Los etruscos (Friedhelm Prayon)

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ORÍGENES, PRIMERA FASE HISTÓRICA, LENGUA (Páginas 37-42)

El problema del origen Como ocurre con la mayoría de los pueblos antiguos, también los comienzos de los etruscos se hallan rodeados de oscuridad. Tal circunstancia no es sorprendente, pues un pueblo es el resultado de un largo proceso, de una evolución compleja y, en gran medida, imperceptible, de la que muy a menudo solo podemos captar el final, es decir, cuando ya existe como una comunidad étnica. Los etruscos son solo accesibles para la historia a partir del momento en que se informa sobre ellos o que ellos mismos dejan huellas claras, principalmente en testimonios literarios. En su caso, ambos aspectos coinciden cronológicamente: hacia el año 700 a. C. habla de los «famosísimos tirrenos» el poeta griego Hesíodo (Teogonía, 1011 ss.), y de finales del siglo VIII a. C. o de principios del VII proceden las inscripciones más antiguas en lengua etrusca. Encontradas en la Italia central, definen la tierra en la que vivieron los etruscos. Con eso estaría resuelto el problema de los orígenes de los etruscos, si no quedaran pendientes algunas preguntas que ya se plantearon los griegos y que aún siguen discutiéndose acaloradamente en nuestros días: por ejemplo, la naturaleza de la lengua etrusca, que es una lengua aislada entre los pueblos itálicos vecinos, o la opinión común de los griegos de la época, que informan de que los etruscos llegaron a Italia emigrados del oeste de Asia Menor. En este sentido hay que mencionar ante todo al historiador griego Heródoto (Historias, 1, 94), que vivió en el siglo V a. C.: narra que hubo en Lidia, antigua región de Asia Menor, una catastrófica hambruna que obligó al rey lidio Atis a ordenar a su hijo Tirseno que emigrara con la mitad de su pueblo al otro lado del mar. Tras largos viajes se habrían establecido finalmente en el país de los ómbricos (= umbros), habrían fundado allí ciudades y, a partir de entonces, se habrían llamado tirsenos, de acuerdo con el nombre de su jefe que los había conducido. En esta historia, que según la cronología de Heródoto se situaría hacia el siglo XIII a.C., se mezclan algunos hechos reales con nombres y acontecimientos que nos colocan en un terreno desconocido. Históricamente cierta —y contemporánea para Heródoto— es la presencia de los etruscos en la Italia central. Particularmente interesante, y discutida en estudios recientes, es la mención de los umbros como primitivos habitantes del centro de Italia. Ahora bien, según Dionisio de Halicarnaso (Antigüedades romanas, I, 30 ss.), los etruscos se llamaban a sí mismos rasenna, afirmación que parece estar confirmada por inscripciones como «mechl rasnal» en el sentido de «rey de los etruscos» (aunque, como quiera que esta denominación es relativamente abundante, y además aparece siempre en el contexto de funciones propias de las ciudades-estado, en los últimos tiempos se han formulado algunas dudas sobre esa interpretación.) En todo caso, es seguro que las expresiones tyrsenoi y tyrrhenoi no son etruscas, sino griegas, y aquí nos encontraríamos con el habitual intento de los historiadores griegos de explicar un nombre mediante el recurso a un «fundador» heroico. Hoy podemos excluir también que los etruscos fueran descendientes de los lidios, dado que la lengua de estos, el luvio anatolio, no está emparentada con el etrusco. Según Helénico, historiador contemporáneo de Heródoto aunque algo más joven, los etruscos se identifican con los pelasgos, pueblo rodeado de leyendas, que habría emigrado del Egeo a Italia también en tiempos prehistóricos imprecisos. En el siglo III a. C., Anticleides (cuyo testimonio nos ha llegado a través de Estrabón [Geografía, V, 2, 4]), combina elementos de las dos teorías, llamando pelasgo al pueblo


