Cursus honorum (Rubicon - Tom Holland)

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“RUBICÓN. Auge y caída de la República Romana”. Tom Holland. Ed. Planeta. Barcelona, 2005. Páxinas 117-133.

Sociedade e política na época de Sila (...) Hasta que sus propias legiones rompieron el tabú en el 88 a.C. los únicos hombres armados que habían entrado en la ciudad habían sido los ciudadanos que participaban en los desfiles triunfales, los tan deseados triunfos. Por lo demás, Roma siempre había sido territorio prohibido para los militares. Desde tiempos de los reyes, los civiles se habían tenido que reunir primero en el Campo de Marte antes de prestar el juramento que los transformaba en soldados. Allí se les concedía un rango acorde con su riqueza y estatus, pues en la guerra, igual que en la paz, cada ciudadano sabía cuál era su sitio. En la cúspide de la jerarquía se hallaban aquellos lo suficientemente ricos como para permitirse sus propios caballos, los equites; bajo la clase ecuestre había cinco clases más de infantería; los últimos de la fila eran ciudadanos demasiado pobres para comprar incluso una honda de cuero y algunas piedras, los proletarii. Estas siete clases se dividían a su vez en unidades, conocidas como «centurias». Con ello se podía calibrar el estatus con exquisita precisión. A pesar de que hacía tiempo que las «clases» y las «centurias» habían dejado de ser la base de su ejército, los romanos no abandonaron ese sistema que tan bien les había funcionado. Muy al contrario, siguió siendo el centro de su vida política. Obviamente había algunos ciudadanos que no ansiaban arrastrarse hacia arriba en la escala social, siglo tras siglo, hasta llegar al último peldaño. Cuanto más alto subía un romano, más nuevas oportunidades se le ofrecían para tentarle a seguir subiendo. Si se convertía en un ecuestre, por ejemplo, podía aspirar a entrar en el Senado; si se unía al Senado, tenía la tentadora opción de presentarse a una de las magistraturas superiores, pues se le ponía a tiro una pretura o quizá un consulado. Era muy típico de la República que el mayor privilegio que concedía a uno de sus ciudadanos era someterse al voto de sus colegas y ganar todavía más gloria. Era también típico que el máximo fracaso fuera perder el estatus que uno había heredado de su padre. O día das eleccións En la extensión llana y abierta del Campo de Marte sólo se elevaban unas pocas estructuras. Una de ellas, la de mayor tamaño, era un recinto lleno de barreras de madera que formaban pasillos, una estructura similar a la que se usa para encerrar al ganado. Los romanos lo llamaban el Ovile, redil. Allí era donde se celebraban las elecciones a las magistraturas. Los votantes pasaban a través de los pasillos en bloques separados. La naturaleza de la República era regocijarse en la complejidad, así que la organización de esos bloques cambiaba de forma muy confusa de una elección a otra. Para votar a los tribunos, por ejemplo, los ciudadanos se dividían en tribus. Éstas eran fabulosamente antiguas en su origen y habían sido retocadas durante los siglos de forma típicamente romana para adaptarse al crecimiento y expansión de la República. Con la ciudadanía de los italianos, se habían reorganizado una vez más para enfrentarse a la influencia de los nuevos ciudadanos. Todo miembro de una tribu tenía derecho al voto, pero puesto que ese voto se debía depositar personalmente en el Ovile, la práctica garantizaba que sólo los residentes más ricos de fuera de la ciudad pudieran permitirse viajar a Roma para ejercer su derecho. Inevitablemente eso sesgaba el resultado a favor de los ricos. Y además, a la mayoría de los romanos les parecía justo que así fuera. Después de todo, los ricos eran los que más contribuían a la República, de modo que era lógico que su opinión fuera también la de más peso. Un poder de voto desproporcionado era otro de los beneficios del rango. En ninguna parte se aplicaba de forma más clara ese principio que en las elecciones a las magistraturas más importantes. Era en éstas cuando las funciones originales de las clases y las centurias resucitaban para cobrar una vida espectral. Los ciudadanos se reunían para votar por los cónsules de la misma forma que sus antepasados se habían reunido para ir a la guerra. Al igual que en los tiempos de los reyes, una trompeta los convocaba al Campo de Marte. Una bandera roja ondeaba en el Janículo, una empinada colina más allá del Tíber, señalando que no había enemigos a la vista. Los ciudadanos formaban entonces, como si se aprestaran para una batalla, con los más ricos al frente y los más pobres atrás. Eso quería decir que eran siempre las clases más altas las primeras en pasar al Ovile. Y no era su único privilegio. Tan importantes eran sus votos que habitualmente valían para decidir unas elecciones. Como consecuencia, el resto de las clases no tenía demasiados incentivos para siquiera acudir a las votaciones. No sólo sus votos valían sólo una fracción que los de los ecuestres, sino que raramente se les pedía efectivamente que los registrasen. Puesto que no recibían ninguna compensación financiera por un día pasado haciendo cola frente al redil electoral, la mayoría de los pobres decidía que tenía mejores maneras de perder el tiempo. Y, claro, los ecuestres no tenían la menor intención de insistirles para que fueran a votar.

