Kasandra

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se aproximan las vacaciones y, como cada año, comienza el martirio para miles de padres que no saben qué hacer con sus hijos. ¡todo el día en casa! La gente que trabaja no puede perder el tiempo con tonterías.

en el siguiente reportaje les mostramos algunas de las soluciones por las que pueden optar los atareados padres, que sienten estrés y agobio en estos días.

... y es que por estas fechas vuelve el gran problema de siempre:

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na extraña sensación de irrealidad cubría como la nieve aquella funesta mañana. El cementerio Central había quedado completamente escondido bajo la nada blanca. Solo las ramas negras y afiladas de los árboles parecían romper la blancura de ese espectral escenario. Kasandra tenía una curiosa sensación, como si el mundo acabara de ser borrado de todos los mapas. Hoy era, sin duda, el día más triste de su vida, o al menos así debía de ser. Su abuela Benita se acababa de morir y tocaba ir de entierro. Pero aún así, y por extraño que pareciera, Kasandra no podía aceptar lo que estaba sucediendo… simplemente su abuela no podía haber muerto. Al funeral no acudieron muchos familiares, pero para Kasandra y sus hermanos era la primera vez en dos años que veían a sus padres juntos nuevamente. El pequeño Hugo colgaba de una mano de su madre, mientras, a su lado Jaime, el mayor, escondía la mirada, con las manos en los bolsillos, receloso como solía estar últimamente.

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Y es que Jaime estaba en una edad muy mala. Pasaba horas encerrado en su cuarto y casi nunca cenaba con ellos. Es la “edad del pavo”, decían los mayores. Fuera lo que fuese, Kasandra lo echaba de menos. Habría dado lo que fuera por poder contarle esa inquietante sensación que la rondaba, pero ahora no se atrevía ni a mirarle a la cara. Frente a su familia estaban también Lucy, una amiga de la abuela que solía pasear con ella los domingos por el parque, y Leticia, su vecina. Como si se tratara de un sueño, Kasandra observaba los gestos de los mayores. Serios, estirados, echando vaho por la boca como viejos dragones. Ella, en cambio, no podía ni siquiera pensar en la muerte. Se sentía obligada a aparentar, aunque en el fondo estaba convencida de que su abuela Benita le estaba gastando una broma, como de costumbre. Pero claro, pensaba, si les explicaba que todo era mentira, que la abuela debía de estar escondida en alguna parte, se reirían de ella, como también era costumbre. Así que bajó la barbilla y apretó fuertemente los labios como hacían los mayores cuando el dolor les llegaba a la garganta. Y fue entonces, al repetir este gesto, que su mirada fue a parar a la tierra que rodeaba el foso... Una página de periódico había caído allí empujada por el viento invernal. Kasandra no solía reparar de esa manera en cada hoja de periódico que se cruzaba por delante de su ojos. Y, por muy deseosa que estuviera de escapar de aquel funesto ambiente, jamás se habría alejado unos pasos de la comitiva, de no ser por aquel inexplicabe detalle; y es que creyó adivinar su nombre escrito en el titular de una de las noticias.

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Con disimulo intentó acercarse para comprobar si la foto que aparecía junto al texto era la suya… pero entonces, otra ráfaga espectral se llevó la hoja de periódico por los aires. Esperando que nadie notara lo roja que se había puesto por la vergüenza, volvió disimuladamente junto a sus padres. Kasandra, sofocada, no daba crédito al espejismo que acababa de ver. Quizás por la emoción estaba viendo cosas que no eran. ¡Qué tonta!, eso era imposible, tenía que controlar de una vez esa “cabecita loca”... ¿Ni siquiera en el entierro de su abuela podía dejar de fantasear? Tengo que crecer –pensaba–. ¿Y si mi abuela hubiera muerto de verdad? No, no puede ser, es demasiado triste para ser cierto. Y además ¡es mentira! –se repitió a sí misma–, pero sus ojos comenzaron a humedecerse. Kasandra no quería seguir pensando en ello porque iba a acabar llorando a mares. Para evitarlo intentó distraerse como mejor sabía, es decir, lanzando su mente al último confín del universo y quedándose allí escondida. Siempre le funcionaba, al menos hasta ese día, pero esta vez, tenía tanto miedo de que su cabecita le volviera a mostrar otro espejismo que ni siquiera podía estar tranquila dentro de sí misma. Desvió su mirada, hacia otro lugar y entonces descubrió, medio acurrucados detrás de un árbol, a Oriol y la pandilla de niños que siempre robaban chuches en el puesto de la abuela Benita ¿qué estarían haciendo allí?

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Kasandra, como en un acto reflejo, se tapó sus dientes rotos. Lo único que faltaba era que comenzaran a burlarse de ella en el funeral de su abuela. Allí, agazapados, estaban todos: el pérfido Oriol, Guille, su inseparable sombra, Adrián, las gemelas Celeste y Marina, Roberto, el abusón macarra y hasta Sheyla, elegida la más guapa del cole por tercer año consecutivo. Detrás de todos ellos con una extraña sonrisa bajo la visera, ¡cómo no!... Udo. Solían ser su pandilla, pero… las cosas habían cambiado. Ahora ya no la querían en su grupo, no paraban de meterse con ella y, por si fuera poco, cuando Kasandra ayudaba a su abuela en el puesto, ellos se burlaban de ella e intentaban robarle chicles y gominolas. Para sorpresa de Kasandra, esta vez no hicieron ningún intento de molestarla. Se mantuvieron quietos, expectantes, como presentando sus respetos. No entendía muy bien qué hacían allí, pero le pareció un bonito gesto que ellos también hubieran ido. Siguió paseando su mirada... y reparó entonces en un misterioso anciano vestido de manera muy elegante al que nadie parecía conocer. Llevaba un bombín de fieltro y un fiero bigote pelirrojo. Sujetaba con sus huesudas manos un gran paraguas negro, manteniendo una pose rígida y elegante. Como un viejo soldado, no rompía la formación, salvo para secar sus lágrimas de vez en cuando con el pañuelo que sacaba del bolsillo superior de la chaqueta. Después, bajaba de nuevo la mirada en un intento de ocultar su dolor bajo el bombín.