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conducido a Italia por Tirseno y afirmando que procede del mismo tronco que la población de las islas de Lemnos e Imbros, situadas en el Egeo nororiental, no lejos de Troya. Incluso a los lemnios se les llama directamente tirrenos. Así pues, los griegos estaban convencidos de que los tirrenos habían llegado a Italia desde la cuenca del Egeo. En cambio, Dionisio de Halicarnaso (Antigüedades romanas I, 26), historiador de tiempos de Augusto, sostiene una opinión completamente distinta. Es cierto que también él subraya la peculiaridad de los usos y costumbres de los etruscos; pero afirma que se trata de un pueblo autóctono, es decir, establecido en Italia desde sus orígenes. Esta opinión, que fue la más defendida en la época del Imperio romano y lo sigue siendo en la investigación moderna, especialmente en Italia, puede aducir en su favor el importante argumento de que todos los documentos de los etruscos que conocemos, sobre todo su legado material, proceden de Italia o se han gestado allí. Por tanto, el problema estaría resuelto... si no fuera porque existe una lengua antigua emparentada con el etrusco, y que puede documentarse precisamente en la zona que los autores griegos más antiguos consideraron, con mayor o menor concreción, como el hogar originario de los etruscos: el Egeo oriental, en la zona de la costa occidental de Asia Menor. Nos referimos a la isla griega de Lemnos, que, como hemos visto, ya Anticleides había relacionado con los tirrenos. Los testimonios escritos encontrados allí (una estela funeraria con la imagen cincelada de un guerrero, y un considerable número de fragmentos de cerámica con inscripciones) prueban que la lengua escrita más antigua de Lemnos —y, de momento, la única anterior a la conquista de la isla por Atenas hacia finales del siglo VI a. C.— tenía un carácter autónomo que no puede relacionarse ni con el griego de los alrededores ni con el lidio y, en cambio, coincide ampliamente con el etrusco, tanto en la estructura gramatical como en el vocabulario. A eso se añade el signo de separación de las palabras en forma de dos puntos, cosa que, por lo que hasta ahora sabemos, solo fue habitual en la Etruria meridional arcaica. Igualmente insólita y llamativa es la mención del nombre materno (matronímico) en las inscripciones sepulcrales de Etruria y en la estela de Lemnos. Pero estos indicios no son suficientes para asegurar que los etruscos proceden de Lemnos. Porque, aparte de las coincidencias lingüísticas y del tipo de la estela del guerrero, en Lemnos no hay nada, en lo que se refiere a la historia de la cultura, que pueda compararse de algún modo con Etruria. Los lemnios aparecen profundamente insertados en el ámbito cultural del Egeo nororiental, no solo en cuanto a restos arqueológicos se refiere —desde la cerámica hasta las formas arquitectónicas, pasando por los motivos figurativos—, sino probablemente también en las concepciones religiosas (incluidos los dioses), que, como se sabe por la experiencia, constituyen siempre un elemento cultural profundamente arraigado. Pero ¿cómo se explican entonces las coincidencias lingüísticas y la tradición griega? ¿Es posible que ya les llamara la atención a los griegos la semejanza entre el etrusco y el lemnio y que por eso basaran en ella la tesis de la emigración? En los últimos tiempos va teniendo cada vez más aceptación la opinión de una migración en sentido contrario, es decir, de un movimiento que va de oeste a este, en el sentido de que los piratas tirrenos que, según ciertos autores griegos, hacían inseguro el Egeo, habrían sido etruscos, se habrían establecido en Lemnos y habrían introducido su lengua en esa isla; aunque tampoco esta tesis es plenamente convincente: porque, al margen de que el fenómeno del establecimiento de piratas en Lemnos tendría que haber empezado, por razones de genética lingüística, ya en época histórica, entre los siglos X y VII a. C., sorprende que los griegos antiguos no supieran y recogieran ya esto. Y la ya mencionada falta de influencia etrusca en todos los demás ámbitos de la cultura lemnia tampoco puede aducirse precisamente en apoyo de la nueva tesis. Al plantear la pregunta por el origen oriental de los etruscos, no hay que tomar tampoco en consideración un argumento que se oye frecuentemente, sobre todo entre los profanos: las múltiples influencias orientales en el arte y la cultura etruscos. Como se expondrá más adelante, esas influencias no son sino el resultado


