Ramiro Epiayu Morales DRAGÓN DE NOCHE ESPÍA DE DÍA (2013)
(Fragmento de serie inédita) Publicado en la Antología Wayuu “Hermosos Invisibles que nos Protegen” Serie Libros de los Mundos, 2015 Instituto Internacional de literatura Iberoamericana Universidad de Pittsburgh
La noche trae el bullicio de los viajeros eternos, Ellos caen desnudos en el desierto. La noche nos trae en sus sombras. Allí, nos devora en su rumor. Cuando cae la tarde, se dibuja la tristeza de la abuela Mariarrat, se refleja en sus ojos el rojo cobrizo del ocaso escapándose por un huequito del cielo, el viento se pasea lento atrapando su lamento, una lágrima cruda recorre todas las grietas de su cara hasta secarse. La noche nos trae el bullicio de los pájaros que anidan cerca a la enramada. Allí abraza en la distancia el vivo recuerdo de Shalechon, sus risas, la correría como caballo desbocado por todo el alar del dormitorio. Sharechon creció con nosotros, era unos cuatro años mayor que Tolo, Machetsü, Parruta y que yo, jugábamos en el jagüey a ese juego que a todos los niños nos gusta cuando estamos nadando, “Kaliina.” Cuando íbamos a pastorear, siempre nos llenaba las horas con sus hermosas melodías de wawai. En nuestras jornadas de pastoreos nos daba nombres de guerreros wayuu, nos decía que sólo de esa manera tendríamos valor y coraje cuando estuviéramos solos y nos defendiéramos de animales salvajes. Shalechon nos enseñó a ver en la profundidad de la oscuridad y a ver las imágenes de los cuentos de la abuela Marriarat. El tiempo nos ha pasado, ahora vuelvo, nuestra prima Tamaiwaa ya es toda una majayut; ella cuando pequeña dibujaba las rutas de los sueños y cada noche nos presentaba viejos ancestros que llegaban a su chinchorro para presagiarle los cuidados de nuestro clan. Ella nunca pidió que se le acercaran estos espíritus de nuestros antepasados, creo que sus sueños eran un instrumento para proteger a nuestras familias de la guerra que luego de varios años se desató con los Ulewanayuu, en que por culpa de una pasión vimos caer a nuestro Tío Kalaira, que significa Tigre. Así le pusieron por nombre al Tío Kalaira, porque cuando nació tenía unas rayas en su rostro y era todo velludo en su espalda. La noche en que los Ulewanayuu sometieron a nuestro hogar a insultos y profanas acciones, el viento nos llegaba pegajoso, espeso, como si la baba del viento fuera lo que nos merecíamos. El tiempo estaba detenido en una parálisis donde solo podías respirar, no era costumbre ver a un gallinazo dormir cerca de la huerta, ni mucho menos ver a los perros pelearse. Nuestro Alaüla Kalaira llegaba de visitar a su hermana Kashita, que por esos días estaba enferma, aunque la oütsüü Salamina decía que era un Yoluja que vino a reclamarla porque estaba enamorado de ella. Y es que la tía Kashita era hermosa, había heredado los genes del primer Van Grienken, navegador pirata que llegó a nuestros mares intercambiando armas de fuego, caballos, por perlas que extraían nuestros antepasados del fondo del mar. Los Ulewanayu llegaron en caballos y rodearon toda la casa, el miedo nos sometió, sólo
