UNA AUTONOMÍA DE FICCION

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UNA AUTONOMÍA

DE FICCIÓN 2 Materiales para la Reflexión



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UNA AUTONOMÍA DE FICCIÓN Raúl Pérez Torres

“…A la Casa de la Cultura he de seguirla desde lejos, con inmenso fervor. Y como en otros momentos en que se ha querido, por pequeños de espíritu, atentar contra ella, América estará con la Casa. Yo haré la denuncia del intento. Y si se cometiera el crimen, no quedaría en el silencio: América sabrá la verdad, toda la verdad. Y América, como en ocasiones anteriores, si no impide el delito, preparará el ambiente para la segura, la indispensable resurrección…” Benjamín Carrión



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¿Qué es autonomía? Esta simple pregunta nunca supieron contestarla los representantes de las dictaduras militares de 1963, del 72 o el 76 cuando arremetieron contra la Casa de la Cultura Ecuatoriana, convertida en su enemigo público número uno, únicamente porque allí se ejercía el derecho de pensar libremente. Ahora, que el Ministerio de Cultura a cargo de la señora Ana Rodríguez, junto a los asambleistas señora Ximena Ponce y Raúl Abad, y más miembros de la Comisión de Cultura, manejan en secreto absoluto un insumo de Ley de Cultura, que por casualidad ha llegado a nuestras manos, en el que se trata de borrar de un plumazo la autonomía de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, creando una autonomía de ficción para los Núcleos Provinciales, los mismos que deberían rendir cuentas a los representantes


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zonales del Ministerio de Cultura, donde los presidentes de los Núcleos pasan a ser directores y la Casa Matriz se transforma en una Coordinadora sin competencia alguna, donde las “Direcciones Provinciales” de la CCE se convierten en instancias operativas del Ejecutivo, y otras barbaridades más, ahora que no hemos sido convocados a una sola reunión tripartita, y se han reunido bajo llave en la Asamblea Nacional a pesar del compromiso personal y la buena disposición de su Presidenta con todos los miembros de las 24 provincias de la patria, negándonos la participación y, más aún, la socialización de este engendro, ahora es bueno recordar y reflexionar sobre el pensamiento de tantos hombres y mujeres que han defendido este único espacio público de creación libre. Recordemos entonces lo que decía el escritor Fabián Núñez Baquero en su texto “Arte, cultura y burocracia cultural” en agosto del 2013: “Reflexiones sencillas hacen los problemas más sencillos. ¿Qué es lo primario, la existencia de artistas, científicos, cultores de cultura o los administradores o ministros de cultura? La


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creatividad de un pueblo no se mide por la ley que se ponga o se imponga a esa creatividad. La creación es primaria a la ley. Los pueblos pueden vivir sin ley pero no sin creación, sin productividad. La creación es libre, autónoma, no se la puede encasillar tras los barrotes de una dependencia o una ley, o en la dependencia de la ley. Pero tampoco se la puede esclavizar en las cuatro paredes de una ideología por muy feliz y paradisíaca que sea. Quienes ofrecen felicidad a cambio de que sea el arte o la ciencia quienes hagan propaganda sobre ellos obstaculizan su libertad y su acción. Son chantajistas de élite. Hitler y Stalin ofrecieron su propio paraíso a artistas y científicos y lo que les dieron fue el infierno de los campos de concentración y el genocidio”. Y el mismo autor, en otro acápite dice: “El burócrata de la cultura necesita de una ley de cultura para sojuzgar, someter por intermedio de la cultura de la ley, al cultor y creador social. ( ) El empleado cultural usa varios disfraces, desde ministro hasta simple empleado de departamento. Hace cantar a los cantantes pero, en


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última instancia, él lleva la voz cantante. Hace declamar a los poetas pero es él quien obtiene los réditos del poema. Es el máximo cantautor entre los cantautores y pinta con brocha ajena los más plácidos cuadros que le hacen gozar solo a él. El funcionario es hincha a muerte de la ley y de la cultura y, sobre todo, de una ley para la cultura. Esto le permite dar legalidad a su exacción de excedente. Le importa inflar la estadística de artistas y de espectáculos para que haya más campo y autoridad en su oficio”. No hace falta aquí, en esta reflexión (no pasquín, como la ministra Ana Rodríguez calificó nuestra anterior reflexión sobre “Una Matriz incómoda”, porque pasquín para su conocimiento, es un escrito anónimo, y estas reflexiones tienen nombre y apellido) no hace falta, digo, repetir el pensamiento del creador de la Casa Benjamín Carrión, suficiente con la idea que hemos reproducido al principio y que debe alentarnos a todos para, en esta dolorosa hora de la Patria, trabajar en el mayor bien de los pueblos: la cultura.


