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Ontologías y antropología: apuntes sobre perspectivas en disputa

Daniel Ruiz-Serna y Carlos Del Cairo

Introducción ¿Qué significa ser humano en un mundo en el que las fronteras entre cultura y naturaleza no son solo porosas sino, desde algunas perspectivas, insostenibles? ¿Qué posibilidades de habitar el mundo y qué prácticas éticas son posibles cuando se reconoce el papel que los no humanos juegan en la constitución de este y de otros mundos? ¿Qué desafíos conceptuales y metodológicos supone tal reconocimiento para las prácticas antropológicas contemporáneas? Estas son algunas de las cuestiones sobre las que gravita un conjunto de posturas teóricas y metodológicas que se han ido conociendo en la literatura antropológica como giro ontológico, una corriente que ha influenciado el ejercicio etnográfico en las dos últimas décadas y que se ha instalado con fuerza en los abordajes antropológicos sobre el Antropoceno: la era geológica en la cual las actividades humanas —guiadas por una ética antropocéntrica que hace de la naturaleza una dimensión disponible para satisfacer la voluntad humana— han puesto en riesgo el equilibrio ecológico del planeta entero. El Antropoceno supone, entonces, la materialización de aquello que el giro ontológico ha postulado como su marca registrada: la fusión, cuando no la obliteración, de los dominios de la naturaleza y de la cultura.

Si bien resulta un tanto arbitrario poner en la órbita del giro ontológico a tan variados enfoques conceptuales y contextuales, y aun cuando algunas de las personas que contribuyen en este volumen no se identifican necesariamente con tal etiqueta (antes bien, algunas incluso critican abiertamente sus fundamentos e implicaciones), sus trabajos son un llamado a sofisticar las maneras en que pueden explorarse los límites cada vez más difusos entre humanos y no humanos, a preguntarnos por las implicaciones de ser-en-compañía-de-otros, a indagar sobre la manera en que humanos y esos otros no-necesariamente-humanos estamos mutuamente constituidos, a lograr una mayor precisión teórica en este campo y a evitar la reproducción de sesgos simplificadores que terminan romantizando poblaciones o viendo agencias donde ciertamente no las hay. En este capítulo presentamos un conjunto de trabajos etnográficos y posturas conceptuales que describen, en algunos casos, las posibilidades que

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abre este movimiento y, en otros, las clausuras analíticas que este decreta. Nuestra principal pretensión es abrir el rango de posibilidades críticas que distintas posturas plantean para valorar o desvirtuar los alcances de este giro. En la primera parte, discutiremos lo que consideramos son los tres aportes más significativos que el giro ontológico representa para la antropología contemporánea, a saber: la descentralización de lo humano (un proyecto que ha tendido a formularse en términos de la superación del anthropos), la reformulación de la diferencia y de la otredad (planteada en términos de la proliferación de mundos o realidades), y la preponderancia de las prácticas y las relaciones sobre las representaciones y las identidades (una re-valoración de las ontologías relacionales). Desarrollamos estas tres contribuciones sin la pretensión de elaborar una exhaustiva revisión conceptual y genealógica sobre cada uno de estos temas, sino más bien con el propósito de trazar una hoja de ruta que permita a quienes lean estas páginas navegar a través de la organización del presente volumen. Posteriormente, enunciamos los principales debates que se desprenden de la postura crítica de quienes en esta compilación toman con particular precaución la novedad intelectual que se le atribuye al giro ontológico, y finalizamos con la estructura que guía este libro.

Pos-anthropos El primer punto común de quienes se alinean de uno u otro modo con el giro ontológico es el interés por descentralizar a los humanos como límites, ejes y actores fundamentales sobre los cuales debe enfocarse el análisis social, particularmente aquel que emerge de la sensibilidad antropológica. Una parte de este interés halla su fundamento en la crisis ecológica encarnada por el Antropoceno, la actual era geológica que algunos remontan a la Revolución Industrial de finales del siglo xviii y que se intensificó tras la Segunda Guerra Mundial con la llamada gran aceleración. El Antropoceno se caracteriza por la forma en que la escala y la magnitud de la agencia humana ha amenazado, en una dimensión inédita, el florecimiento y la proliferación de la diversidad de formas de vida que caracterizan nuestro planeta y los flujos ecológicos que los articulan. Al considerar a los humanos actores geológicos más que históricos, el acento se pone en el hecho de que los mundos naturales y sociales están cada vez más y más entrelazados, al punto de que las definiciones habituales de las ciencias humanas sobre el anthropos han mostrado su desgaste y sus limitaciones. Esas definiciones autorreferenciadas en torno al anthropos marcan un sello indeleble en la concepción moderna de la experiencia humana, que la separa de lo no anthropos y que se despliega como un proyecto político que pretende copar todas las sociedades que coexisten con Occidente. Las inquietudes ontológicas han contribuido

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a cuestionar el narcisismo que fundamenta la relación autocomplaciente del Hombre cuando reduce la naturaleza a un apéndice contextual sujeto a su voluntad (Braidotti 2015). También ha abierto posibilidades para configurar una perspectiva posantropocéntrica que supere el especismo derivado de aquel narcisismo, ya que “destituye el concepto de jerarquía entre las especies y el modelo singular y general de Hombre como medida de todas las cosas” (Braidotti 2015, 84). De este modo, como sugiere Rosi Braidotti, el vacío ontológico que se crea con la disolución de la jerarquía lo ocupa una proliferación de nuevos tipos de seres, cuya potencialidad agentiva los hace partícipes en la generación de inteligibilidad en el mundo.

Este enfoque poshumanista parte igualmente de la premisa según la cual la condición humana no puede entenderse sin abordar las intrincadas relaciones que los humanos entretejen con disímiles conjuntos de seres, objetos y materiales (humanos, no humanos, pero también sobrehumanos) (Bingham 2006). Autoras como Donna Haraway (2003) y Deborah Bird Rose (1992), por ejemplo, han argumentado que nuestra condición humana no es algo que simplemente se constituya en contraste con, o en oposición a, estas otras existencias, sino más bien en su compañía, con y a través de ellas. Resultado de un proyecto colaborativo con no humanos, aunque forjado muchas veces a través de relaciones asimétricas de poder (Haraway 2008), los humanos estamos constituidos relacional y sustancialmente por esas otras presencias. Piénsese, por ejemplo, en la domesticación como un ejercicio coevolutivo entre especies (Lien et al. 2018) o en la microbiota intestinal que ha evolucionado a nuestro par y en su enorme papel en la definición de nuestra condición de salud (Haraway 2008).

Ser, o mejor aún, devenir humano es algo que sucede siempre en compañía de otros. De ahí que, para algunas personas, lo ontológico del giro sirva para preguntarse qué cuenta como actor (con su agencia, por supuesto) y en qué contextos, por el tipo de agencia que estos actores manifiestan y por las relaciones y obligaciones que dichos seres reportan (Kohn 2015). La pregunta sobre aquello que cuenta como actor ha sido abordada de diversas maneras, incluyendo una amplísima variedad de argumentos, entre los que se cuentan los estudios sociales de ciencia y tecnología (Latour 1999, 2007, 2008), el nuevo materialismo o materialismo relacional (Bennett 2010; Coole y Frost 2010; Miller 2005; Holbraad 2015; Law y Moll 1994), la ontología orientada a los objetos (Bogost 2012; Harman 2016), la etnografía multiespecies (Haraway 2008; Kirksey y Helmreich 2010; Kohn 2007; Tsing 2012) y el animismo (Ingold 2000, 2006; Descola 1994, 2005). Sin embargo, también es un asunto que ha sido objeto de interpelaciones (e. g., Hornborg o Povinelli, en este volumen), sobre todo en las comprensiones críticas de qué es en concreto la agencia, como destacaremos más adelante. En las tres primeras aproximaciones, se considera que los objetos y los materiales actúan como cuasiagentes o actantes, esto es, que poseen sus propias tendencias, trayectorias y potencialidades, con las cuales modifican el curso de acción de

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otros actores con quienes se encuentran articulados a través de redes de relaciones. Al considerar los tipos particulares de agentividad que suponen estas otras existencias materiales, se pone en cuestión tanto la soberanía humana sobre el mundo como también el tipo de asociaciones que humanos y no humanos pueden forjar. De ahí surge otra noción clave: la de ensamblaje. Este es un concepto que fue inicialmente trabajado por los filósofos Gilles Deleuze y Félix Guattari (1987) y reformulado en los estudios sociales de ciencia y tecnología por autores como Bruno Latour (2008) y John Law (1994, 2009). El concepto de ensamblaje llama la atención sobre los aspectos dinámicos y las propiedades emergentes que caracterizan la convergencia o conectividad que pueden forjar entidades que poseen naturalezas disímiles. En términos llanos, los ensamblajes pueden entenderse como asociaciones que forjan entidades múltiples y heterogéneas que funcionan juntas —esto es, en relación con— durante un tiempo determinado. De allí que el ensamblaje sea una propiedad emergente esencialmente relacional en la que las partes se conectan entre sí para formar un todo cuyas propiedades constitutivas exceden las de sus componentes cuando se les considera de manera aislada o individual. En un ensamblaje, humanos y no humanos comparten un mismo estatus ontológico, pero no porque unos y otros posean las mismas características, sino porque sus jerarquías o posicionalidades no dependen de sus substancias o naturalezas sino, más bien, de sus modos de organización en relación con la red (DeLanda 2006). Sin embargo, hay que tener en cuenta que estos ensamblajes no se forjan en el vacío, es decir, no se dan simplemente porque está en la naturaleza de humanos, animales, objetos y materiales el formar asociaciones. Más bien, como lo señala con certeza Yael Navaro-Yashin (2009, 2012), los ensamblajes son siempre contingentes y son de hecho posibles únicamente porque están integrados en particulares contextos sociohistóricos. Del mismo modo, los nodos de una red de actores no pueden pensarse por fuera de la red que les otorga su condición singular. Más aún, esos actores no preexisten a la red de la que hacen parte, sino que es la red la que les otorga su singularidad (Latour 2007). Por esa razón, los nodos solo son inteligibles en su imbricación dentro de la red que los constituye y los hace parte de ella. En otras palabras, el principio de irreductibilidad es inherente a la comprensión de la red y sus nodos (Latour 2007). Cabe señalar además que las redes asumen propiedades rizomáticas (Deleuze y Guattari 1987), que podríamos asociar con preceptos de heterarquía, descentramiento, multidimensionalidad y dinamicidad.

