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Mi propia semblanza como enfermera

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Prólogo

Prólogo

que pensara: “si no podía aprender a recibir una orden, ejecutarla y no hablar en absoluto cuando la asaltaban dudas o el deseo de saber, se iba para la casa”, al igual que cuando se equivocaba en la ejecución de una orden médica (Jamieson, Sewall y Suhrie, 1968, p. 201). A pesar de ser profesional, como enfermera fui formada en un currículo oculto de reverencia, sumisión y subalternidad al médico. Como estudiante, observé la actitud de sumisión a los médicos de muchas de las enfermeras y de mis profesoras en los hospitales donde hice práctica. También vi la actitud de superioridad y arrogancia en los estudiantes y profesionales médicos hacia el equipo de enfermería, algo que aún hoy sigue ocurriendo. Desde entonces, me resulta paradójico que en nuestra formación insistan en la autonomía, cuando en realidad, en el ejercicio de la práctica clínica, se espera del profesional de enfermería que sea sumiso, que no opine ni piense; si lo hace, se le señala de conflictivo. Por esto me molesta y me inquieta que, siendo Florence Nightingale una mujer insumisa, su proyecto de formar enfermeras mantuviera la idea de la mujer obediente y sumisa que no debía “interferir con los médicos, sino asistirlos” y que el centro de la formación en enfermería no fuera enseñar a saber y a pensar, sino a hacer. Mujer contradictoria, pese a considerar a las mujeres de su clase y de su época como “asnas elegantes” (Guhl, 2005, p. 100), su proyecto para formarlas como enfermeras se centró en la disciplina, el trabajo sacrificado y la subordinación a los médicos, elementos con los que difícilmente se podrá llegar a hacer algo parecido al trabajo realizado por Florence Nightingale en el siglo xIx.

Mi propia semblanza como enfermera

Florence Nightingale, fundadora de la enfermería moderna, realizó transformaciones en la atención hospitalaria, en la salud pública y en la sanidad militar. Mujer blanca burguesa de su época, mantuvo e institucionalizó la subordinación femenina en el ámbito público y en las instituciones hospitalarias. Por ello me confronta, y aunque

reconozco que consolidó la enfermería moderna y logró importantes transformaciones en la atención de los enfermos, hasta convertirse en el ideal al que debe aspirar toda enfermera, rechazo la vigencia de su pensamiento acerca de la subordinación y obediencia en enfermería. Por esta razón, como mujer enfermera, presento mi propia semblanza. Desde hace veintidós años, soy enfermera. Hice mi primaria en el Colegio Jardín Infantil, entre cuyas normas figuraban la de llegar los domingos muy temprano, con el uniforme de gala, para asistir a misa; quien no lo hiciese, debía ir el siguiente sábado por la mañana a pagar castigo en el colegio. También dos o tres veces al año nos llevaban al ancianato del pueblo para llevar víveres y realizar actividades de recreación y acompañamiento a las personas mayores que allí vivían. Realicé mis estudios de bachillerato en el Colegio Femenino de las Hermanas de la Presentación, en Ubaté, municipio ubicado a dos horas de Bogotá, en el altiplano cundiboyacense, región conservadora y profundamente católica. Durante aquellos años, hacíamos actividades de trabajo social con los habitantes de uno de los barrios más vulnerables del municipio. Fue por esto que decidí estudiar enfermería, porque desde muy niña, tanto en mi hogar como en el colegio, recibí una educación con la que se me enseñó que debía ayudar a los demás, así que más tarde vi en el estudio de la enfermería la oportunidad de hacerlo. Recuerdo a la hermana Clara Inés, quien, además de ser mi profesora de Comportamiento y Salud en el Colegio de la Presentación, era jefe del Departamento de Enfermería en el hospital de Ubaté. Ella me preparó para presentar la entrevista de admisión a la carrera de Enfermería. Como me fue bien en la entrevista, pasé de estudiar en un colegio religioso femenino a estudiar en una universidad religiosa, en una profesión considerada femenina, siendo, además, curiosamente, la mayor de cuatro mujeres de un hogar católico. No en vano fui jefe de infancia misionera, jefe de grupo juvenil, catequista e integrante de un grupo religioso, es decir, una vida hasta