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Voy a repetir aquí lo que ya lo he dicho tantas veces sobre cultura y sobre autonomía: La cultura de nuestro pueblo es la comunidad de su proceso espiritual y material, es la carga de manifestaciones mágicas, lúcidas, religiosas, políticas, económicas; es la portadora, la generadora de valores insustituibles, identificables, de tradiciones sobrellevadas con amor, con sacrificio, con denuedo, a través de los siglos, para completar la humanidad, para hacerla digna de la vida, de su maravilla y su tragedia. Contra la cultura nada puede el olvido. Cultura es lo que queda cuando se ha olvidado todo. Cultura es todo lo que se ha agregado a la naturaleza. Cultura es toda la producción de la tierra. La cultura es más grande, más magnífica y más profunda que cualquier definición. Igual que la poesía. Las definiciones la limitan. Y autonomía no es la libertad creativa exclusivamente, como dice la señora ministra, sino el manejo de nuestra conciencia moral en las tareas específicas que nos ha impuesto la Patria, la capacidad de autogobernarnos dentro


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de los parámetros que impone la Ley, la posibilidad de reflexionar libremente sobre nuestras tareas, los proyectos de vida, de cultura, nuestros planes de fortalecimiento espiritual, el pensamiento crítico permanente que tenga en cuenta el bien común y la necesidad de multiplicar las virtualidades intelectuales de nuestro pueblo, porque la autonomía favorece el juicio crítico y la obediencia lo anula. La autonomía, como la cultura, nos afina la calidad humana, humaniza la vida y acrecienta nuestra responsabilidad común. El colectivo de trabajadores de la cultura de esta Casa, meditamos profundamente sobre estos conceptos y la incidencia en la historia de la CCE, y esto es lo que sacamos en claro: De tiempo atrás, pero sobre todo a raíz de los proyectos de Ley de Cultura emanados del mandato constitucional de 2008, se ha discutido sobre la autonomía conferida a la Casa de la Cultura Ecuatoriana y la necesidad de considerar su importancia, no solo por la naturaleza de las funciones a ella encomendadas sino, además, por la


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trayectoria de servicio público que en algo más de siete décadas, ha configurado y fortalecido su institucionalidad. En el tiempo histórico que vive nuestro país se han introducido reformas a las estructuras del Estado, consecuencia de lo cual han venido produciéndose cambios a los estatutos jurídicos de varias instituciones públicas. En este ámbito, se han planteado interrogantes sobre la misión de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, sin que hubiesen faltado propuestas de reforma inspiradas, muchas de ellas, en la circunstancia de haberse creado el Ministerio de Cultura hace ya cosa de nueve años, o de la necesidad de remozar viejas concepciones sobre el papel de la cultura en la vida de los pueblos. Desde mediados de 2015 el Ministerio de Cultura y Patrimonio ha venido trabajando en un proyecto de Ley de Cultura, de cuyo contenido real poco ha sido conocido por la sociedad, especialmente por quienes, por su actividad, estarían más vinculados al quehacer de la cultura. Uno de los aspectos que más debate ha causado en relación a las propuestas de dicha Secretaría de Estado ha


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versado, precisamente, sobre la autonomía de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. A este respecto, conviene dejar anotadas algunas apreciaciones que, más allá de constituir un alegato en pro de una tesis, buscan motivar a la reflexión sobre aspectos que conciernen a la responsabilidad de los ecuatorianos en este tiempo histórico, cual velar por un futuro en el que la libertad de pensar, la libertad de crear y la libertad de expresar, constituyan algo así como las tres libertades que articulen toda propuesta o acción de orden cultural. El concepto de autonomía no encierra otra idea que la de la capacidad de una persona para administrarse por sí misma. En el caso de las personas jurídicas, esta capacidad supone poder generar por su propia cuenta los órganos que la gobiernen. En suma, el simple hecho de conferir a una entidad la calidad de persona jurídica, le permite un automático reconocimiento de su autonomía. Lo uno es consustancial a lo otro. Negar o limitar la autonomía a una persona jurídica, sea ésta pública o privada, sería, entonces, un contrasentido.