Otra fuente importante de la que han emanado cuestiones sobre la agencia de los no humanos proviene de un conjunto amplio de etnografías que, inspiradas inicialmente en la ecología cultural de los años cincuenta, han examinado las relaciones que diferentes sociedades entretejen con su mundo natural. De especial atención es el reposicionamiento del término animismo, gracias al trabajo de Philippe Descola (1996, 2005), para dar cuenta de los sistemas culturales en los cuales los animales,

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ciertos elementos del paisaje, algunos fenómenos meteorológicos y unos cuantos artefactos están dotados de características similares a las humanas, tales como la intencionalidad, la conciencia y la agencia. En la acepción de Descola, el término animismo toma distancia del uso que se le solía dar en la literatura antropológica clásica, en particular la significación que le atribuyeron autores como Edward Burnett Tylor (1891 [1871]) o James George Frazer (1981 [1890]) para describir una forma rudimentaria de religión. Para estos autores, el animismo —la idea enarbolada por algunos pueblos primitivos según la cual algunas cosas inanimadas poseen alma— no era sino un estadio temprano en la evolución de las creencias religiosas. El propio Sigmund Freud (1991 [1913]) retomaría esta noción y la describiría como la omnipotencia de las ideas, a fin de trazar un paralelo entre las llamadas mentes primitivas y la psique de los pacientes que exhibían comportamientos neuróticos. Rezagos de este enfoque evolucionista se manifiestan aún entre aquellos que reformulan el animismo como una simple marca de exotismo primitivista. Sin embargo, lo que el conjunto de literatura etnográfica que ha explorado las llamadas ontologías animistas ha hecho con contundencia es revelar que los más preciosos dones que la ontología moderna consideró dominio exclusivo de los humanos son, de hecho, compartidos en diferentes grados por diferentes clases de seres, como animales, montañas, rocas o ríos. Así, al considerar la sociedad occidental de manera comparativa con otras sociedades, el principio de que solo los humanos poseen alma, razón o lenguaje resulta ser más bien una anomalía social antes que un axioma ontológico.

Otro argumento importante en el reposicionamiento del animismo, pero desde otros encuadres y sensibilidades, es el que propone el antropólogo británico Tim Ingold (2000, 2006). Siguiendo una perspectiva anclada en la fenomenología, Ingold analiza de manera comparativa cómo diferentes sociedades pastoralistas y de cazadores y recolectores forjan una percepción del medio ambiente en la que el movimiento, la fluidez y la dinamicidad configuran una serie de condiciones para relacionarse con la naturaleza y sus constituyentes (i. e., animales, paisaje). Al prestar atención a cómo los cuerpos y lugares participan esencial y no solo contingentemente en el conocimiento e interpretación del mundo, este autor argumenta que las llamadas ontologías animistas no son meras proyecciones arbitrarias de ciertos atributos humanos sobre el mundo natural, sino que constituyen una modalidad de afinación o sintonización con las características que dichas sociedades aprehenden de sus mundos circundantes. En cuanto condición para habitar y ser en el mundo, más que subproducto de un armazón intelectual para comprenderlo, el animismo se nutre de relaciones íntimas con el mundo natural, amplificando una serie de propiedades aprehendidas por cuerpos que habitan ciertos lugares a través de modalidades culturalmente específicas. Para Ingold, además, el análisis antropológico debe atender a la comprensión de las propiedades de los materiales más que a su materialidad, como habitualmente se

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les comprende —piénsese en algunas vertientes de la arqueología, por ejemplo—, ya que esas propiedades contribuyen a generar y regenerar el mundo a través de su relacionamiento con otros materiales (Ingold 2013, 30). Nos interesa señalar aquí la manera en que el argumento fenomenológico —la idea de que generamos nuestro conocimiento del mundo a través de nuestras prácticas y nuestro envolvimiento corpóreo en él— prefigura una de las premisas básicas del giro ontológico, esto es, que la realidad está constituida fundamentalmente a partir de las relaciones y las prácticas y no de las representaciones y las ideas. Volveremos más adelante sobre este punto.

Ahora bien, puesto que las diferencias entre humanos y no humanos no son absolutas, sino más bien de grado, algunas personas se han preguntado por las continuidades que se pueden trazar entre unos y otros, y por cómo estas pueden ayudarnos a sacudir el privilegiado estatus que adscribimos a nuestra manera humana de seren-el-mundo. Al respecto, resulta sustancial el argumento desarrollado por Eduardo Kohn (en este volumen), quien sostiene que la representación, es decir, la forma en que diferentes seres capturan y producen información sobre el mundo, es un atributo inherente a la vida misma. Apoyado en la semiótica peirciana, según la cual la producción de significado o sentido es siempre una relación tríadica compuesta por un signo, su objeto y su interpretante, Kohn critica la manera en que algunas propiedades intrínsecas al lenguaje humano (i. e., capacidad simbólica, arbitrariedad lingüística, semanticidad) han llegado a confundirse con, cuando no a definir, lo que implica representar o pensar. Su provocativa aseveración de que la selva piensa (2013), fórmula que le da título a su influyente libro, se relaciona con el hecho de que los seres vivos están constantemente envueltos en la captura y producción de signos o lo que de manera poética llama pensamientos sobre el mundo.

Siguiendo la definición de Charles Sanders Peirce (1998 [1894]), los signos no son más que un tipo de representación sobre algo para alguien (que vendría a ser el interpretante). Todo acto de representación envuelve signos, y existen signos que representan o entran en relación con sus objetos en virtud de sus similitudes (íconos), otros por estar físicamente conectados o afectados por los objetos que representan (índices) y otros cuya relación con el objeto que representan es arbitraria, pero está mediada por convenciones sociales (símbolos). Estos signos existen solo en la medida en que haya, al menos, el referente y el interpretante, quienes se erigen como tales en virtud de una relación. Aunque haya preeminencia de los signos simbólicos en el lenguaje humano, Kohn llama la atención sobre el hecho de que compartimos con otros seres vivos formas de representación icónicas e indexicales. Por ejemplo, para un animal, una huella o un olor pueden indicar la existencia de la presencia de otro animal o especie. En ese caso, huellas y olores son índices de algo más para ese alguien que los nota. Sin embargo, hay otros animales y plantas cuyos linajes han sobrevivido en virtud de su capacidad de imitar sus mundos circundantes, como los insectos cuyos

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cuerpos parecen hojas o ramas, o las serpientes no venenosas que imitan los colores de sus pares más letales. En esos casos, su mimetismo envuelve un proceso de semejanza o contigüidad con el objeto representado o lo que en la clasificación de Peirce equivale a un ícono. Para el depredador o interpretante que no nota la presencia del insecto o que confunde la serpiente venenosa de la que no lo es, estos animales devienen íconos, puesto que han llegado a interpretar y producir tan fielmente las características de otros objetos que el interpretante se vuelve, hasta cierto punto, incapaz de notar su diferencia. Tanto en el proceso de leer los índices de una presencia como en el de no notarla, aunque se encuentre allí, hay envueltos procesos semióticos, es decir, de producción e interpretación de signos elaborados por agentes que tienen la capacidad semiótica de trenzarse en la producción e interpretación de esas posibilidades comunicativas. Tanto los índices como los íconos son resultado, entonces, de aprender por experiencia a lo largo del tiempo, esto es, aprender a identificar una ausencia por los trazos que dejó o evitar un encuentro fatal al desarrollar habilidades de mimetismo. Significa una captura de algún tipo de información sobre el mundo y una proyección de información resultante de esa captura. La representación, entonces, no es una capacidad exclusivamente humana y la producción de pensamientos, es decir, de signos para alguien más, es una característica misma de la vida y no es exclusiva de la especie humana. Como sostiene Kohn (2007), en un lugar como la Amazonia, estas formas de capturar información sobre el mundo y de responder a él resultan vitales para interpretantes humanos y no humanos, de manera que todos están envueltos en una intrincada selva de representaciones o pensamientos que constituyen una ecología de seres sintientes y subjetivos que tienen la capacidad de entrar en transacciones comunicativas de diverso grado de complejidad.

Esas posibilidades de representación, es decir, de generar pensamientos sobre el mundo a partir del aprendizaje (interpretación de signos), son los elementos que Kohn encuentra definitorios del bios, de la vida. Es importante señalar cómo, considerando a los animales, por ejemplo, la semiosis le permite a este autor ampliar el rango de propiedades que estos comparten con los humanos, así como el conjunto de obligaciones morales que ciertas escuelas filosóficas, como el utilitarismo o el igualitarismo, adscriben a estos seres. Así, aquello que compartimos con los no humanos trasciende un sustrato biológico o la capacidad de sentir dolor, para incluir, entre otras cosas, la manera en que construimos pensamientos sobre el mundo. No obstante, es preciso aclarar que esto no significa que sea simétrica la manera en que unos y otros piensan:

Lo que diferencia a la vida del mundo físico inanimado es que las formas de vida representan al mundo de una u otra manera, y estas representaciones son intrínsecas a su ser. Lo que compartimos con los seres vivos no humanos, entonces, no es nuestra corporeidad, tal y como lo sostienen ciertos tipos de

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enfoques fenomenológicos, sino el hecho de que todos vivimos con y a través de signos. Todos los seres vivos usamos signos como “bastones” que representan para nosotros partes del mundo de alguna manera. Al hacer esto, los signos nos hacen lo que somos. (Kohn 2013, 9)

Sin embargo, estas capacidades, sostiene Kohn, no están presentes en objetos, materiales o elementos que, como los minerales, suelen ubicarse en el reino del geos, lo no vivo. Y aquí se abre un punto de tensión muy interesante entre sus argumentos y los de Elizabeth Povinelli (en este volumen), quien critica esa imposibilidad porque no hace sino reificar ciertas divisiones que, como las de los componentes bióticos y abióticos del paisaje, terminan por reforzar ciertas características de la llamada excepcionalidad humana. Su crítica puede ser mejor comprendida a la luz de un ejemplo que ella expone en su obra (Povinelli 2016). En agosto de 2013, la compañía minera OM Manganese fue multada por haber destruido un sitio de importancia espiritual para la comunidad kunapa, asentada cerca de Tennant Creek, una ciudad ubicada en el Territorio del Norte de Australia. Esta fue la primera demanda judicial en este país en la que se condenó a alguien por profanar un sitio indígena de especial significado cultural. El sitio en cuestión está asociado a dos seres totémicos: un par de hembras marsupiales que en tiempos primigenios tuvieron una pelea y cuya sangre derramada le dio a la tierra el color rojizo que ahora se asocia con la presencia de manganeso. Hasta 2011, la presencia de estas dos hembras era visible en la forma de las rocas situadas en una pequeña colina que fue destruida por las detonaciones que adelantó la compañía. Esta fue una importante decisión judicial que sentó precedentes para la protección de los derechos de comunidades indígenas en Australia. El evento sirve también de telón para discutir aquello que Povinelli (2016 y en este volumen) define como poder geontológico, un tipo de gobernanza basada en la distinción entre lo vivo y lo inerte. Para esta autora, la biopolítica —esa forma de poder que Foucault identificó como la piedra angular de los estados modernos y que se basa fundamentalmente en la gobernanza de la vida, es decir, en el deseo de administrar, crear y proteger ciertas versiones de ella— opera bajo una presunción que no ha sido suficientemente criticada: la distinción entre lo vivo y lo inerte. El presupuesto de esta distinción, argumenta Povinelli, es el imaginario del carbono: un modelo bioquímico que liga nacimiento, crecimiento, reproducción y muerte como eje diferenciador entre aquello que manifiesta vida y aquello que la perdió o que nunca la tuvo. La distinción entre lo vivo y lo no vivo resulta instrumental para la lógica del liberalismo tardío, un concepto que Povinelli (2002) usa para dar cuenta de las intrincadas relaciones que existen entre la gobernanza del mercado y la gobernanza de la diferencia. Dentro de la gobernanza del mercado, el poder geontológico provee el fundamento para concebir ciertas existencias como recursos ante los cuales se

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despliegan estrechos estándares éticos: ríos, montañas o piedras pueden ser agotados o mermados, pero no asesinados, puesto que pertenecen al reino del geos y no del bio. En la gobernanza de la diferencia, el poder geontológico es un tipo de paradigma movilizado por los estados para diferenciar entre creencias sobre el mundo (las cosmologías que atribuyen vida a cosas que no la tienen) y conocimiento del mundo (las ciencias que determinan aquello que está dotado de procesos biológicos). En esta lógica, cuando las nociones que un grupo social tiene sobre lo animado y lo inanimado divergen del marco hegemónico, lo mejor que han logrado hacer los estados modernos es abrirles un lugar a dichas concepciones como creencias culturales, pero jamás como aseveraciones reales sobre el mundo y su constitución. En otras palabras, los estados llegan a establecer marcos jurídicos y políticos en torno al dominio de la cultura como una categoría abarcadora de todo aquello que se sale de las comprensiones hegemónicas sobre el mundo, pero lo que allí se incluye no desestabiliza los fundamentos mismos de la ontología dominante, sino que más bien se cataloga como una forma extravagante, disidente, anecdótica o, como mínimo, exótica de interpretar el mundo que ella misma ha objetivado. Allí se instaura el límite del reconocimiento de formas diferentes de habitar el mundo. Nótese que en el caso de la comunidad kunapa, la compañía minera fue condenada por profanar un sitio indígena, mas no por el asesinato de un ser primordial: la destrucción del sitio totémico es una ofensa a las tradiciones y creencias de una minoría cultural, pero no un acto de homicidio, puesto que, si nos apegamos a las distinciones enarboladas por la geontología, esas rocas carecen de vida. Allí emerge, entonces, una comprensión ontológica diferenciada que traza un abismo entre la racionalidad del sistema legal australiano y la perspectiva kunapa del mundo.