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Al terminar el entierro, los padres de Kasandra se enzarzaron en una de sus clásicas discusiones por ver quién se hacía cargo de los niños esa tarde, pues, como de costumbre, parecía que ninguno de los dos tenía tiempo. Kasandra, triste y violenta por los gritos, decidió irse a un lado para no escucharlos. El parque que rodeaba el cementerio la invitaba a olvidarse de todo. Era el mismo de siempre, donde se reunían y jugaban todos. Allí estaría aún el puesto de la abuela... En ese momento reparó de nuevo en el misterioso periódico que estaba tirado sobre la nieve. Es un espejismo –se dijo a sí misma, con socarrona tranquilidad– Ese periódico no dice nada de ti. «Claro que... si es así, ¿qué me cuesta ir a echarle un vistacillo? Además, cualquier efecto óptico es mejor que escuchar por milésima vez la misma discusión de siempre» –concluyó decidida. Se acercó para poder leer la noticia pero la página volvió a ser arrastrada por una ligera y gélida brisa. Aún así, Kasandra, tuvo tiempo de constatar lo que había creído ver antes, no había sido ninguna alucinación: su nombre, Kasandra Llamazares y una foto suya figuraban claramente en la página ¿cómo podía ser? Unos metros atrás, Hugo, que tampoco soportaba la discusión de sus padres, y que había seguido, en silencio, con la mirada a su hermana, se soltó de la mano de su madre que, distraída, no se dio cuenta.

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Un golpe de viento lanzó el periódico unos cuantos metros más allá, el papel siguió rodando y se elevó en un remolino. Kasandra corrió tras él pero este no tenía pinta de pararse ahí, sino que siguió rodando y se elevó nuevamente. ¡No te vayas! ¡ugh! ¡Te atraparé !

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soy yo de vieja pero... ¡el periÓdico tiene fecha del miércoles quince! ¡Eso es MAñana!

¡qué susto! Hugo. No lo sé, todo esto es muy raro

kasi... ¿estás bien?

kasi... ¡que soy yo, Hugo!

Te he seguido. ¿Por qué te has asustado tanto? ¿Qué pasa?


Una inesperada ventolera comenz贸 a soplar y de entre las ramas de los 谩rboles se acercaron volando hojas de peri贸dico; cientos, miles de ellas se dirigieron hacia los dos hermanos y como empujadas por una voluntad siniestra, comenzaron a envolverlos.

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Corrieron, pero los periódicos eran demasiados y al poco rato les alcanzaron. Las páginas se pegaban a su cuerpo, inmovilizándolos. Cuando Kasandra ya no podía casi respirar apareció el misterioso anciano del bombín. Con su paraguas empezó a romper las hojas a toda velocidad y liberó a Kasandra, pero para su hermano ya era tarde. Los periódicos habían formado una bola de papel en torno a él. El misterioso caballero y Kasandra intentaron desesperadamente liberarlo, pero ninguno de los dos pudo detener la crisálida de periódicos que finalmente lo cubrió por completo. Hugo lloraba sin parar y, aunque no parecía asfixiarse, unas extrañas convulsiones comenzaron a sacudirlo.

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¡¡Es cada vez más grande! ¡Está creciendo dentro de esta bola de papel!

¿Qué le esta sucediendo?

Como por arte de magia Hugo comenzô a crecer a un ritmo acelerado. En décimas de segundo se había convertido en un quinceañero, en dos segundos ya tenía veinte años, pasados cinco más, treinta... pero él no dejaba de llorar y llorar.

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El caballero del bombín finalmente consiguiô clavar su paraguas en la maraña de periôdicos y al abrirlo logrô desgarrar la crisálida.

Los periôdicos, que misteriosamente habían perdido su tinta, cayeron como páginas en blanco. De dentro de la maraña de hojas se levantô el hermano de Kasandra con 47 años, vestido de traje y con una corbata negra. A su lado, sin sentido ya, el conejo blanco de peluche, tirado sobre la nieve. 16


¿Hugo? ¿Estás bien? ¡¡Ahhh!!, ¿qué pasa?,

¿Qué estoy haciendo aquí?...¿ En el parque? ¡¡¡Tengo que volver a mi puesto de trabajo!!!

¡Tengo que ir a trabajar...!

¿quien eres tú?

El adulto Hugo, llevado por una prisa de mil demonios, empujô a la que solía ser su hermana mayor y emprendiô una veloz carrera a través del parque que rodeaba el cementerio. El caballero del bombín ayudô cortesmente a Kasandra a levantarse y ambos corrieron lo más rápido que pudieron para darle alcance.

¡Hugo! ¡Veeeen! ¡¿Qué hago aquí?! Tengo que ir... no llego...

Imposible alcanzarlo, es más rápido que nosotros.

ufff ¡Ohh! ¿Qué vamos a hacer? cof

¡Trabajo! cof ¡Trabajo!

