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Juan Manuel Bonet – Eduardo Alaminos, ramonista y pombista
Eduardo Alaminos López
Ramón y Pombo (libros y tertulia 1915-1957) Renacimiento, Sevilla, 2020 252 páginas, 19.90 €
Eduardo Alaminos, ramonista y pombista
Por JUAN MANUEL BONET
En su primera vida, durante los años setenta del siglo que nos resistimos a llamar pasado, Eduardo Alaminos fue un joven crítico de arte peleón que acompañó a artistas como Carlos Alcolea, Nacho Criado, el ZAJ Juan Hidalgo, José María Mezquita y Santiago Serrano, entre otros. Coincidimos entonces en Buades, PROPAC, Arte/facto y otros ámbitos de un Madrid que cambiaba a pasos agigantados. El firmante de estas líneas se acuerda muy bien del entusiasmo de su colega ante todos los artistas mencionados, y le debe, en especial, el descubrimiento de un corredor de fondo como Mezquita, que, aunque exponía con Fefa Seiquer, era ya entonces lo que sigue siendo hoy, un completo outsider.
En su segunda vida, la municipal y sin embargo no espesa, Alaminos ha sido un eficacísimo director del Museo de Arte Contemporáneo, ubicado en el Conde Duque; espacio difícil que él supo dotar de contenidos, tanto mediante una audacísima política de compras, gracias a la cual ese museo se convirtió en una institución de referencia, como mediante un programa expositivo de altura. Una de sus decisiones más felices y afortunadas fue la incorporación al mismo del despacho de Ramón Gómez de la Serna, propiedad municipal por haber sido donado al Ayuntamiento capitalino por Luisa Sofovich. Un despacho que nos ha unido mucho porque, desde 1980 e incluso antes, ha constituido para mí una obsesión, un leitmotiv de mi vida.
La tercera y actual vida de Alaminos, que es la de jubilado, está muy centrada en el estudio de Ramón Gómez de la
Serna, para él una auténtica obsesión, de nuevo empleo esta palabra que nos une, porque los dos somos personas de obsesiones. Además de varios textos publicados en diversas webs, recordemos su edición de un manuscrito del autor sobre Jacinto Benavente, su participación en diversos actos ramonianos y sobre todo su fundamental libro de 2014 sobre sus despachos, contemplados como «museo portátil monstruoso».
En esa tercera vida de Alaminos es donde se ubica el recién aparecido volumen Ramón y Pombo, publicado, como tantas cosas que tienen que ver con nuestras primeras vanguardias, por Renacimiento, la editorial sevillana del infatigable Abelardo Linares, Renacimiento que en este caso ubica el libro en la colección Madrid de sus Ediciones Ulises (otra de las máscaras del poeta-editor-librero de viejo, que rinde al paso homenaje a una histórica editorial «de avanzada»).
Me encanta el método acumulativo, y como de enredarse las cerezas, con el que Alaminos ha construido este libro pombiano. Ficha a ficha, benjaminianamente (Walter Benjamin, admirador por cierto de Ramón, sobre la edición francesa de cuyo volumen circense escribió), el libro ha ido creciendo, ramificándose, acarreando todo tipo de materiales, muchos de ellos hemerográficos. En su collage –él mismo habla de ello, página 19–, cruza el autor textos del propio Ramón, de sus coetáneos y de sus estudiosos. Arte de las mínimas variaciones, asedios sucesivos que acaban perfilando muy bien ciertos temas que terminan emergiendo.
Interesante la cita de Carmen de Burgos, cuando dice que Ramón, entonces su compañero sentimental, buscaba en Pombo «el aire de otro tiempo». Un café de la época de Larra para rendir en él homenaje a Picasso (en 1917) o para recibir en él a Robert y Sonia Delaunay, a Marie Laurencin, a Paul Morand (mi amigo Serge Fauchereau posee el ejemplar del segundo Pombo dedicado al diplomático-escritor), a Jorge Luis Borges y a su hermana Norah, a Oliverio Girondo, a Pierre Mac Orlan, a Marc Chagall o a Alexander Calder cuando trajo a Madrid su circo de alambre. Alaminos, con toda pertinencia, hace referencia en varias ocasiones a la querencia del escritor por el ochocientos, querencia que alcanzará su cénit en su justamente célebre «Ensayo sobre lo cursi», publicado en Cruz y Raya.
Bien traídas las reflexiones sobre la tipografía ramoniana, con sus dejes dadaístas, sus manos, sus recuadros, su recurso a lo encontrado, a lo popular.