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del activo intercambio material y espiritual que afectó a toda la Etruria —igual que a Grecia—en los siglos VIII y VII a. C., y que condujo a un periodo cultural de signo oriental que en el ámbito del arte se designa como «fase orientalizante». Esa oleada oriental llegó a Etruria en una época que es claramente posterior a una posible inmigración procedente del Oriente. Además, y en todo caso, esos contactos no remitirían al Egeo nororiental, sino al Próximo Oriente y a Chipre y, en ciertos casos, incluso a Mesopotamia y Egipto; y como intermediarios y principales interlocutores deben considerarse indudablemente, además de los griegos, los fenicios, con los que los etruscos mantuvieron estrechas relaciones durante siglos. En estas circunstancias, es comprensible que la investigación preste hoy menos atención al origen de los etruscos que a su constitución como pueblo dentro de Italia o a su existencia históricamente constatable. Por más que sea comprensible este esfuerzo por resolver de una vez y quitar de en medio «el problema del origen» de los etruscos, lo que no se debería nunca olvidar es que los etruscos solo nos son accesibles como pueblo en Italia, y que aquí se hallan profundamente enraizados con todas sus dimensiones culturales —exceptuados algunos elementos de su lengua— en el contexto itálico. Esto aparecerá todavía más claramente cuando tratemos en los párrafos siguientes de los testimonios materiales de su primera época, que la investigación denomina cultura de Villanova. (...) La comunicación con los dioses (Páginas 94-97)

Tinia, la figura más destacada de los dioses etruscos, era ante todo un «lanzador de rayos», igual que el Zeus griego y el Júpiter romano. Esos rayos de Tinia constituían el más visible e impresionante de todos los signos divinos: mediante ellos se podía decidir tanto la suerte de un pueblo entero como la de un individuo concreto; la procedencia, la dirección y el lugar del impacto, la fuerza y sobre todo el color del rayo, si se interpretaban bien, podían proporcionar a los hombres informaciones de importancia vital; de ahí que hubiera preceptos muy detallados para diagnosticar tales presagios, como también para los ritos de expiación. A diferencia de lo que ocurría entre los griegos y los romanos, entre los etruscos había también otros dioses que podían lanzar rayos. Según Plinio (Naturalis historia, II, 138), eran nueve los dioses que disponían de once rayos (manubiae); el propio Tinia poseía tres: uno destructor, otro menos favorable y otro favorable, que eran lanzados en cada caso desde diferentes zonas del cielo. Una de las fuentes más importantes para el conocimiento de la religión etrusca es el Hígado de bronce de Piacenza, encontrado casualmente en un sembrado del norte de Italia el año 1877. Esta reproducción de un hígado de oveja, que mide escasamente trece centímetros de longitud, parece haber sido un modelo para instruir a los sacerdotes etruscos. A su incomparable valor para la reconstrucción del ciclo etrusco en dieciséis moradas divinas se ha aludido ya. Pero lo que está divido en campos y cubierto de inscripciones de nombres de dioses no es solo el borde exterior del hígado de bronce, sino toda su superficie. De ese modo se indicaba que el hígado entero estaba «habitado» por seres divinos. Las desviaciones del estado normal en la superficie del hígado de una oveja recién sacrificada manifestaban la intervención de una divinidad y permitían al sacerdote (haruspex) reconocer esa intervención e interpretar su mensaje. La observación del hígado constituía, sin duda, el elemento central y específico del arte adivinatorio etrusco, muy apreciado también por los romanos. Todavía en la época imperial se recurría a arúspices etruscos a la hora de celebrar sacrificios estatales de importancia. La observación del hígado fue conocida en otros pueblos de Italia y practicada en Grecia durante su época temprana. Sin embargo, en la Antigüedad clásica no hubo ningún lugar en que se practicara con tanta perfección como en Etruria. Únicamente en las culturas del Oriente Antiguo —sobre todo entre los caldeos (babilonios) de Mesopotamia— hubo una tradición tan remota con una técnica muy desarrollada, y