Povinelli sugiere entonces que, a pesar de la descentralización a la que el giro ontológico ha sometido al anthropos, y aun cuando la antropología se haya mostrado empática con los pueblos indígenas y crítica frente a su difícil condición social, muchos antropólogos y antropólogas continúan, de alguna forma, contribuyendo a su marginalización política cada vez que movilizan en sus teorías sus propias presunciones sobre el mundo, siendo la diferenciación entre la vida y la no vida uno de los supuestos más nocivos. De hecho, al extender sobre otras clases de seres una serie de atributos bastante familiares a los humanos (i. e., lenguaje, agencia, conciencia, incluso semiosis), el giro hacia lo ontológico no haría otra cosa que reificar dichos valores y trazar nuevas fronteras de exclusión para otras existencias cuyas formas de vida son queer, diferentes o no normativas, incluyendo, por supuesto, aquellas que el imaginario del carbono define como minerales. Al argumentar que hay ciertas existencias que no deben ajustarse al imaginario del carbono para ser consideradas vivas, Povinelli llama la atención sobre el hecho de que la ontología a través de la cual los seres están siendo comprendidos constituye en realidad una suerte de bio-ontología

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(una basada en la concepción que Occidente ha hecho de la vida), o, para ser más precisos, una geo-ontología (basada en una distinción maniqueísta entre lo vivo y lo no vivo). Así, “[l]a generosidad de extender nuestra forma de semiosis”, escribe ella en relación a los no humanos, “obstaculiza la posibilidad que tienen ellos de provincializarnos”, puesto que, como argumenta en el texto que se incluye en el presente volumen, al extenderles a los no humanos ciertos atributos, los saturamos con nuestras propias y reconfortantes categorías familiares, sin resolver la monstruosidad o aversión que representa lo no vivo, es decir, aquellas existencias que, como las rocas, las montañas o los ríos, desafían radicalmente nuestro modo de ser y devenir en el mundo. En otras palabras, por más que se extiendan esquemas representacionales humanos en no humanos para reconocerles agencia o capacidades semióticas, estos terminan siendo esfuerzos parciales e insuficientes para provocar una descentralización genuina del antropocentrismo. Esto pone en evidencia reconocer la estrategia de inconmensurabilidad que Occidente ha construido entre su sistema de pensamiento y otras formas de ser y estar en el mundo que las fagocita o, cuando las reconoce, si llega a hacerlo, lo hace de manera siempre parcial y sin desestabilizar los fundamentos de su propia ontología.

Como puede apreciarse, aun cuando se trata de argumentos que contribuyen a desestabilizar el reino del anthropos y, con ello, a descentrar el antropocentrismo constitutivo de posturas antropológicas más convencionales, sus aportes discurren por diferentes vías, y con ellas abren, pero también clausuran posibilidades de comprensión sobre lo que significa ser y habitar el mundo en compañía de otros. Como veremos a continuación, en el doble movimiento de posibilitar y ocluir distintos marcos de relaciones con los no humanos, emergen las preguntas sobre el tipo de arreglos políticos, pero también epistemológicos y metodológicos, que son necesarios para reconocer que en ciertas ontologías hay otros Otros, que enactúan realidades que coexisten con la nuestra.

Otra otredad y sus desafíos metodológicos Como todo ejercicio antropológico, explorar etnográficamente las articulaciones entre humanos y no humanos —sean animales, cosas, órganos o sustancias, por ejemplo— demanda de quien emprende esta tarea una avezada apertura a descentrarse de sus formas habituales de comprender el mundo y una singular capacidad para transitar por nuevos caminos y reconocer las relaciones que emergen en ellos. Exige, además, complejizar la observación participante y dejarse atravesar de algún modo por las premisas que la gente asume en su cotidianidad. Estas aperturas y flexibilidades metodológicas, y epistemológicas, son necesarias para exponerse a las relaciones,

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conexiones y obligaciones que reportan dominios que se consideraban aparentemente separados; incluso implica explorar y exponerse a formas no habituales de investigación y vivenciarlas con particular intensidad, como ocurre, por ejemplo, en el caso de los sueños (Tobón 2015). También supone desarrollar la capacidad de pensar de otros modos para acoger seriamente las categorías que se van discerniendo de la convivencia con la gente y potenciarlas como formas de desentrañar el mundo y de vincularse a él.

De la mano con el interés por estas otras entidades surge la segunda y quizá más radical preocupación del giro ontológico: la naturaleza misma de lo que existe. Sin embargo, esta no es una cuestión exclusivamente metafísica, también es una mordaz postura metodológica que invita a dar cuenta de la otredad en términos que difieren de las posiciones habituales atribuidas al relativismo cultural, aquella noción fundamental que a comienzos de siglo xx posibilitó, en buena medida, debates de fondo sobre la dimensión política de la antropología como ciencia y que contribuyó a forjar su nicho intelectual específico en el concierto de las ciencias sociales y humanas de la época. Si bien el relativismo cultural es uno de los legados conceptuales y políticos más poderosos de la antropología practicada durante el siglo pasado —que permitió, entre otras cosas, poner en la palestra la valoración positiva de la diversidad y de la complejidad de la experiencia humana como proyectos que desestabilizan las certezas de superioridad y etnocentrismo propios de Occidente—, en términos epistemológicos, dicho relativismo parecería asumir un tipo de actitud más bien monista frente al cosmos (o la naturaleza, el universo o, en su sentido más amplio, lo real): todo cuanto existe lo hace en un solo uni-verso, es decir, en un trascendente plano de realidad. En este sentido, lo que han hecho diferentes sociedades (incluyendo la occidental) es crear sus propias y contingentes representaciones culturales de esa única realidad. Este tipo de argumentación hace eco de la distinción analítica establecida por Eduardo Viveiros de Castro (1998, 2004) en torno al multiculturalismo y al multinaturalismo, que, como veremos con detalle más adelante, evoca la distinción entre una sola realidad y diferentes culturas que la aprehenden, y el reconocimiento de la pluralidad de realidades derivada de una comprensión de la naturaleza como “la forma de lo particular” (2004, 34). Así, la crítica metodológica representada por el giro ontológico pretende trascender la comprensión monista frente al cosmos y cuestionar las categorías epistemológicas con las que la modernidad habitualmente da cuenta de la otredad. También busca poner en evidencia la proliferación de diferentes realidades cuyas existencias rebasan la simplificación epistémica enarbolada por el modelo del unus-versus, el universo, es decir, el de la realidad única (unus) y todo lo que gravita a su alrededor (versus). Una de las implicaciones más densas del giro es, entonces, la preocupación por reformular la comprensión antropológica habitual de la diferencia cultural —aquella que consiste en pensarla como una expresión sui generis

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de modos de representar una misma realidad— para entenderla como un entramado de concepciones y prácticas que hacen mundo, es decir, que dan forma a diversidad de realidades que, dadas las propias premisas ontológicas desde las que parten, así como los paradigmas políticos y analíticos que las disectan, suelen situarse en una condición de inconmensurabilidad unas respecto de otras.

A priori parece no haber novedad alguna en la empresa de ensalzar otras realidades, pues ¿qué otra cosa ha intentado hacer la antropología desde sus orígenes sino contribuir a provincializar nuestra propia forma de ser y habitar el mundo, esto es, mostrar que nuestra cultura no es sino una entre las múltiples posibilidades de arreglos de la realidad? La preocupación que parece embargar a varios de los proponentes del giro ontológico es que en el fondo muchas formas de hacer antropología no se han tomado suficientemente en serio las premisas conceptuales, perceptuales y corporales con las que muchos de nuestros interlocutores han producido dichos arreglos. Este sería el nodo para estructurar teorías antropológicas no triviales, es decir, aquellas que “se ubican en una estricta continuidad estructural con las pragmáticas intelectuales de los colectivos que históricamente se encuentran en ‘posición de objeto’ con respecto a la disciplina” (Viveiros de Castro 2004, 17). Lo que subyace al giro ontológico es precisamente la puesta en cuestión de la univocidad de esta realidad —de “un mundo que se considera constituido por Un Solo Mundo […] y no por muchos mundos” (Escobar 2015, 34)—. Se trata, pues, de una invitación no solo a ser conscientes de los alcances de nuestras propias categorías epistemológicas, sino de pensar con aquello que nuestros interlocutores dicen y hacen, exhortación que viene haciendo el antropólogo colombiano Luis Guillermo Vasco (1998, 2007) desde ya hace algunas décadas. Viveiros de Castro (2004) llama a esta postura una “descolonización permanente del pensamiento”, refiriéndose a la posibilidad de dejarnos ser habitados por otras ideas, de aprovechar su capacidad para desestabilizar aquello que creemos saber y dar paso a aquello que tal vez no habíamos siquiera imaginado (Holbraad et al. 2014). Martin Holbraad y Morten Axel Pedersen (2017, 6) resumen magistralmente la apuesta metodológica del giro ontológico cuando aseveran que no se trata tanto de ver las cosas de manera diferente como de intentar ver diferentes cosas.

Esta postura metodológica puede comprenderse mejor a la luz del riguroso ejercicio etnográfico realizado en la Amazonia por dos de las más emblemáticas figuras de este giro: Philippe Descola y Eduardo Viveiros de Castro. Aunque ya en otro lugar presentamos los ejes sobre los que se articulan sus posturas teóricas (RuizSerna y Del Cairo 2016), es importante considerar aquí las nociones de perspectivismo multinatural y rutas ontológicas, a fin de entender el intento de desestabilizar el presupuesto según el cual la diversidad de la experiencia humana se deriva de su interacción con un mundo único.