Bien visto lo de que el tema de los escaparates es recurrente en Ramón (ya en una de sus cartas italianas a los pombianos habla, chiriquianamente, de una «Europa de los maniquíes»), y la propuesta de añadir a los ismos ramonianos el escaparatismo, y la sugerencia de que podría hacerse una antología del mismo.
Ciertas fichas ayudan a profundizar en algunos pombianos. Es oportunísimo, por ejemplo, el énfasis en la figura del ilustrador loco Rafael Romero Calvet, al que están dedicadas nada menos que catorce páginas, en verdad memorables, en las que glosa la cubierta de un simbolismo depurado que diseñó el malagueño –amigo de su paisano José Moreno Villa y de Manuel Abril, que escribió sobre su arte– para el primer Pombo, aquella que es como un muro de un negro profundo, en el que se abre la puerta del antro, irradiando luz. En el volumen aparece además otra imagen del establecimiento, contemplada con una visión a lo Diablo cojuelo. Interesante también la referencia a Barradas,
a sus garabatos sobre el mármol, que el autor relaciona con los «dibujos rupestres» de Valle-Inclán sobre similar soporte y con los «versos y monigotes en las mesas de mármol» aludidos por Emilio Carrere en un poema. Obras de arte efímeras, sí, fijadas aquí. Énfasis también sobre César Abín, Luis Bagaría, Salvador Bartolozzi (autor del friso de contertulios que salen en la Primera Proclama de Pombo, a propósito de la cual menciona Alaminos la presencia en ella de una reproducción del célebre cuadro de Antonio Gisbert del fusilamiento de Torrijos y sus compañeros), Bon, Enrique Garrán, Bettina Jacometti (mientras no salga algún detective inesperado especialmente lince, no hay forma de saber algo más sobre ella), Francisco Sancha, Manuel Tovar o Pepito Zamora, que el fundador de la tertulia siempre estuvo rodeado de dibujantes. Sobre la propia actividad dibujística de Ramón, sus «greguerías dibujadas», está muy bien traída la observación de que sus viñetas de los objetos del café son casi de carácter etnográfico. Obviamente, Alaminos pone especial énfasis en el nombre de José Gutiérrez Solana, el gran descubrimiento ramoniano en materia de pintura. ¡Qué buena la cita de José María Salaverría que describe el cuadro solanesco de la tertulia como habitado por figuras de cera, y a José Bergamín, tal como está efigiado en él, como «espectro contento de su suerte»! Bien el recuerdo al mexicano y estridentista Café de Nadie, y al cuadro al respecto de Ramón Alva de la Canal, y a la novela de Arqueles Vela, en la cual sale una imposible visita de Ramón –que nunca estuvo en México– al establecimiento. También oportuno el epígrafe dedicado al espejo del cuadro, y a la importancia del motivo del espejo –tan presente, añade el autor, en los cafés– en la literatura de Ramón, y oportuna la cita en que Antonio Bonet Correa ubica el cuadro en la tradición ochocentista del retrato de grupo o de generación. «Espejo y pasado –escribe Alaminos– como un correlato de la evocación continua que Ramón hace de dos de sus autores de referencia, Goya y Larra». Goya es efectivamente una presencia constante en el libro que motiva estas líneas, en el que se recuerda que Ramón, a la hora de analizar las raíces del arte de Solana, se remonta al aragonés, y a Leonardo Alenza. Y lo mismo sucede con Larra.
Extremadamente interesantes las observaciones de Alaminos sobre la relación del autor de Cinelandia con el cine, y concretamente los datos sobre su célebre actuación en la película El orador, rodada por Feliciano Vitores, y sobre una entrevista de Juan Piqueras con el escritor en Popular Film, y sobre La película de Pombo, de un olvidado Modesto Alonso, autor también de una película goyesca.
