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LAS FIESTAS BARROCAS DE LIMA

Rafael Ramos Historiador Universidad de Sevilla

ENTRADAS TRIUNFALES

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Una de las grandes celebraciones que se llevaron a cabo en Lima durante el barroco fueron los recibimientos triunfales de los virreyes que cada pocos años llegaban al virreinato. Estas entradas solemnes tienen su origen en la edad media europea, cuando el rey visitaba sus reinos; entonces a la entrada de la ciudad amurallada el soberano juraba respetar los privilegios y las autoridades ciudadanas y el pueblo le prometía fidelidad y acogida. Con el renacimiento la entrada real se convierte en entrada triunfal evocando los triunfos victoriosos de los emperadores y generales romanos. Con este motivo se construían arcos triunfales clásicos de tipo provisional. Esto mismo ocurrió con los virreyes en México y Perú, se les agasajaba con un gran recibimiento y arcos triunfales de homenaje.

En Lima, cuando el virrey llegaba por mar desde el puerto del Callao, solía entrar por la llamada calle del Arco y Espíritu Santo, precisamente porque ahí se alzaba un arco triunfal por el Ayuntamiento; desde ahí en línea recta seguía, a caballo y bajo palio, acompañado por las autoridades hasta la calle de Mantas y giraba por la de Mercaderes y Espaderos, pasando por la esquina de la Merced y volviendo por la calle de Coca y Bodegones hasta la catedral, donde le recibía el Cabildo Catedral y arzobispo, entrando a dar gracias por su llegada; después se dirigía al palacio virreinal. En otras ocasiones el mandatario llegaba por tierra, desde el Norte por el camino de Trujillo. Entonces el recibimiento comenzaba con el arco triunfal levantado en el puente sobre el Rímac y de ahí por la calle del Puente recorría la del Correo, Pozuelo, Mantas, Plaza Mayor, catedral y casa real. Los arcos triunfales además de su lenguaje arquitectónico renacentista o barroco se complementaban con programas iconográficos de pinturas, esculturas, escudos e inscripciones alusivas a la monarquía, al nuevo virrey, al reino peruano y su capital. En el caso de Lima se llegó a construir arcos duraderos como el del puente, que sobrevivió con reconstrucciones hasta el siglo XIX. En días sucesivos se celebraban fiestas de toros en la plaza, fuegos artificiales, comedias y mascaradas. El momento culminante de estas fiestas fue el siglo XVII con las recepciones triunfales más suntuosas. Según los testimonios escritos fueron con motivo del príncipe de Esquilache (1615), el marqués de Guadalcázar (1622), el conde de Salvatierra (1648), el conde de Lemos (1667), el conde de Castellar (1674); en algunas ocasiones la calle de Mercaderes se adoquinó con lingotes de plata como señal de agasajo y demostración de la riqueza del Perú.

LAS EXEQUIAS REALES

Si la entrada triunfal de los virreyes transformaba regocijando las calles y plazas de la ciudad con sus arcos triunfales y decorados, otro gran acontecimiento sucedía al producirse el fallecimiento de los reyes y reinas en la corte madrileña. Los distintos reinos de la monarquía debían celebrar exequias por el alma del difunto regio. Estas alcanzaban prodigiosa fastuosidad en las principales capitales de las distintas cortes europeas y americanas.

Junto al habitual ceremonial religioso con la Misa de exequias, el renacimiento y el barroco añadieron connotaciones clásicas al construir un catafalco o túmulo monumental y arquitectónico, al modo de las antiguas piras en los funerales de los emperadores romanos. Ya se comenzaron a construir en Lima desde 1559, con motivo de la muerte del emperador Carlos V.

Túmulo funerario de Juan de la Reguera, Arzobispo de Lima. 1805. Estos edificios de hasta 15-20 metros de altura, fabricados en madera y lienzo, se colocaban frente al altar mayor de la catedral. Normalmente fueron monumentos de templetes arquitectónicos superpuestos en tamaño decreciente, a modo de torres provisionales, con esculturas y pinturas alegóricas, así como inscripciones exaltando la figura del difunto monarca, la fidelidad del Perú a la corona y su vital importancia en el conjunto de los reinos.