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A la premisa de una naturaleza (o realidad) y de diferentes culturas que crean representaciones más o menos cercanas a ella, Viveiros de Castro (1998, 2004) contrapone el multinaturalismo, esto es, la proliferación de naturalezas (o cuerpos) y la unidad de esquemas perceptuales (o espíritu). La noción de multinaturalismo se deriva del llamado perspectivismo amerindio: un conjunto de ontologías amazónicas según las cuales muchos no humanos (espíritus, ciertas especies animales, algunas plantas y artefactos) perciben sus propios cuerpos y hábitos de forma humana. Por ejemplo, mientras un saíno se ve a sí mismo y a los miembros de su especie como humanos, ve a los humanos como no humanos, es decir, como presa (por ejemplo, un pez) o como predador (el modelo paradigmático es el jaguar) (Viveiros de Castro, 1998, 2004). Bajo este orden, lo que se suele describir en la literatura amazónica como ecología humana no sería otra cosa que un juego en el que distintas categorías de seres buscan imponer su propio punto de vista sobre otros, es decir, participar en relaciones de las que pueden salir manteniendo sus atributos humanos (y por lo tanto su capacidad de ser el sujeto de un objeto, es decir, conservar su estatus de humano frente a un no humano). Si bien la cacería y la relación presa-cazador constituyen la base fenomenológica del perspectivismo, el punto crucial aquí es que diferentes cuerpos o puntos de vista activan diferentes clases de mundos, puesto que, por ejemplo, un humano y un jaguar no se perciben simultáneamente a sí mismos como humanos (a menos que algo extraordinario esté sucediendo, i. e., una negociación chamánica o un humano siendo adoptado por gente jaguar). Una de las consecuencias que se deriva de estas disputas dinámicas por imponer y conservar el tipo de humanidad del que cada especie está dotada es que cada vez que un ser aprehende el mundo desde su particular punto de vista, lo que cambia es el tipo de mundo que puede ser conocido. Otra forma de decirlo es que, una vez se desestabiliza la noción de naturaleza (esto es, diferentes clases de seres dotados de agencia y subjetividad), lo que sucede es que distintos puntos de vista abren la posibilidad de establecer distintas clases de relaciones y, por lo tanto, de crear diferentes mundos para diferentes clases de seres. Estos planteamientos han sido objeto de muy variadas críticas. Entre otras, se ha señalado la debilidad empírica de sus generalizaciones conceptuales (Reynoso 2014), el reduccionismo que representa unificar bajo un sistema filosófico común un conjunto de experiencias sociales altamente diversas (Turner 2009) o la simetría que se establece entre los dualismos que abstrae del pensamiento amerindio con los de la episteme moderna que el mismo perspectivismo critica (Ramos 2012; Citro y Gómez 2013).

Los mundos o realidades que son activados por distintas clases de seres, dotados de capacidades agentivas con las que aprehenden sus atributos físicos e interiores, son también el objeto de indagación de Descola (2005). Sus cuatro rutas ontológicas (animismo, naturalismo, totemismo y analogismo) son el resultado de un experimento de cartografía conceptual, muchas veces criticado de estructuralista por su

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intención de derivar generalizaciones a partir de supuestas propensiones inscritas en el espíritu humano (véase, por ejemplo, Salmond 2014). Los ejes de esta cartografía ontológica están dados por una suerte de arreglos fenomenológicos y cognitivos (soportados por una amplia gama de ejemplos etnográficos), según los cuales los humanos se perciben a sí mismos y a los otros en términos de una combinación de atributos físicos (formas, substancias, cuerpos) e interiores (intencionalidad, subjetividad, conciencia). Las percibidas diferencias y similitudes en estos atributos dan origen a los ya mencionados cuatro modos de identificación y relación: animismo (humanos y no humanos comparten subjetividad, pero están dotados de cuerpos distintos), naturalismo (la condición común a humanos y no humanos son ciertas características físicas, pero solo los primeros tienen conciencia), totemismo (las similitudes entre humanos y no humanos son simultáneamente internas y físicas) y analogismo (las propiedades físicas e interiores de humanos y no humanos constituyen un ensamblaje fragmentado de atributos de distintas clases de seres). Como indica Descola, estos cuatro modos no se encuentran en estados puros en ninguna sociedad, mucho menos son esquemas culturales susceptibles de adscribirse geográfica o tipológicamente a distintos grupos identitarios. Al contrario, diferentes colectividades combinan en diferentes grados los elementos de estos modos de identificación, aunque alguno de ellos suela jugar un papel preponderante en el amoldamiento de prácticas, hábitos intelectuales e instituciones sociales.

Nos interesa señalar aquí dos consecuencias fundamentales de esta empresa descoliana. En primer lugar, un tipo de desterritorialización de lo que habitualmente se ha entendido como cultura: los modos de reconocimiento y percepción, es decir, estas rutas ontológicas, no necesariamente se encuentran delimitados por (o se traslapan con) áreas geográficas ni identidades étnicas ni culturales. Por lo tanto, la unidad de análisis no es el tipo de cultura representada por una colectividad dada, sino más bien los modos de relación o las prácticas que sustentan ciertos eventos o encuentros. Por ejemplo, a través de la caza, un campesino mestizo amazónico puede relacionarse con la selva de forma más bien animista, es decir, la puede ver poblada de seres dotados de intencionalidad con los que es importante mantener relaciones de reciprocidad (Ruiz-Serna 2010) y, sin embargo, cuando se trata de explotación forestal o ampliación de la frontera agrícola, puede verla como una colección de recursos que no impone consideraciones simétricamente éticas, lo cual constituye una de las características de las llamadas ontologías naturalistas.

A este acento en las relaciones y en las prácticas por encima de las unidades identitarias (i. e., etnicidad, clase) o territoriales, hay que sumar una segunda consecuencia de estos modelos ontológicos: la posibilidad de apertura, pero también de clausura, de ciertas propiedades del mundo. Puesto que las posibilidades de relación con los no humanos dependen de los principios de identificación y diferenciación que

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se actualicen, más que cosmovisiones (pluralidad de representaciones sobre un solo cosmos), lo que tenemos es una serie de propiedades del mundo que son favorecidas o inhibidas de acuerdo con las presunciones sobre las cualidades básicas de humanos y no humanos. Es decir, las rutas ontológicas no son modelos para pensar las premisas epistemológicas o culturales bajo las que distintas agrupaciones construyen representaciones sobre la naturaleza; más bien, son instancias ontológicas (o modos de ser) a través de las cuales se activan distintas cualidades del mundo y de los seres que lo componen. Estas ontologías, sostiene Descola, no nos ponen frente a diversidad de gentes inventando o imaginando cosas sobre la realidad, sino activando, a través de prácticas o modos de relacionamiento, diferentes propiedades de ella.

A cierta versión fuerte del giro ontológico que sostendría que diferentes gentes habitan diferentes mundos —el pluriverso del que hablan autores como Mario Blaser y Marisol de la Cadena (2018)— que son, en algunos casos, mutuamente inconmensurables, el trabajo de Descola le contrapone una versión menos tajante, a saber: más que mundos diferentes, lo que tenemos son conjuntos distintos de atributos de la realidad que son o bien amplificados o parcialmente bloqueados por los principios de identificación y relación que se adopten, pero que coexisten en una misma sociedad. Aunque caractericemos como débil esta versión del giro, en cuanto a la aceptación de que diferentes ontologías configuran mundos diferentes, sigue siendo una vertiente analíticamente poderosa: cuando un cazador amazónico percibe su presa como un ser dotado de alma o cuando un indígena australiano considera que el lugar en el que fue concebido es una extensión de su propio ser y personalidad, lo que están haciendo no es simplemente proyectar sus propias categorías perceptuales o cognitivas sobre el mundo exterior, sino más bien favoreciendo y amplificando algunas de sus propiedades fenomenológicas. Como puede apreciarse, ambas versiones representan un tipo de relativismo radical que no simplemente desestabiliza la forma en que se conoce el mundo, sino el tipo de mundo (o mundos) que pueden ser conocidos.

Aunque no es ni mucho menos una ruta inaugurada por Viveiros de Castro ni Descola (ni por otros autores identificados con el giro ontológico), sus etnografías ponen de relieve un esfuerzo intelectual por hacer que los datos etnográficos no sean meros objetos de reflexión para ser traducidos con nuestros procedimientos analíticos y conceptuales. La etnografía y el trabajo de campo se convierten, en estos casos, en el lugar mismo de donde emanan tales conceptos y procedimientos. Como lo señalan Luiz Costa y Carlos Fausto (2010), si durante muchos años uno de los propósitos que acompañó el ejercicio antropológico fue el de dignificar el conocimiento representado por los sujetos de interlocución etnográfica, al exponerlos como expresiones de pensamiento racional y analítico, buena parte de la antropología contemporánea ha estado comprometida con destronar las categorías del conocimiento moderno, al mostrarlas como parte de una particular ontología (la occidental) que

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existe entre una plétora de otras ontologías. En el fondo, sostiene Amiria Salmond (2014, 162), en el giro ontológico hay una suerte de sospecha de que el quehacer antropológico no ha reflexionado suficientemente sobre cómo seguimos apoyándonos en el mismo conjunto de dicotomías (cultura-naturaleza, mente-cuerpo, sujeto-objeto o conceptos-cosas) que no hacen otra cosa que acentuar el estatus privilegiado de los humanos (y de una forma de conocimiento anclada en la ontología moderna) frente al entorno y a otros seres. Al poner en cuestión la autoridad de las dicotomías que durante mucho tiempo se presentaron como fundamentos del proyecto de investigación antropológico, lo que promete el giro ontológico es elevar las “contingencias de nuestros materiales etnográficos” a una plataforma desde la cual reconfigurar la práctica antropológica, “en un espíritu de constante experimentación empírica, teórica y metodológica” (Holbraad y Pedersen 2017, 7). Al pensar con y no simplemente a través de las contingencias ontológicas puestas en evidencia por el material etnográfico, la invitación metodológica del giro es a buscar otros accesos a lo real para, como diría Julio Cortázar (1970) en el caso de lo cotidiano, “sacarlo de sus casillas” e “iluminarlo bruscamente de otra manera”. En últimas, propone con cierta contundencia Holbraad (en Venkatesan 2010, 183), vale la pena pensar en que la otredad y la alteridad no son solo el resultado de la manera en que diferentes pueblos representan el mundo, sino que ambas —otredad y alteridad— se derivan directamente de la existencia de diferentes mundos per se. En resumidas cuentas, al poner el acento en lo ontológico —la naturaleza del ser, de la existencia y de la realidad— lo que estaría en juego no es simplemente la forma en que diferentes culturas aprehenden el mundo, sino el tipo de mundos o realidades que pueden ser conjuradas una vez se activan algunas de sus diferentes propiedades. Ha, pues, de tenerse en cuenta que, a pesar de su nombre, la indagación del giro no es metafísica en sí misma (i. e., ¿cuál es la naturaleza de la realidad?), sino que se plantea preguntas ontológicas para resolver problemas epistemológicos (Holbraad y Pedersen 2017, 5).