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En el caso de las personas jurídicas de derecho público, hay algo más: su existencia, es decir su personería jurídica, se halla establecida por una ley, que es el estatuto de fundación de la entidad. Ello le conferirá una potestad que, en la práctica se traduce en la posibilidad de dictar normas que ordenen su actividad; y, de otra parte, le obligará a cumplir los fines propios del Estado, no otros que los de prestar un servicio público. De allí que, en el caso de una persona jurídica de derecho público, el hecho de gozar de autonomía no le confiere la posibilidad de apartarse del cumplimiento de los fines propios del Estado del cual es parte, fines concernientes al bien común y que, por lo regular, se encuentran expresados en la Constitución Política. En la autonomía desaparece la relación jerárquica del ente autónomo con el órgano central, relación que es reemplazada con los mecanismos ordinarios de control administrativo. Cosa diversa ocurre con la descentralización donde, ahí sí, deberá existir una relación jerárquica.


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Diferente también el caso de las llamadas entidades adscritas las cuales, al no poseer una personería jurídica, dependen de un órgano del Estado que le fijará el ámbito de su acción y le someterá a control por los mecanismos que estime más apropiados para el cumplimiento de sus fines. La Casa de la Cultura Ecuatoriana, no solo fue creada por ley (Decreto Supremo 707 de 9 de agosto de 1944), sino que en el primer Artículo de ésta fueron fijadas sus competencias en orden al cumplimiento de objetivos de carácter público para contribuir en la dirección y orientación de las actividades científicas y artísticas nacionales, y “con la misión de prestar apoyo efectivo, espiritual y material, a la obra de la cultura en el país”. Y, en concordancia, el Artículo 8 de esta misma norma fundacional estableció que su funcionamiento “será regulado por los estatutos que ella misma expedirá y que serán sometidos a la aprobación del Poder Ejecutivo”. Y dichos estatutos, prontamente aprobados por la Junta General de la Casa de la Cultura Ecuatoriana en


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varias sesiones efectuadas entre noviembre y diciembre del propio 1944, ratificados en todas sus partes por el Ministerio de Educación Pública mediante Acuerdo No. 9903 de 11 de diciembre de dicho año, confirieron a la Casa su calidad de “institución autónoma, con personería jurídica”. En otras palabras, desde el mismo año de su fundación, a la Casa de la Cultura Ecuatoriana se le reconoció su personería jurídica y, por ende, su autonomía que conlleva, tal como ya se vio, la capacidad de darse los órganos que le gobiernen. El tiempo transcurrido desde 1944 no hizo otra cosa que ratificar estos puntos de vista. Cierto que muchas fuerzas y corrientes opositoras buscaron mermar su autonomía y hasta procurar su desaparición. Cosas de la política y también de celos propios de un mundillo nada raro en los ámbitos del ejercicio intelectual. La autonomía permitió que la Casa desplegara una actividad cultural en el país como ninguna otra lo había hecho en el pasado y que, en la esfera pública, no se ha


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podido superar en estos últimos setenta años. Su prestigio institucional se extendió a todo el territorio nacional mediante la constitución de Núcleos Provinciales, los primeros los de Guayas y Azuay tan solo un año después de la fundación, esto es en 1945, la ejecución de proyectos de enorme trascendencia, una sólida imagen institucional, y todo ello motivo de no poca alabanza de importantes instituciones y personalidades, algunas de ellas de las más prestigiosas del exterior. Años más, años menos, el respeto a la autonomía de la Casa de la Cultura se fue institucionalizando como signo de práctica democrática y ejercicio de la libertad. Cierto es que en los años de la dictadura militar, cuyo gobierno medió entre 1963 y 1966, se produjeron atentados a dicha autonomía y se persiguió y desterró a varios de sus miembros, y cierto es, también, que elevada al poder otra dictadura, la que en 1972 abrió un largo periodo de gobiernos castrenses, se produjeron síntomas de cierta incertidumbre institucional, pero de ambas situaciones la institucionalidad de la Casa salió fortalecida y su