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hay muchas razones para pensar que aquí, como en otros ámbitos de la vida etrusca, ciertas ideas fundamentales les fueron transmitidas a los etruscos por orientales, sobre todo teniendo en cuenta que está documentado el influjo de las ideas caldeas en otros lugares de Italia. Los etruscos creían que la intervención de los dioses era omnipresente y decidía el destino de todo; en una cultura así, era lógico que se prestara la máxima atención al cuidado de las relaciones con los dioses. Sus mismos contemporáneos lo atestiguan cuando afirman de los etruscos que eran especialmente religiosos en el sentido de que cuidaban mucho el culto. Confirma esta tradición el hecho de que los escritos sagrados de la disciplina etrusca dedican muchísimo espacio a las relaciones cultuales con los dioses e incluso dan normas concretas al respecto. Aunque los descubrimientos arqueológicos solo corroboraran esta tradición en grado muy limitado. Los santuarios etruscos, en efecto, no difieren esencialmente de los del mundo griego en lo que respecta a su carácter y a sus dimensiones. Otro tanto puede decirse de las imágenes cultuales y de las representaciones plásticas de los dioses, que coinciden en gran medida con las de los griegos. Sin embargo, la naturaleza en estado puro —los bosques, los ríos y los lagos, por ejemplo— parecen haber desempeñado un papel especial en el culto de Etruria, sin que eso dejara un reflejo concreto en construcciones suntuosas y, para nosotros, en restos de edificios. En todo caso, la inmensa cantidad de ofrendas votivas atestigua que la población etrusca era muy devota. Entre esas ofrendas hay tanto estatuas de dioses hechas de arcilla o de bronce como imágenes de los fieles donantes o, también, reproducciones de las partes del cuerpo cuya curación se impetraba. Esta praxis del culto terapéutico se vio favorecida por la geomorfomología del sur de Etruria, concretamente por la existencia de fuentes y lagos de aguas minerales y sulfurosas, cuyo poder curativo era conocido y que, entre los etruscos, dependía del beneplácito divino, como toda la vida sobre la tierra. Un ejemplo típico de centro cultual natural al aire libre se encuentra a orillas del lago Falterona, en la Etruria septentrional, en la zona del nacimiento del Arno. A una altura inhóspita de 1.400 metros había un lago, hoy desecado, del que el año 1838 se recogieron inicialmente algunos hallazgos casuales, entre ellos una estatuilla de bronce de Heracles. En las semanas siguientes se llevó a cabo una búsqueda sistemática y aparecieron más de 500 estatuillas de bronce; en total debieron de sacarse del lago unos 2.000 objetos, entre los que había estatuillas de animales domésticos, puntas de flechas, monedas y armas: un verdadero depósito de ofrendas votivas en un ambiente campestre.

INFLUJO Y PERVIVENCIA (Páginas 136-141)

Las múltiples relaciones entre etruscos y romanos durante los largos siglos de vecindad llegaron tan lejos que Roma, en sus primeros tiempos, pudo considerarse prácticamente como una ciudad etrusca en el aspecto cultural y en el artístico. De sus vecinos etruscos adoptaron los romanos la escritura en el siglo VII a. C. y, probablemente, también la numeración y el uso del prenombre y el nombre de familia. El ascenso de Roma a principal centro de poder del Lacio en el curso del siglo VI a. C. fue, en gran parte, obra de los etruscos, que le proporcionaron tanto los presupuestos técnicos para su urbanización como los grandes edificios cultuales y su configuración artística, incluidas las imágenes cultuales y las terracotas de los tejados. También la arquitectura de la vivienda, particularmente la casa con atrio típicamente «romana», tenía en realidad sus raíces en Etruria, mientras que el peristilo —mencionado por Posidonio en el texto citado al principio de este libro— es una creación inequívocamente griega, al menos en la forma en que se une al complejo del atrio como un patio rodeado de columnas (por ejemplo en Pompeya). Otro ámbito en el que los etruscos influyeron en Roma fue el de las insignias oficiales de los cónsules y de los triunfadores. La biga de dos ruedas, el manto de púrpura, el lituo o cayado, las fasces y la silla plegable de marfil (sella curulis) son todos ellos legado de los reyes etruscos. En cambio no llegó a encontrar acogida entre los romanos la esencia de la religión etrusca, y en particular


