Cuento: Las ciudades están vivas

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Las ciudades están vivas. A veces creo que las ciudades están vivas. Obviamente no lo están, pero me gusta creer que si, a veces. Pensarlo le da un extraño equilibrio a mis días y justifica las cosas raras que me pasan en las calles y parques de Monterrey. He visitado pocas ciudades en toda mi vida, pero he descubierto que todas están vivas. Las habita una consciencia que nos observa y nos construye caminos a medida que damos nuestros para llevarnos a una dirección, a veces hacia algo bueno, a veces no tanto. La verdad es que vivimos a merced de la ciudades, seres que obran de formas misteriosas. Recuerdo que poco tiempo después de llegar a Monterrey (no soy de aquí) comparé la ciudad con un cachorro rabioso, bonito pero letal. Pero mi opinión ha cambiado desde aquel entonces, ahora Monterrey es como un hombre misterioso que se sube al mismo camión que tu en las noches y se sienta justo detrás de ti, que pone sus manos en tu asiento y acerca su fetido aliento a tu oreja. Generalmente no volteamos a enfrentarnos a esa figura, cerramos los ojos y esperamos que el viaje acabe, y una vez en casa nunca supimos si aquella figura quería hacernos daño o solo proyectamos nuestras inseguridades, eso es Monterrey, a veces. También me gusta caminar. Así aprendí a volverme invisible. Exploro, desplazo, descubro. Centro, Macroplaza, Fundidora, Barrio Antiguo, depa. Taxi, Zig, metro Zag, Uber Zig-Zag. Caminando encontré atajos que de ninguna otra forma hubiera visto. He visto árboles de formas extrañas, banquetas que parecen pistas de obstaculos infernales y casas congeladas en otra epoca, como preservadas en ziplock. A veces veo a otros caminantes, también, aunque son invisibles. Comencé a creer que la ciudad estaba viva cuando empecé a buscarte. Al principio te busqué en todos los lugares comunes; el centro, afuera de la escuela, incluso en otras personas. A veces creía ver tu nariz, tus ojos, tus labios, en los rostros de otras personas en el semáforo. Poco a poco la ciudad te fue moldeando y un día apareciste en uno de mis atajos. Te materializaste en mi vida como si la ciudad leyera mis pensamientos a través de mis pasos y te pusiera en mi camino. Desde entonces nos volvimos caminantes; ibamos al centro, al café, al cine, al depa. Nos hicimos hijos de la ciudad, moldeados a su imagen y semejanza por sus paredes y tirados sobre el enorme y confuso tablero en el que vivíamos. Mucho después aprendí otra cosa sobre las ciudades: la ciudad da y arrebata. Aprendí que nadie es especial, pero las ciudades se encargan de hacernos creer lo contrario. Una vez escuché que hay semillas que mueren enterradas en tierras ajenas. No todo crece en todas partes.


Eso me recuerda, fue cuando nos alejamos que empezaste a marchitar. Obviamente no te marchitabas, ni tampoco era culpa de la ciudad. Todo acaba, la gente se cansa y a veces detienen el paso. A veces la infraestructura cambia y lo que antes era un atajo ahora es una pared de ladrillos. Eso no importaba. Volví a la ciudad, regresé a la tierra fertil para evitar que marchitaras, regresé por ti. Regresé y te busqué. En callejones, edificios, escuelas, paradas de camión, en avenidas llenas de smog y fantasmas. Zig-Zag. Te busqué en todos los sitios que nos habían moldeado alguna vez. Regresé y no te encontré. La ciudad cerró sus puertas por intentar impedir su juego oscuro. Aún sigo en sus calles, aún descubro curvas cerradas y descifro puentes peatonales decrepitos que llevan en picada al paraíso. Aún te busco en vano en otras personas. Sé que ya no aparecerás, que aquello de donde saliste te ha succionado de vuelta al cosmos escondido bajo las grietas de la banqueta. Ahora yaces detrás de una puerta de fierro en alguna colonia al pie del cerro que rodea la ciudad donde todos somos prisioneros de sus caprichos, donde el único escape es renunciar por completo a los deseos. Quizá alguna vez me viste deambulando en tu busqueda. Tal vez la ciudad fue amable contigo y te mostró mis huellas torcidas y pensaste en mi. O tal vez no. Lo único más ogete que no encontrar algo es saber que lo tienes cerca siempre. Por lo pronto sigo tomando otros atajos; ahora me busco a mi mismo en un lugar que cambia constantemente, pero que por dentro sigue siendo el indescifrable hombre sentado atrás de mi en el camión. Mejor cierro los ojos y espero que el viaje acabe.


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