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El viejo caballero, agotado, se detuvo. Un acceso de tos le impedía respirar. Jadeante, sacó de su bolsillo una mosca mecánica diminuta. –¡Síguelo! –le gritó al artilugio, que obedeció inmediatamente. –Ya estoy muy viejo para estas persecuciones, ¡cof, cof, cof! –repetía entre tosidos y gargajos y añadía– ...ya ha empezado; ya ha empezado. El anciano parecía incapaz de sofocar la tos, a tal punto que Kasandra temió por su vida. Él, en un gesto automático, llevó su mano temblorosa al bolsillo de la chaqueta y sacó unas pastillas que se metió en la boca. En ese momento, y sin poder creérselo, Kasandra vió claramente como un extraño demonio verde asomaba su cuerpo por la boca del caballero y engullía las pastillas, para después volver a desaparecer en sus entrañas. –Ya te calmé por esta vez, querido amigo –musitó, y al decir esto la tos comenzó a remitir y el anciano se incorporó. ¿De qué amigo estaba hablando? –se preguntaba Kasandra–. ¿Qué era lo que estaba pasando? ¿Se habían vuelto todos locos o era ella que deliraba? Por primera vez en su vida, Kasandra deseó salir de su nube de fantasías y poner los pies en tierra firme, volver al funeral, a su familia, aunque todo fuese tan triste y real. Al menos así, sabría lo que pasaba.

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La pequeña, desconcertada, no pudo contener un segundo más las lágrimas. –Encontraremos a tu hermano, Kasandra, no llores –le dijo el anciano ofreciéndole el pañuelo que asomaba por el bolsillo de su chaqueta para que se secara las lágrimas–, la mosca rastreadora lo encontrará y nos enviará una señal –añadió. Eran tantas las preguntas que asaltaban su deslumbrada mente que Kasandra no sabía por cuál empezar. En cuanto se repuso un poco, lanzó una al azar: –¿Qué es lo que está empezando? El caballero del bombín se mesó el bigote y miró al cielo pensando como podría explicárselo, pues ni él mismo parecía comprenderlo del todo. –Mmm... No lo sé con certeza pero me temo que La Rebelión de los Niños ya ha comenzado.Y aunque puedo sospechar algo, desconozco exactamente el motivo por el que tú y tu hermano ibais a ser sus víctimas. Se cierne una larga noche de fiebre sobre los niños y presiento que tú, jovencita, vas a tener bastante que decir en todo esto, si no queremos que la oscuridad nos arrastre a los que quedemos. Pero mira, también hay buenas noticias –diciendo esto, el anciano le señaló el periódico que descansaba junto a ellos en el suelo.

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Kasandra empezó a calmarse cuando vió como la hoja del periódico en el que se anunciaba su muerte había vuelto a llenarse, como por arte de magia, pero con otra noticia. Ahora hablaba de un terrible accidente de tren en la India y de cómo un niño había ayudado a rescatar a unos cuantos supervivientes. –Mmm... Parece que aún hay esperanza –afirmó el caballero, pensativo. –¿Deseas saber algo más? –preguntó. –Claro que sí –respondió la niña con más ánimo–, ¿quién es usted?, y ¿por qué vino al entierro de mi abuela Benita?

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–Perdona que no me haya presentado correctamente, soy Sir William Crandell, –contestó el caballero–, pero todos me llaman Paraguas Negro y soy un viejo amigo de tu abuela, ejem, ...de hecho... soy su primer ex marido. –¡¡Qué!! –exclamó atónita Kasandra. –Así es, –añadió el Sir, con tono despreocupado, sin reparar en la sorpresa que había causado su afirmación–, pero será mejor que ahora no perdamos tiempo y nos dirijamos al puesto de castañas de tu abuela; creo que allí te espera una sorpresa.Te lo explicaré todo de camino.

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ay muchas cosas que desconoces de tu abuela Benita –le confesó Sir William–. Ella y yo fuimos novios hace mucho, mucho tiempo. Fue un noviazgo largo, de los de antes, –añadió el del bombín–, pero nuestro matrimonio fue de los de ahora... nos casamos y bueno, las cosas dejaron de ir bien y... ya sabes –carraspeó el caballero al ver que Kasandra miraba al suelo enfurruñada. ¿Estás bien pequeña? ¡Me apetecen castañas asadas de las que hacía ella!

¿La echas mucho de menos?

–Sí... sniff... desde que mis padres se divorciaron no pasaba un día sin ver a mi abuela. Antes estábamos todos juntos con ella, sabes, pero nos fuimos separando. Mi padre se quedó con Jaime y mi madre se pasaba el día trabajando y el tiempo que le quedaba era para Huguito. Yo, en cambio, nunca dejé de verla.

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Pasaba más tiempo aquí, en el puesto de castañas, que en mi casa –sonrió la pequeña tapándose sus dientes rotos con la mano–. Cuando salía del colegio la ayudaba. Lo mejor era cuando llegaban las vacaciones, porque tenía mucho más tiempo y pasábamos las tardes de verano juntas jugando a mil juegos que ella me enseñaba. Además, desde hace un año más o menos, me encargaba también de la vigilancia del puesto porque hay un grupo de chicos de mi colegio, Udo, Oriol y el resto, que se han convertido en unos pillastres de mucho cuidado –como decía ella– y no paraban de molestarla e intentaban robarle las chucherías. Yo salía escoba en mano cada vez que les pillábamos. Era muy divertido. La pequeña miró hacia atrás, recordando las interminables y doradas tardes de agosto, cuando los incansables niños del barrio volvían polvorientos de jugar en el parque, con las rodillas llenas de roña y las uñas mordidas. Se apelotonaban entre codazos y empujones delante del puesto de Benita, luchando para ser los primeros en comprarse chuches o polos de limón y de fresa. Su abuela ponía un gesto severo para que dejaran de berrear a la vez e intentaran pedir uno a uno lo que querían comprar. Kasandra se quedaba fascinada contemplando esta faceta seria de su abuela porque lograba imponerse con su humor y desfachatez a aquella jauría de pillos. Los miraba a los ojos y les decía: “A ver pillastres, al primero que grite o empuje le hago una permanente de chicles chupaos en el pelo que va a parecer un marciano hasta los treinta y cuatro”.