Cabe aquí una última reflexión sobre la cuestión de otros mundos. La posibilidad de existencia de pluriversos, de realidades aparte o de diferentes mundos, no se deriva de intentos etnográficos por comprender las experiencias sensoriales posibilitadas por plantas sagradas, ni es el más reciente intento de algunos antropólogos por conciliar sus hallazgos con aquellos que provienen de campos tan diversos o distantes como la mecánica cuántica o la cosmología física. Por el contrario, dicha posibilidad aparecía ya planteada en la década de los cuarenta, en los principios de relatividad lingüística, en particular en la llamada versión fuerte de la hipótesis Sapir-Whorf: la lengua de un hablante condiciona la manera en que este define, clasifica y recuerda la realidad. Si las estructuras gramaticales de una lengua pueden modelar el tipo de realidad que un hablante percibe, se sigue que los hablantes de lenguas estructuralmente disímiles no comparten el mismo mundo, sino que habitan diferentes mundos. Este

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es claramente un principio ontológico aceptado por Edward Sapir (1929) y reforzado por Benjamin Lee Whorf (1941). La llamada hipótesis Sapir-Whorf sostiene que “[n]unca dos lenguas son suficientemente semejantes para que se considere que representan la misma realidad social. Los mundos en los que diferentes sociedades viven son mundos diferentes y no meramente el mismo mundo con diferentes etiquetas” (Sapir 1929, 209). Aunque ríos de tinta han fluido para criticar tanto el determinismo lingüístico como el principio de inconmensurabilidad contenidos en la versión fuerte de la hipótesis sapir-whorfiana, este ejemplo sirve para ilustrar que la preocupación por el tipo de realidades posibles o enactuadas por diferentes comunidades —sean estas lingüísticas, culturales o étnicas— ha sido objeto de la indagación antropológica desde hace mucho tiempo. Este no es un asunto menor, puesto que una de las críticas más agudas que se le han hecho al giro ontológico (véase Bessire y Bond, en este volumen) es que algunos de sus proponentes parecieran estar pasándose por alto una generación entera de antropólogos y, con ello, presentar con aura de novedad una serie de inquietudes que han acompañado históricamente el quehacer antropológico.

Relaciones y performatividad Así como la indagación sobre las relaciones existenciales que mantenemos con no humanos reclama sensibilidades que permitan exponernos a formas diferentes de conceptualizar las fronteras sinuosas que configuran tanto a humanos como a no humanos, la apertura hacia otras realidades o mundos implica también un esfuerzo por trascender algunas ideas prefiguradas del lenguaje científico, el cual, al asumirse como objetivo, normaliza y neutraliza muchos de los intentos por desestabilizar las fronteras que la modernidad históricamente ha trazado entre los ámbitos de la vida humana, del bios y del geos. La exploración, por ejemplo, de qué es una especie en la concepción de mundo de los makuna implica rasgar las certezas de la definición formal que se ha normalizado en influyentes círculos de pensamiento, y abre la posibilidad de pensar ciertas especies que tienen la facultad de transmutar en “seres plurales” (Cayón, en este volumen) que, al hacerlo, subvierten tanto las fórmulas lingüísticas convencionales que se han naturalizado para entenderlas, concretarlas y declararlas como unidades de algún tipo, como también las posibilidades de relacionarse y establecer conexiones con dichos seres. El pensamiento de separación y ordenamiento jerarquizado y sistemático propio de una ontología que privilegia las formas y las sustancias evidencia sus limitaciones ante mundos relacionales que des-sacralizan —por usar a contrapelo la noción de Latour (2007)— los dominios de la naturaleza y la cultura. La idea de trascender dicotomías centradas en la

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semejanza-diferencia entre corporalidades y comportamientos prototípicos implica también reconocer que para muchas ontologías la primacía está en las relaciones y no en las sustancias, puesto que las últimas serían derivativas de las primeras. Veamos.

En un artículo que analiza las nociones de cuerpo y corporalidad que caracterizan a varias sociedades indígenas amazónicas, la antropóloga brasileña Aparecida Vilaça (2005) cuenta la historia de una niña wari cuya madre la invita a recolectar frutas en la selva. Ellas pasan varios días juntas sin que la niña note ningún comportamiento anómalo de su madre; todo lo contrario: ella le prodiga los cuidados y atenciones de siempre. Sin embargo, un día la niña cae en cuenta de que llevan muchos días fuera deambulando por el monte. Sospechando que algo raro está pasando, la niña mira con atención el cuerpo de su madre y ve entonces una cola de jaguar discretamente escondida entre sus piernas. La niña empieza a gritar y a pedir la ayuda de sus parientes. La madre-jaguar huye asustada dejando al paso sus huellas felinas en el barro. La naturaleza de este encuentro, argumenta Vilaça, revela no solo una de las características esenciales del perspectivismo amerindio —los animales son personas—, sino también la premisa básica de las ontologías relacionales: la forma (cuerpo o substancia) de un ser se deriva del conjunto de relaciones que este establece. Nótese que la niña ve la hembra-jaguar como una madre humana porque, según la antropóloga, el animal actúa tal y como lo haría habitualmente cualquier otra madre de esa comunidad: cuida y alimenta a sus hijos. La forma jaguar de esta madre emerge solo en el momento en que la niña sospecha algo inusual en su comportamiento: llevan varios días caminando y durmiendo fuera de casa sin que la madre haya manifestado mucho interés por los otros hijos que quedaron en la villa. En otras palabras, la forma madre, es decir, su substancia o su cuerpo, se define por la relación que ella establece con la niña y no al revés. No es que la aparente forma humana de la madre-jaguar haya posibilitado su relación con la niña. Al contrario: la forma que adquiere la madre a los ojos de la niña es el resultado de las relaciones que ambas establecen. Después de todo, la forma jaguar se revela solamente cuando la niña nota que llevan mucho más de lo usual errando por la selva. Para decirlo de otra forma: es la naturaleza del encuentro mismo lo que crea al ser, lo que define su forma y su substancia. O para ponerlo de manera más conceptual: las relaciones entre entidades son ontológicamente más importantes que las entidades mismas. Esta es precisamente la premisa central que subyace al perspectivismo amerindio y a las ontologías relacionales: nada (ni los humanos ni los no humanos) preexiste a las relaciones que lo constituyen, es decir, los seres son sus relaciones y no existen previamente a estas relaciones (Escobar 2016, 18). Esto se halla articulado también con el argumento central de la teoría del actor-red sobre la configuración de los actantes, que son lo que son en virtud de las relaciones en la que se enmarcan y frente a las cuales aquellos no preexisten (Latour 2007).

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La pregunta sobre si son las relaciones o si son las substancias el fundamento del mundo tal y como lo conocemos no es nueva. Aristóteles, por ejemplo, argumentó que las relaciones o acciones están subordinadas a las substancias o cualidades de los objetos (Wildman 2010). A manera de ilustración de ese argumento, piénsese en un conjunto de llaves dispuestas en un llavero y en las acciones que ellas pueden facilitar: hay cerraduras en las que las llaves pueden entrar, puertas a las que tendríamos acceso, siempre y cuando no se extravíen las llaves —como ocurre tan a menudo— o lugares de los que podríamos salir y entrar a voluntad porque tendríamos la certeza de que las llaves nos permiten acceder a ellos. Estas acciones son posibles solo si existen las llaves y las cerraduras que abren esas llaves. En algunos casos, las cerraduras pueden cambiarse o dañarse sin que eso afecte la existencia objetiva de las llaves: el llavero y el material de las llaves seguirán existiendo sin importar que estas ya no puedan abrir ninguna puerta. Esta es una de las razones por las que Aristóteles creía en la supremacía de las substancias: son los objetos los que portan el germen de cualquier posible relación (Wildman 2010). Sin embargo, desde la filosofía relacional se argumentaría que las propiedades de las llaves y del llavero cambian si se transforman las relaciones que los vinculan: al cambiar las cerraduras, las llaves dejarán de ser funcionales y no serán más llaves propiamente dichas —esto es, aun cuando retengan la forma de una llave ya no sirven para el propósito para el que fueron diseñadas—. Este cambio en las relaciones entre llaves y cerraduras afecta la sustancia de las llaves, siempre y cuando consideremos sustancia algo más que la forma o constitución física de las llaves (Wildman 2010).

Pensar en términos de relaciones significa darles preeminencia a eventos y a procesos dinámicos en constante despliegue. Pensar en términos de sustancias implica una prevalencia de las entidades y actuar en un mundo cuya materia prima son objetos fijos con fronteras más bien discretas. No obstante, es una trampa tratar de determinar si son las entidades las que subordinan las relaciones o si, en cambio, estas subordinan a las primeras. Más bien habría que aproximarse a relaciones y sustancias en términos de reciprocidad constitutiva, es decir, asumir que ambas están ontológicamente co-constituidas. Esto representa un desafío no solo conceptual, sino también perceptual, pues en la mayoría de lenguas indoeuropeas, incluyendo el español, es sumamente complicado mantener ligados al mismo tiempo formas y trayectorias o verbos y sustantivos: preferimos, por ejemplo, hablar de ríos en vez del fluir del agua. Un ejemplo que Ingold (2006, 14) trae a colación es particularmente relevante. Citando la etnografía de Richard Nelson (1983) entre los koyukon de Alaska, se menciona que ellos no nombran a los animales como sustantivos, sino como verbos: uno no ve un zorro sino “rachas como destellos de fuego entre la maleza”; no ve búhos sino “poses entre las ramas más bajas de los abetos”. Algo similar señala Camilo Segovia (en este volumen) en su trabajo sobre los sionas del bajo

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Putumayo, donde los nombres de lugar y de elementos del paisaje no dan cuenta de unidades discretas espaciales, sino de relaciones de continuidad entre entidades que poseen atributos o comportamientos similares.

Las dificultades de asir en una misma idea forma y contenido, esencias y manifestaciones, cuerpos y trayectorias, se ven reflejadas también en la búsqueda de fórmulas verbales para referirse a ámbitos de la experiencia humana que no están separados (i. e., sentir-pensar, mente-cuerpo o naturaleza-cultura). No obstante, el límite no es solo lingüístico, también es epistémico, cuando reconocemos las dificultades que experimentamos para reconocer las continuidades co-constitutivas entre esos dominios, y es ontológico, cuando la configuración de ciertas materialidades resulta inasible para la capacidad de quien las busca comprender, como espléndidamente lo muestra Santiago Martínez (en este volumen) en su búsqueda del cuajo: aquel órgano enactuado por las prácticas de ciertos sistemas de medicina tradicional y que la biomedicina en la que él fue entrenado es incapaz de localizar anatómicamente.

La preeminencia de las relaciones ayuda también a pensar la producción de mundos o realidades como un proceso que envuelve primordialmente prácticas y acciones, y no solamente representaciones o enunciaciones. Los mitos, por ejemplo —nos lo enseñaron con certeza estudiosos de las religiones como Mircea Eliade (2014 [1959]) y otros exponentes de la antropología simbólica, como Victor Turner (1967) o Clifford Geertz (2003 [1973])—, derivan su poder no de sus descripciones de mundos posibles, sino de sus capacidades enunciativas y performativas. El mito no solo narra, sino que crea o, para acoger una fórmula habitualmente usada en inglés y que hemos decidido mantener aquí, enactúa, es decir, trae a existencia posibilidades de ser y de devenir. El verbo inglés to enact tiene tres diferentes acepciones. Por un lado, significa decretar o promulgar una ley, por el otro es actuar o interpretar la parte de algo, pero también es hacer o efectuar. Es esta última acepción con la que el verbo es usualmente utilizado en la literatura antropológica y podría ser traducido como representar (pero no en el sentido de interpretar o recitar algo, sino como el acto de hacer presente algo), promulgar (en el sentido de hacer que algo se propague en público) o ejecutar (poner por obra algo). Así, mundos o realidades son enactuadas, es decir, traídas a vida y propagadas, no porque la gente crea en algo y actúe de manera consecuente con esas creencias, sino porque al ejecutar ciertas acciones o propiciar ciertas relaciones se da forma a ciertas existencias y se hacen presentes diferentes posibilidades de ser en el mundo. Cuando autores como Blaser (2009a), De la Cadena (2015), Escobar (2016, 2018), Haraway (2015) o Tsing (2013) hablan de la constitución de mundos o de hacer mundo (worlding), enfatizan precisamente las prácticas como el lugar de donde se desprenden los procesos que sustentan diferentes realidades. Como señala Dipesh Chakrabarty (2000) al comentar el trabajo del poeta irlandés William Butler Yeats, la existencia de seres feéricos no es una cuestión

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sobre si creemos o no en las historias que sobre ellos circulan, sino del tipo de comportamientos que se adoptan para evitar o suscitar su encuentro.