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autonomía intocada. Recuérdese, nada más, el contenido del Decreto Supremo No. 1156 dictado el 29 de septiembre de 1966, que en su artículo 2 dice: “La Casa de la Cultura Ecuatoriana es persona jurídica con plena capacidad y autonomía funcional. No podrá el Ejecutivo ni ninguno de sus órganos, autoridades y funcionarios clausurarla ni reorganizarla, ni disminuir sus rentas, ni retardar su entrega, ni, en general, adoptar medida alguna que menoscabe su funcionamiento normal o que atente contra su libertad o autonomía”. Y nótese que la autonomía fue elevada a rango constitucional en 1998 cuando se ordena que “El Estado reconocerá la autonomía económica y administrativa de la Casa de la Cultura Ecuatoriana que se regirá por una ley especial, estatuto orgánico y reglamento”, principio ratificado en la Ley Orgánica de la Institución aprobada en diciembre de 2005. No han faltado, desde luego, episodios aislados para vulnerar la autonomía de la Casa de la Cultura. Sería innumerable el relato de cada uno de ellos. Quede para la


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historia de la Institución la defensa que en cada episodio se exigía a sus conductores, desde los mismos años de su creación hasta el presente. Por ser afín a las circunstancias por las que hoy se atraviesa, valga recordar ciertas expresiones contenidas en el informe que el doctor Galo René Pérez, Presidente de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, presentó sobre su gestión entre 1975 y 1979. Dicen así: “Con la misma saludable inspiración de jamás permitir cuarteamientos de la autonomía de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, el Presidente de la Institución, halló la inteligente y noble decisión de todos sus miembros para desechar un proyecto que pretendía destruir el tradicional principio autonómico de la Casa de la Cultura, convirtiéndola en departamento de un Ministerio o Subsecretaría de Cultura, cuya creación habría quedado sometida a los azares de la política partidaria y los consabidos compromisos burocráticos. A la dignidad más alta de la institución rectora de la cultura se debe llegar a través de una vocación


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intelectual legítimamente profesada. Eso simularon no saberlo aquellos que se confabularon contra su autonomía, estimulados por ambiciones de mezquino linaje personal”. El borrador de proyecto de Ley de Cultura preparado por el Ministerio del ramo, sobre el cual se trabaja ya en el seno de la Comisión de Educación, Cultura, Ciencia y Tecnología de la Asamblea Nacional, dedica un capítulo a la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Dicho capítulo se circunscribe a definir la naturaleza jurídica y finalidad de la Institución y a establecer sus órganos de gobierno. Al no fijarle competencias y al establecer claros nexos de orden administrativo con el Ministerio de Cultura y Patrimonio, neutraliza de facto la autonomía que el propio proyecto dice conferirle. El primero de los Artículos de dicho proyecto dice textualmente: “La Casa de la Cultura Ecuatoriana ‘Benjamín Carrión’ es una entidad con personería jurídica de derecho público, autonomía responsable, administrativa y financiera”. Como se vio anteriormente, el hecho de


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conferirse a un ente la calidad de persona jurídica le otorga automáticamente su plena autonomía y la circunstancia de que esa persona jurídica sea de derecho público le obliga a cumplir fines de servicio público en miras al logro del bien común. Sin embargo, al añadirse la calidad de “responsable” a dicha autonomía, se generan equívocos. El concepto de autonomía “responsable” parte de un conflicto que se podría suscitar entre el ejercicio puramente individual de la autonomía y las responsabilidades sociales a las que el ente autónomo está obligado. El equívoco surge cuando se trata del ejercicio de la autonomía por parte de un ente público y cuando dicho ejercicio concierne a los ámbitos de la cultura. En cuanto a lo primero, la estructura del Estado ha establecido ya varios órganos de control enfocados precisamente a salvaguardar el interés público y el correcto ejercicio de las competencias asignadas a una entidad, por ejemplo, las potestades conferidas a la Contraloría General del Estado para realizar auditorías de carácter administrativo


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y financiero o, también, los mecanismos de “rendición de cuentas” recientemente establecidos por el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social y por la Defensoría del Pueblo. En cuanto a lo segundo, resulta cuestionable someter a un criterio de “responsabilidad” el ejercicio de la actividad cultural cuando el órgano controlador sea diverso a aquel que constitucionalmente deba realizar controles administrativos y financieros a los entes públicos. El Proyecto de Ley entiende el ejercicio de la tal autonomía “responsable” más allá de dichos ámbitos y esto, mirándolo en el largo plazo, resulta peligroso. Dice, por ejemplo, que el Ministerio de Finanzas distribuiría los recursos a los Núcleos de la Casa de la Cultura a través de variables, entre las cuales se encuentran la eficiencia administrativa y la calidad de la gestión, de acuerdo a un reglamento expedido por el propio Ministerio de Cultura y Patrimonio quien “establecerá en el reglamento correspondiente los criterios de evaluación y una fórmula de distribución de recursos