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Aun así, para aquellos que se podían permitir ceder a la fiebre de las elecciones, la tensión del día de la votación era uno de los puntos álgidos de la vida cívica romana. Las togas especialmente blanqueadas que vestían los candidatos, las abrumadoras masas de seguidores, el tumulto de gritos y abucheos, todo contribuía a la sensación de que era un momento especial. El heraldo no anunciaba los resultados hasta bien entrado el día. En ese momento se saludaba con una gran aclamación al candidato vencedor y se le escoltaba entre gritos de apoyo desde el Ovile hasta el Capitolio. La mayoría de los votantes prefería quedarse para estar presente en ese momento de clímax. Si el día era caluroso, se necesitaba cierta resistencia física para lograrlo, pues las multitudes levantaban nubes de polvo rojo del suelo. Había pocas distracciones para el público en el Campo de Marte. La mayoría de los votantes cansados se dirigían hacia la Villa Pública, un complejo amurallado de edificios públicos que se elevaban justo detrás del Ovile. Allí podían cotillear, abanicarse y protegerse del sol. (...) O censorato (...) El esplendor de las estatuas y pinturas que adornaban esas salas reflejaba su decisivo papel en la vida de la República, pues la Villa Pública era donde se mantenían y revisaban las jerarquías de la sociedad romana. Cada cinco años un ciudadano tenía que ir allí a registrarse. Debía declarar el nombre de su esposa, el número de hijos que tenía, sus propiedades y sus posesiones, desde sus esclavos y dinero en efectivo hasta las joyas y los vestidos de su mujer. El Estado tenía derecho a saberlo todo, pues los romanos creían que incluso «los gustos y aficiones personales debían ser objeto de vigilancia e investigación». Era el conocimiento, un conocimiento intrusivo, lo que afianzaba los cimientos de la República. Las clases, centurias y tribus, todo lo que permitía que un ciudadano hallara su lugar entre sus colegas, se constituían a partir de lo declarado en el censo. Una vez que los escribas registraban la información relevante, ésta era cuidadosamente escrutada por dos magistrados, que tenían el poder de ascender o destituir a todo ciudadano según su riqueza. La institución de estos magistrados, el censorato, era la más prestigiosa de la República; todavía más que el consulado, y se la contemplaba como el punto culminante de una carrera política. Tan delicada era la tarea de un censor que sólo los ciudadanos más veteranos y reputados podían acceder al puesto. De su juicio dependía el mantenimiento de la misma estructura de la República. Casi todos los romanos creían que si el censo no se llevaba a cabo de forma adecuada, todo el entramado de su sociedad se vendría abajo. Por eso era considerado por todos como «el señor y el guardián de la paz». (...) A dictadura (...) La historia antigua de la República daba ejemplos de ciudadanos que habían detentado un poder absoluto sin haber sido elegidos. En momentos de crisis particularmente graves se suspendió la autoridad de los cónsules y se nombró a un solo magistrado para que se hiciera cargo del Estado. Ese cargo se adaptaba a la perfección a las necesidades de Sila. El hecho de que fuera un fósil constitucional de un lejano pasado no le preocupaba lo más mínimo. Dejando caer duras y amenazantes indirectas, persuadió al Senado de desempolvar el antiguo puesto y de nombrarle para ocuparlo. La consecuencia fue no sólo que legalizó su supremacía, sino que, además, la pulió con una pátina de tradición. Después de todo, ¿cómo podían sentirse amenazados los romanos por una magistratura tan auténticamente republicana como la dictadura? Pero lo cierto es que siempre se había recelado de la dictadura. A diferencia del consulado, que se dividía entre dos ciudadanos del mismo rango, los poderes unificados de la dictadura eran inherentemente contrarios a los ideales republicanos. Por eso, el cargo cayó en desuso. Incluso en los oscuros días de la guerra contra Aníbal sólo se nombró ciudadanos para que la ocuparan durante períodos muy cortos de tiempo y establecidos de antemano. Como el vino sin aguar, la dictadura tenía un gusto a la vez embriagador y peligroso. Sila, sin