fraguábamos la idea de escapar hacia donde había un rincón de pringamozas, hasta que un disparo al aire borró la huida de nuestra mente. Al Alaüla Kalaira lo sorprendieron por la espalda y de un tiro cayó, sin poder quejarse, ni armar una defensa argumentando desde la palabra, lo condenaron a vivir por siempre en Jepira. A Tolo, Machetsü, Parruta y a mí nos encerraron en el dormitorio para quemarnos, a las niñas y a las mujeres las aislaron hacia donde está el jagüey. Gritábamos, sentíamos morir en un parpadeo, que nuestras almas se despedían de nuestros cuerpos, el llanto agujeraba nuestros ojos y el dolor nos crecía como una bola de barro. La lluvia ardía afuera, caliente como un fogón de mañanita. Tolo, Machetsü, Parruta y yo nos escondimos debajo de unos viejos baúles, exprimíamos el silencio para que no se escapara un quejido. Los Ulewanayu con risas y burlas, decían “oütüshi espushua toloyu,” que en español traduce “todos los hombres están muertos” y es que en nuestra cultura todos los hombres deben morir en una guerra, porque si dejan uno vivo es como la semilla de veneno que con los años crecería y caería en sus ranchos como polen a dejar el miedo y el dolor. A las mujeres las dejan ir, no se les puede hacer daño, son sagradas. Después de la lluvia de tiros lanzaron fuego sobre el techo tejido de corazón de cactus. Diez minutos más tarde se fueron; sentimos que se fueron porque sentíamos el mismo viento espeso paseándose y el silencio profundo nos traía el eco del llanto de las mujeres. Por suerte había una pala de esas de limpiar el cultivo y echamos arena al fuego cuando este se quiso meter con nosotros. También había agua y nos las arrojamos sobre el cuerpo. Con un viejo pico rompimos la ventana y salimos del cuarto para abrazar al viento, a la abuela, a Tamaiwa, a la tía josefina, quien por esos días había llegado de Machiques, Venezuela. Shalechon en ese lapso de tiempo había ido a buscar una cabra recién nacida que estaba perdida, y había tardado, además se encontró con unos amigos vecinos de Jalala. Al llegar a casa se topó con el suceso y el dolor de todos. De un lado para otro se paseaba la noche, estampaba pedazos de ruinas en nuestros cuerpos, no sentimos a aipa ́a ni ha sawaa ́i solo veí́amos el desespero de las estrellas borrarse del cielo, al menos eso vi yo, desconsolado debajo de un frondoso trupillo donde descansan los chivos cuando llegan a las doce del día, huyendo del sol. El odio invadió a Shalechon, se paseaba en círculos como siguiendo la sombras del odio, para estrangular su raíz y humedecer a las cenizas del fuego. El cuerpo del Alaüla Kalaira fue bañado de inmediato y colocado sobre un chinchorro, lo arropaba una sábana blanca hasta el cuello, en la mañanita fue enterrado. Sentí que una fuerza extraña poseía a Shalechon, juró la venganza y seguir como perro el rastro de los Ulewanayu. Nosotros no alcanzábamos a comprender eso de “venganza.” Cinco años antes de la tragedia, cuando yo solo tenía cuatro años, en la tierra del Sol Ichitki, también llamada Uribia, los Ulewanayu celebraban un matrimonio de una de sus sobrinas, le daban la entrada a los Ishoinayuu a la familia por medio de la paüna, el cual es el rito que compensa por medio de la dote el valor que tiene una mujer wayuu. Por lo general en estas celebraciones, la familia e invitados departen con yotchi (chirrinche), mucha comida, cantos de jayeechi y yonna. En la celebración estaba un sobrino materno del Alaüla Kalaira, Mutsia (Negro), apodado así por su piel oscura. En medio de los tragos y risas le confesó a uno de los sobrinos de los Ulewanayu haberle quitado la virginidad a la feliz mujer que estaba desposándose. Mockai, uno de los sobrino de los Ulewanayu, en la mañana después de la celebración, le contó a su tío Katire Ulewanayu, la burla que hizo Mutsia del clan Lipuanayuu.