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Los muchachos se iban relajando y cuadrándose en algo parecido a una hilera de dientes torcidos entre la risa pícara y el miedo a que la abuela cumpliera su amenaza. Entonces Kasandra se asomaba por un lateral del puesto, escoba en mano, para asegurarse de que nadie se fuera sin pagar. Le encantaba sentir en las miradas de los chavales cómo parte del respeto que había infundido su abuela, se extendía a ella. Sentía que formaba parte de ese extraño tipo de vida al que los niñatos se acercaban solo para refrescarse o empalagarse con polos, pero que, para ellos, era tan extraño y circense como el de cualquier personaje de la televisión. A pesar de todo, siempre había algún listillo que no diferenciaba bien entre lo que era suyo y lo que no lo era.

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¿Esos son los niños que estaban en el entierro? –preguntó Sir William. –Sí, eran ellos, solían ser mi pandilla de amigos del colegio hasta hace poco. –¿Qué sucedió, pequeña? –preguntó el anciano–. ¿Has notado algún cambio extraño en su comportamiento? –Sí. Oriol, era el mejor amigo de mi hermano Jaime, eran inseparables, hasta que, hace más o menos un año, las cosas cambiaron. Todo comenzó a ser diferente cuando llegó ese chico: Udo. –Cuéntame, ¿qué pasó? –Apareció a mitad de curso, nadie sabía muy bien de dónde venía ni por qué le dejaron entrar a mitad de año, pero pronto se convertiría en el chico más guay del colegio. Decía que acababa de cumplir los catorce hacía poco y por eso lo habían metido en la clase de Jaime pero, sin embargo, parecía mayor que el resto. Era muy alto, sobre todo comparado con los canijos de mi clase. Además llevaba unas rastas cortas, tatuajes en los brazos y solía venir a clase en uno de los skates más chulos que nadie había visto en su vida. Todas las chicas ya le habían echado el ojo, y cuando digo “todas” me refiero sobre todo a Sheyla. Pero a los chicos no acababa de caerles bien del todo. Yo creo que se morían de envidia por no ser tan chulos como él. Un día, Rober, el abusón, le puso la zancadilla a Udo a la salida de clase y le llamó PIJO. Udo sin dudarlo le metió un sopapo en la cara. Yo lo vi con mis propios ojos y, créeme, nadie se atreve a meterse con Rober, es un mastodonte. Solía ir siempre con

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su hermano mayor. Decían que su hermano era un delincuente y que robaba motos y cosas peores, tenía muy malas pulgas o al menos eso nos quería hacer creer. Hasta ese día Rober había sido intocable y, por eso, cuando se llevó la mano a la mejilla después de que Udo le hubiera dado ese bofetón, todos pensamos que ese era el último día en la vida de Udo. Pero para sorpresa de todos, Udo era un tipo muy duro y sabía pelear. Tras tres movimientos relampagueantes, Rober quedó tendido en el suelo con su gorda narizota descalabrada, llamando entre lloros a su “hedmano” para que viniera a “vengadle”. Por supuesto, después de eso, Udo se convirtió en el chico más guay del cole. Todos querían ser sus amigos, no solo para que los protegiera, sino porque él siempre traía los mejores videojuegos, consolas y aparatos tan nuevos que ninguno de nosotros había visto aún, ni siquiera anunciados en la tele. Y por si fuera poco, era un as del skate, los demás lo imitaban y él les enseñaba a hacer acrobacias. Antes de que el hermano de Rober pudiera venir en su ayuda él mismo ya se había hecho amigo de Udo, igual que Adrián y Guille. Y hasta Oriol, el mejor amigo de mi hermano Jaime, pasó a ser uno de sus mayores admiradores. ¡Uff! ¡Pobre Jaime! Eso fue un golpe bajo, él y Oriol eran inseparables. Iban siempre juntos y, aunque eran totalmente diferentes el uno del otro, se llevaban genial. Oriol es un chico alto y algo feucho, pero es un payasete y pasa de todo, por eso todos le seguían y siempre era el jefe de las pandillas. Además nos sacaba de mu-