embargo, a quien le gustaban por igual el alcohol y el poder, estaba orgulloso de su pasión por ambos. Rechazó cualquier limitación temporal a su cargo. En vez de ello, iba a permanecer como dictador hasta que se «revisara» la constitución. El mismo decidiría qué quería decir con ello. Un cónsul tenía doce lictores. Sila tenía veinticuatro. Cada uno de ellos llevaba sobre sus hombros no sólo las fasces, sino también, unida a las varas, un hacha que simbolizaba el poder de vida y muerte que tenía el dictador. Era un símbolo perfecto de la diferencia de estatus que existía entre Sila y sus colegas magistrados. No tardó en asegurarse de que comprendieran el mensaje. Tan pronto como fue nombrado dictador ordenó que se celebraran elecciones consulares. El mismo eligió a los dos candidatos. Cuando uno de sus propios generales, el héroe de guerra que había tomado Praeneste, nada menos, intentó presentarse, Sila le advirtió que se retirase y, cuando aquél se negó, hizo que lo asesinaran públicamente en el Foro. Sila sabía mejor que nadie lo peligrosos que podían ser los héroes de guerra. (...)

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As reformas de Sila na Cuestura, Pretura, Senado e Tribunado. (...) Al nuevo dictador le enfurecían las ambivalencias, complejidades y paradojas de la constitución. Sila creía que eran lagunas legales y trabajó duro para subsanarlas. No quería dejar un solo hueco por el que pudiera colarse un nuevo Mario. En vez de ello quería regular estrictamente la ambición. Cada magistratura tendría una edad mínima. Sila, que se había pasado desde los veinte a los treinta frecuentando prostitutas, debió disfrutar poniendo trabas a los jóvenes demasiado ambiciosos. Bajo su legislación, nadie con menos de treinta años podría presentarse a las elecciones de ninguna magistratura, ni siquiera a la menos importante. Esta, el cuestorado, ofrecía al candidato la oportunidad de servir durante un año como asistente de alguno de los magistrados más importantes, y así aprender del ejemplo de sus mayores. Algunos cuestores podían conseguir incluso responsabilidades independientes, manejar las finanzas de la República e ir acostumbrándose a la disciplina y las obligaciones del poder. Era una etapa importante, pues el ciudadano que hubiera servido como cuestor tendría derecho, una vez alcanzara su trigésimo noveno cumpleaños, a presentarse a un puesto todavía más prestigioso: la pretura. Si era elegido para ese cargo, sería, durante un año, inferior en rango tan sólo a los propios cónsules. Un pretor tenía enormes responsabilidades y privilegios: encargado como era de administrar las leyes de la República, tenía el derecho a convocar a sesión al Senado y a presidir sus debates. Bajo el nuevo esquema de cosas que diseñó Sila, sin embargo, el verdadero atractivo de la pretura era que ahora se convertía en un peldaño obligatorio en la escalera que conducía, ordenadamente, escalafón tras escalafón, hasta el propio consulado. Ése seguía siendo el premio principal y más deslumbrante. Como siempre, sólo unos pocos lograrían ganarlo, pero el objetivo de las reformas de Sila era asegurarse de que, en el futuro, los vencedores fueran siempre dignos de su rango. No debía haber más escándalos corno la carrera del joven Mario. Del cuestorado a la pretura y luego al consulado: ése iba a ser el único camino al poder, un camino sin atajos. La intención manifiesta de esta legislación era primar la madurez y la veteranía. En ese sentido coincidía plenamente con las opiniones instintivas de los romanos. Se suponía que los estadistas debían ser hombres de mediana edad. Puede que los dirigentes griegos se describieran a sí mismos como hombres prodigiosamente jóvenes, pero a la República le gustaban las arrugas, el pelo ralo y la piel del cuello ya sin tersura. No por casualidad la institución que tradicionalmente gobernaba Roma, el Senado, tomaba su nombre de senex, «anciano», ni tampoco en vano los senadores gustaban otorgarse el calificativo honorario de «padres». Todo conservador guardaba cariñosamente en su corazón un lugar para el ideal de una asamblea rica en experiencia y sabiduría que actuara como freno a elementos tan irresponsables como los