Al pensar en prácticas y relaciones como las fuentes de donde emana la enactuación de mundos, se suscitan preguntas sobre las correspondencias que existen entre distintas categorías de seres, con las circunstancias que los encuentros con estos tienen lugar y con las condiciones que posibilitan la emergencia o existencia de dichos seres. Por ejemplo, espíritus protectores de los animales de la selva, padres espirituales de las rocas o ancestros que son montañas no derivan su existencia de las creencias que la gente tiene sobre la agentividad del mundo natural, sino más bien del conjunto de prácticas que sustentan que montañas y gente cultiven relaciones de parentesco o reciprocidad entre ellos (véase De la Cadena, en este volumen). El foco en las relaciones y en los eventos que las posibilitan está alineado, entonces, con un interés por entender los conflictos sobre el mundo (qué es real y qué no lo es) y su legítima representación (quién puede hablar en nombre de él) no como disputas que tienen lugar entre personas o grupos con disímiles cosmovisiones o adscripciones identitarias, sino como disputas entre quienes no participan del tipo de prácticas que posibilitan la emergencia de ciertas realidades. La alteridad, una vez más, no reposa en la diferencia que existe en aquellos valores que al ser incorporados producen sentimientos de pertenencia identitaria, sino en el poder performativo de quienes comparten relaciones, puesto que su enactuación es lo que crea mundos. Así, más que en la identificación de los bordes que constituyen identidades de crisol, el foco se traslada al análisis de los eventos que permiten florecer ciertos modos de ser o, para ser más específicos, que permiten a estos modos ser o no políticamente inteligibles.

Debates En la sección anterior hemos mostrado cómo la exploración de las articulaciones entre humanos y no humanos no solamente genera preguntas de índole ontológico, sino también cuestiones epistemológicas y metodológicas. Aunque este ha sido un desafío intelectual que ha acompañado a la antropología desde sus inicios, hoy se decanta a través de formas comprehensivas que buscan asir las materialidades y las no humanidades en sus propias especificidades. Ahora bien, la emergencia y posicionamiento de las discusiones en torno a las ontologías abarca debates internos —las asimetrías que emergen entre las ontologías mismas— y externos —la relevancia de la ontología como una categoría significativa e innovadora para la comprensión antropológica—. A continuación, presentamos algunas de estas discusiones.

En cuanto a los debates internos o que emergen entre ontologías, una de las discusiones más prolíficas tiene que ver con su dimensión política y con la manera en que relaciones de fricción o articulación complementarias encuadran la coexistencia

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e interacción de dichas ontologías. A este respecto, el trabajo del antropólogo Mario Blaser (2009a) resulta harto interesante. Apoyado en la noción de equivocaciones controladas, elaborada por Viveiros de Castro (2004), Blaser llama la atención sobre el hecho de que la interacción de diferentes ontologías puede suponer una suerte de falla comunicativa, la cual ocurre

[…] no entre quienes comparten un mismo mundo sino entre aquellos cuyos mundos u ontologías son diferentes. En otras palabras, estos desentendimientos no suceden porque haya diferentes perspectivas acerca del mundo sino porque los interlocutores no se percatan que el otro está en-actuando (y asumiendo) un mundo diferente. (2009a, 84-85)

Este planteamiento parte de la premisa según la cual una parte importante de los conflictos contemporáneos entre sociedades humanas tiene que ver no tanto con la diversidad de culturas como con la proliferación de realidades. Esto implica reconocer cierto grado de inconmensurabilidad entre formas de conocimiento y de existencia, las cuales terminan muchas veces reducidas a un desafío de comprensión intercultural que, sin embargo, soslaya una tensión de fondo: no nos encontramos frente a un problema de traducción cultural, sino de configuración de lo que se entiende por realidad. Simplificar esas otras realidades a un problema de traducción supone entonces plantear el debate en términos erróneos. La ontología política, entendida en una de sus acepciones como la perspectiva que aborda las tensiones que se suscitan de la interacción entre diferentes ontologías (Blaser 2009b), nos invita a reconocer que tal inconmensurabilidad suele desconocerse y que el acto mismo de desconocerla obedece a la incapacidad de la racionalidad moderna para siquiera detectarla. Lo más dramático de esa condición, argumenta Blaser, es que, además de sostener la articulación asimétrica entre diferentes ontologías, “sienta las bases para continuar la subordinación de otros mundos” (Blaser 2009a, 102). Es entonces allí donde emergen las relaciones de poder que configuran el campo para la ontología política. Esto supondría que una marca indeleble de la modernidad sería la imposibilidad de reconocer ontologías alternas, en tanto que uno de los principios fundantes de la ontología moderna es reivindicar la existencia de una realidad que fluye incesantemente en el deseo de la purificación, es decir, en la pretensión —nunca formalizada— de separar naturaleza y cultura (Latour 2007, 56).

En relación con los debates externos, la pertinencia y relevancia de la ontología para el proyecto intelectual de la antropología ha sido discutida desde diversas vertientes. Una de las críticas que más ha tomado fuerza es que, antes que tender puentes teóricos y metodológicos para comprender la alteridad cultural, lo que hace el giro es reificar tales diferencias, es decir, inviste la otredad con un aura de

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inconmensurabilidad que termina por exacerbar, al punto de hacer ininteligibles, las diferencias culturales. El eje de esta crítica se encuentra anclado en la renuencia, por parte de muchos de los autores alineados con el giro, del uso del concepto cultura. Como ya mencionamos, una de las premisas acogidas en el giro ontológico es el de la proliferación de naturalezas (multinaturalismo) en oposición a la noción de multiculturalismo: múltiples culturas construyendo modelos contingentes de la realidad (o naturaleza). En este contexto, cultura tiende a asemejarse a la noción de representación (Venkatesan et al. 2010), esto es, a la idea de que distintas culturas tienen accesos parciales y diferenciados a aquello que la modernidad y sus instituciones han decretado como real. Sin embargo, si lo que se desestabiliza es la univocidad de la naturaleza (o realidad), lo que tendríamos entonces no son diferentes gentes representando una única realidad, sino creando, habitando y enactuando diversas realidades. Se sigue, entonces, que dentro de un esquema multinaturalista el concepto de cultura (representaciones de una sola realidad) es no solamente insuficiente en términos epistemológicos, sino que está ontológica e irremediablemente sesgado. Desde esta perspectiva, cultura mostraría un cierto agotamiento conceptual que no alcanza a capturar la complejidad de procesos con los que el término busca dar cuenta de la diferencia. Ahora bien, si lo que hacen otras culturas no es simplemente representar la realidad, sino habitar realidades radicalmente distintas a las nuestras, ¿cómo dar cuenta, entonces, de semejante fenómeno? ¿Dónde están esas otras realidades? ¿Cómo y bajo qué circunstancias pueden estas realidades hacerse inteligibles? ¿Están nuestros modelos teóricos, metodológicos y fenomenológicos irremediablemente viciados e imposibilitados para describir esas realidades por el hecho de estar modelados por los valores y preceptos de la cultura que los formuló? En fin, ¿cómo puede la antropología navegar esos otros mundos y enaltecerlos sin convertirse en una ciencia trivial de la diversidad humana?

Lo de la trivialidad no es un asunto marginal, puesto que en el fondo de la crítica sobre la inconmensurabilidad insinuada por el giro subyace una preocupación mayor, no tanto por el statu quo de nuestra disciplina y sus paradigmas, sino por la suerte de los pueblos que han sido históricamente sus interlocutores privilegiados. Permítasenos exponer un argumento más preciso. Durante mucho tiempo la antropología y sus métodos se preocuparon por proponer argumentos orientados a desbancar algunos de los sesgos etnocentristas y colonialistas más arraigados en el pensamiento occidental, a saber, que los llamados pueblos primitivos y las culturas que ellos encarnan constituyen versiones imperfectas, cuando no totalmente viciadas, del conocimiento y modo de ser representado por las naciones civilizadas. La obra de Claude Lévi-Strauss (e. g., 1997, 1968, 1972), por citar tan solo un ejemplo, es una meticulosa empresa interesada en demostrar los atributos lógicos, racionales y científicos que subyacen en el pensamiento e instituciones de los pueblos que la modernidad obstinadamente

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sitúo en el corazón de su proyecto civilizatorio. Muchos antropólogos han puesto sus talentos y sensibilidades etnográficas al servicio de esta fundamental causa y han demostrado que las filosofías indígenas, sus conocimientos, cosmologías, instituciones, historias y tradiciones no solamente no tienen nada que envidiar a Occidente y al saber científico, sino que son fuentes legítimas, y aún indispensables, de donde derivar modelos adecuados de vida con que responder a muchos de los problemas que la misma modernidad creó (y aquellos otros que ha sido incapaz de solucionar). En este sentido, uno de los aportes que por mucho tiempo ha engendrado el conocimiento antropológico es el de posicionar en la arena pública la dignidad, rigurosidad y complejidades inherentes a, y compartidas por, las diferentes expresiones de la diversidad humana. Sin embargo, la propuesta ontológica parece sugerir que el intento por ennoblecer los modos de vida y filosofías encarnadas por los pueblos indígenas a través de su equiparación con el modelo occidental es una tarea no solo inocua, sino equivocada desde sus mismos cimientos, puesto que no se puede comparar aquello que, por naturaleza, o por constitución ontológica, en este caso, es incomparable. Resultaría, entonces, trivial, por decirlo de alguna manera, entender las cualidades de estas culturas en términos de qué cuánto resuenan ellas en los instrumentos que Occidente ha diseñado (Blaser 2009b). Los problemas de este tipo de enfoque han sido advertidos desde ya hace tiempo por autores como Marshall Sahlins (1999), quien señala que concebir las alteridades culturales representadas por los pueblos indígenas, en términos de ser expresiones que se derivan de instancias de pervivencia, resistencia o asimilación con Occidente y sus instituciones sociales, termina por reificar la cultura hegemónica moderna, en particular porque las densidades propias de estos otros modos de existencia terminan siendo reducidas a nada más que respuestas alternativas a los males y vicios que la cultura occidental encarna.

Ahora bien, algunos autores como Alcida Ramos (2012) o Lucas Bessire y David Bond (en este volumen) señalan que la radical transformación de los términos de mensurabilidad genera una especie de vacío que la ontología tampoco promete llenar. De hecho, la pretensión de generar un conjunto de nuevos conceptos y metodologías para dar cuenta de la alteridad cultural crea un enorme malestar en críticos como Bessire y Bond, quienes sostienen que el giro ontológico pasa por alto, de forma pretenciosa, por momentos, una generación entera de autores que también han tratado de poner a disposición maneras teóricamente novedosas de concebir la alteridad. Así pues, al crear la sensación de que toda la antropología está aún por escribirse, este giro contribuiría a instaurar una suerte de anomia entre muchos de los intelectuales y activistas que han dedicado su vida y obra a demostrar el valor que le es inherente a estos modos de vida no modernos y no occidentales: si sus culturas y modos de ser son inconmensurables en los términos histórica y antropológicamente fijados, ¿qué representan, entonces, estos pueblos? ¿Una otredad inasible?