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chos líos porque sabía como hacerse el buen chico y engañaba a los mayores. Todo lo contrario que mi hermano Jaime, que siempre ha sido muy tímido y le aterroriza la idea de hacer el ridículo. Jaime es muy inteligente y se pasa el día leyendo. Oriol necesitaba esa imaginación que él no tenía. En el fondo, estoy segura de que lo admiraba y le gustaba escuchar a Jaime cuando se ponía a hablar de los temas que lo apasionan..., de los experimentos que hizo la NASA con extraterrestres o de los monstruos submarinos que aún habitan las profundidades... Gracias a esta relación, el grupo también empezó a escuchar a Jaime y sus ideas, así que los dos se hacían un favor y, lo mejor de todo, se lo pasaban genial... hasta que vino Udo. Oriol fue dejando de lado a mi hermano y en poco tiempo dejaron de hablarse. Desde entonces, creo que Jaime se ha sentido muy mal, pasa las noches encerrado en su habitación y no quiere saber ya nada de nadie. –¿Qué le pasó al resto? –¡Pufff! Todos se convirtieron en unos pelotas sin personalidad, siguen a Udo a todas partes y hacen lo que él quiere. Él les regala mp4 y consolas. Así, poco a poco, nos dejaron de lado. Bueno, todos menos Jimena que siempre está conmigo y me echa las cartas... aunque hoy ha fallado, me dijo que vendría, pero al final no ha venido... es raro... ¿estará bien? –¿Y qué ocurrió después? –preguntó el anciano con inusitado interés por esa riña de colegio–. –Pues que entonces los chicos empezaron a faltar a clase y las pocas veces que los veía se metían constantemente conmigo y con los demás que seguíamos nuestra vida normal.

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Se burlaban de mí por mis dientes rotos –se los enseñó sonriendo– me los rompí hace un año jugando a los bolos… ¿sabes? –afirmó– y me llaman loca y niñata. –¿Por qué? –le preguntó el gentleman con preocupación–. Pero... ¿con qué golpeabas los bolos, cariño? Kasandra se puso como un tomate... –Pues errr... verás es que... solo lo sabe Jimena, bueno y los niños de la pandilla, claro. –Prometo no decírselo a nadie –dijo Sir William poniéndose la mano en el pecho–. –La verdad es que no me rompí los dientes jugando a los bolos… –¿Ah, no?, ¿y cómo fue entonces? –Vas a pensar que estoy loca si te lo cuento… –No, pequeña, tengo muchos años y he visto cosas que no te imaginarías jamás. –Eso decía mi abuela siempre... jejeje... pues, verás, me rompí los dientes intentando perseguir a un hada. Una tarde volvía del colegio en bici por el camino que cruza la carretera y vi un fulgor entre los árboles, se lo dije a Jimena, pero ella no se atrevió a meterse en el bosque, en cambio, yo la seguí. Cuando había avanzado unos pocos metros la encontré posada en una rama. Sin detener la bici, saqué la cámara de fotos que me había regalado Ud… –Mmm –musitó el abuelo y la miró con picardía–, veo que tú también te hiciste amiga de Udo, ¿no es así?

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–No, no, bueno... sí. Él quería que fuera amiga suya hasta que les conté esto que te estoy contando a ti. Desde entonces todos se rieron de mí, y ya no volvimos a ser amigos. –No pasa nada, pequeña, cuéntame, ¿qué sucedió después? –Aproveché que el hada se encontraba distraída e intenté sacarle una foto. Yo iba a toda velocidad en bici y con la cámara de fotos en la mano, ella debió de oirme y salió volando. La perseguí y no vi la rama... Bueno, no vi la rama, ni el árbol, ni la piedra del suelo… me caí de bruces de la bici y me rompí los dientes. Y por si fuera poco desastre, los chicos se enteraron y se rieron todo lo que quisieron de mí. Oriol me dijo que era una niñata fantasiosa y que quedaba expulsada de la pandilla y Udo me pidió que le devolviera la cámara y me dijo al oído: Las hadas no existen, ni existirán nunca, tonta. A partir de entonces, cada vez que me ven se burlan de mis dientes rotos y me dicen cosas siempre que vuelvo a casa del cole. ¡Encima!, mi madre me dice que de momento no me va a llevar al dentista y que estoy muy graciosa así –Kasi se cruzó de brazos enfurruñada aunque no pudo evitar sonreír. –Sólo Jimena me escucha. Ella también habla con las flores y con los perros y me dijo que una vez tam-

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bién vio un hada… aunque creo que me lo dijo para ser buena conmigo... ¡Pero, la verdad, es que la vi! ¡Juro que la vi, aunque nadie me crea! –Yo te creo Kasandra –le dijo con seriedad Sir William–. Las hadas odian que les saquen fotos. Kasandra se quedó callada pensando que, si ella estaba loca, el anciano debía de estar como una regadera... ¿o quizá hablaba en serio? Fuera lo que fuese fingió no haberlo escuchado y siguió con su historia. –Ahora prefiero no contarle a nadie las cosas que me suceden, bueno, a Huguito sí, como es pequeño me comprende –entonces se acordó–. ¡Aaaahhh, pobre Huguitoo!! ¡¡Ya no es pequeño!! –exclamó llorando al recordarlo. –Seguro que mi madre está de los nervios ya. Me va a echar la bronca de mi vida cuando se entere de que he perdido a mi hermano. –No ha sido culpa tuya, Kasandra, hay muchas cosas que aún tienes que saber, cuando llegue su debido momento... mientras tanto, no debes estar triste. ¿Sabes?, los demonios se alimentan de la tristeza, te lo digo porque lo sé de buena tinta. Y respecto a tu madre, todo es muy incierto. Si lo que sospecho es verdad, aún nos queda tiempo para encontrar a tu hermano antes de que ella se percate de todo –diciendo esto sacó otro pañuelo y le sonó los mocos a Kasandra que ya casi no podía respirar de tanto soponcio. Ella se alejó con cierta desconfianza. –¿Te puedo preguntar algo...? –le dijo. –Sí, claro, –contestó el caballero.