entonces rodeada de mujeres y con una formación basada en valores y principios de carácter religioso que reafirmaron en mí la vocación por el estudio de la enfermería. Como estudiante de enfermería fui formada con total admiración hacia Florence Nightingale. Disfruté y sufrí cada semestre. Recuerdo la Ceremonia de la Luz para la imposición del uniforme de la práctica clínica. Esta ceremonia tenía como centro la realización de una misa en la que el mensaje permanente era la consagración como estudiantes de Enfermería al servicio de la humanidad. Durante la ceremonia, la decana de la Facultad compartía el fuego sagrado a cada una de las estudiantes que recibíamos el uniforme, en memoria de la luz de la lámpara usada por Nightingale en sus rondas por el Hospital de Scutari, durante la guerra de Crimea, y por la cual fue llamada la dama de la lámpara. Enseguida, la madrina o padrino nos colocaba una imagen de la Virgen María y, al terminar la ceremonia, nos entregaba una rosa. Como estudiante, recuerdo tres situaciones que me llamaban la atención, me producían molestia e incluso me maltrataban en más de una oportunidad. La primera situación se relaciona con las clases de Patología que nos dictaban los médicos, en las que nos decían que no hiciéramos más preguntas, pues éramos estudiantes de Enfermería y no necesitábamos saber más. La segunda situación que me generaba curiosidad era observar cómo las instalaciones de la Facultad de Enfermería parecían una clausura conventual a la que difícilmente una estudiante podía ingresar. La tercera situación era la verticalidad en las relaciones entre profesora y estudiante y, en las prácticas, entre el médico y la enfermera jefe del servicio o la docente de Enfermería, e incluso entre los estudiantes de Medicina y las estudiantes de Enfermería. Enfermería estaba para servir a los médicos. Por ejemplo, en aquella época, los guantes se reutilizaban y, una vez el médico los usaba, los dejaba sucios en un lavamanos y las auxiliares o las estudiantes de Enfermería debíamos lavarlos y colocarles talcos para esterilizarlos y para que el médico pudiera usarlos nuevamente.

Al graduarme e iniciar mi vida laboral, empecé a vivir en carne propia lo que significaba la relación vertical entre médicos y enfermeras. Recuerdo que, siendo profesora de Enfermería, en una oportunidad, sin darme cuenta, me extendí cinco minutos más de la duración de la clase. Cuál no sería mi sorpresa cuando el médico, profesor de Farmacología, ingresó y, frente al grupo de estudiantes, me gritó que me saliera y que, si no lo hacía, él me sacaba del salón. Al llegar a la Facultad, hablé con la profesora encargada de coordinar las clases de Medicina y, cuando estábamos reunidas, el profesor la llamó y fue ella quien le ofreció disculpas a él por mi demora con la clase. La reacción de la profesora me molestó; pese a que me habían enseñado que era mejor guardar silencio y no decir nada, presenté mi queja por escrito sin recibir respuesta alguna. Decidí no insistir, para evitar ser señalada como conflictiva, porque era mal visto expresar desacuerdo o inconformidad. Entonces, me quedé callada, aunque la molestia continuaba. Como profesora, comencé a escuchar expresiones de felicidad en las recién graduadas cuando conseguían trabajo y, al poco tiempo, la insatisfacción por los bajos salarios y precarias condiciones laborales, e incluso el maltrato de los médicos, colegas y pacientes en los hospitales, hasta el punto que una de mis compañeras, profesora de medio tiempo, quien trabajaba como enfermera en el servicio de cirugía de un hospital, fue agredida físicamente por un cirujano que tenía el mal hábito de referirse de forma grosera e irrespetuosa hacia las enfermeras y había intentado golpearla fallando en el intento. El médico justificaba el maltrato físico, verbal y psicológico hacia el equipo de enfermería argumentando que así funcionaba mejor el servicio de cirugía. Esta situación me generó indignación y lo comenté en una reunión en el trabajo esperando una respuesta solidaria. Sin embargo, se me dijo que mi indignación correspondía a una “solidaridad chichipata” —ilusa— y que no arriesgarían su trabajo por un asunto que no les correspondía. Además de mi sorpresa por la respuesta, me sentí frustrada y agredida. En otra oportunidad, una egresada me comentó