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¿Una forma de diferencia absolutamente imponderable? ¿Un retorno de lo salvaje, es decir, una otredad radical con la que es sumamente complicado sostener instancias de reconocimiento político y social? Si los términos usados para entender la diferencia que estos pueblos encarnan han sido los erróneos, ¿cuáles serían, pues, esos nuevos términos? La antropología de corte ontológico prometería, entonces, develar la fuente última de donde se deriva la diversidad de la experiencia humana y entregar las herramientas conceptuales para su adecuada descripción. Esto, además de generar escepticismo entre muchos de sus detractores, contribuye poco a resolver algunos de los problemas contemporáneos. ¿Cómo reposicionar el valor que les es inherente a las sociedades indígenas en términos que no solamente satisfagan las inquietudes filosóficas de un puñado de intelectuales, sino que responda con contundencia a las amenazas con que el colonialismo, el mercado y el capital han puesto en peligro la existencia misma de estos modos de vida?

Otra de las críticas está asociada al paradigma de la unívoca realidad y de la diversidad de representaciones culturales de la misma. Si la diversidad cultural no es más que una diversidad de puntos de vista sobre una misma realidad, el ejercicio etnográfico deviene una labor esencialmente interpretativa, es decir, de comprensión de significados socialmente asignados. En este marco, la antropología fungiría como una suerte de traducción, por lo cual lo máximo a lo que la disciplina podría aspirar sería a describir, no a explicar. La ontología, asociada negativamente en este caso a una especie de búsqueda de verdades trascendentales, pretende cambiar ese estado de cosas y enunciar algo sobre el mundo mismo y su naturaleza, y no solo sobre cómo distintas gentes lo representan. En esta línea crítica, la imposibilidad del concepto de cultura para dar cuenta de la diversidad de la experiencia humana y el deseo de reemplazarlo por una más refinada conceptualización los captura el título del debate que se llevó a cabo en la Universidad de Manchester en 2010: “Ontología es solo otra palabra para cultura” (Venkatesan 2010). Quienes apoyaron la moción argumentaron, entre otras cosas, que cultura y ontología no corresponden a dos dominios diferentes sobre lo que constituye un ser y sus posibilidades de relación, sino a dos dispositivos complementarios de simbolización de lo real, o que la ontología no corresponde al nivel más etéreo de abstracción sobre lo que existe, sino, de hecho, a su expresión más materializable: aquello que existe y es vs. aquello que simplemente no existe y no es. Quienes defendieron la ontología como legítima preocupación antropológica sostuvieron que su peso como concepto radica en su posibilidad de invertir ciertas relaciones de poder, en particular al asumir que los puntos de vista de nuestros interlocutores etnográficos no son meras representaciones de la realidad (estamentos a ser comprendidos a través del filtro de la relatividad epistemológica), sino aseveraciones poderosas sobre las múltiples posibilidades de ser y devenir (es decir, estamentos sobre verdades ontológicas). Fue en el marco de este debate que el antropólogo británico

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Martin Holbraad planteó que lo que concebimos como alteridad cultural puede ser no simplemente función de la diversidad de la experiencia humana, sino función de la existencia de diversos mundos per se (en Venkatesan 2010, 183).

Retomando los términos de esta discusión, la antropóloga de origen métis Zoe Todd (2016) argumentó que la ontología no es sino otro término para colonialismo, es decir, que corresponde a un giro intelectual que bajo una guisa aparentemente emancipatoria se apropia de las cosmologías y sistemas de conocimiento indígenas para reinventar la antropología, mientras ignora tanto a los intelectuales indígenas que han estado escribiendo por mucho tiempo sobre las mismas cuestiones, como las realidades contemporáneas que muchas de estas comunidades enfrentan dentro de sus respectivos estados nación. En un tono similar, Ramos (2012) critica el giro ontológico por no ser suficientemente comprometido en términos políticos, pero sobre todo por esencializar y exotizar el tipo de diferencia encarnada por muchos pueblos indígenas que, como los amazónicos, han llegado a constituirse en el epítome de la alteridad antropológica. Aunque sus críticas se dirigen a los etnógrafos anclados en el llamado perspectivismo amerindio como herramienta de análisis (y al trabajo de Viveiros de Castro en particular), sus comentarios resuenan más allá del ámbito amazónico, puesto que muestra cómo los presupuestos de los que parte el multinaturalismo (una cultura, múltiples naturalezas; diversidad de cuerpos, unidad de espíritus) están sospechosamente construidos sobre una base de términos que simplemente invierten, mas no socavan, los dualismos básicos de la modernidad (naturaleza-cultura, mente-cuerpo). Este intento elegante de ajustar los datos etnográficos para ponerlos en conversación con la filosofía continental, argumenta Ramos, termina por esencializar y congelar en el tiempo las cosmologías amerindias, puesto que pasa por alto la historia y las relaciones de poder que están detrás de estas ontologías (2012, 484-488).

Se ha transitado un largo camino para reconocer los límites conceptuales y metodológicos que tienen dicotomías fundacionales como naturaleza-cultura, humanos-no humanos o mente-cuerpo. Ciertamente, la crítica a estos términos no ha sido fácil y aún la disciplina tiene mucho por refinar, pero los retos que depara esta crítica también llevan a considerar que un proyecto intelectual antropológico que se precie de ser suficientemente crítico deberá tomarse en serio cómo las fronteras que instauran dominios naturales-culturales también se usan para erigir diferencias e imponer fórmulas que dividen lo que, por precepto fenomenológico, ha estado unido. Son uniones que vinculan, como veremos, por ejemplo, en uno de los capítulos que componen este libro, sustancias con valores humanos como la codicia y el solimán entre pobladores rurales del sur de Colombia (Becerra, en este volumen). Hay que tener cuidado, no obstante, con profundizar diferencias insalvables, allí donde no las hay,

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o de hacer irreconciliable lo que por definición es posible pensar como un haz de relaciones que no son constantes, sino mutables en el espacio y en el tiempo.

Intersecciones Con la premisa según la cual existen diversas formas de configuración de lo real que entran en fricción con ciertas prácticas de la modernidad —dimensión política de las ontologías—, el giro ontológico reivindica su lugar como uno de los puntos focales de la antropología contemporánea. Las ontologías relacionales, y en particular aquellas que enfatizan la continuidad entre lo cultural y lo natural —a diferencia de la ontología moderna, que las separa y opone—, encarnan modos de ser y de actuar que desestabilizan algunos de los supuestos que, en su momento, posibilitaron la emergencia y formalización de la antropología como una disciplina independiente. No obstante, como hemos señalado, este tipo de planteamientos representa para algunos críticos una forma de ahistorización esencializante de la diferencia cultural, una cosificación de poblaciones étnicas, un enfoque que exacerba la aparente inconmensurabilidad de la diferencia, o una moda pasajera que, en un lenguaje críptico, hace lucir como novedosas preocupaciones fundamentales que han acompañado desde hace mucho tiempo el proyecto intelectual de la antropología. En este marco, el presente volumen recoge un conjunto de planteamientos que, encuadrados desde diversas perspectivas etnográficas o crítico-conceptuales, posicionan, pero también interpelan, la versatilidad del proyecto ontológico para explorar nuevas formas de articulación con las materialidades, con las no humanidades y con las alteridades que configuran los horizontes de inteligibilidad establecidos por diferentes grupos humanos en los contextos que habitan. El libro se divide, entonces, en cuatro secciones y cada una de ellas está orientada a estimular un tema de discusión particular.

En “Sustancias y materialidades”, los capítulos se articulan alrededor del interés por explorar las relaciones que, en contextos históricos y sociales específicos, establecen distintos grupos humanos con dimensiones experienciales significativas que comparten un denominador común: son aspectos cotidianos íntimamente entreverados con existencias no humanas, las cuales se insertan en un sistema singular compuesto por redes de acción y significación que movilizan aspectos cruciales de la vida social de quienes interactúan y forman parte de esas redes. Así, por ejemplo, Diego Cagüeñas explora la capacidad que tienen los objetos de transformarnos y de construir lugares desde donde enunciarnos. En su capítulo, Cagüeñas analiza cómo un objeto tan particular como una escultura de un cristo que se ofrece a una comunidad con una intencionalidad reconciliadora, en un contexto radicalmente afectado por la guerra, termina adquiriendo unas capacidades agentivas tan poderosas y singulares

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que exceden las maneras en que se trazan los significados de la guerra misma y de sus posibilidades de reparación. El autor nos recuerda cómo procesos que tienden a asociarse con las esferas más elevadas y por ello más etéreas del espíritu humano, en este caso el perdón, fundan su eficacia en sus posibilidades materiales. En un contexto muy distinto, atravesado por tecnologías de vanguardia en espacios altamente institucionalizados, como son las universidades, Fabiana Stringini propone un acercamiento detallado a la manera en que las relaciones entre músicos, computadores personales, softwares y altavoces producen un tipo de música instrumental que solo es posible generar a partir de unas pautas de mediación tecnológica que tienen la capacidad de transformar sonidos ordinarios en música. Su trabajo demuestra el rol fundamental que desempeñan las materialidades en un tipo singular de producción, la música electroacústica, la cual emerge a partir de imbricados ensamblajes tecnológicos que no actúan simplemente como sus vehículos de difusión, sino que son, en sí mismos, los que determinan la posibilidad de existencia de este género musical. Moviéndose en un contexto rural en el suroccidente colombiano, Andrés Felipe Becerra explora las articulaciones que se trazan entre las sustancias, los objetos y los cuerpos que le dan forma y sentido al solimán, una emanación asociada a los tesoros enterrados y en los cuales se condensa un complejo sistema de relaciones y creencias frente al poder regulador y transformador de la codicia. El artículo nos invita a navegar nociones de agencia distribuida en y emanada de objetos y sustancias para examinar el rol que la codicia juega en la construcción de la persona en Cumbal (Nariño). Esta sección finaliza con el artículo de Elizabeth Povinelli, quien elabora una crítica a las nociones ontológicas que separan y ayudan a crear un campo de gobernanza entre lo vivo y lo inerte. Apoyándose en sus años de trabajo colaborativo en Australia y en sus observaciones sobre el rol que juegan los llamados seres de sueño, los lugares, las sustancias y los antepasados en la constitución de las subjetividades humanas y no humanas, Povinelli nos invita a trascender ciertas presunciones teóricas al momento de considerar aquellas formas de vida que resultan más o menos afines a lo humano, haciendo un llamado a explorar herramientas teóricas que provincialicen con mayor contundencia las fórmulas convencionalmente asociadas a la excepcionalidad humana. Solo así, dice ella, podremos evitar proyectar nuestras propias propiedades humanas sobre aquellos otros seres que, como las rocas, las playas, los ríos o las montañas, son radicalmente diferentes a nosotros.