jóvenes o los indigentes. En la mitología de la República era el Senado el que había conducido a Roma a su grandeza, venciendo a Aníbal, derrotando a reyes y conquistando el mundo. Sila, a pesar de que atropelló al Senado siempre que pudo, hizo de la restauración de su autoridad el principal objetivo de su carrera. Y era necesario comenzar las reparaciones con urgencia. La guerra civil y las proscripciones habían diezmado a la augusta institución. Sila, que había sido en gran parte responsable de la disminución del número de senadores de trescientos a apenas un centenar, ascendió a recién llegados con tanta asiduidad que para cuando acabó el Senado era más numeroso que en cualquier otro momento de su historia. Ecuestres de todo pelaje –empresarios, italianos, oficiales enriquecidos con los botines de guerra...– vieron cómo de repente se les abrían las puertas de la asamblea gobernante. Al mismo tiempo se ampliaron también las oportunidades de ascenso dentro del propio Senado. Bajo las reformas de Sila, el número de preturas accesibles cada año se aumentó de seis a ocho, y las cuesturas, de ocho a veinte, en un intento deliberado de garantizar que los escalafones más altos del poder se renovaran frecuentemente con sangre nueva. A la nobleza establecida, como es lógico, le horrorizaron las reformas. Pero el esnobismo romano no carecía de medios para mantener a los nuevos en su sitio. Los senadores, como todo el mundo en la República, estaban sometidos a férreas reglas jerárquicas. Su rango disponía el orden en el que se los llamaba a hablar, y los nuevos senadores rara vez tenían la oportunidad de hacerlo. Incluso hombres que habían sido críticos declarados del Senado se vieron silenciados tan pronto como fueron ascendidos y entraron a formar parte de la asamblea. Parece que Sila, que no era precisamente famoso por su generosidad con sus enemigos, decidió que en algunos casos era más efectivo incorporar a los enemigos que combatirlos. Pero algunos, por supuesto, seguían pareciéndole intolerables. Sila despreciaba las aspiraciones de la plebe y sentía verdadero odio hacia aquellos que la representaban. Al mismo tiempo que aumentaba el poder del Senado, debilitó al tribunado con la saña que caracterizaba todas sus venganzas. Nunca olvidó que Sulpicio había sido un tribuno. Cada recorte de los poderes del tribunado era un delicado acto de venganza personal. Para asegurarse de que los tribunos nunca más aprobaran leyes que atacaran a un cónsul, como había hecho Sulpicio, Sila dispuso que no pudieran presentar leyes. Con el objetivo de evitar que el tribunado pudiera atraer en el futuro a alborotadores ambiciosos, lo desposeyó de toda posibilidad de potenciar una carrera política. Con una malicia

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cuidadosamente detallista, Sila dispuso que todo aquel que hubiera sido tribuno no pudiera luego aspirar a ninguna otra magistratura. Los cuestores y los pretores podían soñar con ser cónsules algún día, pero los tribunos ya nunca más. Su cargo iba a ser un peldaño en una escalera que no llevaba a ninguna parte. La venganza, como siempre con Sila, fue dulce. (...) Dimisión e morte de Sila. (...) De todas formas, Sila dimitió de su cargo de dictador mucho antes de que se terminara el gran templo de Júpiter. Una mañana, en algún momento de finales del 81 a. J.C., apareció de súbito en el Foro sin sus lictores. El hombre que más ciudadanos romanos había asesinado en toda la historia de la República abandonó todos los símbolos del poder supremo, «sin temer ni a la gente de casa ni a los exiliados en el extranjero [...]