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Michelle Roche Rodríguez – La maternidad oscura
Guadalupe Nettel
La hija única Anagrama, Barcelona, 2020 235 páginas, 18.90 €
La maternidad oscura
Por MICHELLE ROCHE RODRÍGUEZ
La condición parasitaria de la prole que implica la crianza es el asunto que trata La hija única. La novela más reciente de Guadalupe Nettel (Ciudad de México,1973) se añade a la conversación sobre la maternidad que han puesto en boga escritoras de ambas orillas del océano Atlántico, entre quienes destacan las españolas Nuria Labari con la autoficción La mejor madre del mundo (Random House, 2019) y Katixa Aguirre con la novela Las madres no (Tránsito, 2019) o las mexicanas Jazmina Barrera con el ensayo Linea Nigra (Pepitas de calabaza, 2020) y Brenda Navarro con la ficción Casas vacías (Sexto Piso, 2020). Sin embargo, al ser Nettel autora de El huésped (Anagrama, 2006), donde el cuerpo sirve de aparador para innobles emociones humanas, el planteamiento significa un tabú más grande que el del aborto: concebir lo materno como monstrum.
A los ocho meses de embarazo, Alina recibe la noticia inesperada de que, como consecuencia de una malformación que le impide el desarrollo, su hija Inés no sobrevivirá al parto. «Su cerebro no es capaz de asegurar su autonomía» (p. 59), anuncia el ginecólogo a Alina y a su esposo Aurelio. Desde ese momento comienzan un duelo por adelantando y el cuestionamiento de si hubiera sido mejor no concebirla, antes del castigo de terminar de gestarla para la muerte. La pregunta encierra una cruel ironía para la pareja que durante años ha tratado de procrear fracasando cada vez, hasta ese momento. Sin embargo, ante la perplejidad de padres y médicos, Inés vive, razón por la cual Alina contempla una posibilidad
más siniestra que las anteriores. Así la describe Laura, su mejor amiga, desde cuya voz está narrada la novela: «Tenía que enfrentar otra gran amenaza: la de que viviera muchos años y se viera obligada a ocuparse de ella, no como quien se ocupa de un niño sino como quien se ocupa de un enfermo terminal al que hay que alimentar, cambiarle los pañales, administrar medicamentos» (p. 124).
Uno de los aspectos más inquietantes de esta novela es su conexión con el mundo real. Como indica la dedicatoria, Nettel hace ficción de la historia de su amiga Amelia Hinojosa. Ese vínculo con la realidad y el permiso que le dio Hinojosa para inventar todo lo que quisiera permiten a la autora sintetizar en la tragedia de los personajes de Alina y Aurelio los tópicos sobre la maternidad que han aparecido en otros libros, como la imposibilidad de tener un hijo o la posibilidad de perderlo, citados antes, además del asunto de la violencia obstétrica. Esta violencia se expresa en el trato deshumanizado que ejercen médicos o sanitarios sobre el cuerpo o en los procesos reproductivos de las mujeres, y se analiza en ensayos como Linea Nigra o el de la española Esther Vivas, Mamá desobediente: una mirada feminista sobre la maternidad (Capitán Swing, 2019). «Ahora que estaba vacío, [su cuerpo] les importaba tan poco como el material sucio y las gasas sanguinolentas que habían dejado en el carrito, cosas de las que había que ocuparse, limpiar, ordenar, pero que no eran prioritarias»; reflexiona Alina después del alumbramiento: «Los pocos que quedaron dentro [de la sala de parto] se pusieron a hablar de la pelea de box de la noche anterior, que por lo visto había sido inolvidable» (p. 97). Tanta indiferencia produce el aislamiento de la madre y la distancia de la comunidad médica, que, a la postre, contribuye poco en la supervivencia y crianza de su hija discapacitada.
LA POSIBILIDAD DE LA CRIANZA COMPARTIDA Quienes sí contribuyen con Inés son las personas reunidas en los grupos de apoyo en línea a los cuales sus padres se suscriben, una terapeuta recomendada por otra amiga que tiene también una hija con problemas y, en especial, la niñera, Marlene. En ella, descrita como un dechado de virtudes, Alina vuelca sus inseguridades respecto a la maternidad hasta el punto de que no puede evitar observar sus acciones con deconfianza. Fundamentada en el miso tópico de los celos que muchas madres sienten de las niñeras, la francomarroquí Leïla Slimani escribió una magnífica novela negra, Canción dulce (Cabaret Voltaire, 2019). Y he aquí que, en La hija única, la crianza compartida –con una niñera, una terapeuta, una amiga o cualquier otra persona– aparece como la mejor manera de compensar el parasitismo de los hijos.
Pero Inés no es el único ejemplo de esta condición. Otro es Nicolás, el hijo de la vecina de Laura, Doris. Aunque Laura decidió a los veinte años que no quería traer niños al mundo, se enreda en esa historia al ver cómo la crianza supera a su vecina. Esta es la segunda de las tres líneas argumentales en la novela. El carácter iracundo de Nicolás, proclive a los berrinches y a las peleas con su madre, aparece como el trasunto de la violencia que sobre Doris ejercía el padre fallecido. La agresividad machista aparece como un castigo para las mujeres que se transmite entre generaciones, si la educación no contribuye a romper el círculo vicioso. «Es como si necesitara succionar mi
fuerza vital para poder crecer», cuenta Doris a Laura, aunque de inmediato parece arrepentirse, cuando matiza: «Sé que lo quiero con el alma, que nada me importa más en el mundo, pero hace días que no logro recordar cómo se siente ese amor» (p. 145).