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–¿Qué fue lo que salió de tu boca cuando tosías antes? Me dio miedo. –¿Lo viste? –exclamó el anciano sorprendido–. Es increíble, parece que tu abuela estaba en lo cierto, tienes un gran talento... –No serás malo, ¿no? –insistió Kasandra, pensando que quería cambiar de tema. –No, pequeña, lo entenderás con el tiempo. A veces en la vida hay que hacer elecciones y sacrificar cosas... pero no tienes nada de qué preocuparte, soy yo quien lo controla a él. Kasandra observó un destello de sinceridad infantil en la mirada del abuelo. –No te preocupes, ¿sabes?, yo también sé más cosas, prometo guardar tu secreto si me guardas otro –confesó Kasandra ya algo más despejada–. No se lo he dicho a nadie, pero..., quizá sí estoy loquita como dicen, porque aunque todos piensan que mi abuela está muerta, yo no sé por qué, no me lo creo... –Sabes, pequeña, creo que coincidimos en... No acababa Paraguas Negro de decir la última frase cuando en las aguas del río frente a ellos se formó un gran remolino. Con un gran estruendo un peculiar buzo

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saltó fuera del cauce al paseo donde se encontraban Kasandra y Sir William. —¡Good morning!, Paraguas Negro, ¡Cuánto tiempo! —dijo el buzo dirigiéndose a Sir William desde debajo de su escafandra. —Buenos días, Anca —contestó el caballero— ¡En efecto, hacía mucho tiempo que no nos veíamos, viejo amigo! Ambos se dieron la mano cortésmente, aunque era evidente que contenían una enorme alegría que, seguramente, les habría llevado a darse un abrazo en otras circunstancias. —¿Y quién es esta encantadora dama que tenemos aquí ? Kasandra se disponía a presentarse ella misma cuando inesperadamente, el buzo, haciendo ademán de quitarse la escafandra, acabó por arrancarse toda la cabeza con el casco incluido y la dejó reposando bajo el brazo para proseguir la conversación a la altura de su cintura, ante el asombro de la niña que se quedó muda. —Jeje —sonrió Sir William al ver la estupefacción de la pequeña—. Se llama Kasandra y es la nieta de Benita.

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—Entonces esto debe ser para ti, me imagino —Anca sacó de una bolsa de plástico impermeable una extraña caja de color negro con dos correas a cada lado. —Tu abuela me lo envió, venía acompañado de un curioso mensaje. Kasandra, algo temerosa, tomó la caja; en uno de sus lados se leía: Para ser entregado a mi nieta Kasandra el día de mi funeral. Miró a Paraguas Negro pidiéndole una explicación a tanto misterio. —Ella sabía que... ¡Oh!, pero... ¿qué es esto? —dijo al abrir la caja y sacar un extraño traje— ¿Un disfraz de... de ¡bruja!? —Preguntó llena de nervios. —Creo que es hora —dijo Sir William mesándose el gran mostacho—, de que le contemos algo a nuestra pequeña antes de que se desmaye con tanta confusión. ¿No te parece Anca? —Mmm... ¿No crees que deberíamos someterla, antes, a un escaneo de aura? Podría tratarse de algún Farsomonio polimorfo que hubiera tomado la forma de la niña y ya no se acordara de que lo es —afirmó el hombre anfibio acercando su escafandra a la cara de Kasandra. —Anca, ¡por favor! —protestó Sir William. —No es la primera vez que nos sucede William, recuerda a aquella simpática acordeonista que resultó ser una familia entera de fiscales-orangutántulas. Kasandra frunció el ceño y se alejó algo ofendida. —No soy ningún farsomonio. Además, vosotros sí que sois raros —refunfuñó mientras les daba la espalda.

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—Perdónale querida, —interrumpió Sir William—, creo que llevamos demasiado tiempo en alerta constante y luchando contra demonios y, en ocasiones, nos volvemos algo aprensivos —y desequilibrando con un suave codazo a Anca, que por poco pierde la cabeza, añadió —que conste que dijiste que era simpática... Anca iba a protestar cuando Sir Willam cambió de tema: —Con tu permiso voy a continuar con la historia. A ver por dónde empezamos... Para comenzar, tu abuela Benita perteneció al “MI18”. Se trata de una antigua sociedad secreta de brujos e investigadores de lo oculto reclutada como departamento de “inteligencia mágica” durante la Segunda Guerra Mundial. Ninguno la llamábamos así, claro, preferíamos referirnos a ella como “la Agencia”. —¿Una agencia de brujos? Pero... tiene que estar equivocado ...¡mi abuela era pipera y castañera! —contestó Kasandra. —Je. Sí, y yo soy monitor de natación sincronizada—dijo Anca con expresión burlona. —Verás —continuó Paraguas Negro con paciencia—, tu abuela se retiró hace ya mucho tiempo, incapaz de seguir viviendo con ese secreto continuo y preocupada porque su vida de investigadora acabara poniendo en peligro a su familia. Kasandra, boquiabierta, no daba crédito a lo que estaba escuchando: su abuela Benita, ¡una agente! y ¡¿bruja?! —Mantén la cabeza sobre los hombros, esto no es nada, ojos azules, aún te queda mucho por descubrir —le aconsejó Anca apoyando su escafandra sobre el hombro para intimidarla.