A los dos días los Ishoinayuu devolvían a la mujer que días antes se había desposado. La ira se apoderó de los Ulewanayu y éstos enviaron a un Putchipüüi para que llevara la palabra a los Lipuanayuu, para que estos pagaran la falta de jactarse de haber burlado la virginidad de la novia. Resulta que Shirachon, la mujer desposada y devuelta por los Ishoinayuu por no ser virgen, ya cuando Mutsia Lipuanayuu la pretendió en lo escondido había tenido también unos encuentros pasionales con dos primos de su clan, lo que motivaba el despecho del muchacho. El Tio Kalaira, como Autoridad moral y jefe familiar de los Lipuanayuu, reconoció la falta del muchacho, compensado a la familia Ulewanayuu por el dolor y la pena. Después de la compensación y cuando de nuevo reinaba la paz entre los clanes, Mutsia, en sus borracheras seguía hablando de aquel hecho de Shirrachon. Los Ishoinayuu, mientras tanto, idearon matar a Mutsia. Al año después de este suceso, los Ishoinayuu y los Ulewanayu lo mataron en un camino cerca de Siapana. La familia de la víctima fue debidamente compensada por las familias claniles que participaron en su muerte. Aun así quedaba una herida; la reparación, cuando no es sincera, se esconde tras los años, luego sorprende. Los días aquellos de alegría pasaron, en cada esquina de la enramada estaba el tio Kalaira, que nos veía. Shalechon fue creciendo con odios, y todos los días contaba el paso del tiempo para que llegara la venganza. Nada volvió a ser igual, se sentía el vacío y poco a poco todo fue perdiendo sentido en la ranchería. A Tolo, Machetsü y Parruta, se los llevó la tía Zoila para la villa del Rosario en Venezuela; de ellos siempre tengo noticias. Aquí nada es fácil, el cielo dibuja otras señales, el día se tarda en ocultarse y por las noches las estrellas no me hablan. La guerra entre los clanes ya terminó, nuestras familias volvieron a la tierra de donde somos originarios y aunque las sonrisas se pasean por cada rostro, se dibuja la tristeza cuando miramos hacia el jagüey, allí donde todo es una imagen de la niñez, donde aprendimos a ver el nudo de las aguas cuando el viento bate. Shalechon salió hace unos días de la ranchería... A él aún lo persigue el dolor y la imagen del tio Kalaira. Aunque la abuela Mariarrat lo aconseja para que olvide, él en su silencio no acepta, veo en sus ojos una extraña figura roja, como una llama. Ya no queda nada de él. Por las tardes se queda en el jagüey viendo volar los pájaros, toca wawai y suspira profundo, por las noches se pierde en el fondo de la oscuridad y aparece con una botella de yotchi en la mano, se echa en su chinchorro. Vuelve cada tarde a juntar sus manos en el jagüey entonando la misma canción de wawai. A todos nos preocupa la situación de Shalechon, su silencio. ¿Qué piensa? ¿Que sueña? ¿Qué siente? Son interrogantes que nos someten también a la angustia. El día en que se reunía la familia para dialogar sobre la disposición de los restos del tio Kalaira, apareció todo sucio, con heridas en el cuerpo y espinas en los pies, sudaba frío y temblaba en fiebre. A todos nos afectó su aspecto y le colgamos un chinchorro. La Oüütsü Salamina llegó a la casa guiada por un sueño, lo desnudó y le retiró las espinas y curó las heridas de su cuerpo. Había una marca en su espalda, una mano tatuada cerca de su columna. La Oüütsü Salamina se concentró y sus espíritus le hablaron, se quitó el tabaco de la boca y dijo: “que cosa más extraña, sin figura, nunca he visto algo igual, no logro describirla.” Se sentó, pidió yootchi y de un solo trago bebió media botella. A los segundo su voz fue cambiando, parecía un trueno de esos que te dan miedo y te echas las puntas de tu chinchorro encima intentando protegerte. Luego pronunció una palabra, creo que escuché: “Kerariat.” Todos nos miramos, recuerdo que mi prima Tamaiwa me abrazó tan duro que solté lágrimas. Los espíritus siguieron hablando, pero ya la noche se había robado varias horas y quedamos dormidos en el miedo.