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la comunicación de los sacerdotes con los poderes del más allá mediante la interpretación de los rayos y la observación del hígado. Se trata de una característica de la cultura etrusca que los romanos no llegaron nunca a asimilar, pero que, paradójicamente, les era imprescindible en su praxis cultual, sobre todo a la hora de tomar decisiones vitales para la res publica, por ejemplo, acerca de la guerra o la paz. Esto explica que Posidonio mencione a los sacerdotes etruscos como los únicos que en su época le reportaban una utilidad práctica al Estado romano, y siguieron haciéndolo hasta bien entrada la era imperial. Algunos elementos de origen etrusco han llegado también hasta nuestros días a través de los romanos y continúan vigentes, aunque casi siempre de forma inconsciente; por ejemplo, el mencionado tipo de construcción de la casa con atrio y con cubierta de teja, o la columna llamada «toscana» por Vitruvio, conocida por los eruditos ya desde el Renacimiento. También tenemos ciertas palabras que provienen del etrusco y han llegado hasta nosotros a través del latín, por ejemplo, el término latino persona que procede del etrusco phersu («más-cara», lo mismo que persona en latín). En la Italia central, los etruscos han permanecido presentes en términos topográficos corno «Toscana», «Tuscania» o «mar Tirreno», y en antiguos monumentos corno las puertas de ciudad. En cambio, su influencia sobre Europa central se efectuó por impulsos aislados: en la época precristiana existieron estrechas relaciones comerciales con los celtas, a los que les enseñaron, entre otras cosas, la fundición del bronce y la elaboración del vino; más tarde, de forma indirecta, influyeron en la adopción de caracteres etruscos como base de la escritura rúnica de los germanos. El Renacimiento, que se gestó en Toscana e irradió luego hacia Centroeuropa, está relacionado con el creciente interés por los etruscos, debido, entre otras cosas, al descubrimiento y el influjo de determinados escritos literarios —como los de Vitruvio— y de monumentos como la Quimera de Arezzo. Desde el siglo XVIII ha influido en la literatura europea el descubrimiento de las tumbas y de sus pinturas murales. La mística del paisaje sepulcral etrusco le inspiró a Arnold Bócklin, por ejemplo, el cuadro titulado La isla de los muertos. La impresionante representación de la muerte y del silencio sintonizaba con la sensibilidad de la época y explica la popularidad que este cuadro y otros parecidos alcanzaron entre la burguesía alemana de finales del siglo XIX. En autores como Aldous Huxley y D. H. Lawrence, la cultura etrusca aparece transfigurada en el mito de un mundo perdido, en el que la personalidad del individuo no está todavía sometida a las coacciones de un entorno tecnificado y rígidamente reglamentado.