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—Cómo ya sabrás —continuó Sir William— logró ser muy feliz. Pero siempre temió que tarde o temprano las cosas cambiaran y le pasara algo a su hija, tu madre, o a sus nietos, pues sabía que muchos de sus enemigos no la dejarían en paz. Es por eso que se mantuvo siempre en estrecho contacto con miembros de la Agencia. —¿Vosotros también sois brujos de esa agencia? —interrumpió Kasandra. —Por supuesto —dijo Sir William, mirando a Anca con una sonrisa socarrona—. Nosotros somos... ejem... el alma de la Agencia, ¿no es así, Anca? —Sí, —apostilló el anfibio—. Se podría decir que la Agencia, ahora mismo, es estos dos ancianos que tienes delante de ti. —Verás, actualmente la Agencia está casi desmantelada, quedamos pocos en activo y ya somos ancianos. Seguimos en esto por vocación y porque creemos necesario seguir atentos por los posibles peligros que puedan venir. Sin embargo, los nuevos políticos no nos creyeron, olvidaron o subestimaron los peligros del pasado. Los pocos ancianos que aún seguíamos alerta fuimos tachados de locos o de románticos por la poca gente que sabía de la existencia de la Agencia. —Decían que ya no eramos necesarios, que no eramos más que un grupo de vejestorios inútiles. Llegaron a decir que a nuestro lado, los de Star Trek parecían las Supernenas —añadió Anca indignado. —La desaparición de Benita ha confirmado mis peores augurios. Por las noticias de tu abuela y por las extrañas cosas que estoy viendo creo que no hemos soportado estos ataques en vano.

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—Entonces, pudiste hablar con ella antes de...? quiero decir... ¿Entonces mi abuelita era una bruja? —Sí, sí a las dos, pequeña. Cuando tu abuela se fue recibí un último aviso suyo emitido en forma de bostezo que me decía que cuidara de ti, pues la rebelión de los niños ya había comenzado. También me advertía de lo importante que era que te hiciéramos entrega de esta caja que ella había enviado a la Agencia días antes. —Pero, ¿qué tiene todo esto que ver con Hugo? —Tienes que confiar en mí, pronto lo entenderás, Kasandra, aunque yo no te puedo ayudar en todo. Hay misterios que tendrás que comprender tú sola —al acabar de decir esto, sonó un zumbido en el chaleco de Sir William—. Es el rastreador —dijo él—, ya tenemos a tu hermano localizado. Paraguas Negro sacó un artilugio con forma de lupa, activó un pequeño botón metálico en su mango y al hacerlo...

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... se proyectó sobre el suelo un mapa en tres dimensiones de la ciudad. Un destello señalaba la ubicación de Hugo. —Está en el sur de la ciudad en un edificio de oficinas. ¡Rápido; no hay tiempo que perder! —¿Os puedo ofrecer transporte? —dijo Anca. Paraguas Negro se mostró agradecido y Kasandra también, aunque no entendía muy bien de qué transporte se trataba y sonreía nerviosa—. Entonces, ¿me pongo el traje ya? —preguntó sin saber qué decir. —Aún no, —Paraguas Negro se tiró rápidamente del bombín hacia abajo y se cubrió la cara con una especie de neopreno que parecía también salir de sus guantes y sus botines, revistiéndole por completo de un tejido aislante. —Ponte esto, jovencita— le dijo Anca lanzando a sus manos un extraño disfraz de goma con forma de reptil—. Es un modelo que diseñé en el ‘67, entonces se llevaba mucho el cocodrilo. Lo llamé “Leyenda Urbana” y esta confeccionado con un tejido que te hará superdeslizante en cualquier superficie pseudoacuosa.

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Kasandra no parecía muy conforme con lo que le tocaba, pero se colocó la caja negra cogida por la correas a modo de maleta y se enfundó el traje anfibio. Tras zambullirse en las gélidas aguas con sus trajes aislantes, los tres se agarraron a la extraña hélice motora de Anca y emprendieron rumbo al sur para rescatar a Hugo. Mientras, en el paseo del río, ahora vacío, un siniestro viento comenzaba a revolver los periódicos en las papeleras. Elevándose por los aires como si hubieran cobrado vida propia, avanzaron hasta el banco donde habían estado sentados nuestros protagonistas. Sobre la madera del respaldo descansaba el conejito de peluche de Hugo que Kasandra había dejado olvidado allí. Los periódicos se cernieron amenazadoramente sobre él, cubriéndolo por completo.

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n el fondo del río nuestros tres personajes anfibios avanzaban agarrados a la hélice propulsora de Anca. Kasandra contemplaba el cenagoso fondo con asombro, pues jamás habría sospechado que allí pudieran encontrarse todos los objetos que estaban desfilando ante sus ojos: enmarañados entre las algas, viejos esqueletos de sirena por cuyas costillas ondulaban las anémonas, extraños submarinos de guerra varados como cascarones de ferralla en el fondo de barro. En los remansos, tritones mendigos dormían en la más abyecta oscuridad entre burbujeantes ronquidos, aferrados a mohosas botellas que parecían no contener otra cosa que un mensaje en su interior. Más allá, donde el río giraba hacia la periferia, se adivinaban cordilleras de chatarra inverosímil: trenes, tanques, turbinas colosales, aviones de sofisticados diseños futuristas, estampados contra columnas de civilizaciones remotas, y un sinfín de restos olvidados por todos salvo por los seres de la ciénaga que abrazaban sus siluetas destartaladas en el silencio abisal del río.