que la enfermera jefe del departamento le había llamado la atención por atreverse a sugerir a un médico que le formulara un analgésico a un paciente que tenía un diagnóstico de cáncer y sentía mucho dolor. El llamado de atención que le hicieron no había sido por la necesidad apremiante del paciente, sino por la osadía de la enfermera con el médico. Al comentar nuevamente la situación en mi lugar de trabajo, la respuesta fue: “eso siempre pasa, no debió hacer esa observación”. Así podría continuar narrando cientos de situaciones que me llevaron a sentir que algo no estaba bien. Si mis compañeras no veían estas situaciones como anormales y problemáticas, tal vez el problema era mío, pero ¿cómo explicar que cada vez que se presentaba una situación similar la percibiera de esa forma? Sin embargo, la situación es aún más compleja. A los hechos mencionados se suma una molestia que viví como estudiante y que se mantiene en mi ejercicio como profesora de enfermería: se relaciona con la imposición de una serie de teorías, modelos, paradigmas y metaparadigmas de la enfermería estadounidense en los currículos de enfermería colombiana que, en mi concepto, son acríticos, elaborados para un sistema de salud diferente del colombiano, en unas condiciones laborales distintas, con una realidad socioeconómica diferente, pero que se impone como camisa de fuerza en los contenidos de formación de la enfermería colombiana. Así, se llega hasta el punto de mantener una dependencia en la generación de conocimientos de la enfermería estadounidense, para incluirlos en los currículos colombianos, sin tener una producción propia que dé respuesta a las necesidades del ejercicio laboral y a las necesidades de cuidado de salud de la población colombiana, siendo muy poca la producción de conocimiento contextualizada. Me interpela la actitud de sumisión y de sacrificio, así como las condiciones de precariedad en el ejercicio profesional de la enfermería. Según la base de datos del Registro Único Nacional de Enfermería de la Asociación Nacional de Enfermeras de Colombia (aneC), a septiembre de 2013, el 92% de los egresados de las facultades de enfermería del país corresponde a población femenina (Carvallo, 2014);

el desempleo en enfermería oscila entre el 37% y el 38%. El 50% de la vinculación laboral en 2012-2013 fue flexible, con graves implicaciones socioeconómicas para las mujeres enfermeras, y los salarios fluctúan para el 50% de trabajadoras entre $500000 y $1500000 y para el resto entre $1500000 y más de $2000000, evidencia de que los bajos salarios tienden a incrementarse. Además, el 40% de las profesionales no tiene vivienda propia, el 55% tiene personas a cargo y un 27% corresponde a mujeres cabeza de hogar. En relación con la seguridad social, al comparar la información del periodo 2002-2005 con el periodo 2010-2013, se observa una reducción importante en la vinculación de las profesionales de enfermería a pensiones y riesgos laborales (Carvallo, 2014). Según señalan Lunard, Peter y Gastaldo (2006), en su artículo “¿Es ética la sumisión de las enfermeras? Una reflexión acerca de la anorexia de poder”, la falta de poder en las enfermeras se comprende en relación con la realidad de las mujeres como grupo oprimido. Para los autores, la sumisión se vincula con la existencia de estereotipos sociales y sentimientos de incapacidad que disminuyen la autoestima: “el estereotipo social vigente de mujer pasiva y vulnerable hace que algunas mujeres, entre ellas las enfermeras, tengan la sensación de que, cuando ejercen el poder para el que están perfectamente capacitadas, están perdiendo parte de su feminidad” (p. 275). Por su parte, Amélie Perron (2013), en su artículo “Enfermería como práctica ‘desobediente’: el cuidado de sí, la parresía de la enfermera y el desmantelamiento de una paradoja sin fundamento”, analiza la dificultad permanente de la enfermera para vincularse con la política y la persistente creencia acerca del posicionamiento político como antítesis de los cuidados de enfermería de calidad. Russell escribe lo siguiente en La mercantilización de la vida íntima (2008, p. 11): “dice la sabiduría popular que quien recorra sin brújula un largo trecho de espesura virará gradualmente […] hacia el costado, andará en círculos y terminará en el mismo lugar desde donde partió”. Efectivamente, me encontraba sin brújula, recorriendo un camino en búsqueda de explicaciones y regresaba al mismo