Muchas más cosas hay en el libro que gloso, entre ellas abundantes testimonios, unidos por el método del collage, de contertulios o visitantes de Pombo, de Rafael Alberti a Santiago Vinardell, pasando por José María Alfaro, el argentino Roberto Arlt (que encuentra horrendo el cuadro de Solana), Max Aub, Francisco Ayala (poquísimo partidario del personaje, al que no soportaba, pese a admirarlo como escritor), Borges, Tomás Borrás, Luis Buñuel, Juan Antonio Cabezas, Luis Calvo, Rafael Cansinos Assens (el eterno rival), Corpus Barga, Antonio Espina, Federico García Lorca (del que se recuerda que en Cuba, en Sagua la Grande, se encontró con la versión de Pombo creada en un café local por Arturo Carnicer Torres), el crítico de arte Luis Gil Fillol, Ernesto Giménez Caballero (del que se recuerda al paso el precioso cartel literario sobre
Ramón, ocurrentemente basado en el dibujo de Rafael Bergamín de la lámpara pombiana), Julio Gómez de la Serna (el hermano), César González-Ruano (interesantes las reflexiones sobre la nada sencilla relación de este con Ramón, y no puedo estar más de acuerdo con la consideración de su Libro de los objetos perdidos y encontrados, ilustrado con fotografías del poco conocido fotoperiodista José Sánchez Martínez, como libro netamente posramoniano), el peruano Alberto Guillén, Miguel Hernández, Juan Ramón Jiménez (otro muy distante), Valery Larbaud, Ramiro Ledesma Ramos (que fue el primero en convertir Pombo en escenario de la tristemente famosa dialéctica de los puños y las pistolas, de la que el terminaría siendo víctima), Eugenio Montes, Edgar Neville, José Ortega y Gasset, Valentín de Pedro, Miguel Pérez Ferrero, Josep Pla, Mathilde Pomès, el Alonso Quesada del Poema truncado de Madrid, Alfonso Reyes y otros mexicanos (el más importante de los cuales fue evidentemente el pintor Diego Rivera), Josep Maria de Sagarra, José María Salaverría, Pedro Salinas, Tomás Seral, Guillermo de Torre, Fernando Vela (otro negativo) o Francisco Vighi. Bien hilados también los textos de escritores de las siguientes generaciones, algunos de los cuales conocieron a Ramón, y otros no. Entre los primeros, junto a Gaspar Gómez de la Serna, el fiel sobrino, brilla Rafael Flórez, al que se deben datos curiosísimos sobre el encuentro del escritor con Franco, aunque me temo que nunca podremos aclararnos del todo al respecto porque es materia lo suficientemente delicada para desconfiar un poco de la versión –la única que existe, por lo demás– de ese singular personaje que era «el alfaqueque», del fallecimiento del cual nos enteramos ahora, leyendo a Alaminos: de haberlo sabido en su momento, 2019, uno hubiera intentado su retrato. Entre los que no conocieron a Ramón, no falta prácticamente nadie: Josefina Alix, Antonio Bonet Correa (que de niño, no un sábado, sino un día de diario de 1932, fue llevado a Pombo por sus padres, al tanto de todo aquello por el hermano de ella, Evaristo Correa Calderón, pombiano que mereció ser efigiado por Solana y por Barradas), Jaime Brihuega, Fernando Castillo, Isabel García García (la única pega de su fundamental libro sobre el Madrid vanguardista, que fija tantos extremos que a otros se nos habían resistido, es que apareció en una editorial muy periférica y, por lo tanto, no ha tenido la distribución que se merece), Ian Gibson, Marino Gómez Santos (otra autoridad en materia de café, por su Crónica del Café Gijón, bendecida editorialmente por Ramón y por Ruano), José Carlos Mainer, la norteamericana Shirley Mangini, Antoni Martí Monterde, Francisca Noguerol, Juan Manuel de Prada, Fernando Rodríguez Lafuente, Pablo Rojas, José Antonio Sarmiento (que dadaíza un poco demasiado el café y a Ramón, algo con lo que como es lógico Alaminos no está demasiado de acuerdo), Andrés Trapiello, Mariano Tudela, Francisco Umbral, el ilustrador David Vela Cervera (yo también admiro su tesis sobre Bartolozzi), Ioana Zlotescu (que logró, heroica ella, armar las Obras completas) y el firmante de estas líneas que están llegando a su fin...
Sagaz observador, Alaminos hasta se ha percatado de algo que a uno se le había pasado desapercibido: que la placa municipal que desde 1949 recuerda el nacimiento de Ramón en una calle hoy llamada de Guillermo Rolland, y entonces de las Rejas, lo califica de «esgritor», así, con g. Podría haber recordado aquel impreso que el
inventor de la greguería incluyó, según dice, en uno de sus libros (puestos a buscar el dato exacto, no reencuentro en cuál), y que rezaba sencillamente así: «Vale por diez erratas». O la definición ramoniana y greguerística de la errata como «microbio de origen desconocido y de picadura irreparable».
Iba a señalar erratas, que alguna hay, y mínimos errores, que también. Pero, finalmente, estos últimos son tan poca cosa que he decidido dejar esas observaciones fuera de esta nota, más que nada por no ser tomado por un tiquismiquis. Enormes minucias, que diría Chesterton. Ya se las comunicaré al autor, de cara a próximas reediciones. Lo principal, que su libro está pero que muy bien. Ah, y encima tiene índice, cosa que por desgracia es hoy cada vez más infrecuente, incluso en Renacimiento.