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Cuentos de Virgilio Piñera

Algunos cuentos de Virgilio Piñera

Al centenario de su nacimiento

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La montaña

La montaña tiene mil metros de altura. He decidido comérmela poco a poco. Es una montaña como todas las montañas: vegetación, piedras, tierra, animales y hasta seres humanos que suben y bajan por sus laderas. Todas las mañanas me echo boca abajo sobre ella y empiezo a masticar lo primero que me sale al paso. Así me estoy varias horas. Vuelvo a casa con el cuerpo molido y con las mandíbulas deshechas. Después de un breve descanso me siento en el portal a mirarla en azulada lejanía. Si yo dijera estas cosas al vecino de seguro que reiría a carcajadas o me tomaría por loco. Pero yo, que sé lo que me traigo entre manos, veo muy bien que ella pierde redondez y altura. Entonces hablarán de trastornos geológicos. He ahí mi tragedia: ninguno querrá admitir que he sido yo el devorador de la montaña de mil metros de altura.

EL insomnio

El hombre se acuesta temprano. No puede conciliar el sueño. Da vueltas, como es lógico, en la cama. Se enreda entre las sábanas. Enciende un cigarrillo. Lee un poco. Vuelve a apagar la luz. Pero no puede dormir. A las tres de la madrugada se levanta. Despierta al amigo de al lado y le confía que no puede dormir. Le pide consejo. El amigo le aconseja que haga un pequeño paseo a fin de cansarse un poco. Que enseguida tome una taza de tilo y que apague la luz. Hace todo esto pero no logra dormir. Se vuelve a levantar. Esta vez acude al médico. Como siempre sucede, el médico habla mucho pero el hombre no se duerme. A las seis de la mañana carga un revólver y se levanta la tapa de los sesos. El hombre está muerto pero no ha podido quedarse dormido. El insomnio es una cosa muy persistente.

La muErtE dE Las avEs

De la reciente hecatombe de las aves existen dos versiones: una, la del suicidio en masa; la otra, la súbita rarefacción de la atmósfera. La primera versión es insostenible. Que todas las aves —del cóndor al colibrí— levantaran el vuelo —con las consiguientes diferencias de altura— a la misma hora —las doce meridiano—, deja ver dos cosas; o bien obedecieron a una intimación, o bien tomaron el acuerdo de cernirse en los aires para precipitarse en tierra. La lógica más elemental nos advierte que no está en poder del hombre obrar tal intimación; en cuanto a las aves, dotarlas de razón es todo un desatino de la razón. La segunda versión tendrá que ser desechada. De haber estado rarificada la atmósfera, habrían muerto sólo las aves que volaban en ese momento. Todavía hay una tercera versión, pero tan falaz que no resiste el análisis; una epizootia, de origen desconocido, las habría hecho más pesadas que el aire. Toda versión es inefable y todo hecho es tangible. En el escoliasta hay un eterno aspirante a demiurgo. Su soberbia es castigada con la tautología. El único modo de escapar al hecho ineluctable de la muerte en masa de las aves, sería imaginar que hemos presenciado la hecatombe durante un sueño. Pero no nos sería dable interpretarlo, puesto que no sería un sueño verdadero. Sólo nos queda el hecho consumado. Con nuestros ojos las miramos muertas sobre la tierra. Más que el terror que nos procura la hecatombe, nos llena de pavor la imposibilidad de hallar una explicación a tan monstruoso hecho. Nuestros pies se enredan entre el abatido plumaje de tantos millones de aves. De pronto todas ellas, como en un crepitar de llamas, levantan el vuelo. La ficción del escritor, al borrar el hecho, les devuelve la vida. Y sólo con la muerte de la literatura volverían a caer abatidas en tierra.

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