También la necesidad que a veces siente Laura de su madre podría interpretarse como una manera de vivir a su costa: solo la busca cuando quiere comer sus huevos rancheros. Pero, en las obras de Nettel, las cosas nunca son lo que parecen. Laura también es una hija difícil: por un lado, se siente menospreciada porque nunca quiso dar nietos a su madre; por otro, la juzga porque, al divorciarse de su papá, «tuvo un período en el que coleccionaba novios» (p. 153). Esta tercera línea argumental es la menos desarrollada, aunque narra lo justo para hacer el bosquejo de una epifanía. A diferencia de la recién nacida Inés y de Nicolás, que está en edad escolar, Laura es una mujer adulta, por lo cual puede comprender a su madre desde la experiencia, mientras observa cómo desarrolla una vida propia. «La maternidad es un mandato social», la escucha decir: «Y, en casi todos los casos, impide que las mujeres hagan algo de su vida. Hay que estar muy convencida de querer ser madre antes de lanzarse a semejante aventura» (p. 209). La afirmación revela a Laura su propia crueldad porque ¿no implica algo monstruoso su incapacidad para ver a su madre como a una mujer?
UNA SINIESTRA INFANCIA ETERNA La imagen de la madre que cuida a una Inés adulta aún incapaz de valerse por sí misma, como una deshauciada que no termina de irse jamás, calza con la inclinación hacia la oscuridad en la literatura de Nettel, evidente desde su primera publicación, la novela El huésped, finalista del Premio Herralde de 2005. Allí narra la prolongada guerra muda que una chica medio ciega sostiene a lo largo de su existencia con la hermana siamesa muerta que habita en su interior. Esa predilección por lo sombrío es congénita en Nettel, como el lunar en la córnea que durante la infancia le dificultaba la visión por el ojo derecho. Según cuenta en su obra autobiográfica, El cuerpo en que nací (Anagrama, 2011), el defecto la convirtió en una niña retraída que prefería los libros a las personas, una actitud que le valió el acoso de sus compañeros de escuela, quienes con frecuencia ensayaban tocarle el parche que cubría su ojo enfermo. Como venganza contra ellos, Nettel los convirtió en personajes de sus primeros relatos, haciéndoles padecer numerosas penas, enfermedades y castigos. Ese es el germen del puñado de personajes excéntricos y sufrientes que pueblan su primera colección de cuentos, Pétalos y otras historias incómodas (2008).
Solo ha escapado a la herida de lo siniestro Después del invierno, la novela con la cual Nettel ganó el Premio Herralde en 2014, en donde narra la relación entre un editor cubano llamado Claudio que vive en Nueva York y Cecilia, una estudiante mexicana que vive en París. En realidad, lo siniestro sí está presente allí, pero transformado en metáforas –como son los cementerios y las enfermedades– que intentan reforzar el cuestionamiento de la autora sobre la verdadera naturaleza de los afectos humanos. El mismo uso de la alegoría aparece en El matrimonio de los peces rojos (Editorial Páginas de Espuma, 2013), la obra con la que ganó el tercer Premio Internacional de Narrativa Breve Rivera del Duero, en donde animales que pueden ser
descritos con la palabra «sinuosos» –como peces, serpientes, cucarachas o gatos– sirven de alegoría al comportamiento turbio de ciertas personas. La novela y la colección de relatos, escritas casi simultáneamente, abrieron un surco en la literatura de esta autora por el que ahora transita La hija única, en donde la enfermedad del cuerpo se transforma en el vicio de las relaciones entre humanos, configurando una nueva naturaleza de lo monstruoso ya no desde lo externo sino desde lo interno.
En la antigüedad, la palabra del latín de donde surgió la voz monstruo se usaba con sentido religioso para nombrar algún prodigio que servía como prueba de la existencia de los dioses. De la misma raíz viene el verbo mostrar, monstrare, sinónimo de avisar o advertir en tiempos del Imperio romano. En ese tropo que convirtió al prodigio divino en algo abyecto se ubica la literatura de Nettel. Así como en El huésped apela al motivo gótico del doble desde el realismo para hacer una disección de las relaciones franternas, en la La hija única, lo monstruoso no solo es la niña condenada a madurar sin ser nunca autónoma ni el chico que vampiriza a su madre, sino la maternidad misma, o por lo menos la concepción que de esta tienen las sociedades, en donde está implícito el parasitismo de la prole. Lo siniestro de la maternidad, o más precisamente lo unheimlich –que es un término de Sigmund Freud–, es la escandalosa sencillez con la cual esta advierte, al mismo tiempo, lo grandioso y lo más cruel de los seres humanos. En La hija única no hay precisamente monstruos, pero sí la revelación de que lo fantástico y lo terrible pueden ser una misma cosa.