está sintiendo? 2. Jesús dijo: “Yo soy el pan que da vida. El que viene a mí, nunca tendrá hambre; y el que cree en mí, nunca tendrá sed” (Juan 6, 35). ¿Qué tipo de “hambre” experimentas? ¿Cómo buscas satisfacerla? ¿Cómo puedes recordarte más a menudo que la Eucaristía tiene el poder de satisfacer todas tus necesidades? ¿Cómo puedes encontrar fuerza y sustento en ella? 3. ¿Qué te dicen los siguientes pasajes de la Escritura sobre la Eucaristía y el don de Dios del “pan de

cada día” para su pueblo? Lee los siguientes pasajes: El maná en el desierto (Éxodo 16, 4-15). La multiplicación de los panes de cebada realizada por Eliseo (2 Reyes 4, 42-44). Jesús alimentó a cinco mil personas con cinco panes y dos peces (Juan 6, 1-14).

4. Reflexiona en las palabras de Jesús en Juan 6, 51: “Yo soy ese pan vivo que ha bajado del cielo; quien come de este pan, vivirá para siempre. El pan que yo daré es mi propia carne. Lo daré por la vida del mundo.” ¿De qué manera esta promesa puede ofrecerte esperanza, paz y consuelo en tus dificultades?

5. ¿En alguna ocasión has sentido que

Cristo te ha conmovido particularmente durante la Misa? ¿Cuándo fue? ¿Cómo te hizo sentir? ¿Cómo ha cambiado tu vida después de esta experiencia?

6. Expresa tu gratitud al Señor por el precioso don de su Cuerpo y Sangre en la Eucaristía. Ya sea en una oración en silencio, en voz alta o por escrito, dile a Jesús lo mucho que lo amas.

Alma de Cristo

Una oración para después de la comunión

Alma de Cristo, santifícame. Cuerpo de Cristo, sálvame. Sangre de Cristo, embriágame. Agua del costado de Cristo, lávame. Pasión de Cristo, confórtame. ¡Oh buen Jesús!, óyeme. Dentro de tus llagas, escóndeme. No permitas que me aparte de Ti. Del Maligno enemigo, defiéndeme. En la hora de mi muerte, llámame. Y mándame ir a Ti, para que con tus santos te alabe. Por los siglos de los siglos. Amén.

Mi trasplante espiritual de corazón

El Sagrado Corazón de Jesús me condujo a un sorprendente descubrimiento

“¡Abuelo, recibiste una tarjeta de cumpleaños de la Madre Teresa!”, exclamé. Desde niña, sabía que mi abuelo pintaba imágenes del Sagrado Corazón de Jesús y del Inmaculado Corazón de María y las enviaba alrededor del mundo. Lo que no sabía es que estas imágenes habían sido solicitadas por la Madre Teresa para los hogares de su orden que atendían a los enfermos y moribundos. Mi abuelo nunca hablaba de su trabajo; simplemente ponía su talento a trabajar de forma humilde al servicio del Sagrado Corazón.

Por Emily Jaminet

La devoción al Sagrado Corazón de Jesús estaba en el centro de todo lo que mi familia hacía. A menudo escuchaba a mis padres conectar el corazón de Cristo con las bendiciones del día. Daban gracias al Sagrado Corazón por todo lo que experimentábamos, y le pedía a Jesús que les diera un corazón como el suyo para poder hacer siempre su voluntad.

Mis abuelos contaban historias de cómo su propia devoción al Sagrado Corazón los guio a través de los tiempos oscuros de la Segunda Guerra Mundial y cómo los consoló frente a la muerte de un ser querido. La imagen del Sagrado Corazón colgaba en una pared de su casa, y ellos se esforzaron por vivir las enseñanzas asociadas a esta devoción.

Entregarle mi vida a Jesús. A pesar de haber crecido con esta devoción, no fue hasta hace unos pocos años, en una fría noche de invierno, que realmente cobró vida para mí. Acababa de terminar mi octavo año dando clases en casa a mis siete hijos, y me sentía agotada. A pesar de que mi amor por la fe católica y por mi familia me había conducido a dar clases en casa a mis hijos, cada día sentía como si me estuviera ahogando. Estaba ansiosa por la educación de ellos y abrumada por las muchas tareas del hogar que debían hacerse. Me sentía atrapada y apesumbrada por tanta responsabilidad. Sabía que algo debía cambiar, pero no estaba segura de cómo hacer este cambio. Esa noche, coloqué una imagen del Sagrado Corazón que mi madre me había dado sobre un mantel, y sin pensarlo, me arrodillé delante de él. “Jesús, ayúdame”, recé. “Te entrego mi vida, mi familia, mi hogar y mi futuro. Lo confío todo a tu Sagrado Corazón.” Al rezar, comprendí que Dios no me estaba pidiendo que hiciera todo lo que estaba haciendo. También comprendí que estaba tan ocupada educando a mis hijos que había perdido mi apreciación por el regalo que ellos eran para mi esposo y para mí.

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