NOTA FINAL. LOS ETRUSCOS HOY «Las tumbas de los etruscos producen una sensación amable y placentera, pese a que están excavadas en roca bajo tierra. Cuando uno baja a ellas, no se siente agobiado. En parte, eso parece deberse al encanto de la armonía con la naturaleza que caracteriza a todas las cosas etruscas de los siglos ingenuos y todavía no romanizados. Las formas y los movimientos de los muros subterráneos irradian una sencillez y, al mismo tiempo, una naturalidad espontánea y muy singular que causa inmediatamente un efecto consolador. Los griegos se esforzaban por causar impresión, y en la época del gótico era aún mayor el esfuerzo por impresionar. En el caso de los etruscos no ocurre lo mismo. Las cosas que crearon durante sus siglos de prosperidad son tan espontáneas y naturales como la respiración. Respiran una cierta plenitud de vida. Esto puede afirmarse hasta de las tumbas. Y en eso reside el verdadero mérito de los etruscos: en su espontánea naturalidad y en su exaltación de la vida. No sienten la necesidad de imponerle al espíritu o al alma una determinada dirección [...] Y la muerte era para los etruscos una alegre continuación de la vida, con piedras preciosas, vino y flautas que tocaban para el baile. No había ni una bienaventuranza extática, un cielo, ni un purgatorio. Lo que había era sencillamente una prolongación natural de la plenitud vital. Todo encontraba su expresión en términos de vida, de viviente.»


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Estas líneas, salidas de la pluma de David Herbert Lawrence y tomadas de su obra Etruscan Places, están deliberadamente al final de un librito que quería ante todo proporcionar informaciones objetivas. Pero cuando se trata de fundamentar el interés actual por los etruscos no basta con enumerar los hechos. Quien haya visto las pinturas murales de las tumbas de Tarquinia y las necrópolis de Cerveteri en su romántico entorno, comprenderá el entusiasmo de Lawrence y de miles de viajeros que han visitado los lugares etruscos antes y después que él. Las interpretaciones de Lawrence, dejando al margen la cuestión de si pueden sostenerse científicamente, coinciden en gran medida con lo que el visitante siente y con lo que le une espontáneamente a los etruscos: es esa aparente naturalidad y vivacidad, que contrasta claramente con el formalismo de la era clásica griega y con la monumentalidad racional de los romanos. De hecho, pese al dominante influjo de los griegos, el arte etrusco conservó siempre una considerable autonomía que osciló soberanamente entre el realismo y la abstracción. No por nada causa perplejidad la semejanza entre las estatuillas alargadas de un Alberto Giacometti y la Diana del lago Nemi o la Ombra delta sera de Volterra. Alargando las piernas hasta el extremo, Giacometti quería reflejar la flotante ligereza del cuerpo humano. Las intenciones de los artistas etruscos no las conocemos, pero el resultado responde a la concepción del arte abstracto moderno, lo cual invita a reflexionar. Es cierto que no debemos a los etruscos ninguna aportación cultural que haya dejado una huella profunda, como la filosofía de los griegos o el sistema jurídico de los romanos. Pero su arte solo basta para convencernos de que deben figurar entre los grandes pueblos civilizados de la Europa antigua. Y es importante recordar a los etruscos para no empobrecer nuestra imagen de las culturas antiguas reduciéndola a las aportaciones de los dos pueblos «clásicos» del mar Mediterráneo.


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CUESTIÓNS A ORIXE DOS ETRUSCOS 1. ¿Cal era a opinión dos historiadores gregos (Herodoto, Helénico, Anticleides) sobre a orixe dos etruscos? 2. ¿Que opinaba en cambio o historiador Dionisio de Halicarnaso nos tempos do emperador Augusto? 3. ¿Que obxección se lle pode poñer ás teorías de este último? ¿Como podemos rebater dita obxección? A COMUNICACIÓN COS DEUSES 4. ¿En que se fundamentaba a arte adivinatoria etrusca? 5. ¿Que peza nos revelou a arqueoloxía para confirmar esta tese? INFLUXO E PERVIVENCIA 6. ¿Onde podemos atopar a influencia etrusca na arquitectura doméstica? E dentro desta, ¿existe algún elemento con outra influencia? Dime cal. 7. Na toponimia italiana actual, ¿onde podemos atopar pegadas Etruscas? OS ETRUSCOS HOXE 8. ¿Como definirías a concepción da morte para os etruscos, segundo as verbas de D.H. Lawrence? ¿Que diferencias atopas con outras culturas?


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