Los capítulos que componen la sección “Relaciones y seres” articulan argumentos críticos y contextuales para reflexionar sobre la manera en que diversos tipos de seres se entrelazan en redes complejas que amplían nociones convencionales que se han estructurado en torno a categorías como especie, paisaje o relación. Explorando el pensamiento chamánico makuna, el detallado relato etnográfico de Luis Cayón realiza un análisis muy sugerente sobre las sustancias y las relaciones. Al describir una

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dimensión que privilegia las continuidades antes que las atomizaciones, este autor desarrolla una crítica en torno a los conceptos de cuerpo y especie, mostrando cómo animales, plantas, lugares y los principios vitales que los atraviesan están inscritos en sistemas de articulación que hacen mundo, pero que lo hacen a través de prácticas concretas y situadas que, a su vez, definen el aspecto relacional que le da forma y sentido a esos mundos particulares. Además de describir la importancia del pensamiento icónico o en imágenes y de las experiencias sinestésicas en la acción ritual de los sabedores makuna, su filigrana etnográfica también debate la utilidad del llamado perspectivismo amerindio, para dar cuenta de la noción de cuerpo entre seres que son, por definición, la suma de las relaciones que los constituyen. Esta sección continúa con un artículo sobre las ontologías mesoamericanas en el que Saúl Millán expone cómo las preocupaciones sobre lo no humano constituyen, de hecho, una teoría antropológica indígena sobre la alteridad. Si la humanidad, y no la animalidad, es la condición común a humanos y animales, por ejemplo, se sigue que los términos de las relaciones entre unos y otros contienen elementos explícitos con los cuales abordar los paradigmas de la antropología convencionalmente practicada. De su análisis destacamos el papel que ha jugado el lenguaje religioso para describir el tipo de realidades que son sustancialmente distintas a la configuración moderna de la realidad. La importancia de esta discusión dentro de los sistemas políticos que caracterizan a los estados nación contemporáneos radica en que es solo dentro de la esfera de lo religioso, o de las creencias agenciadas por ciertos legítimos otros, donde la modernidad reconoce la existencia de otros mundos, puesto que la religión y las cosmologías son solo creencias que no dicen nada real sobre el mundo (esa es una tarea que se desarrolla dentro del campo científico y a la que los estados apelan para regular las diferencias entre creencias y verdades). A través de la exploración del bain coca, un idioma hablado por la gente siona que habita el bajo Putumayo, Camilo Segovia analiza cómo la lengua configura, pero también responde al mundo. Su análisis aborda directamente la relación entre lengua y paisaje, explorando cómo el idioma no simplemente refleja las cosmovisiones de sus hablantes, sino que abre propiedades del mundo y produce, en consecuencia, sensibilidades específicas para relacionarse con él. En suma, este capítulo demuestra, a través de un riguroso análisis lingüístico, cómo la lengua está indisoluble y dialécticamente imbricada con el paisaje que la produce y que ella ayuda a producir.

La sección cierra con el capítulo de Mario Blaser en el que expone las complejas articulaciones que resultan una vez se asume que la modernidad, aunque así lo pretenda, no tiene cómo abarcar esos otros modos de hacer mundo. En su texto, que delinea la ontología política como herramienta de análisis, queda claro que el dilema al que se enfrenta la disciplina antropológica no es el de validar los tipos de realidades enactuadas por diversas colectividades, sino reconocer la coexistencia de diferentes

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ontologías o mundos y examinar las articulaciones de las que estas pueden participar en los contextos de poder definidos por la modernidad.

En la sección “Performatividades” se articulan capítulos que ponen en el centro de análisis la necesidad de reconocer que las fronteras fluidas entre lo humano y lo no humano implican también un esfuerzo por reconocer que a través de las prácticas se pueden desentrañar y volver inteligibles esas porosidades que permiten a humanos y a no humanos ser-en-relación o estar mutuamente constituidos. En efecto, Santiago Martínez discute las formas de conocimiento que impiden o posibilitan la capacidad de ver y palpar la enfermedad situada en un órgano como el cuajo. Su capítulo explora los efectos performativos de ciertas formas de hacer-pensar que tienen y construyen esas realidades: la gente hace cuajo de manera que deviene una forma de conocimiento experiencial. Los efectos de ciertas prácticas y modos de relación son los que constituyen la realidad, no a la inversa, de allí que los mundos están en el hacer. Martínez también discute este planteamiento desde la reflexividad que despliega frente a su condición de médico, que, así como le abre, también le cierra posibilidades de ver y hacer cosas, entre ellas el esquivo cuajo que no puede palpar porque sus manos de practicante de la biomedicina no fueron entrenadas para ello. Por otro lado, Eduardo Kohn sugiere una plataforma analítica en la que posiciona la semiosis como herramienta de exploración de las relaciones que los humanos podemos cultivar con esas otras formas de vida que nos constituyen. El texto que aquí presentamos es un preludio a su libro Cómo piensan los bosques, en el que describe algunas propiedades semióticas que nos ayudan a descentralizar el lenguaje humano como la única forma posible de representar el mundo. Haciendo un argumento esencialmente etnográfico, Kohn describe una selva poblada por entidades no humanas capaces de capturar y amplificar las propiedades de un mundo en el que las ausencias son más importantes que las presencias. Esta sección cierra con el capítulo de Marisol de la Cadena, quien analiza una serie de conflictos que, a primera vista, parecen originarse en la disputa por el derecho de uso y acceso a ciertos recursos naturales. Su riguroso análisis devela, sin embargo, que los términos de disputa enactuados por ciertas poblaciones andinas exceden las matrices conceptuales con las que la modernidad tiende a interpretar el mundo natural. Así, lo que parecía ser un conflicto socioambiental resulta en realidad un conflicto de carácter ontológico que nos obliga a considerar nuevas formas de abordar lo político.

Por último, la sección “Contrapuntos” contiene tres capítulos que desarrollan encuadres críticos frente al giro ontológico y sus implicaciones con respecto a los procesos analíticos y comprehensivos de la antropología. Desde el debate ya citado sobre si “ontología es solo otra palabra para cultura” (Venkatesan 2010, énfasis agregado), son animosas las posiciones frente a la utilidad de la ontología y sobre los efectos que produce. Hemos incluido aquí tres de las más incisivas críticas que

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se le han planteado al giro ontológico y argumentos convergentes en años recientes: la de los antropólogos estadounidenses Lucas Bessire y David Bond, la de la antropóloga brasileña Alcida Rita Ramos y la del antropólogo sueco Alf Hornborg. Esta sección busca evidenciar el carácter disputado del giro ontológico y mostrar que los argumentos de estos autores interpelan seriamente algunos de sus fundamentos, métodos y efectos. Para Bessire y Bond, el giro ontológico tiene una dimensión en exceso filosófica que deja de lado las condiciones materiales de vida a las que están sujetas todas las sociedades contemporáneas, incluyendo aquellas exotizadas por la perspectiva etnográfica que el giro representa. Más interesados en futuros promisorios —el momento en que las fronteras entre humanos y no humanos, entre mundo y pluriversos, serán de una vez por todas franqueadas—, el giro representa para estos autores un cambio preocupante en la orientación política de la antropología, puesto que parece pasar por alto las condiciones presentes. De esta manera, muchas de las preocupaciones del giro podrían terminar siendo distractores frente a ciertas coyunturas económicas y políticas que trascienden el ámbito exclusivo de las ideas, los mitos y las estructuras profundas a las que suele prestárseles atención desde las sensibilidades etnográficas que promueve el giro. En una línea similar, Ramos posiciona su crítica en torno a la reificación cultural, puesto que termina siendo peligrosamente esencialista y ahistórica. Dicha reificación, sugiere, puede ser instrumental a los procesos neoliberales de los Estados modernos latinoamericanos, pues termina por exacerbar una serie de identidades de crisol, es decir, un conjunto de rasgos identitarios delimitados y fijos a los que muchas comunidades deben plegarse si quieren ser reconocidas como sujetos políticos válidos. En este sentido, tanto Ramos como Bessire y Bond coinciden en que el giro no es suficientemente político en sus pretensiones de transformar la manera en que se concibe la alteridad, puesto que su crítica no se dirige en absoluto a las consecuencias sociales del conocimiento, sino que se limita a ser una crítica académica del conocimiento. La propuesta de Hornborg se ubica en un plano convergente e igualmente relevante. Al criticar la noción de agencia de los objetos, este autor argumenta a favor de la utilidad que puede tener, en ciertos contextos, mantener la diferencia entre naturaleza y cultura. Señalando que la modernidad nunca se ha organizado alrededor de una sola dicotomía, Hornborg discute cómo una postura monista (una que no enactúe esta dicotomía) no es necesariamente una postura inherentemente emancipadora. Eso también equivale a decir que toda postura dualista no conlleva de manera inexorable una posición colonialista ni colonizadora. El asunto, más bien, es superar esa visión maniqueísta y pensar las relaciones entre naturaleza y cultura como un artefacto heurístico que alberga capacidades emancipatorias en ciertos procesos y contextos particulares. Las dicotomías naturaleza-cultura existen también en ciertos grados entre muchas sociedades indígenas, y, empleada con sensibilidad contextual, dicha dicotomía puede ayudarnos a

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realizar críticas mordaces a la gobernanza del medio ambiente en la coyuntura neoliberal contemporánea. En resumen, las críticas incisivas contenidas en los capítulos que componen esta sección constituyen una invitación a poner en perspectiva los aciertos, pero también las debilidades que reporta el giro.

Coda Desde sus orígenes, la teoría antropológica ha transitado continuamente por debates de cierta envergadura que no hacen sino demostrar la vitalidad de la disciplina. Como hemos visto, en su preocupación por abrirse a pensar críticamente las conexiones que lo no humano guarda con lo humano, el giro ontológico ha alimentado algunos de estos debates. A partir de la consideración de lo no humano en sus propios términos y no como simple extensión de la representación humana, el conjunto heterogéneo de perspectivas asociadas a este giro ha despertado nuevas sensibilidades sobre los límites del proyecto intelectual de la antropología. Como hemos señalado, lo ha hecho de tres maneras específicas: al desafiar los contornos habituales de la disciplina y al proponer alternativas de descentralización a su antropocentrismo, al plantear propuestas para repensar el lugar que se les adjudica a la diferencia y la otredad en las narrativas antropológicas y al redimensionar las representaciones y las identidades a partir de una comprensión más articuladora entre las prácticas y las relaciones que las estructuran. Las rigurosas críticas que se le han hecho obligan no solo a refinar los argumentos teóricos, sino, sobre todo, a explorar estrategias teóricas, conceptuales y metodológicas que logren dar cuenta de manera justa de los mundos que florecen una vez que se pone en cuestión la existencia de una sola realidad unívoca y totalizante.

Este libro representa una apuesta por reconocer que en el espectro de los debates en torno al giro ontológico hay posturas clave que son de necesaria consideración. Al final, cada uno de los capítulos expone de manera sugerente argumentos que nos llevan a asegurar que este giro no es simplemente una moda, sino que tiene el potencial de generar posiciones vitales para la antropología contemporánea en relación con los contextos sociales, políticos y ambientales que la enmarcan. Sin lugar a dudas, cada uno de los autores y autoras que participan de este volumen abre un conjunto de posibilidades reflexivas en torno a las dimensiones epistemológicas, metodológicas y conceptuales que supone pensar críticamente las relaciones que los humanos mantenemos con los no humanos, sean estos sustancias, cosas, animales o paisajes. Y si los capítulos aportan al diálogo y a la discusión antropológica sobre esas relaciones, esta compilación habrá cumplido su cometido.

Ontologías y antropología

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