. Hasta tal punto llegaba su atrevimiento y su buena suerte». (...) (...) Un año después de que Sila dimitiera como dictador, detentó el cargo de cónsul, y al año siguiente se apartó por completo de la vida pública. Liberado de sus responsabilidades oficiales, retornó a la vida libertina de su juventud. Y no había perdido un ápice de su talento como juerguista. Como dictador celebró algunas de las fiestas más impresionantes de la historia de Roma, a las que invitaba a todos los ciudadanos. Las calles crepitaban con el sonido y el olor de los asados, y de las fuentes públicas manaba vino en vez de agua. Los ciudadanos se daban un atracón, y cuando ya nadie podía comer ni beber más, se tiraban al Tíber las ingentes cantidades de comida que había sobrado, todo un espectáculo de derroche. Como ciudadano, Sila ofreció unas fiestas inevitablemente más íntimas. Se pasaba días enteros bebiendo con sus viejos compadres bohemios. A pesar de su sobrecogedora ascensión, Sila fue siempre tan leal con sus amigos como implacable con sus enemigos. Actores, bailarinas, viejas prostitutas, a todos les había tirado migajas de los patrimonios de los proscritos. A los que no tenían talento les dio dinero para que no tuvieran que volver a actuar. A aquellos que sí lo tenían los apreciaba, aunque hiciera mucho que su mejor momento hubiera quedado atrás. Sila seguía adulando y mimando a una marchita drag queen. «Metrobio, el travesti, había conocido mejores tiempos, pero Sila nunca dejó de insistir en que de todos modos seguía enamorado de él.» (...) (...) La generación siguiente tendría que encontrar su propia respuesta a esa pregunta. Al hacerlo, definirían cómo se juzgaría al propio Sila: ¿había sido el salvador o el destructor de la constitución? Por terrible que fuera, el dictador había trabajado duro para restaurar la República, para asegurarse de que no tendría sucesor. Los historiadores de las generaciones futuras, acostumbrados a la autocracia perpetua, se maravillaban ante la idea de que alguien abandonase voluntariamente el poder supremo. Y, no obstante, eso fue lo que hizo Sila. Por ello, sus propios contemporáneos lo veían como una figura desconcertante y contradictoria. Cuando murió, probablemente de una dolencia hepática, ni tan sólo pudieron ponerse de acuerdo sobre qué debía hacerse con su cuerpo. Un cónsul quería darle un funeral de Estado, el otro privarle de todo honor fúnebre. De forma extrañamente apropiada, al final fue la amenaza de la violencia lo que resolvió el debate. Una enorme escolta de veteranos se reunió para llevar a su difunto general desde la Campania, y el pueblo de Roma quedó «tan aterrorizado por el ejército de Sila y su cadáver como cuando aún vivía». Tan pronto como el cuerpo fue depositado en una gran pira en el Campo de Marte, un fuerte viento sopló sobre la llanura, atizando las llamas. Y tan pronto como el cuerpo se hubo consumido, comenzó a llover. Sila siguió teniendo buena suerte hasta el fin.

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CUESTIÓNS SOBRE O TEXTO: 1. Que fixeron os soldados de Sila a principios do século I a.C. que non fixeran outros nunca antes? 2. Cal era o sistema usado polos romanos á hora de distribuír os postos no exército? Cales eran os dous polos da pirámide? A que antigo gobernante podemos atribuír dito método? 3. Se un cidadán quixese aumentar o seu status social, ata onde podería chegar? Que pasos debería seguir? 4. Como definirías o termo latino Ovile? Poderías explicar a súa etimoloxía? 5. Exercían a maioría de cidadáns italianos o dereito ao voto? Por que? Que consecuencias acarrea este feito? 6. Como se realizaba a votación das maxistraturas superiores? Cres que era un sistema “democrático” tal e como o entendemos hoxe? 7. Explica a etimoloxía da palabra “Candidato”. 8. O cidadán romano no só disfrutaba de dereitos, senón tamén de obrigas. Unha delas era presentarse xunto ao censor cada 5 anos. Que tiña que facer ante el? En que consistía o traballo posterior do censor? 9. Cal era o cometido dun “Dictador” dentro do conxunto de maxistraturas romanas, cando o elixían e para que? Cres que Sila fixo un uso lexítimo destes poderes? Cales eran os símbolos externos que usaba para representalos? 10. A que daban acceso o desempeño da cuestura e a pretura? Cales eran os cometidos dos cuestores e pretores? Que reformas fixo Sila á hora de presentarse a estes cargos? 11. Cal é a etimoloxía de Senatus? Que pensaban os romanos sobre a idade ideal dos seus gobernantes? 12. A que se debía o escaso número de senadores existentes antes das medidas tomadas por Sila? En que consistiron estas? 13. A que maxistratura desprezaba Sila? De que maneira recortou os seus poderes? 14. De que xeito abandonou Sila o poder? Como foron os seus últimos días?

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