Escrito entre el 2014 y el 2019, editado durante el 2019, e impreso, y finalmente encuadernado, en Octubre del 2019, por Rafael García Artiles.
FATUM IX
La temperatura en el temazcal había subido mucho, y mi cuerpo, alertado, me sacó de mi enso ñación. Aproveché que se abrió la puerta para salir respetuosamente antes de desfallecer. Me tiré sobre la tierra y me dejé inundar de su frescor. Ese fue el primer momento en que fui consciente de que mi tiempo en México estaba por acabarse, y sentí de nuevo la derrota, porque fui a México a cambiar de vida, a quedarme a vivir allí.
Tomé la decisión de que tenía que irme de Real del Monte, ya que la vida tranquila que allí llevaba era el camino más directo a España. Me mudé a Oaxaca, una última aventura, quizás un último intento de buscar la manera de quedarme. En Oaxaca me recibieron dos compatriotas que andaban viajando en furgo por América y habían quedado atrapados de los encantos de México. No los conocía de nada, solo las buenas referen cias de un buen amigo que tampoco los conocía en persona.
Fueron mis cicerones, y me enseñaron las bondades de la hermosa y mágica Oaxaca. Dos personas que un día decidieron que la vida de
estrés y consumismo de consuelo que llevaban les llevaba a la tumba por el peor de los caminos. Así que lo dejaron todo y se fueron a viajar, a cambiar y crecer.
En Oaxaca me moví muy lento, aunque eso sea lo normal en mí. Me fui con la sensación de que solo había rascado la superficie de todo lo que podía ofrecer. Aun así me dio para visitar sus playas y algunos de sus rincones pintorescos, pero sobre todo conocer parte de su cultura viva, esa cultura que es fruto del sincretismo de culturas prehispánicas con la cultura impuesta por los conquistadores, pero abrazada luego con la enig mática sabiduría del poso del tiempo.
Si algo admiré de esta tierra, y en general de México, es este maravilloso y humilde hecho cultural, el mejor canto sobre la unidad de los pueblos y su derecho a desarrollarse en armonía con su entorno.
Por supuesto tomé muchos de sus platillos, incluso pasé una noche en uno de sus calabozos acompañado de migrantes ilegales. Hasta por una semana dejé salir al ávido fotógrafo que llevo
dentro, y al que encerré injustamente por culpa de mis malas experiencias laborales en ese oficio. Malas en el aspecto económico, porque en el fondo siempre disfruté, en su justa medida, cada encargo que realicé. Aunque sería injusto que le echara toda la culpa a esa realidad que me tocó sufrir en mi labor de fotógrafo. De la fotografía también me separó el encontrar otras formas de expresión que me abrían un campo infinito por recorrer. Sucedió que ya no me sorprendía con la cámara, que me limitaba el propio aparato en sí, pesado e invasivo, tan pesada como su democratización, que ya terminó de inundarlo todo de imágenes, dando la sensación de que ya no quedaba nada por descubrir. Eso es mentira, y lo sabía entonces igual que lo sé ahora, pero aun así, aquel aparato no me daba lo que yo buscaba, y era tan del resto del mundo que sentí, quizás, que me había traicionado. Al final, solo soy un fotógrafo despechado más.
La retomé durante un taller de fotografía en el Centro de Artes de San Agustín (CASA). Como por esas semanas andaba haciendo otros talleres, el único hueco que tenía para sacar fotos era en
el camino al CASA, y como andar enarbolando mi cámara profesional me daba bastante reparo, decidí dedicarme a robar las fotos. Me colocaba mi cámara a un costado, y mientras caminaba disparaba desde mi cadera, pasando así totalmente desa percibidas mis substracciones a la realidad. Ese disparar era totalmente frenético, mi mirada iba de un sitio a otro buscando esa escena interesante. Ya no valía girar mi cámara y disparar a aquello que quería atrapar. Ahora la cámara tenía un ángulo fijo y formaba parte de mi cadera, así que si quería algo tenía que colocar mi cuerpo entero en la posición adecuada, y todo esto mientras caminaba.
Me cruzaba de acera, disimulaba que leía algo en algún cartel, me giraba para cambiar mi dirección, tosía para disimular el clack del espejo al dispa rar... todo un teatro del frenesí y el latrocinio. Encontré en esa manera de disparar la emoción primigenia que tenía cuando estudiaba fotografía y disparaba en analógico con toda la torpeza y pasión del que está aprendiendo. Esos tiempos de espera que permitían a mi subconsciente fabular sobre la imagen capturada, y que en cierta manera,
la separaban lo suficiente de la realidad como para que pudieran tener una entidad propia, eso que hace que la imagen sea realmente especial. He de agradecer a mi maestra durante el taller, Brigitte Grinet, su empeño en sacarme de mi corrección fotográfica, esa que me lleva a fotografiar, técnica y compositivamente, intentando alcanzar la perfección, ese querer controlarlo todo que lleva al tedio más absoluto cuando sientes que ya lo consigues casi sin esfuerzo, con el automatismo que te da una engreída experiencia.
Fue mucho lo que disparé, y muchísimo lo que erré en ese disparar desde el descontrol más exci tado. Y de ese poquito os dejo una muestra. Son esta sucesión de fotos mi camino más recorrido por las calles de Oaxaca. No son sus calles más bonitas, pero están cargadas de la autenticidad de las calles de mercado mexicanas. Un camino que hacía desde mi apartamento, cerca de la Casa de la Cultura, hasta el mercado central de Oaxaca, donde agarraba el taxi compartido que me llevaba a San Agustín, el pequeño pueblo en la montaña donde está, espero por muchos años, el CASA.