punto, experimentando lo que Betty Friedan, a finales de los años 50 y comienzos de los 60 del siglo xx, señaló como “un malestar que no tiene nombre” (2009, p. 12). Este malestar, señalado por Friedan, se caracterizaba por los mismos sentimientos de frustración, tristeza, vacío e insatisfacción que experimentaban las mujeres dedicadas al hogar. En mí, tal frustración, vacío e insatisfacción se relacionan con mi rechazo a la perpetuación de actitudes de subordinación, de silencio, de obediencia y de sacrificio en docentes y estudiantes. A quien se atreva a salirse de los límites señalados para la enfermería, se le someterá cuantas veces sea necesario al proceso de disciplinamiento y control, para recordarle su lugar en la sociedad. A diferencia de los malestares sin nombre expuestos por Friedan para las mujeres dedicadas al hogar en los Estados Unidos, mi malestar, que sigue estando vinculado con lo esencialmente femenino, se desarrollaba no en el ámbito del hogar, sino en los ámbitos de trabajo en los que me he desempeñado como enfermera y como profesora. Me había graduado, era una profesional y estaba trabajando, por lo que se esperaba que fuera una feliz trabajadora. Pero no era así. Experimentaba impotencia y frustración frente a situaciones de injusticia por los bajos salarios y las precarias condiciones laborales de las egresadas y compañeras que trabajaban en el área hospitalaria. Un vacío al sentir que la formación de pregrado, principalmente técnica, me era insuficiente para comprender la realidad del país. Muchos años más tarde, gracias a mujeres como Tania Pérez, Liliana Vargas-Monroy, Juliana Flórez, Silvia Federici y Gloria Anzaldúa comprendí que “la cultura espera que las mujeres muestren mayor aceptación a, y compromiso con, el sistema de valores que los varones. La cultura y la Iglesia insisten en que las mujeres estén sometidas a los hombres” (Anzaldúa, 2004, p. 73). Una cultura en la que me encontraba atrapada, por mi formación e historia personal. También comprendí que en enfermería se vive una tensión con doble mensaje. Mientras se les dice a las estudiantes que el profesional de enfermería es autónomo y que no es la mano derecha del médico, en la vida práctica la enfermera del servicio y la profesora enfermera

mantienen una actitud de reverencia y sumisión al médico, que es observada y reproducida por los estudiantes. Por todo lo expuesto, a partir de la apertura a los estudios de la gubernamentalidad, la discusión modernidad-colonialidad y el feminismo posestructuralista, entre otros, me permito denunciar una realidad histórica en la enfermería, que he vivido y desde la cual no asumo una posición de neutralidad. Busco desnaturalizar y problematizar la subjetividad imperante en la enfermería como única verdad. En palabras de Juan Carlos López, no pretendo “encontrar verdades definitivas, sino abrir nuevas posibilidades, nuevas comprensiones […] resignificar ciertos conceptos que a su vez dan paso a discursos críticos y liberadores en donde hay prácticas sistemáticas de opresión” (2011, p. 12). Desde mi parcialidad, me aproximo a la ontología histórica de la enfermería. Es por ello que, en esta obra, afirmo que en la formación universitaria en enfermería existe un currículo oculto, de género, del cual no somos conscientes y que tiene efectos en el ejercicio profesional en enfermería. Entonces, ¿cuáles son los discursos y juegos de verdad que emergen en la historia de la formación universitaria en enfermería, en torno a la enfermería y al sujeto de la formación de enfermería?, ¿cuáles son las prácticas discursivas y no discursivas que mantienen el currículo oculto de género?, ¿qué explica la vigencia del dispositivo de género en la formación y ejercicio de la enfermería? y ¿por qué se mantienen inamovibles? Estas son las preguntas a las que responde este libro, en el contexto del planteamiento de un dispositivo disciplinar desarrollista, de un dispositivo de racialización y de un dispositivo de género en Colombia. Por tanto, se estudian las formas de gubernamentalidad que marcaron la formación universitaria en enfermería en las décadas de 1950 y 1960, en un programa de formación universitaria en Bogotá.

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