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en base a las variables descritas en esta ley” Y si entre las variables, cuentan factores tan imprecisos como el acceso, la participación, la interculturalidad, el fomento, la circulación y la educación, ¿no se presta esto a dar amplio campo para que en dicho proceso de evaluación se filtren aquellos “azares de la política partidaria y los consabidos compromisos burocráticos” a que se refería el Presidente de la Casa en 1979? Nada raro, entonces, que en un momento determinado este ineficaz ejercicio de la tal autonomía “responsable” permita que la actividad cultural que realice la Casa de la Cultura a través de su Matriz y de sus Núcleos se halle supeditada a acciones de orden político, muchas veces articuladas para el sostén de un gobierno o, peor, para la promoción electoral de una candidatura. En este orden de ideas, no se excluye, tampoco, la posibilidad de limitar o negar el apoyo a quienes un gobierno estime desafectos a su ideología. Otros Artículos del propio Proyecto no hacen otra cosa que contradecir la calidad de persona jurídica de la


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Casa. Por ejemplo, cuando se impide que sea ella misma la que genere mecanismos para darse sus propios órganos de gobierno. Con ello, no es que se quiera sostener que la ley no determine cuáles son los órganos de gobierno, sino que la reglamentación sobre la conformación de los mismos no debe ser impuesta por ley sino dejada al mejor juicio de la entidad autónoma. Eso es lo que sabiamente estableció la ley fundacional cuando determinó que “el funcionamiento de la Casa de la Cultura Ecuatoriana y de sus dependencias será regulado por los estatutos que ella misma expedirá”. Resulta impropio que, en este caso, la ley llegue a fijar aspectos de orden tan reglamentario como los varios que en el Proyecto se establecen: quiénes serán miembros de la asamblea provincial, cómo se constituirá el directorio provincial, la calidad de los directores de los Núcleos, etc. Vulneran la autonomía de la Casa una serie de otras normas contenidas en el proyecto. La principal de ellas, la supresión de la Matriz. Pero reducir dicha Matriz a una simple coordinadora sin la capacidad de definir proyectos


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y programas de trabajo, sin competencias, no es otra cosa que suprimir a un órgano de cohesión institucional -la matriz-, como técnicamente es lo apropiado en una entidad con jurisdicción nacional, háblese de un banco con sus sucursales o de un mismo ministerio con sus subsecretarías regionales. Otras normas del Proyecto que conducen al mismo fin, como la de que los estatutos de los Núcleos y sus reglamentos internos deban contar con los lineamientos de “política pública cultural” emitida por el Ministerio (¡24 estatutos y reglamentos para una sola entidad!); la recuperación de fondos de autogestión siempre que se sigan directrices y lineamientos generales emitidos por el Ministerio; la medición del seguimiento de las políticas implementadas en cumplimiento de los criterios de evaluación definidos por el Ministerio; los lineamientos para la aprobación del estatuto de funcionamiento de la asamblea provincial conferidos también al Ministerio. En otras palabras, esta contradicción entre el mandato contenido en el Proyecto que otorga personería jurídica a la Casa de la Cultura y por ende autonomía y varias de las


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normas del capítulo asignado a la Institución, no se diga de algunas otras del mismo Proyecto, en especial de las disposiciones generales y transitorias, no constituyen otra cosa que lo que en la doctrina se conoce como “fraude legal”, en pocas palabras, un quebrantamiento formal de la legalidad. Asimismo, no es dable sostener que una institución solo tendría el derecho de ser autónoma cuando se encuentre en posibilidad de autofinanciarse. Esta idea contradice la esencia misma de la autonomía, su naturaleza y sus prerrogativas, pues hay órganos o entidades del Estado que por sus fines específicos requieren de autonomía. Si bien hasta en nuestro sector público han existido casos de autofinanciamiento -en un tiempo el Banco Central del Ecuador y la Contraloría General del Estado-, ¿sería lógico pretender que las funciones legislativa o jurisdiccional se autofinancien para ser autónomas? ¿O bien, que a las universidades públicas se les obligue a financiarse por su cuenta para reconocer su autonomía? En el caso de la cultura, esta autonomía es connatural a las tareas de