¿En verdad era Kerariat? Si, se había dibujado la figura del viento en su cuerpo. Esa misma noche Sharechon tomó varios litros de yootchi para olvidarse de los miedos, del viento, de las ranas y sapos que celebraban la llegada de la lluvia. Salamina la oüütsü nos contó en la noche que Kerariat tomaba la figura de camaleón y de iguana, se enamoraba del olor del yootchi , de un buen jayeechi, de la oscuridad y de los odios de los hombres. Era un espía en el día y de noche cuando los hombres pisan su umbral, emprende una lucha, persigue a su víctima en forma de luz, luego aparece como hombre debajo de un frondoso árbol: allí el hombre tiene que vencerlo para continuar con vida, para que no viva de nuevo tiene que quemarlo. El hombre que no vence a Kerariat queda embarazado y a los tres días muere pariendo lagartijas e iguanas. En la mañana unas botellas en el alar de la casa se miraban de frente como si reclamaran la última gota, y me dije: a ese espíritu le gustaba el ron. Shalechon pasó todo el día pegado a su chinchorro, parecía una barricada en su defensa. No paraba de llorar, cada vez que soplaba el viento sentía que una voz lo llamaba por su nombre: “Shalechon.” Miraba a todos lados, desorientado buscaba la claridad del sol para refugiarse en su luz. Todos pensábamos que estaba perdiendo el juicio. La abuela Marriarat viajaba constantemente meciéndose en su chinchorro. Perdíamos de vista su mirada, creo que en su mente tocaba la orilla del mar y el borde del arcoíris que aparecía al costado de la cerca del corral de los chivos. Al menos eso veía yo, me colocaba en la misma dirección de ella y solo se veía el arcoíris pálido bebiendo agua por el costado de la cerca del corral de los chivos. No supimos a qué horas Shalechon se fue del dormitorio, ni por donde salió, sólo vimos que sus mejores prendas de vestir no estaban en el viejo baúl. Aaah… el viejo baúl fue lo único que se salvó de aquel incendio; también tenía una historia que contar: el fuego devoró un pedazo de su coraza rustica, le quedó grabada una imagen fresca de la escurridiza huida del fuego que se agitaba como un escorpión venenoso atacando a su víctima. Los días han pasado, la soledad es espesa como el lodo del jagüey, se siente el tiempo detenido, la tarde no quiere salir. Shalechon sólo aparece en los sueños de la abuela Marriarat, “siempre está corriendo, y debajo de un árbol de trupillo, hay un hermoso caballo que relincha azorado, en la cercanía de la sabana se oscurece y luego se pierde.” No sabemos el significado del sueño, la Oüütsü Salamina no ha venido. Algunas amistades han venido a decirnos que han visto a Shalechon cerca de Jepira, sentado, lanzando pequeñas piedras al mar; otros lo han visto en las sabanas de Maikoü, allí donde abundan los Kerariat. La noche del segundo velorio de nuestro tío Kalaira, los vecinos vieron una extraña luz que venía del norte, que luego se fue apagando y se escondió en la oscuridad de los matorrales. En el velorio toda la familia y allegados compartíamos la noche, que por cierto estaba harapienta, con pedazos de nubes negras que tapaban su claridad. Con el paso de la noche fuimos sorprendidos por el llanto de alguien. La bulla venía de la vieja huerta del tío Kalaira, salimos a ver y había unos cactus rasgados, tenían la carne verde fresca y pequeñas manchas de sangre. Rondamos varios minutos, al final de la cerca de la huerta pedazos de ropas hacían una trilla. Alumbramos hacia el camino y parecía que llevaran arrastrando a alguien. Las huellas se perdían hacía el lodo del jagüey. El viento venteaba y traía a veces olores añejos, a veces podridos. El miedo nos congelaba las articulaciones y los sentidos.
Al día siguiente salimos a llevar los chivos a la sabana y cuando llegábamos al jagüey salían las iguanas de todos lados. Salamina la Oüütsü llego en la tarde y le contamos de los sueños de la abuela Marriarat, de los gritos en la cerca de la huerta y de las iguanas en el jagüey. “ Shalechon no vendrá más, ahora vive en los agujeros de la tierra y todos los días vigila su antigua vida, a Shalechon lo venció el dolor y el odio. Kerariat lo libró de más sufrimientos, ahora vive libre persiguiendo la sombra del viento y embarazándose en la promiscuidad de la lluvia.” Nos contagiamos de lágrimas como si fuera la fiebre del sarampión. La abuela Marriarat cada tarde espera al viento fresco de la noche para abrazarse al recuerdo; el ocaso cobrizo de la tarde llega hasta la ventana donde la abuela dibuja las rutas de la vida que se tejerán en la mañana.