Catafalcos como los de Margarita de Austria (1613) y Felipe III (1621) fueron de los más grandiosos, diseñados por los arquitectos Juan Martínez de Arrona y Luis Ortiz de Vargas respectivamente. El de Felipe IV por el ensamblador Asensio de Salas, o los de Mariana de Austria y Carlos II por fray Cristóbal Caballero. Esta costumbre luctuosa continuó incluso por personajes de la república hasta principios del siglo XX.

CORPUS CHRISTI, SEMANA SANTA Y

BEATIFICACIONES DE SANTOS

De todos modos la fiesta más solemne del calendario fue anualmente la del Corpus Christi, en Lima alcanzó inusitado esplendor y puede hacernos idea de la vistosidad del cortejo y la transformación de la ciudad al contemplar la serie de pinturas del Corpus en Cuzco, algo parecido debió ocurrir en Los Reyes. Los autos sacramentales celebrados al aire libre en días sucesivos constituían el complemento más popular, con representaciones teatrales de argumentos alegóricos sobre la Eucaristía.

Las procesiones de la Semana Santa limeña constituyeron celebraciones muy sentidas por la población y el mejor ejemplo gráfico aparece en los dos lienzos conservados en la cofradía de la Soledad, de mediados del siglo XVII, representando los distintos pasos con escenas de la pasión de Cristo, cuando los limeños de todos los sectores sociales acompañaban a los penitentes y la ciudad simbolizaba otra Jerusalén en la que vemos la imagen de Jesús yacente acompañado por la Virgen dolorosa bajo palio. El recorrido procesional solía ser muy variado, pero siempre desde su templo correspondiente y por las cuadras alrededor de la plaza mayor y catedral, supremo referente sacro del virreinato.

Singular esplendor y triunfante vitalidad religiosa supusieron las fiestas por beatificaciones y canonizaciones de santos. Especialmente alcanzaron rutilante brillantez las relacionadas con personajes limeños como santa Rosa, la `heroica criolla´ (1669), san Francisco Solano (1679) y santo Toribio de Mogrovejo (1680). Las celebraciones por Rosa de Lima fueron múltiples y prolongadas, con procesiones desde la catedral al convento de santo Domingo para venerar sus reliquias, y desde allí a la casa de la santa por las calles engalanadas con arcos triunfales, altares, flores, lienzos de pinturas, tapices, danzas y repiques de campanas. Hubo numerosos espectáculos de fuegos artificiales, toros y juegos de cañas; el octavario en honor de santa Rosa culminó con una solemne procesión por la ciudad y un rico adorno del templo y claustros de santo Domingo el 26 de agosto de 1669.

Otro gozoso evento fue la conmemoración de la beatificación de santo Toribio de Mogrovejo, el muy querido arzobispo de Lima. En aquella ocasión el prelado Liñán y Cisneros, que además fungía de virrey, impulsó un solemne y rico octavario en su honor, para lo cual se engalanó la catedral metropolitana, entonces en todo su apogeo, tanto sus portadas monumentales como por dentro cada una de sus capillas, en donde se expusieron sus restos mortales para la veneración de los fieles limeños. Al final del último día se organizó una gran procesión triunfal con la participación de todas las autoridades, cofradías, órdenes religiosas, gremios y pueblo limeño. La comitiva salió desde la catedral, Plaza Mayor, calle del Correo, Pozuelo, Mantas, Mercaderes, Bodegones y entró de nuevo en la plaza y catedral, apareciendo engalanado el camino con siete altares y retablos monumentales.

Calle Pescadería y Plaza de Armas, 1890. A la izquierda el Palacio de Gobierno tras el incendio del 6 de diciembre de 1884.

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