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creación y de difusión, propias del trabajo de escritores, artistas y gestores. Lo dicho hasta aquí no quiere significar que se sostenga la idea de que la Casa de la Cultura Ecuatoriana quiera mantenerse al margen del Sistema Nacional de Cultura. Todo lo contrario. Eso significaría abogar por la idea de independencia la cual, como antes se vio, es diferente al concepto de autonomía. La característica de un sistema consiste en ser la expresión orgánica de un conjunto de partes armonizadas entre sí para responder a un fin determinado. La Casa, entonces, es un órgano con personalidad dentro de un sistema, destinado a cumplir fines específicos y propios con pleno ejercicio de su autonomía. Lo uno no se opone a lo otro y esta es característica esencial de un sistema, aun en el ámbito biológico. En resumen, la defensa de la autonomía de la Casa de la Cultura Ecuatoriana no significa sino la defensa y protección de un capital que es núcleo de nuestra personalidad como país. Este capital no está constituido


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sino por la obra de actores y gestores que necesitan libertad en el pleno ejercicio de sus derechos culturales, consagrados por nuestra Constitución. En el desarrollo de la capacidad creativa, el ejercicio digno y sostenido de las actividades culturales y artísticas y la libertad estética, el ingreso sin trabas al espacio público, el conocimiento de la memoria histórica y la posibilidad de acceder al patrimonio cultural, derechos que, entre otros, se hallan contenidos en la Constitución, la misión de la Casa de la Cultura Ecuatoriana se halla íntimamente vinculada, es consustancial a todo ello. Solo una autonomía real, no neutralizada, podrá permitir que una entidad a la que se le ha conferido la misión de ser “el espacio de encuentro común, de convivencia y de ejercicio de los derechos culturales” haga realidad la vigencia de esos derechos constitucionales. La existencia del Ministerio de Cultura y Patrimonio debe entenderse como la creación de una instancia de articulación de los diversos entes públicos encargados de la administración cultural. No debe creerse, con ello,


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en una centralización en todos los órdenes de la gestión cultural, pues esto colocaría a tal gestión en el vaivén de la coyuntura política y podría debilitar aquello que es imprescindible en el caso que nos ocupa y también en otros órdenes de la política pública, cual la planificación y la ejecución en el largo plazo. Grave tentación, asimismo, la de procurar absorber al conjunto de instituciones públicas que tradicionalmente se han venido dedicando a la gestión y a la actividad cultural para, desde un órgano central, trazar solo una línea de políticas y acciones. Algunos tratadistas sostienen la necesidad de prescindir de un ordenamiento rígido para la actividad cultural que, por su naturaleza, requiere ejecutarse en un ámbito de democracia y libertad. Un órgano rector, tal como lo exige la Constitución, debería fijar en líneas generales las políticas culturales, coordinar el trabajo de todas las instituciones parte del sistema y supervisar la ejecución de los planes, programas y proyectos acordes con dichas políticas para las cuales las instituciones culturales han sido creadas. No más. Lo contrario, que supone sumar


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antes que restar, no producirá otra cosa que ineficiencia e ineficacia, recargo burocrático, rigidez administrativa, exceso de gasto, controles que podrían llegar al límite de lo impredecible. La Casa de la Cultura Ecuatoriana, desde su fundación, ha venido ejecutando planes y programas estrechamente vinculados con la difusión cultural; tarea de largos años ha permitido que cuente con una infraestructura en el país que congrega las más diversas expresiones de las letras y las artes; su ya larga hoja de servicio público le ha conferido una institucionalidad que no puede ser borrada por ley; su acervo patrimonial constituye un aporte para la construcción de la memoria histórica del país; y, sus fines no han sido contradichos pese a las estrecheces económicas y financieras que casi como tradición ha debido soportar. Como toda entidad, sea ésta pública o privada, el paso de los años debe exigirle reformas y cambios. Éstos no harán otra cosa que fortalecer su misión y, ante todo, saber responder en el presente, a un mandato de los fundadores de la Institución y de todos quienes, a lo largo de siete


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décadas, han depositado su fe en el país a través de la diaria labor en esta Casa. No queremos pensar que el tiempo nos lleve a una circularidad perversa, no queremos creer que todo el pensamiento, la energía, la profundidad, la fortaleza, el patriotismo, entregados por aquel lojano magnífico, Benjamín Carrión, sea tirado al tacho de basura en estos tiempos esperanzadores de Revolución Ciudadana. Ahora necesitamos corazones antisísmicos. Trabajemos juntos por la reconstrucción espiritual de la Patria, y eso solamente lo podemos acometer desde la cultura. Todo lo demás es fácil. Quito, 28 de abril de 2016



... discutir desde la reflexión y no desde la cólera, como decía Martí, porque lo político es la construcción de lo común ...


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