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–¿Qué es todo esto que vemos? –preguntó Kasandra por el interfono que los comunicaba. –Son restos de la Séptima Guerra Mundial, mi niña. –¡¿La Séptima Guerra Mundial?! –exclamó Kasandra, incrédula. –Efectivamente –continuó el Sir– a raíz de la Segunda Guerra Mundial, que fue la última que se dió a conocer a los medios públicos, cinco guerras más tuvieron lugar en otras dimensiones usando los que fueron llamaron, poderes ocultos. Estos poderes fueron descubiertos durante la Segunda Guerra. Todo esto sucedió hace muchos años pequeña, te estoy hablando de un momento de gran crisis en el que las naciones estaban desesperadas por encontrar el arma que les ayudara a ganar la guerra. Algunas de las potencias de esa época reunieron a los más eminentes científicos para que investigaran las leyes de la física. Fue así, jugando con la propia realidad como consiguieron descubrir la energía atómica, tristemente utilizada en el arma decisiva que seguramente conoces y que fue utilizada en Hiroshima y Nagasaki con horribles consecuencias. En otra parte del mundo, un grupo de los más sabios magos de los cinco continentes liderados por Alistair Crowley, el fundador de la Agencia, se reunieron y abrieron portales dimensionales de donde brotaron nuevas fuerzas mágicas. Lamentablemente, estas fuerzas se hicieron incontrolables y, aprovechándose de las diferencias que existían entre los magos, seres de otras dimensiones entraron en nuestro mundo.

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Los seres humanos, con su estupidez habitual, en vez de unirse para derrotar a estos demonios y cerrar los portales, prefirieron aliarse con ellos para derrotar a sus viejos enemigos. Por ello, mientras la humanidad gozaba de un aparente periodo de paz, cinco guerras mágicas más tuvieron lugar entre este plano y los mundos mágicos. La misión de la Agencia, en la que trabajaba tu abuela con todos nosotros, era la de luchar en estas guerras secretas contra los demonios y ejércitos mágicos que habían entrado en nuestro mundo. INFORMACIONES

lunes 5 de agosto de 1945

d dad aliida Eal E rE s una r Es lE al ona nsiion Ens El portal dimE WALLACE gUILLERMO T. W GlasGow

Un equipo de magos de élite, liderado por el conocido experto en magia Alistair Crowley, ha logrado entrar en los anales de la historia. El domingo 4 de agosto quedó oficialmente abierto el portal dimensional 1 a las afueras de Foyer, en Escocia, una localidad cercana al Lago Ness. Con esta hazaña ¿científica? el viejo maestro parece querer hacer realidad su lema: “El método de la ciencia, el objetivo de la religión”.

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Tu abuela fue una gran agente y derrotó a numerosos Kalimonios que pretendieron invadir nuestro plano, a Iatromagos al servicio de otras potencias o, simplemente, a humanos de corazón débil que se habían dejado seducir por el poder de los Shogunes de los avernos dimensionales, por citarte algunos de los más amistosos engendros con los que nos tocaba lidiar. Finalmente, los intereses cambiaron y las guerras terminaron dando lugar a un nuevo orden mundial, las potencias apostaron por la tecnología y relegaron la magia al olvido. De los seis portales abiertos hasta 1988 se cerraron cinco; y el último se mantuvo abierto y gestionado por las dos potencias hegemónicas que entablaron relaciones pacíficas para su uso e investigación. En contra de lo que los políticos quisieron pensar, muchos seres de otras dimensiones permanecieron en este mundo y muchos viejos enemigos de la Agencia se escondieron bajo apariencia humana para seguir haciendo de las suyas. Cualquiera de ellos pudo haber vuelto para vengarse de Benita. –Pero los policías le dijeron a mi mamá que la abuelita había muerto en una desafortunada explosión de la bombona de gas de su cocina –insistió Kasandra tratando de aferrarse a lo conocido. –Yo ya soy demasiado viejo como para creerme esa versión, –dijo Anca haciendo un gesto de impaciencia con la mano– No me extrañaría nada que tu abuela hubiera caído en una emboscada de los periódicos asesinos. Ella lo sospechaba todo, recuerda que fue ella quien envió una caja a su propio funeral porque sabía, con certeza, que todo esto iba a ocurrir.

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–Coincido plenamente contigo, amigo acuático, –añadió Sir William–. Después, los periódicos pudieron perfectamente hacer parecer que se trataba de un accidente. Recuerda también como “ellos” manipulan los hechos con supuestas noticias, logrando que lo que escriben se convierta en realidad. Y hay algo más... –agregó– sospecho que el cambio de comportamiento de tus amigos está relacionado con todo esto. Kasandra se quedó absorta, pensando en la terrible revelación que acababa de escuchar. Se sentía muy pequeña y desprotegida en el fondo de ese oscuro río. La realidad que antes le parecía inmensa se hacía ahora, además, incomprensible. El camino por la cloaca no fue mucho mejor que por el río, los canales que conectaban la ciudad eran hediondos y estaban llenos de alimañas. Sin embargo, todo parecía resbalar sobre la piel de cocodrilo de Kasandra.

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Bueno amigos, yo me despido aquí. Esa es la entrada a la cloaca central que os llevará directo al sur, ¡suerte! ¡Suerte! ¡Gracias amigo!

Al llegar a un pequeño conducto de salida, la señal del rastreador comenzó a agudizarse. Sir William supuso que se encontraban debajo del edificio. Ambos tomaron el camino del pequeño conducto e inexplicablemente, gracias a sus trajes, su cuerpo se volvió lo suficientemente deslizante y elástico como para subir por los estrechos tubos de desagüe. Todo parecía resultar bastante fácil, aunque Sir William ya le había advertido a Kasandra que el final del camino podía ser algo “desagradable”...

¡¡ PUAGHHH!!

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Son gajes del oficio pequeña...


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